LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ
LA CAPTURA – EL TENIENTE SARRÍA –
“LAS IDEAS NO SE MATAN” – EL JUICIO – EL ALEGATO –
LA CÁRCEL
De la Granjita Siboney usted se marcha al monte.
Estaba decidido a seguir la guerra. Logro reunir
casi 20 hombres, aunque las armas que habíamos
logrado adquirir, aptas para atacar y ocupar una
instalación militar en lucha casi cuerpo a cuerpo,
no eran ideales para otro tipo de guerra. Me voy
para las montañas a seguir la lucha. Les digo a los
compañeros: a las montañas.
La
idea inicial era cruzar del otro lado de Ia
cordillera, hacia el Realengo 18, lugar histórico de
luchas campesinas, y continuar en aquella zona el
combate iniciado en el Moncada. Como estábamos a
nivel del mar, había que subir hasta la cima de la
cordillera, más de mil metros, que era su altura
promedio en esa zona. Los soldados, como era lógico,
avanzando en vehículos por carreteras y caminos de
montañas, llegaron primero que nosotros y tomaron
las alturas. De los 19 hombres con que contábamos
había algunos heridos, otros agotados, y no estaban
en condiciones de soportar las marchas diurnas o
nocturnas para alejamos rápidamente de aquella zona
saturada de soldados, sin guías, sin información,
sin agua, sin alimentos y otros elementos mínimos.
Los de Batista sistemáticamente torturaban de manera
atroz a los prisioneros, y después los asesinaban a
casi todos. Eso ocurrió con decenas de ellos. El
escándalo y Ia indignación se extendían por Oriente
y por todo el país. El Arzobispo de Santiago de
Cuba, monseñor Pérez Serantes, comenzó a actuar
junto con otras personalidades. para tratar de
salvar a los supervivientes del asalto.
En
el intento de romper el cerco por esa ruta, vimos a
los soldados varias veces. Sus fusiles y sus
ametralladoras calibre 30,06 y otras armas de guerra
tenían mucho más alcance que las de calibre 22 y las
escopetas calibre 12 que llevábamos. Yo había
cambiado Ia mía por un fusil 22 de más alcance y
precisión en ese nuevo escenario.
El
terreno era abrupto y pedregoso. Nuevos heridos se
suman a la pequeña tropa por disparos accidentales
de armas. No había médico. Decido enviar a un
compañero con autoridad para evacuar a los heridos y
los más agotados físicamente hacia la ciudad de
Santiago, y solicitar apoyo de Ia población para
asistirlos. Evacuo en ese momento 12 hombres.
Por
presión de la población, las torturas y los
asesinatos masivos habían amainado. Batista y su
régimen estaban comenzando a dar señales de miedo.
Permanezco con ocho hombres, cinco de ellos con
determinada responsabilidad en la organización, que
seguirían con nosotros y a los que debíamos
preservar, aunque algunos estaban en condiciones
físicas bastante precarias, y tres de los ocho
éramos jefes de mayor responsabilidad: Oscar Alcalde,
[1]
jefe de la Dirección; José Suárez
[2] , jefe del
destacamento de Artemisa, y yo.
A
pesar de esos colosales obstáculos, no abandonaba Ia
idea de proseguir la lucha. Como era dudoso que en
tales circunstancias pudiéramos cruzar por lo alto
de la cordillera, decido cambiar de dirección. Nos
filtraríamos por la zona costera hasta Ia bahía de
Santiago de Cuba; pensaba liegar a un punto Ilamado
La Chivera, cruzar en bote la bahía hasta la otra
orilla y avanzar hacia la Sierra Maestra, que estaba
muy próxima.
Llevar a cabo esa maniobra era imposible en el
estado físico de los que tenían menos
responsabilidades que los tres jefes mencionados.
Afortunadamente nosotros tres podíamoss intentar el
cruce. Analizamos en detalle entre todos la
situación. Alcalde, Suárez y yo estábamos en
condiciones de caminar. Los otros cinco se acogerían
a las garantías reclamadas y en parte obtenidas por
la Iglesia Católica y otras instituciones para que
la integridad física y la vida de los prisioneros
fuese respetada. Como había un número de
sobrevivientes presos, los cinco se reunirían con
ellos y les llevarían noticias e instrucciones.
Adoptada Ia decisión, decidimos esperar la noche
para avanzar hasta la casa de un campesino de buena
reputación, que poseía una finca colindante con la
carretera de Santiago a Siboney, quien se encargaría
del contacto y los trámites con el Arzobispado.
Avanzamos de noche varios kilómetros hasta Ia casa,
acompañando a los cinco compañeros. En el trayecto
fueron escondidas las armas de los que serían
evacuados. Los otros tres proseguimos la marcha
armados.
Ajustamos los detalles con el campesino y
emprendimos el regreso. Esperaríamos la noche en una
zona boscosa no muy distante de la carretera.
Estábamos seguros de que podríamos atravesarla
temprano y avanzar por la enrevesada manigua y
vegetación costera para llegar a la bahía lo más
rápido posible, antes de que el enemigo se percatara
del nuevo movimiento. En circunstancias como aquélla,
mi afición por escalar montañas, cultivada en mis
años de colegial, iba a ser de suma utilidad. A
pocos kilómetros de la otra orilla que pretendíamos
alcanzar, en dirección noroeste, se encuentra el
poblado de El Cobre, a cuyo alrededor se divisaban,
altas y recubiertas de bosque, varias montañas,
especialmente hacia el sudoeste, que yo había
escalado cuando era estudiante en el Colegio de
Dolores. Ahora planeábamos ir hacia la bahía, para
alcanzar aquella orilla y marchar por el centro del
imponente macizo montañoso.
¿Quién
iba a imaginar en aquel entonces que tres años y
medio más tarde tendría que avanzar desde Alegría de
Pío hacia el Este buscando las mismas montañas?
Pero aquel cruce por la bahía no fue más que un
sueño. Cometimos un tonto error. Después de caminar
dos o tres kilómetros desandando cuesta arriba el
trayecto en busca de un punto donde dormir y esperar
la noche siguiente, en vez de hacer lo que veníamos
haciendo hasta ese día, que era dormir en el bosque,
encontramos un varaentierra —el varaentierra es una
casa pequeñita, un ranchito, donde los campesinos
guardan palmiche y otras cosas—, y nosotros, que
llevábamos un montón de días pasando frío,
hambrientos y soportando sacrificios, y que en la
noche siguiente tendríamos que emprender una larga
caminata hacia la bahía de Santiago, nos dejamos
llevar por Ia tentación de dormir en aquel
varaentierra, cerca del lugar donde habíamos
guardado las armas de los compañeros que quedaron en
la finca del campesino, sin tomar en cuenta la
proximidad del enemigo. Entonces nos dormimos sin
frío, sin neblina, sin humedad.
Yo
recuerdo que, antes de despertarme totalmente —habíamos
dormido cuatro o cinco horas—, siento un ruido algo
parecido a los cascos de un caballo en lenta marcha
e, instantes después, le dan un fuerte y ruidoso
golpe a la puerta, la abren de un culatazo, y nos
despertamos con los cañones de los fusiles de los
soldados pegados al pecho. Así caímos, de esa manera
tan tristemente ingloriosa, sorprendidos, capturados
y atados con las manos a la espalda, en cuestión de
segundos.
¿Estaban ustedes sin armas?
Teníamos las de nosotros tres, pero Ia mía era un
fusil 22 de cañon largo. Después, en Alegría de Pío,
cuando desembarcamos del “Granma” en 1956, me paso
casi igual, pero esa vez tome otras medidas: dormir
con el cañon del fusil debajo de Ia barbilla, porque
me dormía, y no podía evitarlo, poco después de un
tremendo ataque aéreo en el que cinco o seis aviones
de caza con ocho ametralladoras calibre 50 cada uno
nos ametrallaron directamente durante varios minutos,
obligandonos a enterramos bajo Ia paja de caña.
Aquella vez éramos también solo tres hombres,
después de otro golpe adverso. Pero ésa es otra
historia.
Ahora nada más le digo esto: nos captura esa
patrulla. Por qué? Se dice que el campesino al que
le confíamos los cinco compañeros comenzó a Ilamar
por teléfono al Arzobispo o a no sé quién. Bueno,
uno puede suponer varias cosas: que éste informó, o
algo pasó. O que al Arzobispo le tenían
interceptadas las comunicaciones. Y la jefatura
enemiga probablemente supo también por esa vía que
yo había llegado hasta allí y me había retirado.
Bien temprano, andaban varias patrullas rastreando,
y una de ellas da exactamente con el lugar donde
estamos acostados y nos capturan.
Aquella docena de soldados estaban furiosos, las
venas y arterias del cuello, recuerdo, hinchadas.
Ellos querían disparar y aniquilarnos en el acto.
Comienza una bronca de palabras entre nosotros y los
soldados. Ya estábamos amarrados, y nos sientan con
las manos atadas a Ia espalda. No me reconocen. Tan
depauperados estábamos que no se dieron cuenta.
Preguntan mi nombre y les doy otro. Recordé una
broma en que se ridiculizaba a una persona; les doy
ése: “Francisco González Calderín”, dije rápido. Si
pronuncio mi nombre allí, a los soldados aquellos no
los aguanta nadie. Actuaba el instinto.
La
bronca, como dije, comienza casi desde el primer
momento. Nos gritan: “Nosotros somos los
continuadores del Ejército Libertador” y cosas por
el estilo. Eso creían aquellos soldados esbirros,
matones, alguien se los había metido en Ia cabeza.
Les respondimos: “Los continuadores del Ejército
Libertador somos nosotros.”
¿Les dijo usted?
Sí.
“Los continuadores somos nosotros. Ustedes son
continuadores del ejército español.” Aquello estaba
encendido, y el teniente dice a los soldados:
“No disparen”, tratando de contenerlos. Era un
hombre negro, alto, de unos 30 y tantos o 40 años.
Pedro Sarría se llamaba. Parece que estuvo
estudiando algo de Leyes por su propia cuenta.
Trataba de contener a los soldados, que estaban
gordos, fuertes, bien nutridos, arrollaban la
manigua bajo sus pies al moverse. Están allí, con
los fusiles apuntando hacia nosotros y a punto de
hacer lo que hacían con los prisioneros, y sin
imaginarse que uno de ellos era yo. El teniente,
como murmurando, decía con voz apenas perceptible:
“No disparen, no disparen. Las ideas no se matan,
las ideas no se matan.” Transcurren entonces unos
cuantos minutos y se produce una desgracia adicional.
Aquellos soldados enfurecidos comenzaron a buscar
por los alrededores, y encuentran las armas ya
menciónadas de los otros cinco. ¡Vaya! Fue un
momento muy, muy difícil, muy crítico, cuando
hallaron aquellas cinco armas, en que volvió otra
vez a subir la adrenalina de aquella gente. Corren
de un lado para otro y al teniente ya le era muy
difícil controlar a su tropa. Pero continuaba
insistiendo: “¡Quietos!” No gritaba mucho, porque la
cosa no estaba para ese tono. Pero decía: “Quietos,
muchachos. tranquilos.” Les daba órdenes para que no
dispararan, que era lo que estaban locos por hacer,
y entonces logra apaciguarlos, no sé de qué manera,
pero lo esencial es que dijo: “No disparen, las
ideas no se matan.”
Bella frase.
“Las ideas no se matan”, eso lo murmuraba el
teniente, casi como hablando consigo mismo. Más lo
oía yo, creo, que los soldados. Bueno, estábamos
vivos. De ahí nos levantan ya para marchar hacia la
carretera.
El teniente sin saber que usted es Fidel Castro.
El
sigue sin saber; pero de inmediato le cuento. Nos
levantan y entonces salimos caminando. De repente
suenan unos disparos por Ull punto situado en la
misma dirección que Ilevábamos. Al parecer es el
momento en que aquel campesino entra en contacto con
gente del ejército y hacen prisioneros a los cinco
que iban a acogerse a la protección del Arzobispo.
Por la mente me pasa la idea de que todo aquello era
un truco para comenzar a disparar contra nosotros.
Recuerdo a los soldados enfurecidos. Dura minutos
esto, qué sé yo, 8, 10 minutos. Al sentir los
disparos se agitan, aplastan los matorrales al ir de
un lado a otro, y para el suelo. Nos gritaban:
“¡Tírense al suelo!”. Y digo: “Yo no me tiro,
no me tiro al suelo. Si quieren matarme, mátenme de
pie.” Desobedecí la orden terminante, y me quedé
parado. Entonces el teniente Sarría, que marchaba
muy cerca de mí, dice en voz baja: “Ustedes son muy
valientes, muchachos, ustedes son muy valientes.”
Cuando veo ci comportamiento de aquel hombre, Ie
comunico: “Teniente, yo soy Fidel Castro”. Me
responde rápido: “No se lo digas a nadie, no lo
digas.” Así que desde ese momento éI conocía mi
identidad. ¿Sabe lo que hizo? Llegamos a Ia casa del
campesino, muy próxima a la carretera, había allí un
camión, me montan en él, era el mismo donde estaban
otros soldados con los demás prisioneros. Sienta al
chofer al timón, me sitúa a mí en el medio y él se
coloca a la derecha. Se aproxima entonces en un
vehículo el comandante Pérez Chaumont,
[3] un asesino,
el jefe de los que habían estado matando prisioneros,
y le exige al teniente que me entregue.
Ese Pérez Chaumont era su jefe, él solo era
teniente.
Era
el comandante, pero el teniente Ie dice que no: “El
prisionero es mío”, le dice que no, que él es quien
tiene la responsabilidad y me lleva al Vivac. No
pudo el comandante convencerlo, y el teniente se
dirige al Vivac. Si me hubiese conducido al Moncada,
picadillo habrían hecho de mí, ni un pedacito habría
quedado. Imagínese la llegada mía allí! Batista
había divulgado a los cuatro vientos el tenebroso
infundio de que nosotros habíamos degollado a los
soldados enfermos en el hospital. No se sabe cuánta
sangre costó esa calumnia.
Sarría toma Ia decisión de no pasar por Ia avenida
Garzón, muy próxima al cuartel, sino bordear y
conducirme al Vivac, una instalación custodiada por
la Policía. El Vivac era una cárcel civil que había
en el centro de la ciudad, y el prisionero estaba
allí bajo la jurisdicción de los tribunales. Al
Moncada no se podía Ilevar a ninguno de los ocho
prisioneros. Nos hubiesen asesinado posiblemente a
todos. El cuartel estaba lleno de fieras sedientas
de sangre. Chaumont era uno de los más terribles
asesinos que había en el Moncada.
Todo estaba previsto. Hasta habían anunciado Ia
noticia de mi muerte en los periódicos.
¿Eso no fue después del desembarco del “Granma”?
Es
cierto. Pero, esta vez, el 29 de julio, aparece
publicada esa noticia. Yo estaba todavía en las
montañas. Aún no me habían capturado. Se publicó en
el diario Ataja y también se publicó en otros
periódicos. Morí varias veces aquellos días.
Me imagino que el teniente Sarría lo pasaría muy
mal.
Aquello no querían perdonárselo. Cuando aparece el
coronel Chaviano, que era el jefe del Regimiento,
capitán ascendido por Batista a coronel el 10 de
marzo, va al Vivac para interrogarme personalmente.
Es en esa ocasión cuando se toma una foto en la que
yo estoy de pie y hay un cuadro de Martí detrás. Se
toman otras fotos en aquel despacho. Yo asumí la
responsabilidad total: “Me hago responsable de todo”,
les dije.
Ellos aseguraban que Ia operación había sido
financiada con el dinero del ex presidente Carlos
Prío Socarrás, derrocado por Batista el 10 de marzo,
y yo les respondí que no teníamos ningún vInculo con
PrIo ni con nadie, que todo eso era falso. Les
explico. No tenía nada que ocultar, y asumo toda la
responsabilidad: las armas las compramos en las
armerías, no nos las entregó nadie. Ningún otro
trnía responsabilidad. Dejan entrar a varios
periodistas. Uno de ellos pertenecía a un conocido
organo de prensa, y puedo hablarle. Al otro día
recogieron el periódico, porque en la euforia dejan
publicar la noticia: “Capturado...”, etcetera. Pero
lo declarado tuvo preocupante impacto y ya no les
resultaba tan fácil liquidarme.
Antes del interrogatorio estaba junto con un grupo
de compañeros sobrevivientes, pero después me
separaron y me aislaron en una celda.
¿Usted conoció después a ese teniente Sarría?
Sí,
claro, siguió la guerra y él continuó en el ejército,
con muy mala voluntad hacia él por parte del régimen
—hasta lo encarcelaron cuando ya nosotros estábamos
luchando en la Sierra Maestra—, porque era él quien
me había capturado e impidió mi asesinato. Desde
luego, nadie más que yo conocía entonces sus
célebres frases, que años después conté. Al fin y al
cabo fue su patrulla. Imagino el odio que le
tendrían.
Cuando termina Ia guerra, en 1959, lo
ascendimos y lo nombramos capitán ayudante del
primer Presidente de Ia República después del
triunfo. Desgraciadamente no vivió muchos años,
contrajo una enfermedad maligna, quedó ciego, y
murió después aquel hombre de tan excepcional
comportamiento. Es de esas cosas que uno las cuenta
y no se pueden creer.
Le debe usted la vida, evidentemente.
¡Tres veces por lo menos!
No dijo quién era usted, ni lo entregó a su jefe.
Cuando yo veo a aquel hombre actuando con esa
caballerosidad, me paro delante y le digo: “Yo soy
Fulano de Tal”, y él me dice: “No lo diga, no lo
diga.” Algunas de las otras cosas las supe después,
cómo él se negó a entregarme al comandante Pérez
Chaumont. Observe la decisión con que me sentó junto
al chofer, yo en el medio y él a Ia derecha. ¿Que
explica todo eso? Era un hombre que estudiaba, un
hombre decente y valiente. Esa es la razón por la
que no me asesinan desde el primer instante.
Me
salvó la vida por tercera vez cuando se negó a
conducirme al cuartel Moncada, y me llevó al Vivac.
[4]
Estuve preso en la cárcel provincial de Boniato, y
luego, cuando comienza el juicio, el lunes 21 de
septiembre de 1953, yo asumo como abogado mi propia
defensa. Y como abogado, comienzo a interrogar a
todos los testigos y a todos los asesinos, aquello
fue tremendo. No pudieron soportarlo, me sacaron del
juicio porque no podían impedir mis denuncias. Me
juzgaron después a mí solo, con otro que había
estado herido, en un cuartico del hospital civil.
¿Usted se defendió solo?
Claro, y lo denuncié todo.
Y terminó con su célebre alegato “La historia me
absolverá”.
Yo
pensaba que en cualquier momento harían cualquier
barbaridad, y en la cárcel de Boniato, donde estaba
detenido, cuando me prohibieron habíar con los
compañeros que estaban en Ia misma sala y pasaban
delante de mi celda, me declare en huelga de hambre.
Obtuve el objetivo. Después me aislaron de nuevo, 75
días pasé aislado en una celda, nadie podía hablarme.
Busque formas de mantener Ia comunicación mínima
indispensable.
En
un momento determinado ellos hasta cambiaron los
guardias que me custodiaban, porque varios de ellos
se hicieron amigos; buscaron otros especialmente
Ilenos de odio, y, entre esos uno se hizo también
amigo. Tres años más tarde, estaba cercado por
nuestras fuerzas como soldado de infantería en la
batalla de Maffo a fines de 1958. Su batallón bien
fortificado resistía tenazmente. Se había hecho mi
amigo en la cárcel de Boniato. era un guajirito del
grupo de los soldados duros que nos pusieron de
custodia.
En
los días de la huelga, cuando me traían la comida,
yo les gritaba: “No quiero comida, dígale a Chaviano”
—que era el jefe del regimiento del Moncada— “que se
la meta por el ano.” Claro. usaba un término menos
técnico, que no deseo repetir aquí. Puede parecer
cosa de locos, pero hay que comprender los estados
anímicos, debido al hecho de que uno conocía y
recordaba todo lo que habían hecho, las torturas
espantosas y los crímenes horrendos que habían
cometido contra nuestros compañeros.
Nosotros estábamos muertos hacía rato, hacer eso no
costaba nada. Les disparé una huelga de hambre, el
hecho real es que tuvieron que oírme y entonces me
dejaron hablar con Haydée, Melba y otros. Por ellos
supe muchos hechos y datos que ignoraba de todo lo
ocurrido, esenciales para el juicio. Claro que yo
con anterioridad pasaba mis papelitos, los tiraba a
veces, porque había un soldado siempre delante, pero
nos comunicábamos; al final accedieron a la demanda
y pude alimentarme. Aquellos carceleros criminales
cumplieron solo su palabra durante apenas 24 horas y
después me volvieron a aislar, pero ya les había
ganado un combate. No inicié de nuevo Ia huelga. Tal
vez eso era ahora lo que buscaban con algún objetivo.
En
los días de mi desafío, uno de los jefes habló
conmigo. ¿Sabe lo que me dijo?: “Usted es un hombre
decente, usted es un hombre educado, no diga esas
palabras.” El grito aquel con que los obsequiaba
tres veces al día los tenía realmente preocupados.
Lo oía toda Ia prision, los soldados, los presos,
los trabajadores civiles y todo el mundo. Estaban
desmoralizados.
Yo
tenía algún material escrito, aunque no lo permitían.
Estaban muy presentes los conocimientos adquiridos
como estudiante de ciencias políticas y sociales,
algunos de los cuales pude refrescar. También
conseguí algún material de Martí.
Si hubiese caído el Moncada, ¿usted qué pensaba
hacer?
Si
cae el Moncada, 3 mil armas habrían caído en
nuestras manos. Recuerde que todos éramos sargentos.
Una proclama de “sargentos sublevados” iba a sembrar
el caos en las filas enemigas. Algunos de los que
hiciéramos prisioneros, con sus nombres y sus señas,
enviarían mensajes a los jefes de los escuadrones de
toda Ia provincia hablando de una “rebelión de los
sargentos”, que como ya le dije, tenía un
antecedente nítido y único en Ia República de
Cuba. Irivertiríamos tres o cuatro horas en esa
desinformación.
Inmediatamente después comenzaríamos a identificar a
los que realmente habían tomado el Moncada. Es decir,
informaríamos quienes éramos nosotros. Mientras
tanto, todas las armas habrían sido distribuidas en
la ciudad para protegerlas del ataque probable de Ia
aviación que se produciría sobre el cuartel. A ellos
si que no les iba a importar si allí había soldados
o no.
Nuestro plan era sacar inmediatamente las armas del
Moncada hacia distintos edificios de la ciudad,
porque el único contraataque inmediato posible era
la aviación. El ferrocarril no nos preocupaba, era
fácil de cortar; nos preocupaba en cambio Ia
Carretera Central, por donde podían venir los
refuerzos del contraataque, desde el regimiento de
Holguín y de otras guamiciones de toda aquella zona.
Por eso atacamos Bayamo. Era vital para interceptar,
a la altura del puente sobre el Cauto, la Carretera
Central. El pueblo se habría levantado, no le quepa
duda, porque el que se levantara contra Batista
tendría apoyo inmediato de nuestro pueblo.
Nosotros primero seríamos “sargentos” y desde dentro
del Moncada, en los primeros momentos, nadie sabría
lo que de verdad estaba pasando. Íbamos a enviar
mensajes a todos los escuadrones de Ia provincia.
Con los medios de trasmisiones de ellos.
Sí,
con las comunicaciones de ellos. En nombre de los
sargentos del regimiento enviaríamos comunicaciones
a los demás cuarteles, para generar la confusión y
la parálisis mientras sacábamos las armas de allí.
Aquello aparecería primero como un movimiento de
sargentos, lo cual crearía un verdadero caos dentro
de las Fuerzas Armadas.
Al
cabo de dos, tres o cuatro horas, comenzaríamos a
identificamos y lo principal sería retransmitir el
discurso del líder del Partido Ortodoxo cuando
dramáticamente se privó de la vida.
Eduardo Chibás.
Ibamos a transmitir sus últimas palabras desde la
principal estación radial de Santiago.
¿Ustedes pensaban ocupar Ia estación de radio?
Claro, eso era elemental. Una vez tomado el Moncada.
¿No simultáneamente?
No,
hombre, no, ¡ni hacía falta!, lo que había que tomar
primero era el cuartel, para ocupar luego cualquier
otro objetivo.
Al
principio, haríamos un trabajo menos público, un
trabajo desde las comunicaciones de ellos en el
cuartel, que habríamos ocupado, creando la mayor
confusión entre los soldados del ejército.
A
partir de la primera acción, todo el mundo creería
que los guardias —como los llamaba la población—
estaban combatiendo entre sí, y era lo que haría
daño y ocasionaría confusión en sus filas, mientras
organizabamos y asegurábamos los pasos siguientes.
Después se ocuparía la radio provincial. Todo el
material estaba preparado: las leyes que aparecieron
después en “La historia me absolverá”,
[5] la
exhortación al pueblo y el llamado a Ia huelga
general, porque había ambiente suficiente para eso,
no le quepa Ia menor duda.
Eso
fue lo que hicimos el 1° de enero de 1959 cuando, ya
derrotados, jefes de cierta autoridad intentaron dar
un golpe en la Capital.
¿Cuando ustedes se lanzan al asalto del cuartel
Moncada, están pensando en el tipo de régimen que
van a instaurar si triunfan? ¿Piensan ustedes en la
URSS, por ejemplo?
Nosotros no pensábamos en Ia URSS ni nada parecido,
eso vino después. Nosotros creíamos que la soberanía
existía en este planeta, que era un derecho real y
respetado después de dos guerras de independencia en
Cuba que costaron más de 50 mil muertos
cuando la población cubana era muy pequeña. Creíamos
eso, y creíamos que se respetaría nuestro derecho a
hacer una revolución que no era todavía socialista,
pero sí la antesala de una revolución socialista.
Para entenderlo hay que leer la defensa, el alegato
conocido como “La historia me absolverá”, ahí
están los elementos básicos de una futura revolución
socialista, que no tenía que venir de inmediato, ni
mucho menos; se llevaría a cabo de forma progresiva,
pero sólida e incontenible. Pero no vacilaríamos en
radicalizarla si fuera necesario.
El ataque al Moncada se traduce en Ia tortura y la
muerte de muchos compañeros, y la cárcel para otros
y para usted. ¿Por qué no sacó, por ejemplo, de ese
fracaso, la conclusión de que, en definitiva, la vía
de las armas era imposible?
Al
contrario. Cuando atacamos el Moncada, ya teníamos
la idea de marchamos hacia las montañas con todas
las armas ocupadas en el cuartel, si no colapsaba el
régimen. Y estoy seguro de que habría colapsado.
En aquella época no había ninguna otra guerrilla en
América Latina, ¿verdad?
En
el año 1948, cuando conocí de cerca la sublevación
de Bogota, había grupos irregulares en Colombia,
pero no con el concepto ulterior de guerrilla que se
aplicó en Cuba. En América Latina habían ocurrido
muchos movimientos y muchas acciones armadas. Hubo
la revolución en Mexico, que nos inspiraba mucho;
también había tenido lugar Ia heroica lucha de
Sandino.
[6]
Sandino en Nicaragua, en los años 30.
El
“General de hombres libres”... Son antecedentes
históricos.
¿Usted conocía bien Ia gesta de Sandino en esa época?
De
sobra, de memoria casi, conocíamos la hazaña de
Sandino. Lo que él tenía era un pequeño ejército,
los libros decían: “el pequeno ejército loco”. Y eso
sí, yo había leído también mucho de lo que hicieron
en Cuba Maceo, Gómez y otros audaces jefes en
nuestras guerras de independencia.
Las guerras de Cuba las conocía usted bien.
Sí.
Nos servían para elaborar una estrategia diferente,
porque tanto Macco como Máximo Gómez tenían la
caballería, un arma muy móvil, y andaban, como suele
decirse, por Ia libre. Casi todos los combates eran
de encuentro; en cambio, nuestros combates
principales, en las circunstancias de nuestra guerra
fueron planeados, con trincheras preparadas y otras
muchas medidas indispensables. Nuestros antecesores,
en toda la Guerra de Independencia, nunca hicieron
una trinchera; creo que allá por Pinar del Río
quizás una vez. Casi todos eran combates de
encuentro, mientras que nosotros estábamos obligados
a preverlos y planearlos.
Lo
que al principio nos parecía propio de Ia guerra en
una montaña boscosa de I .200 metros de altura,
después lo hacíamos en pleno llano, en las
carreteras, en un cafetal, en un mangal, en un
canaveral. Así que todo fue cuestión de aprendizaje.
Los de Batista, por ejemplo, en todos los combates
tenían siempre Ia aviación encima de nosotros y
otras ventajas. Fue un aprendizae muy duro, porque
Ia diferencia era muy grande, y esa enorme
diferencia, a mi juicio, fue la que nos enseñó a
elaborar tácticas e ideas que compensaran la
diferencia.
Por
poco nos eliminan al principio por una traición;
pero hubo un momento ya en que no había forma de
traicionarnos con efectos mortíferos, ni de cazarnos,
ni de hacernos nada. Nunca nuestra tropa en la
Sierra cayó en una emboscada. Lo que ocurría era que
muchas veces los estábamos cazando a ellos; venía
una columna fuerte, por ejemplo, de 300 hombres, un
ejército, y nosotros disponíamos solo de 70 u 80
hombres para golpear y detener las fuerzas enemigas.
¿Las tesis de Giap,
[7] de Ho Chi Minh,
[8] de Mao,
[9]
sobre la guerra revolucionaria, las conocía usted?
Mire, nosotros sabíamos que los vietnamitas eran
extraordinarios soldados; acabaron venciendo a los
franceses en Dien Bien Phu en 1954, pero era otro
tipo de guerra, con empleo ya de muchos hombres,
artillería y todas aquellas armas. Tenían un
verdadero ejército. Nosotros partimos de cero y no
teníamos ejército.
Cuando Mao hace la Gran Marcha en China en el año
1935, realizó una hazaña militar que muy poco
conocíamos en Cuba. Después he leído mucho sobre eso.
No habría servido de nada en el escenario de Cuba
una Gran Marcha, aunque sus tácticas y principios
político-militares habrían sido de gran valor en
cualquier guerra. Mao pudo demostrar que todo es
posible, porque ellos recorrieron 12 mil kilómetros
combatiendo.
El
problema nuestro fue que nos vimos en muy diferentes
condiciones de lucha.
(Tomado del libro
"Cien Horas con Fidel, conversaciones con Ignacio
Ramonet", editado por Oficina de
Publicaciones del Consejo de Estado, Tercera edición, La Habana,
2006, páginas 179-193)
©
|