contáctenos

Árabe

عربي

       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Cien Horas Con Fidel-Capítulo 06-“La historia me absolverá”.

 
 
 
 

 

LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ

 

LA CAPTURA – EL TENIENTE SARRÍA –
“LAS IDEAS NO SE MATAN” – EL JUICIO – EL ALEGATO –
LA CÁRCEL

 

 

De la Granjita Siboney usted se marcha al monte.

Estaba decidido a seguir la guerra. Logro reunir casi 20 hombres, aunque las armas que habíamos logrado adquirir, aptas para atacar y ocupar una instalación militar en lucha casi cuerpo a cuerpo, no eran ideales para otro tipo de guerra. Me voy para las montañas a seguir la lucha. Les digo a los compañeros: a las montañas.

La idea inicial era cruzar del otro lado de Ia cordillera, hacia el Realengo 18, lugar histórico de luchas campesinas, y continuar en aquella zona el combate iniciado en el Moncada. Como estábamos a nivel del mar, había que subir hasta la cima de la cordillera, más de mil metros, que era su altura promedio en esa zona. Los soldados, como era lógico, avanzando en vehículos por carreteras y caminos de montañas, llegaron primero que nosotros y tomaron las alturas. De los 19 hombres con que contábamos había algunos heridos, otros agotados, y no estaban en condiciones de soportar las marchas diurnas o nocturnas para alejamos rápidamente de aquella zona saturada de soldados, sin guías, sin información, sin agua, sin alimentos y otros elementos mínimos. Los de Batista sistemáticamente torturaban de manera atroz a los prisioneros, y después los asesinaban a casi todos. Eso ocurrió con decenas de ellos. El escándalo y Ia indignación se extendían por Oriente y por todo el país. El Arzobispo de Santiago de Cuba, monseñor Pérez Serantes, comenzó a actuar junto con otras personalidades. para tratar de salvar a los supervivientes del asalto.

En el intento de romper el cerco por esa ruta, vimos a los soldados varias veces. Sus fusiles y sus ametralladoras calibre 30,06 y otras armas de guerra tenían mucho más alcance que las de calibre 22 y las escopetas calibre 12 que llevábamos. Yo había cambiado Ia mía por un fusil 22 de más alcance y precisión en ese nuevo escenario.

El terreno era abrupto y pedregoso. Nuevos heridos se suman a la pequeña tropa por disparos accidentales de armas. No había médico. Decido enviar a un compañero con autoridad para evacuar a los heridos y los más agotados físicamente hacia la ciudad de Santiago, y solicitar apoyo de Ia población para asistirlos. Evacuo en ese momento 12 hombres.

Por presión de la población, las torturas y los asesinatos masivos habían amainado. Batista y su régimen estaban comenzando a dar señales de miedo. Permanezco con ocho hombres, cinco de ellos con determinada responsabilidad en la organización, que seguirían con nosotros y a los que debíamos preservar, aunque algunos estaban en condiciones físicas bastante precarias, y tres de los ocho éramos jefes de mayor responsabilidad: Oscar Alcalde, [1] jefe de la Dirección; José Suárez [2] , jefe del destacamento de Artemisa, y yo.

A pesar de esos colosales obstáculos, no abandonaba Ia idea de proseguir la lucha. Como era dudoso que en tales circunstancias pudiéramos cruzar por lo alto de la cordillera, decido cambiar de dirección. Nos filtraríamos por la zona costera hasta Ia bahía de Santiago de Cuba; pensaba liegar a un punto Ilamado La Chivera, cruzar en bote la bahía hasta la otra orilla y avanzar hacia la Sierra Maestra, que estaba muy próxima.

Llevar a cabo esa maniobra era imposible en el estado físico de los que tenían menos responsabilidades que los tres jefes mencionados. Afortunadamente nosotros tres podíamoss intentar el cruce. Analizamos en detalle entre todos la situación. Alcalde, Suárez y yo estábamos en condiciones de caminar. Los otros cinco se acogerían a las garantías reclamadas y en parte obtenidas por la Iglesia Católica y otras instituciones para que la integridad física y la vida de los prisioneros fuese respetada. Como había un número de sobrevivientes presos, los cinco se reunirían con ellos y les llevarían noticias e instrucciones.

Adoptada Ia decisión, decidimos esperar la noche para avanzar hasta la casa de un campesino de buena reputación, que poseía una finca colindante con la carretera de Santiago a Siboney, quien se encargaría del contacto y los trámites con el Arzobispado. Avanzamos de noche varios kilómetros hasta Ia casa, acompañando a los cinco compañeros. En el trayecto fueron escondidas las armas de los que serían evacuados. Los otros tres proseguimos la marcha armados.

Ajustamos los detalles con el campesino y emprendimos el regreso. Esperaríamos la noche en una zona boscosa no muy distante de la carretera. Estábamos seguros de que podríamos atravesarla temprano y avanzar por la enrevesada manigua y vegetación costera para llegar a la bahía lo más rápido posible, antes de que el enemigo se percatara del nuevo movimiento. En circunstancias como aquélla, mi afición por escalar montañas, cultivada en mis años de colegial, iba a ser de suma utilidad. A pocos kilómetros de la otra orilla que pretendíamos alcanzar, en dirección noroeste, se encuentra el poblado de El Cobre, a cuyo alrededor se divisaban, altas y recubiertas de bosque, varias montañas, especialmente hacia el sudoeste, que yo había escalado cuando era estudiante en el Colegio de Dolores. Ahora planeábamos ir hacia la bahía, para alcanzar aquella orilla y marchar por el centro del imponente macizo montañoso.

¿Quién iba a imaginar en aquel entonces que tres años y medio más tarde tendría que avanzar desde Alegría de Pío hacia el Este buscando las mismas montañas?

Pero aquel cruce por la bahía no fue más que un sueño. Cometimos un tonto error. Después de caminar dos o tres kilómetros desandando cuesta arriba el trayecto en busca de un punto donde dormir y esperar la noche siguiente, en vez de hacer lo que veníamos haciendo hasta ese día, que era dormir en el bosque, encontramos un varaentierra —el varaentierra es una casa pequeñita, un ranchito, donde los campesinos guardan palmiche y otras cosas—, y nosotros, que llevábamos un montón de días pasando frío, hambrientos y soportando sacrificios, y que en la noche siguiente tendríamos que emprender una larga caminata hacia la bahía de Santiago, nos dejamos llevar por Ia tentación de dormir en aquel varaentierra, cerca del lugar donde habíamos guardado las armas de los compañeros que quedaron en la finca del campesino, sin tomar en cuenta la proximidad del enemigo. Entonces nos dormimos sin frío, sin neblina, sin humedad.

Yo recuerdo que, antes de despertarme totalmente —habíamos dormido cuatro o cinco horas—, siento un ruido algo parecido a los cascos de un caballo en lenta marcha e, instantes después, le dan un fuerte y ruidoso golpe a la puerta, la abren de un culatazo, y nos despertamos con los cañones de los fusiles de los soldados pegados al pecho. Así caímos, de esa manera tan tristemente ingloriosa, sorprendidos, capturados y atados con las manos a la espalda, en cuestión de segundos.

¿Estaban ustedes sin armas?

Teníamos las de nosotros tres, pero Ia mía era un fusil 22 de cañon largo. Después, en Alegría de Pío, cuando desembarcamos del “Granma” en 1956, me paso casi igual, pero esa vez tome otras medidas: dormir con el cañon del fusil debajo de Ia barbilla, porque me dormía, y no podía evitarlo, poco después de un tremendo ataque aéreo en el que cinco o seis aviones de caza con ocho ametralladoras calibre 50 cada uno nos ametrallaron directamente durante varios minutos, obligandonos a enterramos bajo Ia paja de caña. Aquella vez éramos también solo tres hombres, después de otro golpe adverso. Pero ésa es otra historia.

Ahora nada más le digo esto: nos captura esa patrulla. Por qué? Se dice que el campesino al que le confíamos los cinco compañeros comenzó a Ilamar por teléfono al Arzobispo o a no sé quién. Bueno, uno puede suponer varias cosas: que éste informó, o algo pasó. O que al Arzobispo le tenían interceptadas las comunicaciones. Y la jefatura enemiga probablemente supo también por esa vía que yo había llegado hasta allí y me había retirado.

Bien temprano, andaban varias patrullas rastreando, y una de ellas da exactamente con el lugar donde estamos acostados y nos capturan.

Aquella docena de soldados estaban furiosos, las venas y arterias del cuello, recuerdo, hinchadas. Ellos querían disparar y aniquilarnos en el acto. Comienza una bronca de palabras entre nosotros y los soldados. Ya estábamos amarrados, y nos sientan con las manos atadas a Ia espalda. No me reconocen. Tan depauperados estábamos que no se dieron cuenta. Preguntan mi nombre y les doy otro. Recordé una broma en que se ridiculizaba a una persona; les doy ése: “Francisco González Calderín”, dije rápido. Si pronuncio mi nombre allí, a los soldados aquellos no los aguanta nadie. Actuaba el instinto.

La bronca, como dije, comienza casi desde el primer momento. Nos gritan: “Nosotros somos los continuadores del Ejército Libertador” y cosas por el estilo. Eso creían aquellos soldados esbirros, matones, alguien se los había metido en Ia cabeza. Les respondimos: “Los continuadores del Ejército Libertador somos nosotros.”

¿Les dijo usted?

Sí. “Los continuadores somos nosotros. Ustedes son continuadores del ejército español.” Aquello estaba encendido, y el teniente dice a los soldados: “No disparen”, tratando de contenerlos. Era un hombre negro, alto, de unos 30 y tantos o 40 años. Pedro Sarría se llamaba. Parece que estuvo estudiando algo de Leyes por su propia cuenta. Trataba de contener a los soldados, que estaban gordos, fuertes, bien nutridos, arrollaban la manigua bajo sus pies al moverse. Están allí, con los fusiles apuntando hacia nosotros y a punto de hacer lo que hacían con los prisioneros, y sin imaginarse que uno de ellos era yo. El teniente, como murmurando, decía con voz apenas perceptible: “No disparen, no disparen. Las ideas no se matan, las ideas no se matan.” Transcurren entonces unos cuantos minutos y se produce una desgracia adicional.

Aquellos soldados enfurecidos comenzaron a buscar por los alrededores, y encuentran las armas ya menciónadas de los otros cinco. ¡Vaya! Fue un momento muy, muy difícil, muy crítico, cuando hallaron aquellas cinco armas, en que volvió otra vez a subir la adrenalina de aquella gente. Corren de un lado para otro y al teniente ya le era muy difícil controlar a su tropa. Pero continuaba insistiendo: “¡Quietos!” No gritaba mucho, porque la cosa no estaba para ese tono. Pero decía: “Quietos, muchachos. tranquilos.” Les daba órdenes para que no dispararan, que era lo que estaban locos por hacer, y entonces logra apaciguarlos, no sé de qué manera, pero lo esencial es que dijo: “No disparen, las ideas no se matan.”

Bella frase.

“Las ideas no se matan”, eso lo murmuraba el teniente, casi como hablando consigo mismo. Más lo oía yo, creo, que los soldados. Bueno, estábamos vivos. De ahí nos levantan ya para marchar hacia la carretera.

El teniente sin saber que usted es Fidel Castro.

El sigue sin saber; pero de inmediato le cuento. Nos levantan y entonces salimos caminando. De repente suenan unos disparos por Ull punto situado en la misma dirección que Ilevábamos. Al parecer es el momento en que aquel campesino entra en contacto con gente del ejército y hacen prisioneros a los cinco que iban a acogerse a la protección del Arzobispo. Por la mente me pasa la idea de que todo aquello era un truco para comenzar a disparar contra nosotros.

Recuerdo a los soldados enfurecidos. Dura minutos esto, qué sé yo, 8, 10 minutos. Al sentir los disparos se agitan, aplastan los matorrales al ir de un lado a otro, y para el suelo. Nos gritaban: “¡Tírense al suelo!”. Y digo: Yo no me tiro, no me tiro al suelo. Si quieren matarme, mátenme de pie.” Desobedecí la orden terminante, y me quedé parado. Entonces el teniente Sarría, que marchaba muy cerca de mí, dice en voz baja: “Ustedes son muy valientes, muchachos, ustedes son muy valientes.”

Cuando veo ci comportamiento de aquel hombre, Ie comunico: “Teniente, yo soy Fidel Castro”. Me responde rápido: “No se lo digas a nadie, no lo digas.” Así que desde ese momento éI conocía mi identidad. ¿Sabe lo que hizo? Llegamos a Ia casa del campesino, muy próxima a la carretera, había allí un camión, me montan en él, era el mismo donde estaban otros soldados con los demás prisioneros. Sienta al chofer al timón, me sitúa a mí en el medio y él se coloca a la derecha. Se aproxima entonces en un vehículo el comandante Pérez Chaumont, [3] un asesino, el jefe de los que habían estado matando prisioneros, y le exige al teniente que me entregue.

Ese Pérez Chaumont era su jefe, él solo era teniente.

Era el comandante, pero el teniente Ie dice que no: “El prisionero es mío”, le dice que no, que él es quien tiene la responsabilidad y me lleva al Vivac. No pudo el comandante convencerlo, y el teniente se dirige al Vivac. Si me hubiese conducido al Moncada, picadillo habrían hecho de mí, ni un pedacito habría quedado. Imagínese la llegada mía allí! Batista había divulgado a los cuatro vientos el tenebroso infundio de que nosotros habíamos degollado a los soldados enfermos en el hospital. No se sabe cuánta sangre costó esa calumnia.

Sarría toma Ia decisión de no pasar por Ia avenida Garzón, muy próxima al cuartel, sino bordear y conducirme al Vivac, una instalación custodiada por la Policía. El Vivac era una cárcel civil que había en el centro de la ciudad, y el prisionero estaba allí bajo la jurisdicción de los tribunales. Al Moncada no se podía Ilevar a ninguno de los ocho prisioneros. Nos hubiesen asesinado posiblemente a todos. El cuartel estaba lleno de fieras sedientas de sangre. Chaumont era uno de los más terribles asesinos que había en el Moncada.

Todo estaba previsto. Hasta habían anunciado Ia noticia de mi muerte en los periódicos.

¿Eso no fue después del desembarco del “Granma”?

Es cierto. Pero, esta vez, el 29 de julio, aparece publicada esa noticia. Yo estaba todavía en las montañas. Aún no me habían capturado. Se publicó en el diario Ataja y también se publicó en otros periódicos. Morí varias veces aquellos días.

Me imagino que el teniente Sarría lo pasaría muy mal.

Aquello no querían perdonárselo. Cuando aparece el coronel Chaviano, que era el jefe del Regimiento, capitán ascendido por Batista a coronel el 10 de marzo, va al Vivac para interrogarme personalmente. Es en esa ocasión cuando se toma una foto en la que yo estoy de pie y hay un cuadro de Martí detrás. Se toman otras fotos en aquel despacho. Yo asumí la responsabilidad total: “Me hago responsable de todo”, les dije.

Ellos aseguraban que Ia operación había sido financiada con el dinero del ex presidente Carlos Prío Socarrás, derrocado por Batista el 10 de marzo, y yo les respondí que no teníamos ningún vInculo con PrIo ni con nadie, que todo eso era falso. Les explico. No tenía nada que ocultar, y asumo toda la responsabilidad: las armas las compramos en las armerías, no nos las entregó nadie. Ningún otro trnía responsabilidad. Dejan entrar a varios periodistas. Uno de ellos pertenecía a un conocido organo de prensa, y puedo hablarle. Al otro día recogieron el periódico, porque en la euforia dejan publicar la noticia: “Capturado...”, etcetera. Pero lo declarado tuvo preocupante impacto y ya no les resultaba tan fácil liquidarme.

Antes del interrogatorio estaba junto con un grupo de compañeros sobrevivientes, pero después me separaron y me aislaron en una celda.

¿Usted conoció después a ese teniente Sarría?

Sí, claro, siguió la guerra y él continuó en el ejército, con muy mala voluntad hacia él por parte del régimen —hasta lo encarcelaron cuando ya nosotros estábamos luchando en la Sierra Maestra—, porque era él quien me había capturado e impidió mi asesinato. Desde luego, nadie más que yo conocía entonces sus célebres frases, que años después conté. Al fin y al cabo fue su patrulla. Imagino el odio que le tendrían.

Cuando termina Ia guerra, en 1959, lo ascendimos y lo nombramos capitán ayudante del primer Presidente de Ia República después del triunfo. Desgraciadamente no vivió muchos años, contrajo una enfermedad maligna, quedó ciego, y murió después aquel hombre de tan excepcional comportamiento. Es de esas cosas que uno las cuenta y no se pueden creer.

Le debe usted la vida, evidentemente.

¡Tres veces por lo menos!

No dijo quién era usted, ni lo entregó a su jefe.

Cuando yo veo a aquel hombre actuando con esa caballerosidad, me paro delante y le digo: “Yo soy Fulano de Tal”, y él me dice: “No lo diga, no lo diga.” Algunas de las otras cosas las supe después, cómo él se negó a entregarme al comandante Pérez Chaumont. Observe la decisión con que me sentó junto al chofer, yo en el medio y él a Ia derecha. ¿Que explica todo eso? Era un hombre que estudiaba, un hombre decente y valiente. Esa es la razón por la que no me asesinan desde el primer instante.

Me salvó la vida por tercera vez cuando se negó a conducirme al cuartel Moncada, y me llevó al Vivac. [4]

Estuve preso en la cárcel provincial de Boniato, y luego, cuando comienza el juicio, el lunes 21 de septiembre de 1953, yo asumo como abogado mi propia defensa. Y como abogado, comienzo a interrogar a todos los testigos y a todos los asesinos, aquello fue tremendo. No pudieron soportarlo, me sacaron del juicio porque no podían impedir mis denuncias. Me juzgaron después a mí solo, con otro que había estado herido, en un cuartico del hospital civil.

¿Usted se defendió solo?

Claro, y lo denuncié todo.

Y terminó con su célebre alegato “La historia me absolverá”.

Yo pensaba que en cualquier momento harían cualquier barbaridad, y en la cárcel de Boniato, donde estaba detenido, cuando me prohibieron habíar con los compañeros que estaban en Ia misma sala y pasaban delante de mi celda, me declare en huelga de hambre. Obtuve el objetivo. Después me aislaron de nuevo, 75 días pasé aislado en una celda, nadie podía hablarme. Busque formas de mantener Ia comunicación mínima indispensable.

En un momento determinado ellos hasta cambiaron los guardias que me custodiaban, porque varios de ellos se hicieron amigos; buscaron otros especialmente Ilenos de odio, y, entre esos uno se hizo también amigo. Tres años más tarde, estaba cercado por nuestras fuerzas como soldado de infantería en la batalla de Maffo a fines de 1958. Su batallón bien fortificado resistía tenazmente. Se había hecho mi amigo en la cárcel de Boniato. era un guajirito del grupo de los soldados duros que nos pusieron de custodia.

En los días de la huelga, cuando me traían la comida, yo les gritaba: “No quiero comida, dígale a Chaviano” —que era el jefe del regimiento del Moncada— “que se la meta por el ano.” Claro. usaba un término menos técnico, que no deseo repetir aquí. Puede parecer cosa de locos, pero hay que comprender los estados anímicos, debido al hecho de que uno conocía y recordaba todo lo que habían hecho, las torturas espantosas y los crímenes horrendos que habían cometido contra nuestros compañeros.

Nosotros estábamos muertos hacía rato, hacer eso no costaba nada. Les disparé una huelga de hambre, el hecho real es que tuvieron que oírme y entonces me dejaron hablar con Haydée, Melba y otros. Por ellos supe muchos hechos y datos que ignoraba de todo lo ocurrido, esenciales para el juicio. Claro que yo con anterioridad pasaba mis papelitos, los tiraba a veces, porque había un soldado siempre delante, pero nos comunicábamos; al final accedieron a la demanda y pude alimentarme. Aquellos carceleros criminales cumplieron solo su palabra durante apenas 24 horas y después me volvieron a aislar, pero ya les había ganado un combate. No inicié de nuevo Ia huelga. Tal vez eso era ahora lo que buscaban con algún objetivo.

En los días de mi desafío, uno de los jefes habló conmigo. ¿Sabe lo que me dijo?: “Usted es un hombre decente, usted es un hombre educado, no diga esas palabras.” El grito aquel con que los obsequiaba tres veces al día los tenía realmente preocupados. Lo oía toda Ia prision, los soldados, los presos, los trabajadores civiles y todo el mundo. Estaban desmoralizados.

Yo tenía algún material escrito, aunque no lo permitían. Estaban muy presentes los conocimientos adquiridos como estudiante de ciencias políticas y sociales, algunos de los cuales pude refrescar. También conseguí algún material de Martí.

Si hubiese caído el Moncada, ¿usted qué pensaba hacer?

Si cae el Moncada, 3 mil armas habrían caído en nuestras manos. Recuerde que todos éramos sargentos. Una proclama de “sargentos sublevados” iba a sembrar el caos en las filas enemigas. Algunos de los que hiciéramos prisioneros, con sus nombres y sus señas, enviarían mensajes a los jefes de los escuadrones de toda Ia provincia hablando de una “rebelión de los sargentos”, que como ya le dije, tenía un antecedente nítido y único en Ia República de Cuba. Irivertiríamos tres o cuatro horas en esa desinformación.

Inmediatamente después comenzaríamos a identificar a los que realmente habían tomado el Moncada. Es decir, informaríamos quienes éramos nosotros. Mientras tanto, todas las armas habrían sido distribuidas en la ciudad para protegerlas del ataque probable de Ia aviación que se produciría sobre el cuartel. A ellos si que no les iba a importar si allí había soldados o no.

Nuestro plan era sacar inmediatamente las armas del Moncada hacia distintos edificios de la ciudad, porque el único contraataque inmediato posible era la aviación. El ferrocarril no nos preocupaba, era fácil de cortar; nos preocupaba en cambio Ia Carretera Central, por donde podían venir los refuerzos del contraataque, desde el regimiento de Holguín y de otras guamiciones de toda aquella zona. Por eso atacamos Bayamo. Era vital para interceptar, a la altura del puente sobre el Cauto, la Carretera Central. El pueblo se habría levantado, no le quepa duda, porque el que se levantara contra Batista tendría apoyo inmediato de nuestro pueblo.

Nosotros primero seríamos “sargentos” y desde dentro del Moncada, en los primeros momentos, nadie sabría lo que de verdad estaba pasando. Íbamos a enviar mensajes a todos los escuadrones de Ia provincia.

Con los medios de trasmisiones de ellos.

Sí, con las comunicaciones de ellos. En nombre de los sargentos del regimiento enviaríamos comunicaciones a los demás cuarteles, para generar la confusión y la parálisis mientras sacábamos las armas de allí.

Aquello aparecería primero como un movimiento de sargentos, lo cual crearía un verdadero caos dentro de las Fuerzas Armadas.

Al cabo de dos, tres o cuatro horas, comenzaríamos a identificamos y lo principal sería retransmitir el discurso del líder del Partido Ortodoxo cuando dramáticamente se privó de la vida.

Eduardo Chibás.

Ibamos a transmitir sus últimas palabras desde la principal estación radial de Santiago.

¿Ustedes pensaban ocupar Ia estación de radio?

Claro, eso era elemental. Una vez tomado el Moncada.

¿No simultáneamente?

No, hombre, no, ¡ni hacía falta!, lo que había que tomar primero era el cuartel, para ocupar luego cualquier otro objetivo.

Al principio, haríamos un trabajo menos público, un trabajo desde las comunicaciones de ellos en el cuartel, que habríamos ocupado, creando la mayor confusión entre los soldados del ejército.

A partir de la primera acción, todo el mundo creería que los guardias —como los llamaba la población— estaban combatiendo entre sí, y era lo que haría daño y ocasionaría confusión en sus filas, mientras organizabamos y asegurábamos los pasos siguientes.

Después se ocuparía la radio provincial. Todo el material estaba preparado: las leyes que aparecieron después en “La historia me absolverá”, [5] la exhortación al pueblo y el llamado a Ia huelga general, porque había ambiente suficiente para eso, no le quepa Ia menor duda.

Eso fue lo que hicimos el 1° de enero de 1959 cuando, ya derrotados, jefes de cierta autoridad intentaron dar un golpe en la Capital.

¿Cuando ustedes se lanzan al asalto del cuartel Moncada, están pensando en el tipo de régimen que van a instaurar si triunfan? ¿Piensan ustedes en la URSS, por ejemplo?

Nosotros no pensábamos en Ia URSS ni nada parecido, eso vino después. Nosotros creíamos que la soberanía existía en este planeta, que era un derecho real y respetado después de dos guerras de independencia en Cuba que costaron más de 50 mil muertos cuando la población cubana era muy pequeña. Creíamos eso, y creíamos que se respetaría nuestro derecho a hacer una revolución que no era todavía socialista, pero sí la antesala de una revolución socialista. Para entenderlo hay que leer la defensa, el alegato conocido como La historia me absolverá”, ahí están los elementos básicos de una futura revolución socialista, que no tenía que venir de inmediato, ni mucho menos; se llevaría a cabo de forma progresiva, pero sólida e incontenible. Pero no vacilaríamos en radicalizarla si fuera necesario.

El ataque al Moncada se traduce en Ia tortura y la muerte de muchos compañeros, y la cárcel para otros y para usted. ¿Por qué no sacó, por ejemplo, de ese fracaso, la conclusión de que, en definitiva, la vía de las armas era imposible?

Al contrario. Cuando atacamos el Moncada, ya teníamos la idea de marchamos hacia las montañas con todas las armas ocupadas en el cuartel, si no colapsaba el régimen. Y estoy seguro de que habría colapsado.

En aquella época no había ninguna otra guerrilla en América Latina, ¿verdad?

En el año 1948, cuando conocí de cerca la sublevación de Bogota, había grupos irregulares en Colombia, pero no con el concepto ulterior de guerrilla que se aplicó en Cuba. En América Latina habían ocurrido muchos movimientos y muchas acciones armadas. Hubo la revolución en Mexico, que nos inspiraba mucho; también había tenido lugar Ia heroica lucha de Sandino. [6]

Sandino en Nicaragua, en los años 30.

El “General de hombres libres”... Son antecedentes históricos.

¿Usted conocía bien Ia gesta de Sandino en esa época?

De sobra, de memoria casi, conocíamos la hazaña de Sandino. Lo que él tenía era un pequeño ejército, los libros decían: “el pequeno ejército loco”. Y eso sí, yo había leído también mucho de lo que hicieron en Cuba Maceo, Gómez y otros audaces jefes en nuestras guerras de independencia.

Las guerras de Cuba las conocía usted bien.

Sí. Nos servían para elaborar una estrategia diferente, porque tanto Macco como Máximo Gómez tenían la caballería, un arma muy móvil, y andaban, como suele decirse, por Ia libre. Casi todos los combates eran de encuentro; en cambio, nuestros combates principales, en las circunstancias de nuestra guerra fueron planeados, con trincheras preparadas y otras muchas medidas indispensables. Nuestros antecesores, en toda la Guerra de Independencia, nunca hicieron una trinchera; creo que allá por Pinar del Río quizás una vez. Casi todos eran combates de encuentro, mientras que nosotros estábamos obligados a preverlos y planearlos.

Lo que al principio nos parecía propio de Ia guerra en una montaña boscosa de I .200 metros de altura, después lo hacíamos en pleno llano, en las carreteras, en un cafetal, en un mangal, en un canaveral. Así que todo fue cuestión de aprendizaje. Los de Batista, por ejemplo, en todos los combates tenían siempre Ia aviación encima de nosotros y otras ventajas. Fue un aprendizae muy duro, porque Ia diferencia era muy grande, y esa enorme diferencia, a mi juicio, fue la que nos enseñó a elaborar tácticas e ideas que compensaran la diferencia.

Por poco nos eliminan al principio por una traición; pero hubo un momento ya en que no había forma de traicionarnos con efectos mortíferos, ni de cazarnos, ni de hacernos nada. Nunca nuestra tropa en la Sierra cayó en una emboscada. Lo que ocurría era que muchas veces los estábamos cazando a ellos; venía una columna fuerte, por ejemplo, de 300 hombres, un ejército, y nosotros disponíamos solo de 70 u 80 hombres para golpear y detener las fuerzas enemigas.

¿Las tesis de Giap, [7] de Ho Chi Minh, [8] de Mao, [9] sobre la guerra revolucionaria, las conocía usted?

Mire, nosotros sabíamos que los vietnamitas eran extraordinarios soldados; acabaron venciendo a los franceses en Dien Bien Phu en 1954, pero era otro tipo de guerra, con empleo ya de muchos hombres, artillería y todas aquellas armas. Tenían un verdadero ejército. Nosotros partimos de cero y no teníamos ejército.

Cuando Mao hace la Gran Marcha en China en el año 1935, realizó una hazaña militar que muy poco conocíamos en Cuba. Después he leído mucho sobre eso. No habría servido de nada en el escenario de Cuba una Gran Marcha, aunque sus tácticas y principios político-militares habrían sido de gran valor en cualquier guerra. Mao pudo demostrar que todo es posible, porque ellos recorrieron 12 mil kilómetros combatiendo.

El problema nuestro fue que nos vimos en muy diferentes condiciones de lucha.

 

(Tomado del libro "Cien Horas con Fidel, conversaciones con Ignacio Ramonet", editado por Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, Tercera edición, La Habana, 2006, páginas 179-193)  ©

 

 

Este texto fue leído veces desde el 28-03-2011

 
 

Quiénes somos | | Su Opinión | | Regresar | | Enviar a un amigo | | Imprimir | | Contáctenos | |Correo| |Subir 

Sitio optimizado por 800x600 I.E 5.0
Compiled by Hanna Shahwan - Webmaster
© Derechos reservados 2004-2012