EL ASALTO AL CUARTEL MONCADA
PREPARACIÓN – LOS HOMBRES – LAS ARMAS –
LA ESTRATEGIA – LA GRANJITA DE SIBONEY – EL ATAQUE –
LA RETIRADA
¿Cuándo decide usted atacar el cuartel Moncada?
Sospechaba, tenía indicios, de que Batista planeaba
un golpe de Estado. Se lo comuniqué a la direcció
del Partido Ortodoxo; ésta solicitó a personas de su
confianza que investigaran, lo hicieron, y le
dijeron a la Dirección, de la cual yo no era
miembro, que no había peligro, que todo estaba muy
tranquilo. Ya le conté.
¿Cuándo decidimos atacar el Moncada? Cuando nos
convencimos de que nadie haría nada, de que no
habría lucha contra Batista, y de que un montón de
grupos que existentes —en los que había mucha gente
que militaba en varios a la vez— no estaban
preparados ni organizados para llevar a cabo la
lucha armada que esperábamos.
Un profesor universitario, Rafael García Bárcena,
por ejemplo, vino a habíar conmigo, porque quería
atacar el cuartel Columbia de La Habana. Me dice:
“Yo tengo gente dentro que apoya.” Le digo: “¿Usted
quiere tomar Columbia, porque le van a franquear el
camino? No hable entonces con nadie más, que
nosotros tenemos los hombres suficientes y podría
mantenerse discreción total.” ¡Ah!, hizo todo lo
contrario, habló como con más de veinte
organizaciones, y a los pocos días toda La Habana,
incluso el Ejército, sabía lo que preparaba aquel
profesor, un hombre bueno, decente, que daba algunas
de esas clases que los militares con rango reciben
como parte de su preparación. Bárcena era uno de
esos profesores. Como era de esperar, todo el mundo
cayó preso, incluido el profesor.
Ya
desde antes del esperado desenlace, que se produce
algunas semanas después de mi conversación con
Bárcena, al conocer que la próxima toma de Columbia
era vox populi, decidimos actuar en un futuro
inmediato con nuestra propia fuerza, que era
superior en número, disciplina y entrenamiento a
todas las demás juntas. Duele decirlo, pero era asi.
Entre aquellas organizaciones, una de las más serias
y combativas era la Federación Estudiantil
Universitaria. Pero sus páginas más brillantes, bajo
la dirección de José Antonio Echeverría,
[1] recién
ingresado a la Universidad, y del Directorio
Revolucionario, organización creada por él en 1956,
estaban por escribir.
Analizamos la situación y elaboramos el plan.
Habíamos escogido a Santiago de Cuba para iniciar la
lucha. No volví a conversar con el profesor. Un día,
cuando regresaba por carretera de un viaje a aquella
ciudad, escuché por radio la noticia de la captura
de Bárcena y varios grupos de civiles en distintas
esquinas alrededor de Columbia.
¿Cómo consigue usted reunir al grupo de militantes
que van a atacar el Moncada?
Yo
había hecho un trabajo de proselitismo y de prédica,
porque tenía ya una concepción revolucionaria y el
hábito de estudiar a cada uno de los combatientes
que voluntariamente se ofrecían, calar bien sus
motivaciones e inculcarles normas de organización y
de conducta, explicarles lo que podía y debía
explicarles. Sin aquella concepción no se podia
concebir el plan del Moncada. ¿Sobre Ia base de qué?
¿Con qué fuerzas vas a contar? ¿Con qué combatientes?
Si no cuentas con la clase obrera, los campesinos,
el pueblo humilde, en un país terriblemente
explotado y sufrido, todo carecería de sentido. No
había una conciencia de clase; había, sin embargo,
lo que a veces yo calificaba como un instinto de
clase, excepto en aquellos que eran miembros del
Partido Socialista Popular [comunista], bastante
instruidos políticamente. Hubo un Meila, líder
universitario, joven, brillante, que junto a un
luchador de la guerra de independencia había fundado
en 1925 el Partido Comunista de Cuba. Ya lo he
recordado más de una vez. Pero en 1952 ese partido
estaba aislado políticamente, en plena época de
macartismo y bajo la influencia de una feroz campaña
imperialista, con todos los medios a su alcance,
contra cualquier cosa que oliera a comunismo. La
incultura política era enorme.
¿Tardó
usted mucho en reunir a esos hombres?
Eso
fue relativamente rápido. Me asombraba la rapidez
con que, usando una argumentación adecuada y un
número de ejemplos, tú persuades a alguien de que
esa sociedad es absurda y hay que cambiarla.
Inicialmente comencé esta tarea con un puñado de
cuadros. Había mucha gente que estaba contra el robo,
la malversación, el desempleo, el abuso, la
injusticia; pero creía que eso se debía a los malos
políticos. No podían identificar el sistema que
ocasionaba todo eso.
Ya
se sabe que las influencias del capitalismo,
invisibles para el común de las gentes, actúan sobre
el individuo sin que éste se percate. Existía en
muchos la convicción de que si traían del ciclo un
arcángel, el más experto, y lo ponían a gobernar la
República, con él vendría la honradez administrativa,
se podrían crear más escuelas y nadie se robaría el
dinero para la salud pública y otras necesidades
apremiantes. No podían comprender que el desempleo,
la pobreza, la falta de tierras, todas ias
calamidades, el arcángel no podía resolverlas,
porque aquellos enormes latifundios, aquel sistema
de producción no admitía poner fin absolutamente a
nada. Mi convicción total era que el sistema había
que erradicarlo.
Aquellos muchachos eran ortodoxos, muy
antibatistianos, muy sanos, pero no poseían
educación política. Tenían instinto de clase, diría,
pero no conciencia de clase.
Nosotros, como expliqué inicialmente, comenzamos a
reclutar y entrenar los hombres para participar,
como algo que parecía elemental, junto con los demás,
en una lucha por restablecer el status
constitucional de 1952, cuando fue interrumpido, dos
meses y 20 días antes de las elecciones, por
Fulgencio Batista, un hombre con gran influencia
militar en su viejo y no purificado ejército, quien
concibió el golpe de Estado a partir de su
convicción de que no tenía posibilidad alguna de
ganar las elecciones.
Nos
organizamos como fuerza combativa, repito, no para
hacer una revolución. sino para unirnos a todas las
demás fuerzas antibatistianas, porque después del
golpe del 10 de rnarzo de 1952 era elemental
que se unieran todas esas fuerzas. Estaba el partido
ganador de las elecciones de 1948 en el gobierno, el
Auténtico, bastante corrompido, pero Batista era
mucho peor. Había una Constitución, todo un proceso
electoral en marcha, y 80 días antes de las
elecciones de junio, aquel 10 de marzo de 1952,
Batista dio el golpe.
Las
elecciones iban a ser el 1° de junio. Él era también
candidato de su partido, pero las encuestas decían
que no tenía posibilidad alguna de ser elegido, que
la victoria sería por amplia mayoría para el partido
fundado por Chibás, el Ortodoxo. Entonces Batista
lleva a cabo su artero golpe militar. Todo el mundo
comienza a organizarse y hacer planes para derrocar
aquel gobierno ilegal y despótico.
¿De qué fuerzas disponían ustedes?
Nosotros no teníamos ni un centavo, no teníamos
nada. Yo lo que tenía eran relaciones con aquel
partido, el Ortodoxo, que contaba con muchos jóvenes,
todos muy antibatistianos, eran como la antítesis de
Batista; en ese sentido no había en el país ninguna
otra organización comparable. El nivel ético y
patriótico de esa juventud era alto. No podía
afirmarse que tenían, ya le explique, un nivel de
conciencia política, revolucionaria, de clase,
porque al fin y al cabo la dirección de aquel
partido, como siempre, excepto en La Habana, donde
existía un fuerte grupo profesional e intelectual,
iba cayendo en manos de ricos y de terratenientes.
Pero Ia masa de ese partido era buena, de pueblo
trabajador y sano, incluidas capas medias, ni
siquiera muy antimperialista, porque el tema del
imperialismo era algo que no se discutía. Lo
discutían casi únicamente en los círculos del
Partido Comunista. Tan mermado quedo el espíritu
revolucionario del pueblo cubano después de la
Segunda Guerra Mundial, aplastado por el peso
abrumador de la maquinaria ideológica y publicitaria
yanqui.
¿A
cuántos hombres entrenaron ustedes para el asalto?
Nosotros entrenamos a 1.200 jóvenes. El dato exacto
de 1.200 demuestra que al llegar a esa cifra no
seguimos reclutando y entrenando futuros
combatientes. Habíamos creado un pequeño ejército.
Yo hablé con cada uno de ellos, trabajé en eso con
bastante asiduidad y muchas horas diarias. Mi
argumentación era esencialmente política, había que
organizarse y estar preparados, la intención era
evidente, aunque nunca se mencionaron planes
concretos. La disciplina era esencial. En unos meses
habíamos reclutado a los 1.200 hombres que mencioné.
¡Cincuenta mil kilómetros recorrí en un auto!, cuyo
motor se fundió unos días antes del Moncada, un
Chevrolet beige, con chapa número 50315. Aún Ia
recuerdo. Entonces cambié para otro carro arrendado
días antes del 26 de julio.
Nosotros penetramos otras organizaciones. Había una
perteneciente al partido del gobierno corrompido
derrocado el 10 de marzo, que también conspiraba
contra el usurpador, disponía de armas de guerra en
abundancia, tenía de todo, lo que no tenía eran
hombres. Ex jefes militares de aquel gobierno
estaban organizando esas fuerzas, buscaban
combatientes. Utilizando la personalidad, el
dinamismo y la agilidad mental de Abel,
logramos hacerles creer que podían contar con tres
grupos de 120 hombres jóvenes cada uno, bien
entrenados, que fueron inspeccionados por ellos en
grupos de 40 en diversos puntos de la capital. Se
impresionaron. No querían otra cosa. Pero era mucho.
Fue demasiada nuestra ambición. Sospecharon y
rompieron el contacto. Todos los jóvenes y jefes
eran nuevos. Quizás adivinaron la maniobra. Mi
nombre no podía siquiera mencionarse. Uno de
nuestros contactos lo hizo imprudentemente. Yo había
escrito aquellos artículos denunciando hechos
sumamente graves e inmorales de aquel gobierno en el
periódico Alerta, el de mayor circulación del
país, que publicó sucesivamente esos artículos en la
edición especial de los lunes con todas las pruebas
pertinentes. Esto tuvo lugar varios meses después de
la muerte de Chibás y unas pocas semanas antes del
golpe. Por ello me culpaban de haber socavado el
Gobierno propiciando así el golpe de Estado.
Nosotros reclutamos y entrenamos, ya le digo, en
menos de un año, aquel elevado número de jóvenes.
Eran casi todos de la Juventud Ortodoxa y logramos
gran disciplina y unidad. Confiaban en nuestro
esfuerzo, creían en nuestros argumentos alimentaban
nuestras esperanzas.
Y
todos muy jovencitos entonces.
Todos, todos. Era gente joven, de 20, 22, 23, 24
años. De más de 30 años, quizás dos, el doctor Mario
Muñoz —el media del destacamento— y Gildo Fleitas,
que trabajaba en las oficinas del Colegio de Belén,
y yo lo conocía desde entonces. Ya habían pasado
siete años desde que me gradue de bachiller en esa
escuela en el año 1945. Los otros pertenecían a
células que organizamo en los distintos municipios,
con jóvenes de incuestionable calidad humana.
Existían muchos en todo el país. El municipio donde
más seleccionamos para el ataque fue Artemisa, que
entonces pertenecía a Ia provincia de Pinar del Río,
Artemisa aportó entre 20 y 30 futuros combatientes,
un grupo excelente. Había también otros procedentes
de toda la capital y de varios municipios de la
antigua provincia de La Habana, que comprendía el
territorio de lo que son hoy dos provincias.
En
esa época había muchas organizaciones de distinto
tipo. y muchos jóvenes que estaban en una, en otra y
en otra organización al mismo tiempo.
Yo
había reclutado a algunos que conocía, pero a muchos
no los conocía, porque yo no frecuentaba a los
dirigentes oficiales del Partido Ortodoxo. Bueno, a
algunos sí: estaba Max Lesnick, que nuestro pueblo
conoce y respeta porque lucha hoy valientemente en
Ia Florida contra adversarios inescrupulosos de
Cuba; estaba Ribadulla y hasta un dirigente
de la Juventud Ortodoxa, Orlando Castro, postulado
para Representante antes del golpe de Estado, que
después se fue para Venezuela y se convirtió allí en
millonario. Al principio muchos estaban girovagando,
como se decía, y en la charlatanería política.
Yo
usé la oficina nacional del Partido Ortodoxo, en
Prado 109, porque allí iba cada día mucha gente a
conversar e indagar noticias. Eso era útil para
fines de camuflaje y desinformación. Allí no había
jefes, excepto los administrativos del local. En un
pequeño cuartico me reunía con pequeños grupos de
cinco, seis o siete jóvenes. Ya expliqué ese trabajo.
La tarea que hacíamos era de persuasión,
adoctrinamiento, y dábamos los primeros pasos
organizativos. Había que estudiarlos, no podíarnos
revelar planes. El Partido Ortodoxo era un partido
de capas medias, gente humilde, trabajadores,
campesinos, empleados, profesionales, estudiantes.
Había también desempleados. Algunos trabajaban en
tiendas, otros en fábricas, como Pedro Marrero, o
por su cuenta, como Fernando Chenard, fotógrafo.
Otros como los hermanos Gómez, cocineros del Colegio
de Belén a quienes, al igual que a Gildo Fleitas,
conocí en aquella instalación, magníficas personas.
Recuerdo que los días subsiguientes al golpe de
Estado del 10 de marzo de 1952, entre los primeros
que nos unimos estaban Jesus Montané y Abel
Santamaría. Yo organicé un circulito de estudio de
marxismo en Guanabo, donde me prestaron una casa, y
el material que usé fue la biografía de Marx escrita
por Mehring.
[2] Me gustaba aquel libro, que contiene
una bella historia. Abel y Montané participaban en
el curso. Descubrí una cosa: lo más fácil del mundo,
en aquellas circunstancias, era convertir a alguien
en marxista. Yo tengo un poco el hábito de la
prédica.
Debe ser por su educación cristiana.
Quizá. Ya yo había rebasado mi etapa de comunista
utópico, cuando no había leído a Marx ni a otros
autores socialistas. Como le dije, en esa fase de mi
opción política me sirvió mucho el lugar dónde nací
y las peculiares experiencias que viví.
Aquella sociedad era caótica, carecía totalmente de
racionalidad.
¿En esa época ya era usted abogado?
Yo
fui el primer revolucionario profesional del
Movimiento, porque en aquella situación los
militantes eran los que me sostenían. Ellos
trabajaban; yo era el revolucionario profesional,
porque, como abogado, defendía gente muy humilde, no
cobraba y no tenía otro empleo; además, estaba
dedicado a tiempo completo a la tarea revolucionaria.
Montané tenía hasta una cuentecita en el banco, no
muy grande, tal vez 2 mil o 3 mil pesos, y un empleo
relativamente bien remunerado, y Abel, por su parte,
contaba con un salario bueno para esa época,
disponía de un apartamento en un edificio del Vedado;
lo acompañaba su hermana Haydée.
[3] A los tres los
conocí después del goipe de Estado de Batista. Lo
mío era para el combustible para el auto, el
alquiler de mi casa y gastos elementales de
subsistencia. Debo añadir que el auto chapa 50315 no
era de propiedad plena. Lo había adquirido a plazos.
Había que hacer un pago mensual so pena de que el
auto fuese ocupado por la empresa acreedora en
cualquier calle. Más de una vez Abel y Montané
tuvieron que rescatarlo con sus ingresos salariales.
Algunos historiadores han notado que muchos de los
participantes en el asalto al Moncada eran hijos de
españoles, y sobre todo hijos de gallegos. ¿Usted lo
puede confirmar?
Sí,
ese hecho me llamó la atención. Un día, por
casualidad, me puse a sacar la cuenta sobre los
principales organizadores y jefes del Moncada, y me
Ilamó Ia atención que muchos éramos hijos de
españoles. Bueno, ya estaba el caso muy notable de
José Martí, el héroe de nuestra independencia, que
era hijo de padre y madre españoles. Y debo decir
que en nuestras luchas históricas por la
independencia participaron muchos españoles y
gallegos. Creo que hubo un número de más de cien
gallegos, y algunos de ellos destacados, que
hicieron causa común con los cubanos.
En
nuestro Movimiento, el segundo jefe, Abel Santamaría,
compañero valiente y extraordinario, también era
hijo de gallego. Nada menos que los dos primeros
jefes éramos hijos de gallegos. Pero también estaba
Raúl, que tuvo un papel muy destacado, y que, claro,
era también hijo de gallego.
Otros dirigentes históricos del Movimiento 26 de
Julio, como Frank País y su hermano Josué, eran
asimismo hijos de gallegos, gallegos de Galicia, lo
aclaro porque en Cuba a todos los españoles los
llamaban gallegos, con cierto acento despectivo. En
nuestro proceso revolucionario, en la lucha en la
Sierra Maestra se destacaron algunos jefes militares
que eran hijos o nietos de gallegos, como el propio
Camilo Cienfuegos, y no nos conocimos en un club
social, sino en las calles luchando.
¿Todos
ustedes sentían simpatía por el marxismo?
Ya
los principales dirigentes pensábarnos así: Abel,
Montané y yo. Raúl no era todavía dirigente,
porque era muy joven y estaba estudiando, había
llegado hacía poco a Ia Universidad. Había un tercer
dirigente, Martínez Ararás,
[4] que era muy capaz y
activo como organizador, pero lo que le gustaba
era la acción y no se preocupaba mucho por la teoría.
Recibió la misión de tomar el cuartel de Bayamo,
como jefe del destacamento designado para atacar el
escuadrón ubicado en esa ciudad.
Si
nosotros no hubiéramos estudiado marxismo —ésta
historia es más larga, pero solo le digo esto—, si
no hubiéramos conocido por los libros la teoría
política de Marx y si no hubiéramos estado
inspirados en Martí, en Marx y en Lenin, no
habríamos podido ni siquiera concebir la idea de una
revolución en Cuba, porque con un grupo de hombres
ninguno de los cuales paso por una academia militar
no puede usted hacer una guerra contra un ejército
bien organizado, bien armado e instruido
militarmente, y obtener la victoria partiendo
prácticamente de cero. Tales ideas fueron la materia
prima esencial de la Revolución.
Su hermano Raúl estaba entonces en la Juventud
Socialista, que era del Partido Comunista, ¿verdad?
Bueno, Raúl ya era bien de izquierda y, realmente,
quien lo introdujo en las ideas marxistas-leninistas
fui yo. El vino conmigo para La Habana, vivía
conmigo en un penthouse chiquitico, frente a
un cuartel, precisamente donde hoy está el famoso
hotel Cohíba.
[5]
¿El hotel Meliá Cohíba?
El
Meliá Cohíba, construido por Cuba con sus propios
fondos, que opera Meliá bajo contrato de
administración. En esos terrenos existía un cuartel,
sus edificaciones eran de poca altura, no había
ningún edificio alto cerca del mar. Raúl lo que hace,
consecuente con lo que él interpretaba de la
doctrina marxista, es ingresar en la Juventud del
Partido Comunista.
¿Ingresa por su cuenta?
Sí,
él siempre tuvo criterios propios.
¿Usted nunca estuvo en el Partido Comunista?
No.
Y fue algo bien calculado y muy bien analizado. Pero
ya ése es otro tema. Puede llegar el momento y
se lo cuento.
¿Dónde se entrenaron para preparar el asalto?
En
Ia Universidad fue donde se entrenaron nuestros
hombres. Llegamos incluso a preparar grupos de
comandos. Colaboró con nosotros un señor bien
experto que merodeaba en torno a los círculos
revolucionarios y tan extraño que despertaba en
nosotros más sospecha que entusiasmo. Pero no
conocía nuestros planes ni vio nunca un arma de
fuego. Lo nuestro parecía más bien una actividad
deportiva.
¿En la Universidad de La Habana?
Sí,
de La Habana. Allí estaba también Pedrito Miret,
[6]
que era instructor.
¿Hicieron prácticas de tiro en la Universidad de La
Habana?
No,
no, eso lo organizamos en otro lugar. En la
Universidad de La Habana fueron prácticas de arme y
desarme y tiro en seco con Pedro Miret. En el Salón
de los Mártires montó Pedrito su centro de
entrenamiento. La autonomía universitaria era
bastante fuerte y los estudiantes se movilizaban
mucho. La Colina Universitaria tenía determinada
inmunidad hasta un momento, durante toda una primera
etapa, y entonces allí es donde iban los que
protestaban. Batista y su ejército se reIan
seguramente de aquellas prácticas.
Miret era estudiante de Ingeniería. Yo tenía muchos
amigos en la Universidad, y conocí a Miret. Comencé
a organizar a nuestra gente en células de 6, 8, 10 ó
12 hombres y a entrenarlos; cada una tenía su jefe.
Hice el trabajo político y de organización. A mí no
se me veía la cara por aquellos lugares de
entrenamiento en la Universidad. Yo prácticamente
estaba clandestino de Batista y de las demás
organizaciones.
¿Miret tenía una experiencia militar particular?
No,
ninguna, nadie había estudiado en escuelas militares.
Ninguno de los que participó en esa lucha. Vaya,
digamos, únicamente un soldado que teníamos
reclutado y que estaba destacado precisamente en un
cuartel de La Habana. ¿Sabe dónde entrenamos para
disparar con las escopetas?
¿En las afueras de La Habana?
No,
en los clubes de tiro de La Habana. Nosotros
disfrazamos a algunos de nuestros compañeros de
burgueses, de comerciantes, de todo, según su tipo,
su estilo y sus habilidades. Estaban, por ejemplo,
inscritos deliberadamente en clubes de caza y nos
invitaban a los clubes a practicar el deporte de
tiro con platillo. En realidad, pudimos entrenar de
una forma u otra en plena legalidad a 1.200 hombres,
aunque solo una parte previamente seleccionada con
entrenamiento de tiro real. Los organos represivos
de Batista no nos prestaban mucha atención, porque
sabían que no teníamos un centavo, ni teníamos nada.
Desde luego que yo no me dejaba ver mucho por
aquellos lugares.
Los
que tenían millones eran los del gobierno anterior.
Además tenían armas, las habían traído del exterior,
tenían todos los contactos y recursos para esa
actividad.
Usted ya se había entrenado militarmente durante el
“Bogotazo”.
Bueno, sí, cuando el “Bogotazo”, pero sobre todo en
mi casa de Birán, desde que tenía 10 u 11 años yo
siempre andaba con algún arma y tenía buena puntería.
También se había entrenado bastante en Cayo Confites,
¿no?
Sí,
me entrené hasta en el disparo de morteros y otras
armas. Es verdad que había estado casi en una guerra.
Recuerde que en aquella expedición estaban muchos
enemigos míos, y a pesar de eso me enrolé
simplemente porque era presidente del Comité Pro
Democracia Dominicana. Ya habíamos algo de aquello.
Eso tiene su historia, cómo se organizó y armó
aquella fuerza, quiénes la organizaron y en qué
momento se hizo. Fue en 1947. Ya había concluido la
Segunda Guerra Mundial, Trujillo llevaba mucho
tiempo en el poder, los estudiantes cubanos sentían
mucha antipatía hacia él.
¿Realmente usted sacó alguna experiencia militar de
aquella aventura?
Aquello no tenía ni táctica ni estrategia.
Y, además, no funcionó.
Es
una historia larga. ¿Cómo reclutaron más de 1.000
hombres? Los recogieron en la calle.
¿Había un poco de lumpen?
Bueno, un lumpen bien preparado puede ser bueno. No
lo he querido decir despectivamente. Pero carecían
de preparación ideológica. Lo que más aprendí de
aquello de Cayo Confites es cómo no se debe
organizar algo, cómo hay que escoger y seleccionar a
la gente.
Eso le sirvió para evitar algunos errores.
Ya
yo había pensado desde entonces en una guerra
irregular, como le dije, porque aquello era un
ejercito que no era ejército. Tenían hasta aviones
de caza, y pensaban, sencillamente, desembarcar en
las costas de Santo Domingo, lo que los llevaría a
chocar frontalmente con el Ejército dominicano, de
miles de hombres bastante bien organizados,
entrenados y armados por los propios gobiernos
norteamericanos, un Ejército que poseía además
Marina de Guerra y aviación militar. Aquella
expedición era caótica. Se repartieron los mandos
políticamente, cada personalidad cogió un mando.
Entre ellos había un gran bandido, Rolando Masferrer,
que en un tiempo había sido de izquierda, había sido
comunista, había participado en la Guerra Civil
española, y tenía cierta preparación intelectual.
Fue luego uno de los peores esbirros de Batista,
organizó grupos paramilitares y cometió numerosos
crímenes. Bueno, sería cuestión de horas liquidar
aquella expedición apenas desembarcara.
Hablemos del asalto al Moncada. ¿Considera usted que,
en definitiva, ese ataque fue un fracaso?
El
Moncada pudo haber sido tomado, y si hubiéramos
tomado el Moncada derrocamos a Batista, sin
discusión alguna. Nos habríamos apoderado de algunos
miles de armas. Sorpresa total, sumada a la astucia
y el engaño al enemigo. Todos fuimos vestidos de
sargentos, simulando el antecedente del golpe de los
sargentos, dirigido precisamente por Batista, en el
año 1933. El no era el organizador principal, pero
como tenía un poco más de preparación, era astuto y
taquígrafo del Estado Mayor, se hizo jefe del “golpe
de los sargentos”. En Santiago de Cuba les hubiera
llevado horas reponerse del caos y la confusión que
se generaría en sus filas, dándonos tiempo para los
pasos subsiguientes.
¿Usted considera que el plan del ataque era bueno?
Si
fuera de nuevo a organizar un plan para tomar el
Moncada, lo haría exactamente igual, no modifico
nada. Lo que falló allí fue debido únicamente a no
poseer suficiente experiencia combativa. Después la
fuimos adquiriendo.
El
azar influyó también decisivamente en que un plan,
realmente meritorio en cuanto a concepción,
organización, secreto y otros factores, fallara por
un detalle que pudo ser superado simplemente. Si a
mí me preguntaran hoy qué habría sido mejor, yo
hablaría de una fórmula alternativa, porque si
triunfamos en el Moncada —debo añadir—, habríarnos
triunfado demasiado temprano. Aunque nada estaba
calculado, después del triunfo de 1959 el apoyo de
la URSS fue fundamental. No habría sido así en 1953.
En la URSS prevalecía el espíritu y la política
staliniana. Aunque en julio de 1953 ya Stalin había
muerto unos meses antes, en marzo de 1953, era aún
la época de Stalin. Y Stalin no era Jruschov.
En
esa época aún yo no había leído sobre las
operaciones audaces que se hicieron en la Segunda
Guerra Mundial. Si había leído, en cambio, unas
cuantas de nuestra propia historia. Le puedo hablar
de los factores que influyeron en la guerrilla y los
procedimientos empleados para nuestra lucha. Se va a
asombrar de algunas cosas. Pero no había leído, por
ejemplo, hechos como el rescate de Mussolini por
Skorzeny
[7]
cuando el régimen político fascista
colapsa en Italia. De más está decirle que yo leí
cuanto libro sobre Ia Segunda Guerra Mundial cayó en
mis manos escrito por los soviéticos y por los
alemanes, sobre todo después del triunfo de la
Revolución.
Están los principios básicos de lo que se debe o
puede hacer cuando se producen determinadas
situaciones. Superando de forma adecuada lo que tal
vez hubiese sido sólo un pequeño obstáculo, el
Moncada cae sin duda.
¿Ustedes atacaron sólo el Moncada u otros objetivos
al mismo tiempo?
Atacamos dos cuarteles: además del Moncada, el de
Bayamo, como una avanzada para combatir el
contraataque. Pensábamos volar o inutilizar el
puente de la Carretera Central sobre el río Cauto, a
pocos kilómetros al Norte de Bayamo, porque los
primeros refuerzos podrían venir del regimiento de
Holguín y luego del resto del país. Por aire no
tenían fuerzas suficientes, y la otra vía era el
ferrocarril, mucho rnás fácil de defender. Tú
descarrilas un tren o arrancas unos cuantos raíles.
Es más fácil que neutralizar un sólido puente de
acero u hormigón. Nosotros destinamos 40 hombres
para tomar el cuartel de Bayamo, con el propósito de
defendernos del previsible avance enemigo por la vía
señalada a más de 200 kilómetros de Santiago.
El
contraataque iba a venir por tierra. Para prevenir
los bombardeos por aire pensábamos abandonar
rápidamente el cuartel y ubicar todas las armas en
distintos lugares de Santiago, para después
distribuirlas al pueblo, partiendo de su tradición
luchadora e independentista. Cuando el regimiento de
esa ciudad no acató inicialmente el golpe de Estado
del 10 de marzo por influencia de algunos oficiales
—aunque termina acatándolo al ser destituidos
aquellos oficiales—, el pueblo de Santiago se
movilizó para apoyarlo. La ciudad mostró rechazo y
odio total contra ese golpe.
Usted preparó muy minuciosamente ese asalto. La
víspera del ataque todos los que iban a participar
se fueron reuniendo en las afueras de Santiago, en
la granjita de Siboney, de manera disimulada.
Todos llegamos desde la capital el día anterior,
unas horas antes del ataque organizado. De la
granjita salimos para el Moncada.
¿Cuando llegaron a la granjita, la mayoría de sus
hombres no sabían aún cuál era el objetivo?
Bueno, después que se movieron desde La Habana hasta
allá, cada grupo con su jefe, yo salgo a las 2:40 de
Ia madrugada del sábado 25, de modo que no dormí en
absoluto durante 48 horas antes del ataque. Llegue
de noche el mismo día 25 a la granjita. Estaba Abel
Santamaría esperándome, y los demás en las casas de
huéspedes que se habían previsto en la ciudad, y
todo el mundo con sus carros para moverse en el
momento dado. Nadie sabía de la granjita, ese lugar
sólo lo conocían Abel, Renato Guitart
[8] y yo. Bueno,
también Elpidio Sosa, y Melba
[9] y Haydée
posteriormente.
Esa
granjita es alquilada en abril del año 1953. Tres
meses antes del ataque. Todas esas gestiones las
hace Renato, joven santiaguero que era el único
conocedor del objetivo, muy listo, muy bueno, muy
valiente y decidido. Conocía bien la ciudad de
Santiago y sus alrededores. Fue guardian principal
de un importante secreto, y el único de la provincia
que conocía el primer objetivo de la acción armada.
De
los que llegan de Occidente, Abel es el primero;
luego llega Elpidio Sosa. Los combatientes estaban
todos mentalmente preparados, se les avisaría y
sería sorpresivo el punto escogido. Varias veces los
habíamos movilizado para un lugar u otro, simulando
una probable acción, y luego cada uno para su casa.
Esa vez sí fue con carácter definitivo. Ya los
conocíamos mucho mejor a todos. Cada núcleo tenía su
jefe. Se alquilaron los carros que los transportaron
desde la capital, a casi mil kilómetros.
¿En Santiago?
No,
en La Habana, para recorrer casi mil kilómetros
hasta Santiago. Nosotros atacamos el 26 de julio por
la mañana, y yo salí de La Habana en la madrugada
del 25 a la hora que señalé. Pasé por Santa Clara.
Allí compré unos espejuelos. Sí, porque yo tenía un
poquito de miopía; la miopía va disminuyendo con la
edad.
¿Usted habIa olvidado sus gafas?
No,
no, yo no me había olvidado, era rnuy difícil
olvidar los espejuelos, pero no recuerdo qué pasó,
si tenían algún problema, si quería dos u otra causa.
La cuestión es que allí, en una óptica en Santa
Clara, tuve necesidad de hacerlo y los conseguí.
Continué viaje, hice una escala en Bayamo, me detuve
para ver a los que iban a atacar el cuartel de esa
histórica ciudad, paré en Palma Soriano para hacer
contacto con Aguilerita, otro oriental comprometido,
y llegué al anochecer del 25 a la granjita de
Siboney, en las afueras de Santiago. Apenas unas
horas antes del ataque. La gran mayoría de los demás
viajaron en automóviles desde La Habana hasta
Santiago por la Carretera Central. Varios carros
llevaban una banderita de los batistianos, la del 4
de septiembre; el mío no, porque yo era más conocido,
y el que me hubiera visto con una banderita del 4 de
septiembre se hubiera dicho: “¿Y esa historia?”
En
fin, escogimos la granjita de Siboney porque era el
lugar más estratégico. Nos parecía el más discreto y
adecuado, entre los distintos lugares en que se
podía concentrar a la gente. Por la carretera que
pasa al frente de la granjita se va de Santiago al
mar, precisamente al punto donde desembarcaron los
norteamericanos en su guerra contra España de 1898:
Siboney, y desde allí se sigue hoy por la
costa hasta cerca de Guantánamo. Ese punto se
prestaba para nuestro plan, había árboles, entre
ellos unos mangos frondosos. Allí se simuló una
granja avícola para producir pollos, con crías y
todo. En un pozo contiguo a ia vivienda guardamos
parte de las armas. Pero Ia mayoría de éstas
llegaron casi simuitáneamente con nosotros. Ya le
dije que sólo había un hombre de Santiago, Renato
Guitart; toda la gente vino de Occidente para no
despertar Ia menor sospecha.
Pero el que conducía su auto era de Santiago, ¿no?
El
que conducía venía desde La Habana.
¿Cuando vino usted de La Habana?
Sí,
cuando yo vine de La Habana el conductor era
Mitchell, Teodulio Mitchell. Bueno, llegamos a la
granjita ya casi de noche. Estaba oscureciendo
cuando arribamos a Ia ciudad, hice contacto de
inmediato con Abel Santamaría; cada grupo estaba en
distintas casas de huéspedes donde fueron ubicándose
a medida que llegaban.
Había carnaval, escogido también el día por eso, ya
que mucha gente venía a Santiago y estaría en el
ambiente toda la actividad y Ia atmósfera de
carnaval, que era famoso, nos convenía mucho; pero
inesperadamente nos perjudicó, porque dio lugar a
determinadas medidas en el cuartel que fueron causa
principal de ulteriores dificultades. De la granjita
saldríamos para Ilegar al cuartel en los carros,
todo estaba preparado; se escondieron bien los
carros en la granja.
¿Cómo disimularon los coches?
En
una especie de galpones se situaron los carros, que
no eran muchos. Eran 16 carros y habíamos sembrado
plantas convenientemente para que nadie viera la
acumulación de automóviles. Cualquiera que pasaba
por allí no veía nada rnás que las polleras.
¿Dónde escondieron las armas?
En
un pozo junto a la casa, aparentemente clausurado,
con un arbolito encima. Ahí guardamos gran parte de
las armas. Muchas llegaron a última hora. Hubo armas
adquiridas el viernes en La Habana que llegaron
varias horas antes. Cada detalle estaba previsto.
¿Para el ataque que iba a tener lugar el domingo 26?
Un
número importante de armas que participaron en las
acciones del domingo a las 5:15 de la mañana, fueron
adquiridas la tarde del viernes 24. También
compramos algunas en Santiago, en comercios normales,
en una armerIa donde estaban en venta libre, y
cuando llegaron no era cuestión de guardarlas en el
pozo, las que arribaron el sábado ya se Ilevaron
para los cuartos y para otros puntos de la casa.
¿Eran esencialmente armas ligeras?
Voy
a decirle. El arma mejor que teníamos era una
escopeta de cacería, de fabricación belga; yo la
conocía porque mi padre tenía una en casa, en Birán,
ya le conté. Había un fusil ligero norteamericano
semiautomático M-1, un Springfield de cerrojo, arma
de fabricación también norteamericana, una Thompson,
ametralladora de mano calibre 45, con un peine abajo
aunque también podía utilizar una mazorca. El M-1
era el fusilito que le gustaba a todo el mundo,
ligero, chiquito, eficaz, semiautomático. Pero las
armas más eficientes para el tipo de acción a
realizar eran las escopetas belgas de cacería
calibre 12, con cartuchos que contenían nueve
balines cada uno, que podían disparar hasta cinco
cartuchos en cuestión de segundos. Yo llevaba una de
ellas. En un combate a corta distancia, eran mucho
más efectivas que una ametralladora, porque en un
disparo tiran nueve proyectiles que podían ser
mortíferos. De ésas teníamos unas cuantas decenas.
No recortadas.
¿Tenían algunas con cañon recortado?
En
la historia de los movimientos políticos, muchas
veces, y en la propia Cuba, se usaba esa escopeta
recortada en cualquier atentado. Pero nosotros no
necesitábamos una escopeta recortada Algunas tenían
un solo proyectil en el cartucho, parece que era
para cazar animales grandes, pero de ésas teníamos
muy pocas.
También teníamos fusiles calibre 22. El fusil 22 era
un arma buena en determinadas condiciones. Pero hay
otras circunstancia en las que los fusiles 22 no
tienen ventaja alguna frente a un fusil de guerra
calibre 30,06 a distancia mayor de 150 metros.
Tienen poca eficacia.
Si
el objetivo está realmente distante no son eficaces.
Las escopetas tampoco servían mucho en ese caso.
¿No tienen alcance suficiente?
Para un combate a un poco más de distancia se puede
usar un fusil 22; pero para atacar el cuartel, el
arma ideal era la escopeta. Y la ametralladora de
mano calibre 45, un arma automática, pero de éstas
teníamos sólo una, tal vez dos. El fusil 22
semiautomático tiene un buen alcance, podía usar
balas metálicas. Tú adquirías más o menos las que
pudieran ser más eficaces, y tenías que conformarte
con lo que encontraras.
¿Cómo
obtuvieron las armas?
Las
escopetas semiautomáticas calibre 12 las compramos
en las armerías. Todo siguió tan tranquilo aquí
después del golpe batistiano, los golpistas se
sentían tan seguros, que hasta las armerías vendían
armas. Yo me ocupé de organizar la compra de casi
todas las armas, una por una, y de buscar fondos.
Tuvimos que disfrazar gente de burgueses y
deportistas, tuvimos que aplicar la astucia con los
vendedores y aparentar operaciones completarnente
comerciales. Compramos armas hasta en una armería de
Santiago de Cuba, ya le dije.
¿Usted qué arma llevaba?
Ya
le dije que yo llevaba una escopeta belga calibre
12. Es un arma que puede llevar un buen número de
cartuchos con balines. Funcionaba bastante bien. El
único M-1 de que disponíamos era el de Pedrito Miret.
Llevábamos una o dos ametralladoras Thompson, un
Springfield y dos Winchester que tenían una
tapa que se abría por el costado y que usaban
el mismo calibre que el Springfield, eran balas
30,06. Los Winchester vinieron de la casa de Birán.
En la casa de mis padres había escopetas, cuatro o
cinco armas, que eran habituales allí. Yo sabía que
estaban en Birán y al final, como había una escasez
tremenda de armas, había que buscarlas donde fuera.
Raúl aprendió con Pedro Lago, un empleado de la
finca, que era sereno, cómo se desarmaban los
Winchester Después buscó dos en el armario de la
casa y salió hacia Marcané para de allí continuar
rumbo a Holguín, desde donde envió uno de los dos
fusiles en un paquete por correo expreso hacia La
Habana. Con el otro se montó en el omnibus de la
ruta Santiago-Habana. Puso el fusil en la parte
delantera de los asientos, y él se ubicó al fondo
por si registraban decidir qué hacer.
Su hermano Raúl dice que ustedes también tenían una
ametralladora de mano marca Browning, calibre 45.
Eran una o dos Thompson, de ese calibre. Creo
recordar que era solo una, que procedía de la
Universidad. No había ninguna ametralladora Browning
calibre 45. El fusil automático que recuerdo
con esa denominación usaba peine, era también
calibre 30,06. Ese lo tenían los soldados en el
ejército. Nosotros ni uno solo.
En
resumen, teníamos un M-1, una Thompson, un
Springfield, dos Winchester. El resto eran fusiles
calibre 22, semiautomáticos o de repetición, y
escopetas calibre 12. Puede añadirles varias
pistolas que individualmente llecvábamos algunos. El
arma más temible, le reitero, era la escopeta
semiautomática calibre 12 con cuatro cartuchos en la
recámara y uno en el cañon, de nueve balines cada
uno. Puedes disparar en cuestión de segundos 45
proyectiles que son mortíferos. Pones fuera de
combate a cualquiera, en un enfrentamiento casi
cuerpo a cuerpo. que era el tipo de combate
concebido, porque usted iba a estar dentro del
cuartel con los soldados muy próximos. Un arma
mortífera.
Mire, con lo que llevábamos se podía tomar el
Moncada, no había ningún problema, hasta con menos
gente que la que nosotros llevamos. Eso está claro
por el cálculo que habíamos hecho. Se trataba de un
regimiento de soldados y un escuadrón de Guardia
Rural: 1.500 hombres aproximadamente, cuyos puestos
de mando y dormitorios serían tomados
sorpresivamente al amanecer.
El
fusilito 22 semiautomático es un arma de guerra a
mediana distancia, para lo que buscábamos, que era
dominar la guarnicion y apoderamos de todas sus
armas. Las armas de guerra las tenían ellos. La
misión nuestra era ocupar las armas de guerra; si
no, ¿para qué íbamos a atacar el cuartel? Porque una
vez tomado el Moncada habríamos ocupado algunos
miles de armas, ya que además de las armas de los
soldados nos apoderariamos de las armas de reserva y
las de la Marina y la Policía, cuerpos mucho más
débiles, que con seguridad no habrían podido
resistir una vez puesto fuera de combate el
Regimiento.
¿Qué armas tenían los militares del Moncada?
De
todo. Ellos las tenían de distintos tipos:
Springfield de cinco balas, Garands y M-1
semiautornáticos, ametralladoras de rnano Thompson,
fusiles automáticos y ametralladoras trípode calibre
30,06 y calibre 50, morteros, etcetera.
¿Cuántos combatientes participan en el ataque?
Fueron 160 hombres. Cuarenta que empleamos en Bayamo
con el objetivo de tomar el cuartel y prevenir el
contraataque por Ia Carretera Central, y 120 para el
asalto al Moncada. Yo entraría con 90 hombres dentro
del cuartel.
¿Todos armados?
Todos, todos.
¿Y uniformados?
Todo el mundo con uniforme del ejército de Batista y
con el grado de sargento.
¿Cómo encontraron los uniformes?
Los
fabricamos en La Habana, en casa de Melba Hernández,
que aún está viva, y Yeyé [Haydée Santamaría], todos
ayudaron allí. También teníamos, ya le dije, un
hombre nuestro que era soldado, infiltrado en el
cuartel maestre de La Habana, y ese hombre compró la
mayoría de los uniformes; yo no me explico cómo se
las arreglo, era muy bueno ese muchacho. Cuando tú
te pones a buscar gente para una tarea determinada,
la encuentras. Ese nos ayudó mucho a adquirir las
gorras, las viseras, y un número importante de
uniformes del ejército ya hechos.
¿Y cómo se iban a reconocer en medio de los soldados
de la guarnicion?
Sabe por lo que nos distinguíarnos? Aparte del tipo
de armas, que eran inconfundibles, por los zapatos.
Los zapatos nuestros no eran militares. Todos
teníamos zapatos de corte bajo, gorra y lo demás
normal. Ya se imaginará la tarea de hacer los
uniformes, gorras y todo eso. La familia de Melba
Hernández nos ayudó mucho, y Yeyé, que era muy
jovencita. Ellas no eran familia, eran amigas. Yeyé
procedía del centro de la isla, de Ia provincia de
Las Villas, y estaba con su hermano Abel en La
Habana porque él era tenedor de libros de una de
esas agencias que había aquí, que vendían
automóviles. Su salario era por lo menos de 300
dólares o trescientos y tantos. Montané tenía otro
cargo similar.
¿En esa granjita había espacio para que pudieran
dormir 120 personas?
No,
no, allí se concentraron, pero no tuvieron tiempo de
dormir.
¿Dónde dormían?
Ellos, cuando llegaron, estaban en casas de
huéspedes en la ciudad, previamente aiquiladas.
Todos esos detalles los organizó Abel. Eran varias
casas, y cada uno iba a la que correspondía a su
grupo. La coincidencia con los carnavales, que
atraían a muchos visitantes, facilitaba el
movimiento.
Ellos llegan, se movilizan de noche. Comienzan a
llegar entre las 10:00 o las 11:00 de la noche a la
granja. Porque el ataque iba a ser a las 5:00 de la
mañana y no había por qué teneríos allí. En la
granjita recibieron las instrucciones.
Cuando usted Ilega a la Granjita Siboney es la hora
de la verdad para sus compañeros. ¿Ellos conocían el
objetivo?
Ellos estaban mentalmente preparados, ya le dije que
los habíamos movilizado varias veces, para prácticas
de tiro con fusiles 22 u otros objetivos.
¿Pero sabían que iban a atacar el cuartel Moncada?
No.
En la granjita es donde ellos se enteran cuál es el
objetivo. Ellos estaban educados en la idea de que
no lo sabrían, y serían movilizados. Varias veces
fueron movilizados para otras cosas.
Bueno, entonces surge un problema. Hay una célula de
cinco estudiantes universitarios que eran “comecandelas”,
los llamábamos así porque eran los superguapos, se
creían los más valientes, y cuando se enteran de que
vamos a tomar el Moncada, se arrepienten. Invitarlos
había sido casi una deferencia. Porque Pedrito Miret
había entrenado a varios cientos de estudiantes, y
algunos se enteran allí de nuestra actividad. No
eran de la organización principal de la Universidad,
sino un grupo de combatientes por la libre, pero muy
exaltados, que se querían comer el mundo. Para
evitar disgustos y complicaciones con ellos, les
habíamos prometido incluirlos en cualquier acción
seria.
Se
unieron y vinieron. Era como una especie de alianza
o microalianza que teníamos con ese grupito. Eran
activos enemigos de Batista y se mostraban deseosos
de entrar en acción. Por eso fueron movilizados los
de ese grupito, de los más guapos, bueno, de los que
aparentaban ser más guapos, porque los estudiantes
en general eran muy valientes.
Y en la granjita, cuando se enteran de que el
objetivo es el asalto al cuartel, ¿ellos no van?
Cuando ellos ven todo aquello, ven una tropa que
llega, porque en todo ese período van llegando las
fuerzas nuestras, grupo tras grupo, bien entrenados
para el combate... Cuando en la madrugada saben por
fin cuál es el plan, y distribuirnos uniformes,
armas y lo demás, se arrepienten. Ese grupo de
muchachos muy exaltados, muy guapos, decide no
participar.
Entonces yo les digo: “Bien, quédense atrás y salgan
después que nosotros, al final de Ia caravana, y
sígannos, no los vamos a obligar a combatir.”
¿Cuál era el plan del ataque?
La
misión de mi grupo era tomar la jefatura del cuartel
y aquello hubiera sido fácil. Dondequiera que
enviamos a la gente, se tomó todo por sorpresa, una
sorpresa total. El día que habíamos escogido, el 26
de julio, era de gran importancia, porque las
fiestas de Santiago son el 25 de julio, día de
carnaval.
Yo
disponía de 120 hombres, los divido en tres grupos,
uno que iba delante para tomar la parte del hospital
civil que colindaba con el fondo de las barracas del
cuartel. Era el objetivo más seguro, y adonde envié
al segundo jefe de la organización, Abel, un
muchacho excelente, muy inteligente, agil, audaz.
Con él estaban las muchachas, Haydée y Melba, y
también el médico Mario Muñoz, cuya misión era
atender a nuestros heridos, que serían remitidos a
ese punto. Al fondo había un muro que era excelente
para dominar la parte trasera de los dormitorios del
cuartel.
El
segundo grupo iba a tomar el edificio de la
Audiencia, el Palacio de Justicia, de varios pisos,
con un muchacho que iba de jefe. Con ellos estaba
también Raúl, mi hermano. Lo habíamos reclutado e
iba como combatiente de fila.
Yo,
con e tercer grupo, 90 hombres, tenía Ia misión de
tomar la posta y el Estado Mayor con ocho o nueve
hombres, y el resto ocuparía las barracas. Cuando yo
me detuviera, se detendrían los demás carros frente
a las barracas, los soldados iban a estar durmiendo
y serían empujados hacia el patio trasero desde
éstas. El patio quedaba dominado por el edificio
donde estaba Abel y por los que tomaron la Audiencia.
Los soldados iban a estar en calzoncillos por lo
menos, porque no habrían tenido tiempo ni para
vestirse, ni tomar las armas. Eso no tenía solución,
y todos nosotros disfrazados de sargentos, que era
nuestra insignia.
En teoría parecía sin gran peligro.
Abel allá, al fondo, aparentemente con menos peligro.
Los que iban a la Audiencia tampoco debían tener
problemas. Yo, consciente, como es lógico, de que
Abel debía sustituirme en caso de muerte, lo envío
para aquella posición. A Raúl, recién reclutado, lo
envío con el grupo que debe cumplir una misión
relativamente más peligrosa, importante, pero
tampoco a mi juicio demasiado complicada. Sentía
sobre mi conciencia todo el peso de la
responsabilidad ante mis padres por haberlo incluido
a su edad en aquella audaz y temeraria acción; yo,
como era mi deber y una necesidad real, me
autodesigno Ia misión que me parecía más complicada,
marchando tras el grupo compuesto por Jesus Montané,
miembro de la dirección del Movimiento, Ramirito
Valdés, Guitart, y varios del grupo de Artemisa que
tomarían la entrada y quitarían las cadenas que
bloqueaban el ingreso de vehículos. Llevaba conmigo
para esa misión excelentes combatientes.
¿A qué hora salen ustedes de la granjita?
A
las 4:45, aproximadamente.
¿Y a qué hora empieza el ataque?
A
las 5:15 exactamente atacamos, porque a esa hora los
soldados tenían que estar durmiendo y debía ser
antes de que se levantaran. Se necesitaba cierta
cantidad de luz y, a Ia vez, hacerlo cuando todos
los soldados estuvieran todavía dormidos.
¿Era de día ya?
Santiago está al Este del país, amanece alrededor de
20 minutos antes que en la capital. Ya había la
claridad suficiente para poder atacar. Todo eso
estaba calculado. De no ser así no podía intentarse
tal acción. La tarea no era nada fácil con hombres
que, aunque entrenados por pequeños grupos, nunca
habían actuado juntos todos. Era preciso buscar
todos los pedazos, armar el rompecabezas y darle a
cada uno su misión.
El ataque empieza a las 5:15. ¿Cómo se lleva a cabo?
En
aquella operación, dirigida a ocupar tres objetivos,
yo tenía 120 hombres, como le dije, menos aquellos
estudiantes que se arrepienten, y unos 16 autos. En
cada carro íbamos por lo menos ocho. Con un carro
que se quedo con los que se arrepienten y otro que
se descompone en el trayecto, tenemos dos autos
menos. Antes salieron los destinados a la azotea del
hospital, al fondo del Moncada, y los que
ocuparían Ia de la Audiencia, cuyos trayectos eran
mayores que el nuestro. Mi grupo cuenta con diez o
doce carros, va hacia Ia entrada principal del
Moncada. Yo voy en el segundo, a una distancia de
100 metros, por la carretera de Siboney a Santiago.
Estaba amaneciendo, y nosotros pensando en la
sorpresa total, antes de la hora en que debían
levantarse los soldados. Era julio, y el sol sale
más temprano allá en Oriente. Así que ya nosotros
llegamos de día. Hubo que atravesar un puente
estrechito ya entrando en la ciudad, en fila, uno
por uno, cada carro, eso nos retrasó algo.
Aproximadamente cien metros delante, el primer carro
avanza por la avenida Garzón, dobla a la derecha por
una calle lateral en dirección a la entrada del
cuartel, doblo yo, doblan otros carros.
Van
delante, en ese primer carro, la gente de Ramirito
Valdés, Jesús Montané, Renato Guitart y otros.
Montané se había ofrecido como voluntario para Ia
mision de tomar la entrada. Voy en ese momento a 80
metros, la distancia conveniente para recorrerla con
determinada velocidad en lo que ellos dominaban a
los centinelas de la entrada del cuartel y quitaban
las cadenas que impedían el paso de los carros hacia
el interior de la instalación.
El
primer carro se detiene al llegar al objetivo, se
bajan los hombres rápidamente para neutralizar a los
centinelas y quitarles las armas. En ese momento es
cuando veo, en la acera de Ia izquierda, más o menos
a 20 metros delante de mi carro, una patrulla de dos
soldados con ametralladoras Thompson. Ellos se dan
cuenta de que algo ocurre en la posta de la entrada,
a una distancia de 60 metros aproximadamente de
ellos, y están como en posición de disparar sobre el
grupo de Ramirito, Montané y los demás que habían
desarmado ya a la posta. O así me pareció.
En
una fracción de segundo pasan dos ideas por mi
mente: neutralizar aquella pareja que ponía en
peligro a nuestros compañeros y ocupar sus armas.
Cuando veo que los soldados apuntan hacia la entrada
con sus ametralladoras, dándome la espalda, aminoro
la velocidad del carro y me aproximo para
capturarlos. En ese instante voy manejando, llevo
empuñada la escopeta con la izquierda y una pistola
en la mano derecha; estoy ya al lado de ellos, la
puerta semiabierta; pretendía hacer dos cosas a la
vez: evitar que dispararan a la gente de Ramirito y
Montané, y ocupar las dos ametralladoras Thompson
que portaban.
Había otra forma de acción, que después comprendí
perfectamente cuando tuve un poco más de
conocimientos y experiencia: lo que debí hacer fue
olvidarme de ellos y seguir. Si esos dos soldados
veían un carro, otro carro y otros más avanzando
rápido delante de ellos, no habrían disparado. Pero
lo cierto es que trato de sorprenderlos y
capturarlos por detrás. Estaría ya como a dos
metros, se percatan por algún ruido, se viran, ven
mi carro, y tal vez instintivamente apuntan sus
armas hacia nosotros. Lanzo el carro, todavía en
movimiento, contra ellos. Yo, que estaba ya con la
puerta serniabierta, me bajo.
La
gente que está conmigo se baja rápido. El personal
de los carros que vienen detrás hace lo mismo. Ellos
creen que están dentro del cuartel. Su misión es
tomar los dormitorios y empujar a los soldados hacia
el patio del fondo; descalzos, en ropa interior, sin
armas y semidormidos, los haríamos prisioneros.
¿Qué es lo que no funciona entonces?
La
presencia de esa patrulla cosaca, originada al
parecer por los carnavales, que iba y venía entre Ia
entrada del cuartel y la avenida Garzón, era algo
que desconocíamos y, por su proximidad a la posta de
la entrada, nos creó graves trastornos. En el
intento de neutralizar y desarmar la patrulla,
lanzando finalmente el carro sobre ellos, todos nos
bajamos con nuestras armas. Uno de los hombres que
va conmigo, al bajarse del primer asiento por la
derecha, hace un disparo, el primero que se escucha
en aquel singular combate; muchos otros disparan. El
tiroteo se generaliza. Las sirenas de alarma
comienzan a rugir mezcladas con los disparos y a
emitir infernal e incesante ruido. Todos los que van
en los carros detrás de mí se bajan como estaba
previsto y penetran en una edificación alargada,
relativamente grande, con la misma arquitectura que
las demás instalaciones militares del cuartel. Era
nada menos que el Hospital Militar, y penetran en él
confundiéndolo con el objetivo que debían ocupar.
¿Un edificio que no era un objetivo de ustedes?
El
problerna es que el combate que tiene que librarse
dentro del cuartel, se entabla fuera del cuartel. Y
en la confusion, unos toman un edificio que no era.
Al bajarnos de los carros la patrulla cosaca
desaparece. Entro de inmediato en el hospital
militar para sacar al personal que equivocadamente
ha penetrado en él. Habían llegado únicamente a la
planta baja del edificio. Logro hacerlo con urgencia
y rapidez. Casi puedo organizar de nuevo la caravana
con seis o siete autos, porque, a pesar de todo, la
posta que cuidaba la entrada del cuartel, estaba ya
tomada.
El
grupo de Ramiro y Montané ha ocupado la posta y
penetran de inmediato en la primera barraca dentro
del cuartel. Van hacia el depósito de armas. Cuando
llegan, se encuentran con la banda de música del
Ejército, durmiendo todavía allí. Parece que las
armas las habían retirado hacia el cuartel maestre.
La situación era similar en las demás barracas, que
no habrían podido reaccionar ante el sorpresivo
ataque.
Los
de Abel, por su parte, habían tomado el edificio que
debían ocupar. El grupo en el que va Raúl ya
dominaba el Palacio de Justicia.
Pero ya todos están disparando.
Bueno, en esos primeros momentos los soldados están
todavía vistiéndose, poniéndose los zapatos,
moviéndose y organizandose, buscando sus armas, y
solo las postas están todas disparando, aunque sea
para hacer ruido. La Guardia Rural dormía en una de
aquellas barracas, también junto al regimiento del
ejército. Ellos no dormían con los fusiles al lado,
ni tenían mando en los primeros momentos; algunos
jefes del regimiento dormían en sus casas. Ninguno
de los oficiales y clases ni la tropa del Moncada
sabía lo que estaba pasando.
El
combate se libra fuera del cuartel, la enorme y
decisiva ventaja de la sorpresa se había perdido.
Entro, como le dije, en el edificio del hospital,
logro sacar y montar otra vez un número reducido de
compañeros en varios carros, con el propósito de
llegar al Estado Mayor, cuando de repente uno de los
autos que viene atrás nos pasa como un bólido por el
lado, se acerca a la entrada del cuartel, retrocede
con igual celeridad, y choca con mi propio carro.
Así como le cuento: uno. por su propia iniciativa,
en rnedio del tiroteo creciente, se adelanta.
retrocede con velocidad y choca con fuerza el carro
mío. Entonces me bajo de nuevo.
En
aquellas adversas e inesperadas circunstancias, el
resto de nuestra gente mostraba notable tenacidad y
valentía. Se produjeron heroicas iniciativas
individuales, pero ya no había forma de superar la
situación creada. El combate andando, y una
inevitable desorganizacion en nuestras filas.
Hemos perdido el contacto con el grupo del carro que
tomó la posta. Los de Abel y Raúl, con los cuales no
tenemos comunicación, solo pueden guiarse por el
ruido de los disparos, ya decreciente por nuestra
parte, mientras el enemigo, recuperado ya de la
sorpresa y organizado, defendía sus posiciones de
quien las atacaba. El compañero Gildo Fleitas —ya le
hablé de él—, con gran serenidad, estaba de pie en
la esquina de un edificio próximo al punto donde
chocamos con la patrulla cosaca, y observaba la
desesperada situación creada. Hablé con él unos
segundos. Fue la última vez que lo vi. Yo comprendía
perfectamente casi desde los primeros moíentos que
no había ya posibilidad alguna de alcanzar el
objetivo inicial. Tú puedes tomar un cuartel con un
puñado de hombres si su guarnición está
dormida, pero a un cuartel con rnás de mil soldados,
despiertos y fuerternente armados, no era ya posible
ocuparlo. Más que los disparos, recuerdo el
ensordecedor y amargo ruido de las sirenas de alarma
que dieron al traste con nuestro plan.
Eso es ya misión imposible.
El
cuartel podía haber sido tomado con el plan
elaborado. Si fuera a hacer de nuevo un plan para
una misión como aquélla, lo haría exactamente igual.
Sólo que, a partir de Ia experiencia vivida, no
habríamos hecho el menor caso a la patrulla cosaca.
Esas cosas pasan en fracción de segundos por la
mente. La protección de los compañeros en peligro
fue mi motivación principal.
¿Cuándo decide usted ordenar el repliegue?
El
tiroteo continuaba con intensidad. Ya expliqué, con
bastante detalle, lo ocurrido. Pero recordándolo
todo francarnente y con absoluta objetividad, pienso
que no habían transcurrido 30 minutos o tal vez
mucho menos cuando me resigné a la realidad de que
el objetivo era ya imposible. Yo conocía rnás que
nadie todos los detalles y elementos de juicio.
Había concebido y elaborado con todos sus detalles
el plan.
Llega un momento en que comienzo a dar órdenes de
retirada. ¿Qué hago? Estaba en medio de la calle, no
lejos de la posta de entrada; tengo mi escopeta
calibre 12, y en el techo de uno de los edificios
principales del cuartel está emplazada una
ametralladora pesada calibre 50 que podía barrer la
calle, porque apuntaba directamente a ese punto. Un
hombre trataba de manipularla, estaba al parecer
solo, parecía un monito dando rápidos saltos y
moviéndose para manipular el arma y disparar.
Tuve que encargarme de él, mientras los hombres
tomaban los carros y se retiraban. Cada vez que
intentaba posesionarse del arma, le disparaba.
Bueno, también yo estaba en un estado de ánimo que
usted podrá imaginarse.
Ya
no se ve a nadie, ni un solo combatiente a pie. Me
monto en el último carro, y después de estar dentro,
a la derecha del asiento trasero, aparece un hombre
de los nuestros, que ha llegado hasta el carro
repleto y que se va a quedar a pie. Me bajo y le doy
mi puesto. Le ordeno al carro que se retire.
Y
me quede allí, en el rnedio de la calle, solo, solo,
solo. Ocurren cosas inverosímiles en tales
circunstancias. Allí estaba frente a la entrada del
cuartel; es de suponer que en ese momento era
absolutamente indiferente ante la muerte. A mí me
rescata en ese momento un auto de los nuestros. No
sé cómo ni por qué, un carro viene en dirección a
mí, Ilega hasta donde estoy, y me recoge. Era un
muchacho de Artemisa que, manejando un carro con
varios compañeros dentro, entra donde estoy y me
rescata. No pude después, no me dio tiempo,
preguntarle todos los detalles. Yo quise siempre
conversar con ese hombre para saber cómo se metió en
el infierno de la balacera que había allí. Pero como
en otras muchas cosas, usted cree que tiene cien
años para hacerlo. Y ese hombre desgraciadamente
murió hace más de diez años.
¿Era del grupo de ustedes?
Sí,
uno de los nuestros. Santana se llamaba.
Parece que se percata de que yo me he quedado atrás
y se acerca a buscarme. Era uno de los que ya había
salido y parece que en un momento determinado se
percató y viró para buscarme. Por ahí debe haber
cosas escritas o testimonios sobre aquel episodio.
Yo
estaba solo allí, lo que tenía era mi escopeta
calibre — no sé qué habría hecho, o cuál sería
elfin. Bueno, tal vez yo habría tratado de retirarme
por alguna callejuela.
¿Usted llego a disparar?
Sí,
varias veces contra el hombre que intentaba disparar
contra nosotros desde el techo de un edificio del
cuartel con ametralladora 50, y no llegó a tirar ni
una sola vez.
¿Usted le impedía disparar?
Sí,
él se movía e intentaba utilizar la ametralladora,
yo le disparaba y él se lanzaba al suelo. Instantes
después volvía otra vez el hombre a tratar de coger
la ametralladora y yo hacía lo mismo. Varias veces
él intentó hacerlo, y no sé, parece que se
arrepintió, no la tomó, y mientras estoy ocupándome
del hombre con la ametralladora pesada, los carros
nuestros están retirándose con el personal que me
acompañó, cuya misión era penetrar en cuartel y
tomarlo.
En
esas circunstancias la gente actúa casi por
iniciativa propia. Este Santana, que después me
viene a buscar, lo ha hecho con seguridad por
iniciativa propia. No había nadie que pudiera darle
esa orden. Entra, viene y me recoge. El me monta. El
carro está lleno, le digo: “Vamos para El Caney.”
Hay varios carros esperando en la avenida, a los que
trasmitimos Ia instrucción. Pero uno o dos que van
delante no saben dónde está El Caney, y en vez de
seguir recto por la avenida Garzón a través de Vista
Alegre, giran hacia la derecha en dirección a
Siboney. Eran tres o cuatro carros, el que me
recogió era el segundo o tercero de la pequeña
caravana.
Yo
conocía bien El Caney, era un lugar donde hubo un
combate importante al finalizar la segunda guerra de
independencia en 1898. Había allí un cuartel
relativamente pequeño. Mi idea era llegar por
sorpresa y tomarlo. Pensaba hacerlo para apoyar a
los de Bayamo. No sabía lo que estaba pasando en
Bayamo. Doy por supuesto que ellos han tornado aquel
cuartel. Y era para mí en ese instante la
preocupación principal. Pero ya nuestra gente ha
sufrido un duro golpe y es difícil llevarla de nuevo
a la acción.
¿Qué hicieron los demás grupos?
Del
grupo que iba conmigo, al retirarnos no se ve a
nadie más por ninguna parte. Después supimos que
algunos, como Pedro Miret, se habían parapetado en
algún punto. No se sabía ni había contacto con
ellos.
El
grupo que toma el edificio del Palacio de Justicia
se percata de lo que ha ocurrido y el jefe baja con
su patrullita, en la cual estaba Raúl. A la salida
hay un sargento con varios hombres, que los conmina
a rendirse. El jefe del grupo entrega las armas y
Raúl, que era soldado de fila, y los demás también
las entregan; pero es en ese instante cuando Raúl
salva a esta gente y se salva él. Actuó rápido, con
mucha velocidad: ve que el sargento aquél anda con
una pistola en la mano, temblando, entonces le
arranca la pistola y hace prisioneros a los
soldados; después se retiran. Se encontraban
prisioneros y de súbito han capturado a quienes los
tenían prisioneros; de lo contrario, les habría
pasado lo mismo que a todos los demás: tortura y
ejecución. Ellos, al retirarse, buscan por dónde
escapar, cambiarse, moverse y después se dispersan.
¿Ustedes habían previsto eso?
No,
nosotros no habíamos previsto aquello.
¿No habían previsto algo para una eventual retirada?
No,
qué demonios vamos a prever algo. ¿Cómo se puede
prever la retirada en una operación corno aquélla?
Pero si algo fracasaba, ¿no habían previsto una
solución de retirada?
No,
no. En un tipo de operación concebida corno ya le
expliqué, ¿cómo te vas retirar si estás dentro del
cuartel y no logras dominar la guarnición? Ellos
tienen postas por todas las entradas o salidas
posibles, ¿por dónde te vas a retirar?
Se
había logrado lo esencial, que era la sorpresa total
hasta el choque imprevisible y casual con la posta
cosaca, y uno se lamenta mucho de no saber lo que
habría sucedido; no tengo la menor duda de que los
militares allí caen prisioneros, y en cuestión de
minutos, así, como le digo. La confusión en sus
filas habría sido muy grande, los uniformes
contribuirían a Ia terrible confusion.
¿Los de Abel, al ver todo esto, tratan de huir?
No,
se quedan allí, porque la gente del hospital trató
de protegerlos.
Todos los del hospital los apoyan, los disfrazan y
tratan de protegerlos, cuando se hace evidente para
ellos el fracaso y seguramente nos creían a todos
muertos. Yo estaba tranquilo en relación con ellos,
pues Abel conocía con toda precisión el plan. Mi
preocupación instantánea cuando el carro llega a
rescatarme fue cómo apoyar a la fuerza que atacó el
cuartel de Bayamo.
Habría que hablar con Melba, que todavía se acuerda;
y todo eso está escrito, sólo excepcionalmente me
pongo a hablar de esto. ¿Cómo se llama aquel
historiador de los primeros tiempos? Tiene la
historia, porque ése sí interrogó a todo el mundo.
¿Cómo se llamaba?, aquel que escribió la historia,
el francés.
Robert Merle. Hizo un libro magnífico.’
[10] Pero me
interesa su versión, la versión personal de usted.
Sí.
Nunca tuve oportunidad de explicarle a Merle lo que
te estoy contando.
¿Cuántas bajas tuvieron ustedes?
Hubo cinco muertos en combate y otros 56 que fueron
asesinados. Los cinco muertos en combate son Gildo
Fleitas, Flores Betancourt, Carmelo Noa, Renato
Guitart y Pedro Marrero. Fueron casi todos los que
venían en el primer carro, que se parapetaron en el
primer edificio dentro del cuartel y habían tomado
la posta de la entrada. Varios, sin embargo,
lograron sobrevivir. Bueno, Gildo no era de ese
grupo, porque Gildo estaba conmigo fuera mientras
intentábamos poner de nuevo en marcha un grupo de
carros para penetrar en el cuartel.
Estaría usted tremendamente abatido por esa
situación.
En
aquel momento sufría una amargura terrible por lo
que había ocurrido. Pero estaba dispuesto a
proseguir la lucha. Digo: “Aquellos, en Bayamo, se
van a quedar solos”, en el supuesto de que habían
tomado el cuarteI.
[11] Entonces, como le dije, mi
idea era ir en dirección del cuartel de El Caney
para atacarlo, en apoyo a los de Bayamo, para crear
al menos una situación de combate en la zona de
Santiago de Cuba. Sí, mi idea era tomar por una
avenida que conduce directo a la carretera de El
Caney, y éramos alrededor de 20 hombres. Pero el
carro que va delante, le dije, se equivoca, toma a
la derecha en dirección a Siboney. Ya no había
rnanera de atajar aquel carro y hacer la operación
de El Caney antes de que se dieran cuenta. Ya yo ahí
no voy manejando, a mí me ha recogido otro carro.
¿Seguían ustedes con los uniformes?
Sí,
con los uniformes.
¿con las armas?
Con
las armas, todas, hasta el último minuto, hasta
varios días después de esa historia.
¿Usted regresa a la granjita?
Sí,
volvimos a la granjita de Siboney para
reorganizarnos después del ataque. Varios carros
habían regresado y allí me encuentro de todo:
los que quieren seguir y otros que se están quitando
Ia ropa. Los que iban guardando armas, gente herida,
gente que no podía caminar, un cuadro triste.
Yo
llego allí y lo que hago es convencer a un grupo, y
me voy con 19 hombres hacia las montañas. Ya no
pude darle apoyo a Ia gente de Bayamo. No me iba a
entregar, ni a rendir, o algo parecido, no tenía ni
sentido, no ya porque te fueran a matar sino porque
la idea de rendirse no cabía dentro de nuestra
concepción.
(Tomado del libro
"Cien Horas con Fidel, conversaciones con Ignacio
Ramonet", editado por Oficina de
Publicaciones del Consejo de Estado, Tercera edición, La Habana,
2006, páginas 145-177)
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