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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Introducción.

 
 
 

A Fidel le gusta recordar. Quizás por eso, en enero de 1993, por primera vez me recibió en su despacho del Palacio de la Revolución...

EL VIAJE

 

 

En medio del fragoroso teclear de las viejas máquinas de escribir alemanas que entonces inundaban la redacción del diario, recibí el aviso. Afuera terminaba el día de trabajo y los transeúntes se apresuraban de regreso a casa. No llovía, pero el viento arremolinaba las hojas y levantaba el polvo en la calle.

La luz en la Plaza era de un color ocre rojizo. En su despacho, los destellos apenas trasponían los densos cortinajes de los ventanales. La semipenumbra iluminada afianzaba la impresión de unos espacios fuera del tiempo. ؟Amanecía o caía la tarde? Allí era difícil saberlo. Siempre pensé que él sí podría reconocer las horas del día por los matices del reflejo luminoso sobre los objetos en los armarios, las paredes de ladrillo, o la transparencia del aire en la habitación. Su escritorio: una isla en un mundo de libros. Repasé los títulos como para guardar una lista infaltable de referencias y para saber un poco más del hombre oculto tras las investiduras de la historia. Confieso que por unos minutos quedé absorta mirando una figurilla de marfil de alguna diosa del Lejano Oriente y unos botes de cristal como los que en las antiguas farmacias dormían el sueño eterno sobre los mostradores.

Recuerdo que Fidel se acercó, me dio un beso y un abrazo. Ni su estatura física ni su apariencia eran lo que más me impresionaba. Me sentí como un viajero de paso: el tren se detenía en una estación en el camino y yo conversaba con alguien que permanecería para siempre. Él respiraba despacio, hablaba bajo y miraba limpia y directamente a los ojos. Sus botas agrietadas por los bordes y el desgaste de la piel curtida de los muebles en la habitación me recordaron el tiempo que vivíamos y también una frase suya que lo retrataba: «Prefiero el viejo reloj, los viejos espejuelos, las viejas botas y en política, todo lo nuevo».

En esos años parecía que el mundo volvía atrás, que todo lo nuevo era viejo; resultaba casi una quimera moldear un hombre mejor, una sociedad más justa. Él ya era un mito. Junto al pueblo persistía en el sueño que parecía delirio, resistía los embates, las agresiones de siempre y las carencias. Hablaba en susurro, tanto, que daba la impresión de que todo era confidencial sobre la isla, los hombres, las heridas, El Quijote, las pasiones, el destino, el último combate de José Martí, el Sol, la guerra, los minutos, la Tierra. Con la mirada recorría su presencia para no olvidar un solo pormenor, seguía sus pasos mientras él afirmaba: «Una idea se desarrolla, Katiuska, una idea se desarrolla». Yo observaba la mano que alisaba el pelo ondulado y blanco, la gorra militar colocada después sobre la mesa, la carpeta de cuero donde apoyaba los papeles para escribir, los dedos larguísimos, el trazo fugaz sobre el papel en el rústico bloc de tapas azules, la frente despejada, el borde de las cejas, los ojos vivos y acuciosos, la barba encanecida, el lóbulo de la oreja, el cuello de la chaqueta militar, el pantalón recto y, otra vez, sus botas, sus viejas botas, limpias y gastadas en las que me detuve al final del reconocimiento indiscreto.

Imaginé los caminos andados. Las humildes botas que calzaba eran sus botas de soñar y eran, como al monje, el hábito del que no podía desprenderse en tiempos difíciles. ؟Sería verdad que más de una semana después del triunfo de enero aún dormía con ellas puestas?

Un pequeño libro, Después de lo increíble que escribí luego de un viaje donde un grupo de jóvenes seguimos la travesía del yate Granma, había llamado mucho su atención. Me confesó haberse pasado toda una noche leyendo, recordando.

Tras varios encuentros en su despacho, entre los años 1993 y 1994, reparé en que por azares de la vida, numerosas actividades que reportaba para el diario iban hilvanando su historia.

Volví a verlo de cerca el 13 de agosto de 1996, en las celebraciones por sus 70 años, y al otro día, ya en mi casa, me tomó por sorpresa la llegada de Sergio, un escolta robusto que irrumpió de súbito en la sala. «Apúrese, es un viaje con Fidel a Birán».

Reconocí entonces mi suerte de presenciar un diálogo entre Fidel y Gabriel García Márquez en un camino inesperado y conmovedor. El Comandante, como dije en aquel momento, tenía razones para vivir la experiencia del regreso a las habitaciones de la infancia y los recuerdos del pasado, convertidos en una historia de impresiones que al final, según él mismo piensa, es la historia verdadera de un hombre.

Allí Fidel se tornó memorioso y se permitió, ante los demás, mostrarse emocionado en lo íntimo. Puso flores en la tumba de sus padres, ahora bajo la sombra de los árboles del batey, adonde fueron trasladados los restos a instancias suyas. «Los cementerios son muy tristes, son algo así como un apartheid; significan tener muy lejos de la casa y la familia a los muertos».

A partir de estas vivencias comencé a investigar sobre el hogar, los seres queridos, el entorno de Birán, con la idea de escribir su paisaje familiar. Fue un camino largo y difícil, pero logré acumular tanta información que, en lugar de uno, escribí dos libros: Todo el tiempo de los cedros y Ángel, la raíz gallega de Fidel. Durante todo ese período anhelé, en reiteradas ocasiones, preguntarle pequeños detalles que solo él podía develar, sin embargo, nunca fue posible.

En el verano de 2006, Fidel enfermó de manera inesperada. Recuerdo el vuelo desde Holguín a La Habana y la solicitud de un escolta que se acercó desde la parte delantera de la nave. Arrodillada sobre mi asiento, la repetí en voz alta para que se escuchara hacia el fondo del avión: «Están llamando a uno de los médicos, están llamando a uno de los médicos». Varios de los galenos de su equipo personal acudieron prontamente. A mi lado, atónito, el vicecanciller cubano Jorge Bolaños. Entre los viajeros, solo recuerdo miradas de angustia. Nadie articuló un solo vocablo; se hizo el silencio más profundo que he vivido en toda mi vida. Días después, el 31 de julio, se publicó la proclama dirigida a nuestro pueblo donde el Comandante hizo pública su enfermedad y dio indicaciones a los cubanos para seguir adelante.

El 1º de agosto, la voz de Fidel me sorprendió temprano: al otro día comenzaríamos a trabajar. Se encontraba presto a emprender la ardua labor de ampliar y enriquecer las respuestas dadas al periodista Ignacio Ramonet, pues había prometido una nueva edición del libro Cien Horas con Fidel, y temía que la obra quedara inconclusa, lo percibí en su desvelo por adelantar cuanto fuera posible, a pesar de su delicado estado de salud.

En una pequeña antesala, atenta a cuanto hiciera falta, permanecía Dalia, su esposa. Un día le confesé a ella que lamentaba traerle trabajo al Comandante en tales circunstancias; y con amabilidad en la voz, me alentó, debía pensar lo contrario: traía alegría, tranquilidad.

Otra vez presenciaba escenas íntimas en la vida de Fidel. Cuando algunos lo imaginaban como un héroe solitario yo lo vi acompañado todo el tiempo. Su hermano Raúl, una nube de hijos, nietos y otros familiares, amigos y hermanos de lucha, se aproximaban para verlo o saber cómo seguía. La mayoría pasó días y noches sin dormir. Me los topaba a la entrada o a la salida. Estaba otra vez en una zona no develada de su paisaje familiar.

A veces, durante las jornadas de trabajo, guardaba silencio y me pedía que le leyera; yo lo hacía con lentitud porque sabía que la lectura podía propiciar su sueño, la posibilidad de descansar un poco de los desasosiegos que su espíritu debía vencer, algo realmente difícil en él, acostumbrado a la intensa actividad durante largas horas, en décadas de incesante vida revolucionaria y continuos viajes.

Aquellas semanas eran como de marzo en pleno verano, porque, a pesar de que Fidel le hablaba a nuestro pueblo sin dramatismo, para mí soplaba en el espíritu del país el viento de cuaresma, ese que esparce las hojas secas por el aire, cierra a golpetazos las puertas y las ventanas, riza los ríos y los mares, arrasa y se lleva lejos las simientes desdichadamente lejos, aunque luego broten con los primeros aguaceros de la primavera Vivíamos con el alma en vilo porque Fidel es nuestra historia. Recuerdo emocionada que cuando me recibió aquel día de agosto, estaba entre la vida y la muerte; sin embargo, me habló con valentía y seguridad de sus últimos disparos al tiempo: se concebía como un fusil guerrillero.

Como resultado de aquellas intensidades laboriosas vieron la luz dos nuevas ediciones de Cien horas con Fidel. Fue un esfuerzo titánico de parte del Comandante, pero reconfortaba saber que seguía ganando batallas; cumplió nuevamente la palabra empeñada y disfrutó, aún en momentos tan difíciles, del contacto con la historia y con los acontecimientos internacionales que comentábamos a diario.

Abordó insistentemente la Crisis de Octubre, dijo que negar la presencia de los cohetes en Cuba había sido un error ético imperdonable del embajador soviético en la ONU. Ratificaba, una y otra vez irrenunciable, el principio de la verdad. El Comandante no justifi caba aquella respuesta insensata e innecesaria. Según él, «Cuba tenía el derecho legítimo de defenderse con las armas de que pudiera disponer». Habló además de la guerra en Angola, de su denuncia sobre la posesión de armas nucleares por el régimen del apartheid, algo que el Estado de Israel había posibilitado con el apoyo del silencio cómplice de Estados Unidos. A tales alturas, reparé en que ambos temas tenían conexión con las probabilidades de una confrontación nuclear, algo que centra hoy su mayor preocupación. Para evitarla es imprescindible la desnuclearización total. Para él, lo ético y humano sería eliminar todas las armas, convencionales o no. Ese día, me explicó la diferencia entre armas nucleares tácticas y estratégicas, aunque me fue imposible registrar en la memoria los profusos datos numéricos con que ilustró su explicación.

Recuerdo también que le comenté un hallazgo en la Biblioteca Nacional José Martí, dado a conocer el sábado 19 de agosto de aquel verano de 2006. Se trataba de una rareza mundial: un libro con 41 grabados de un Egipto ya inexistente. Agrimensores, lingüistas, arqueólogos, arquitectos, matemáticos, dibujantes y químicos franceses, por encargo de Napoleón, estudiaron minuciosamente los valores de la civilización crecida a orillas del Nilo. Fruto de aquellos empeños surgió una obra maestra: La descripción de Egipto, 20 tomos de grabados, mapas, planos y apuntes, cuya tirada en edición de lujo apenas alcanzó los 1000 ejemplares. De ellos, nuestra biblioteca conservaba cinco volúmenes y, tras ser restaurados, los exponía.

Era en fin la crónica del despojo. Los reinos de Francia y Gran Bretaña de siglos pasados invadían territorios pero al menos se mostraban deslumbrados por la cultura de los pueblos bajo su dominación; se interesaban en recopilar historias y tradiciones, develar enigmas, comprender y conservar tesoros y monumentos; actitudes muy distantes a las del imperio, que en pleno tercer milenio arrasaba 7000 lugares arqueológicos en la antigua Babilonia y destruía y saqueaba bibliotecas, museos, de los cuales ya nunca más existiría un recuerdo como el que se conservaba antes de que una noche de 2003 clareara en Bagdad por el estallido de las bombas. Mientras yo glosaba el artículo de Juventud Rebelde, Fidel escuchaba y asentía pensativo. Confirmó la barbarie de la guerra contra Iraq y el proceso que llevó a que se desataran la primera y segunda agresiones estadounidenses a la nación del Medio Oriente. Fue a propósito de esa tragedia que insistió en publicar en el libro de las cien horas infinitas, las cartas que envió a Saddam Husein, en 1991. En sus reflexiones le recomendaba al presidente iraquí negociar y retirarse a tiempo de Kuwait, cuyas fronteras Iraq había transgredido en una acción militar a la que Cuba se oponía. También había expresado su opinión de que las armas de destrucción masiva si aún existían en territorio iraquí— debían destruirse.

Algo que me impresionó fue el fino sentido del humor del Comandante en medio de la adversidad. Una mañana no había conseguido comunicarse telefónicamente con uno o dos compañeros de trabajo y sonriendo me dijo de súbito: «،El Comandante no tiene a quién llamar, Katiuska!», en alusión a la novela de García Márquez: El coronel no tiene quien le escriba. Después de publicadas la segunda y tercera edición del libro, conversamos con frecuencia. Recuerdo especialmente el 20 de octubre de 2008, Día de la Cultura Cubana, cuando entablamos una larga charla de nuevo sobre la guerra en Angola, o el 3 de agosto de 2009, cuando intercambiamos opiniones sobre el libro del comandante Guillermo García, a punto de editarse.

Para entonces no había regresado para todos. Su presencia en los diarios era más de palabras que de estampa física. Sin embargo, ya recorría el camino de vuelta desde el insondable tiempo que es la muerte. Me asombraba comprobar la densidad, el volumen de cuanto hacía. Fidel trabajaba en silencio. A veces me confesaba que sentía que se le agotaban las fuerzas. La causa de la humanidad mueve esas ansiedades ante el tiempo que transcurre y el destino de los hombres y las mujeres del planeta. Lo efímero y lo inmutable, lo próximo y lo lejano, lo mínimo y lo inconmensurable, lo absoluto y lo relativo, la nada y el todo conmueven su sensibilidad. Como estadista y revolucionario que cumplió sus sueños, lo que reflexiona tiene el valor de la experiencia agolpada en lo vivido. Su pensamiento es integrador. Yo pensaba que pocos podrían imaginarlo tan ocupado y activo.

A partir de aquel encuentro lo visité en su casa; me parecía que ya conocía el lugar, pues desde que empecé a investigar sobre su vida había soñado que lo entrevistaba allí, en la sala. Imaginé los alrededores de la vivienda: una floresta tupida, una selva exuberante. Y así fue, muy próximas a la casa se anunciaban las espesuras desmesuradas que había soñado; crecían favorecidas por los golpes de agua frecuentes en esa zona de La Habana. «Aquí parece que se acaba el mundo por las tardes», dijo mientras nos asombrábamos mutuamente del anuncio de un abrupto e insólito descenso de las temperaturas en México un día de noviembre de 2009. También conversamos allí. Todo había comenzado una mañana de octubre en que eran tantos y tan diversos los temas de que hablábamos que me dijo: «؟Por qué no preparas un cuestionari inquisitorio?». Aquella pregunta me estremeció: No me quedaron dudas de que Fidel estaba dispuesto a develar historias, perplejidades, juicios, aconteceres que habrían permanecido en silencio en otro momento. Sugerí el estilo literario que obvia las preguntas y va directo a las respuestas en primera persona, pero se negó rotundamente: «Sería un libro muy aburrido, como uno voluminoso que tengo de la historia de Troya».

En Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo, el Comandante narra su historia a partir de un cuestionario muy abarcador; aunque las preguntas se pierden frente al océano que es su vida. Este libro, en dos partes, propicia un acercamiento al ser humano que convive con la figura histórica que encarna a los héroes del pasado y a los que defenderán en el futuro de Cuba, nuestra América y el mundo, las nobles causas de independencia, justicia y humanidad. El lector tendrá la oportunidad de recorrer con Fidel el camino de sus días, disfrutará de la naturalidad y transparencia con que va hilvanando los hechos, puntos de vista, imágenes y sentimientos de la memoria; en un viaje desde la casa y los seres del pasado, hasta los desvelos, penurias, esperanzas y augurios de los días que corren.

Una y otra vez es necesario subir montañas en la Revolución, la humanidad requiere de hombres y mujeres capaces de salvarla: Fidel calza de nuevo sus botas de eterno caminante.


 

 
 
 
 

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