11Graduarse,
bufete de Tejadillo, defender a los pobres, gestiones diplomáticas,
fugaz holgura, un gesto altruista, primera autodefensa y denuncia de raíz
francesa, al lado de Justa, hermandad racial
Katiuska Blanco.
—Comandante,
la culminación
de los estudios universitarios fue un propósito
ansiado por usted y casi visto como un viejo sueño
por sus padres. Así
como llegó
a ser el primer bachiller de la familia en 100 o 200 años,
quizás
sería el primer universitario en más
de 500. En Galicia, por ejemplo, recuerdo la vetustez de la Universidad de Santiago
de Compostela, cuya fundación
data de 1495. Sus edificios y el de la catedral son imponentes por su belleza e historia.
Al menos por la familia de su papá
en Galicia, nadie nunca se graduó
antes del nivel superior.
El desarrollo de un trabajo investigativo constituye
siempre el esfuerzo final exigido académicamente
a los estudiantes para su graduación.
Sé
que defendió
su tesis de grado el 5 de septiembre de 1950 y el tema escogido fue
«La
letra de cambio en el derecho privado y en la legislación
laboral».
¿Tuvo
alguna motivación
especial para analizar tal tema?
¿Significó
algo para usted?
Fidel Castro.
—Sinceramente,
la tesis fue algo formal, no realicé
ningún
esfuerzo. Por entonces no se discutían
los proyectos, cualquier tema podía
estudiarse; una tesis no desempeñaba ningún
papel. Era un tema sencillo, fácil,
no significaba absolutamente nada.
Katiuska Blanco.
—Comprendo,
el esfuerzo mayor se concentró
en vencer los exámenes
en un período
muy breve y hacerlo envuelto en las turbulencias políticas
de la
época,
en la incesante lucha revolucionaria que le era irrenunciable a
usted y motivo de sobresalto en su casa de Birán.
Me viene a la mente ahora el mensaje suyo publicado en la revista
Carteles,
el 10 de diciembre de 1950. Lo titularon
«Una
carta de Fidel Castro
».
Usted realmente replicaba, con lo que pudiera
considerarse un manifiesto, ante las continuas infamias de
Masferrer. La hostilidad de Masferrer tenía
que ver con el hecho de que usted había
desenmascarado su actitud cobarde en la expedición de Cayo Confites, su entrega de las armas al
gobierno, el maltrato a los enrolados y, además,
su complicidad con Mario Salabarría,
principal responsable de la masacre de Orfila. Usted decía
en su carta:
«...acabo
de concluir mis estudios en la Universidad, donde he obtenido los títulos
de: Doctor en Derecho, Licenciado en Derecho Diplomático,
y Licenciado en Derecho Administrativo en cinco años
académicos,
sin haber perdido un solo curso, sin haber obtenido jamás
un suspenso; con un expediente de estudio que puedo exhibir orgulloso en defensa
del concepto a que soy acreedor. Pueden dar sobre ello
cabal testimonio ilustres profesores, en los cuales no cabe sospecha
de veleidad y de quienes he recibido más
de una vez sincera felicitación por mis exámenes.
[...] No me arrepentiré
jamás
de
los nobles empeños
de mi lucha universitaria sin recibir más pago que lágrimas
para mis familiares, peligros para mi vida y heridas para mi honra.
»Si
la deshonra es el castigo de los que claudican, sea, pues, la honra el precio merecido de los que han
sabido ser honrados».
Comandante, vencida esa etapa,
¿cómo
fue su vida?
¿Qué
causas asumió
como abogado? Imagino que para entonces ya sus padres supondrían
que debía
comenzar a valerse económicamente por sí
mismo.
¿Fue
realmente así?
¿En
algún
momento necesitó
de nuevo la ayuda de ellos?
Fidel Castro.
—Bueno,
mi padre me ayudó
cuando me casé
y realicé
aquel viaje a Estados Unidos, recuerdo que regresé
con algún
dinero de la venta del carro de uso que había
comprado. En dicho período
me dediqué
ciento por ciento al estudio, en los años
1949 y 1950. Es decir, mientras no terminé
la carrera me siguieron ayudando económicamente,
aunque los gastos eran insignificantes. Ya había
nacido mi hijo y recuerdo que mi padre me enviaba algún
dinero, pero una cantidad limitada.
Para mí
era lógico
que después
de graduado ya mi padre no tuviera que ayudarme. Los gastos eran muy pocos;
lo que había
que pagar era el apartamento y la comida de tres
personas. En aquella
época
no había
tanta inflación
como hoy y, en realidad, lo que se gastaba en una casa no pasaba
de dos o
tres pesos diarios. En aquel tiempo con 120, 150
pesos se podía vivir limitadamente. Yo no tenía
automóvil,
no tenía
nada. Si acaso, usaba algo en pagar el
ómnibus
para ir y venir de la Universidad. Rara vez iba al cine; de vez en cuando
compraba algo en la cafetería
de la esquina.
Gastaba muy poco, me dedicaba todo el tiempo a
estudiar, no iba a ninguna parte; de modo que con la ayuda de
mi casa me las arreglaba. Ya ni me acuerdo cuánto
se pagaba por aquel apartamento, debieron ser 35 o 40 pesos o algo así.
La ayuda de mi casa terminó
exactamente cuando me gradué. Entonces todavía
vivía
en aquel apartamento de una sola habitación
cercano al hotel Riviera. Estaba en el techo. El
edificio tenía
dos pequeños
apartamentos en cada piso. Había
que subir las escaleras; era muy sencillo, muy barato y
me quedaba más
cerca de la Universidad.
Después,
algunos compañeros
de oficio y yo conformamos un bufete en la calle Tejadillo, en La Habana Vieja
y empezamos a trabajar.
Katiuska Blanco.
—El
doctor Jorge Aspiazo Núñez
de Villavicencio recordaba en un testimonio recogido en la Oficina de Asuntos Históricos
en febrero de 1979, que fue mientras conversaban en la escalinata universitaria que usted les propuso
a
él
y al doctor Rafael Rasende Vigoa crear el bufete.
Ellos aceptaron y ese mismo día,
los tres encaminaron sus pasos hacia La Habana Vieja, donde lo establecieron para atender
asun tos civiles, criminales y sociales. El dueño
del edificio Rosario, Nº
57 de la calle Tejadillo, les mostró
el departamento 204, un pequeño
local compuesto por una salita y un despachito. Lo rentaron con el pago por adelantado de 80 pesos que
consiguieron reunir, de 120 a pagar, y con la promesa de abonar poco después
el resto del dinero. Luego, como no tenían
muebles, el propietario les prestó
un buró
y una silla para que pudieran comenzar a trabajar. Aspiazo también
mencionaba que adquirieron una máquina
de escribir de uso a plazos.
Fidel Castro.
—No
era raro que tuviéramos
que reunir fondos para alquilar el local. Tenía
muy pocos ingresos, prácticamente ninguno, porque recién
me había
graduado y además,
de inmediato, como abogado, empecé
a defender a los pobres, a quienes no poseían
nada, tampoco dinero con qué
pagarme.
Por fortuna pude movilizar algunos recursos por
otras vías. Por ejemplo, existía
una póliza
de seguros que mi padre me había hecho. No recuerdo bien en qué
momento negocié
la póliza de seguro; tenía
que escoger entre la gran seguridad por lo que podía
pasar después
si a mí
me ocurría
algo y la necesidad de vivir. No sé
a cuánto
ascendía
la póliza,
si era por 20 000 pesos o algo así.
Era una cantidad que mi padre venía
pagando y se acumulaba, para cobrarlo a los 20 o no sé
cuantos años.
Creo que tales compañías
de pólizas
invertían
el dinero en bienes inmuebles y apartamentos.
Desconozco lo que las compañías
hacían
con el dinero, pero si usted había
pagado 3000 o 4000 pesos y se moría,
la familia recibía
la cantidad completa. Tampoco llegué
a saber si los asegurados ganaban interés,
imagino que no ganarían mucho; creo que el atractivo era que aseguraban al
individuo mismo o a su familia.
Bueno, tuve que negociar la póliza
con la compañía,
porque si el asegurado quería
recuperar el dinero no se lo devolvían todo, solo una parte de lo depositado. De todas
formas recuperé
cierta cantidad, y así
pude disponer de algunos recursos después
de la graduación.
Como abogado no recuerdo haber recibido ingresos, prácticamente no le cobraba a nadie, de manera que la situación económica
mía
era bastante apretada. Mejoró
cuando mi padre me pidió
que, en mi condición
de abogado, le resolviera un problema de mucha importancia. Sin que yo
conociera las razones, casi desde que nací,
había
oído
hablar de algunos de aquellos problemas. Sabía
que una de las la fincas de mi padre, quien poseía
alrededor de 800 hectáreas,
estaba a nombre de su gran amigo don Fidel Pino Santos. Se trataba de
la mejor tierra de aquella zona.
Él
era como un banquero también
de mi padre; don Fidel le prestaba dinero. Si mi padre
tenía
alguna necesidad, le hacía
un préstamo
y le cobraba un interés. No creo que fuera un interés
tan alto como el que cobraban los bancos americanos, pero si mal no recuerdo, le
cobraba a mi padre como el 8% cuando lo que se practicaba era
el 10%
de interés.
Don Fidel ya era representante. En aquel momento creo que mi padre se había
nacionalizado cubano, aunque español al fin, siempre tenía
cierto temor, cierto complejo.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante, su papá
se hizo ciudadano cubano en 1941. Para entonces llevaba casi 42 años
viviendo en Cuba y había
prosperado en los negocios con mucho esfuerzo personal, pero la propiedad de la finca Manacas, su
posesión más
preciada, estaba a nombre de don Fidel Pino Santos
desde el año
1933. Don
Ángel
tuvo que cederla en pago a Pino Santos, de quien era deudor desde 1923 y 1924, por unos préstamos recibidos con el 8 y el 10% de interés
anual. En 1924 fue cuando don
Ángel
firmó
el contrato por 20 años
con la Warner Sugar Corporation, compañía
propietaria del central Miranda, del que don
Ángel
resultó
ser colono. Se hablaba de una especie de pacto de caballeros entre ambos amigos,
algo que la vida demostró
como cierto. Aunque realmente, para todos en Birán,
don
Ángel
era dueño
absoluto.
Fidel Castro.
—Mi
padre explotaba, entre tierras arrendadas y propias, más
de 10 000 hectáreas,
algunas propiedad de unos latifundistas, descendientes de luchadores por la
independencia. Los mismos veteranos hicieron negocios con
él,
pero años
después
la contraparte eran los descendientes. Además, durante mucho tiempo, mi padre explotó
la madera de los grandes pinares y
áreas
de montaña
de Mayarí.
Cuando yo era muchacho, el viejo tenía
ganado, caña
en sus tierras y en las
arrendadas, de manera que, entre unas y otras, llegó
a administrar alrededor de 11 000 hectáreas.
Aquellas tierras se encontraban rodeadas por grandes
latifundios norteamericanos: la United Fruit Company, Marcané
Sugar Company, Warner Sugar Corporation (propietaria
de la finca Miranda Sugar States), que poseían
muchas tierras y un sistema muy rígido
de administración.
Empleaban a la gente en período
de zafra, pero le ofrecían
muy poco trabajo en el tiempo muerto
—como
se le llamaba a la etapa en que no había zafra—
y aquella gente pasaba bastante necesidad. Como en el medio se ubicaban las tierras de mi padre, tanto
las tierras propias como las arrendadas, eran una especie de
oasis, donde mucha gente de los alrededores se refugiaba buscando
trabajo o crédito
para comprar en las tiendas. Las empresas
norteamericanas pagaban todo en efectivo y no daban jamás
un solo centavo de crédito
a nadie.
Por otro lado, allí
vivían
administradores de las grandes trasnacionales; los dueños
eran los accionistas o no sé
quiénes, pero los que administraban allí
no eran los dueños,
eran empleados muy rigurosos, administradores muy
estrictos. Si un trabajador se acercaba a ellos a pedirles algo,
no podían prestarle ni un centavo porque no tenían
un fondo social.
Pero como en Birán
vivía
mi padre, el dueño
y administrador de todo, se le acercaban los trabajadores, los
campesinos, para pedirle ayuda. Ninguna de aquella gente podía
ir a
Nueva York a conversar con los accionistas de la
United Fruit o de la Altagracia Sugar Company para pedirles un crédito
en la tienda. Pero mi padre no vivía
en Nueva York, estaba allí, era accesible y la gente podía
hablarle; le pedían
que les diera algún
trabajo, y
él
les buscaba trabajo aunque no fuera muy necesario o les daba crédito
en la tienda. En realidad,
él
nunca dejó
a nadie con las manos extendidas pidiéndole
algo. Era un hombre espléndido
y se condolía
al ver a aquellas personas en problemas. Aunque era capitalista y defensor del
capitalismo, pensaba que si las cosas no estaban mejor era por
culpa del gobierno.
En tal situación
mi padre también
necesitaba créditos. Aunque los ingresos eran elevados, los gastos también.
Existían dos causas de endeudamiento: una, las campañas
políticas de su amigo don Fidel Pino Santos. Mi padre, como
era lógico, lo apoyaba, es decir, le pedía
prestado al amigo parte del dinero que gastaba en la campaña
política
y, además,
le pagaba interés
por eso; no es que don Fidel le diera dinero para la campaña,
ese era un concepto de amistad que tenían.
Otra causa era la situación
social porque a aquella gente había
que darle un trabajo, o un crédito,
y todo eso, a su vez, necesitaba adquisiciones importantes de mercancías.
Claro, mi padre para eso también
daba y recibía
créditos.
Así
que tenía
algunas deudas; y el banco era este señor,
don Fidel Pino Santos.
¿Cuál
era la garantía
de tales deudas? La finca de mi padre, que por cierto, valía
mucho más
que la deuda. Ocurrió
una situación
muy especial, todo se basaba en una relación
de confianza,
él
tenía
una confianza ilimitada en su amigo y su amigo aparentaba tener la misma amistad hacia
él;
cualquier cosa que mi padre le planteara, créditos,
préstamos,
sin vacilar se los daba. Incluso no pienso, y lo demostró,
que estuviera pensando engañar
a mi padre; pero el hecho es que este hombre se enfermó,
lo recluyeron en el hospital y estuvo un tiempo allí.
Tenía
problemas hepáticos.
En cierto momento se hablaba de que tenía
cáncer
en el hígado.
Pero, bueno, estuvo en el hospital, lo operaron, no sé
si de vesícula
o de otro mal, porque en aquella
época
el hígado
no se operaba.
Pudo ser en el año
1950 o 1951, pero su salud se deterioraba continuamente. Lo habían
vuelto a ingresar, y se pudo apreciar el riesgo de que aquel hombre muriera. La
finca de mi padre estaba a nombre de don Fidel, no
hipotecada, pero sin ningún
papel ni garantía;
de modo que si moría,
lo que más valía
de todo lo que mi padre tenía
estaba en el aire, porque la
única
garantía
era la buena fe o la amistad de don Fidel. Era un problema delicado, porque era el amigo de toda la
vida y estaba próximo
a morir. En tales circunstancias tenía
que arreglarse la situación
de la propiedad.
Por entonces, de tiempo en tiempo, yo iba por Birán
y me pasaba temporadas allá,
incluso a mi regreso de Estados Unidos estuve viviendo en mi casa.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante, todavía
en Birán
se recuerdan sus breves estancias en la casa de La Paloma,
construida por su padre para que usted viviera después
del matrimonio y de su graduación
de los estudios universitarios.
Fidel Castro.
—Yo
iba con mi familia. No recuerdo cuánto
tiempo, pero estuve algunos períodos
en la casa que no significaron gastos para mi economía
familiar, como es de suponer; quizás
Myrta recuerde con mayor precisión
algunos detalles.
Katiuska Blanco.
—Conversé
con ella en Madrid cuando visité
España
en junio de 2007. Fue muy gentil y recordó
con gratitud a sus padres. Incluso conversamos sobre el libro
Todo el tiempo de los cedros.
Fidel Castro.
—Bueno,
fue una de esas veces que fuimos a mi casa, cuando mi padre me encargó
que le resolviera aquel problema. Yo era abogado, tenía
la autoridad y cierto prestigio que da el serlo y al mismo tiempo de representar los
intereses de mi padre, pero el trabajo era fundamentalmente
diplomático. Debía
arreglar la situación,
persuadir a don Fidel de la necesidad de traspasar la finca otra vez a nombre de
mi padre, a partir de una realidad, el estado delicado de su
salud.
Era una cuestión
que resultaba siempre algo sensible. Es decir, la misión
no era fácil,
no podía
ignorar el estado en que se encontraba don Fidel. Por las relaciones
familiares que existían,
me hubiera recibido en su casa pero permanecía
recluido en el hospital y tuve que visitarlo allí,
conversar con
él,
plantearle el problema, explicarle que era una razón
justa, lógica;
que yo comprendía
la situación
porque no eran las mejores circunstancias para plantear el dilema, pero
como se trataba de un problema de mucha gravedad y
trascendencia para mi padre y para toda la familia, era necesario,
partiendo de la realidad de su estado de salud, que la situación
que había perdurado muchos años
se arreglara.
Indiscutiblemente lo persuadí.
No resultó
difícil.
Dijo que lo comprendía,
que era correcto, que yo tenía
razón
en todo, y desde el propio hospital dio las instrucciones para
que el asunto se resolviera, incluso me dio un poder para eso,
porque en su estado no podía
encargarse. Tuve que hacer más
gestiones porque esto suponía
el pago de la deuda
—no
recuerdo ahora el monto, de eso deben conservarse aún
algunos documentos—
y había
que buscar el dinero. Hice todas esas gestiones a nombre de mi padre.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante, los documentos aún
existen. Su padre recuperó
la finca por escritura de compraventa de fecha 20 de julio de 1951, exactamente 18 años
después
de que la había
cedido en pago de sus acreencias a Pino Santos. Conseguimos localizar el original en el Archivo de
Protocolos Notariales de la ciudad de Santiago de Cuba.
Fidel Castro.
—Me
moví
muy rápido.
Fui a Santiago, después
a otros lugares. Creo que lo hice en un tiempo
bastante breve. Mi padre era suministrador de caña
de la Miranda Sugar
States, una de las grandes empresas norteamericanas.
La abastecía tanto de la caña
que
él
cultivaba en sus propias tierras, como de las producidas en los terrenos arrendados.
Suministraba 3 o 4 000 000 de arrobas de caña
por zafra, no recuerdo con exactitud. Ramón
sí
tenía
la cifra muy clara.
Katiuska Blanco.
—Los
suministros fluctuaban de acuerdo con el clima y los resultados de la siembra y cosecha
cada año.
Lo supe por datos del anuario azucarero de la
época,
donde aparecen las producciones de la finca en determinados períodos y del cual se conservan todavía
algunos números
en la Biblioteca Nacional.
Fidel Castro.
—Tengo
que traducir los datos a toneladas. Voy a poner a 3 000 000 la cifra más
pequeña
para decirlo en toneladas. Era suministrador de alrededor de 35 000 toneladas
de caña
cada año,
como mínimo,
lo que representaba una producción de alrededor de 5000 toneladas de azúcar,
producidas con ella. La cantidad de caña
suministrada por mi padre a aquel central, acordada en un contrato de
suministro, era una cantidad muy importante.
La compañía
Miranda molía
cañas
de tierras propias y cañas que se sembraban en tierras de otros propietarios.
Aquellos centrales eran muy celosos de mantener el
suministro, y mi padre, con estabilidad, los proveía
de materia prima. Partiendo de tal circunstancia y puesto que existían
tres empresas importantes por los alrededores, nos dirigimos a la
mencio nada compañía
para pedirle un préstamo
con garantía
de hipoteca sobre las tierras de mi padre. Ellos no podían
negarse a hacerlo porque era con intereses y todos los
requisitos. Mi padre solicitó
unos 50 000 pesos para gastos y otras cuestiones.
Él
concurría
a un banco de operaciones para pagar las cuentas comerciales, girar cheques, dar créditos,
pero no se trataba de un banco grande y por eso acudimos a la Miranda.
También
un banco habría
podido prestar los fondos, pero lo más
lógico
era pedirle el préstamo
a una empresa porque esta, por su propio beneficio, estaba interesada en
resolver un problema de uno de sus suministradores de materia
prima. Si mi padre lo era, lo más
lógico
a su vez era que ellos concedieran el préstamo,
y así
lo hicieron.
Hubo que hacer todos los trámites
del traspaso de la finca de don Fidel Pino Santos a nombre de mi padre y, a
la vez, suscribir la hipoteca y saldar la deuda con don
Fidel. Me ocupé
de todo.
El recargo que le puso la empresa norteamericana a
mi padre por el préstamo
fue un interés
normal, no sería
mayor que el que le pagaba a Pino Santos.
Mi padre estaba muy, muy contento con toda la gestión que yo le resolví
porque salió
perfectamente bien. Entonces, me dio una cantidad de dinero. No recuerdo si fueron
3000, o una cifra cercana. Para mí
era una cantidad enorme de dinero en aquella
época.
Me la dio espontáneamente,
no le pedí
nada
ni estaba supuesto que yo trabajaba para que me la
diera; pero
él
hizo así:
،Pram!,
y me dio el dinero que, naturalmente, no podía
rechazar porque tenía
mis necesidades.
Por aquel mismo período,
recuperé
dos cantidades más
de dinero. Una de ellas fue porque, revisando los
papeles de mi padre, descubrí
que los propietarios de las tierras
—cuando
se firmó
el contrato de explotación
de la madera—
habían
pedido una garantía
en dinero y nadie se había
acordado más
de eso. Yo, como abogado, escrutando los papeles, descubrí
que existía una garantía
de préstamo
como de 2000 pesos. Ya se había terminado todo el negocio y la garantía
no se había
devuelto. Entonces, le pedí
permiso a mi padre para recobrar ese dinero, que nadie calculaba. Aprobó
mi propuesta y me dijo que lo recuperara para mí.
No lo recuperé
todo, pero por lo menos conseguí
la mitad. Significaron como 1000 pesos.
La otra cantidad fue de la forma siguiente: cuando
viajaba de mi casa hacia Miranda por la vía
del ferrocarril de línea estrecha para estas gestiones, iba observándolo
todo en el camino, y como estaba metido en los problemas de las
fincas preguntaba constantemente de quiénes
eran las plantaciones de caña.
Lo que me respondieron me resultó
muy extraño porque la frontera entre las tierras de la compañía
Miranda y las del colono Hevia era muy irregular. Entonces
busqué
los mapas. Mi padre tenía
los mapas de todas las tierras de Hevia porque aquellas tierras las había
arrendado
él,
y descubrí
que
la transnacional yanqui Miranda había
plantado cañas
en tierras de Hevia, el heredero del veterano de la
independencia.
Cuando descubrí
tal asunto en los mapas y con todas las escrituras, me dediqué
a recoger la información
de cuánta
caña se había
cortado allí
en 15 años
para saber de cuánto
podía
ser la deuda de la transnacional yanqui con dicho
terrateniente. Logré
obtener la información
necesaria correspondiente a tales años,
calcular el monto que debía
pagársele
al dueño
del terreno, y que recuperara, por lo menos, como 70, 80
o 100 hectáreas.
No era una cantidad muy grande de tierra, pero con la caña
cortada en 15 años
se demostraba que tenía
que pagar, por lo menos, 17 000 pesos, es decir, su equivalente
en dólares; más
reconocer la propiedad de la tierra y lo que iba a
ganar por año.
Con los datos acopiados me reuní
en La Habana con uno de los herederos
—los
dueños
eran dos familias—
y le llevé
los papeles. Le demostré
todo de una manera tan irrebatible que no se podía
discutir nada. Ellos iban a ganar más
de 15 000 pesos; yo pensaba que, por lo menos, me darían
un tercio del resultado de la gestión.
Algo debían
de darme por haber descubierto todo aquello. No fue un pleito que me llevaron, sino algo que descubrí.
Bueno, fueron tan avaros que me pagaron como 2000, si acaso 2500 pesos por la gestión,
sin contar que recuperaron la tierra. Fue un poquito más
del 10% de todo el dinero y, además,
lo cierto es que también
me costó
trabajo
cobrárselos.
Una de las dos familias me pagó
primero, pero recuerdo las veces que me hicieron esperar, hasta
que finalmente pagaron.
Los propietarios de las tierras arrendadas hicieron
un negocio redondo porque no hubo pleito, bastó
presentarle a la empresa norteamericana la información
y lo reconoció
todo. La empresa pagó
sin necesidad de ir a los tribunales.
Dichas gestiones me proporcionaron como 3000 pesos
por un lado, cerca de 1000 por otro, más
los 2000 que pude cobrarle a los latifundistas. Sumando fueron alrededor de
6000 pesos que pude recaudar en relativamente poco
tiempo, lo que me permitió
conseguir un nuevo apartamento, ubicado en la calle 23. Tenía
mejores condiciones y me mudé
para allí.
Estaba en una tercera planta, era un poco más
caro, un poco mejor, porque ya siendo abogado necesitaba tener un
despacho. En un período
anterior, cuando vivíamos
en 3.a
y 2, Raúl contribuía
con lo que le mandaban de la casa. Lo juntábamos.
Éramos
cuatro allí.
Él
estuvo viviendo con nosotros cuando estábamos
más
escasos de dinero.
Aquel ingreso que obtuve después
de graduado, si lo traduces al valor del dólar
en los tiempos que corren, debe ser varias veces superior, porque en aquella
época
el peso era equivalente al dólar,
y Cuba vivía
una gran crisis.
Entonces adquirí
un Chevrolet de color
beige.
La verdad es que tenía
necesidad del carro para trasladarme con más
prontitud y realizar múltiples
gestiones. Era un auto nuevo, pero de una línea
modesta y adquirido a crédito.
Me debió
de costar 2000 y pico o 3000 pesos, tal vez un poco más;
pero lo que tenía
que pagar era el seguro y una cantidad mensual. No recuerdo cuánto
era, pero el acuerdo fue pagar una cifra inicial y el resto en varios años.
Creo que debía
abonar alrededor de 60 pesos mensuales.
Es decir, conseguí
automóvil
a crédito,
un mejor apartamento y algún
dinero que, por supuesto, guardé
en la medida en que fue posible. Pagué
deudas de distinto tipo a mis acreedores: en la carnicería
y hasta en el restaurante que existía frente al anterior apartamento donde vivíamos,
cercano al futuro hotel Riviera.
Katiuska Blanco.
—¿Era
el restaurante que se llamaba Frenmar? Cada vez que paso por allí
veo aún
las letras en la pared del edificio.
Fidel Castro.
—Frenmar,
así
se llamaba el pequeño
restaurante al cruzar la esquina de la casa. Era bastante bueno.
Recuerdo que hacían
jamón
dulce, lo preparaban excelentemente. Tenían camarones rebozados con salsa de ajo, dos
exquisiteces. Ofrecían
muchas cosas buenas allí.
Yo podía
ir alguna que otra vez porque el dueño
era amigo mío
y también
me daba créditos.
Pero bien, el hecho es que tuve un respiro económico
como consecuencia de tales gestiones. En dicho período
también
mis gastos aumentaron con motivo de un tiempo radial
contratado para difundir mis mensajes. Debía
pagarlo mensualmente. Al principio se trataba solo de 15 minutos y luego
se extendió
a una hora. El requisito de pago no duró
mucho tiempo
—eran como 200 pesos, más
los sobres y los papeles para escribir a la audiencia—.
Después,
en los
últimos
meses en que mantuve el espacio radial, la misma emisora tenía
interés
en el programa que yo trasmitía,
porque así
conservaban a los oyentes.
Constituían
mis gastos fundamentales
—independientemente de que tenía
que pagar la letra y el combustible del carro—,
la vivienda, la alimentación
y, al final, la hora de radio, los sobres y el envío
de cartas.
La suma grande de dinero de que hablábamos,
reunida por gestiones propias, me permitió
ir resolviendo mis problemas personales en todo el tiempo inicial posterior a mi
graduación y además
desplegar una actividad sumamente intensa hasta el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, sin que me
abrumara la estrechez económica
que después
viví.
Al bufete que establecimos, en octubre de 1950,
entre los doctores Aspiazo, Rasende y yo, en Tejadillo Nº
57, acudían algunos casos de personas con solvencia económica,
no todos eran casos sociales, no todos eran personas que iban
a desalojar de un edificio o de un territorio, como los vecinos
de La Pelusa, un barrio en los terrenos de lo que hoy es la Plaza
de la Revolución. La mayor parte de los casos eran de tal tipo, pero
otros no. No sé
si alguien me dio un día
1000 pesos porque lo defendí. A veces eran casos penales, gentes infelices, si
querían
me daban algo y si no podían
no me daban nada. No resolvía
así
ningún
problema, se trataba de cantidades insignificantes.
A fines de 1951, la mayor parte de mis gastos los
hice en papeles, sobres y una hora de radio, que duró
varios meses, quizás cinco o seis meses, aquello debió
costar unos 1000 pesos.
Aparte tenía
los créditos
de los propietarios y comerciantes, lo mismo el del garaje, la tienda, el alquiler…
Todo el mundo me daba créditos.
Se suponía
que les pagara después
de la campaña política,
porque ya yo aspiraba a representante por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos); ya era delegado por
el barrio de Cayo Hueso. Tenía
suerte, la gente confiaba.
En aquel período
trabajé
incansablemente. Fue cuando desarrollé
investigaciones para sustentar denuncias de corrupción hacia las postrimerías
del gobierno de Carlos Prío,
el segundo presidente del Partido Auténtico.
Para ello, tenía
que incurrir en gastos para viajar a Pinar del Río,
alquilar un avión por cinco pesos para que me llevara a fotografiar
propiedades y negocios ilícitos,
liquidar la deuda por una cámara
de película que utilicé.
Claro, no tenía
que gastar recursos en empleados, porque todos mis amigos eran voluntarios en los
esfuerzos que realizaba, entre ellos René
Rodríguez.
Más
tarde sobrevino el tiempo que siguió
al golpe del 10 de marzo, fue muy duro, muy duro, desde el punto de
vista económico;
posiblemente, el más
difícil
de todos. Tras el golpe de Estado no tenía
nada. Me vi obligado a mudarme varias veces, vivir en casa de familias amigas, hasta que más
tarde mis compañeros
me convirtieron en revolucionario profesional, porque Abel y Montané
me pagaban la comida, el carro y el apartamento.
Katiuska Blanco.
—Debió
de ser muy ardua tal etapa de su vida, quizás
recordó
los tiempos difíciles
de su niñez.
A pesar de eso,
¿nunca
existió
un caso que al asumirlo usted cambiara su suerte?
Fidel Castro.
—La
verdad, sí
existió
tal oportunidad pero la desestimé
y te voy a explicar mis motivos. Siempre me digo,
¿cuál fue la actitud más
admirable que asumí
en aquel período,
ya graduado en leyes?
¿Qué
fue lo más
admirable que hice, siendo alguien muy necesitado de dinero y que pasaba tanto
trabajo? Lo más
admirable ocurrió
cuando don Fidel Pino Santos murió.
Él
era millonario, se calculaba su fortuna en 8 000 000 de pesos.
¿Qué
sucedió?
El amigo de mi padre había
enviudado mucho tiempo atrás
y establecido relaciones con una mulata santiaguera, a quien hizo propietaria de una
farmacia. Vivían
juntos, no casados legalmente, pero llevaban una vida en común,
viajaban a mi casa. Aquella mujer se ocupaba de
él
realmente, lo hizo durante muchos años,
desde su viudez. Que recuerde, creo que yo estaba estudiando entonces
en el Colegio Dolores.
Él
debe haber enviudado en el año
1938 y
estamos hablando del año
1950 o 1951, más
o menos. Habían estado juntos como 10 0 12 años,
haciendo vida matrimonial.
Katiuska Blanco.
—Fidel
Pino Santos enviudó
en diciembre de 1937; pero don
Ángel
viajó
a dar el pésame
a su amigo a principios del año
1938, y aprovechó
el viaje para llevarlos a usted y a su hermana Angelita para la casa de Martín
Mazorra. En tal oportunidad fue que a usted lo matricularon en
el Colegio Dolores.
Fidel Castro.
—Al
morir don Fidel Pino Santos, aquella señora, Ana Rosa Sánchez,
tenía
derecho a bienes gananciales; es decir, le correspondía
la mitad de lo que hubiera ganado don Fidel en los
últimos
12 años.
En un pleito, según
el derecho civil y familiar que yo había
estudiado, ella tenía
derecho a los bienes gananciales del millonario fallecido, en virtud de
un juicio de equiparación
matrimonial. Lo más
fácil
del mundo era probar su vida en común
durante 12 años.
Entonces la señora
me pidió
que me hiciera cargo del proceso, que fuera su abogado. Aquel sí
era un negocio grande, y un pleito que se ganaba simplemente con presentarlo.
Don Fidel al morir poseía,
como dije, alrededor de 8 000 000 de pesos entre dinero, bienes, hipotecas…
De esa cifra a ella le correspondía alrededor de 1 500 000 de pesos, posiblemente más.
La señora
Ana Rosa me conocía
porque el matrimonio fue muchas veces a mi casa en Birán
durante los 12 años
de unión. Don Fidel nos visitaba y nosotros también
íbamos
a la casa
donde
él
vivía,
teníamos
relaciones de amistad, en especial mi padre. Si me hubiera hecho cargo de dicho pleito,
simplemente con ir a los tribunales y presentarlo se ganaba. La
herencia no podía
repartirse mientras no terminara el litigio; lo más
probable era que se llegara a un arreglo, y en el más
insignificante resultado, si a mí
me daban nada más
que un exiguo 10% de lo que le correspondía
a la viuda, habría
recaudado unos 100 000 pesos, nada más
que con buscar los datos imprescindibles.
Otros pleitos que presenté
los gané
todos sin ir a los tribunales. Hacía
un trabajo casi diplomático,
más
que otra cosa. Y yo, que tenía
unas necesidades materiales tremendas, me di el lujo de decirle a esa señora
que no me hacía
cargo del caso por una cuestión
ética,
porque la otra familia, los hijos de don Fidel Pino Santos, eran gente conocida por nosotros y
también
teníamos relaciones de amistad con ellos desde que
éramos
muchachos. Es decir, que tanto con los hijos de la primera unión de don Fidel Pino, como con su segunda señora,
manteníamos vínculos
amistosos. Entonces, a mí
me repugnaba entrar como abogado en un pleito de familia, simplemente
porque me convenía
muchísimo
y hubiera podido resolver todos mis problemas. Aunque necesitaba aquel dinero, me
interesaban mucho más
la política,
la revolución
y la
ética,
digo la verdad, aquel dinero habría
resuelto mis problemas familiares; pero por una cuestión
de escrúpulos,
de conciencia, si había
conocido de muchacho a dicha gente, lo mismo a unos y a
otros,
no consideré
correcto presentarme de repente en una querella de familia.
No sé
todavía
cómo
se resolvió
el litigio, ni quise saber. El caso es que en aquel período
crítico,
entre el momento en que resolví
el problema de mi casa y el momento en que se
produjo el golpe de Estado del 10 de marzo, tuve oportunidad
de ganarme esa elevada suma fácilmente.
Sin embargo, con una tranquilidad y un desprecio olímpico
por el dinero, dije que no. Si hoy me viera en la misma situación,
tampoco me inmiscuiría en el conflicto, más
bien propiciaría
de forma diplomática un arreglo, una solución,
pero nunca interviniendo como abogado de una de las partes.
Haciendo un análisis
de aquella etapa de mi vida, diría
que fue meritoria porque pasé
trabajo. Era un individuo joven, activo, dinámico,
que viviendo en una sociedad donde lo más importante era el dinero, no me dejé
arrastrar por ningún
interés material. Si me preguntan cuál
fue mi mérito
más
grande en dicho período,
diría
que fue aquel.
Creo que uno de los hijos de don Fidel, después,
se quedó
con un anillo de brillantes que mi padre me iba a
dejar. Mi hermano Ramón
lo supo porque el viejo, cuando estaba muriendo, le habló
de ello.
Además,
durante 1950, 1951 y los primeros meses de 1952, creo que ejercí
la profesión
de abogado de forma noble y desinteresada, a pesar de que existía
la tradición
de pagar bien los
servicios de los abogados. Por la misma causa, a
veces, contar con un letrado en leyes era un lujo que no podían
darse los humildes.
Frecuentemente ejercí
sin ningún
propósito
económico, sino por defender lo justo o a quienes no tenían
recursos y serían despojados de sus derechos por dicha razón.
Pienso en aquellos años
y recuerdo que tampoco dejaron de ocurrir en mi vida hechos inesperados y hasta
sorprendentes. En el bufete de Tejadillo atendí
algunos casos importantes. En uno de ellos me autodefendí.
Fue con motivo de una huelga estudiantil en Cienfuegos contra el gobierno de Prío,
en la etapa cuando Aureliano Sánchez
Arango fungía
como ministro de Educación,
olvidado de sus posturas progresistas y
revolucionarias de otro tiempo. Existía
una gran polémica
con este personaje muy influyente. Su disputa posterior con
Chibás
dio lugar a la muerte de este. Aureliano era un tipo de
armas tomar, y ya Prío
era peligroso, su mandato presidencial contaba con su cuota de responsabilidad por las muertes de
personas, debido a sus debilidades y errores. Sobre todo la
corrupción
se había
generalizado y los que en un tiempo fueron
revolucionarios se habían
hecho millonarios desde el poder.
Puede haber sido en el mismo año
1950, yo estaba recién graduado de abogado y fui a Cienfuegos invitado por
los estudiantes para un gran acto.
Katiuska Blanco.
—Según
el Libro 6º,
Folio 79 del Registro de Inscripciones de Títulos
del Colegio de Abogados de La Habana, usted se incorporó
a dicha asociación
profesional el 10 de noviembre de 1950, y aquel mismo mes apareció
publicada [en el periódico
La correspondencia,
de Cienfuegos] una
«Carta Denuncia»
que usted firmó
y donde señalaba:
«Los
universitarios que acudimos a Cienfuegos, lo hicimos invitados por
los compañeros
del Instituto para hacer uso de la palabra en un acto que, como nadie ignora, había
sido convocado con todos los requisitos legales, y cuyo
único
fin era la justísima
protesta contra la actitud despótica
con que el ministro de Educación se ensaña
ahora contra los estudiantes como ayer se ensañara terriblemente contra maestros y profesores de la
Segunda Enseñanza
».
Los hechos tuvieron lugar en la ciudad del sur de la isla, el domingo 12 de noviembre de 1950.
Fidel Castro.
—Sí,
viajé
a Cienfuegos porque tenía
el propósito de ayudarlos en la defensa de sus reivindicaciones.
El día
que llegamos a la ciudad, nos arrestaron por la noche y,
además, nos sacaron de la estación
policial a una hora muy sospechosa, creo que de madrugada para trasladarnos desde
Cienfuegos hasta Santa Clara; un recorrido de muchos kilómetros
por un camino solitario y oscuro.
No habría
sido nada extraordinario que un capitán
del Ejército, la policía
o la rural, recibiera
órdenes
de matar. Ya por entonces los gobiernos auténticos
mataban a dirigentes obreros y políticos
como si nada, y aquel capitán
que nos detuvo tenía
mala fama y se prestaba a las mil maravillas para
tal fin.
Habría
sido cosa posible que desde el gobierno le hubiesen dado instrucciones al capitán,
o a cualquiera, de ser represivo, para que considerara su deber aplicarnos la ley de
fuga. No habría
sido un hecho excepcional porque en aquel momento, y en Cuba, la llamada ley de fuga era un
procedimiento aplicado a los prisioneros políticos.
Enrique Benavides Santos, líder
estudiantil de la FEU, que también
participó
en los actos en Cienfuegos, recordaba que nos trasladaron de una forma inusitada, y ciertamente
hubo quien se preocupó
por nosotros y siguió
el carro que nos trasladaba. A la hora decisiva intercedió.
Fue grande el peligro que vivimos en aquel episodio.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Benavides, entrevistado en 1989 por el periodista Aldo Isidrón,
narró
que en la madrugada del 13 de noviembre, con
órdenes
de trasladarlos, llegaron dos parejas de la Guardia Rural a la celda donde se encontraban
presos. Contó
que ustedes opusieron resistencia, pero que a fuerza
de culatazos y esposados los sacaron de la prisión.
Los guardias los introdujeron en un auto y emprendieron viaje con
destino ignorado, custodiados por otro automóvil.
Trascurridos unos veinte minutos de trayecto, en un lugar rodeado de
montes, detuvieron la marcha y quisieron obligarlos a bajar,
pero ustedes, para impedirlo, lucharon a puntapiés,
codazos y puñetazos. En medio de tal forcejeo, a la distancia, un auto
hizo
señales
con las luces y en pocos segundos se detuvo a su
lado. Entonces un hombre se bajó
y preguntó
indignado:
«¿Qué
sucede con estos muchachos?».
Era el presidente del Ayuntamiento de Cienfuegos, quien los había
seguido desde la ciudad porque temía
por sus vidas. Benavides también
recordaba que llegaron a Santa Clara a las 4:00 de la madrugada y
fueron de nuevo encarcelados. Tres horas después
una multitud enardecida clamaba por su liberación
a las puertas de la penitenciaria provincial. Las voces repetían:
«،Que
los suelten, que los suelten!
».
A partir de la movilización
combativa de los estudiantes y el pueblo y de las denuncias de Eduardo Chibás,
el gobierno de Prío
se vio forzado a decretar su libertad provisional.
Al llegar a La Habana, lejos de sentirse
atemorizados por lo ocurrido, ustedes firmaron un llamamiento a una
protesta estudiantil nacional el 27 de noviembre. El juicio
oral por los hechos en Cienfuegos fue señalado
para el 14 de diciembre en el Tribunal de Urgencia de Las Villas.
Fidel Castro.
—Aquella
fue la primera vez que me defendí
en una sala, el juicio tuvo lugar en el Tribunal de
Urgencia de Santa Clara. Por ello, cuando llegué
al juicio del Moncada ya yo era mi propio abogado desde hacía
rato. En Santa Clara fue la primera vez que me defendí
y salí
absuelto. Por suerte tuve
éxito.
Katiuska Blanco.
—Benavides
recordaba que viajaron por ferrocarril y que usted apenas durmió
porque durante horas leyó
libros de José
Martí.
Conversé
con Benito Besada, condiscípulo
suyo en la Universidad y abogado de Benavides en el juicio. Benito falleció
el 16 de septiembre de 2005 y casualmente nuestra
charla fue por teléfono,
poco antes de su muerte.
Él
recordaba muy bien aquel día.
Ustedes llegaron casi al amanecer, como a las 6:00 de la mañana,
a su casa en Santa Clara. Poco después
él
fue a la Audiencia para conocer las incidencias del
proceso y trazar una estrategia defensiva. A su regreso, usted estaba
adormecido y sobre su pecho tenía
el famoso alegato
،Yo
acuso!
de
Émile
Zola.
A Benito le impresionó
mucho su autodefensa, sobre todo porque en realidad se convirtió
en una denuncia tremenda, desde el momento mismo en que usted asumió
sus funciones e interrogó
a los testigos.
Él
evocaba que cuando le concedieron la palabra a la defensa, usted se levantó
pausado y enérgico
y se refirió
apasionadamente a los males que Cuba padecía,
a todos los atropellos del régimen,
lo que confirió
al juicio una tensión insospechada, mientras los asistentes escuchaban
atentos y conmovidos. Todo el mundo coincidía:
nunca había
sucedido algo así
ni se creía
que alguien se pronunciara de tal forma, era algo absolutamente nuevo. Cuando los magistrados
se retiraron a deliberar, usted le dijo:
«No
importa la suerte que corramos, Benny, estas verdades había
que decirlas».
Finalmente, Benavides y usted fueron absueltos.
Así
que puede aseverarse también,
Comandante, que cuando el juicio del Moncada, hacía
ya bastante rato que usted, de acusado se erigía
en acusador,
¿no
lo cree?
Fidel Castro.
—Sí.
،Cuántas
circunstancias recurrentes!,
¿verdad? Uno se pone a pensar y aprecia cómo
se hilvanan las historias poco a poco. De los casos más
connotados en que participé, recuerdo también
un juicio que sesionó
en la Audiencia de La Habana donde creo que defendí
a Armando Hart y a un grupo de estudiantes presos
—también
en el Tribunal de Urgencia—, acusados por el gobierno de Prío.
Defendí
distintas causas de gente pobre. Cuando existía
un problema serio de tierras, de gentes a las que querían
desahuciar, yo los representaba, hablaba con ellos, organizaba la agitación
política,
la denuncia. Lo llevaba a un plano político
y a un plano público; no seguía
precisamente el método
tradicional, el estilo jurídico. Defendía
a la gente no con argumentos estrictamente legales, porque desde la legalidad a lo mejor los podían
sacar o desalojar, pero al mismo tiempo se cometía
un abuso de poder, un acto inhumano, un acto injusto.
De todos aquellos casos en los que defendí
a gentes que querían
desahuciar de los edificios, a campesinos que querían desalojar de las fincas, el más
notorio de todos, porque abarcaba a miles de personas
—1
000 o 2 000 familias por lo menos—, fue el de un barrio muy humilde ubicado donde ahora se encuentran el Monumento y Memorial José
Martí,
el Palacio de la Revolución,
la Plaza de la Revolución,
el Teatro Nacional. Por toda la amplia avenida, desde los límites
de la calle Zapata, vivían
miles de familias en villas miseria
—eran
La Pelusa y otros barrios—,
y el gobierno de Prío
quería
desalojarlos.
Era un gran negocio. El gobierno fue comprando
tierras; pero le faltaba toda aquella zona que podían
ser
—pienso
yo—
20 o 30 hectáreas,
donde vivía
aquella gente dentro de la ciudad. Los terrenos valían
varios millones de pesos porque eran tierras urbanizadas. Tenían
casi desalojados a los moradores utilizando presiones y ofreciendo un pago de 25 pesos.
Reunidos los representantes del Ministerio de Obras
Públicas con los pobladores allá
en La Habana Vieja, a punto de firmar el desalojo, llegué
y dije:
«No
firme nadie, vamos a ver». Ahí
empezó
la batalla. Decía:
«Bueno,
no nos oponemos a que hagan esas construcciones aquí,
pero hay que hacer una vivienda para cada familia».
Toda aquella gente comprendió.
Yo organizaba mítines
con estudiantes, con trabajadores. La FEU nos apoyaba, también
lo hacían
algunas estaciones de radio. Todo eso creaba agitación.
No se trataba de un pleito formal. Es decir, defendía
a la gente, pero en algunos casos, el método no era jurídico
sino de denuncia pública
del abuso. Claro, también defendí
en los tribunales disímiles
juicios; pero todos los problemas de carácter
social, problemas políticos,
los dirimí
en el terreno político:
denunciando, movilizando a la gente, buscando apoyo. Y el caso más
importante de todos los que libré
fue este, sin discusión.
Katiuska Blanco.
—Sé
que también
por entonces usted orientó
al bufete seguir expediente en la Dirección
Central de Servicios Públicos
contra la poderosa Cuban Telephone Company. Se trataba de concesiones del gobierno a dicha compañía,
lo cual le permitía,
entre otros desmanes, cobrar en exceso a los usuarios. La empresa apeló
ante la Sala de Leyes Especiales y Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, y
valiéndose de muchos ardides consiguió
retrasar el proceso. El recurso no se vio hasta 1954 y en tal fecha usted estaba
preso en Isla de Pinos, por lo que no pudo comparecer en
la sala. Por decisión
suya, en su lugar, lo hizo el doctor Pelayo Cuervo Navarro, junto a Aspiazo, quien testimonia dicha
historia años
después.
También
detalla que el fallo fue favorable a los usuarios, pero nunca se ejecutó.
La dictadura batistiana, lejos de respetar la decisión
jurídica,
el 14 de marzo de 1957, tras el ataque al Palacio Presidencial del día
13, en una burla siniestra al pueblo, promulgó
un decreto aumentando las tarifas. El día antes habían
asesinado a quemarropa al doctor Pelayo Cuervo, un ortodoxo poco conocido ahora y de quien quisiera
en algún
momento de nuestra conversación,
usted me hablara.
También
conocí
que muy poco antes del golpe usted ofició
como abogado acusador a nombre de la madre del joven Carlos Rodríguez,
asesinado por la represión
policial. Leí
los reportajes y noticias de la
época
y los testimonios de Justa, la mamá
de Carlos, quien pasó
por el dolor punzante de perder a
su hijo por una agresión
brutal. No pudo llegar a tiempo para salvarlo, pues demoró
en conseguir el dinero imprescindible para comprar unos medicamentos que su hijo requería
y cuando llegó
con ellos ya era tarde. No olvido el recuento
publicado entonces. Para mí
fue estremecedor. También
fue un caso importante,
¿no
es así?
Fidel Castro.
—Sí,
así
mismo fue. Acusé
al jefe de la motorizada y a un teniente muy agresivo.
Bueno, algunos de los casos ante los tribunales
fueron importantes porque yo no solamente defendía,
sino acusaba. Había
logrado, en un proceso que seguí
contra aquel teniente de la policía
y contra un comandante, que los procesaran y que les pidieran 30 años
por asesinato. Hubo muchas actividades de tal tipo en las que acusé
como abogado, promoví
movimientos, denuncias.
En un periódico
de la
época,
que guardo, se informaba que el abogado, doctor Fidel Castro, había
instruido de cargos al comandante Rafael Casals y al primer teniente Salas
Cañizares, en la causa incoada por la muerte de Carlos Rodríguez…
Ya los tenía
agarrados, acusados, procesados; tuvieron que presentar fianza y quedaron en libertad provisional.
Cuando se produjo el golpe de Estado del 10 de marzo
de 1952, el teniente de la motorizada al que yo
acusaba, al que le pedían
30 años,
que fue de los que conspiró
con Batista, fue designado jefe de la Policía
Nacional, uno de los cargos más
sig nificativos. Y el otro, el comandante, fue ascendido
también, le dieron un cargo muy importante. El teniente llegó
a general y jefe de la policía.
Los tipos que yo casi tenía
en la cárcel.
Este fue el tipo de guerra que le hice a los del Ejército,
es decir, a los oficiales, a la policía
que asesinaba, que atacaba. Yo desplegaba una actividad incansable, redacté
infinidad de artículos,
escribí
denuncias para la prensa.
En otro periódico
se comunicaba que se esperaba mi presencia como abogado acusador por la muerte del obrero
cinematográfico Fabio Peñalver
García...
De tal etapa, el titular de un rotativo señalaba:
«Habla
Fidel Castro en el acto de protesta organizado por el
Comité
de Lucha de los Vecinos Pobres de la finca San Cristóbal,
contra el desalojo ordenado por el ministro de Obras Públicas».
Antes del golpe del 10 de marzo, fui encendiéndolo
todo con continuas denuncias. Estaba a todo tren.
Pelayo Cuervo cooperó
con Aspiazo, después
del golpe del 10 de marzo de 1952, en la defensa de los
vecinos de La Pelusa. Pelayo era senador y un destacado miembro
fundador del Partido Ortodoxo. Hombre de gran autoridad política
y muy valiente, lo vi actuar junto a Chibás
en una manifestación reprimida por la policía;
él
prosiguió
sus actividades políticas en la oposición
después
de la muerte de Chibás
y del golpe de Estado de Batista. Estaba yo en la montaña
Caracas, de la Sierra Maestra, con un puñado
de combatientes, cuando es cuché
por radio las noticias del asalto a Palacio y la
muerte de José
Antonio Echeverría.
La policía
represiva arrestó
y asesinó
cobardemente a Pelayo como un acto de venganza por
las actividades políticas
que realizaba como líder
ortodoxo contra la tiranía
batistiana.
Katiuska Blanco.
—Como
recuento de aquellos años
finales de la Universidad y comienzos del ejercicio de la
profesión, envuelto en una tremenda vorágine,
entre protestas y denuncias de todas las injusticias sociales, distingo en usted
la iniciativa de creación
y luego la participación
activa en el comité
universitario de la lucha contra la discriminación
racial, porque según
testimonios de entonces, al balneario universitario, por ejemplo, no se permitía
la entrada de negros, y el acceso allí
de blancos y negros por igual fue resultado de la
lucha de dicho comité.
Recuerdo que poco antes de su creación, habían
asesinado, el 4 abril de 1949, a Justo Fuentes
Clavel,
¿usted
también
piensa que fue un crimen racial?
Fidel Castro.
—Justo
Fuentes Clavel era un estudiante universitario, presidente de una escuela universitaria, no recuerdo bien si de la de Odontología.
Era un muchacho alto, delgado, negro, muy pobre, que pudo estudiar porque era de La
Habana. Era de los que con nosotros luchaba contra Prío.
Efectivamente, yo pertenecía
al comité
de lucha contra la discriminación
racial, siempre estuve con ellos y con la gente que batallaba contra los prejuicios raciales.
Recuerdo un día
que Justo y yo caminábamos
por La Rampa, por la calle 23, y quisimos entrar en un
lugar donde funcionaba una bolera, entonces un tipo allí,
una especie de guardaespaldas, dijo:
«No,
no se puede pasar».
«¿Y
por qué
no se puede pasar?»,
le preguntamos. Respondió:
«No,
no hay lugar, ya está
lleno».
Entonces, nos fuimos y me dijo Justo:
«Eso
lo hace por mí,
es mentira eso de que no hay lugar, lo hace porque soy negro».
Era un lugar recreativo. Yo había
pasado por allí
algunas veces, nunca había
visto tales problemas. A Justo lo mataron poco después,
creo que fue un acto de venganza que tomaron contra
él.
Quizás
lo escogieron entre los dirigentes estudiantiles por ser negro. Alguien
debía
morir y lo escogieron a
él.
Los compañeros
de Emilio Tro, después
de lo de Orfila, creyeron que su misión
era vengarlo, tomar justicia contra los que lo habían
asesinado y entraron en una guerra. Así
la espiral de violencia fue en ascenso. Yo pude concebir que en
su ignorancia política
confundieran la revolución
con la idea de hacer justicia; pero lo inconcebible para mí
fue que el gobierno de Prío,
para neutralizarlos y como forma de mantener el
orden, los reunió
a todos y les entregó
prebendas y puestos en el gobierno a cambio de alcanzar la paz. Así
fueron cayendo bajo el control del gobierno. De modo que al final,
cuando aquello terminó
así,
los combatí
y los denuncié
a todos, incluyendo a los de la Unión
Insurreccional Revolucionaria (UIR).
Katiuska Blanco.
—Comandante,
leí
hace poco que la
Bohemiadel 13 de noviembre de 1949, en sus páginas
78 y 79 publicó
que los pistoleros del Movimiento Socialista
Revolucionario (MSR), organización
gangsteril dirigida por Masferrer, lo habían
sentenciado a usted a muerte. Según
informaba la revista, en el lugar de donde se evadieron los sicarios de la policía
Orlando León
Lemus [el Colorao], y Policarpo Soler, se ocuparon
unos papeles donde se revelaba que habían
condenado a muerte a muchos de sus adversarios, entre los cuales figuraba
en dos oportunidades el nombre de Fidel Castro Ruz. Lo
recuerdo ahora porque hablamos de Justo Fuentes Clavel, y
creo que la segunda oportunidad fue cuando discutieron a quién
asesinarían de los más
destacados dirigentes estudiantiles de entonces, como parte de un plan de desestabilización
porque el
«ambiente
estaba demasiado tranquilo».
En la reunión,
según Rubén
Hernández
—que
había
sido miembro de Acción Revolucionaria Guiteras (ARG) y lo fue después
del MSR—, Masferrer volvió
a proponer que lo eliminaran a usted y entonces se mencionaron dos nombres de posibles víctimas:
el suyo y el de Justo Fuentes Clavel, vicepresidente de
la FEU y miembro de UIR, y todo parece indicar que se
inclinaron por Justo por una cuestión
racial.
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