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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 09.

 
 
 
TOMO I

09 Santa Fe de Bogotá, la IX Conferencia Panamericana y el Congreso Latinoamericano de Estudiantes, Fidel vehemente, Gaitán, El Bogotazo, quedarse en el torbellino, la primera insurrección vivida, amar a Colombia

 

Katiuska Blanco. Comandante, el 3 de abril de 1948 usted se encontraba en Bogotá. Aquel día escribió a don Ángel una carta en papel timbrado del hotel Claridge, donde le contaba todo lo vivido hasta entonces en su viaje por varios países. Tengo la impresión de que la redactó en cuanto llegó a la ciudad; fue la primera vez que hizo un alto para enviar noticias a su casa. El encabezamiento de la carta nos aproxima mucho a usted: «Querido papá…», apunta. La breve frase devela un mundo de íntima calidez familiar, respeto y cariño.

De su presencia en Santa Fe de Bogotá existe también registro gráfico, una imagen captada precisamente el 9 de abril, día de El Bogotazo. Se le ve a usted en primer plano y al fondo una calle de postes derrumbados, farolas inclinadas, vidrieras rotas y escombros en lugar de asfalto, como si hubiera sido destruida por un terremoto o cataclismo.

Fidel Castro. Mi estancia en Colombia coincidió con la IX Conferencia Panamericana que tuvo lugar en Bogotá, donde se adoptó la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). La idea era aprovechar esta coyuntura para realizar el Congreso Latinoamericano de Estudiantes y, desde una posición antiimperialista, reclamar la devolución del Canal de Panamá, la devolución de las islas Malvinas, la independencia  de Puerto Rico y protestar contra la dictadura de Trujillo, en Dominicana.

Cuando llegué, les expliqué a los estudiantes los objetivos del congreso, su programa. Mi lucha empezó bien temprano, desde que Estados Unidos convocaba a los gobiernos de la región, yo organizaba un congreso de estudiantes latinoamericanos contra las dictaduras. Allí estaba la de Trujillo, allí estaban reunidos todos los dictadores.

Nuestra labor persuasiva tuvo éxito, los estudiantes comprendieron, creyeron en lo que hacíamos. Yo fui con Rafael del Pino [Siero], él era amigo de la familia y conocía a mi hermana Lidia. Creo que había pertenecido al ejército norteamericano, y una tía suya estaba relacionada con un dirigente sindical. Fue por la Universidad y se me acercó, parece que simpatizaba conmigo. Daba la impresión de ser un muchacho bueno, tranquilo. Se brindó para acompañarme, y como tenía cierta preparación militar le dije: «Bueno, está bien, vamos». No íbamos a una guerra pero, por lo menos, era un individuo que yo consideraba que podía ser útil, era valiente, por eso fue conmigo, de lo contrario, yo hubiera ido solo, completamente solo. Resultó una especie de ayudante mío.

Colombia vivía una gran efervescencia, había un movimiento popular muy fuerte, el movimiento de los liberales, dirigido por Jorge Eliécer Gaitán, líder popular parecido a Chibás, pero yo diría que con más contenido en su prédica. 

Los estudiantes colombianos mostraron su acuerdo con el congreso y se entusiasmaron. La idea avanzaba rápidamente, ya existía un comité organizador que recibía estudiantes panameños, venezolanos, dominicanos, argentinos. El congreso estaba prácticamente estructurado, y yo continuaba trabajando en su organización. Casi me convertí en el centro del evento, lo que provocó celos en los dirigentes oficiales de la Universidad de La Habana, al punto de que [Enrique] Ovares y Alfredo Guevara se aparecieron en Bogotá como representantes oficiales de los cubanos. Crearon una situación relativamente incierta, plantearon que ellos eran los representantes de la FEU, y que yo no lo era.

Cuando ya se ultimaban los detalles para el congreso, se realizó una reunión un poco tensa donde se cuestionaron mis derechos, mis títulos como organizador del evento. Participaron 20 o 30 personas. Alfredo y Ovares estaban presentes. Yo me paré y pronuncié un discurso breve, seco. Expliqué lo que hacíamos, el contenido de aquellas luchas, su importancia y la del momento histórico que vivíamos. Dije que eso era lo que a mí me interesaba, no los cargos ni los honores ni la representatividad; que si los allí presentes pensaban que no podía continuar los trabajos, entonces les pedía que siguieran adelante con la tarea, que yo no tenía ninguna ambición personal.

Estaba realmente muy sentido con aquello, y parece que les hablé con vehemencia, de una manera tan clara y contun dente que logré persuadirlos. Dije quién era, cómo era y por qué no podía ser dirigente oficial siendo estudiante universitario. Los presentes aplaudieron muchísimo, y a pesar de que mis títulos fueron impugnados, los estudiantes latinoamericanos acordaron que yo siguiera presidiendo el comité organizador.

Katiuska Blanco. Después se efectuó su encuentro con Jorge Eliécer Gaitán, posiblemente el 7 de abril de 1948.

Fidel Castro. Así mismo fue. Los estudiantes colombianos me pusieron en contacto con Jorge Eliécer Gaitán. Aquel día me llevaron a verlo y conversé con él. Encontré a una persona de mediana estatura, aindiado, inteligente, listo, amistoso. ،Con qué amistad nos trató! ،Con qué afecto! Nos entregó algunos de sus discursos junto a otros materiales, se interesó por el congreso y nos prometió clausurarlo en un acto multitudinario en el estadio de Cundinamarca. Era su propuesta. Habíamos conseguido el apoyo del líder más popular, un dirigente con gran simpatía, con gran carisma. Era un éxito colosal hasta entonces. Recuerdo que él me entregó sus discursos, entre ellos uno muy bello, la «Oración por la paz», pronunciado en febrero de aquel año, al cierre de una marcha donde participaron 100 000 personas que desfilaron en silencio para protestar contra los crímenes.

Yo estaba acostumbrado a las protestas en Cuba cuando mataban a un estudiante, a un campesino. En otros países su cedía también así. En Venezuela, por ejemplo, hubo una gran protesta por crímenes que se cometieron; en Panamá por el estudiante inválido Y cuando llegué a Colombia, me pareció raro que los periódicos publicaran noticias sobre 30 muertos en tal punto, 40 muertos en tal otro. Había una matanza diaria en Colombia.

Katiuska Blanco. Comandante, en la presentación de su libro La paz en Colombia, publicado en noviembre de 2008, al hablar de su encuentro con Gaitán y de aquel discurso que el líder liberal puso en sus manos, expresé que aquella pieza oratoria era como un legado del político colombiano a usted y a la Revolución Cubana, una herencia a la que han sido fieles en silencio y con seriedad rigurosa.

Impresiona conocer cómo la violencia actual en esta hermana nación sudamericana tiene raíces tan remotas, incluso, anteriores a la fecha del estallido en abril de 1948. Al periodista colombiano Arturo Alape, a quien usted concedió en 1983 una entrevista para el libro que entonces preparaba y que luego fue El Bogotazo, usted le confesó su perplejidad al leer las noticias de las matanzas de campesinos que tenían lugar casi todos los días y salían publicadas en los cintillos de los diarios de abril de 1948, cuando usted arribó a la capital de Colombia. Al abordar dichos acontecimientos usted consideró que prácticamente existía una guerra civil en ese país.

Fidel Castro. Me quedé asombrado de cómo una sociedad po día resistir tal masacre. En aquel momento el Partido Liberal estaba en la oposición y el Partido Conservador en el poder. Muchos de los crímenes eran cometidos por el Partido Conservador. Existía un clima de tremenda tensión. Gaitán convertido en líder era el seguro presidente de las próximas elecciones. Había unido a todos los liberales, era un hombre bien preparado, muy talentoso, era el gran líder del pueblo colombiano, democrático y progresista. Así era el hombre que conocí. Nos recibió muy bien y nos dio una cita, creo que dos días después, para acordar los detalles de la clausura del congreso.

Fue un éxito rotundo. Teníamos el apoyo del partido más popular y de Gaitán, un hombre de ideas brillantes, que se daba cuenta de la importancia del congreso estudiantil frente a la IX Conferencia Panamericana, convocada por Estados Unidos, donde se reunieron los dictadores y se tomaron acuerdos reaccionarios.

Por aquellos días fui arrestado porque en medio de la preparación de nuestro evento imprudencia nuestra se nos ocurrió repartir unas proclamas en las que poníamos todas las causas de nuestra lucha: República Dominicana, Puerto Rico, Panamá, las Malvinas, contra las colonias y los dictadores. Era casi una proclama bolivariana lo que preparamos. Ni me acuerdo cómo las imprimimos, el caso es que con nuestros métodos de estudiantes agitadores, lanzamos el manifiesto desde el último piso del teatro Colón, donde tenía lugar un acto solemne en honor de todos los cancilleres, con la presencia del presidente de la República, la oligarquía, la burguesía, gente a la que no le interesaba, en lo absoluto, la soberanía de Puerto Rico ni la democracia en República Dominicana. Tiramos las proclamas creyendo que era lo que teníamos que hacer, sin darnos cuenta de que se trataba de una tontería.

Volvimos para el hotel, y poco tiempo después nos detuvieron, la policía nos venía siguiendo, a Del Pino y a mí. Nos llevaron a una callejuela con pocas luces, unas instalaciones policíacas denominadas las Oficinas de Detectivismo. Debe de haber sido algo así como un cuerpo represivo de vigilancia para descubrir actividades comunistas. Nos interrogaron y les expliqué lo del congreso, ellos creyeron que éramos comunistas, pero parece que le caí simpático al oficial, le agradó de alguna manera conocer nuestra causa, y después que me escuchó nos dejó en libertad. Registraron nuestra habitación en el hotel, no encontraron armas ni dinamita, todo lo que había era un programa. Parece que también tuvieron en cuenta que éramos estudiantes y nos soltaron, aunque luego supimos que nos estuvieron chequeando.

Parábamos en un hotelito acogedor, pero pequeño, muy barato, porque nosotros no teníamos dinero, el congreso estaba casi organizado, a mí no me quedaban ni cinco dólares, no sabíamos qué hacer, cómo íbamos a pagar ni cómo íbamos  a regresar. Es la verdad.

El 9 de abril almorzamos en el hotel y, cuando estábamos haciendo tiempo para reunirnos con Gaitán, vimos una agitación, gente corriendo por las calles, nos acercamos y escuchamos a la gente que gritaba: «Mataron a Gaitán, mataron a Gaitán, mataron a Gaitán». Así empezó todo. Corrían por aquí, corrían por allá, y nosotros seguíamos acercándonos al centro; no estábamos muy lejos, estaríamos a cinco o siete minutos de la oficina de Gaitán. Allí las calles que atravesaban, se llamaban carreras, y las que las cruzaban transversalmente, calles, entonces una dirección era: carrera tal, entre calles tal y tal, o calle tal, entre carreras tal y tal. Eran cosas nuevas para mí. También me llamaron la atención las direcciones en Venezuela, no eran por calles, sino por esquinas: esquina número tal entre esquina tal y tal. Todas esas particularidades de cada país resultaban raras a quien recorría por primera vez América Latina.

Yo nunca había salido de Cuba, hasta llegué a creer que en los demás países de América pasaba lo mismo que en Cuba, pero aunque no era exactamente así, existían algunas semejanzas: el estudiantado, el fervor, el sentimiento.

Lo vi todo, la gran agitación, no habían pasado ni cinco minutos y ya la gente estaba tirando piedras, irrumpiendo en las oficinas. Es decir, no habían pasado ni diez minutos de que las noticias comenzaran a circular y la gente empezó a  reunirse como un remolino, como un ciclón; primero ocuparon una oficina y lo rompieron todo. Yo llegué a un parque y vi a un individuo dando palos, golpes, tratando de romper una máquina de escribir, y lo vi tan angustiado y pasando tanto trabajo para romperla, que le dije: «Espérate, no te desesperes, dame acá», y agarré la máquina y la tiré hacia arriba, fue lo que se me ocurrió para ayudar a aquel hombre.

Recuerdo que salí de allí con un «hierro pequeño» que fue la primera arma que yo agarré para tener algo en la mano.

Bogotá, ،otra gran aventura en mi vida! ،Nadie se puede imaginar las grandes aventuras que viví en tan poco tiempo!, pero todas aquellas experiencias me enseñaron, las luchas de grupo, lo de Cayo Confites, El Bogotazo. Fui ganando terreno en la parte táctica, estratégica. Ahora, tenía muy claro que aquello no era una revolución, no lo consideré siquiera cuando se trataba de ajusticiar a un esbirro de la época de Machado o de Batista, o cuando se tomaban venganzas de tal tipo, nunca me pasó por la mente, al punto de que hubo gente que me quiso matar, que después fueron ministros del Gobierno Revolucionario. Creo que nunca en mi vida me dejé llevar por revanchas, ،me parece tan absurdo! Pero ¿cómo un político se va a dejar llevar por tales cosas?

Cuando nosotros hemos capturado a alguien no lo hemos hecho por venganza, ha sido como una defensa, un ejemplo para que tales crímenes no se cometan. 

Y cuando triunfó la Revolución, cuando sancionamos a muchos criminales de guerra, no lo hicimos con espíritu de revancha o de venganza porque equivale a pensar que los hombres son culpables, como si el hombre estuviera ajeno a la época, a la historia, a la sociedad, a la educación que recibió. Muchas veces a un criminal de guerra ha habido que castigarlo. En otra época, en otra sociedad, dicho hombre no hubiera sido un criminal porque el medio, la sociedad hace al hombre. No son los hombres los que hacen la sociedad, es la sociedad la que hace a los hombres. Si se va a aplicar un castigo y existe una filosofía de la gran dependencia del hombre en relación con el medio donde vive, no tiene sentido la venganza. Es absurdo creer que los hombres son absolutamente imputables.

Katiuska Blanco. Comandante, cuando uno lo escucha contar los acontecimientos vividos rememora las barricadas de los revolucionarios en las callejuelas de París que inspiraron la novela Los miserables de Víctor Hugo. Fueron experiencias decisivas en el camino de ser la personalidad política que usted es hoy.

Fidel Castro. En aquel momento yo era un izquierdista, luego fui un comunista utópico y, después, un marxista-leninista. Un individuo con tales características, que no tiene un norte, no tiene una teoría en la cabeza, a mí me caen las ideas del marxismo-leninismo como el agua en el desierto; ya uno se encuentra algo que es lo que empieza a explicarlo todo. Entonces,  se unen la teoría revolucionaria con la vocación revolucionaria porque indiscutiblemente yo tenía vocación revolucionaria, a mí todo me interesaba muchísimo y lo tomaba muy en serio. Mi vocación era la política.

Así que antes de ser marxista fui, en cierta forma, internacionalista y socialista utópico. Para mí, llegar al marxismo fue llegar a la luz, al agua, al oasis; llegar a una teoría, a una comprensión. Lo que viví con la inexperiencia propia de la juventud, los riesgos a los que me expuse, lo que vi a lo largo del camino, influyó notablemente en mí.

Yo tenía un gran instinto porque decía: «Esa guerra es estéril, esa venganza no tiene sentido, la revolución se hace desde el poder, desde el poder se pueden hacer leyes justas». Todavía no era el socialismo, pero ya estaba pensando en una sociedad sin discriminación racial, sin robos, sin corrupción; sobre todo, pensaba en una revolución, en un poder que todavía no era marxista, pero que no admitiera el crimen, la tortura, el robo, que respetara los valores éticos. Hay una serie de valores éticos en torno a los cuales gira una revolución. Aún así todavía mis ideas no respondían a una doctrina revolucionaria. Bolívar en su época fue revolucionario, y Martí también. Pero en nuestra época yo no podría serlo con las ideas de Bolívar o con las de Martí o de Maceo porque eran las ideas que correspondían a otra etapa histórica. Aquel bagaje políticocultural que yo tenía, no era un pensamiento social avanzado. 

Pero cosa curiosa, empecé a tener un pensamiento de mi propia cosecha: socialista y comunista, cuando me puse a estudiar más en serio la economía, los libros de economía política. Fue a finales de 1947 más o menos, viendo algunas cosas, pero empecé con más seriedad en 1948. Es decir, a la vuelta de El Bogotazo, cuando me dediqué en serio a estudiar, ya estaba mentalmente condicionado para volverme socialista y comunista sin haber estudiado el marxismo.

La idea de la justicia y la idea de una sociedad mal organizada, me llevaron a una concepción socialista y comunista de la economía, sin que todavía yo supiera de clases ni de lucha de clases ni del origen histórico de las clases. Fue muy curioso, toda una serie de ideas propias del marxismo-leninismo me deslumbraron; me deslumbraron y todavía hoy me deslumbran, lo que no acepté fueron las formas en que los hombres interpretaron el marxismo. Fue mi etapa premarxista, bolivariana, martiana, pero no marxista; era un revolucionario democrático, patriota, pero no un revolucionario socialista.

Había leído la historia de la Revolución Francesa, sobre las asonadas, las manifestaciones y la insubordinación popular. Cuando estaba en el bachillerato, y ya en la Universidad, una de las cosas que más me impresionó fue el texto de la Revolución Francesa. Cuando me sorprendieron los acontecimientos en Bogotá, tenía una cultura relacionada con procesos históricos que me habían llamado mucho la atención; era martiana, era  bolivariana. Sabía lo que era la revolución, pero no desde una interpretación marxista, sino a partir de los grandes acontecimientos históricos, cuando los hombres se rebelaron contra la tiranía, contra la explotación, contra la injusticia.

Todavía no había entrado en contacto con la literatura marxista, todavía no me había puesto a estudiar la economía política en serio; porque la gente que más o menos podía ejercer una influencia sobre mí, que eran unos pocos comunistas de la Universidad, me veían como a un incorregible discípulo de los jesuitas, al hijo de un terrateniente. Tendría que hacerle una crítica a Alfredo [Guevara], pues podían haber trabajado conmigo. Estoy seguro de que existían prejuicios.

Katiuska Blanco. Comandante, de sus recuerdos de El Bogotazo le escuché hablar precisamente con su amigo colombiano Gabriel García Márquez, el 14 de agosto de 1996. Usted había recién cumplido los 70 años y cuando viajábamos hacia Birán, hicimos un alto en la ciudad de Holguín. Durante la cena, ambos repararon en las mágicas coincidencias que los involucraban: los dos estaban en Bogotá el 9 de abril de 1948, tenían 21 años, y estudiaban Derecho. Usted contaba cómo ayudó a un hombre que intentaba romper a golpes una máquina de escribir y de súbito, preguntó al Gabo: «Y tú ¿dónde estabas cuando El Bogotazo?». Y este, hiperbólico en las asociaciones poéticas y ocurrente en las imaginaciones, le respondió: «Yo era aquel hombre de la máquina de escribir». Solo la certeza  del reencuentro al día siguiente para continuar camino a Birán interrumpió aquella novela de los recuerdos que ambos, sin saber, escribían en una sola noche. ¿Podría seguir contando la historia de la que no conocí el final? Además, ningún relato leído se compara con el encanto de escucharle las remembranzas al protagonista de una verdadera y alucinante aventura.

Fidel Castro. El día de la muerte de Gaitán continué bajando hacia la carrera, donde estaba la oficina de Gaitán, serían dos o tres cuadras. Allí había una multitud. Esto había sido inmediatamente después, y ya se veía mucha gente enloquecida.

En aquella calle siempre había mucha gente, era muy frecuentada, mayormente por hombres que se protegían del frío con sobretodos oscuros. Los cafés solían estar llenos a determinadas horas, parece que vendían cerveza o alguna otra bebida. También existían otros comercios y numerosas vidrieras.

Cuando desemboqué en la calle, vi gente rompiendo las vidrieras. En un momento había una mezcla de acciones y emociones, todavía no robaban pero estaban furiosos y rompían todo a su paso. Yo traté de persuadir a algunos: «¿Por qué hacen esto? No hagan esto». Les pedí que no destruyeran, porque inmediatamente me di cuenta de que si empezaban a destruir, iban a crear una mala imagen y disgusto popular. Pero era como tratar de aguantar con las manos un río crecido. Los acontecimientos lo sobrepasaban a uno. Caminé dos o tres cuadras. Del Pino estaba conmigo. An duvimos por la calle hacia un parque ubicado frente al edificio del Parlamento, donde estaban reunidos los cancilleres latinoamericanos. Nosotros íbamos en aquella dirección porque había gente que se dirigía hacia allá.

El parque tendría, quizás lo recuerdo más bien amplio, una hectárea y media, tal vez dos hectáreas. Al fondo, ya en el Parlamento, había una escalinata no muy alta como de un color amarillo, con varios pisos. Nos quedamos frente al Parlamento. Varias casas abrían sus puertas al parque, y del otro lado se había ido acumulando gente cerca de la edificación. Observé a un hombre que desde un balcón trataba de pronunciar un discurso, intentó hablarle a la gente; algunos escuchaban, pero en realidad casi nadie prestaba atención. Creo que no tendría ni siquiera un altoparlante para que pudieran escucharlo; hablaba y nadie le hacía caso. Mucha gente corría por el parque como enloquecida, cientos de gentes en tal situación. Corrían, se arremolinaban, parecían ráfagas de viento y, en un momento dado, la multitud, que aún no era compacta, se encaminó hacia el Parlamento, al edificio donde radicaba la reunión de la OEA.

Me fui acercando, una línea de policías cuidaba la entrada, y advertí cómo aquella línea de policías se empezó a disgregar, empezó a oscilar hasta que desapareció; estos, atemorizados ante la cantidad de gente enloquecida, penetraron en el Parlamento. 

Subí la escalinata, llegué a la primera planta muchos habían subido al segundo y tercer pisos, a los pisos superiores, traté de llegar al centro, a una especie de patio del edificio, pero desde los primeros pisos lanzaban escritorios, sillas, muebles, de todo. Me tuve que apartar. La policía se había disgregado, la gente había penetrado destruyéndolo todo y, entonces, salí otra vez para la plaza.

Ya en las afueras del Parlamento tuve que andar con cuidado porque la gente le tiraba piedras a los bombillos, a las bombas lumínicas, lanzaban botellas contra los cristales: era una furia destructiva. Había que tener cuidado porque saltaban los vidrios, mucha gente resultó herida por accidente. No existía ningún signo de autoridad, nosotros salimos del parque y nos dirigimos hacia donde estaban los otros dos cubanos: Ovares, que era jerárquicamente el presidente de la FEU, y Alfredo que era el secretario, para analizar con ellos qué hacer en tal situación.

Caminaríamos cinco o seis cuadras en dirección al lugar donde se encontraban nuestros compañeros, queríamos analizar, discutir lo que haríamos, también pensamos invitarlos a participar en cualquier acción que tuviera lugar. Ya yo veía con claridad que estaba en marcha una sublevación totalmente anárquica.

Todavía no se sentían tiros porque, donde podía haberse dado un choque, la policía vaciló y se disgregó, allí donde  existía un cordón policial a las puertas del Parlamento.

Llegamos a la casa de huéspedes donde se encontraban Ovares y Guevara, y cuando estábamos hablando con ellos sentimos una multitud que venía por una calle frente a la casa. Nos asomamos por una ventana y vimos que algunas personas venían armadas. Se confundían en la manifestación policías y ciudadanos comunes, algunos traían fusiles y otros, machetes. Una manifestación compacta se dirigía a una estación de policía que quedaba unas cuadras más adelante. Entonces dije: «Me uno a la manifestación». Bajé y me sumé al gentío. Al instante iba entre los primeros porque cuando pasaron por la casa me había sumado a la primera fila.

Avanzamos por la calle que era bastante estrecha, aquellas calles son de cuadras largas. No puedo decir ahora si fueron dos, tres o cuatro cuadras. Diría que a unos 300 metros más adelante estaba la estación de policía, en una esquina, con sus torretas muy estrechas de ladrillos color rojo, allí estaban los policías apostados arriba apuntando hacia la calle, pero la multitud que abarcaba cientos de metros siguió avanzando, llegó a la esquina, dobló. Yo caminaba y esperaba a ver qué pasaba, si tiraban o no. Por suerte, la policía no disparó.

Los policías quedaron paralizados. La gente entró en torrente porque aquello no se regía por ninguna disciplina, se regía por las leyes de la física. Una gran masa empujó hasta que logró entrar en la estación de policía sin que se disparara un solo tiro. 

Tomamos la estación. Unos entraron por un lado y otros, por el otro. Yo buscaba un arma, posiblemente habría pocas, porque los policías estaban armados. Cuando entré en el arsenal, no había fusiles sino escopetas de gases lacrimógenos, yo nunca las había visto, pero eran como las escopetas de caza, con un cañón grueso y con unas balas como de madera, gruesas, largas; tendrían, por lo menos, de 15 a 20 centímetros, ،unas balas enormes! y unas cananas que tenían como seis balas, tres en un lado, tres en el otro. Al no ver ninguna otra arma, agarré una escopeta y como tres cananas de balas. Dije: «Antes de no tener nada, tengo esta escopeta con estas balas grandes». No había fusiles ni otras armas.

Subí las escaleras en busca de un fusil, seguía intentando encontrarlo. Arriba había un cuarto, pero nada, no había nada.

Como estaba vestido de traje, me conseguí una especie de capote, lo encontré donde mismo estaba la escopeta, era como de hule, también me puse una gorra sin visera, algo así como una boina. Cuando subí las escaleras hasta el primer piso allí sí había tiros porque había gente que disparaba al aire, en el patio, entré en una habitación, el cuarto de unos oficiales. Estaba buscando un par de botas porque andaba con los zapatos de vestir. Dije: «Bueno, ya tengo un arma, ya tengo algo». Entré en el cuarto y encontré unas botas, y cuando estaba tratando de ponérmelas sentado en una cama del cuarto de los oficiales, llegó un oficial de la estación y dijo: «،Mis bo ticas sí que no, mis boticas, no!». El tipo protestaba para que  no le llevaran sus botas: «،Mis boticas sí que no! ،Mis boticas sí que no!». Y a mí me dio gracia aquel hombre, oficial de una estación de policía, de un cuerpo armado, a quien le tomaron la estación de policía, le ocuparon todas las armas, y decía: «،No, mis botas sí que no!». ،Increíble!; un hombre que había perdido la estación, había perdido el cuerpo al que pertenecía, las armas, ،todo!, y en el momento en que yo estaba sentado llegó con una protesta: «،Mis boticas sí que no!».

Vi que las botas no me servían y le dije: «No, quédese con sus botas». Me puse otra vez los zapatos, salí del cuarto de oficiales, bajé las escaleras, fui al patio y allí en medio de aquel caos observé a un oficial que trataba de organizar una unidad.

Yo tenía idea de la Revolución Francesa por los libros leídos y disfrutados. Había soñado con los barrios de París, que al toque de corneta se insurreccionaban. Para mí la multitud que tomó la estación de policía era exactamente igual a la que organizaba las asonadas en París cuando la Revolución Francesa.

Yo estaba viviendo la Revolución Francesa. A estas alturas ya sabía lo que era una revolución, una insurrección popular, tenía ideas de lo que había que hacer, de la necesidad del orden. Tenía la experiencia vivida en el intento de liberación de Santo Domingo. Era un soldado libertador frustrado en la bahía de Nipe.

Entonces vi al oficial que estaba organizando un pelotón o  una escuadra, serían 10 o 15 personas; tenían armas, algunos eran policías, otros civiles. Me acerqué con la idea de incorporarme a la unidad con mi capote, mi gorra sin visera, mi escopeta gigante el escopetón aquel, las cananas, ،lleno de cananas, era un polvorín lo que llegó!, me puse en fila, pero parece que el oficial se impresionó al verme, se quedó mirándome y me dijo: «¿Y esto? ¿Qué tú vas a hacer con esto? Espérate, dame esas cosas que yo te voy a dar un fusil». Parece que le resultó muy peligroso y me ofreció el fusil a cambio de todo aquel armamento que yo tenía, aquel montón de balas enormes. Entonces dije: «Correcto, deme el fusil». Pero cuando me lo fue a dar tuve que moverme y agitar duro, para poder quedarme con el fusil, porque había mucha gente desarmada que trataba de quitármelo. Me tocó un fusil con una canana como con 16 balas, muy pocas balas. Entonces dije: «Bueno, ya tengo un arma». Pude quedarme con el fusil y con las 16 balas.

Aquel esfuerzo por organizar la escuadra tuvo lugar en medio de un desorden tremendo, un caos, un correcorre en todas direcciones porque ya la gente salía, unos con armas y otros sin armas, iban saliendo de la estación, no se sabía en qué dirección. Yo pensaba que la multitud debía avanzar inmediatamente sobre Palacio y tomarlo.

Yo también salí y cuando trataba de acercarme a Palacio vi unos cuantos oficiales que trataban de poner orden en la  multitud, creí que los oficiales estaban con la revolución ya había muchos que se habían sublevado y me uní a ellos para ayudarlos a organizar a la población: «Por aquí no, por aquí sí, los que tienen armas pasen, los que no tiene armas no pasen».

Después me percaté de que los oficiales no estaban con la revolución. Eran del batallón presidencial y trataban de poner cierto orden. En realidad había una situación de peligro, el papel que aquellos oficiales desempeñaban no era muy claro, parecía como si trataran de proteger a la gente.

Cerca de allí, desde un colegio religioso, empezaron a disparar contra la gente creo que era el Colegio San Bartolomé—, oí que empezaron a disparar. Yo estaba parado en la esquina totalmente al descubierto, mirando hacia allá para saber qué ocurría, y un grupo de colombianos me sacó de allí para evitar que me fueran a matar.

Luego de haber estado ayudando a los oficiales, creyendo que estaban con la revolución, seguimos. Del Pino todavía estaba conmigo. Yo interpreté que la misión de aquellos oficiales era desviar a la población de la zona de los disparos; en aquel momento, no estaban ni a favor ni en contra, parecían evitar que mataran a la gente.

Habíamos caminado como dos cuadras cuando apareció una camioneta con altoparlantes. Los estudiantes apelaban a la multitud, la agitaban de manera espontánea, tampoco estaban organizados y en la camioneta llevaban varios cadáveres.  Entre los estudiantes había algunos que yo conocía, los había visto en la Universidad. Ellos me reconocieron y me saludaron. En eso llegó la noticia de que los estudiantes universitarios habían tomado la radio y estaban sitiados allí, que los estaban atacando y que necesitaban ayuda. Los propios estudiantes estaban pidiendo auxilio.

¿Qué fue lo que yo decidí? Creo que contábamos solo con dos fusiles, uno que tenía yo, y otro Del Pino. Con nosotros estaba un grupo de gente del pueblo y los estudiantes. Entonces decidimos caminar para ayudar a los estudiantes en peligro. Llegamos a una de las calles que atraviesa la ciudad y empezamos a caminar no puedo decir en qué dirección o punto cardinal, sería en dirección opuesta al Parlamento, hacia el área universitaria donde se localizaba la estación de radio; caminamos, tal vez, dos o tres kilómetros por una avenida no muy ancha.

La ciudad estaba sublevada, por todas partes tenían lugar acciones de violencia: incendiaban edificios públicos, rompían vidrieras, comenzaban los asaltos a los establecimientos comerciales. Lo que empezó como un acto de irritación, de violencia en las calles, tomó otro rumbo: destruían, saqueaban y ocupaban los lugares.

La multitud veía dos tipos armados al frente de un grupo y nos aplaudía, nos apoyaba. Se puede decir que era general el apoyo y la simpatía por nosotros. 

Recuerdo que iba por la calle y llegaba la gente y me saludaba, me abrazaba: «Tome algo». Ya venían con unas botellas de un ron color de fresa, rojo, que lo mismo podía parecer gasolina que un refresco. Ya mucha gente estaba tomando, y llegaba con una botella y decía: «Dese un trago: ،Pum!», y le daban un trago a uno. Eso es a lo largo de aquella calle. Pero yo iba presenciándolo todo, edificios incendiados, vidrieras rotas, y encontraba gente de todas clases, enloquecidas; algunas cargaban mercancías; la mayoría bebía ron.

Seguimos caminando, no sé qué tiempo avanzamos por la calle hasta que desembocamos en un parque muy bonito, con bancos y muchos árboles. Tuvimos suerte porque frente a nosotros venía una columna del Ejército, avanzaba con un tanque delante, como a 150 metros de nosotros, y no sabíamos si estaba con la revolución o contra la revolución. Entonces algunos compañeros y yo nos parapetamos detrás de los bancos para saber si la gente estaba o no con la revolución.

Finalmente nos pasaron por delante y ni siquiera se fijaron en nosotros. Después supe que llevaban la misión de reforzar la seguridad del Palacio Presidencial, y que a lo largo del camino fueron confraternizando con la población sublevada. El oficial al frente no tenía en sus planes imponer el orden en ninguna parte. La población los aplaudía, los aclamaba. En realidad, Gaitán tenía una gran simpatía dentro del Ejército, pues como abogado había defendido a un oficial que se vio  obligado a matar a un periodista en defensa propia; yo tuve la oportunidad de participar en las sesiones finales de aquel juicio cuando llegué a Bogotá; eran trasmitidas por radio y se escuchaban en todos los cuarteles del país. Por lo que no era extraño que muchos militares se sumaran a la sublevación. Aquella unidad tenía una misión que cumplir, pero no la emprendió en ningún momento contra la multitud. A nosotros no nos prestaron atención alguna.

Cuando terminó de pasar el batallón salimos de nuevo a la calle, nos dirigimos al parque ancho, y cuando habíamos caminado unos 20 o 25 metros, a la derecha vi un edificio con rejas y muchos militares. Pensé que era una unidad militar y me acerqué, me encaramé en un banco ubicado enfrente y comencé a arengar a los soldados para que se unieran a la revolución, al pueblo. Cuando terminé mi arenga, seguí porque teníamos que llegar a la estación de radio donde se encontraban los estudiantes. Caminamos unos 100 metros hacia la otra calle donde terminaba el parque, y ante un ómnibus, los estudiantes hablaron de tomarlo posiblemente ya lo tenían tomado los mismos estudiantes, ellos lo estaban manejando, llegamos y nos montamos en el ómnibus.

Entonces ocurrieron dos sucesos interesantes como anécdotas del momento en que abordamos el ómnibus. De pronto perdí a Del Pino, no lo vi más, parece que se quedó atrás cuando corrí hacia el ómnibus, pensé que llegaría a tiempo, pero  arrancó. Por otro lado fui víctima de un robo, ya me habían dicho que no me iba de Colombia sin que me robaran, y así fue, pero ،en qué momento! Yo subí en medio de mucha gente y alguien me llevó la cartera y no me di cuenta; solo me quedarían cinco o seis dólares en la cartera.

A todas estas, el refuerzo que iban a recibir los estudiantes era un grupo de 8 o 10, no recuerdo bien cuántos eran y un solo fusil, el mío, que tenía 15 o 16 balas. Nuestras municiones no llegaban a 20 balas porque ya no contábamos con el fusil de Del Pino.

Resulta que el edificio donde yo estuve arengando desde un banco, creyendo que era una unidad militar, era el Ministerio de Defensa. Sin saberlo había estado arengando a los soldados del Ministerio de Defensa para que se unieran a la revolución. Después supe que salió una patrulla detrás de mí cuando yo corría hacia el ómnibus que nos llevaría a la estación de radio. Del Pino se había quedado atrás y lo capturaron, yo no tenía idea de lo que le había ocurrido, simplemente pensé que habíamos perdido el contacto como ya nos había sucedido anteriormente en medio de la confusión.

Él me contó luego que fue capturado por la patrulla y le dijeron que lo iban a fusilar, a lo que respondió a los colombianos que él había estado en el ejército norteamericano cuando la Segunda Guerra Mundial y que era de la escolta de Marshall. Me aseguró que, cuando lo soltaron, estuvo buscándome por  todas partes. Ya al final, cuando aparentemente todo había terminado, nos encontramos en la Oncena Estación.

Se salvó de milagro, porque en aquel momento el Ejército no estaba actuando de manera tan represiva, porque la gente andaba enloquecida y hubieran perdido el tiempo tratando de detener a la multitud. ،Era incontenible!

El ómnibus se dirigió a la dirección donde estaba la estación de radio. Llegamos a un punto, nos bajamos, atravesamos una calle y llegamos a una avenida, la que lleva a la estación. Era verdad que la estación permanecía cercada, había una unidad del Ejército allí, y cuando nos vieron aparecer como a 300 metros del lugar, armaron una balacera descomunal. ،De milagro no nos mataron a todos!, nos protegimos detrás de unos bancos de la avenida, pero apenas nos asomamos fuimos recibidos con una lluvia de balas. Lo único que pudimos hacer, en un momento de respiro, fue salirnos de la avenida y llegar a la calle otra vez. Entonces contaba con un solo fusil, el mío, y un grupo de estudiantes desarmados.

Decidimos dirigirnos a la Universidad para saber qué pasaba y qué cantidad de soldados y qué fuerzas podía haber allí. Caminamos unas cuantas cuadras y llegamos a la Universidad; llevaba mi capote, mi boina, mi fusil. ،Lástima que no haya fotografías de aquella época!

Cuando arribamos a la Universidad, tampoco allí sucedía algo trascendente. Los estudiantes andaban regados por todas  partes, casi por toda la ciudad; no había ninguna fuerza organizada, ningún mando, solo grupos de gente aislada, puede ser que hubiera algunos cientos de estudiantes, pero sin armas, sin nada. Se nos informó que había una estación de policía cerca de allí no recuerdo cómo se llamaba, y surgió la idea de tomarla al igual que la otra. Salimos un grupo de estudiantes, ni siquiera se trataba de una multitud, decidimos tomar la estación de policía, y la única arma seguía siendo la mía.

Yo estaba rompiéndome la cabeza pensando cómo era que íbamos a tomar la estación, un grupo de estudiantes desarmados era el que agitaba y se suponía que los otros, y yo con mi fusil, tomáramos la estación de policía. Llegamos: ،Pum!, nos acercamos a la estación de policía, y con tan buena suerte que ya estaba sublevada; así que no hubo que tomarla, en realidad yo no tenía resuelto todavía cómo hacerlo.

Entramos a la estación y ya se había establecido la jefatura de la policía sublevada. Cuando llegaba a un lugar como aquel, inmediatamente me identificaba, decía: «Mire, yo soy cubano, vine a un congreso estudiantil que se está organizando, he visto esto, me he sumado», y en realidad era apreciado con simpatía.

Como pudimos entrar sin dificultades, logré presentarme, y parece que al jefe de la policía le agradó mi actitud y enseguida me hizo su ayudante.

No hay que olvidar un minuto que aquella ciudad era el caos  total. Nadie sabía quién estaba contigo, quién estaba contra ti, quién con la revolución, quién en contra de la revolución. La multitud se había apoderado de las calles, quemado, destruido lo que hallara a su paso. Casi todas las estaciones estaban tomadas. Entonces, el jefe de la policía decidió ir al centro de la ciudad a comunicarse con la jefatura del Partido Liberal, porque parece que existía algún intento de ese partido, que era el de Gaitán, de organizar y dirigir aquello. El hombre me invitó y yo fui con él, ya era su ayudante. Claro, había otros policías también, entonces dijo: «Vamos allá, a la ciudad», nos montamos en un yip que atravesó toda la urbe en caos y llegamos a un edificio donde se suponía que estaba la jefatura del Partido Liberal; subimos, lo acompañé hasta la entrada, él conferenció alrededor de 15 o 20 minutos, todavía no era de noche, entonces regresamos nuevamente a la estación de policía, allí realizó una serie de actividades y finalmente decidió volver a la jefatura del Partido Liberal.

Fuimos en dos yips llenos de gente, en el de adelante iba él y en el otro iba yo, a la derecha, con mi fusil. Entonces nos dirigimos hacia las oficinas del Partido Liberal.

Cuando avanzaba detrás del comandante de la policía ya anochecía, habíamos comenzado las acciones desde las 2:00 de la tarde, serían las 6:00 o 6:30 de la tarde, el yip del jefe se paró por un problema mecánico.

Cuando vi que aquel hombre no podía continuar en el yip,  y salió a pie, me sentí mal, me puse furioso. Yo, el Quijote, el idealista, me bajé del yip y le dije: «Monte enseguida en ese yip», y me quedé a pie junto a otros estudiantes desarmados que venían conmigo. Perdí el contacto con él, pero con la idea de buscar un vehículo para llegar a la jefatura del Partido Liberal. Encontramos un automóvil Lincoln parqueado en la acera, les pregunté a los muchachos si podían arrancarlo. Nos pusimos a tratar de abrir el carro para seguir viaje cuando vimos una puertecita que se abría en el muro que estaba delante, podían verse militares, gorras, bayonetas, fusiles. Por instinto me di cuenta de que eran enemigos. Entonces le dije a los muchachos colombianos: «،Vámonos!». En aquel momento pasaba un carro, y bajo el efecto que dejaron las luces, cruzamos la calle y empezamos a caminar. Los tipos no nos dispararon.

Cuando habíamos caminado como dos o tres cuadras vimos un militar con un fusil ametralladora, nos acercamos y le dije: «¿Tú con quién estás, chico?». Me dijo: «Yo, con la revolución ». Entonces le preguntamos nosotros: «¿Tú estás en la Quinta Estación que también está sublevada?». Finalmente, aquel militar nos llevó, ya de noche, hasta la estación de la policía también sublevada.

Después supe que nosotros estábamos tratando de llevarnos el automóvil del Ministerio de Defensa, aquel edificio donde había arengado a los soldados para que se unieran a la revolución, estaba en el lugar donde nos bajamos para cederle  el yip al comandante. Aquellos militares que vimos eran de la guarnición del Ministerio de Defensa, los mismos que habían tratado de capturarnos por la tarde. Había tanta desmoralización que la gente de la guarnición no nos disparó; dejamos el carro allí y logramos llegar a la Oncena Estación.

Empezó otra historia porque llegamos de noche. Enseguida que llegué a la estación repetí mi presentación: «Soy cubano, estudiante, vine aquí a un congreso». Me recibieron bien, siempre lo hacían, en todas partes miraban con simpatía aquel hecho.

Ya teníamos hambre, habíamos vivido tantas aventuras Pero no tenía ni un centavo en el bolsillo para tomarme un café, ،hasta la cartera había perdido!

Eran como 400 hombres armados en la estación, muchos policías, militares, soldados. Serían las 7:30 u 8:00 de la noche cuando me incorporé a aquella tropa. Fue un momento muy interesante, porque entonces tuve que hacer un examen de conciencia.

En la estación existía cierta organización: las posiciones estaban ocupadas, de vez en cuando reunían en el patio a todo el mundo, pasaban revista, lista, número de hombres: tantos hombres y posiciones; dos o tres veces llamaron a un recuento aquella noche. Ahí pasé la primera noche completa porque se estaba esperando un ataque del Ejército, las cosas estaban un poco más claras y se esperaba de un momento a otro un ata que del Ejército a la estación de policía porque el Ministerio de Defensa y algunos jefes, en medio del caos, habían logrado controlar algunas unidades. Ellos fueron los que mandaron el batallón a reforzar el Palacio Presidencial, fue posiblemente aquella misma unidad, la que me topé y que venía con tanques no recuerdo si era uno, dos o tres tanques. Es decir, quedó algo de mando en el Ejército, y como en el resto del país no había pasado lo mismo, contaron con el apoyo de algunas unidades y pidieron refuerzo para la capital.

El Ejército vaciló mucho porque Gaitán, incluso, había ganado mucha simpatía por su carisma político y por la defensa de aquel teniente, el famoso proceso del teniente Cortés que se trasmitió por radio y todos los cuarteles escucharon las intervenciones de Gaitán en un alegato favorable a un oficial del Ejército.

El problema era que el pueblo sublevado no tenía jefatura ni dirección. Entonces, como aquello se convirtió en anarquía y empezaron los incendios, las destrucciones, los saqueos, el Ejército más bien actuó con un sentido sempiterno del orden. Consideró su misión la de establecer el orden, lo que le interesaba más que el gobierno. Si el pueblo hubiera tenido una dirección que apelara a los jefes militares, se hubiera logrado que muchos de estos oficiales tomaran partido al lado de la oposición.

Como resultado, lo único que existía era un gobierno allí  en el Palacio Presidencial. La primera acción del Ministerio de Defensa fue mandar una unidad para reforzar la seguridad del Palacio y después empezaron a tratar de poner orden. Así fue como tomaron partido. Entre los sublevados había policías y militares, incluso unidades completas, lo que ocurrió fue que el pueblo tomó todas las estaciones de policía y la policía se sumó al pueblo, en algunos lugares con más entusiasmo que en otros.

Yo estaba en la Oncena Estación, casi a las afueras de la ciudad, en los límites, frente a la Ermita de Monserrate, ubicada en un gran peñón sobre una colina. Estábamos esperando el ataque del Ejército. De vez en cuando pasaba rápido un vehículo blindado, frente a la unidad. No disponíamos de armas antitanques, pero se hacían algunos disparos desde las columnas. Fue una noche muy larga. Yo estaba como en un tercer piso, una tercera planta, tenía mi posición en una de las ventanas, desde allí observaba lo que pasaba. Era una situación paradójica, pues la ciudad ardía, sin embargo, por la calle de la estación la gente pasaba como hormiguitas cargando todo lo que encontraban y llevándolo hacia su casa. ،Hasta refrigeradores llevaban! Recuerdo haber visto a un individuo con un piano al hombro en medio del peligro, la sublevación, los tiros.

Para una gran cantidad de personas pobres, desempleadas, aquellos acontecimientos políticos se convertían en la  oportunidad de adquirir mercancías. En las manifestaciones populares que no tienen una dirección y se mezclan muchos sentimientos ocurren cosas inauditas, increíbles; lo que comenzó con la indignación del pueblo, terminó con la destrucción, el robo, el saqueo. La gente pasaba cargada, no hacía falta dinero para adquirir las cosas.

Por toda la cultura que adquirí a través de la lectura sobre las revoluciones, las guerras, por la propia experiencia de Cuba, yo sabía que toda unidad que se atrinchera, si se deja cercar, está perdida. Allí se estaba esperando un ataque, y una de las primeras cosas que hice, después que llegué, fue hablar con el jefe de la tropa. Le expliqué quién era, qué hacía en aquel lugar, le dije que era cubano, que tenía experiencia y que, de acuerdo con mi experiencia, la unidad no debía esperar un ataque pasivamente, sino que debía organizar a la gente y ponerla a la ofensiva, sacarla en columnas y atacar objetivos enemigos o atacar el Palacio Presidencial. Estuve tratando de convencerlo, le hablé dos o tres veces, le dije: «Piénselo».

El hombre me recibió, me oyó, me atendió, parecía estar de acuerdo, pero no hacía nada. De vez en cuando realizaban un llamado general para contar la gente, y después, cada media hora más o menos anunciaban: «،Ya viene el ataque!», «،Ya viene el Ejército!». Donde yo tenía mi posición había también un dormitorio y allí pasamos las primeras tres o cuatro horas. De pronto decían: «،Ya viene el Ejército!». A veces era una  falsa alarma, otras veces un tanque que pasaba frente a la estación de policía, y ya eran como las 12:00 de la noche o la 1:00 de la mañana. No habíamos comido nada, las horas pasaban a la expectativa.

Ya tenía mis dudas en relación con lo que estaba haciendo, si era o no lo correcto. Entonces: «،Ahí viene el ataque!», yo ya estaba un poco cansado de la agitación de todo el día. Eran como las 12:00 de la noche, me recosté en un camastro mientras esperaba el ataque, sabiendo de antemano que una fuerza que se deja arrinconar, una fuerza que se deja cercar no tiene posibilidad de defenderse; estaba convencido de que la batalla estaba perdida. En tales circunstancias, en los momentos de tranquilidad, me puse a meditar, me acordé de Cuba, de la familia, y me dije: «،Qué lejos estarán de imaginarse la situación que tengo ahora aquí en esta unidad sublevada, en esta estación de policía, esperando un ataque del Ejército! ،Qué lejos están de imaginarse lo que estoy pasando!» y me preguntaba: «¿Es correcto que me quede aquí?». Si yo quería entregar el fusil, eso era lo más fácil, siempre hubiera aparecido alguien que quisiera un fusil un fusil y mis 14 o 16 balas, podía irme para el hotel y abandonar aquella posición ya perdida.

Constantemente me repetía: «Esto está perdido aquí, esta batalla está perdida, este no es mi país, esta gente que está dirigiendo esto no sabe lo que está haciendo, son unos incapaces ». Y me preguntaba: «¿Cuál es mi papel aquí? ¿Vale la  pena lo que estoy haciendo?». Entonces empecé a reflexionar, creo que aquel día fui internacionalista ciento por ciento, porque dije: «Este no es mi país, pero hay un pueblo y este pueblo es igual que el pueblo cubano, que está sufriendo la opresión porque había mucha represión en Cuba, la explotación, la represión; está sufriendo una injusticia, le han asesinado al líder, está luchando, tiene toda la razón y hoy desea la libertad, la justicia; los pueblos son iguales en todas partes, lo mismo en Cuba que en Colombia, que en cualquier parte». Y determiné: «Me quedo». Tomé la decisión consciente ya, cuando estaba solo, ya no quedaba ni uno solo de los estudiantes junto a mí, no quedaba ningún cubano, estaba solo allí e iba a morir anónimamente en aquella estación.

Fue un día decisivo, porque a las 12:00 de la noche, agotado de caminar, sin un centavo, sin un conocido y librando una batalla perdida, encontré suficiente estímulo, suficiente justificación racional para quedarme, y me quedé; pero no fue una cosa irreflexiva, decidí sacrificarme en una batalla perdida, en aras de una serie de ideas y sentimientos.

Katiuska Blanco. Comandante, por eso, en la presentación del libro La paz en Colombia afirmé que quien escribía no era solo el revolucionario y el intelectual, sino además el hombre que un día estuvo dispuesto a dar su vida por el pueblo colombiano. Aquel día fue el inicio de una cercanía para siempre, ¿verdad?

Fidel Castro. Sí. Bueno, allí nos pasamos toda la noche esperando el ataque, cada media hora: «،Ya viene el Ejército!»; cada media hora era un correcorre.

 Fui un soldado del pueblo. ¿Qué iba a hacer? ¿Preservarme porque había calculado fríamente que todo estaba perdido? ¿Decidir morirme allí anónimamente? Creo que hice lo correcto.

Aquel día presencié algo sobre las 10:00 o las 11:00 de la noche. En tales situaciones los hombres desconfían unos de otros, siempre piensan que hay enemigos, espías; el hecho es que en el mismo lugar donde yo estaba, unos policías agarraron a otro y le decían: «Este es godo godo es conservador, reaccionario; sí, sí que lo es». Hasta maltrataron al hombre. Lo agarraron: «،No, que tú eres espía, que tú eres godo, que tú eres enemigo!», lo maltrataron con violencia. Decían: «Mira si es verdad, mira las mediecitas nuevas que les dieron a los policías para cuidar el evento ese de la OEA». Parece que la policía había hecho una selección de quiénes iban a cuidar el Parlamento durante la reunión de la OEA, que tuvo lugar por aquellos días. Allá estaba Marshall y delegaciones de todos los países. Bueno parece que a aquella gente le habían dado ropas nuevas, le decían al policía: «Mira, mediecitas nuevas, mediecitas nuevas de las que les dieron a los godos», lo maltrataron. A mí realmente me desagradó aquello, me irritó. No lo mataron ni lo torturaron ni nada de eso, pero lo maltrataron, y me acuerdo que me chocó, me produjo mal efecto; fue  lo único que pasó allí, excepto la infinidad de veces que anunciaron que venía el Ejército.

Katiuska Blanco. Pero, Comandante, los sucesos eran inconexos, como agujas de una brújula dislocada que no orientara a ningún punto cardinal.

Fidel Castro. Es verdad, fue un acto quijotesco, pero no me arrepiento. Yo estaba defendiendo una convicción, reaccionaba por una convicción íntima y tenía que ser leal a esa convicción.

Al amanecer, no había venido el Ejército, pero la ciudad seguía ardiendo, la tropa continuaba allá acantonada y volví a ver al capitán porque comencé a observar con espíritu táctico las colinas bastante inclinadas en el mismo patio de la estación de policía, me percaté de que cualquier fuerza que viniera por la altura dominaba totalmente la estación, y hablé con él y le dije: «Mire, esas posiciones son estratégicas, hay que tomar esas posiciones, defenderlas. Si usted me da una tropa, yo defiendo esa posición».

Entonces, el hombre me dio una patrulla de soldados de las fuerzas para cumplir la misión de defender las alturas. Pero, claro, me dio ocho o diez hombres, no era mucho lo que podía hacer con ellos. Pero demuestra que yo tenía una idea clara de la situación, de tácticas militares; porque por la noche le estaba aconsejando que organizara las columnas, que tomara la ofensiva y no se dejara encerrar por el Ejército, y por el día le  estaba diciendo: «Mire, es elemental: quien domine esas posiciones domina la estación». Le pedí y me dio una patrulla, me hizo caso; al otro día por la mañana, me dio la razón y me dio una pequeña tropita para que defendiera las alturas, entonces pasé el segundo día en las colinas.

Inicialmente llegué a las viviendas más próximas a la estación y pregunté si habían observado movimiento de tropas. Me informaron: «No, movimiento de tropas no hemos visto». Enseguida nos invitaron a tomar algo, ofrecieron café, vino, de todo. Por cierto, recuerdo que estando allí en la colina, en una de las primeras viviendas, tenían unas botellas de vino no sé si era italiano o colombiano envueltas igual que las italianas en una corteza de árbol, y decían: «،Tomen!». Fueron muy hospitalarios. Ellos también habían bajado a participar del recorrido por los comercios en la ciudad, lo que les permitió ofrecernos vino y alimentos.

Claro, yo seguí explorando. Había pocas casas allí a pesar de estar tan cerca de la ciudad. Los campesinos fueron en verdad muy amables con nosotros.

Continué mi misión hacia la derecha, en dirección a las alturas que se alargaban. Seguí preguntando a los vecinos si observaban algún movimiento. Después de la primera exploración nos sentamos, luego seguí y caminé como un kilómetro bordeando la ciudad.

Creo que mi tropa no llegaba a los diez hombres armados.  Todos colombianos. Es curioso porque ellos me aceptaron a mí tranquilamente, sin reparar en que no era colombiano ni conocía la topografía; no sabía nada, estaba explorando.

Cuando caminamos más o menos un kilómetro no recuerdo exactamente, nos topamos con un hombre que empujaba y trataba de arrancar un automóvil. Me fui acercando, le di el alto, pero él logró arrancar el carro y doblar por el borde de la colina. Le di el alto y no se paró. Me imaginé a alguien que observaba, una especie de espía, un explorador enemigo que estaba viendo qué había por allí. Él siguió, pero parece que se puso nervioso y apenas dobló sentí un ruido: ،Pam!, como que chocó. Corrí y escalé la colina que tendría como unos 15 metros para tratar de arrestarlo; pero cuando me asomé al borde de la elevación, el camino seguía recto como 120 o 150 metros, y en lo que llegué a lo alto, ya el hombre se precipitaba loma abajo. Cuando le di el alto yo tenía el fusil y le apuntaba. El hombre continuó corriendo desesperado, en aquel instante bajé el arma y no le disparé porque me percaté de que no representaba ningún peligro.

Me pasó igual que cuando el asalto a la goleta Angelita, en la expedición de Cayo Confites. En el instante me di cuenta de que aquel hombre no era un peligro; aunque me pareció extraña su presencia allí.

Desde las colinas se veía la ciudad ardiendo en muchos lugares. A aquella hora se sentían explosiones, cañonazos, disparos, se sentían toda clase de ruidos bélicos; algún tanque que  disparaba tal vez, tiroteos. La ciudad ardía y estaba prácticamente cubierta de humo. Así se veía desde mi posición.

Cuando pasó aquel incidente, regresé y en la primera vivienda la más próxima indagué, les pregunté si ellos habían visto qué gente era, qué estaban haciendo allí y los campesinos me dijeron con palabras textuales, que yo no conocía, pero entendí lo que querían decir: «Ese es un tipo que estaba ahí “culeando con dos prostitutas». Me imagino que quería decir: «Fornicando con dos prostitutas, divirtiéndose con dos prostitutas». En mi vida había oído tal palabra a nadie.

Lo insólito, lo asombroso, es que la ciudad ardía, reinaban el fuego, la muerte, la guerra, el desastre; era el Apocalipsis y, en medio de aquello, un ciudadano, como si se tratara de un sábado por la tarde o de un fin de semana, había salido a las afueras de la ciudad con dos mujeres a divertirse. ،Lo increíble!

Después regresé, visité a los campesinos, les pregunté más ampliamente, y me ratificaron que no se había visto ninguna tropa por allí. Entonces nos ubicamos más o menos en un lugar intermedio entre donde ocurrió el incidente del automóvil y una altura, con algunos árboles al borde, desde donde divisábamos la ciudad y observábamos cualquier movimiento en nuestra dirección o hacia otra. En una altura más próxima se encontraba la estación, casi a un extremo de la ciudad.

Pasaron horas, y como a las 10:00 o 10:30 de la mañana vimos unos aviones de guerra que nos sobrevolaban. Todavía  existían dudas de qué estaba ocurriendo; incluso, palpitaba la esperanza de que una parte del Ejército o la aviación estuvieran a favor de la revolución. Algunos aviones de guerra dieron vueltas por los alrededores, pasaron por donde nos encontrábamos, altos, no rasantes. Nos preguntábamos: «¿Con quién estarán estos aviones?». Mientras, explorábamos y patrullábamos las alturas.

Como a las 2:00 de la tarde estaba todo muy tranquilo, y desde la altura, unos 600 o 700 metros, estaba viendo el Ministerio de Defensa, donde habían transcurrido mis aventuras el día anterior. Entonces se me ocurrió, a pesar de que tenía muy pocas balas pudieran ser unas 14 o 16 balas, invertir cuatro en disparar contra el Ministerio de Defensa. Los únicos disparos que hice fueron desde aquella posición. Cansado de toda la situación, no venía el Ejército ni nadie, no existía ninguna operación envolvente o ataque a la estación. Fueron cuatro disparos sobre el Ministerio de Defensa; no le apunté a nadie, solo al edificio que se veía hacia abajo. Además, fui bastante generoso porque le gasté el 30%, por lo menos, de las balas que tenía, de las pocas que tuve siempre. Y fue la única vez, realmente, que usé el fusil. ،Pero pasaron tantas cosas en aquellas 52 horas, que es increíble que se hubiera podido sobrevivir!

Después realicé otro acto quijotesco. Como a las 5:00 de la tarde se sintieron disparos fuertes. Vimos personas prove nientes de la estación, algunos militares quizás de caballería porque traían armas, buenas armas avanzaban no de manera compacta, sino desgranadamente, desde la estación hacia donde nos encontrábamos. Pregunté qué ocurría y me dijeron que el Ejército estaba atacando la estación. Dije: «¿Están atacando la estación?, ¿y por qué se van?».

Recuerdo que venía un grupo de cinco o seis y un oficial con un fusil ametralladora al frente. Yo estaba con dos o tres, si acaso había tres conmigo, ubicados en distintos puntos. Entonces me paré delante del grupo uniformado, gente del Ejército, pero de los que estaban rebelados, y les pregunté: «¿Qué es lo que pasa?». Respondieron: «Están atacando la estación, nosotros nos retiramos». Volví: «¿Por qué se retiran?, no se retiren». Los critiqué y discutí con ellos porque se retiraban.

Bueno, por poco me matan porque quería convencerlos de que regresaran a la estación, que no la abandonaran. El hombre de la ametralladora me apuntó. ،De milagro no disparó! Es decir, cuando él vio que yo estaba persuadiéndolos de que no se fueran, realizó una acción agresiva para que no los detuviera. Y estaban los otros también. ،De milagro no dispararon!

Entonces, les dije: «Si lo que quieren es irse, esa es responsabilidad de ustedes». Les dije así porque no podía hacer nada, se me adelantaron. Cuando discutía en términos fraternales con ellos, no los conminaba con el fusil; pero, al ver la insistencia mía, apuntaron. Les dije: «Bueno, sigan», porque  yo no les iba a tirar, además, ellos tomaron la iniciativa. No me desarmaron, no me hicieron nada, lo único que hicieron fue que se resistieron por la fuerza y me apuntaron con las armas.

Algunos iban pasando aislados. Entonces indiqué a mi patrulla: «Tenemos que ir para la estación», para una estación que no era atacada desde la posición donde yo estaba, sino que la agredían desde abajo. Se sentían fuertes disparos. Caminábamos con cierto cuidado para ir observándolo todo a la vez. Cuando estuvimos próximos a la estación vi, en las calles, unas patrullas moviéndose. No tenía lugar ningún combate en la estación, en cambio, sí vimos más adelante como a 500 u 800 metros grupos de policías, gente de la estación; que se acercaban más bien a la ofensiva.

Llegamos casi a la estación y nos dijeron: «Desde tal iglesia están disparando». Efectivamente, desde una iglesia se sentían disparos, pero lejos de nosotros. Los policías decidieron: «،Vamos!». Imaginé que, efectivamente, gente reaccionaria combatía desde la iglesia, y dije: «Bueno, vamos a apoyar a los policías». Me acerqué allá con tal intención porque los vi avanzando; hasta me alegré de su determinación de salir de la estación. Eran varios grupos, los vi por las calles. Anochecía. Nos circundaban las paredes de unas fábricas de ladrillos, muy artesanales. Avanzábamos, crucé una primera calle, una segunda, y me dirigí hacia donde estaban los policías, o los sublevados, mezclados allí. Los que por poco disparan con tra mí eran de caballería, del Ejército, tenían, incluso, un fusil ametralladora.

Cuando cruzaba por una de las calles, vi un niño como de siete u ocho años, chiquitico, chiquitico, que con una voz estremecedora me decía: «،Han matado a mi papá, han matado a mi papá!», con un grito desgarrador lo decía el muchacho, y me impresionó mucho, por supuesto. En verdad, había un hombre muerto allí. Permanecía tendido en una mesa, creo que tenía alguna vela puesta, es decir, lo estaban velando. El niño no tenía a quién decirle, era como un pedido de auxilio o una protesta. Fue a mí al primero que vio, me llamó y me dijo: «،Han matado a mi papá, han matado a mi papá!». Estaba en una casita muy humilde de la ciudad. Pudo haber sido una bala perdida... Le puse la mano encima al pequeño, traté de consolarlo. Él me cogió, me llevó de la mano. Entré a la casa, la familia lloraba. Yo lo atendí. Parece que como yo pasaba por la calle, con mi gorra y mi capota, casi de noche, después de las 6:00 de la tarde, cuando aún se sentían disparos, se aferró a mí en su desesperación y me decía: «،Han matado a mi papá!», tan dolorosamente Es una cosa que no se olvida fácilmente: la criatura gritando en medio de disparos, mientras los hombres avanzan con cautela, recostados a las paredes. Nunca lo olvido. Creo que hace ya muchos años se lo conté también a Arturo Alape, el amigo de mi amigo Gabo.

Al rato cesó el fuego en el lugar que parecía la torre de una  iglesia. Dijeron: «Ya cesó...». No disparé porque no tuve ninguna posibilidad.

Yo estaba irritado. Era un poco escéptico, no creía mucho que estuvieran tirando de una iglesia el primer día por la mañana; pero el segundo día, por la tarde, ya lo creía posible. ،Había visto tantas cosas! Podía concebir que desde una iglesia estuvieran tirando. Al principio, al sentir los tiros, estuve mirando, se me hacía rara la idea de lo que decían, que unos curas estuvieran tirando. Podían ser curas, pero también reaccionarios que aprovechaban la posición ventajosa del convento o la iglesia, realmente nunca supe si era lo uno o lo otro.

Al contrario de lo previsible cesaron los disparos. Los policías dijeron: «No hay nada». No había resistencia. Emprendieron el regreso a la estación al anochecer, y yo fui también. No se produjo ningún ataque en realidad. Lo que se escuchaba al anochecer era que había una tregua, una solución, que los jefes conservadores y los liberales habían entablado conversaciones y que se estaba llegando a un acuerdo.

Se dio efectivamente una especie de tregua. Se pronunciaron discursos, se trasmitieron noticias por radio sobre las palabras de no sé quién, que existía un arreglo, una tregua; que los líderes liberales y los líderes conservadores, para evitar más derramamiento de sangre, estaban llegando a un arreglo. Fue aquella misma noche. Reinaba tranquilidad en la estación; entonces me quedé allí aquel día, en vista de que la situación  política era de tregua, de conversaciones y arreglo.

Dormí toda la noche. Temprano me levanté. Trasmitían las noticias, todo el mundo reiteraba: «Se llegó a un acuerdo, hay paz, hay que devolver las armas». Claro, se acordaba la paz, había que devolver las armas; correcto, bueno, si hay paz, si hay arreglo de todo, hay que devolver las armas. Ya podía regresar, desmovilizar a la gente. Fue lo que se informó por la mañana, lo decía la radio, lo informaba todo el mundo.

Entonces entregué mi arma; pero quise llevarme algo de recuerdo no sé si era un sable o algo así—. Fue cuando percibí un acto de ingratitud del mismo jefe a quien yo aconsejé, a quien me le ofrecí de voluntario, al que serví y defendí de la estación adonde regresé cuando me dijeron que la estaban atacando, la estación perdida, adonde se estaba retirando la gente, aquel jefe me dijo que no, que no se podía tocar nada, que lo sentía pero que no podía llevarme nada. Y no pude ni siquiera llevarme un recuerdo.

Por la mañana me encontré a Del Pino en aquel mismo lugar. No sé cuándo llegó ni cómo llegó, pero se quedó asombrado de verme, porque me creía muerto. Entonces empezó a decir que me había buscado por todas partes. Del Pino era alguien que más que leal a una idea, era leal a una persona, según él mismo enfatizaba. Él hablaba de una gran amistad entre nosotros, de tipo personal. Bueno, iba por donde yo iba. Me narró toda la historia desde el momento en que nos separa mos. Nos pusimos contentos al vernos, al saber que él estaba bien y yo también.

No sabíamos qué acuerdo era al que habían llegado los líderes políticos conservadores y liberales, pero bien, ya nos dirigimos juntos al hotel. A pesar de la paz decretada, para nosotros los peligros siguieron. Cuando dejamos la estación, a las 9:00 de la mañana, a una hora determinada, después que ya se habían dado las instrucciones relativas a un estado de paz, nos fuimos por las calles. No tenía puesta la boina, ni el capote, ya no tenía nada.

Salimos en dirección a nuestro hotel, muy tranquilos porque se habían puesto de acuerdo los colombianos; no sabía las bases de la paz, pero, bien, había paz. Pensaba que los liberales habían hecho un acuerdo con un mínimo de dignidad y de garantía para los revolucionarios y el pueblo.

Pero cuando íbamos caminando hacia la ciudad, ¿qué observamos? Disparos, combates aislados. ¿En qué consistían? El Ejército estaba cazando francotiradores o combatientes aislados en una torre de un edificio, en una torre de una iglesia, incluso. Yo sufrí la amarga impresión de ver aquella gente abandonada, a la que estaban cazando. El Ejército se dedicó a cazar revolucionarios aislados, quienes por alguna razón se quedaron en una casa, en un edificio o en una torre, y presenciamos cómo los soldados avanzaban, disparaban y cazaban a los revolucionarios. 

Fue el primer hecho desagradable, amargo, que percibimos. La gente había sido traicionada. Estaban cazando a los tiradores que se quedaron aislados. Era gente del pueblo, gente valiente del pueblo que se quedó allí, sin noticias ni orientación.

Íbamos a entrar al hotel Claridge cuando nos dijeron: «Pero ¿ustedes qué hacen? Los están buscando, les echaron la culpa de todo lo que pasó aquí. Dicen que ustedes son los responsables ». Bueno, no pudimos quedarnos en el hotel, todo el mundo se aterrorizó cuando nos vieron llegar.

¿Qué podíamos hacer? Nos dirigimos a la casa de huéspedes donde estaban Ovares y Alfredo Guevara, allí donde estuvimos minutos antes de enrolarnos en la manifestación. Llegamos a la casa, tocamos y entramos. Estábamos en una situación muy insegura.

Nos recibieron muy bien en la casa de huéspedes. Allí vivía un matrimonio y estuvieron de acuerdo en darnos hospedaje. Estuvimos preguntando qué vieron y contándoles a nuestros compañeros todo; cuando cometí la imprudencia más grande que alguien pueda cometer en la vida. Estaba irritado, amargado, indignado, desde la muerte de Gaitán, la rebelión del pueblo, las masacres, el pacto, la traición. Tenía una visión tan clara de lo que era una sociedad de explotación, una sociedad de ricos y pobres, de oligarcas y pobres, tenía una visión tan viva de todo y me encontraba en tal estado de excitación, que  el dueño de la casa estaba hablando, y diciendo horrores de los liberales: «Que si eran de tal forma que los liberales...», y yo en vez de callarme la boca, tragarme la lengua, estar tranquilo, era lo que debía haber hecho, le contesté.

Katiuska Blanco. —¿Usted piensa que fue un error?

Fidel Castro. Reconozco que fue un error. Eran como las 5:40 o las 6:00 de la tarde, comenzaba el toque de queda en una ciudad ocupada por el Ejército, habían traído tropas de todas partes y cada esquina estaba custodiada por un soldado. Después de las 6:00 de la tarde no se podía salir porque disparaban contra cualquiera que vieran en la calle. En aquel momento el dueño, el conservador, se indignó tanto con mis palabras y mis protestas porque le dije: «Eso no es cierto, eso no es justo, ese es el pueblo, al pueblo le mataron el líder, el pueblo se sublevó»; fue así como le dije: «Se sublevó porque le asesinaron a su líder, es injusto lo que se está diciendo»—, que decidió expulsarnos, prohibirnos que nos quedáramos en la casa y nos mandó a salir para la calle. Prácticamente nos mandó a la muerte, ¿qué nos quedaba a nosotros?

Caminamos dos o tres cuadras y llegamos a un hotel llamado Granada no contábamos con un centavo, además para ver si veíamos al argentino peronista que había tenido contacto con nosotros, porque entonces la juventud de su partido se mostraba activa, y como nosotros luchábamos por la libertad de Puerto Rico, la devolución del Canal de Panamá, el cese de  las colonias, contra Trujillo, y por la devolución de las Malvinas; el argentino estaba encantado con nuestras posiciones, teníamos causa común. Preguntamos en el hotel por el que formaba parte de la delegación oficial de Argentina a nuestro evento. Su apellido era Iglesias. Había estado muy implicado y colaboraba con el congreso estudiantil nuestro.

Entonces fuimos a ver a dicho hombre para explicarle nuestra situación: no teníamos hotel ni casa donde hospedarnos, tampoco un centavo, no teníamos adónde ir. Faltaban solo cinco minutos para el toque de queda, cuando de repente vimos a Iglesias saliendo del hotel en un automóvil de la delegación argentina. Lo paramos ahí mismo, y cuando nos vio, no nos dejó ni hablar. Nos dijo: «،Pero en qué lío os habéis metido, en qué lío os habéis metido! ،Entren!», y nos metió dentro del carro. Creo que faltarían unos tres minutos apenas para el toque de queda porque, desde que nos botaron de la casa de huéspedes, fuimos al hotel y preguntamos por el argentino, transcurrió el tiempo. Dije: «Bueno», y nos metimos dentro del carro.

Iglesias no sé si estará vivo o no lo único que decía era: «،En qué lío os habéis metido! ،En qué lío os habéis metido!». Dije: «،Qué lío!».

Me preguntó: «¿Los llevo a la embajada o al consulado?». Creo que nos llevó a la embajada de Cuba. A nosotros no se nos había ocurrido hacerlo porque, como éramos enemigos del  gobierno de Grau, no nos pasó por la mente ir a buscar ninguna embajada, pero el argentino nos llevó. Indicó al carro: «،Por aquí!». Ya todas las esquinas estaban tomadas por el Ejército y en cada esquina nos paraban, miraban: «Embajada de la Argentina, carro diplomático, sigue», ordenaban. Eran las 6:00, oscurecía. En la embajada entramos y nos recibieron con expresión de asombro: «،Ah, ustedes son los cubanos!».

Por alguna razón, los cubanos nos habíamos vuelto famosos. Parece que como nos vieron en la estación de policía con los fusiles, por las calles; como nos vieron por todas partes, los cubanos éramos famosos. Y además culpables, ،hacía falta buscar un culpable! El comunismo internacional había provocado todo aquel suceso, y el hecho es que a quienes buscaban por toda Bogotá, era a los cubanos, y nos echaban la culpa de lo que pasó.

El momento psicológico exigía buscar los culpables, el gobierno de Colombia los necesitaba y así fuimos nosotros a parar a la embajada de Cuba. Allí estaba la delegación cubana, Guillermo Belt era quien la presidía, el jefe de la delegación cubana a la comedia de la Organización de Estados Americanos.

En el aeropuerto dos aviones eran cubanos, uno del Ejército. El gobierno de Grau mandó un avión militar y con él unos militares: comandantes, capitanes, la tripulación, y estaban en la misma casa de la embajada. ¿Qué ocurrió? Un cónsul, hombre muy bondadoso, viejo ya, tendría unos sesenta y tan tos años, y la señora, la persona más bondadosa del mundo, nos recibieron con los brazos abiertos, contentos: «Ustedes son los cubanos, nos alegramos de verlos bien», nos dijeron. El hombre tenía el apellido Tabernilla y era hermano del general Tabernilla, un batistiano que en aquel momento se encontraba exiliado, o no sé dónde. Pues a nosotros el cónsul nos recibió con bondad, preparó camas, nos preparó comida, todas las atenciones imaginables. El hombre más hospitalario y más amistoso del mundo.

Recuerdo que, sentados a una mesa, nosotros, convertidos en veteranos, narrábamos las aventuras vividas en tal situación. También estaban los militares recién llegados de Cuba tenían una ametralladora Thompson, la utilizaban como arma personal. De repente se escuchó un tiroteo frente a la embajada y nosotros fuimos para allá. Recuerdo a los militarotes: «،Los civiles no, los civiles que no se muevan!». Iban para allá los famosos militares. ،Si nosotros nos habíamos pasado ya más de 48 horas oyendo tiros en todas direcciones y pasando aventuras de todas clases! Entonces recibí la impresión de lo prepotente, de lo chocante que eran aquellos militares cubanos, que cuando sonaba el tiroteo decían como si fuéramos niños: «،Los civiles no, los civiles que se queden donde están, que no se muevan!». ،A nosotros, que acabábamos de pasar una aventura increíble! Dije para mí: «¿Qué sabrán estos militares de esto?». 

Aquella noche nos dieron comida y propiciaron que durmiéramos. En realidad la casa fue hospitalaria. Finalmente ni sé si aquel lugar sería el consulado o la embajada porque fue el cónsul quien nos acogió. Tal vez fue al consulado adonde nos llevaron y la embajada estaba en otro lugar.

Durante la noche continuaron sonando tiros aislados. Nosotros explicamos que otros dos cubanos estaban en una casa de huéspedes no muy lejos y que había que recogerlos al siguiente día, temprano.

Entonces, fueron a buscar, en un automóvil oficial con chapa y bandera diplomáticas, a Ovares y a Guevara y los trasladaron.

Además del avión militar, había otro avión cubano en Colombia con el pretexto de buscar unos toros miura, toros de lidia, porque a alguien se le había ocurrido realizar una corrida de toros, no sé si la iban a hacer en el palacio de los deportes o en un campo de pelota. El hecho era que, a pesar de que Martí había criticado mucho las lidias de toros por ser algo cruel, alguien planeó una lidia de toros en La Habana.

En tal momento, nadie se iba a ocupar de toros ni de nada. Con la debacle aquella nadie sabía si los toros estaban vivos siquiera, y la embajada nuestra gestionó con el gobierno para que el avión civil sacara un personal cubano varado allí. Mientras tanto nos buscaban por toda Bogotá, como culpables de lo que había pasado. Entonces, de la embajada nos llevaron en  un carro diplomático y tomamos el avión, un DC-4 que tenía, incluso, los corrales para llevar los toros. Nos montaron a los cuatro cubanos y despegamos por la meseta entre montañas. Hicimos escala en Barranquilla.

Pero nosotros seguíamos siendo unos imprudentes incorregibles, porque al llegar a Barranquilla nos apeamos y estuvimos viéndolo todo. En vez de quedarnos dentro del avión y no dejarnos ver nunca más en Colombia, después de toda la campaña que habían hecho y de la culpa que nos estaban echando encima.

Afortunadamente no pasó nada, así que despegó el avión otra vez, atravesó el Caribe y aterrizó en La Habana.

،Qué situación para nosotros: el representante del gobierno nos había ayudado a salir! Nosotros ni le dimos las gracias al gobierno, al contrario, seguíamos tan obstinados contra él como siempre. Al fin y al cabo, habíamos venido gracias a la ayuda de la embajada o del consulado, nos habían tratado excelentemente bien y nos habían traído para Cuba otra vez, justo a nosotros, los adversarios implacables del gobierno de Grau.

Pude traer la literatura que me había entregado Gaitán. La pude conservar porque nuestras maletas las recogió en el hotel el propio personal de la embajada o consulado. Traje la literatura y se la di a la prensa aquí. A Pardo Llada le di también. Él hizo mucha historia de quién era Gaitán, sus discursos. Traje uno de los discursos de Gaitán, muy bonito, se llamaba «Oración  por la paz». Él discursaba muy enérgicamente, hablaba en un lenguaje al que no estábamos acostumbrados. Nosotros nos habíamos habituado más bien a una retórica dura, insolente, insultante era la retórica que usábamos con el gobierno y veíamos en Colombia que Gaitán decía: «Excelentísimo señor Presidente de la República», un formulismo muy respetuoso; mientras que eso no se conocía en Cuba, donde la polémica pública desbordaba de frases fuertes, duras.

Así fue nuestro regreso de aquel viaje. Hubo riesgo desde el día en que aterrizamos en Santo Domingo hasta el día en que lo hicimos en Barranquilla. Creo que otro riesgo fue volar en aviones DC-4, que nadie sabía cómo podían recorrer 2000 kilómetros en el Caribe, ¿cómo podían volar cinco o seis horas y llegar desde Colombia hasta aquí? Parece que aquellos aviones eran seguros porque hicimos todo el viaje.

Katiuska Blanco. Comandante, ¿considera que en Bogotá vivió por primera vez una revolución o al menos una experiencia que recordaba la toma de la Bastilla en París, Francia, o la del Palacio de Invierno en San Petersburgo, cuando se estremecía el imperio de los zares en Rusia?

Fidel Castro. Yo había vivido las revoluciones, las insurrecciones y los grandes acontecimientos históricos nada más que en los libros, y había vivido muchas luchas, manifestaciones de estudiantes en Cuba, había participado en la expedición de Cayo Confites, pero no había visto un estallido social, revolú cionario. Fue aquel el primer estallido que viví.

En tal época tenía idea, pero libresca totalmente, en teoría, de lo que era una insurrección popular, y de súbito tuve ante mis ojos una verdadera insurrección. Aquello fue más bien un estallido, una rebelión total del pueblo, y vi en acción todos los factores, toda la psicología, todas las leyes de las masas desatadas, vi todo lo que ocurre en una situación así. También vi todos los errores cometidos, de un país sin dirección, un movimiento sin dirección; vi la actitud de los líderes políticos, cómo actuaron en aquel momento, tan mediocremente que, incluso, traicionaron al propio pueblo liberal, al propio pueblo gaitanista. Vi la endeblez de todos aquellos políticos, vi los errores de los jefes militares dentro de aquella situación. Pude apreciar también lo terrible que resultaba la falta de una cultura política y de una disciplina, cuando la gente traduce su indignación en un espíritu destructivo. Primero fue destructivo, la gente primero no quería llevarse nada y luego, hasta vandálico.

La primera reacción de las masas, de la muchedumbre, fue destruir; destruir lo que constituyera una oficina oficial, una tienda, un comercio. Parecía como si vieran al enemigo en todo lo que fuera representación oficial de aquellas propiedades. Inicialmente la actitud de la masa irritada, indignada, al conocer la muerte de Gaitán, no fue robar, no fue saquear, fue destruir. Después la gente transformó el espíritu destructivo  en un espíritu de tomar posesión de todo, apoderarse de todo, saquear. Es lógico que ocurra algo así en una población tan pobre que de repente vio que desaparecieron las puertas y las vidrieras y que los bienes estaban ahí a su alcance. Eso prueba falta de una conciencia y cultura políticas en las masas.

Y era lógico. Las masas analfabetas, explotadas, confundidas, engañadas, no vieron la lucha como un instrumento para cambiar su destino, y allí se transformó el espíritu antigobernante, en espíritu destructivo y de saqueo. Imagino que muchos se dedicaron a saquear y muchos a luchar.

También fue la primera vez que vi columnas, masas de pueblo sublevadas, mezcladas, típicas de la Revolución Francesa; cuando la gente con picos, palas, machetes y fusiles, con todo, se reunían, atacaban, asaltaban.

La toma de la estación fue como la toma de la Bastilla, me imagino que así fue la de la Bastilla: llegó una multitud, entró en la Bastilla un día y la destruyó. Así fue como tomaron aquella y varias estaciones de policía. Fueron las masas, en columnas, porque por alguna ley psicológica, sin que nadie las organizara, a veces se reunieron hasta 100 personas e iban en una dirección, y se iban sumando más. Nadie los organizó.

Vi también la falta de organización. Pude apreciar las debilidades políticas que significaban la falta de una conciencia, la ausencia de jefatura y de táctica militar. Observé todo. Fue vital para mí. Medité mucho sobre todo y creo que me enseñó  extraordinariamente.

No había transcurrido un año y ya había vivido dos hechos excepcionales: toda la experiencia de la expedición de Cayo Confites, que empezó en julio de 1947, y El Bogotazo, que ocurrió en abril de 1948; no había transcurrido un año y había vivido ambos sucesos. Tuve la experiencia de la expedición: me percaté de los errores de la expedición, viví la vida de campamento, en condiciones muy difíciles, así como toda la navegación por aquellos mares. Analicé los disparates y errores cometidos por los jefes, la traición que hizo Masferrer al entregar la expedición, la forma en que nos escapamos al lanzarnos a la bahía. Después los meses de lucha contra Grau; y luego lo de Bogotá, todo en menos de un año. De aquel intenso período indiscutiblemente saqué experiencias. Sus hechos vinieron a ratificar muchas de las ideas que tenía y a fortalecer mis convicciones acerca de los problemas políticos y sociales, y sobre la forma de hacer la revolución.

Claro, tanto en Santo Domingo como en Bogotá, tenía ideas militares claras, correctas e ideas políticas correctas. Sobre el aspecto militar: qué había que hacer en Santo Domingo, cómo hacerlo, la idea de la guerra irregular frente a un ejército organizado. En Bogotá sostuve ideas militares correctas, sacadas de la experiencia de lo leído y de una cierta intuición. Dije: «Uno no debe dejarse sitiar, hay que salir, hay que atacar. Esta estación es muy vulnerable si el enemigo toma las alturas, hay  que defender las alturas». Es decir que en cada momento yo tenía una idea clara de lo que había que hacer. Y lo ocurrido después lo confirmó totalmente.

También me enseñó la endeblez, la superficialidad, la falta de lealtad de los líderes políticos burgueses, por la forma en que fueron capaces de traicionar al pueblo, hacer pactos y arreglos a espaldas del pueblo. Creo que esta es la impresión fundamental que recibí.

A partir de dicha experiencia decidí estudiar a fondo estos problemas. Entre otras cosas, estaba en deuda conmigo mismo, con mi curso en la Universidad; ya debía finalizar o vencer el tercer año.

Decidí dedicar el tiempo necesario a terminar los exámenes, porque lo sentía como un deber, una obligación y, al mismo tiempo, como algo indispensable para adquirir una mayor preparación. Era una idea clara en mí, quería profundizar mis conocimientos, tener una mayor preparación.

Katiuska Blanco. Comandante, al participar de los hechos, ¿usted confiaba en la posibilidad de una revolución en Colombia? ¿Habría sido posible si no matan a Gaitán?

Fidel Castro. Bueno, estamos hablando del año 1948, el poder de Estados Unidos en el mundo era total, el dominio en América Latina era absoluto. Claro, Colombia es un país mucho más grande que Cuba. En aquella época estaba Perón en Argentina tratando de hacer algunas medidas nacionalistas con  un cierto desafío a Estados Unidos, lo acusaban de fascista, lo tenían aislado, habían logrado aislarlo; aunque Perón despertó también corrientes de simpatía en Argentina, por su espíritu nacionalista, sus leyes sociales en favor de los obreros y su enfrentamiento a Estados Unidos.

 ¿Pero habría podido Gaitán en el poder desafiar todos los factores adversos y llevar a cabo una revolución en Colombia en el año 1948? Era muy difícil, pudiéramos decir que era una tarea casi imposible. Hubiera podido intentarlo y lo más probable es que más tarde o más temprano lo hubieran sacrificado.

Su propia muerte demuestra que sus posibilidades de ir más lejos eran limitadas, porque lo asesinaron. Ahora, ¿lo asesinó un loco, un individuo pagado, un fanático? Hay que tener en cuenta que la oligarquía y el imperialismo no solo matan organizando un atentado, no solo matan armando a un asesino, pagándole y dándole la tarea. Muchas veces en la historia, la oligarquía y el imperialismo matan creando un ambiente, una atmósfera. Van creando las condiciones psicológicas para que, entre la masa de fanáticos y de gente reaccionaria, surja un individuo que mate. Es decir, para mí no tiene que haber sido organizada directamente la muerte de Gaitán, aunque no tiene nada de extraño que a un individuo con tales características, la oligarquía y el imperialismo hayan decidido asesinarlo. Que lo decidieran y lo asesinaran, no sería extraño. Pero no es la única forma de matar, una forma muy sutil, o no  tan sutil; también ellos lo hacen creando un clima de violencia, violencia, violencia; matan, crean provocaciones, crean un clima de violencia y excitan el sentimiento reaccionario, el sentimiento fanático contra un líder, hasta que en la masa de miles de fanáticos alguien busca un revólver y le da un tiro. Ellos crean las condiciones psicológicas, ambientales, para que se produzca una agresión. Así que a Gaitán la oligarquía y el imperialismo pudieron haberlo matado, porque organizaron directamente el asesinato o porque crearon todas las condiciones para tal asesinato. Y era un individuo que no tenía ninguna protección.

De la misma forma que, por ejemplo, a Martin Luther King lo mataron en Estados Unidos. Allí también se creó la atmósfera, el ambiente, la idea de que Luther King era un hombre peligroso, antirracista; y entonces un racista pagado, un racista organizado y armado o un racista por iniciativa propia, decidió matarlo.

Lo de Olof Palme fue de otra índole. No me parece que fuera acción de un fanático, porque Palme tenía posiciones muy claras, muy correctas de tipo internacional en muchos problemas: el problema de la carrera armamentista, de la paz, del racismo, el problema de Centroamérica. Tenía posiciones, pero no creaba en el país un clima de fanatismo.

Suecia es un país de largas tradiciones, de normas legales. En mi opinión, detrás de la muerte de Palme no había un faná tico sueco porque allí no habría la atmósfera, las condiciones de tal fanatismo, más bien la Suecia de entonces era un país acostumbrado a la controversia, a la polémica, a las discusiones sobre todos los problemas y no se caracterizaba por el odio detrás de la política; el odio que, por ejemplo, ha existido en Estados Unidos, la prédica fascista, la prédica racista propia de su política y que pudo conducir al asesinato de un Martin Luther King, incluso, al asesinato de un [John F.] Kennedy, o al asesinato del otro [Robert] Kennedy. Eso en Estados Unidos se podía producir, en virtud de las ideas reaccionarias, fanáticas, incluso, que han existido allí. Pero tal no era el clima de Suecia, nadie habría esperado que Palme fuera asesinado.

Por eso, y lo he afirmado otras veces, yo siempre he sospechado que el asesinato de Palme fue más bien organizado, y que los únicos intereses afectados por la política de Palme entonces, realmente, eran los intereses del complejo militar industrial de Estados Unidos, los intereses de los grupos de inteligencia de Estados Unidos. La política de Reagan en Centroamérica, en el mundo, en todas partes, era la única política afectada por las actividades de Palme. Allí no operó el mecanismo indirecto de un fanático, sino que operó el mecanismo directo de la planificación y organización de un asesinato, en un lugar donde se podía hacer impunemente.

El revólver, el tipo de bala Magnum especial utilizada, la forma en que se hizo, hablan de alguien que actuó impune mente. Este tipo de bala no la suele tener cualquier fanático, por ejemplo; un fanático utiliza un revólver calibre 32 o 45, una escopeta. Pero tal tipo de bala especial solo está al alcance de policías, grupos bien armados; por eso pienso que en el caso de Palme no puedo probarlo, no tengo elementos, sino la intuición, la experiencia me indica que fue planeado, organizado. Y fue un asesinato planeado para golpear a un individuo que tenía una influencia, desempeñaba un papel, se había reunido con otros dirigentes, había escrito libros contra la carrera armamentista, un decidido enemigo de la carrera armamentista; de la carrera nuclear, de la tensión internacional, con una política muy progresista con relación a los países subdesarrollados, con una buena posición sobre la deuda, una posición sobre el Nuevo Orden Económico Internacional, de ayuda a los países subdesarrollados del Tercer Mundo, una posición militante contra el apartheid, contra la intervención de Estados Unidos en Nicaragua. Había muchos puntos de la política de Palme que chocaban con la de Estados Unidos, como ahora chocan los políticos que denuncian el cambio climático y la insostenibilidad de la existencia humana en el planeta con el sistema capitalista. Como ahora chocan líderes como Evo y Chávez, en torno a los cuales el imperialismo ha intentado también crear una situación de violencia que propicie el magnicidio. Con Chávez, durante el golpe de abril de 2002, estuvieron a punto, a un punto escalofriante de conseguirlo. 

Katiuska Blanco. Comandante, ahora que usted habla de un líder europeo tan poco común y casi olvidado como Olof Palme, ¿usted lo admiraba?

Fidel Castro. Sí, él tenía prestigio. Junto con [Giorgios] Papandreu, [Indira] Gandhi, [Miguel] De la Madrid y [Raúl] Alfonsín, había tenido reuniones, había suscrito documentos y tenía una política muy activa, de modo que podemos decir que, objetivamente, Palme se había convertido en un estorbo y en un mal ejemplo para la política de Estados Unidos. Entonces, la intuición, la vieja experiencia de percibir una situación, de percibir los elementos de una situación que se indican con claridad, ese olfato, ese instinto nunca me ha engañado.

Recuerdo cuando estuve en Chile. Hablé con Allende, cuando vi una manifestación, dije públicamente: «Estas son actividades de la CIA, esto ha sido organizado por la CIA, por esto, esto y esto otro», hice todo el razonamiento. Todavía debe estar grabada una entrevista que concedí entonces. Todo lo que estaba ocurriendo en Chile lo vi claro. Aprecié que era algo organizado, y dije: «Detrás está la mano de la CIA». Algunos años más tarde se comprobó todo lo que yo había dicho con exactitud.

Quizás nunca se llegue a saber cómo murió Olof Palme, pero yo podría decir lo mismo que en Chile en aquella ocasión: «Detrás está la mano de la CIA», estoy seguro de que no me equivoco. 

Katiuska Blanco. Comandante, pienso que usted ama a Colombia, y que este sentimiento tiene una raíz temprana y profunda en su vida desde los tiempos de El Bogotazo.

Fidel Castro. Sí. En el momento aquel en que yo pienso en Cuba, en la familia, en todo, un poco en la serenidad de la medianoche, de la madrugada, en condiciones muy difíciles porque ya estaba perdida la batalla, porque la gente se había dejado arrinconar, no salía, se dejaba acorralar, estaba actuando con una táctica absurda; yo recordaba, en la propia historia de Cuba, que cuantas veces una fuerza se aisló en un edificio, la derrotaron. Ha pasado siempre en todas partes, en una situación revolucionaria de tal índole.

Por entonces yo pertenecía al Comité Pro Independencia de Puerto Rico, era presidente del Comité Pro Democracia de Santo Domingo, defendía la devolución del Canal de Panamá, participaba de las luchas contra las colonias en América Latina, por la soberanía argentina sobre las Malvinas, contra la Conferencia Panamericana, contra la política de dominación de Estados Unidos en nuestra región eran todos problemas internacionales y sin ser todavía un marxista formado, y sin militar en ningún partido marxista. Yo tenía mucho que aprender todavía de cosas políticas, pero nunca me había visto confrontado... Bueno, sí me vi confrontado en el caso de República Dominicana, aunque tampoco República Dominicana era mi patria, pero estaba muy cerca. Y no fue  improvisado, fue algo pensado, duró meses, fue mi decisión ir para allá; no solo iba, sino que iba con un gran entusiasmo.

Bien, no era mi patria, pero ahí había gente que conocía, era en Cuba que se organizaba todo, estaban cientos de cubanos involucrados, y los otros eran dominicanos, con quienes teníamos muchas relaciones y amistad. Pero en Colombia yo estaba solo en aquella tropa de más de 400 hombres, no conocía a nadie, no tenía un amigo, no estaba en Cuba; de mi familia nadie sabía nada de lo que estaba pasando, no se podían imaginar, sospechar, la situación en aquel momento, aquel día del 9 al 10 de abril. Fue como a las 11:30 de la noche, lo más probable sobre la 1:00 de la mañana.

Cuando llegó la hora de prueba, porque todas estas ideas y simpatías se ponen a prueba de verdad contra la vida del individuo, y dices: «Bueno, hay que sacrificar la vida».

Pero a mí también me parece muy correcto, de las mejores cosas que pude haber hecho, que cuando me dijeron que la estación estaba siendo atacada, fui para allá, para una estación que estaba perdida, cuando los propios colombianos estaban yéndose. Fue otro momento que reconozco realmente generoso en mí. De tales circunstancias me acuerdo bien porque fueron dos momentos de prueba.

En aquel momento tenía un grupo de hombres bajo mi mando, eran colombianos, ya tenía un cierto compromiso con aquella patrulla y cumplía una misión. Pero allí a la 1:00  de la mañana no estaba cumpliendo nada, era un hombre con 14 balas, en una batalla perdida, solo, no conocía a nadie, no cumplía ninguna misión. Un momento más difícil, y dije: «Me quedo». Lo consulté con mi conciencia solamente, y no puedo decir que tenía el espíritu internacionalista que puedo tener hoy; pero puesto a prueba y, más que partiendo de un principio marxista, partiendo de un principio democrático, popular, dije: «Este pueblo es igual que el pueblo de Cuba, todos los pueblos son iguales; este pueblo es explotado...». Casi lo mismo que le dije después al dueño de la casa de huéspedes, al hombre conservador que criticaba el estallido popular del otro día: «Le han asesinado al líder que significó una esperanza, ellos tienen la razón».

Y todos los pueblos son iguales, fue lo que me dije: «Todos los pueblos son iguales». No es que dijera entonces: «Debe existir el internacionalismo proletario, los pueblos deben ayudarse unos a otros», sino: «Todos los pueblos son iguales, y tengo que hacer aquí exactamente lo que yo haría si estuviera en Cuba». Llegué a tal conclusión; creo que este es el primer principio del internacionalismo, los pueblos son iguales, es justa esta causa, tiene razón este pueblo porque lo están explotando y oprimiendo. Iba todavía por la vía democrática, la idea de la justicia, de que todos los pueblos son iguales. No era el concepto de internacionalismo que tengo hoy, aunque después... Lógicamente, si este tipo de internacionalismo lo practicaba a los 21 años no había cumplido los 22 todavía, en tales condiciones, tengo que ser luego muy receptivo a las ideas del internacionalismo proletario mucho más sólidas y fundadas en un sentido histórico.

Entonces, podría decir que se trató de algo mucho más espontáneo, más propio de la idiosincrasia personal que de una concepción ideológico-política. No había rebasado totalmente mi mentalidad democrático-burguesa, si se quiere. Todavía no era una cuestión de internacionalismo proletario.

Todo se había producido de forma muy imprevista y, en realidad, tuve la duda de si era o no correcto lo que hacía, sobre todo cuando pensé en Cuba, en la familia, y se afirmaba que en cualquier momento iban a atacar de verdad la estación donde estaba todo el mundo, que no tenía escapatoria, que aquello iba a ser destruido por completo. Además, en muchas guerras no se respetan a los prisioneros tampoco; tales tipos de guerras civiles son crueles, despiadadas. Pero a pesar de todo, me quedé allí y quizás desde entonces he sentido más que cercana a Colombia, esa nación está en mi vida y en todo lo que hice después en la Revolución.

 

 
 
 
 

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