09
Santa Fe de Bogotá,
la IX Conferencia Panamericana y el Congreso Latinoamericano de Estudiantes, Fidel vehemente, Gaitán,
El Bogotazo, quedarse en el torbellino, la primera insurrección
vivida, amar a Colombia
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el 3 de abril de 1948 usted se encontraba en Bogotá.
Aquel día
escribió
a don
Ángel
una carta en papel timbrado del hotel Claridge, donde le
contaba todo lo vivido hasta entonces en su viaje por varios países.
Tengo la impresión
de que la redactó
en cuanto llegó
a la ciudad; fue la primera vez que hizo un alto para enviar noticias
a su casa. El encabezamiento de la carta nos aproxima mucho a
usted:
«Querido
papá…»,
apunta. La breve frase devela un mundo de
íntima
calidez familiar, respeto y cariño.
De su presencia en Santa Fe de Bogotá
existe también
registro gráfico,
una imagen captada precisamente el 9 de abril, día
de El Bogotazo. Se le ve a usted en primer plano y
al fondo una calle de postes derrumbados, farolas inclinadas,
vidrieras rotas y escombros en lugar de asfalto, como si
hubiera sido destruida por un terremoto o cataclismo.
Fidel Castro.
—Mi
estancia en Colombia coincidió
con la IX Conferencia Panamericana que tuvo lugar en Bogotá,
donde se adoptó
la Carta de la Organización
de Estados Americanos (OEA). La idea era aprovechar esta coyuntura para
realizar el Congreso Latinoamericano de Estudiantes y, desde una
posición antiimperialista, reclamar la devolución
del Canal de Panamá,
la devolución
de las islas Malvinas, la independencia
de Puerto Rico y protestar contra la dictadura de
Trujillo, en Dominicana.
Cuando llegué,
les expliqué
a los estudiantes los objetivos del congreso, su programa. Mi lucha empezó
bien temprano, desde que Estados Unidos convocaba a los gobiernos
de la región,
yo organizaba un congreso de estudiantes
latinoamericanos contra las dictaduras. Allí
estaba la de Trujillo, allí
estaban reunidos todos los dictadores.
Nuestra labor persuasiva tuvo
éxito,
los estudiantes comprendieron, creyeron en lo que hacíamos.
Yo fui con Rafael del Pino [Siero],
él
era amigo de la familia y conocía
a mi hermana Lidia. Creo que había
pertenecido al ejército
norteamericano, y una tía
suya estaba relacionada con un dirigente sindical. Fue por la Universidad y se me acercó,
parece que simpatizaba conmigo. Daba la impresión
de ser un muchacho bueno, tranquilo. Se brindó
para acompañarme,
y como tenía cierta preparación
militar le dije:
«Bueno,
está
bien, vamos». No
íbamos
a una guerra pero, por lo menos, era un individuo que yo consideraba que podía
ser
útil,
era valiente, por eso fue conmigo, de lo contrario, yo hubiera ido solo,
completamente solo. Resultó
una especie de ayudante mío.
Colombia vivía
una gran efervescencia, había
un movimiento popular muy fuerte, el movimiento de los liberales, dirigido por Jorge Eliécer
Gaitán,
líder
popular parecido a Chibás,
pero yo diría
que con más
contenido en su prédica.
Los estudiantes colombianos mostraron su acuerdo con
el congreso y se entusiasmaron. La idea avanzaba rápidamente, ya existía
un comité
organizador que recibía
estudiantes panameños, venezolanos, dominicanos, argentinos. El congreso estaba prácticamente
estructurado, y yo continuaba trabajando en su organización.
Casi me convertí
en el centro del evento, lo que provocó
celos en los dirigentes oficiales de la Universidad de La Habana, al punto de que [Enrique]
Ovares y Alfredo Guevara se aparecieron en Bogotá
como representantes oficiales de los cubanos. Crearon una situación
relativamente incierta, plantearon que ellos eran los
representantes de la FEU, y que yo no lo era.
Cuando ya se ultimaban los detalles para el
congreso, se realizó
una reunión
un poco tensa donde se cuestionaron mis derechos, mis títulos
como organizador del evento. Participaron 20 o 30 personas. Alfredo y Ovares estaban
presentes. Yo me paré
y pronuncié
un discurso breve, seco. Expliqué
lo que hacíamos,
el contenido de aquellas luchas, su importancia y la del momento histórico
que vivíamos.
Dije que eso era lo que a mí
me interesaba, no los cargos ni los honores ni la
representatividad; que si los allí
presentes pensaban que no podía
continuar los trabajos, entonces les pedía
que siguieran adelante con la tarea, que yo no tenía
ninguna ambición
personal.
Estaba realmente muy sentido con aquello, y parece
que les hablé
con vehemencia, de una manera tan clara y contun dente que logré
persuadirlos. Dije quién
era, cómo
era y por qué
no podía
ser dirigente oficial siendo estudiante
universitario. Los presentes aplaudieron muchísimo,
y a pesar de que mis títulos
fueron impugnados, los estudiantes latinoamericanos acordaron que yo siguiera presidiendo el comité
organizador.
Katiuska Blanco.
—Después
se efectuó
su encuentro con Jorge Eliécer
Gaitán,
posiblemente el 7 de abril de 1948.
Fidel Castro.
—Así
mismo fue. Los estudiantes colombianos me pusieron en contacto con Jorge Eliécer
Gaitán.
Aquel día
me llevaron a verlo y conversé
con
él.
Encontré
a una persona de mediana estatura, aindiado, inteligente, listo,
amistoso.
،Con qué
amistad nos trató!
،Con
qué
afecto! Nos entregó
algunos de sus discursos junto a otros materiales, se
interesó
por el congreso y nos prometió
clausurarlo en un acto multitudinario en el estadio de Cundinamarca. Era su propuesta. Habíamos conseguido el apoyo del líder
más
popular, un dirigente con gran simpatía,
con gran carisma. Era un
éxito
colosal hasta entonces. Recuerdo que
él
me entregó
sus discursos, entre ellos uno muy bello, la
«Oración
por la paz»,
pronunciado en febrero de aquel año,
al cierre de una marcha donde participaron 100 000 personas que desfilaron en silencio para
protestar contra los crímenes.
Yo estaba acostumbrado a las protestas en Cuba
cuando mataban a un estudiante, a un campesino. En otros países
su cedía
también
así.
En Venezuela, por ejemplo, hubo una gran protesta por crímenes
que se cometieron; en Panamá
por el estudiante inválido…
Y cuando llegué
a Colombia, me pareció
raro que los periódicos
publicaran noticias sobre 30 muertos en tal punto, 40 muertos en tal otro. Había
una matanza diaria en Colombia.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en la presentación
de su libro
La paz en Colombia,
publicado en noviembre de 2008, al hablar de su encuentro con Gaitán
y de aquel discurso que el líder
liberal puso en sus manos, expresé
que aquella pieza oratoria era como un legado del político
colombiano a usted y a la Revolución
Cubana, una herencia a la que han sido fieles en silencio y con seriedad rigurosa.
Impresiona conocer cómo
la violencia actual en esta hermana nación
sudamericana tiene raíces
tan remotas, incluso, anteriores a la fecha del estallido en abril de
1948. Al periodista colombiano Arturo Alape, a quien usted concedió
en 1983 una entrevista para el libro que entonces preparaba
y que luego fue
El Bogotazo,
usted le confesó
su perplejidad al leer las noticias de las matanzas de campesinos que tenían
lugar casi todos los días
y salían
publicadas en los cintillos de los diarios de abril de 1948, cuando usted arribó
a la capital de Colombia. Al abordar dichos acontecimientos usted consideró
que prácticamente existía
una guerra civil en ese país.
Fidel Castro.
—Me
quedé
asombrado de cómo
una sociedad po día
resistir tal masacre. En aquel momento el Partido
Liberal estaba en la oposición
y el Partido Conservador en el poder. Muchos de los crímenes
eran cometidos por el Partido Conservador. Existía
un clima de tremenda tensión.
Gaitán convertido en líder
era el seguro presidente de las próximas elecciones. Había
unido a todos los liberales, era un hombre bien preparado, muy talentoso, era el gran líder
del pueblo colombiano, democrático
y progresista. Así
era el hombre que conocí.
Nos recibió
muy bien y nos dio una cita, creo que dos días
después,
para acordar los detalles de la clausura del congreso.
Fue un
éxito
rotundo. Teníamos
el apoyo del partido más popular y de Gaitán,
un hombre de ideas brillantes, que se daba cuenta de la importancia del congreso
estudiantil frente a la IX Conferencia Panamericana, convocada por
Estados Unidos, donde se reunieron los dictadores y se tomaron
acuerdos reaccionarios.
Por aquellos días
fui arrestado porque en medio de la preparación de nuestro evento
—imprudencia
nuestra—
se nos ocurrió
repartir unas proclamas en las que poníamos
todas las causas de nuestra lucha: República
Dominicana, Puerto Rico, Panamá,
las Malvinas, contra las colonias y los dictadores. Era casi una proclama bolivariana lo que preparamos.
Ni me acuerdo cómo
las imprimimos, el caso es que con nuestros métodos
de estudiantes agitadores, lanzamos el manifiesto desde el
último
piso del teatro Colón,
donde tenía
lugar un acto solemne en honor de todos los cancilleres, con
la presencia del presidente de la República,
la oligarquía,
la burguesía, gente a la que no le interesaba, en lo absoluto, la
soberanía
de Puerto Rico ni la democracia en República
Dominicana. Tiramos las proclamas creyendo que era lo que teníamos
que hacer, sin darnos cuenta de que se trataba de una tontería.
Volvimos para el hotel, y poco tiempo después
nos detuvieron, la policía
nos venía
siguiendo, a Del Pino y a mí.
Nos llevaron a una callejuela con pocas luces, unas
instalaciones policíacas
denominadas las Oficinas de Detectivismo. Debe de haber sido algo así
como un cuerpo represivo de vigilancia para descubrir actividades comunistas. Nos
interrogaron y les expliqué
lo del congreso, ellos creyeron que
éramos
comunistas, pero parece que le caí
simpático
al oficial, le agradó
de alguna manera conocer nuestra causa, y después
que me escuchó
nos dejó
en libertad. Registraron nuestra habitación en el hotel, no encontraron armas ni dinamita, todo
lo que había
era un programa. Parece que también
tuvieron en cuenta que
éramos
estudiantes y nos soltaron, aunque luego supimos que nos estuvieron chequeando.
Parábamos
en un hotelito acogedor, pero pequeño,
muy barato, porque nosotros no teníamos
dinero, el congreso estaba casi organizado, a mí
no me quedaban ni cinco dólares, no sabíamos
qué
hacer, cómo
íbamos
a pagar ni cómo
íbamos
a regresar. Es la verdad.
El 9 de abril almorzamos en el hotel y, cuando estábamos haciendo tiempo para reunirnos con Gaitán,
vimos una agitación, gente corriendo por las calles, nos acercamos y
escuchamos a la gente que gritaba:
«Mataron
a Gaitán,
mataron a Gaitán,
mataron a Gaitán».
Así
empezó
todo. Corrían
por aquí,
corrían
por allá,
y nosotros seguíamos
acercándonos
al centro; no estábamos
muy lejos, estaríamos
a cinco o siete minutos de la oficina de Gaitán.
Allí
las calles que atravesaban, se llamaban carreras, y las que las cruzaban
transversalmente, calles, entonces una dirección
era: carrera tal, entre calles tal y tal, o calle tal, entre carreras tal y tal. Eran
cosas nuevas para mí.
También
me llamaron la atención
las direcciones en Venezuela, no eran por calles, sino por esquinas: esquina número tal entre esquina tal y tal. Todas esas
particularidades de cada país
resultaban raras a quien recorría
por primera vez América Latina.
Yo nunca había
salido de Cuba, hasta llegué
a creer que en los demás
países
de América
pasaba lo mismo que en Cuba, pero aunque no era exactamente así,
existían
algunas semejanzas: el estudiantado, el fervor, el sentimiento.
Lo vi todo, la gran agitación,
no habían
pasado ni cinco minutos y ya la gente estaba tirando piedras,
irrumpiendo en las oficinas. Es decir, no habían
pasado ni diez minutos de que las noticias comenzaran a circular y la gente
empezó
a
reunirse como un remolino, como un ciclón;
primero ocuparon una oficina y lo rompieron todo. Yo llegué
a un parque y vi a un individuo dando palos, golpes, tratando de
romper una máquina
de escribir, y lo vi tan angustiado y pasando tanto trabajo para romperla, que le dije:
«Espérate,
no te desesperes, dame acá»,
y agarré
la máquina
y la tiré
hacia arriba, fue lo que se me ocurrió
para ayudar a aquel hombre.
Recuerdo que salí
de allí
con un
«hierro
pequeño»
que fue la primera arma que yo agarré
para tener algo en la mano.
Bogotá,
،otra
gran aventura en mi vida!
،Nadie
se puede imaginar las grandes aventuras que viví
en tan poco tiempo!, pero todas aquellas experiencias me enseñaron,
las luchas de grupo, lo de Cayo Confites, El Bogotazo. Fui ganando
terreno en la parte táctica,
estratégica.
Ahora, tenía
muy claro que aquello no era una revolución,
no lo consideré
siquiera cuando se trataba de ajusticiar a un esbirro de la
época
de Machado o de Batista, o cuando se tomaban venganzas de tal
tipo, nunca me pasó
por la mente, al punto de que hubo gente que me quiso matar, que después
fueron ministros del Gobierno Revolucionario. Creo que nunca en mi vida me dejé
llevar por revanchas,
،me
parece tan absurdo! Pero
¿cómo
un político
se va a dejar llevar por tales cosas?
Cuando nosotros hemos capturado a alguien no lo
hemos hecho por venganza, ha sido como una defensa, un
ejemplo para que tales crímenes
no se cometan.
Y cuando triunfó
la Revolución,
cuando sancionamos a muchos criminales de guerra, no lo hicimos con espíritu
de revancha o de venganza porque equivale a pensar que
los hombres son culpables, como si el hombre estuviera
ajeno a la
época,
a la historia, a la sociedad, a la educación
que recibió. Muchas veces a un criminal de guerra ha habido que
castigarlo. En otra
época,
en otra sociedad, dicho hombre no hubiera sido un criminal porque el medio, la sociedad hace
al hombre. No son los hombres los que hacen la sociedad, es la
sociedad la que hace a los hombres. Si se va a aplicar un
castigo y existe una filosofía
de la gran dependencia del hombre en relación con el medio donde vive, no tiene sentido la
venganza. Es absurdo creer que los hombres son absolutamente imputables.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
cuando uno lo escucha contar los acontecimientos vividos rememora las barricadas
de los revolucionarios en las callejuelas de París
que inspiraron la novela
Los miserables
de Víctor
Hugo. Fueron experiencias decisivas en el camino de ser la personalidad política
que usted es hoy.
Fidel Castro.
—En
aquel momento yo era un izquierdista, luego fui un comunista utópico
y, después,
un marxista-leninista. Un individuo con tales características,
que no tiene un norte, no tiene una teoría
en la cabeza, a mí
me caen las ideas del marxismo-leninismo como el agua en el desierto; ya
uno se encuentra algo que es lo que empieza a explicarlo todo.
Entonces,
se unen la teoría
revolucionaria con la vocación
revolucionaria porque indiscutiblemente yo tenía
vocación
revolucionaria, a mí
todo me interesaba muchísimo
y lo tomaba muy en serio. Mi vocación
era la política.
Así
que antes de ser marxista fui, en cierta forma,
internacionalista y socialista utópico.
Para mí,
llegar al marxismo fue llegar a la luz, al agua, al oasis; llegar a una
teoría,
a una comprensión.
Lo que viví
con la inexperiencia propia de la juventud, los riesgos a los que me expuse, lo que vi a lo
largo del camino, influyó
notablemente en mí.
Yo tenía
un gran instinto porque decía:
«Esa
guerra es estéril,
esa venganza no tiene sentido, la revolución
se hace desde el poder, desde el poder se pueden hacer leyes
justas». Todavía
no era el socialismo, pero ya estaba pensando en una sociedad sin discriminación
racial, sin robos, sin corrupción; sobre todo, pensaba en una revolución,
en un poder que todavía no era marxista, pero que no admitiera el crimen, la
tortura, el robo, que respetara los valores
éticos.
Hay una serie de valores
éticos
en torno a los cuales gira una revolución.
Aún así
todavía
mis ideas no respondían
a una doctrina revolucionaria. Bolívar
en su
época
fue revolucionario, y Martí
también. Pero en nuestra
época
yo no podría
serlo con las ideas de Bolívar o con las de Martí
o de Maceo porque eran las ideas que correspondían
a otra etapa histórica.
Aquel bagaje políticocultural que yo tenía,
no era un pensamiento social avanzado.
Pero cosa curiosa, empecé
a tener un pensamiento de mi propia cosecha: socialista y comunista, cuando me
puse a estudiar más
en serio la economía,
los libros de economía
política. Fue a finales de 1947
—más
o menos—,
viendo algunas cosas, pero empecé
con más
seriedad en 1948. Es decir, a la vuelta de El Bogotazo, cuando me dediqué
en serio a estudiar, ya estaba mentalmente condicionado para volverme
socialista y comunista sin haber estudiado el marxismo.
La idea de la justicia y la idea de una sociedad mal
organizada, me llevaron a una concepción
socialista y comunista de la economía,
sin que todavía
yo supiera de clases ni de lucha de clases ni del origen histórico
de las clases. Fue muy curioso, toda una serie de ideas propias del
marxismo-leninismo me deslumbraron; me deslumbraron y todavía
hoy me deslumbran, lo que no acepté
fueron las formas en que los hombres interpretaron el marxismo. Fue mi etapa premarxista,
bolivariana, martiana, pero no marxista; era un revolucionario
democrático, patriota, pero no un revolucionario socialista.
Había
leído
la historia de la Revolución
Francesa, sobre las asonadas, las manifestaciones y la insubordinación
popular. Cuando estaba en el bachillerato, y ya en la
Universidad, una de las cosas que más
me impresionó
fue el texto de la Revolución Francesa. Cuando me sorprendieron los
acontecimientos en Bogotá,
tenía
una cultura relacionada con procesos históricos que me habían
llamado mucho la atención;
era martiana, era
bolivariana. Sabía
lo que era la revolución,
pero no desde una interpretación
marxista, sino a partir de los grandes
acontecimientos históricos,
cuando los hombres se rebelaron contra la tiranía,
contra la explotación,
contra la injusticia.
Todavía
no había
entrado en contacto con la literatura marxista, todavía
no me había
puesto a estudiar la economía
política en serio; porque la gente que más
o menos podía
ejercer una influencia sobre mí,
que eran unos pocos comunistas de la Universidad, me veían
como a un incorregible discípulo
de los jesuitas, al hijo de un terrateniente. Tendría
que hacerle una crítica
a Alfredo [Guevara], pues podían
haber trabajado conmigo. Estoy seguro de que existían
prejuicios.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
de sus recuerdos de El Bogotazo le escuché
hablar precisamente con su amigo colombiano Gabriel García
Márquez,
el 14 de agosto de 1996. Usted había recién
cumplido los 70 años
y cuando viajábamos
hacia Birán, hicimos un alto en la ciudad de Holguín.
Durante la cena, ambos repararon en las mágicas
coincidencias que los involucraban: los dos estaban en Bogotá
el 9 de abril de 1948, tenían
21 años,
y estudiaban Derecho. Usted contaba cómo
ayudó
a un hombre que intentaba romper a golpes una máquina
de escribir y de súbito,
preguntó
al Gabo:
«Y
tú
¿dónde
estabas cuando El Bogotazo?».
Y este, hiperbólico
en las asociaciones poéticas
y ocurrente en las imaginaciones, le respondió:
«Yo era aquel hombre de la máquina
de escribir».
Solo la certeza
del reencuentro al día
siguiente para continuar camino a Birán interrumpió
aquella novela de los recuerdos que ambos, sin saber, escribían
en una sola noche.
¿Podría
seguir contando la historia de la que no conocí
el final? Además,
ningún
relato leído se compara con el encanto de escucharle las
remembranzas al protagonista de una verdadera y alucinante
aventura.
Fidel Castro.
—El
día
de la muerte de Gaitán
continué
bajando hacia la carrera, donde estaba la oficina de Gaitán,
serían
dos o tres cuadras. Allí
había
una multitud. Esto había
sido inmediatamente después,
y ya se veía
mucha gente enloquecida.
En aquella calle siempre había
mucha gente, era muy frecuentada, mayormente por hombres que se protegían
del frío con sobretodos oscuros. Los cafés
solían
estar llenos a determinadas horas, parece que vendían
cerveza o alguna otra bebida. También
existían
otros comercios y numerosas vidrieras.
Cuando desemboqué
en la calle, vi gente rompiendo las vidrieras. En un momento había
una mezcla de acciones y emociones, todavía
no robaban pero estaban furiosos y rompían todo a su paso. Yo traté
de persuadir a algunos:
«¿Por qué
hacen esto? No hagan esto».
Les pedí
que no destruyeran, porque inmediatamente me di cuenta de que si
empezaban a destruir, iban a crear una mala imagen y disgusto
popular. Pero era como tratar de aguantar con las manos un río
crecido. Los acontecimientos lo sobrepasaban a uno. Caminé
dos o tres cuadras. Del Pino estaba conmigo. An duvimos por la calle hacia un parque ubicado frente
al edificio del Parlamento, donde estaban reunidos los
cancilleres latinoamericanos. Nosotros
íbamos
en aquella dirección
porque había
gente que se dirigía
hacia allá.
El parque tendría,
quizás
—lo
recuerdo más
bien amplio—, una hectárea
y media, tal vez dos hectáreas.
Al fondo, ya en el Parlamento, había
una escalinata no muy alta como de un color amarillo, con varios pisos. Nos quedamos
frente al Parlamento. Varias casas abrían
sus puertas al parque, y del otro lado se había
ido acumulando gente cerca de la edificación. Observé
a un hombre que desde un balcón
trataba de pronunciar un discurso, intentó
hablarle a la gente; algunos escuchaban, pero en realidad casi nadie prestaba atención.
Creo que no tendría
ni siquiera un altoparlante para que pudieran
escucharlo; hablaba y nadie le hacía
caso. Mucha gente corría
por el parque como enloquecida, cientos de gentes en tal
situación. Corrían,
se arremolinaban, parecían
ráfagas
de viento y, en un momento dado, la multitud, que aún
no era compacta, se encaminó
hacia el Parlamento, al edificio donde radicaba la reunión
de la OEA.
Me fui acercando, una línea
de policías
cuidaba la entrada, y advertí
cómo
aquella línea
de policías
se empezó
a disgregar, empezó
a oscilar hasta que desapareció;
estos, atemorizados ante la cantidad de gente enloquecida, penetraron en
el Parlamento.
Subí
la escalinata, llegué
a la primera planta
—muchos
habían subido al segundo y tercer pisos, a los pisos
superiores—, traté
de llegar al centro, a una especie de patio del
edificio, pero desde los primeros pisos lanzaban escritorios,
sillas, muebles, de todo. Me tuve que apartar. La policía
se había
disgregado, la gente había
penetrado destruyéndolo
todo y, entonces, salí
otra vez para la plaza.
Ya en las afueras del Parlamento tuve que andar con
cuidado porque la gente le tiraba piedras a los bombillos, a
las bombas lumínicas,
lanzaban botellas contra los cristales: era una furia destructiva. Había
que tener cuidado porque saltaban los vidrios, mucha gente resultó
herida por accidente. No existía
ningún
signo de autoridad, nosotros salimos del parque y nos dirigimos hacia donde estaban los otros dos
cubanos: Ovares, que era jerárquicamente
el presidente de la FEU, y Alfredo que era el secretario, para analizar con
ellos qué
hacer en tal situación.
Caminaríamos
cinco o seis cuadras en dirección
al lugar donde se encontraban nuestros compañeros,
queríamos
analizar, discutir lo que haríamos,
también
pensamos invitarlos a participar en cualquier acción
que tuviera lugar. Ya yo veía con claridad que estaba en marcha una sublevación
totalmente anárquica.
Todavía
no se sentían
tiros porque, donde podía
haberse dado un choque, la policía
vaciló
y se disgregó,
allí
donde
existía
un cordón
policial a las puertas del Parlamento.
Llegamos a la casa de huéspedes
donde se encontraban Ovares y Guevara, y cuando estábamos
hablando con ellos sentimos una multitud que venía
por una calle frente a la casa. Nos asomamos por una ventana y vimos que algunas
personas venían
armadas. Se confundían
en la manifestación
policías y ciudadanos comunes, algunos traían
fusiles y otros, machetes. Una manifestación
compacta se dirigía
a una estación de policía
que quedaba unas cuadras más
adelante. Entonces dije:
«Me
uno a la manifestación».
Bajé
y me sumé
al gentío. Al instante iba entre los primeros porque cuando
pasaron por la casa me había
sumado a la primera fila.
Avanzamos por la calle que era bastante estrecha,
aquellas calles son de cuadras largas. No puedo decir ahora
si fueron dos, tres o cuatro cuadras. Diría
que a unos 300 metros más adelante estaba la estación
de policía,
en una esquina, con sus torretas muy estrechas de ladrillos color rojo, allí
estaban los policías
apostados
—arriba—
apuntando hacia la calle, pero la multitud que abarcaba cientos de metros siguió
avanzando, llegó
a la esquina, dobló.
Yo caminaba y esperaba a ver qué
pasaba, si tiraban o no. Por suerte, la policía
no disparó.
Los policías
quedaron paralizados. La gente entró
en torrente porque aquello no se regía
por ninguna disciplina, se regía
por las leyes de la física.
Una gran masa empujó
hasta que logró
entrar en la estación
de policía
sin que se disparara un solo tiro.
Tomamos la estación.
Unos entraron por un lado y otros, por el otro. Yo buscaba un arma, posiblemente habría
pocas, porque los policías
estaban armados. Cuando entré
en el arsenal, no había
fusiles sino escopetas de gases lacrimógenos,
yo nunca las había
visto, pero eran como las escopetas de caza, con un cañón
grueso y con unas balas como de madera, gruesas, largas; tendrían,
por lo menos, de 15 a 20 centímetros,
،unas
balas enormes!
—y
unas cananas que tenían
como seis balas, tres en un lado, tres en el otro—.
Al no ver ninguna otra arma, agarré
una escopeta y como tres cananas de balas. Dije:
«Antes
de no tener nada, tengo esta escopeta con estas
balas grandes».
No había
fusiles ni otras armas.
Subí
las escaleras en busca de un fusil, seguía
intentando encontrarlo. Arriba había
un cuarto, pero nada, no había
nada.
Como estaba vestido de traje, me conseguí
una especie de capote, lo encontré
donde mismo estaba la escopeta, era como de hule, también
me puse una gorra sin visera, algo así
como una boina. Cuando subí
las escaleras hasta el primer piso
—allí
sí
había
tiros porque había
gente que disparaba al aire, en el patio—,
entré
en una habitación,
el cuarto de unos oficiales. Estaba buscando un par de botas porque andaba con
los zapatos de vestir. Dije:
«Bueno,
ya tengo un arma, ya tengo algo».
Entré
en el cuarto y encontré
unas botas, y cuando estaba tratando de ponérmelas
sentado en una cama del cuarto de los oficiales, llegó
un oficial de la estación
y dijo:
«،Mis
bo ticas sí
que no, mis boticas, no!».
El tipo protestaba para que no le llevaran sus botas:
«،Mis
boticas sí
que no!
،Mis
boticas sí
que no!».
Y a mí
me dio gracia aquel hombre, oficial de una estación
de policía,
de un cuerpo armado, a quien le tomaron la estación
de policía,
le ocuparon todas las armas, y decía:
«،No,
mis botas sí
que no!».
،Increíble!;
un hombre que había perdido la estación,
había
perdido el cuerpo al que pertenecía, las armas,
،todo!,
y en el momento en que yo estaba sentado llegó
con una protesta:
«،Mis
boticas sí
que no!».
Vi que las botas no me servían
y le dije:
«No,
quédese
con sus botas».
Me puse otra vez los zapatos, salí
del cuarto de oficiales, bajé
las escaleras, fui al patio y allí
en medio de aquel caos observé
a un oficial que trataba de organizar una unidad.
Yo tenía
idea de la Revolución
Francesa por los libros leídos y disfrutados. Había
soñado
con los barrios de París,
que al toque de corneta se insurreccionaban. Para mí
la multitud que tomó
la estación
de policía
era exactamente igual a la que organizaba las asonadas en París
cuando la Revolución
Francesa.
Yo estaba viviendo la Revolución
Francesa. A estas alturas ya sabía
lo que era una revolución,
una insurrección popular, tenía
ideas de lo que había
que hacer, de la necesidad del orden. Tenía
la experiencia vivida en el intento de liberación
de Santo Domingo. Era un soldado libertador frustrado en la bahía
de Nipe.
Entonces vi al oficial que estaba organizando un
pelotón
o
una escuadra, serían
10 o 15 personas; tenían
armas, algunos eran policías,
otros civiles. Me acerqué
con la idea de incorporarme a la unidad con mi capote, mi gorra sin visera, mi escopeta gigante
—el
escopetón
aquel—,
las cananas,
،lleno
de cananas, era un polvorín
lo que llegó!,
me puse en fila, pero parece que el oficial se impresionó
al verme, se quedó
mirándome y me dijo:
«¿Y
esto?
¿Qué
tú
vas a hacer con esto? Espérate, dame esas cosas que yo te voy a dar un fusil».
Parece que le resultó
muy peligroso y me ofreció
el fusil a cambio de todo aquel armamento que yo tenía,
aquel montón
de balas enormes. Entonces dije:
«Correcto,
deme el fusil».
Pero cuando me lo fue a dar tuve que moverme y agitar duro, para
poder quedarme con el fusil, porque había
mucha gente desarmada que trataba de quitármelo.
Me tocó
un fusil con una canana como con 16 balas, muy pocas balas. Entonces
dije:
«Bueno,
ya tengo un arma».
Pude quedarme con el fusil y con las 16 balas.
Aquel esfuerzo por organizar la escuadra tuvo lugar
en medio de un desorden tremendo, un caos, un correcorre en
todas direcciones porque ya la gente salía,
unos con armas y otros sin armas, iban saliendo de la estación,
no se sabía
en qué
dirección. Yo pensaba que la multitud debía
avanzar inmediatamente sobre Palacio y tomarlo.
Yo también
salí
y cuando trataba de acercarme a Palacio vi unos cuantos oficiales que trataban de poner
orden en la
multitud, creí
que los oficiales estaban con la revolución
—ya había
muchos que se habían
sublevado—
y me uní
a ellos para ayudarlos a organizar a la población:
«Por
aquí
no, por aquí
sí, los que tienen armas pasen, los que no tiene armas
no pasen».
Después
me percaté
de que los oficiales no estaban con la revolución.
Eran del batallón
presidencial y trataban de poner cierto orden. En realidad había
una situación
de peligro, el papel que aquellos oficiales desempeñaban
no era muy claro, parecía
como si trataran de proteger a la gente.
Cerca de allí,
desde un colegio religioso, empezaron a disparar contra la gente
—creo
que era el Colegio San Bartolomé—, oí
que empezaron a disparar. Yo estaba parado en la
esquina totalmente al descubierto, mirando hacia allá
para saber qué
ocurría,
y un grupo de colombianos me sacó
de allí
para evitar que me fueran a matar.
Luego de haber estado ayudando a los oficiales,
creyendo que estaban con la revolución,
seguimos. Del Pino todavía
estaba conmigo. Yo interpreté
que la misión
de aquellos oficiales era desviar a la población
de la zona de los disparos; en aquel momento, no estaban ni a favor ni en contra, parecían
evitar que mataran a la gente.
Habíamos
caminado como dos cuadras cuando apareció
una camioneta con altoparlantes. Los estudiantes
apelaban a la multitud, la agitaban de manera espontánea,
tampoco estaban organizados y en la camioneta llevaban varios cadáveres.
Entre los estudiantes había
algunos que yo conocía,
los había visto en la Universidad. Ellos me reconocieron y me
saludaron. En eso llegó
la noticia de que los estudiantes universitarios habían
tomado la radio y estaban sitiados allí,
que los estaban atacando y que necesitaban ayuda. Los
propios estudiantes estaban pidiendo auxilio.
¿Qué
fue lo que yo decidí?
Creo que contábamos
solo con dos fusiles, uno que tenía
yo, y otro Del Pino. Con nosotros estaba un grupo de gente del pueblo y los estudiantes.
Entonces decidimos caminar para ayudar a los estudiantes en
peligro. Llegamos a una de las calles que atraviesa la ciudad
y empezamos a caminar
—no
puedo decir en qué
dirección
o punto cardinal—,
sería
en dirección
opuesta al Parlamento, hacia el
área
universitaria donde se localizaba la estación
de radio; caminamos, tal vez, dos o tres kilómetros
por una avenida no muy ancha.
La ciudad estaba sublevada, por todas partes tenían
lugar acciones de violencia: incendiaban edificios públicos,
rompían vidrieras, comenzaban los asaltos a los
establecimientos comerciales. Lo que empezó
como un acto de irritación,
de violencia en las calles, tomó
otro rumbo: destruían,
saqueaban y ocupaban los lugares.
La multitud veía
dos tipos armados al frente de un grupo y nos aplaudía,
nos apoyaba. Se puede decir que era general el apoyo y la simpatía
por nosotros.
Recuerdo que iba por la calle y llegaba la gente y
me saludaba, me abrazaba:
«Tome
algo».
Ya venían
con unas botellas de un ron color de fresa, rojo, que lo mismo podía
parecer gasolina que un refresco. Ya mucha gente estaba
tomando, y llegaba con una botella y decía:
«Dese
un trago:
،Pum!»,
y le daban un trago a uno. Eso es a lo largo de aquella
calle. Pero yo iba presenciándolo
todo, edificios incendiados, vidrieras rotas, y encontraba gente de todas clases, enloquecidas;
algunas cargaban mercancías;
la mayoría
bebía
ron.
Seguimos caminando, no sé
qué
tiempo avanzamos por la calle hasta que desembocamos en un parque muy
bonito, con bancos y muchos
árboles.
Tuvimos suerte porque frente a nosotros venía
una columna del Ejército,
avanzaba con un tanque delante, como a 150 metros de nosotros, y no sabíamos
si estaba con la revolución
o contra la revolución.
Entonces algunos compañeros
y yo nos parapetamos detrás
de los bancos para saber si la gente estaba o no con la revolución.
Finalmente nos pasaron por delante y ni siquiera se
fijaron en nosotros. Después
supe que llevaban la misión
de reforzar la seguridad del Palacio Presidencial, y que a lo
largo del camino fueron confraternizando con la población
sublevada. El oficial al frente no tenía
en sus planes imponer el orden en ninguna parte. La población
los aplaudía,
los aclamaba. En realidad, Gaitán
tenía
una gran simpatía
dentro del Ejército, pues como abogado había
defendido a un oficial que se vio
obligado a matar a un periodista en defensa propia;
yo tuve la oportunidad de participar en las sesiones finales
de aquel juicio cuando llegué
a Bogotá;
eran trasmitidas por radio y se escuchaban en todos los cuarteles del país.
Por lo que no era extraño
que muchos militares se sumaran a la sublevación. Aquella unidad tenía
una misión
que cumplir, pero no la emprendió
en ningún
momento contra la multitud. A nosotros no nos prestaron atención
alguna.
Cuando terminó
de pasar el batallón
salimos de nuevo a la calle, nos dirigimos al parque ancho, y cuando
habíamos caminado unos 20 o 25 metros, a la derecha vi un
edificio con rejas y muchos militares. Pensé
que era una unidad militar y me acerqué,
me encaramé
en un banco ubicado enfrente y comencé
a arengar a los soldados para que se unieran a la
revolución, al pueblo. Cuando terminé
mi arenga, seguí
porque teníamos
que llegar a la estación
de radio donde se encontraban los estudiantes. Caminamos unos 100 metros hacia la otra calle donde terminaba el parque, y ante un
ómnibus,
los estudiantes hablaron de tomarlo
—posiblemente
ya lo tenían tomado los mismos estudiantes, ellos lo estaban
manejando—, llegamos y nos montamos en el
ómnibus.
Entonces ocurrieron dos sucesos interesantes como anécdotas del momento en que abordamos el
ómnibus.
De pronto perdí
a Del Pino, no lo vi más,
parece que se quedó
atrás
cuando corrí
hacia el
ómnibus,
pensé
que llegaría
a tiempo, pero
arrancó.
Por otro lado fui víctima
de un robo, ya me habían dicho que no me iba de Colombia sin que me robaran,
y así
fue, pero
،en
qué
momento! Yo subí
en medio de mucha gente y alguien me llevó
la cartera y no me di cuenta; solo me quedarían cinco o seis dólares
en la cartera.
A todas estas, el refuerzo que iban a recibir los
estudiantes era un grupo de 8 o 10, no recuerdo bien cuántos
eran y un solo fusil, el mío,
que tenía
15 o 16 balas. Nuestras municiones no llegaban a 20 balas porque ya no contábamos
con el fusil de Del Pino.
Resulta que el edificio donde yo estuve arengando
desde un banco, creyendo que era una unidad militar, era el
Ministerio de Defensa. Sin saberlo había
estado arengando a los soldados del Ministerio de Defensa para que se unieran a la
revolución. Después
supe que salió
una patrulla detrás
de mí
cuando yo corría
hacia el
ómnibus
que nos llevaría
a la estación
de radio. Del Pino se había
quedado atrás
y lo capturaron, yo no tenía idea de lo que le había
ocurrido, simplemente pensé
que habíamos perdido el contacto como ya nos había
sucedido anteriormente en medio de la confusión.
Él
me contó
luego que fue capturado por la patrulla y le dijeron que lo iban a fusilar, a lo que respondió
a los colombianos que
él
había
estado en el ejército
norteamericano cuando la Segunda Guerra Mundial y que era de la escolta de
Marshall. Me aseguró
que, cuando lo soltaron, estuvo buscándome
por
todas partes. Ya al final, cuando aparentemente todo
había terminado, nos encontramos en la Oncena Estación.
Se salvó
de milagro, porque en aquel momento el Ejército no estaba actuando de manera tan represiva, porque
la gente andaba enloquecida y hubieran perdido el tiempo
tratando de detener a la multitud.
،Era
incontenible!
El
ómnibus
se dirigió
a la dirección
donde estaba la estación de radio. Llegamos a un punto, nos bajamos,
atravesamos una calle y llegamos a una avenida, la que lleva a
la estación. Era verdad que la estación
permanecía
cercada, había
una unidad del Ejército
allí,
y cuando nos vieron aparecer como a 300 metros del lugar, armaron una balacera
descomunal.
،De
milagro no nos mataron a todos!, nos protegimos detrás de unos bancos de la avenida, pero apenas nos
asomamos fuimos recibidos con una lluvia de balas. Lo
único
que pudimos hacer, en un momento de respiro, fue salirnos de la
avenida y llegar a la calle otra vez. Entonces contaba con un
solo fusil, el mío,
y un grupo de estudiantes desarmados.
Decidimos dirigirnos a la Universidad para saber qué
pasaba y qué
cantidad de soldados y qué
fuerzas podía
haber allí. Caminamos unas cuantas cuadras y llegamos a la
Universidad; llevaba mi capote, mi boina, mi fusil.
،Lástima
que no haya fotografías
de aquella
época!
Cuando arribamos a la Universidad, tampoco allí
sucedía algo trascendente. Los estudiantes andaban regados
por todas
partes, casi por toda la ciudad; no había
ninguna fuerza organizada, ningún
mando, solo grupos de gente aislada, puede ser que hubiera algunos cientos de estudiantes, pero
sin armas, sin nada. Se nos informó
que había
una estación
de policía cerca de allí
—no
recuerdo cómo
se llamaba—,
y surgió
la idea de tomarla al igual que la otra. Salimos un
grupo de estudiantes, ni siquiera se trataba de una multitud, decidimos
tomar la estación
de policía,
y la
única
arma seguía
siendo la mía.
Yo estaba rompiéndome
la cabeza pensando cómo
era que
íbamos
a tomar la estación,
un grupo de estudiantes desarmados era el que agitaba y se suponía
que los otros, y yo con mi fusil, tomáramos
la estación
de policía.
Llegamos:
،Pum!,
nos acercamos a la estación
de policía,
y con tan buena suerte que ya estaba sublevada; así
que no hubo que tomarla, en realidad yo no tenía
resuelto todavía
cómo
hacerlo.
Entramos a la estación
y ya se había
establecido la jefatura de la policía
sublevada. Cuando llegaba a un lugar como aquel, inmediatamente me identificaba, decía:
«Mire,
yo soy cubano, vine a un congreso estudiantil que se está
organizando, he visto esto, me he sumado»,
y en realidad era apreciado con simpatía.
Como pudimos entrar sin dificultades, logré
presentarme, y parece que al jefe de la policía
le agradó
mi actitud y enseguida me hizo su ayudante.
No hay que olvidar un minuto que aquella ciudad era
el caos
total. Nadie sabía
quién
estaba contigo, quién
estaba contra ti, quién
con la revolución,
quién
en contra de la revolución.
La multitud se había
apoderado de las calles, quemado, destruido lo que hallara a su paso. Casi todas las estaciones
estaban tomadas. Entonces, el jefe de la policía
decidió
ir al centro de la ciudad a comunicarse con la jefatura del Partido
Liberal, porque parece que existía
algún
intento de ese partido, que era el de Gaitán,
de organizar y dirigir aquello. El hombre me invitó
y yo fui con
él,
ya era su ayudante. Claro, había
otros policías también,
entonces dijo:
«Vamos
allá,
a la ciudad»,
nos montamos en un yip que atravesó
toda la urbe en caos y llegamos a un edificio donde se suponía
que estaba la jefatura del Partido Liberal; subimos, lo acompañé
hasta la entrada,
él
conferenció
alrededor de 15 o 20 minutos, todavía
no era de noche, entonces regresamos nuevamente a la estación
de policía,
allí
realizó
una serie de actividades y finalmente decidió
volver a la jefatura del Partido Liberal.
Fuimos en dos yips llenos de gente, en el de
adelante iba
él
y en el otro iba yo, a la derecha, con mi fusil.
Entonces nos dirigimos hacia las oficinas del Partido Liberal.
Cuando avanzaba detrás
del comandante de la policía
ya anochecía,
habíamos
comenzado las acciones desde las 2:00 de la tarde, serían
las 6:00 o 6:30 de la tarde, el yip del jefe se paró
por un problema mecánico.
Cuando vi que aquel hombre no podía
continuar en el yip,
y salió
a pie, me sentí
mal, me puse furioso. Yo, el Quijote, el idealista, me bajé
del yip y le dije:
«Monte
enseguida en ese yip»,
y me quedé
a pie junto a otros estudiantes desarmados que venían
conmigo. Perdí
el contacto con
él,
pero con la idea de buscar un vehículo
para llegar a la jefatura del Partido Liberal. Encontramos un automóvil
Lincoln parqueado en la acera, les pregunté
a los muchachos si podían
arrancarlo. Nos pusimos a tratar de abrir el carro para seguir viaje
cuando vimos una puertecita que se abría
en el muro que estaba delante, podían
verse militares, gorras, bayonetas, fusiles. Por
instinto me di cuenta de que eran enemigos. Entonces le dije
a los muchachos colombianos:
«،Vámonos!».
En aquel momento pasaba un carro, y bajo el efecto que dejaron las luces,
cruzamos la calle y empezamos a caminar. Los tipos no nos
dispararon.
Cuando habíamos
caminado como dos o tres cuadras vimos un militar con un fusil ametralladora, nos acercamos
y le dije:
«¿Tú
con quién
estás,
chico?».
Me dijo:
«Yo,
con la revolución
».
Entonces le preguntamos nosotros:
«¿Tú
estás
en la Quinta Estación
que también
está
sublevada?».
Finalmente, aquel militar nos llevó,
ya de noche, hasta la estación
de la policía
también
sublevada.
Después
supe que nosotros estábamos
tratando de llevarnos el automóvil
del Ministerio de Defensa, aquel edificio donde había
arengado a los soldados para que se unieran a la revolución,
estaba en el lugar donde nos bajamos para cederle
el yip al comandante. Aquellos militares que vimos
eran de la guarnición
del Ministerio de Defensa, los mismos que habían tratado de capturarnos por la tarde. Había
tanta desmoralización que la gente de la guarnición
no nos disparó;
dejamos el carro allí
y logramos llegar a la Oncena Estación.
Empezó
otra historia porque llegamos de noche. Enseguida que llegué
a la estación
repetí
mi presentación:
«Soy
cubano, estudiante, vine aquí
a un congreso».
Me recibieron bien, siempre lo hacían,
en todas partes miraban con simpatía
aquel hecho.
Ya teníamos
hambre, habíamos
vivido tantas aventuras…
Pero no tenía
ni un centavo en el bolsillo para tomarme un café,
،hasta
la cartera había
perdido!
Eran como 400 hombres armados en la estación,
muchos policías,
militares, soldados. Serían
las 7:30 u 8:00 de la noche cuando me incorporé
a aquella tropa. Fue un momento muy interesante, porque entonces tuve que hacer un
examen de conciencia.
En la estación
existía
cierta organización:
las posiciones estaban ocupadas, de vez en cuando reunían
en el patio a todo el mundo, pasaban revista, lista, número
de hombres: tantos hombres y posiciones; dos o tres veces llamaron a un
recuento aquella noche. Ahí
pasé
la primera noche completa porque se estaba esperando un ataque del Ejército,
las cosas estaban un poco más
claras y se esperaba de un momento a otro un ata que del Ejército
a la estación
de policía
porque el Ministerio de Defensa y algunos jefes, en medio del caos, habían
logrado controlar algunas unidades. Ellos fueron los que
mandaron el batallón
a reforzar el Palacio Presidencial, fue posiblemente aquella misma unidad, la que me topé
y que venía
con tanques
—no
recuerdo si era uno, dos o tres tanques—.
Es decir, quedó
algo de mando en el Ejército,
y como en el resto del país no había
pasado lo mismo, contaron con el apoyo de algunas unidades y pidieron refuerzo para la capital.
El Ejército
vaciló
mucho porque Gaitán,
incluso, había
ganado mucha simpatía
por su carisma político
y por la defensa de aquel teniente, el famoso proceso del teniente
Cortés
que se trasmitió
por radio y todos los cuarteles escucharon las
intervenciones de Gaitán
en un alegato favorable a un oficial del Ejército.
El problema era que el pueblo sublevado no tenía
jefatura ni dirección.
Entonces, como aquello se convirtió
en anarquía y empezaron los incendios, las destrucciones, los
saqueos, el Ejército
más
bien actuó
con un sentido sempiterno del orden. Consideró
su misión
la de establecer el orden, lo que le interesaba más
que el gobierno. Si el pueblo hubiera tenido una dirección
que apelara a los jefes militares, se hubiera
logrado que muchos de estos oficiales tomaran partido al
lado de la oposición.
Como resultado, lo
único
que existía
era un gobierno allí
en el Palacio Presidencial. La primera acción
del Ministerio de Defensa fue mandar una unidad para reforzar la
seguridad del Palacio y después
empezaron a tratar de poner orden. Así
fue como tomaron partido. Entre los sublevados había
policías y militares, incluso unidades completas, lo que
ocurrió
fue que el pueblo tomó
todas las estaciones de policía
y la policía se sumó
al pueblo, en algunos lugares con más
entusiasmo que en otros.
Yo estaba en la Oncena Estación,
casi a las afueras de la ciudad, en los límites,
frente a la Ermita de Monserrate, ubicada en un gran peñón
sobre una colina. Estábamos
esperando el ataque del Ejército.
De vez en cuando pasaba rápido
un vehículo
blindado, frente a la unidad. No disponíamos
de armas antitanques, pero se hacían
algunos disparos desde las columnas. Fue una noche muy larga. Yo estaba como en
un tercer piso, una tercera planta, tenía
mi posición
en una de las ventanas, desde allí
observaba lo que pasaba. Era una situación paradójica,
pues la ciudad ardía,
sin embargo, por la calle de la estación
la gente pasaba como hormiguitas cargando todo lo que encontraban y llevándolo
hacia su casa.
،Hasta refrigeradores llevaban! Recuerdo haber visto a un
individuo con un piano al hombro en medio del peligro, la
sublevación, los tiros.
Para una gran cantidad de personas pobres,
desempleadas, aquellos acontecimientos políticos
se convertían
en la
oportunidad de adquirir mercancías.
En las manifestaciones populares que no tienen una dirección
y se mezclan muchos sentimientos ocurren cosas inauditas, increíbles;
lo que comenzó
con la indignación
del pueblo, terminó
con la destrucción, el robo, el saqueo. La gente pasaba cargada, no hacía
falta dinero para adquirir las cosas.
Por toda la cultura que adquirí
a través
de la lectura sobre las revoluciones, las guerras, por la propia
experiencia de Cuba, yo sabía
que toda unidad que se atrinchera, si se deja cercar, está
perdida. Allí
se estaba esperando un ataque, y una de las primeras cosas que hice, después
que llegué,
fue hablar con el jefe de la tropa. Le expliqué
quién
era, qué
hacía en aquel lugar, le dije que era cubano, que tenía
experiencia y que, de acuerdo con mi experiencia, la unidad no debía
esperar un ataque pasivamente, sino que debía
organizar a la gente y ponerla a la ofensiva, sacarla en columnas y
atacar objetivos enemigos o atacar el Palacio Presidencial. Estuve
tratando de convencerlo, le hablé
dos o tres veces, le dije:
«Piénselo».
El hombre me recibió,
me oyó,
me atendió,
parecía
estar de acuerdo, pero no hacía
nada. De vez en cuando realizaban un llamado general para contar la gente, y después,
cada media hora más
o menos anunciaban:
«،Ya
viene el ataque!»,
«،Ya viene el Ejército!».
Donde yo tenía
mi posición
había
también un dormitorio y allí
pasamos las primeras tres o cuatro horas. De pronto decían:
«،Ya
viene el Ejército!».
A veces era una
falsa alarma, otras veces un tanque que pasaba
frente a la estación de policía,
y ya eran como las 12:00 de la noche o la 1:00 de la mañana.
No habíamos
comido nada, las horas pasaban a la expectativa.
Ya tenía
mis dudas en relación
con lo que estaba haciendo, si era o no lo correcto. Entonces:
«،Ahí
viene el ataque!»,
yo ya estaba un poco cansado de la agitación
de todo el día.
Eran como las 12:00 de la noche, me recosté
en un camastro mientras esperaba el ataque, sabiendo de antemano que una
fuerza que se deja arrinconar, una fuerza que se deja
cercar no tiene posibilidad de defenderse; estaba convencido de que
la batalla estaba perdida. En tales circunstancias, en los
momentos de tranquilidad, me puse a meditar, me acordé
de Cuba, de la familia, y me dije:
«،Qué
lejos estarán
de imaginarse la situación que tengo ahora aquí
en esta unidad sublevada, en esta estación de policía,
esperando un ataque del Ejército!
،Qué
lejos están
de imaginarse lo que estoy pasando!»
y me preguntaba:
«¿Es
correcto que me quede aquí?».
Si yo quería
entregar el fusil, eso era lo más
fácil,
siempre hubiera aparecido alguien que quisiera un fusil
—un
fusil y mis 14 o 16 balas—,
podía
irme para el hotel y abandonar aquella posición
ya perdida.
Constantemente me repetía:
«Esto
está
perdido aquí,
esta batalla está
perdida, este no es mi país,
esta gente que está
dirigiendo esto no sabe lo que está
haciendo, son unos incapaces
».
Y me preguntaba:
«¿Cuál
es mi papel aquí?
¿Vale
la
pena lo que estoy haciendo?».
Entonces empecé
a reflexionar, creo que aquel día
fui internacionalista ciento por ciento, porque dije:
«Este
no es mi país,
pero hay un pueblo y este pueblo es igual que el pueblo cubano, que está
sufriendo la opresión
—porque
había
mucha represión
en Cuba—,
la explotación,
la represión;
está
sufriendo una injusticia, le han asesinado al líder, está
luchando, tiene toda la razón
y hoy desea la libertad, la justicia; los pueblos son iguales en todas
partes, lo mismo en Cuba que en Colombia, que en cualquier parte».
Y determiné:
«Me
quedo».
Tomé
la decisión
consciente ya, cuando estaba solo, ya no quedaba ni uno solo de los estudiantes
junto a mí, no quedaba ningún
cubano, estaba solo allí
e iba a morir anónimamente en aquella estación.
Fue un día
decisivo, porque a las 12:00 de la noche, agotado de caminar, sin un centavo, sin un conocido y
librando una batalla perdida, encontré
suficiente estímulo,
suficiente justificación
racional para quedarme, y me quedé;
pero no fue una cosa irreflexiva, decidí
sacrificarme en una batalla perdida, en aras de una serie de ideas y sentimientos.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
por eso, en la presentación
del libro
La paz en Colombia
afirmé
que quien escribía
no era solo el revolucionario y el intelectual, sino además
el hombre que un día
estuvo dispuesto a dar su vida por el pueblo
colombiano. Aquel día
fue el inicio de una cercanía
para siempre,
¿verdad?
Fidel Castro.
—Sí.
Bueno, allí
nos pasamos toda la noche esperando el ataque, cada media hora:
«،Ya
viene el Ejército!»; cada media hora era un correcorre.
Fui un soldado del pueblo.
¿Qué
iba a hacer?
¿Preservarme porque había
calculado fríamente
que todo estaba perdido?
¿Decidir
morirme allí
anónimamente?
Creo que hice lo correcto.
Aquel día
presencié
algo sobre las 10:00 o las 11:00 de la noche. En tales situaciones los hombres desconfían
unos de otros, siempre piensan que hay enemigos, espías;
el hecho es que en el mismo lugar donde yo estaba, unos policías
agarraron a otro y le decían:
«Este
es godo
—godo
es conservador, reaccionario—;
sí,
sí
que lo es».
Hasta maltrataron al hombre. Lo agarraron:
«،No,
que tú
eres espía,
que tú
eres godo, que tú
eres enemigo!»,
lo maltrataron con violencia. Decían:
«Mira
si es verdad, mira las mediecitas nuevas que les
dieron a los policías
para cuidar el evento ese de la OEA».
Parece que la policía
había
hecho una selección
de quiénes
iban a cuidar el Parlamento durante la reunión
de la OEA, que tuvo lugar por aquellos días.
Allá
estaba Marshall y delegaciones de todos los países.
Bueno
—parece
que a aquella gente le habían
dado ropas nuevas—,
le decían
al policía:
«Mira,
mediecitas nuevas, mediecitas nuevas de las que les dieron a los godos»,
lo maltrataron. A mí
realmente me desagradó
aquello, me irritó.
No lo mataron ni lo torturaron ni nada de eso, pero lo
maltrataron, y me acuerdo que me chocó,
me produjo mal efecto; fue
lo
único
que pasó
allí,
excepto la infinidad de veces que anunciaron que venía
el Ejército.
Katiuska Blanco.
—Pero,
Comandante, los sucesos eran inconexos, como agujas de una brújula
dislocada que no orientara a ningún
punto cardinal.
Fidel Castro.
—Es
verdad, fue un acto quijotesco, pero no me arrepiento. Yo estaba defendiendo una convicción,
reaccionaba por una convicción
íntima
y tenía
que ser leal a esa convicción.
Al amanecer, no había
venido el Ejército,
pero la ciudad seguía
ardiendo, la tropa continuaba allá
acantonada y volví
a ver al capitán
porque comencé
a observar con espíritu
táctico las colinas bastante inclinadas en el mismo patio de
la estación de policía,
me percaté
de que cualquier fuerza que viniera por la altura dominaba totalmente la estación,
y hablé
con
él
y le dije:
«Mire,
esas posiciones son estratégicas,
hay que tomar esas posiciones, defenderlas. Si usted me da una
tropa, yo defiendo esa posición».
Entonces, el hombre me dio una patrulla de soldados
de las fuerzas para cumplir la misión
de defender las alturas. Pero, claro, me dio ocho o diez hombres, no era mucho lo
que podía hacer con ellos. Pero demuestra que yo tenía
una idea clara de la situación,
de tácticas
militares; porque por la noche le estaba aconsejando que organizara las columnas, que tomara
la ofensiva y no se dejara encerrar por el Ejército,
y por el día
le
estaba diciendo:
«Mire,
es elemental: quien domine esas posiciones domina la estación».
Le pedí
y me dio una patrulla, me hizo caso; al otro día
por la mañana,
me dio la razón
y me dio una pequeña
tropita para que defendiera las alturas, entonces pasé
el segundo día
en las colinas.
Inicialmente llegué
a las viviendas más
próximas
a la estación y pregunté
si habían
observado movimiento de tropas. Me informaron:
«No,
movimiento de tropas no hemos visto». Enseguida nos invitaron a tomar algo, ofrecieron café,
vino, de todo. Por cierto, recuerdo que estando allí
en la colina, en una de las primeras viviendas, tenían
unas botellas de vino
—no
sé
si era italiano o colombiano—
envueltas igual que las italianas en una corteza de
árbol,
y decían:
«،Tomen!».
Fueron muy hospitalarios. Ellos también
habían
bajado a participar del recorrido por los comercios en la ciudad, lo que les
permitió
ofrecernos vino y alimentos.
Claro, yo seguí
explorando. Había
pocas casas allí
a pesar de estar tan cerca de la ciudad. Los campesinos
fueron en verdad muy amables con nosotros.
Continué
mi misión
hacia la derecha, en dirección
a las alturas que se alargaban. Seguí
preguntando a los vecinos si observaban algún
movimiento. Después
de la primera exploración nos sentamos, luego seguí
y caminé
como un kilómetro bordeando la ciudad.
Creo que mi tropa no llegaba a los diez hombres
armados.
Todos colombianos. Es curioso porque ellos me
aceptaron a mí
tranquilamente, sin reparar en que no era colombiano
ni conocía la topografía;
no sabía
nada, estaba explorando.
Cuando caminamos más
o menos un kilómetro
—no
recuerdo exactamente—,
nos topamos con un hombre que empujaba y trataba de arrancar un automóvil.
Me fui acercando, le di el alto, pero
él
logró
arrancar el carro y doblar por el borde de la
colina. Le di el alto y no se paró.
Me imaginé
a alguien que observaba, una especie de espía,
un explorador enemigo que estaba viendo qué
había
por allí.
Él
siguió,
pero parece que se puso nervioso y apenas dobló
sentí
un ruido:
،Pam!,
como que chocó.
Corrí
y escalé
la colina que tendría
como unos 15 metros para tratar de arrestarlo; pero cuando me asomé
al borde de la elevación,
el camino seguía
recto como 120 o 150 metros, y en lo que llegué
a lo alto, ya el hombre se precipitaba loma abajo.
Cuando le di el alto yo tenía
el fusil y le apuntaba. El hombre continuó
corriendo desesperado, en aquel instante bajé
el arma y no le disparé
porque me percaté
de que no representaba ningún
peligro.
Me pasó
igual que cuando el asalto a la goleta
Angelita,
en la expedición
de Cayo Confites. En el instante me di cuenta de que aquel hombre no era un peligro; aunque me pareció
extraña
su presencia allí.
Desde las colinas se veía
la ciudad ardiendo en muchos lugares. A aquella hora se sentían
explosiones, cañonazos,
disparos, se sentían
toda clase de ruidos bélicos;
algún
tanque que
disparaba tal vez, tiroteos. La ciudad ardía
y estaba prácticamente cubierta de humo. Así
se veía
desde mi posición.
Cuando pasó
aquel incidente, regresé
y en la primera vivienda
—la
más
próxima—
indagué,
les pregunté
si ellos habían visto qué
gente era, qué
estaban haciendo allí
y los campesinos me dijeron con palabras textuales, que yo no conocía,
pero entendí
lo que querían
decir:
«Ese
es un tipo que estaba ahí “culeando”
con dos prostitutas».
Me imagino que quería
decir:
«Fornicando
con dos prostitutas, divirtiéndose
con dos prostitutas».
En mi vida había
oído
tal palabra a nadie.
Lo insólito,
lo asombroso, es que la ciudad ardía,
reinaban el fuego, la muerte, la guerra, el desastre; era el
Apocalipsis y, en medio de aquello, un ciudadano, como si se
tratara de un sábado
por la tarde o de un fin de semana, había
salido a las afueras de la ciudad con dos mujeres a divertirse.
،Lo
increíble!
Después
regresé,
visité
a los campesinos, les pregunté
más ampliamente, y me ratificaron que no se había
visto ninguna tropa por allí.
Entonces nos ubicamos más
o menos en un lugar intermedio entre donde ocurrió
el incidente del automóvil y una altura, con algunos
árboles
al borde, desde donde divisábamos la ciudad y observábamos
cualquier movimiento en nuestra dirección
o hacia otra. En una altura más
próxima
se encontraba la estación,
casi a un extremo de la ciudad.
Pasaron horas, y como a las 10:00 o 10:30 de la mañana vimos unos aviones de guerra que nos sobrevolaban.
Todavía
existían
dudas de qué
estaba ocurriendo; incluso, palpitaba la esperanza de que una parte del Ejército
o la aviación
estuvieran a favor de la revolución.
Algunos aviones de guerra dieron vueltas por los alrededores, pasaron por donde nos
encontrábamos, altos, no rasantes. Nos preguntábamos:
«¿Con
quién estarán
estos aviones?».
Mientras, explorábamos
y patrullábamos las alturas.
Como a las 2:00 de la tarde estaba todo muy
tranquilo, y desde la altura, unos 600 o 700 metros, estaba
viendo el Ministerio de Defensa, donde habían
transcurrido mis aventuras el día
anterior. Entonces se me ocurrió,
a pesar de que tenía muy pocas balas
—pudieran
ser unas 14 o 16 balas—,
invertir cuatro en disparar contra el Ministerio de Defensa.
Los
únicos disparos que hice fueron desde aquella posición.
Cansado de toda la situación,
no venía
el Ejército
ni nadie, no existía ninguna operación
envolvente o ataque a la estación.
Fueron cuatro disparos sobre el Ministerio de Defensa; no
le apunté
a nadie, solo al edificio que se veía
hacia abajo. Además,
fui bastante generoso porque le gasté
el 30%, por lo menos, de las balas que tenía,
de las pocas que tuve siempre. Y fue la
única vez, realmente, que usé
el fusil.
،Pero
pasaron tantas cosas en aquellas 52 horas, que es increíble
que se hubiera podido sobrevivir!
Después
realicé
otro acto quijotesco. Como a las 5:00 de la tarde se sintieron disparos fuertes. Vimos
personas prove nientes de la estación,
algunos militares
—quizás
de caballería porque traían
armas, buenas armas—
avanzaban no de manera compacta, sino desgranadamente, desde la estación
hacia donde nos encontrábamos.
Pregunté
qué
ocurría
y me dijeron que el Ejército
estaba atacando la estación.
Dije:
«¿Están
atacando la estación?,
¿y
por qué
se van?».
Recuerdo que venía
un grupo de cinco o seis y un oficial con un fusil ametralladora al frente. Yo estaba con
dos o tres, si acaso había
tres conmigo, ubicados en distintos puntos. Entonces me paré
delante del grupo uniformado, gente del Ejército, pero de los que estaban rebelados, y les pregunté:
«¿Qué
es lo que pasa?».
Respondieron:
«Están
atacando la estación, nosotros nos retiramos».
Volví:
«¿Por
qué
se retiran?, no se retiren».
Los critiqué
y discutí
con ellos porque se retiraban.
Bueno, por poco me matan porque quería
convencerlos de que regresaran a la estación,
que no la abandonaran. El hombre de la ametralladora me apuntó.
،De
milagro no disparó!
Es decir, cuando
él
vio que yo estaba persuadiéndolos
de que no se fueran, realizó
una acción
agresiva para que no los detuviera. Y estaban los otros también.
،De
milagro no dispararon!
Entonces, les dije:
«Si
lo que quieren es irse, esa es responsabilidad de ustedes».
Les dije así
porque no podía
hacer nada, se me adelantaron. Cuando discutía
en términos
fraternales con ellos, no los conminaba con el fusil; pero, al
ver la insistencia mía,
apuntaron. Les dije:
«Bueno,
sigan»,
porque
yo no les iba a tirar, además,
ellos tomaron la iniciativa. No me desarmaron, no me hicieron nada, lo
único
que hicieron fue que se resistieron por la fuerza y me apuntaron con
las armas.
Algunos iban pasando aislados. Entonces indiqué
a mi patrulla:
«Tenemos
que ir para la estación»,
para una estación que no era atacada desde la posición
donde yo estaba, sino que la agredían
desde abajo. Se sentían
fuertes disparos. Caminábamos con cierto cuidado para ir observándolo
todo a la vez. Cuando estuvimos próximos
a la estación
vi, en las calles, unas patrullas moviéndose.
No tenía
lugar ningún
combate en la estación, en cambio, sí
vimos más
adelante
—como
a 500 u 800 metros—
grupos de policías,
gente de la estación;
que se acercaban más
bien a la ofensiva.
Llegamos casi a la estación
y nos dijeron:
«Desde
tal iglesia están
disparando».
Efectivamente, desde una iglesia se sentían disparos, pero lejos de nosotros. Los policías
decidieron:
«،Vamos!».
Imaginé
que, efectivamente, gente reaccionaria combatía
desde la iglesia, y dije:
«Bueno,
vamos a apoyar a los policías».
Me acerqué
allá
con tal intención
porque los vi avanzando; hasta me alegré
de su determinación
de salir de la estación.
Eran varios grupos, los vi por las calles. Anochecía. Nos circundaban las paredes de unas fábricas
de ladrillos, muy artesanales. Avanzábamos,
crucé
una primera calle, una segunda, y me dirigí
hacia donde estaban los policías,
o los sublevados, mezclados allí.
Los que por poco disparan con tra mí
eran de caballería,
del Ejército,
tenían,
incluso, un fusil ametralladora.
Cuando cruzaba por una de las calles, vi un niño
como de siete u ocho años,
chiquitico, chiquitico, que con una voz
estremecedora me decía:
«،Han
matado a mi papá,
han matado a mi papá!»,
con un grito desgarrador lo decía
el muchacho, y me impresionó
mucho, por supuesto. En verdad, había
un hombre muerto allí.
Permanecía
tendido en una mesa, creo que tenía
alguna vela puesta, es decir, lo estaban velando. El niño
no tenía
a quién
decirle, era como un pedido de auxilio o una protesta. Fue a mí
al primero que vio, me llamó
y me dijo:
«،Han
matado a mi papá,
han matado a mi papá!». Estaba en una casita muy humilde de la ciudad. Pudo
haber sido una bala perdida... Le puse la mano encima al
pequeño, traté
de consolarlo.
Él
me cogió,
me llevó
de la mano. Entré
a la casa, la familia lloraba. Yo lo atendí.
Parece que como yo pasaba por la calle, con mi gorra y mi capota, casi
de noche, después
de las 6:00 de la tarde, cuando aún
se sentían
disparos, se aferró
a mí
en su desesperación
y me decía:
«،Han matado a mi papá!»,
tan dolorosamente…
Es una cosa que no se olvida fácilmente:
la criatura gritando en medio de disparos, mientras los hombres avanzan con cautela, recostados
a las paredes. Nunca lo olvido. Creo que hace ya
muchos años
se lo conté
también
a Arturo Alape, el amigo de mi amigo Gabo.
Al rato cesó
el fuego en el lugar que parecía
la torre de una
iglesia. Dijeron:
«Ya
cesó...».
No disparé
porque no tuve ninguna posibilidad.
Yo estaba irritado. Era un poco escéptico,
no creía
mucho que estuvieran tirando de una iglesia el primer día
por la mañana;
pero el segundo día,
por la tarde, ya lo creía
posible.
،Había
visto tantas cosas! Podía
concebir que desde una iglesia estuvieran tirando. Al principio, al sentir los
tiros, estuve mirando, se me hacía
rara la idea de lo que decían,
que unos curas estuvieran tirando. Podían
ser curas, pero también
reaccionarios que aprovechaban la posición
ventajosa del convento o la iglesia, realmente nunca supe si era lo uno o lo
otro.
Al contrario de lo previsible cesaron los disparos.
Los policías dijeron:
«No
hay nada».
No había
resistencia. Emprendieron el regreso a la estación
al anochecer, y yo fui también. No se produjo ningún
ataque en realidad. Lo que se escuchaba al anochecer era que había
una tregua, una solución,
que los jefes conservadores y los liberales habían
entablado conversaciones y que se estaba llegando a un acuerdo.
Se dio efectivamente una especie de tregua. Se
pronunciaron discursos, se trasmitieron noticias por radio sobre
las palabras de no sé
quién,
que existía
un arreglo, una tregua; que los líderes
liberales y los líderes
conservadores, para evitar más
derramamiento de sangre, estaban llegando a un
arreglo. Fue aquella misma noche. Reinaba tranquilidad en la
estación; entonces me quedé
allí
aquel día,
en vista de que la situación
política
era de tregua, de conversaciones y arreglo.
Dormí
toda la noche. Temprano me levanté.
Trasmitían las noticias, todo el mundo reiteraba:
«Se
llegó
a un acuerdo, hay paz, hay que devolver las armas».
Claro, se acordaba la paz, había
que devolver las armas; correcto, bueno, si hay paz, si hay arreglo de todo, hay que devolver las armas.
Ya podía regresar, desmovilizar a la gente. Fue lo que se
informó
por la mañana,
lo decía
la radio, lo informaba todo el mundo.
Entonces entregué
mi arma; pero quise llevarme algo de recuerdo
—no
sé
si era un sable o algo así—.
Fue cuando percibí
un acto de ingratitud del mismo jefe a quien yo
aconsejé, a quien me le ofrecí
de voluntario, al que serví
y defendí
—de la estación
adonde regresé
cuando me dijeron que la estaban atacando, la estación
perdida, adonde se estaba retirando la gente—,
aquel jefe me dijo que no, que no se podía
tocar nada, que lo sentía
pero que no podía
llevarme nada. Y no pude ni siquiera llevarme un recuerdo.
Por la mañana
me encontré
a Del Pino en aquel mismo lugar. No sé
cuándo
llegó
ni cómo
llegó,
pero se quedó
asombrado de verme, porque me creía
muerto. Entonces empezó
a decir que me había
buscado por todas partes. Del Pino era alguien que más
que leal a una idea, era leal a una persona, según
él
mismo enfatizaba.
Él
hablaba de una gran amistad entre nosotros, de tipo personal. Bueno, iba por donde yo
iba. Me narró
toda la historia desde el momento en que nos separa mos. Nos pusimos contentos al vernos, al saber que
él
estaba bien y yo también.
No sabíamos
qué
acuerdo era al que habían
llegado los líderes políticos
conservadores y liberales, pero bien, ya nos dirigimos juntos al hotel. A pesar de la paz
decretada, para nosotros los peligros siguieron. Cuando dejamos la
estación, a las 9:00 de la mañana,
a una hora determinada, después
que ya se habían
dado las instrucciones relativas a un estado de paz, nos fuimos por las calles. No tenía
puesta la boina, ni el capote, ya no tenía
nada.
Salimos en dirección
a nuestro hotel, muy tranquilos porque se habían
puesto de acuerdo los colombianos; no sabía
las bases de la paz, pero, bien, había
paz. Pensaba que los liberales habían
hecho un acuerdo con un mínimo
de dignidad y de garantía
para los revolucionarios y el pueblo.
Pero cuando
íbamos
caminando hacia la ciudad,
¿qué
observamos? Disparos, combates aislados.
¿En
qué
consistían? El Ejército
estaba cazando francotiradores o combatientes aislados en una torre de un edificio, en una torre
de una iglesia, incluso. Yo sufrí
la amarga impresión
de ver aquella gente abandonada, a la que estaban cazando. El Ejército
se dedicó
a cazar revolucionarios aislados, quienes por alguna
razón
se quedaron en una casa, en un edificio o en una torre,
y presenciamos cómo
los soldados avanzaban, disparaban y cazaban a los revolucionarios.
Fue el primer hecho desagradable, amargo, que
percibimos. La gente había
sido traicionada. Estaban cazando a los tiradores que se quedaron aislados. Era gente
del pueblo, gente valiente del pueblo que se quedó
allí,
sin noticias ni orientación.
Íbamos
a entrar al hotel Claridge cuando nos dijeron:
«Pero
¿ustedes
qué
hacen? Los están
buscando, les echaron la culpa de todo lo que pasó
aquí.
Dicen que ustedes son los responsables
».
Bueno, no pudimos quedarnos en el hotel, todo el mundo se aterrorizó
cuando nos vieron llegar.
¿Qué
podíamos
hacer? Nos dirigimos a la casa de huéspedes donde estaban Ovares y Alfredo Guevara, allí
donde estuvimos minutos antes de enrolarnos en la
manifestación. Llegamos a la casa, tocamos y entramos. Estábamos
en una situación
muy insegura.
Nos recibieron muy bien en la casa de huéspedes.
Allí
vivía un matrimonio y estuvieron de acuerdo en darnos
hospedaje. Estuvimos preguntando qué
vieron y contándoles
a nuestros compañeros
todo; cuando cometí
la imprudencia más
grande que alguien pueda cometer en la vida. Estaba
irritado, amargado, indignado, desde la muerte de Gaitán,
la rebelión
del pueblo, las masacres, el pacto, la traición.
Tenía
una visión
tan clara de lo que era una sociedad de explotación,
una sociedad de ricos y pobres, de oligarcas y pobres, tenía
una visión
tan viva de todo y me encontraba en tal estado de
excitación,
que
el dueño
de la casa estaba hablando, y diciendo horrores de
los liberales:
«Que
si eran de tal forma…
que los liberales...»,
y yo en vez de callarme la boca, tragarme la lengua,
estar tranquilo, era lo que debía
haber hecho, le contesté.
Katiuska Blanco.
—¿Usted
piensa que fue un error?
Fidel Castro.
—Reconozco
que fue un error. Eran como las 5:40 o las 6:00 de la tarde, comenzaba el toque de queda
en una ciudad ocupada por el Ejército,
habían
traído
tropas de todas partes y cada esquina estaba custodiada por un
soldado. Después de las 6:00 de la tarde no se podía
salir porque disparaban contra cualquiera que vieran en la calle. En aquel
momento el dueño,
el conservador, se indignó
tanto con mis palabras y mis protestas
—porque
le dije:
«Eso
no es cierto, eso no es justo, ese es el pueblo, al pueblo le mataron el líder,
el pueblo se sublevó»;
fue así
como le dije:
«Se
sublevó
porque le asesinaron a su líder,
es injusto lo que se está
diciendo»—,
que decidió
expulsarnos, prohibirnos que nos quedáramos
en la casa y nos mandó
a salir para la calle. Prácticamente
nos mandó
a la muerte,
¿qué
nos quedaba a nosotros?
Caminamos dos o tres cuadras y llegamos a un hotel
llamado Granada
—no
contábamos
con un centavo, además—
para ver si veíamos
al argentino peronista que había
tenido contacto con nosotros, porque entonces la juventud de su
partido se mostraba activa, y como nosotros luchábamos
por la libertad de Puerto Rico, la devolución
del Canal de Panamá,
el cese de
las colonias, contra Trujillo, y por la devolución
de las Malvinas; el argentino estaba encantado con nuestras
posiciones, teníamos
causa común.
Preguntamos en el hotel por el que formaba parte de la delegación
oficial de Argentina a nuestro evento. Su apellido era Iglesias. Había
estado muy implicado y colaboraba con el congreso estudiantil nuestro.
Entonces fuimos a ver a dicho hombre para explicarle nuestra situación:
no teníamos
hotel ni casa donde hospedarnos, tampoco un centavo, no teníamos
adónde
ir. Faltaban solo cinco minutos para el toque de queda, cuando de
repente vimos a Iglesias saliendo del hotel en un automóvil
de la delegación argentina. Lo paramos ahí
mismo, y cuando nos vio, no nos dejó
ni hablar. Nos dijo:
«،Pero
en qué
lío
os habéis metido, en qué
lío
os habéis
metido!
،Entren!»,
y nos metió
dentro del carro. Creo que faltarían
unos tres minutos apenas para el toque de queda porque, desde que nos botaron
de la casa de huéspedes,
fuimos al hotel y preguntamos por el argentino, transcurrió
el tiempo. Dije:
«Bueno»,
y nos metimos dentro del carro.
Iglesias
—no
sé
si estará
vivo o no—
lo
único
que decía
era:
«،En
qué
lío
os habéis
metido!
،En
qué
lío
os habéis
metido!». Dije:
«،Qué
lío!».
Me preguntó:
«¿Los
llevo a la embajada o al consulado?». Creo que nos llevó
a la embajada de Cuba. A nosotros no se nos había
ocurrido hacerlo porque, como
éramos
enemigos del
gobierno de Grau, no nos pasó
por la mente ir a buscar ninguna embajada, pero el argentino nos llevó.
Indicó
al carro:
«،Por aquí!».
Ya todas las esquinas estaban tomadas por el Ejército y en cada esquina nos paraban, miraban:
«Embajada
de la Argentina, carro diplomático…,
sigue»,
ordenaban. Eran las 6:00, oscurecía.
En la embajada entramos y nos recibieron con expresión
de asombro:
«،Ah,
ustedes son los cubanos!».
Por alguna razón,
los cubanos nos habíamos
vuelto famosos. Parece que como nos vieron en la estación
de policía
con los fusiles, por las calles; como nos vieron por
todas partes, los cubanos
éramos
famosos. Y además
culpables,
،hacía
falta buscar un culpable! El comunismo internacional había
provocado todo aquel suceso, y el hecho es que a quienes
buscaban por toda Bogotá,
era a los cubanos, y nos echaban la culpa de lo que pasó.
El momento psicológico
exigía
buscar los culpables, el gobierno de Colombia los necesitaba y así
fuimos nosotros a parar a la embajada de Cuba. Allí
estaba la delegación
cubana, Guillermo Belt era quien la presidía,
el jefe de la delegación
cubana a la comedia de la Organización
de Estados Americanos.
En el aeropuerto dos aviones eran cubanos, uno del
Ejército. El gobierno de Grau mandó
un avión
militar y con
él
unos militares: comandantes, capitanes, la tripulación,
y estaban en la misma casa de la embajada.
¿Qué
ocurrió?
Un cónsul, hombre muy bondadoso, viejo ya, tendría
unos sesenta y tan tos años,
y la señora,
la persona más
bondadosa del mundo, nos recibieron con los brazos abiertos, contentos:
«Ustedes son los cubanos, nos alegramos de verlos bien»,
nos dijeron. El hombre tenía
el apellido Tabernilla y era hermano del general Tabernilla, un batistiano que en aquel momento se
encontraba exiliado, o no sé
dónde.
Pues a nosotros el cónsul nos recibió
con bondad, preparó
camas, nos preparó
comida, todas las atenciones imaginables. El hombre más
hospitalario y más
amistoso del mundo.
Recuerdo que, sentados a una mesa, nosotros,
convertidos en veteranos, narrábamos
las aventuras vividas en tal situación.
También
estaban los militares recién
llegados de Cuba
—tenían
una ametralladora Thompson, la utilizaban como arma personal—.
De repente se escuchó
un tiroteo frente a la embajada y nosotros fuimos para allá.
Recuerdo a los militarotes:
«،Los
civiles no, los civiles que no se muevan!». Iban para allá
los famosos militares.
،Si
nosotros nos habíamos pasado ya más
de 48 horas oyendo tiros en todas direcciones y pasando aventuras de todas clases! Entonces recibí
la impresión
de lo prepotente, de lo chocante que eran aquellos militares cubanos, que cuando sonaba el tiroteo decían
como si fuéramos
niños:
«،Los
civiles no, los civiles que se queden donde están,
que no se muevan!».
،A
nosotros, que acabábamos de pasar una aventura increíble!
Dije para mí:
«¿Qué
sabrán estos militares de esto?».
Aquella noche nos dieron comida y propiciaron que
durmiéramos. En realidad la casa fue hospitalaria. Finalmente ni sé
si aquel lugar sería
el consulado o la embajada porque fue el cónsul
quien nos acogió.
Tal vez fue al consulado adonde nos llevaron y la embajada estaba en otro lugar.
Durante la noche continuaron sonando tiros aislados.
Nosotros explicamos que otros dos cubanos estaban en una casa de huéspedes
no muy lejos y que había
que recogerlos al siguiente día,
temprano.
Entonces, fueron a buscar, en un automóvil
oficial con chapa y bandera diplomáticas,
a Ovares y a Guevara y los trasladaron.
Además
del avión
militar, había
otro avión
cubano en Colombia con el pretexto de buscar unos toros miura, toros de lidia, porque a alguien se le había
ocurrido realizar una corrida de toros, no sé
si la iban a hacer en el palacio de los deportes o en un campo de pelota. El hecho era que, a pesar de
que Martí
había
criticado mucho las lidias de toros por ser algo
cruel, alguien planeó
una lidia de toros en La Habana.
En tal momento, nadie se iba a ocupar de toros ni de
nada. Con la debacle aquella nadie sabía
si los toros estaban vivos siquiera, y la embajada nuestra gestionó
con el gobierno para que el avión
civil sacara un personal cubano varado allí.
Mientras tanto nos buscaban por toda Bogotá,
como culpables de lo que había
pasado. Entonces, de la embajada nos llevaron en
un carro diplomático
y tomamos el avión,
un DC-4 que tenía, incluso, los corrales para llevar los toros. Nos
montaron a los cuatro cubanos y despegamos por la meseta entre
montañas. Hicimos escala en Barranquilla.
Pero nosotros seguíamos
siendo unos imprudentes incorregibles, porque al llegar a Barranquilla nos apeamos y
estuvimos viéndolo
todo. En vez de quedarnos dentro del avión y no dejarnos ver nunca más
en Colombia, después
de toda la campaña
que habían
hecho y de la culpa que nos estaban echando encima.
Afortunadamente no pasó
nada, así
que despegó
el avión otra vez, atravesó
el Caribe y aterrizó
en La Habana.
،Qué
situación
para nosotros: el representante del gobierno nos había
ayudado a salir! Nosotros ni le dimos las gracias al gobierno, al contrario, seguíamos
tan obstinados contra
él como siempre. Al fin y al cabo, habíamos
venido gracias a la ayuda de la embajada o del consulado, nos habían
tratado excelentemente bien y nos habían
traído
para Cuba otra vez, justo a nosotros, los adversarios implacables del gobierno
de Grau.
Pude traer la literatura que me había
entregado Gaitán.
La pude conservar porque nuestras maletas las recogió
en el hotel el propio personal de la embajada o consulado. Traje
la literatura y se la di a la prensa aquí.
A Pardo Llada le di también.
Él
hizo mucha historia de quién
era Gaitán,
sus discursos. Traje uno de los discursos de Gaitán,
muy bonito, se llamaba
«Oración
por la paz».
Él
discursaba muy enérgicamente,
hablaba en un lenguaje al que no estábamos
acostumbrados. Nosotros nos habíamos
habituado más
bien a una retórica
dura, insolente, insultante
—era
la retórica
que usábamos
con el gobierno—
y veíamos
en Colombia que Gaitán
decía:
«Excelentísimo
señor Presidente de la República»,
un formulismo muy respetuoso; mientras que eso no se conocía
en Cuba, donde la polémica pública
desbordaba de frases fuertes, duras.
Así
fue nuestro regreso de aquel viaje. Hubo riesgo
desde el día
en que aterrizamos en Santo Domingo hasta el día
en que lo hicimos en Barranquilla. Creo que otro riesgo
fue volar en aviones DC-4, que nadie sabía
cómo
podían
recorrer 2000 kilómetros en el Caribe,
¿cómo
podían
volar cinco o seis horas y llegar desde Colombia hasta aquí?
Parece que aquellos aviones eran seguros porque hicimos todo el viaje.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿considera
que en Bogotá
vivió
por primera vez una revolución
o al menos una experiencia que recordaba la toma de la Bastilla en París,
Francia, o la del Palacio de Invierno en San Petersburgo, cuando
se estremecía el imperio de los zares en Rusia?
Fidel Castro.
—Yo
había
vivido las revoluciones, las insurrecciones y los grandes acontecimientos históricos
nada más
que en los libros, y había
vivido muchas luchas, manifestaciones de estudiantes en Cuba, había
participado en la expedición
de Cayo Confites, pero no había
visto un estallido social, revolú
cionario. Fue aquel el primer estallido que viví.
En tal
época
tenía
idea, pero libresca totalmente, en teoría, de lo que era una insurrección
popular, y de súbito
tuve ante mis ojos una verdadera insurrección.
Aquello fue más
bien un estallido, una rebelión
total del pueblo, y vi en acción
todos los factores, toda la psicología,
todas las leyes de las masas desatadas, vi todo lo que ocurre en una situación
así.
También vi todos los errores cometidos, de un país
sin dirección,
un movimiento sin dirección;
vi la actitud de los líderes
políticos, cómo
actuaron en aquel momento, tan mediocremente que, incluso, traicionaron al propio pueblo liberal, al
propio pueblo gaitanista. Vi la endeblez de todos aquellos políticos,
vi los errores de los jefes militares dentro de aquella
situación.
Pude apreciar también
lo terrible que resultaba la falta de una cultura política
y de una disciplina, cuando la gente traduce su indignación
en un espíritu
destructivo. Primero fue destructivo, la gente primero no quería
llevarse nada y luego, hasta vandálico.
La primera reacción
de las masas, de la muchedumbre, fue destruir; destruir lo que constituyera una
oficina oficial, una tienda, un comercio. Parecía
como si vieran al enemigo en todo lo que fuera representación
oficial de aquellas propiedades. Inicialmente la actitud de la masa irritada,
indignada, al conocer la muerte de Gaitán,
no fue robar, no fue saquear, fue destruir. Después
la gente transformó
el espíritu
destructivo
en un espíritu
de tomar posesión
de todo, apoderarse de todo, saquear. Es lógico
que ocurra algo así
en una población
tan pobre que de repente vio que desaparecieron las
puertas y las vidrieras y que los bienes estaban ahí
a su alcance. Eso prueba falta de una conciencia y cultura políticas
en las masas.
Y era lógico.
Las masas analfabetas, explotadas, confundidas, engañadas,
no vieron la lucha como un instrumento para cambiar su destino, y allí
se transformó
el espíritu
antigobernante, en espíritu
destructivo y de saqueo. Imagino que muchos se dedicaron a saquear y muchos a luchar.
También
fue la primera vez que vi columnas, masas de pueblo sublevadas, mezcladas, típicas
de la Revolución
Francesa; cuando la gente con picos, palas, machetes y
fusiles, con todo, se reunían,
atacaban, asaltaban.
La toma de la estación
fue como la toma de la Bastilla, me imagino que así
fue la de la Bastilla: llegó
una multitud, entró
en la Bastilla un día
y la destruyó.
Así
fue como tomaron aquella y varias estaciones de policía.
Fueron las masas, en columnas, porque por alguna ley psicológica,
sin que nadie las organizara, a veces se reunieron hasta 100 personas
e iban en una dirección,
y se iban sumando más.
Nadie los organizó.
Vi también
la falta de organización.
Pude apreciar las debilidades políticas
que significaban la falta de una conciencia, la ausencia de jefatura y de táctica
militar. Observé
todo. Fue vital para mí.
Medité
mucho sobre todo y creo que me enseñó
extraordinariamente.
No había
transcurrido un año
y ya había
vivido dos hechos excepcionales: toda la experiencia de la expedición
de Cayo Confites, que empezó
en julio de 1947, y El Bogotazo, que ocurrió
en abril de 1948; no había
transcurrido un año
y había vivido ambos sucesos. Tuve la experiencia de la
expedición: me percaté
de los errores de la expedición,
viví
la vida de campamento, en condiciones muy difíciles,
así
como toda la navegación
por aquellos mares. Analicé
los disparates y errores cometidos por los jefes, la traición
que hizo Masferrer al entregar la expedición,
la forma en que nos escapamos al lanzarnos a la bahía.
Después
los meses de lucha contra Grau; y luego lo de Bogotá,
todo en menos de un año.
De aquel intenso período
indiscutiblemente saqué
experiencias. Sus hechos vinieron a ratificar muchas de las ideas que tenía
y a fortalecer mis convicciones acerca de los problemas políticos
y sociales, y sobre la forma de hacer la revolución.
Claro, tanto en Santo Domingo como en Bogotá,
tenía ideas militares claras, correctas e ideas políticas
correctas. Sobre el aspecto militar: qué
había
que hacer en Santo Domingo, cómo
hacerlo, la idea de la guerra irregular frente a un
ejército organizado. En Bogotá
sostuve ideas militares correctas, sacadas de la experiencia de lo leído
y de una cierta intuición.
Dije:
«Uno
no debe dejarse sitiar, hay que salir, hay que
atacar. Esta estación
es muy vulnerable si el enemigo toma las alturas,
hay
que defender las alturas».
Es decir que en cada momento yo tenía
una idea clara de lo que había
que hacer. Y lo ocurrido después
lo confirmó
totalmente.
También
me enseñó
la endeblez, la superficialidad, la falta de lealtad de los líderes
políticos
burgueses, por la forma en que fueron capaces de traicionar al pueblo, hacer
pactos y arreglos a espaldas del pueblo. Creo que esta es la
impresión fundamental que recibí.
A partir de dicha experiencia decidí
estudiar a fondo estos problemas. Entre otras cosas, estaba en deuda
conmigo mismo, con mi curso en la Universidad; ya debía
finalizar o vencer el tercer año.
Decidí
dedicar el tiempo necesario a terminar los exámenes,
porque lo sentía
como un deber, una obligación
y, al mismo tiempo, como algo indispensable para
adquirir una mayor preparación.
Era una idea clara en mí,
quería
profundizar mis conocimientos, tener una mayor preparación.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
al participar de los hechos,
¿usted
confiaba en la posibilidad de una revolución
en Colombia?
¿Habría
sido posible si no matan a Gaitán?
Fidel Castro.
—Bueno,
estamos hablando del año
1948, el poder de Estados Unidos en el mundo era total, el dominio
en América Latina era absoluto. Claro, Colombia es un país
mucho más
grande que Cuba. En aquella
época
estaba Perón
en Argentina tratando de hacer algunas medidas nacionalistas con
un cierto desafío
a Estados Unidos, lo acusaban de fascista, lo tenían
aislado, habían
logrado aislarlo; aunque Perón
despertó
también
corrientes de simpatía
en Argentina, por su espíritu nacionalista, sus leyes sociales en favor de los
obreros y su enfrentamiento a Estados Unidos.
¿Pero
habría
podido Gaitán
en el poder desafiar todos los factores adversos y llevar a cabo una revolución
en Colombia en el año
1948? Era muy difícil,
pudiéramos
decir que era una tarea casi imposible. Hubiera podido intentarlo y lo
más
probable es que más
tarde o más
temprano lo hubieran sacrificado.
Su propia muerte demuestra que sus posibilidades de
ir más
lejos eran limitadas, porque lo asesinaron. Ahora,
¿lo
asesinó
un loco, un individuo pagado, un fanático?
Hay que tener en cuenta que la oligarquía
y el imperialismo no solo matan organizando un atentado, no solo matan armando a un
asesino, pagándole
y dándole
la tarea. Muchas veces en la historia, la oligarquía
y el imperialismo matan creando un ambiente, una atmósfera.
Van creando las condiciones psicológicas
para que, entre la masa de fanáticos
y de gente reaccionaria, surja un individuo que mate. Es decir, para mí
no tiene que haber sido organizada directamente la muerte de Gaitán,
aunque no tiene nada de extraño
que a un individuo con tales características, la oligarquía
y el imperialismo hayan decidido asesinarlo. Que lo decidieran y lo asesinaran, no sería
extraño. Pero no es la
única
forma de matar, una forma muy sutil, o no
tan sutil; también
ellos lo hacen creando un clima de violencia, violencia, violencia; matan, crean provocaciones,
crean un clima de violencia y excitan el sentimiento
reaccionario, el sentimiento fanático
contra un líder,
hasta que en la masa de miles de fanáticos
alguien busca un revólver
y le da un tiro. Ellos crean las condiciones psicológicas,
ambientales, para que se produzca una agresión.
Así
que a Gaitán
la oligarquía
y el imperialismo pudieron haberlo matado, porque
organizaron directamente el asesinato o porque crearon todas las
condiciones para tal asesinato. Y era un individuo que no tenía ninguna protección.
De la misma forma que, por ejemplo, a Martin Luther
King lo mataron en Estados Unidos. Allí
también
se creó
la atmósfera, el ambiente, la idea de que Luther King era un
hombre peligroso, antirracista; y entonces un racista
pagado, un racista organizado y armado o un racista por iniciativa
propia, decidió
matarlo.
Lo de Olof Palme fue de otra
índole.
No me parece que fuera acción
de un fanático,
porque Palme tenía
posiciones muy claras, muy correctas de tipo internacional en
muchos problemas: el problema de la carrera armamentista, de la paz, del racismo, el problema de Centroamérica.
Tenía
posiciones, pero no creaba en el país
un clima de fanatismo.
Suecia es un país
de largas tradiciones, de normas legales. En mi opinión,
detrás
de la muerte de Palme no había
un faná
tico sueco porque allí
no habría
la atmósfera,
las condiciones de tal fanatismo, más
bien la Suecia de entonces era un país acostumbrado a la controversia, a la polémica,
a las discusiones sobre todos los problemas y no se caracterizaba por
el odio detrás
de la política;
el odio que, por ejemplo, ha existido en Estados Unidos, la prédica
fascista, la prédica
racista propia de su política
y que pudo conducir al asesinato de un Martin Luther King, incluso, al asesinato de un [John F.]
Kennedy, o al asesinato del otro [Robert] Kennedy. Eso en
Estados Unidos se podía
producir, en virtud de las ideas reaccionarias, fanáticas, incluso, que han existido allí.
Pero tal no era el clima de Suecia, nadie habría
esperado que Palme fuera asesinado.
Por eso, y lo he afirmado otras veces, yo siempre he
sospechado que el asesinato de Palme fue más
bien organizado, y que los
únicos
intereses afectados por la política
de Palme entonces, realmente, eran los intereses del complejo
militar industrial de Estados Unidos, los intereses de los
grupos de inteligencia de Estados Unidos. La política
de Reagan en Centroamérica, en el mundo, en todas partes, era la
única
política afectada por las actividades de Palme. Allí
no operó
el mecanismo indirecto de un fanático,
sino que operó
el mecanismo directo de la planificación
y organización
de un asesinato, en un lugar donde se podía
hacer impunemente.
El revólver,
el tipo de bala Magnum especial utilizada, la forma en que se hizo, hablan de alguien que actuó
impune mente. Este tipo de bala no la suele tener cualquier
fanático, por ejemplo; un fanático
utiliza un revólver
calibre 32 o 45, una escopeta. Pero tal tipo de bala especial solo
está
al alcance de policías,
grupos bien armados; por eso pienso que en el caso de Palme
—no
puedo probarlo, no tengo elementos, sino la intuición—,
la experiencia me indica que fue planeado,
organizado. Y fue un asesinato planeado para golpear a un
individuo que tenía
una influencia, desempeñaba
un papel, se había
reunido con otros dirigentes, había
escrito libros contra la carrera armamentista, un decidido enemigo de la
carrera armamentista; de la carrera nuclear, de la tensión
internacional, con una política
muy progresista con relación
a los países subdesarrollados, con una buena posición
sobre la deuda, una posición
sobre el Nuevo Orden Económico
Internacional, de ayuda a los países
subdesarrollados del Tercer Mundo, una posición militante contra el apartheid, contra la intervención
de Estados Unidos en Nicaragua. Había
muchos puntos de la política de Palme que chocaban con la de Estados Unidos, como ahora chocan los políticos
que denuncian el cambio climático y la insostenibilidad de la existencia humana en el
planeta con el sistema capitalista. Como ahora chocan líderes
como Evo y Chávez,
en torno a los cuales el imperialismo ha intentado también
crear una situación
de violencia que propicie el magnicidio. Con Chávez,
durante el golpe de abril de 2002, estuvieron a punto, a un punto escalofriante de conseguirlo.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
ahora que usted habla de un líder
europeo tan poco común
y casi olvidado como Olof Palme,
¿usted
lo admiraba?
Fidel Castro.
—Sí,
él
tenía
prestigio. Junto con [Giorgios] Papandreu, [Indira] Gandhi, [Miguel] De la Madrid y [Raúl]
Alfonsín, había
tenido reuniones, había
suscrito documentos y tenía
una política
muy activa, de modo que podemos decir que,
objetivamente, Palme se había
convertido en un estorbo y en un mal ejemplo para la política
de Estados Unidos. Entonces, la intuición, la vieja experiencia de percibir una situación,
de percibir los elementos de una situación
que se indican con claridad, ese olfato, ese instinto nunca me ha engañado.
Recuerdo cuando estuve en Chile. Hablé
con Allende, cuando vi una manifestación,
dije públicamente:
«Estas
son actividades de la CIA, esto ha sido organizado por
la CIA, por esto, esto y esto otro»,
hice todo el razonamiento. Todavía debe estar grabada una entrevista que concedí
entonces. Todo lo que estaba ocurriendo en Chile lo vi claro.
Aprecié
que era algo organizado, y dije:
«Detrás
está
la mano de la CIA».
Algunos años
más
tarde se comprobó
todo lo que yo había
dicho con exactitud.
Quizás
nunca se llegue a saber cómo
murió
Olof Palme, pero yo podría
decir lo mismo que en Chile en aquella ocasión:
«Detrás
está
la mano de la CIA»,
estoy seguro de que no me equivoco.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pienso que usted ama a Colombia, y que este sentimiento tiene una raíz
temprana y profunda en su vida desde los tiempos de El Bogotazo.
Fidel Castro.
—Sí.
En el momento aquel en que yo pienso en Cuba, en la familia, en todo, un poco en la
serenidad de la medianoche, de la madrugada, en condiciones muy difíciles porque ya estaba perdida la batalla, porque la gente
se había dejado arrinconar, no salía,
se dejaba acorralar, estaba actuando con una táctica
absurda; yo recordaba, en la propia historia de Cuba, que cuantas veces una fuerza se
aisló
en un edificio, la derrotaron. Ha pasado siempre en todas
partes, en una situación
revolucionaria de tal
índole.
Por entonces yo pertenecía
al Comité
Pro Independencia de Puerto Rico, era presidente del Comité
Pro Democracia de Santo Domingo, defendía
la devolución
del Canal de Panamá,
participaba de las luchas contra las colonias en América
Latina, por la soberanía
argentina sobre las Malvinas, contra la Conferencia Panamericana, contra la política
de dominación
de Estados Unidos en nuestra región
—eran
todos problemas internacionales—
y sin ser todavía
un marxista formado, y sin militar en ningún
partido marxista. Yo tenía mucho que aprender todavía
de cosas políticas,
pero nunca me había
visto confrontado... Bueno, sí
me vi confrontado en el caso de República
Dominicana, aunque tampoco República Dominicana era mi patria, pero estaba muy cerca. Y
no fue
improvisado, fue algo pensado, duró
meses, fue mi decisión ir para allá;
no solo iba, sino que iba con un gran entusiasmo.
Bien, no era mi patria, pero ahí
había
gente que conocía, era en Cuba que se organizaba todo, estaban cientos
de cubanos involucrados, y los otros eran dominicanos, con
quienes teníamos
muchas relaciones y amistad. Pero en Colombia yo estaba solo en aquella tropa de más
de 400 hombres, no conocía a nadie, no tenía
un amigo, no estaba en Cuba; de mi familia nadie sabía
nada de lo que estaba pasando, no se podían imaginar, sospechar, la situación
en aquel momento, aquel día
del 9 al 10 de abril. Fue como a las 11:30 de la
noche, lo más probable sobre la 1:00 de la mañana.
Cuando llegó
la hora de prueba, porque todas estas ideas y simpatías
se ponen a prueba de verdad contra la vida del
individuo, y dices:
«Bueno,
hay que sacrificar la vida».
Pero a mí
también
me parece muy correcto, de las mejores cosas que pude haber hecho, que cuando me dijeron
que la estación
estaba siendo atacada, fui para allá,
para una estación que estaba perdida, cuando los propios colombianos
estaban yéndose.
Fue otro momento que reconozco realmente generoso en mí.
De tales circunstancias me acuerdo bien porque fueron dos momentos de prueba.
En aquel momento tenía
un grupo de hombres bajo mi mando, eran colombianos, ya tenía
un cierto compromiso con aquella patrulla y cumplía
una misión.
Pero allí
a la 1:00
de la mañana
no estaba cumpliendo nada, era un hombre con 14 balas, en una batalla perdida, solo, no conocía
a nadie, no cumplía
ninguna misión.
Un momento más
difícil,
y dije:
«Me
quedo».
Lo consulté
con mi conciencia solamente, y no puedo decir que tenía
el espíritu
internacionalista que puedo tener hoy; pero puesto a prueba y, más
que partiendo de un principio marxista, partiendo de un principio democrático, popular, dije:
«Este
pueblo es igual que el pueblo de Cuba, todos los pueblos son iguales; este pueblo es explotado...».
Casi lo mismo que le dije después
al dueño
de la casa de huéspedes, al hombre conservador que criticaba el estallido
popular del otro día:
«Le
han asesinado al líder
que significó
una esperanza, ellos tienen la razón».
Y todos los pueblos son iguales, fue lo que me dije:
«Todos los pueblos son iguales».
No es que dijera entonces:
«Debe existir el internacionalismo proletario, los pueblos
deben ayudarse unos a otros»,
sino:
«Todos
los pueblos son iguales, y tengo que hacer aquí
exactamente lo que yo haría
si estuviera en Cuba».
Llegué
a tal conclusión;
creo que este es el primer principio del internacionalismo, los pueblos
son iguales, es justa esta causa, tiene razón
este pueblo porque lo están explotando y oprimiendo. Iba todavía
por la vía
democrática, la idea de la justicia, de que todos los pueblos son
iguales. No era el concepto de internacionalismo que tengo hoy,
aunque después...
Lógicamente,
si este tipo de internacionalismo lo practicaba a los 21 años
—no
había
cumplido los 22 todavía—, en tales condiciones, tengo que ser luego muy
receptivo a las ideas del internacionalismo proletario mucho más
sólidas
y fundadas en un sentido histórico.
Entonces, podría
decir que se trató
de algo mucho más
espontáneo, más
propio de la idiosincrasia personal que de una concepción
ideológico-política.
No había
rebasado totalmente mi mentalidad democrático-burguesa,
si se quiere. Todavía no era una cuestión
de internacionalismo proletario.
Todo se había
producido de forma muy imprevista y, en realidad, tuve la duda de si era o no correcto lo
que hacía,
sobre todo cuando pensé
en Cuba, en la familia, y se afirmaba que en cualquier momento iban a atacar de verdad la
estación donde estaba todo el mundo, que no tenía
escapatoria, que aquello iba a ser destruido por completo. Además,
en muchas guerras no se respetan a los prisioneros tampoco;
tales tipos de guerras civiles son crueles, despiadadas. Pero a
pesar de todo, me quedé
allí
y quizás
desde entonces he sentido más que cercana a Colombia, esa nación
está
en mi vida y en todo lo que hice después
en la Revolución.
|