07Sereno
desafío,
militares pundonorosos, reencontrarse
con Raúl,
muy alta la moral, doctrinas
del Maestro en el corazón,
«¡Condenadme,
no importa, la historia me absolverá!»,
rumbo al Presidio en la Isla de Pinos, principio y
final de la soledad
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿cómo
fueron las primeras
horas en el vivac de Santiago? Imagino la tensión
del momento,
podría
definirse como dramáticamente
abrumador y, sin
embargo, lo concibo a usted exteriormente impasible,
en lo interior indignado.
¿Cómo
percibía
la realidad circundante?
¿Qué
hizo?
¿Cuál
fue su actitud? ¿Cuál
era su estado de ánimo?
Fidel Castro.
—Siempre
recuerdo los pensamientos que se apoderaron
de mí
durante las primeras horas. Sabía
que los soldados de Batista estaban preocupados, inquietos con el
hecho de que el teniente Sarría
me hubiera llevado para el vivac, un lugar,
por cierto, muy céntrico
de Santiago de Cuba, cuando ya la
población
sabía
que yo estaba allí
encarcelado, por eso se les
hizo más
difícil
llevarme al cuartel Moncada. Ellos tenían
el cargo de conciencia por la masacre; por todas partes
se hablaba de los crímenes
que habían
cometido, quizás
para los principales jefes en aquel momento era más
conveniente que yo estuviera vivo, podía
servirles de argumento para rechazar
las graves acusaciones de que eran objeto.
Entonces, el principal responsable por el asesinato
de mis compañeros
en el Moncada, Alberto del Río
Chaviano, se presentó
en la oficina del vivac para interrogarme. En aquel
interrogatorio, un fotógrafo,
no sé
si con intencionalidad o por pura casualidad, captó
una imagen que se convirtió
en un símbolo,
porque justamente detrás
de mí
se veía
un cuadro de nuestro apóstol
José
Martí.
Hay que imaginar lo que eso significaba
para los patriotas cubanos que luchaban contra la
tiranía.
Aquella imagen terminó
siendo casi una bandera tiempo
después,
porque nosotros en el juicio habíamos
señalado
al Maestro como el autor intelectual del asalto al
Moncada.
Él
nos había
inspirado en el primer centenario de su natalicio
para ir al combate con el fuego y la luz de las antorchas
que habíamos
portado en enero de 1953 desde la Universidad hasta
la Fragua Martiana, el lugar donde se forjó
a la edad de 16 años
su temple de hombre firme y enérgico,
que lo acompañó
a lo largo de su corta vida.
Del interrogatorio recuerdo, como aspecto principal,
que esclarecí
la responsabilidad de nuestro Movimiento en los
hechos, y desmentí
la idea de que Prío
y los auténticos
tuviesen alguna implicación:
no habíamos
concertado acuerdo ni acciones
con ellos; no recibimos fondos, recursos ni armas
que proviniesen de ellos. Explicamos en qué
consistió
la organización
del ataque y asumí
la máxima
responsabilidad por todo. Para mí
no fue difícil,
conocía
muy bien lo hecho y mi interés
esencial radicaba en definir nuestra posición
política,
lo que argumenté
ampliamente en el juicio. Claro, tampoco debía
facilitar el trabajo de nuestros enemigos, pero ya tenían
mucha información.
Todo lo que no se sabía
lo callé,
y de lo que se conocía
hablé
profusamente, di los detalles, punto por punto: la
adquisición
de armas en las armerías,
el entrenamiento en las fincas, el dinero recabado por nosotros mismos, los
planes de tomar el cuartel, la idea de levantar a la población
de Santiago de Cuba y la de lanzar un programa revolucionario,
las leyes revolucionarias que decretaríamos
desde allí,
las ideas generales y a veces precisas de lo ya conocido. Hablé
de todo lo que me interesaba explicar, porque ellos se proponían
crear confusión,
engañar
a los soldados, diciendo que nuestro fin era
matar soldados, que estábamos
vinculados al corrupto gobierno
anterior, entre las numerosas falsedades que
divulgaron.
Me interesaba explicar los planes, porque en la
medida en que lo hacíamos
destruíamos
todas las mentiras que Batista
había
fabricado en torno a los objetivos de nuestra lucha.
Su error más
grande fue que después
del interrogatorio inicial dejaron entrar a la prensa y la radio. Considero que
lo cometieron en medio de su euforia por tenerme detenido, y
pronto lo lamentarían.
Recuerdo que además
de Chaviano, aquel día
me interrogó
otro comandante que había
perdido un hermano en el asalto
al Moncada, y debo decir que a pesar de todo, me
trató
con respeto; también
recuerdo a otros oficiales que podría
definir como correctos.
Katiuska Blanco.
—En
el artículo
«¡Mientes,
Chaviano!»,
escrito el 29 de mayo de 1955, al salir de la cárcel,
se refirió
a ellos: «Mis
sinceras simpatías
para todo militar que sin odio y sin
ira sabe cumplir con lo que estima su deber; que
sabe morir peleando, pero no asesina jamás
a un prisionero indefenso.
»Mis
respetos para los Sarría,
los Camps, los Tamayo, los Róger
Pérez
Díaz
y para todo militar pundonoroso aunque no
piensen igual que yo. Mi admiración
para el caballeroso Comandante
Izquierdo, jefe de la Policía
de Santiago de Cuba, que, habiendo perdido un hermano en el combate,
conversó
conmigo amablemente y sin sombra de rencor, porque
nosotros fuimos a combatir contra un sistema de gobierno y no
contra un militar en particular».
Fidel Castro.
—Sí,
allí
estuvieron varios jefes haciéndome
preguntas. La verdad es que cuando pienso en toda aquella
jornada, me parece algo como alucinante, entonces se mezclaron
circunstancias extrañas;
estados emocionales diversos de quienes me
rodeaban; factores psicológicos
como la euforia porque todo
había
terminado al capturarme; la ratificación
de que el Ejército
era infalible e invencible; la mala conciencia de
los crímenes;
la necesidad psicológica
de aliviarse sus propios sobresaltos;
la posibilidad de mostrarse como caballeros, y quizás,
hasta la impresión
que les causaba mi serenidad, mi tranquilidad. En
aquel momento yo permanecía
solo. Los compañeros
del grupo que me acompañaron
en el afán
de alcanzar las montañas,
detenidos aquel mismo día
1.o
de agosto, habían
sido conducidos también
al vivac, pero luego nos separaron y yo ni siquiera
sabía adónde
los habían
llevado. En tal momento yo era prisionero
de los militares. Cuando permitieron entrar a la
prensa y a la radio, respondí
todas las preguntas que hicieron, expliqué
a grandes rasgos lo que hice, cómo
organizamos el Movimiento con nuestros recursos, los planes que teníamos
y las leyes en favor de los campesinos, de los obreros, y del
pueblo en general. Indagaron por el trato a que fui sometido, y respondí:
«He
sido tratado con caballerosidad».
Era la verdad. Preguntaron si habíamos
ido a matar soldados, y afirmé
categóricamente:
«No.
Lamentamos la muerte de los soldados que cayeron,
tuvimos que luchar; murieron algunos, pero su muerte no era
nuestro objetivo, es lamentable. Nuestro objetivo
era hacer la Revolución».
Y entonces argumenté
por qué
era necesario hacer una revolución
y cómo
la lucha armada era la
única
vía
posible de lograrlo. Ofrecí
una explicación
amplia que luego salió
extensamente publicada en el periódico
El Crisol,
en su edición
matutina del día
siguiente: era lunes.
Todas mis declaraciones tuvieron gran impacto y
fueron publicadas con grandes cintillos o trasmitidas en
espacios noticiosos estelares, hasta que el alto mando del Ejército
y Batista se percataron del error, y se dieron a la tarea de
recoger diarios y silenciar emisoras radiales. Comencé
ganándoles
la batalla política
desde aquel mismo día.
Bueno, después,
ya tarde en la noche, me trasladaron a la
prisión
de Boniato, allí
supe que alrededor de 15 o 20 compañeros
estaban vivos; algunos presos y otros habían
conseguido escapar. Entre los prisioneros, algunos estaban
heridos.
Katiuska Blanco.
—Usted
ya estaba en Boniato cuando a Raúl
lo llevaron allí.
Él
era casi el
último
de la fila el día
que lo trasladaron a dicha prisión;
avanzaba con dificultad porque brindó
el hombro de apoyo a [Reinaldo] Benítez,
quien tenía
un tiro en una pierna y apenas lograba andar con la herida
abierta y sin curar varias jornadas después
de los ataques a los cuarteles
Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
A la entrada de la prisión
de Boniato, Raúl
levantó
la mirada y lo vio a usted, en
el lugar donde los soldados y oficiales del Ejército
batistiano imaginaron quizás
que sería
mayor su humillación
y, sin embargo, su presencia, tal como Raúl
lo evoca, impresionaba por la firmeza de la mirada y la postura erguida, por el
porte de dignidad e hidalguía
que su hermano más
pequeño
le conocía
bien. No les permitieron acercarse ni conversar,
pero la certeza de que uno y otro vivían
fue motivo de una gran alegría
para ambos. Raúl
nunca olvidaría
aquel instante tremendo y la imagen de usted persistiría
en su memoria como una lección
de entereza y valor, aun en el momento más
áspero,
en la más
dura de las adversidades. Pienso que usted no solo
se alegró,
presiento que, al verlo, además,
experimentó
un alivio profundo. Tal vez no era muy consciente de ello,
pero sé
que no podía
evitar la inmensa preocupación
por su hermano menor debido al cariño
de siempre y al compromiso y la responsabilidad asumidos ante su familia cuando llevó
a Raúl
para La Habana. Hace poco leí
algo que lo corrobora. Un campesino
que les prestó
apoyo antes de que Sarría
los detuviera contó:
«Fidel
enseguida que me vio preguntó
si yo sabía
lo del Moncada. Le dije que sí
y acto seguido volvió
a preguntar si yo sabía
que habían
matado al hermano del jefe, al hermano de
Fidel Castro. Le dije que no sabía».
El campesino se llamaba Piña
y usted dialogó
con
él
en la finca Mamprisa, el 31 de julio
al atardecer. Sarría
lo detuvo en la amanecida del 1.o
de agosto.
Fidel Castro.
—En
realidad existía
un compromiso con la familia,
con los viejos, por ello no involucré
a Raúl
en la acción
de forma directa.
Él
tenía
muy buenas relaciones con un grupo de compañeros
de los que estaban en actividades revolucionarias,
incluso, había
recibido una invitación
y había
estado a inicios de año
en una reunión
preparatoria del Festival Mundial de la
Juventud en Austria. Hizo un viaje con muy pocos
recursos y creo que pasó
por varios países:
Rumania, Hungría,
la antigua Checoslovaquia, Francia e Italia; regresó
en barco con escalas en Curazao y Venezuela, y lo detuvieron en el puerto
al solidarizarse con unos guatemaltecos con quienes había
establecido amistad durante la travesía
y a quienes arrestaron porque
llevaban consigo revistas, medallas y libros de su
estancia en la cita de las juventudes progresistas. Salió
de la cárcel
unas semanas antes del Moncada, y para entonces ya era
militante comunista.
Como era el más
pequeño,
yo tenía
una cierta responsabilidad con
él
porque lo traje a la capital como dos años
antes, precisamente, para que estudiara. Pero
él
quería
participar, había
dicho que lo llamaran cuando fueran a desarrollar
una acción,
tenía
interés,
deseos de participar.
También
nos preocupaba que pudieran tomar una represalia
fuerte contra Raúl,
en fin, el caso es que yo había
persuadido a los viejos para que me dejaran la responsabilidad
de que Raúl
viniera conmigo y estudiara, porque yo siempre me
los encontraba quejándose
de que no estudiaba, de que era medio
rebelde, entonces les dije:
«Bueno,
no me den más
quejas, si ustedes quieren yo me responsabilizo».
Entonces, lo persuadí
de que viniera a estudiar.
Él
no había
hecho el bachillerato, pero existía
un programa de ingreso a la Universidad en una carrera que le llamaban
administrativa, asociada en cierta forma a las ciencias sociales, al
Derecho Diplomático,
a la carrera de Derecho; pero no se exigía
el título
de bachiller para ingresar en la carrera, sino
mediante un examen. Lo convencí
de que tenía
una oportunidad de estudiar.
Entonces
él
vino a vivir con nosotros aquí
en la calle 3.a esquina a 2, en el Vedado, y empezó
a estudiar, estudió
y aprobó
el ingreso en la Universidad.
Por tales razones me preocupaba y es cierto que
pregunté por
él.
Después
lo vi en la prisión
de Boniato entre los demás
combatientes, ya nuestra gente tenía
la moral muy alta.
Katiuska Blanco.
—Sí.
Raúl
me contó
todas sus tribulaciones después
de las acciones del 26 y un pasaje estremecedor
cuando lo trasladaron detenido al Moncada. A
él
lo llevaron al mismísimo
cuartel Moncada donde pocas horas antes habían
asesinado a sus compañeros,
entre ellos a su entrañable
amigo José
Luis Tassende. Raúl
después
de dominar el Palacio de Justicia y observar desde la azotea la retirada
de ustedes, desarmando efectivos batistianos logró
retirarse y llegar a la farmacia de la doctora Ana Rosa Sánchez,
que ya viuda de don Fidel Pino Santos tenía
un nuevo compañero,
policía
en tiempos del gobierno de Prío,
quien se apellidaba Quesada.
Tomasín,
el hijo de la doctora Ana Rosa, lo llevó
para la casa de unos parientes de Quesada y de allí
para otro lugar, cerca de El Cristo, donde también
le brindaron refugio una anciana y un hombre mudo. Tomasín
se comportó
entonces como un buen amigo. Estando Raúl
en aquel sitio llegó
la noticia de la detención
del policía
y decidió
irse. El mudo le facilitó
una camisa y
él
emprendió
el camino hacia un lugar cercano
a Birán.
Sin embargo, no le fue posible escapar, en el
trayecto del poblado de Dos Caminos a San Luis lo detuvieron
y finalmente, tras varios días
encarcelado en el cuartel de San Luis,
un delator lo identificó:
«Este
es hijo del viejo
Ángel,
este es hermano de Fidel»
—dijo
el hombre—
y después
Raúl
narra que cambió
el tono de su voz
—porque
hasta entonces había
tratado que no lo reconocieran—
y dijo:
«Soy
hermano de Fidel, yo soy Raúl.
Participé
en el ataque, tomé
el Palacio de Justicia, pero investiguen, hay nueve prisioneros que cogí,
diez con el sereno, y están
vivos todos».
Él
dice que entonces los militares comenzaron a tratarlo con respeto, hasta
uno que alardeaba constantemente con una ametralladora
Thompson. En un yip, lo pasaron al cuartel de Palma donde
radicaba el escuadrón,
y allí
todos lo trataron con amabilidad porque eran
conocidos de su papá,
luego el capitán
Campito lo llevó
para el Moncada. Al llegar, recuerda que pasó
entre dos filas de soldados
que competían
a ver quién
le gritaba insultos más
grandes, pero no lo tocaron. Luego lo subieron a la azotea,
donde había
sacos de arena, un poco de sangre y ametralladoras.
Allí
tenían
también
a Montané
y a [Israel] Tápanes.
Montané,
con los labios cuarteados, le hablaba bajito a Raúl.
Le decía:
«Raulito
[...], no me han dado agua»
y entonces
él
le dijo:
«Espérate,
chico:
¡Guardia,
guardia! mira que el compañero
tiene sed, a ver si me hace el favor y le da un poquito de
agua».
Y el guardia:
«¡Que
tome meao!»,
«¡Coño,
cállate!».
Entonces su hermano le dijo a Montané:
«Aguanta».
Después
separaron a Raúl
para interrogarlo, pero ya no lo hizo Chaviano, sino
Díaz
Tamayo, enviado expresamente por Batista. Y Raúl,
cuando le levantaban el acta, ante las acusaciones de que
había
ejecutado soldados como si
él
estuviese reconociéndolo,
les espetaba que aquello era mentira y les mencionaba a
los nueve soldados prisioneros y al sereno, quienes estaban
vivos y eran testigos. En una de aquellas ocasiones, Díaz
Tamayo le gritó:
«¡Cállate,
que te vamos a fusilar!».
Después
le dijo que firmara y ordenó:
«¡Súbanlo!».
Como transcurrieron las horas y
no les dieron ni agua, Raúl
cuenta en relación
con Montané:
«Me
daba una pena, pobrecito. Pero firme toda la vida.
Él
se ofreció
voluntario para la posta tres y fue».
En la madrugada cuando a las 3:00 o las 4:00 de la mañana
les ordenaron:
«Vamos,
¡arriba!»,
Montané
le dijo a Raúl:
«Raulito,
cuando nos vayan a fusilar vamos a cantar el Himno Nacional».
Y Raúl
le respondió:
«De
acuerdo».
Cuando ellos creían
que los llevaban al puerto para lanzarlos al mar, lo que
hicieron fue trasladarlos al vivac, donde se encontraron con
Ciro, Ramiro y otros que empezaron a contarles de los asesinatos.
Estando allí
presos se corrió
por fin un rumor:
¡Vino
Fidel!, pero tampoco entonces ustedes se vieron. Después,
cuando los trasladaron a la prisión
de Boniato y los condujeron por la parte
administrativa del edificio, allí
estaba usted junto a la entrada,
donde
él
considera que lo sentaron para humillarlo.
Él
recuerda su expresión
de sorpresa al verlo porque usted no sabía
que
él
estaba vivo. Todo esto confirma que en aquel momento
los prisioneros moncadistas tenían
la moral muy alta, se expresaban
en franco desafío,
con orgullo, dispuestos a todo. Pienso
que sentían
mucha indignación.
En aquellos días
los expertos fueron a su celda para hacerle la prueba de la
parafina en las manos, y usted resueltamente les aseguró
que no era necesario hacerlo porque reconocía
haber disparado.
Fidel Castro.
—Me
pusieron en una celda en la prisión
de Boniato, en un pabellón,
cerca de los otros combatientes. Tenían
allí
retenidas, además,
a figuras políticas,
algunos líderes
comunistas, a quienes deseaban implicar y que no habían
tenido absolutamente nada que ver. Recuerdo en especial a Lázaro
Peña.
Pero, bueno, era una acción
deliberada para mezclar los
del Movimiento 26 de Julio con los comunistas.
Nosotros decíamos
cómo
lo habíamos
hecho, pero no hacíamos
ninguna crítica
a los comunistas.
En el mismo pabellón
donde yo me encontraba preso recluyeron
a Melba y a Haydée,
y además
a los líderes
políticos
a quienes trataban de involucrar. No lo recuerdo
bien, quizás
Raúl
pueda contarlo con más
nitidez. También
considero que fue vital para mí
la presencia de Melba y Haydée
Santamaría
o Yeyé,
como le decíamos
todos. Ellas me proporcionaron mucha
información
a pesar del aislamiento en que pretendían
mantenerme. Me separaron del grupo desde un inicio,
pero de alguna manera nos comunicábamos
cuando ellas se aproximaban
al lugar donde yo estaba. Al principio les era
posible porque los guardias al poco tiempo se hicieron
amigos míos.
Después,
cuando se dieron cuenta, buscaron a un grupo selecto
de guardias llenos de odio para que nos cuidaran
—siempre
he dicho que parecían
basiliscos, tipos furiosos, muy escogidos
para no dejarse influir por nosotros—.
Nuestra situación
en realidad empeoró
entonces.
Yo sentía
amargura todavía
por el revés,
la captura, la prisión;
no por lo personal, sino por lo que significaba
desde el punto de vista revolucionario, y, sobre todo, la
mayor indignación
se debía
al conocimiento preciso que ya tenía
de todos los crímenes,
porque ya se sabían
muchos de los crímenes:
lo que habían
hecho con Abel, con Boris Luis Santa Coloma, las
cosas que ocurrieron también
con otros combatientes; de todo
eso me enteré
allí
por los prisioneros, y especialmente por
Melba y Yeyé.
Además,
me mantenían
aislado, y por eso, quizás,
hice una de las cosas más
atrevidas y más
audaces; no sé,
incluso, si la más
irresponsable: decidí
declararme en huelga de hambre, y
lo hice sin garantías
constitucionales, sin prensa, sin noticias
y sin nada. Era un desafío,
un acto de rebeldía,
y como una especie de presión
moral, porque, además,
no era una huelga pasiva, callada. Cuando me traían
el desayuno:
«¡No
quiero desayuno!».
Gritaba alto:
«¡No
quiero desayuno, llévenselo
a Chaviano para que se lo meta por el c...!».
Llegó
un momento en que no sabían
qué
hacer conmigo. Todo el mundo era testigo
de mi insubordinación:
los prisioneros, entre ellos los líderes
políticos
detenidos y todos los demás.
No me importaba que me mataran, y llevé
el desafío
al máximo
exponente. Cha viano era el dueño
de Santiago de Cuba, de vidas y haciendas,
era el que había
asesinado a muchos de mis compañeros.
Creo que mi actitud los desmoralizó,
el hecho de que vieran en mí
alguien que no temía,
eso los dejaba perplejos y desarmados.
Al cabo de un tiempo, se produjo un arreglo conmigo;
llegó
un jefe y me habló
en términos
respetuosos:
«Bueno
—me
dijo—,
está
bien, haga la huelga, pero no tiene necesidad de
pronunciar tales palabras; usted es una persona
educada, hay que tener cuidado».
El hombre me trató
como a un completo caballero, y prácticamente
me pidió
que declinara mi actitud en nombre de la decencia. Llegó
un tanto amable y su argumento
fue tan razonable, que le dije:
«Está
bien, no voy a volver a decir esas palabras, pero no pienso comer, voy a
seguir la huelga de hambre».
El hombre casi me imploró
que desistiera, y entonces le
dije:
«Bueno,
esté
tranquilo»,
como una respuesta a la forma
tan decente, tan caballerosa con que llegó
el oficial. Suspendí
las palabrotas y seguí
la huelga de hambre.
Como a la semana, por la situación
política
embarazosa creada allí
con la presencia de numerosos líderes
políticos,
fueron a verme y me comunicaron que suspenderían
la incomunicación
y me permitirían
encontrarme con Melba y Yeyé.
Hablo de una incomunicación
relativa, porque estaba en una
celda con rejas y veía
y hablaba con todos los que pasaban por
el pasillo.
Después,
cuando a las 48 o 72 horas reimplantaron la
incomunicación,
solo sentí
desprecio por ellos, un profundo desprecio.
Creo que ya se vislumbraba el juicio, y me concentré
en preparar mi autodefensa. Consideré
aquella breve batalla algo quijotesca y quizás
los frenó
en sus propósitos
de eliminarme.
Katiuska Blanco.
—Fueron
días
muy difíciles
y peligrosos. Desde su ventana, usted podía
observar la posta cosaca de la azotea.
Una ametralladora calibre 30, instalada en lo alto,
apuntaba invariablemente a su celda y también
unos grandes reflectores.
Fidel Castro.
—Y
ya para entonces, a través
de mensajes verbales, me había
comunicado con todos los compañeros
y planeado la estrategia de asumir la responsabilidad con un idéntico
pronunciamiento:
«Sí,
vinimos al Moncada, vinimos a luchar por
la libertad de Cuba».
Es decir, asumir una actitud beligerante
y de denuncia de los crímenes,
defender la justeza de nuestra
acción,
de nuestra lucha.
Katiuska Blanco.
—Supe
que lo mantenían
incomunicado y que a su hermana Agustinita, la más
pequeña,
no la dejaron pasar cuando fue a verlo. Usted le escribió
una carta maravillosa. No parece escrita por alguien encerrado en una cárcel,
todo lo contrario, su espíritu
vuela libre en las palabras. Por aquellos
días
también
envió
mensajes a casa para tranquilizar en lo posible
a sus seres queridos: a su esposa, a sus padres, a
su hermano Ramón.
Todo lo hacía
en medio de la decisiva etapa de
preparación
con vistas al juicio.
Fidel Castro.
—Durante
el período
de aislamiento recibí
algunos libros; unos eran textos de ciencias sociales, muy
útiles,
sobre la historia de las doctrinas sociales, historia de
las doctrinas políticas;
también
un volumen de las
Obras Completas
de Martí;
pude recibir seis o siete libros; fueron muy
importantes para mí
porque debía
aprender de memoria algunos pasajes,
algunas citas, mientras me preparaba para el juicio.
A no ser Ramón,
nadie se imaginaba lo que tenía
planeado.
Katiuska Blanco.
—Ramón
sí
sabía
porque le había
escrito y usted a
él
el 5 de septiembre de 1953:
«Me
parece acertado lo que me propones sobre mi defensa, y así
lo he estado pensando desde el primer momento. El juicio lo han
transferido ahora para el día
21».
En otro fragmento agregaba:
«Además,
no sufro ningún
género
de arrepentimiento, en la más
completa convicción
de que me sacrifico por mi patria y cumplo con
mi deber; eso indiscutiblemente es un gran estímulo.
Más
que mis penas personales, me entristece el recuerdo de
mis buenos compañeros
que cayeron en la lucha. Pero los pueblos solo
han avanzado así,
a base del sacrificio de sus mejores hijos. Es
una ley histórica
y hay que aceptarla.
»Es
necesario que le hagas ver a mis padres que la cárcel
no es la idea horrible y vergonzosa que ellos nos
enseñaron.
Tal es solamente cuando el hombre va a ella por
hechos que deshonran: jamás
cuando los motivos son elevados y grandes,
entonces la cárcel
es un lugar muy honroso».
Y en otra carta, también
a su hermano, le comentaba:
«Recibí
un telegrama del viejo preguntándome
si teníamos
ropa; yo le contesté
enseguida que sí,
lo mismo que Raúl.
Myrta me mandó
un traje que le pedí
para el juicio […].
Pienso escribirle esta tarde a los viejos.
¿Están
tranquilos?
¿Comprenden
que estoy preso por cumplir con mi deber?
»Ignoro
cuál
será
mi destino definitivo cuando termine el
juicio, pero pienso que de todos modos podremos
vernos después
del mismo […].
»Con
Raúl
no he podido hablar porque estoy en celda
aparte, pero yo espero que
él
también
te escriba».
A Ramón,
además,
le agradecía
siempre los tabacos.
A sus padres envía
el 23 de septiembre de 1953 una misiva
en medio de las audiencias:
«Espero
me perdonen la tardanza en escribirles, no piensen nunca que es por olvido o
falta de cariño;
he pensado mucho en ustedes y solo me preocupa que
estén
bien y no sufran sin razón
por nosotros.
»El
juicio comenzó
hace dos días;
va muy bien y estoy satisfecho
de su desarrollo. Desde luego es inevitable que nos
sancionen, pero yo debo ser cívico
y sacar libre a todas las personas
inocentes; en definitiva no son los jueces los que
juzgan a los hombres, sino la historia y el fallo de esta
será
sin duda favorable a nosotros […].
»Quiero
por encima de todo que no se hagan la idea de que
la prisión
es un lugar feo para nosotros, no lo es nunca cuan
do se está
en ella por defender una causa justa e interpretar
el legítimo
sentimiento de la nación.
Todos los grandes cubanos que forjaron la patria han padecido lo mismo que
estamos padeciendo nosotros ahora.
»Quien
sufre por ella y cumple con su deber, encuentra
siempre en el espíritu
fuerza sobrada para contemplar con serenidad
y calma las batidas adversas del destino; este no se
expresa en un solo día
y cuando nos trae en el presente horas
de amargura, es porque nos reserva para el futuro
sus mejores dones.
»Tengo
la más
completa seguridad de que sabrán
comprenderme y tendrán
presente siempre que en la tranquilidad
y conformidad de ustedes está
siempre también
nuestro mejor consuelo.
»No
se molesten por nosotros, no hagan gastos ni
derrochen energías.
Se nos trata bien, no necesitamos nada. […]
»En
lo adelante les escribiré
con frecuencia para que sepan
de nosotros y no sufran.
»Los
quiere y los recuerda mucho,
su hijo Fidel».
Comandante, siempre que repaso aquellas cartas
percibo el amor por sus padres y el deseo de consolarlos.
Usted calla los peligros, atenúa
las angustias, se muestra más
optimista de lo que la prudencia aconsejaría
o de lo que usted mismo esperaba,
todo para que ellos no sufrieran…
Fue la actitud que mantuvo hacia todos, también
en relación
con Lidia,
¿verdad?
Fidel Castro.
—Sí,
ella me vio en el vivac el día
que me hicieron prisionero, pues se trasladó
de inmediato para Santiago de
Cuba porque Raúl
estaba preso, y había
ido por allí
a ver qué
pasaba, en qué
podía
ayudarnos.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
conociendo su autodefensa ante el Tribunal de Urgencia de Las Villas, podía
augurarse que el juicio oral sería
en su voz una denuncia contundente contra
el régimen.
Sin embargo, ellos no fueron suspicaces,
¿sería
por torpeza o porque Batista continuaba subestimándolos?
¿Usted
sentía
ansiedad porque tal momento llegara?
¿Cómo
planificó
lograr sus propósitos?
¿Qué
recuerdos guarda del día
en que se inició
el juicio?
¿A
pesar de la lógica
impaciencia, usted se sentía
sereno?
¿Imaginó
que ellos llegarían
al punto de sustraerlo de las audiencias? Creo que usted se
dispuso como quien va a librar un duelo de honor…
Fidel Castro.
—La
verdad, creo que esperaba el momento con ansiedad.
Durante 50 días
estuve preso a la espera del juicio como
una circunstancia muy importante, un hecho
trascendente, porque nos disponíamos
a tomar allí
la ofensiva. Asumiríamos
toda la responsabilidad ante el tribunal y nos
convertiríamos
de juzgados en jueces, denunciaríamos
todos los crímenes
de la tiranía.
Teníamos
suficientes elementos de juicio e informaciones
filtradas a través
de Melba y Haydée.
Otra cuestión
esencial era la oportunidad, después
de tantos días
de incomunicación,
de reunirme de nuevo con mis compañeros
de lucha.
Además,
la vista sería
oral y pública,
a pesar de la censura no podrían
silenciarnos ante un número
de personas allí
presentes. El juicio sería
una excelente tribuna.
Recuerdo nítidamente
que cuando llegó
el día
del juicio nos prepararon a todos para salir con rumbo a la sala y
nos trasladaron
—a
mí
esposado y por separado—.
Claro, nadie sabía
lo que podía
pasar por el camino; podían
inventar cualquier pretexto para eliminarme, la famosa ley de fuga y
luego decir:
«Castro
trató
de escapar y fue muerto»,
todo era posible. Pero también,
y afortunadamente, mucha gente permanecía
atenta, y en especial el pueblo de Santiago se había
activado, mantenía
su alerta; hay que reconocer la simpatía
revolucionaria que afloró
en Santiago. El pueblo santiaguero, con su sabiduría,
descifró
la verdad, deploró
la represión
batistiana y la comparó
con la modestia y humildad de los combatientes
revolucionarios del Moncada. Desde los días
augurales, contamos en dicha ciudad con mucha simpatía
y un apoyo conmovedor.
El juicio fue en un salón.
No recuerdo bien, pero creo que
nos llevaron esposados hasta la sala, donde nos
liberaron las manos, posiblemente lo concibieron así;
o tal vez lo exigí
en un momento determinado, porque mi actitud de desafío
total continuaba. Sometí
a duras pruebas, a evidencias irrefutables al gobierno de Batista, sus crímenes
y atropellos. Nunca me permití
el amedrentamiento, todo lo contrario, mi reacción
natural fue desafiar, desafiar, desafiar; denunciar
con palabras claras todo lo horrendo acontecido, denunciarlo en
voz alta y cuantas veces fuera posible.
No sé
cómo
no me eliminaron entonces, tal vez fue aquella
misma actitud lo que los detuvo en seco, por la
circunstancia que ya expliqué
del ruido del látigo
del domador que paraliza a las fieras, y porque a Batista le pesaba
como un gran fardo el asesinato de Guiteras desde viejos tiempos
ya, y tal vez no quería
que otra sombra incómoda
rondara su destino.
Los soldados estaban por todas partes en aquel
juicio; en cada esquina, cada asiento, cada banco, cada hilera:
soldados, soldados, soldados, más
soldados, un auditorio de lujo para la
denuncia que debía
realizar. El fiscal comenzó
su interrogatorio con cierto tono de insolencia, y yo le empecé
a responder firmemente, asumí
toda la responsabilidad y, al responderle
al fiscal, denunciaba los crímenes.
Puse en una situación
muy difícil
y embarazosa no solo al fiscal, sino también
al tribunal. Invariablemente, al hacer el recuento del diálogo,
evoqué
el hecho de que al no poder imputarnos vínculos
con el corrupto gobierno anterior, entonces trataban de endilgarnos
el sambenito de
«comunistas»,
y como nos habían
ocupado libros de Lenin...
Katiuska Blanco.
—Creo
que fue en el registro del apartamento
de 25 y O, en el Vedado, donde vivían
Abel y Yeyé...
Fidel Castro.
—Bueno,
como teníamos
siempre los libros de Lenin bajo el brazo... no solo yo, también
Abel, Raúl
y otros compañeros,
consiguieron algunos como
«prueba
del delito».
Recuerdo que el fiscal me preguntó
si leíamos
a Lenin. Quizás
él
esperó
de mí
una actitud evasiva o defensiva; pero
yo riposté
inesperadamente para
él:
«Sí,
nosotros leemos a Lenin como uno de los hombres más
prominentes del movimiento socialista mundial, y quien no lo lea es un
ignorante».
Aquella respuesta dejó
anonadado al fiscal, que tal vez pensó
que nuestra réplica
sería
denigrar a Lenin o negarlo, argüir:
«No,
ese librito no me pertenece, no era de nosotros»,
u otra tontería.
Ante tanta franqueza, el tribunal se veía
contrariado.
Katiuska Blanco.
—Cuando
usted habla pienso en un libro maravilloso:
Dialéctica
de la naturaleza,
de Federico Engels, solo
este bastaría
para una afirmación
como la anterior. Su franqueza
fue desafiante, valiente para aquellos tiempos
maccarthistas.
Fidel Castro.
—El
punto culminante fue cuando afirmé
que el autor intelectual era José
Martí.
«¿Quién
es el autor intelectual?
»,
me preguntó
el fiscal imaginando tal vez que mi respuesta
sería
el silencio.
«El
autor intelectual es José
Martí»,
respondí.
Después
no quisieron hacerme más
preguntas, porque las respuestas eran del todo inconvenientes para
ellos por que entrañaban
una dimensión
histórica,
demostraban nuestro apego, nuestra fidelidad a la tradición
combativa del país,
el tributo de nuestra generación
a los próceres
de la nación
cubana, a sus legendarias luchas. Defendí
la apelación
a la violencia, a las armas, porque a ellas acudieron hombres como
Maceo y Martí…,
me aferré
a la historia de Cuba. Aproveché
cada resquicio, cada pequeña
oportunidad, de las escasas que
me dieron, para impugnar la legalidad del régimen.
Y cuando parecía
que todo había
terminado, dije que quería
asumir mi propia defensa.
No recuerdo bien a cuántas
sesiones del juicio me llevaron,
creo que solo a dos. A la segunda ya comparecí
como abogado y empecé
a interrogar a los militares, a los oficiales y a
los soldados, y en cuanto ellos comenzaron a hablar de los muertos
en combate, se puso en evidencia el asesinato. Me
erigí
realmente en juez. Ya había
denunciado los crímenes
y solicité
que se levantara acta, que se registraran los
testimonios. Estaba demostrando todos los crímenes,
porque los jefes militares caían
constantemente en contradicción
en sus declaraciones. Se contradecían
unos a otros; era la verdad a la vista. Aquello
alarmó
a todos, especialmente a los militares, y me
regresaron por el mismo camino, siempre incierto y peligroso
por lo que podrían
hacer en medio del recorrido.
Cuando correspondía
realizar la tercera sesión
del juicio, ya ellos no soportaban mi presencia allí
y cometieron una arbitrariedad, una ilegalidad: decidieron sacarme del
juicio, a pesar de que yo era el principal acusado. Hay que
destacar que después
de que declaré,
todos los compañeros,
unánimemente,
enfatizaban:
«¡Sí!
¡Nosotros
vinimos a atacar el Moncada, a
luchar por la libertad de Cuba y estamos orgullosos
de eso, no nos arrepentimos, estamos orgullosos de lo que
hicimos!».
Lo hacían
con energía
delante de todos los militares, del público,
los jueces. Eran:
¡Ra,
ra, ra!, como ráfagas
de audacia y verdad. Constituía
una actitud impresionante, un hecho inolvidable
que me hizo admirar aún
más
a los valiosos jóvenes
que secundaron la acción:
primero se prepararon calladamente,
después
combatieron y, por
último,
afrontaron con dignidad y valentía
la adversidad que sobrevino. Se les veía
la hidalguía
en el gesto a aquellos hombres
—casi
todos muy humildes—dispuestos a todo, en manos del enemigo.
Batista, el gobierno y los militares se
aterrorizaron ante la avalancha conjunta: mi papel como abogado y la
decisión
de los moncadistas de enfrentar, con total dominio
de sí,
las consecuencias de su participación
en la lucha. Todo el plan de
presentar como una victoria del Ejército
nuestra detención
y enjuiciamiento se les venía
abajo súbitamente
y se aterrorizaron. Por aquella razón
enviaron a mi celda a dos médicos
para que dictaminaran que me encontraba enfermo y no
podía
asistir al juicio.
«Venimos
a hacerle un reconocimiento»,
me dijeron, y les respondí:
«¿Por
qué
vienen a hacerme un reconocimiento
si yo estoy perfectamente bien? No necesito ningún
reconocimiento
».
Entonces, uno de los médicos
dijo la verdad:
«Mira,
la verdad es la siguiente: dice Chaviano
—los
jefes o no sé
quién—
que tú
le estás
haciendo un terrible daño
a Batista en el juicio y que no puedes ir de ninguna manera,
no puedes volver al juicio, nos pidieron que certificáramos
que estabas enfermo».
Al hablarme así,
les agradecí
el gesto de decir la verdad y señalé:
«Ustedes
sabrán
cuál
es su deber. Yo no estoy enfermo. Cumplan ustedes con lo que consideren es su
deber, que yo sabré
cumplir con el mío».
Ellos llegaron con la intención
de que no les quedaba más
remedio que certificar lo que les pedían,
que tenían
mucha pena. Por eso fue que les respondí
tajante y luego los despedí.
Se dirimía
una cuestión
moral y los militares, en relación
con nosotros, se encontraban en una situación
de inferioridad, incómoda;
y no solo los militares, también
los jueces del tribunal, los médicos.
Fue la base de la decisión
de evitar que yo regresara al juicio.
Cuando se fueron los médicos
preparé
una carta para el tribunal en la cual denuncié
todo el plan y, además,
el intento de asesinarme, porque yo calculaba que en una
situación
desesperada como aquella, qué
otra cosa podían
hacer sino eliminarme, y lo narré
todo: Que habían
ido dos médicos,
que yo no tenía
nada, que querían
sustraerme del juicio y que los denunciaba, porque me encontraba perfectamente bien
de salud. Entonces tomé
una frase de Martí
para espetarles:
«...un
principio justo desde el fondo de una cueva puede más
que un ejército».
Fue lo que mandé
a decir al tribunal.
Logré
entregarle la carta a Melba. En la tercera sesión
del juicio, el acusado principal no estaba, y cuando
comenzó
la vista, Melba se paró
y dijo:
«¡Señores
magistrados, aquí
tengo una carta!».
Sacó
la carta con la denuncia,
¡tremenda
denuncia!, lo cual causó
un impacto grande. Los magistrados se
quedaron sin saber qué
hacer. Se plegaron, no hicieron nada
más,
no adelantaron ninguna investigación,
quedaron desmoralizados con su actitud de seguir el juicio sin mí,
me privaron de asistir; me dejaron fuera del gran juicio.
Algo así
no había
ocurrido ni siquiera cuando juzgaron a
Jorge Dimitrov, lo juzgaron delante de todos, y a mí
me apartaron, y con una arbitrariedad que hasta se hizo pública.
Pienso que además
eran muy torpes, muy burdos en sus atropellos.
Ya no era subestimación
porque estaban asustados, era terror
lo que sentían,
y actuaban necia e impúdicamente.
El juicio prosiguió
y finalmente sancionaron a mis compañeros
de lucha, porque en definitiva nadie había
eludido su responsabilidad en el hecho y todos expresaron el
orgullo de haber participado en la acción;
por tanto, para el tribunal, los
militares y el gobierno de Batista, eran culpables.
El juicio fue una batalla ganada por su repercusión.
Al final, liberaron a los políticos
y a mí
me dejaron allí;
y más
que eso, me ubicaron junto a los presos comunes, que, por cierto, se
llevaban muy bien conmigo, algo que quizás
no esperaban mis carceleros.
Los presos me trataban con mucho respeto y amistad.
Luego prepararon un juicio en un sitio mucho más
reducido, con la esperanza tal vez de que mi denuncia fuera
silenciada gracias al reducido grupo de oyentes. Fue el 16 de
octubre de 1953. También
llevaron allí
a Luis Crespo y a Gustavo Arcos. Nos juzgaron a los tres en el hospital civil,
no me llevaron a la audiencia ni a la sala de los
tribunales. Fue en una salita chiquitica. Asistieron muy pocas personas,
entre ellas Bilito Castellanos y la periodista Marta Rojas. Allí
fue donde pronuncié
el alegato
La historia me absolverá.
No me permitieron llevar ni los libros ni el Código
Penal con que contaba. Las ideas las expresé
de memoria.
Katiuska Blanco.
—Sí,
fue el motivo de estas palabras:
«...se
prohibió
que llegaran a mis manos los libros de Martí;
parece que la censura de la prisión
los consideró
demasiado subversivos.
¿O
será
porque yo dije que Martí
era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió,
además,
que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra
materia.
¡No
importa en absoluto! Traigo en el corazón
las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de
todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos».
Fidel Castro.
—Sí.
Tuve que recurrir al orden que había
dado a las ideas en mi pensamiento durante largas horas de
preparación.
Debo señalar
que me fue muy
útil
la denuncia que presenté
ante el tribunal en los primeros días
del golpe del 10 de marzo, era la premonición
de que después
habrían
de ser imprescindibles los argumentos expuestos entonces. En la defensa de
los revolucionarios, aquella fue un arma oportuna,
eficaz, porque impugné
al gobierno usurpador de Batista como ilegítimo
e ilegal. Cuestioné
la moralidad de aquel gobierno y concentré
la defensa en la validez política,
filosófica,
moral y legal de la defensa.
Allí
interrogué
a todos los testigos, a los militares, uno
por uno:
¡Ra,
ra, ra!, y los sorprendí
con las abismales contradicciones
que ponían
en entredicho su franqueza. Pero todo
transcurrió
en una estrecha salita, casi sin público,
y después
de violaciones y arbitrariedades, descaradamente
absurdas y públicas;
por eso afirmé
que la justicia estaba enferma. Hablé
en total unas 15 o 20 horas, no recuerdo exactamente
ante quiénes,
de cualquier forma me iban a condenar.
Katiuska Blanco.
—Sí,
estoy convencida de que usted conocía
bien lo que debía
afrontar desde el momento mismo en que lo
detuvieron y mientras se preparaba para el juicio.
Lo expresó
claramente al final de su alegato:
«En
cuanto a mí,
sé
que la cárcel
será
dura como no lo ha sido nunca para nadie, preñada
de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento,
pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que
arrancó la vida a setenta hermanos míos.
Condenadme, no importa, la historia me absolverá».
Fidel Castro.
—El
juicio parecía
algo irreal, al final se conoció
el veredicto del tribunal: 15 años
de privación
de libertad.
Katiuska Blanco.
—Quince
años
para volver a las calles, una vida
entera debía
vivir en el presidio y, sin embargo, sé
que usted no alentó
un minuto de reposo. Comandante,
¿predecía
su afán
de luchar todo aquel tiempo en condiciones tan
adversas como la lejanía,
la incomunicación
y hasta la soledad?
Fidel Castro.
—Siempre
tuve una confianza absoluta en el futuro.
Presenté
un programa de lo que
íbamos
haciendo, y así
libramos una batalla tenaz; desde el mismo momento en que me
capturaron
—aquellas
palabras mías
en la salita constituían,
en parte, mi primer mensaje al pueblo con una amplia
explicación
de nuestra lucha, sus propósitos
y sus principios—,
siempre he asegurado que ellos cometieron el error de dejarme
hablar; y aquel día
empezamos a ganar la batalla. Mostramos constancia,
dignidad y espíritu
intransigente, desafiante y rebelde.
Katiuska Blanco.
—Me
he preguntado en muchas ocasiones qué
pensaría
usted cuando el avión
levantó
el vuelo en el traslado de la prisión
de Oriente al Presidio Modelo.
Fidel Castro.
—Recuerdo
que un día
me sacaron otra vez de la prisión.
Ellos nunca decían
qué
iban a hacer ni qué
paso daban. Cuando me sacaron, me llevaron al aeropuerto, me mon
taron en un avión
—yo
cuando salía
no sabía
adónde
iba, en manos de aquella gente podía
esperar cualquier cosa—.
Voló
el avión,
aterrizó
en Isla de Pinos y me llevaron para la prisión.
Por primera vez me reunieron con todos los demás
asaltantes del Moncada. Habían
terminado dos meses y 17 días,
más
o menos, de encierro e incomunicación. |