03Nostalgia
de la casa y de todo, don
Ángel
en la guerra de Cuba, testimonios de antaño,
volver al campo, La Salle, primera rebeldía,
felicidad: interno en el colegio, alumno en Dolores, estancia
en la Colonia Española,
concurso de poesía
Katiuska Blanco.
—Comandante,
al recordar su estancia en Santiago, Angelita pone luz en todo lo que
conversamos. Ella piensa que la iniciativa de enviarlos a la ciudad
nació
compartida. Por un lado, la maestra Feliú
expresó
la idea de que los tres hijos mayores de don
Ángel
y Lina fueran para su casa en Santiago a recibir una mejor educación,
pues ella, como maestra habilitada
—sin
graduarse de la carrera de magisterio—
no podía
ofrecerles muchos más
conocimientos en la escuela de Birán.
Por otro lado, Lina, como no había
podido estudiar, deseaba que sus hijos sí
tuvieran la oportunidad de aprender, por eso se entusiasmó
con el viaje.
Angelita considera que la maestra hizo la propuesta
pensando en la posibilidad de recibir un ingreso estable en
su casa, tras la difícil
situación
económica
creada con la muerte de su hermana, la doctora Nieves Feliú.
La conoció
cuando su mamá
la llevó
con Raúl
a su consulta, a comienzos del año
1932. Raúl tenía
seis meses y ella, nueve años
de edad. Recuerda que le indicó
un tratamiento para la vesícula
que consiguió
aliviar las molestias que padecía.
Según
su hermana, Eufrasita amparó
su ofrecimiento de llevarlo a usted a Santiago con el argumento de que
era un niño
brillante.
Angelita nunca olvida la excursión
a La Socapa porque cuando salieron mar afuera y comenzó
a bambolearse el barco por una fuerte tempestad, se aterró,
comenzó
a llorar y a pedir que la regresaran a tierra. Tampoco olvida el
último
Día
de Reyes Magos que pasó
en casa de la maestra en Santiago, el 6 de enero de 1936, pues le obsequiaron una muñeca.
Angelita reconoce que, como era la mayor, se dio
cuenta de que estaban pasando hambre. Inconforme, comenzó
a escribir una carta a sus padres, pero Eufrasita,
quien casualmente se encontraba de visita en Santiago por licencia u
otro motivo, se percató
de que la niña
demoraba mucho encerrada en el baño,
intuyó
algo y cuando Angelita salió
le dijo:
«Deme lo que lleva en la mano»,
y allí
mismo, al leer la misiva, se enteró
de todo lo malo que decía
de ella. Por supuesto, la cartanunca llegó
a su destino.
En otra ocasión,
mientras Belén
y Luis noviaban en una terracita, ella se acercó
para desearles las buenas noches. Eufrasita interpretó
mal su actitud, dijo que la niña
espiaba a los novios y la regañó
fuertemente. Angelita asegura que no atinó
a hacer otra cosa que irse pronto a la cama, coger
un crucifijo, rezar y pedirle a Jesucristo una y otra vez que, por
lo que más quisiera, hiciese llegar a su mamá.
Al otro día
Lina apareció, lo que hizo que Angelita, para el resto de su vida,
viera esto como una prueba irrefutable de que Dios existía
y escuchaba sus ruegos.
Ella recuerda que su madre se asombró
de verlos destruidos, muy delgados y peludos, con la misma ropa de Birán
y los zapatos virados. Dice que Lina se quedó
fría.
Angelita piensa que la maestra Eufrasita, debido a su carácter
fuerte, ejercía gran influencia sobre su familia, dominaba a Belén,
e incluso, a su padre Néstor
Feliú,
un buen sastre que había
conseguido darles estudios a sus hijas en Haití.
Fidel Castro.
—Ellas
hablaban francés
durante las conversaciones en la casa. Es muy probable que como afirma
Angelita, las hermanas estudiaran en Haití.
En aquella
época,
para Santiago de Cuba, Puerto Príncipe
resultaba más
cercano que La Habana, por goleta o barco. Ellas charlaban en francés
y lo hablaban perfectamente, pero no lo hacían
para que no entendiéramos, lo tenían
como un
hobby,
un orgullo, una manifestación
de conocimiento porque les daba jerarquía,
cultura, y creo que así
lo practicaban. En realidad, las tres hermanas eran
muy buenas, pero la que sentía
más
egoísmo
era Eufrasita. Así
es la historia. No quiero hablar mal de la gente. Vamos
a echarle la culpa al capitalismo que obligaba a tales actitudes.
Katiuska Blanco.
—Angelita
recuerda que Lina enseguida los sacó
a las tiendas a comprar ropas, zapatos. Los llevó
a pelar, les compró
dulces, todo lo que se les antojara. A Angelita le
dio un fuerte dolor de muela y comenzó
a llorar. Entonces, para colmo, Eufrasita le dijo a Lina:
«Usted
ve, por comprarle dulces le está
doliendo la muela».
Y Lina le respondió:
«No,
por no llevarla al dentista es que le duele la muela».
Al otro día
salieron rumbo a Birán.
Ramón
cuenta que tomaron el tren de Santiago de Cuba a Antilla, pero
solo pudieron llegar hasta Canapú.
No podían
continuar hasta Birán porque las malezas cubrían
la línea
del ferrocarril. Se desmontaron cerca de la casa de Joaquín
Fernández,
un español,
viejo militante del Partido Comunista y compadre de don
Ángel. Joaquín
era el capataz de una brigada de reparación
de línea y contaba con su propio motorcito, pero tampoco pudo
llevarlos. Entonces la numerosa comitiva enrumbó
hacia la casa de Almeida, otro compadre de don
Ángel,
quien alistó
dos caballos; en uno iban Lina y Raúl,
y en otro, Angelita, Ramón, usted y las maletas. La llegada a Birán
causó
gran revuelo. Allí, ante la gran mesa servida, ustedes arrasaron con
todo en unos minutos, ante lo cual, don
Ángel,
no sin asombro, confirmó:
«Pero…
،es
verdad que pasaban hambre!».
A pesar de todo, los volvieron a mandar para
Santiago. Por eso, Angelita asegura que dicha señora
ejercía
una especial influencia también
en la casa de Birán,
y que tal era su plan, porque seguramente todavía
no tenía
dinero suficiente para el viaje que dio a las Cataratas del Niágara,
en el verano de 1935. Su hermana estudió
primero en una escuela pública, mientras usted perdía
el tiempo en casa, solo le orientaban aprenderse de memoria las tablas. Luego, ingresó
externo en el Colegio La Salle, y Angelita en el de Belén.
Por entonces las
costumbres de la casa habían
cambiado con la presencia del cónsul
haitiano, que se había
casado con Belén.
A
él
le gustaba servir la mesa a la francesa.
¿Recuerda
tales detalles?
Fidel Castro.
—Sí,
ya nos hacían
comer vegetales: tomate, zanahoria, remolacha, chayote. A mí
me obligaban a comerlos porque no me gustaban, en Birán
no había
remolacha ni zanahoria. Recuerdo muchas cosas porque pagué
más
platos rotos que nadie.
Nosotros vivimos en la casa de madera largo tiempo.
Allí
estuvieron Esmérida
y Ramón.
Me ponían
a estudiar solo. A mí
Belén
no me daba ninguna clase, me ponía
a estudiar las tablas de multiplicar, dividir y sumar que aparecían
en el forro de la libreta. Nunca di una clase.
Debieron de haber hecho un negocio a largo plazo,
porque si se hubieran ocupado de nosotros y nos hubieran
dado comida, habrían
tenido un negocio por 20 años,
pero fue por dos años
y medio.
Cuando Eufrasita regresó
de las Cataratas del Niágara
le regaló
a Angelita una trusa.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
recuerdo una de mis conversaciones con Angelita hace varios años.
Sería
a finales de 1996 o comienzos de 1997, cuando inicié
las investigaciones. Le pregunté
sobre los espejos de la casa, la lencería,
los armarios, las visitas, los seres que habitaban dichos espacios.
Indagué
so bre los más
insignificantes detalles de la vida cotidiana allí.
También
viajamos a Birán,
Santiago, Guane, Pinar del Río, Guáimaro,
Sibanicú
y otros poblados para buscar papelerías en iglesias y archivos. En los recorridos por
carretera, conversamos largamente. Ella recuerda historias de la familia y
de su papá,
de cuando don
Ángel
estuvo en la guerra de 1895, de su regreso a Cuba, de la existencia de unos
parientes de España en Las Villas a quienes acudió,
de su aventura al Oriente del país
y sus trabajos
—primero
como sereno en unas minas y, luego, como contratista en la United Fruit
Company—,
de cómo
llegó
a Birán
aproximadamente en 1912. Según
ella, su hermana Enmita hablaba de las madrugadas de insomnio
que pasó
su papá
como sereno, porque
él
mismo se lo contó…
Fidel Castro.
—Yo
digo que la United Fruit fue la que hizo empresario a mi padre.
Casi no tuve oportunidad de hablar con
él.
Mi padre era muy vivo, un campesino de los listos,
porque oí
decir que, incluso,
él
jugaba a las cartas con los oficiales y con los jefes, y que era hábil
haciendo todo eso. Lo que se sabe es lo que
él
contó,
y
él
no era un hombre que contaba muchas cosas; rara vez hablaba, por lo menos en la
época
en que lo conocí. A veces conversaba con un grupo de trabajadores en
un campamento, y yo estaba a su lado. Cuando
él
salía
de la casa estaba más
alegre, más
comunicativo, no era el carácter
habitual que tenía
en la casa. Siempre observaba que cuando salía
de viaje a cualquier lugar, al central, a Santiago,
cambiaba su carácter.
Salía
de la rutina diaria y experimentaba un cambio significativo. En tales momentos era más
comunicativo; hacía cuentos, historias. Tal vez no se daba cuenta de que
yo estaba al lado oyendo. A lo mejor se imaginaba que no le
prestaba mucha atención,
pero yo sí
se la prestaba.
Lo que se conoce es por lo que
él
contó,
y en realidad contaba muy pocas cosas. He recogido algunas de las
historias que
él
hacía
a veces. No estuve mucho tiempo en casa porque desde los 18 años,
cuando empecé
a estudiar en la Universidad, no me fue posible visitar con frecuencia Birán
para tener informaciones.
Incluso, es importante también
para ver cómo
fue la vida a principios del siglo xx, qué
pensaban las personas. Muchas veces me rompo la cabeza,
¿qué
había
en el pensamiento de la gente? Y ya lo he dicho, a
él
no le oía
expresiones negativas contra los norteamericanos, no le oía
este tipo de expresiones. Si vino después
de la guerra,
él
no debe haber analizado políticamente mucho el conflicto armado, y todavía
menos puede haber conocido que era una guerra imperialista. No
existía razón
para suponer que tal intervención
limitaba la independencia de Cuba. Mi padre no era cubano, no podía
reaccionar como un soldado cubano, como un patriota cubano.
Un patriota cubano, incluso, si no tenía
un nivel de cultura, no comprendería
bien los fenómenos
ocurridos alrededor
de dicha guerra. Me imagino a un cubano, soldado,
combatiente, muy contento porque el jefe le dio una orden:
«Se
acabó
la guerra».
Está
luchando contra el español,
es independiente, le han puesto una bandera. Un cubano, incluso, no se
habría dado cuenta de que una potencia extranjera estaba
tomando posesión
de Cuba.
Por su procedencia española,
mi padre no debe haber comprendido muy bien cuáles
eran las causas de la guerra ni por qué
intervinieron los norteamericanos. Un campesino
gallego a quien traen de soldado…
A lo mejor el día
que se acabó
la guerra se alegró
mucho también.
No analizó
aquello ni siquiera desde el punto de vista español,
de nación
derrotada. Es decir, no vi en
él
un
ápice
de resentimiento por la adversidad militar en la contienda. No pudiéramos
decir que era un patriota español,
pero sí
era un soldado español
que, como en muchas guerras, lo sacaron del campo, lo reclutaron y lo
pusieron a combatir aquí
en América.
Tan solo era un soldado español;
ni siquiera un patriota.
A lo mejor muchos de aquellos soldados, cuando se
acabó
la guerra, estaban contentos y ansiosos por volver a
España otra vez: iban a ver la familia, a su país;
iban a ver su tierra una vez más.
Es posible que
él
se haya alegrado de eso, pero yo nunca le vi una manifestación
de resentimiento contra los norteamericanos.
Era su característica
ser capaz de admirar en la historia los
acontecimientos importantes, la técnica,
la ciencia, la industria, y no hay duda de que
él
tiene que haber admirado a los norteamericanos. Si
él
viene como un hombre que no tiene nada, empieza a trabajar, después
va a una empresa norteamericana, lo hacen contratista, y comienza a ganar dinero y a comprar cosas
—un
hombre muy pobre, que apenas sabía
leer y escribir—
tenía
que haber tenido una buena opinión,
una apreciación,
una valoración
positiva de la United Fruit Company.
Mi padre no debe de haber nunca leído
el
Manifiesto Comunista,
ni los libros de Lenin sobre el imperialismo.
Él
tenía la vida, y ante la realidad de la vida admiraba a
los norteamericanos, porque era gente emprendedora, organizada, y es posible que mirara con aprecio tales cosas.
Hay que situarse siempre en la
época,
indiscutiblemente. Mi padre había
venido cuando la Guerra de Independencia. Le compró
a un soldado español
su puesto en el barco, y así
fue como vino la primera vez. Yo conozco la historia del
viejo cuando era soldado y estaba en la Trocha de Júcaro
a Morón,
cuando la Guerra de Independencia.
A
él
lo repatrían
al final de la contienda, va a España,
a todos los soldados españoles
los repatriaron, pero
él
regresa, no se queda allá,
entonces hace algún
dinero aquí
en Cuba, de contratista con la United Fruit Company.
Katiuska Blanco.
—Angelita
dice que en 1917, cuando su abuelo don Pancho llega a Birán,
ya don
Ángel,
probablemente des de 1912, poseía
tierras en el lugar. También
guarda un testimonio de Panchita, la hermana mayor de su mamá
Lina. Panchita tenía
12 años
cuando don Pancho acepta la oferta del contratista de Camagüey
y sale con su familia en tren desde Pinar del Río
hacia Tana, pasa por Batabanó
y hace empate de ferrocarril en Santa Clara. Vivieron también
en Hatuey e Ignacio y luego, al conocer el ofrecimiento de trabajo de don
Ángel,
parten a Guaro Tres, en Oriente. Dos años
después,
como don Pancho era tan laborioso, don
Ángel
le ofrece trabajo en Birán,
y mientras están
allí
se presenta la guerra de La Chambelona en 1917. Gracias a la localización
de las escrituras de propiedad se determinó
que la posesión
más
antigua de don
Ángel
en Birán data del 22 de noviembre de 1915, cuando compra la
finca Manacas a don Alfredo García
Cedeño.
Fidel Castro.
—Entonces,
ellos fueron para Birán
más
o menos en 1917
—son
los abuelos por parte de madre, provenientes de Pinar del Río.
Katiuska Blanco.
—Lina
nació
en Las Catalinas y viajó
en tren cuando contaba siete años
de edad. Angelita conocía
innumerables detalles del trayecto. Ella tenía
más
edad y conserva en su memoria los testimonios de los mayores,
especialmente el de la tía
Panchita.
Comandante, una fotografía
suya junto a Angelita en Santiago muestra la hermosa relación
entre ustedes. Usted va vestido de marinero y uno se percata de que los
pantalones van
quedándole
cortos, como adquiridos un tiempo atrás.
Angelita siempre ha dicho que llegaron en diciembre de 1933 a
Santiago, guiándose
por la fecha apuntada al dorso de la estampa. Para mí,
el detalle del largo de los pantalones dice mucho.
La propia Angelita reconoce que cuando Lina va a
buscarlos se sorprende de que tuvieran la misma ropa que habían
llevado desde Birán.
Finalmente, gracias a los documentos pude llegar a conocer casi con exactitud la fecha del viaje de
ustedes de la finca a Santiago en mayo o junio de 1933.
Fidel Castro.
—Claro,
las fotos no prueban que haya sido en diciembre de 1933 que arribamos a Santiago porque todos los elementos conllevan a que fue en un momento
anterior. Estábamos ella y yo solos, también
Esmérida,
pero Ramón
no viajó
entonces.
Para mí,
aparte de los tres días
de Reyes, existe otro elemento a tener en cuenta: los haitianos.
El derrocamiento de Machado, en agosto de 1933, da
lugar al llamado
«gobierno
revolucionario»,
creado después
del primer golpe de Estado de Batista, el 4 de
septiembre de 1933. En el gobierno de Grau, un profesor universitario,
se aprueba la ley de nacionalización
del trabajo en octubre de 1933, y con ella, la expulsión
de los haitianos. Cuando conocemos al cónsul de Haití
ya vivíamos
en la casa de abajo. Mi madrina no lo conocía
de antes. Es en 1933 o 1934, y yo fui al muelle a
despedir a los haitianos.
Además,
en dicho período
el Ejército
no tenía
ocupadas las escuelas ni los institutos; era un gobierno
llamado revolucionario o seudorrevolucionario. Me acuerdo que al principio de nuestra estancia en Santiago, el Ejército
sí
tenía
ocupado el instituto allí,
al lado nuestro, y presencié
algunas acciones de violencia.
Las fotografías
no prueban nada; en todo caso demuestran que pueden haber sido captadas mucho después
que llegamos por primera vez de Birán
porque,
¿quién
me compró
un traje de marinero a mí,
con el hambre que estábamos
pasando?
Angelita no recuerda que Esmérida
vivió
con nosotros en la casa chiquita, yo me acuerdo más
porque mientras ella iba a la escuela, nosotros estábamos
todo el día
en la casa. Ramón llegó
cuando vivíamos
en la casa de madera que se mojaba, muchos meses después.
El dato que más
conservo, y concilia con los demás,
es nuestra presencia en dicha familia en la
celebración del Día
de Reyes, tres años
consecutivos.
En 1935, efectivamente, cuando ingreso en La Salle
no he cumplido los nueve años.
Después
me convalidan el cuarto grado y paso directo al quinto. En el verano de
1938, Angelita estudiaba para ingresar en el bachillerato y tenía
una maestra, Emiliana Danger, una profesora de Santiago
que le está
dando las clases de ingreso, para entonces ya he
pasado el quinto grado. Ella empezó
a ser para mí
como una preceptora. La profesora negra fue la primera que en serio, de
verdad, me
puso una meta. En aquellas vacaciones cumplo 12 años,
y en septiembre debía
comenzar el sexto grado. Entonces yo estaba en la casa de Martín
Mazorra, asistía
también
a las clases que le daban a mi hermana porque no había
otra cosa que hacer. Eso fue después
de salir de La Salle. Estoy adelantándome
un poco en esta historia.
Como oía
las clases de Angelita, la profesora me preguntaba las mismas cuestiones que a ella, y yo me sabía
las respuestas de las preguntas, entonces la maestra se entusiasmó,
quería prepararme para el ingreso y el primer año
de bachillerato. Es decir, se supone que al cumplir 13 años
—los
cumplía
en agosto del año
siguiente—
al terminar el sexto, yo hacía
el ingreso y el primer año
en septiembre, cumplidos los 13, ese fue el plan de la maestra, y así
nos presentaba a examen a los dos.
Bueno, yo adelantaba muchísimo,
pero es precisamente cuando no puedo hacerlo, porque al llegar el nuevo
curso escolar me enfermé
y el plan de la maestra no se cumplió.
Fue cuando me operaron del apéndice
en Santiago de Cuba.
Todo el mundo le temía
a un ataque agudo de apendicitis. Como los médicos
tenían
que hacer algo, yo diría
que se puso de moda la operación
de apéndice.
Tuve quizás
alguna molestia que no tenía
nada que ver con el apéndice,
pero inmediatamente se diagnosticó
que había
que intervenirme quirúrgicamente.
Acababa de terminar el quinto grado en junio y
empezaba
el sexto en septiembre. A principio de curso me
ingresaron en la Colonia Española,
una clínica
mutualista. Me operaron y guardé
cama siete días,
como se acostumbraba antes. En la actualidad, no se le ocurriría
a nadie semejante disparate porque facilita la formación
de coágulos
y problemas. Al séptimo día
me levantaron
—ya
casi uno no sabe caminar cuando está
10 días
en cama, tienen que ayudarlo—,
y dos o tres días después,
por estar caminando, empezó
a irritarse la zona de la operación.
Se infectó
la herida y explotó.
Era una infección peligrosa, aunque parece que no llegó
al interior, más
bien fue superficial, pero la herida se abrió
completa, por lo que me vi obligado a estar tres meses en el hospital,
mientras se iba curando por un proceso natural. En 1938,
posiblemente, no existía
la penicilina ni otros antibióticos,
de manera que yo tuve una gran suerte de que la operación,
más
bien preventiva, no hubiera terminado con mi muerte.
En el hospital, sin poder salir, tres meses allí,
aparte de algunos libros, historietas y muñequitos
que leía,
tenía
que emplear el tiempo en algo. Estaba bastante
impresionado por las operaciones y pensaba ser cirujano. No poca
parte de mi tiempo lo empleé
en hacer operaciones de lagartijas y de otras cosas en el hospital. Después,
cuando se me morían,
lógicamente, observaba cómo
las hormigas daban cuenta de los cadáveres de los animalitos. Me entretenía
en todo, incluso, en ver cómo
a una lagartija, que tiene la forma de un
dinosaurio,
cientos de hormiguitas, miles de hormiguitas la
cargaban y se la llevaban, la transportaban. Yo empleaba horas
observando.
Pero bien, aparte de mi afición
médica,
hija de las impresiones relacionadas con la propia operación
de apendicitis
—en aquella
época
había
quienes decían
que yo iba a ser cirujano, realmente no sabían
lo que iba a ser—,
como yo tenía
que invertir mi tiempo en algo y, excepto a los que estaban en la
sala de infecciosos, visitaba, una por una, a las
personas que estaban recluidas en el hospital: mujeres, jóvenes,
niños,
viejos, hombres, todo el mundo. Conocía
a cada uno, no sé
cuántas camas serían,
habría
150 o 200 personas recluidas allí
y yo tenía amistad con el ciento por ciento de todas. A muchas
las visitaba diariamente, desde que me levantaba por la
mañana hasta por la noche.
Tenía
12 años
entonces. Un mejor observador se hubiera dado cuenta de que yo tenía
muchas más
cualidades de político que de cirujano, porque para todo tenía
una salida.
Así
invertí
mi estancia allí,
siempre se alegraban cuando los visitaba. Tal vez porque yo sabía
de lo que padecían,
me preocupaba por cómo
estaban, hablaba con ellos. La clínica era más
bien un hospital, usted pagaba dos pesos y tenía
derecho a que lo atendieran, a que lo internaran, a que lo
operaran, incluso, a que lo mataran; todo por dos pesos. No sé
si el entierro estaba incluido en los derechos de los
socios de la clínica
mutualista. Mis padres estaban en Birán.
Ahora sé
que
mi madre acababa de dar a luz a la más
pequeña
de mis hermanas, a Agustinita, el 28 de agosto de 1938, apenas unos días antes de mi ingreso. Por tal razón,
rara vez iba alguien. Ramón me cuidaba a veces, pero debía
ir a clases en el colegio. Me pasé
casi todo el tiempo solo en el hospital. Hice
amistad con todos por instinto natural. Claro, las monjas me
dejaban porque era una especie de mascota bastante grande.
Por supuesto, no me permitían
ir a la sala de infecciosos porque es lógico.
Caminaba todo el tiempo, así
que me era posible conversar, hablar con todo el mundo y, además,
hacer algunas operaciones quirúrgicas.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿sabía
que la casa donde vivía la prima Cosita, aquella primera a donde fue cuando
llegó
a Santiago, pertenecía
a la familia Ruiz de mucho tiempo atrás? La dirección
de Santa Rita baja N.o
51 aparece asentada como domicilio de varios parientes que mueren a comienzos
del siglo xx, en 1906 y 1908, según
los libros de enterramientos en el archivo municipal y también
en los viejos volúmenes y en las tarjetas del cementerio de Santa Ifigenia.
La doctora Nieves Feliú
Ruiz vivía
en otro lugar de la capital de Oriente, en la calle baja de Princesa N.o
50. Ha pasado mucho tiempo de todo aquello,
¿no
pone en duda sus recuerdos?
Fidel Castro.
—Una
buena prueba de que me acuerdo bien de todo, de cada detalle, es la fecha de la muerte de
mi querida tía Antonia. Cuando ella muere, nuestros abuelos vivían
en el 31,
cerca de aquella vivienda, en la esquinita al lado
del cañaveral, y fuimos por el camino que iba directo desde nuestra
casa, por una guardarraya. Si la fecha es el 8 de junio de
1929, yo tenía
2 años,
9 meses y 25 días.
Ese dato está
más
atrás
de lo que creía.
Tengo en la memoria hasta las paredes con fotografías, santos, todo. Me acuerdo cómo
estaba tendida: contra una pared, y ese dato es de 2 años
y 10 meses, decisivo para mí. Tengo muchos elementos en los que me apoyo. Me
convencen más
mis cuentas.
Mi primera rebelión
fue en el segundo grado. Allí
se seguían una serie de reglamentos y me amenazaban con que si
no era disciplinado me iban a mandar interno. Yo me doy
cuenta de que me convenía
mucho más
que me pusieran interno que vivir allí,
y un día
tomo la decisión
de crear una crisis, y la creo: decido desobedecer todas las
órdenes,
violar todos los reglamentos, si había
que hacer esto, hacía
lo otro, una rebelión. Realmente me puse insoportable y los obligué
a cumplir la promesa. Por esa razón
voy interno la primera vez para la escuela, como resultado de una sublevación.
Si el dato es correcto, tendría
nueve años
la primera vez que llevo a cabo, planeada, conscientemente, una
actividad de rebeldía
total. Entonces, ya antes de finalizar el segundo grado voy interno.
Fue para mí
un enorme paso de avance, por primera vez estaba igual que los demás
porque vivía
allí
en la escuela, co mía
lo que comían
los demás,
los jueves y los domingos nos llevaban al mar y valía
hasta más
barato. Nos llevaban a una pequeña
península
dentro de la bahía
de Santiago de Cuba, que se llamaba Renté,
tal lugar ya no existe, la península
sí,
pero nadie la reconocería.
Allí
nos bañábamos
en el mar, en una parte cercada dentro de la bahía,
pescábamos.
Fue un cambio radical en mi vida desde que me sacaron de aquella
casa y me enviaron interno a la escuela. Sentí
una gran liberación.
Eso puede explicar por qué
me adaptaba, después
de haber pasado tantos trabajos en una casa privada y por qué
me sentía
feliz interno en la escuela.
En quinto grado, en el Colegio La Salle, tiene lugar
una nueva sublevación,
la segunda rebeldía,
obligado por otras razones diferentes a las anteriores.
Aunque hasta el segundo grado no había
sido rebelde, realmente me obligaron a serlo, a resolver el
conflicto. Tomaba conciencia de un problema, ya ocurría
por segunda vez: en segundo grado y en quinto grado.
Katiuska Blanco.
—A
comienzos del año
2009 hice un viaje al pasado. Visité
el edificio del Colegio La Salle. Ahora es la sede de la Oficina del Historiador de la Ciudad de
Santiago de Cuba. Frente a sus muros tuve la impresión
de que los conocía
de antaño, y era realmente así,
porque antes, en 1997, había
estado allí
con su hermana Angelita, entonces permanecía
cerrado por reparaciones, y no conseguimos trasponer el
umbral. Sin
embargo, esta vez sí
recorrí
despaciosamente las habitaciones, el patio, los corredores y las salas y percibí
las diferencias entre el edificio más
antiguo, de la
época
colonial, y lo que fue la ampliación
en 1937. Lo imaginé
en aquellos
ámbitos,
entre los escolares de entonces.
¿Cuán
exaltado estaba su espíritu?
Fidel Castro.
—Para
mí
fue un primer gran acontecimiento que me enviaran interno. Me sentía
dichoso.
En aquel momento soy un muchacho feliz: estoy en la
escuela, vivo como todos los demás.
Cuando salíamos
de paseo atravesábamos
la bahía
en una pequeña
lancha,
íbamos
todos los estudiantes internos, de 25 a 30, aparecemos en
una foto; yo estaba entre los más
pequeños,
porque cursaba el segundo grado. La lancha se llamaba
El Cateto
y hacía:
،Pum,
pum, pum! Iba lenta por toda la bahía,
la bahía
tranquila; tardábamos
20 o 30 minutos. Bajábamos
de la escuela al muelle, y cuando llegábamos montábamos
en la lancha y atravesábamos
la bahía.
Íbamos
a otro muellecito
—todavía
recuerdo el aire y hasta el olor del mar—,
y allí
había
una casa de retiro de los Hermanos de La Salle. Esta tendría
el equivalente a un cuarto de hectárea cercada. Existía
un campo de béisbol
en la península
y un balneario con trampolín
en el mar. No era una playa, era de fondo cenagoso y estaba cercado para protegernos, para que
no nos fuéramos
lejos y para que no entraran tiburones. Afincados en lo hondo del mar, una serie de troncos de palmas
canas nos protegían.
Allí
muchas cosas interesantes llamaban la aten ción:
se veían
viejos barcos hundidos. Era una maravilla.
En segundo grado me bañaba,
me tiraba del trampolín, pescaba. Me gustaba mucho la pesca. Iba con un
cordelito, buscando caracoles como carnada para pescar.
Recuerdo que agarraba mis pescaditos y después
me los comía
en la escuela, porque en la cocina nos cocinaban lo que pescábamos.
Yo diría
que ingresar interno fue uno de los grandes
acontecimientos de mi vida.
Otro suceso resultó
ser el progreso o la bonanza de la escuela a medida que se rebasaba la crisis económica.
Sería
ya por el año
1937, por tal fecha iba mejorando la situación
y los Hermanos de La Salle deciden construir un tercer
piso para más
alumnos.
Posiblemente, Ramón
y Raúl
ya están
allí
—Raúl
muy pequeño, tendría
cinco años—.
Estamos los tres y, además,
un muchacho de los Pinares de Mayarí,
cerca de Birán,
que se llamaba Cristóbal
Boris [Cristobita], hijo del administrador de una empresa, un aserrío;
y ya con
él
éramos
cuatro.
Katiuska Blanco.
—Ramón
recuerda que una noche allí
hubo un incendio grande, y entonces Cristobita empezó
a gritar porque Raúl,
de apenas cinco años,
le había
dicho:
«Oye,
se está
quemando Santiago de Cuba».
El Hermano Enrique tuvo que buscar un calmante para Cristóbal
Boris. Su hermano habla de las disputas en el cuarto porque ninguno de
ustedes quería nunca apagar la luz, por lo que a
él
le tocaba ceder. Otras veces obraba de intermediario. Según
él,
usted mortificaba mucho a su hermano más
pequeño,
a quien Ramón
bañaba
y vestía porque Raúl
no tenía
cinco años
cuando quiso quedarse con ustedes en la escuela, durante una visita que Lina
les hizo. Usted cuenta que le ponía
disciplina a Raúl,
mientras Ramón
lo malcriaba. Ramón
evoca también
la contribución
de su papá
a la ampliación
constructiva del Colegio La Salle y dice que por tal razón
destinaron un cuarto solamente para ustedes...
Fidel Castro.
—Cuando
los Hermanos de La Salle construían
el tercer piso, mi padre tenía
fama en la escuela de tener dinero y grandes ganancias. Había
oído
hablar de que en mi casa ingresaban 300 pesos diarios, y un día,
no sé
por qué,
le conté
a uno de los Hermanos de La Salle cosas de mi casa y,
como muchacho al fin, lo que oí
se lo conté.
A partir de aquel momento nos convertimos en gentes muy importantes. Ellos sabían
que mi padre tenía
dinero, pero cuando yo les dije
—entonces—
aquel dato, causó
una gran impresión.
Y no era falso. Cuando construyeron el piso de arriba para los alumnos
internos, fabricaron un cuarto especial para los hijos de
Castro
—para los tres, pero
éramos
cuatro, Cristobita también
estaba—,
y todo se debía
a la fama de rico de mi padre. Yo tuve una prueba palpable
—no
quiero decir que sea un juicio crítico,
pero me di cuenta, y no sin cierta malicia—
de que en el colegio se interesaban mucho por nosotros y nos daban un
tratamiento especial porque
éramos
una familia muy rica. Allí
tuve la
oportunidad de ver manifestado el interés.
Aquel fue un acontecimiento, la construcción
de la escuela.
Los alumnos internos teníamos
cada semana dos días
de descanso: jueves y domingo. Quizás
era una fórmula
inteligente, porque dividían
la semana en lunes, martes y miércoles; y en viernes y sábado:
tres días
de clases y un día
de descanso. No sé
si es la semana inglesa, creo que más
bien se trata de una semana francesa, porque los Hermanos de La Salle tenían
una cultura francesa, y algunos de ellos eran de esta
nacionalidad. Cuando estudié
en La Salle, tuve contacto con la cultura francesa, no con la española.
En el segundo año,
cuando vinieron las vacaciones de Nochebuena, por alguna razón
nos quedamos allí,
nos pasamos todo el tiempo jugando
—creo
que Raúl
aún
no estaba con nosotros—.
Fueron las
únicas,
después
que estuvimos internos en la escuela, en que no visitamos la casa;
permanecimos como seis meses sin ir a la casa.
La vida era muy buena, maravillosa en aquel momento, comparado con lo que habíamos
tenido anteriormente. Así
transcurrió
el primero, el segundo y el tercer año,
y con notas excelentes.
Hubo un congreso eucarístico
—de
acción
de gracias—por aquellos días.
Entonces la escuela y los Hermanos de La Salle, con motivo del congreso, organizaron algunas ferias,
donde vendían
muchas estatuas de santos. Parece que por el interés de ganar dinero, les vendían
a los muchachos todo lo que querían. Ramón
y yo compramos cuantas estatuas había
de todos los santos, y las llevamos a mi casa cuando fuimos
de vacaciones, después
del congreso. Como mi madre era muy religiosa y siempre tenía
estatuas de todas clases, qué
sé
yo cuántas
pequeñas estatuas compramos allí
de las vendidas por los curas con motivo de aquella actividad religiosa. Llegamos a Birán
con las maletas llenas de todo tipo de estatuas de yeso, y todo el mundo muy contento con ellas. A
nadie se le ocurrió
pensar cómo
las habíamos
comprado, pero las habían
anotado en un solo crédito.
Antes de terminar las vacaciones, desde la escuela
llegaron unas cuentas enormes. Mi padre estaba indignado,
irritado, protestando porque le mandaron la cuenta de no sé
cuántas decenas de pesos por los santos que habíamos
comprado. Mi madre era un poco más
devota, pero, realmente, a mi padre nunca lo vi muy devoto, nunca lo vi comprando
estampas ni estatuas de santos. Aquello dio lugar a una severa
reprimenda.
Diría
que fue una vida buena hasta que surgieron
incidentes en el colegio que determinaron mi salida de allí.
En la escuela había
un Hermano, se llamaba Bernardo, uno de los amigos de nosotros, muy interesado, era
inspector
—quiere
decir que estaba con los internos—.
Yo observaba en
él
tendencias que me parecían
un poco extrañas.
A veces, algunos de tales inspectores, de dichos hermanos, tenían
ciertas preferencias por algún
alumno. No se saben las razones, pero se veía
una preferencia, alumnos predilectos sin que
tuvieran méritos
especiales.
Una vez, posiblemente estaría
yo en tercer grado, veníamos de Renté
a Santiago en el barco
El Cateto
y había
un muchacho de Baracoa
—un
muchacho como cualquier otro, pero por quien el inspector tenía
cierta preferencia—,
y tuve un pequeño conflicto con
él
mientras viajábamos.
Sacamos pleito, nos fajamos dentro de la lancha en la bahía.
Recuerdo que yo venía con la camisa desabrochada. Los otros muchachos se
metieron y nos separaron.
Después
desembarcamos en el muelle de Santiago. Era un espectáculo,
porque Santiago tiene elevaciones, y del nivel de la bahía
usted va subiendo por algunas empinadas calles hasta
las partes más
elevadas donde está
el colegio. El camino más
corto era una calle que atravesaba los barrios de
prostitutas. Yo debía de contar con 11 años,
sabíamos
bastantes cosas, veníamos
del campo, y allí
los muchachos están
un poco más
aleccionados. Ramón
cuenta que yo, muchas veces, como una travesura,
tocaba las puertas de las casas por las que pasábamos…
Entonces, subíamos
por esa calle. Regresábamos
de noche los 25 muchachos en hileras por cada acera. Pasábamos
cerca del mercado, pero antes atravesábamos
como tres calles de bares y de prostitutas, y recuerdo que ellas se metían
con el Hermano, lo llamaban:
«Curita…
ven, curita»,
y los mucha chos oían
aquello. El Hermano se mostraba muy abochornado. Los Hermanos iban con el hábito
propio de la orden La Salle, pero no eran sacerdotes; llevaban el hábito
y un cuadrito blanco aquí
en el pecho, con su sombrero.
Aquella vez atravesamos las calles, llegamos a la
escuela de noche, pero como yo no consideraba concluido mi
match
de boxeo, tan pronto llegamos a la escuela fui donde
estaba sentado el otro y le dije:
«Levántate,
vamos a seguir»,
le di un
jab
en un ojo y seguimos la pelea. Otra vez se metió
todo el mundo y nos separaron, pero el hecho real es que al
predilecto del inspector yo le había
puesto un ojo morado. Era un muchacho de mi edad, igual que yo, y fuerte. Enseguida
presentí
que me había
creado un conflicto serio.
En la escuela existía
una pequeña
capilla donde todas las noches realizaban una ceremonia religiosa en la
sacristía,
le llamaban
«la
bendición»,
y a veces algunos niños
íbamos
allí
antes de comer.
La misa era por la mañana.
Por la noche era la cruz con la hostia y la campanilla sonando.
Estaba yo en la sacristía,
viendo la bendición,
muy devotamente, como se supone, cuando abren la puerta y se asoma el Hermano inspector Bernardo, interrumpe mi
actividad religiosa y me llama. Caminamos por un pasillo,
doblamos, y cuando hemos caminado unos metros, me dice:
«¿Qué
te pasó?».
Entonces, le fui a explicar, pero no me dejó,
me dio un galletazo con todas sus fuerzas, que me dejó
el oído...,
y cuando todavía
estoy así,
aturdido, me golpeó
con la otra mano por el otro lado. Me dio dos golpes de hombre.
،Me
dio dos golpes realmente muy fuertes!
Me pareció
injusto, humillante, abusivo. Debió
de ocurrir, quizás,
al final del tercer año.
Después,
cuando pasé
de tercero a quinto, en el primer trimestre
—no
sé
si en aquel mismo año
o anteriormente—,
en otra ocasión
íbamos
subiendo hacia el dormitorio que estaba en el tercer piso
—teníamos
que ir en dos filas—,
yo estaba conversando en la fila y me dio un coscorrón, no muy fuerte. Era la segunda vez que me golpeaba.
Cuando estaba en quinto grado, como en el mes de
noviembre, las clases iban muy bien, la conducta nuestra, bien. Desayunábamos,
y cinco o diez minutos antes de empezar las clases teníamos
un recreo. En el desayuno nos daban café
con leche y unos panecitos, pero no nos ponían
límites.
Si queríamos comer dos, dos; tres, tres. Con frecuencia el
estudiante se comía
un pan rápido
y le echaba mantequilla a los otros dos y se los llevaba, o se comía
dos y se llevaba uno
—comprábamos una mantequilla que se guardaba en unos pomos verdes
y nos la comíamos
medio rancia—.
Cuando salíamos
formados del comedor, llegábamos
al otro lado del patio y allí
rompíamos filas. Aquellos 10 minutos los aprovechábamos
para jugar pelota, y el que tocaba primero una columna que había
allí
se ganaba el mejor lugar para empezar a batear; a veces
los estu diantes se disputaban el primer lugar. Yo salía
de desayunar, creo que llevaba dos panes en la mano, además,
quería
tocar la columna, parece que hay un conflicto, alguna
empujadera con otro muchacho, y viene el inspector por detrás
y me hace:
،Paf!,
el tercer coscorrón.
Entonces, me paro, agarro el pan y le hago:
،Ra!,
y voy sobre el Hermano Bernardo, que es mucho mayor que yo y más
fuerte. Lo muerdo, le entro a piñazos,
a patadas, comienzo con un fuerte
match.
Por fin, logró
separarme y me empujó
hacia allá.
El director estaba cerca de mí
en una sala de lectura, desde donde, además,
vigilaba. Me le acerqué
y le dije:
«Me
golpearon»,
pero
él
respondió:
«No, si nada más
lo empujó».
Él
había
visto tal vez el final y no el comienzo.
Fue un acontecimiento muy grande. El problema no fue
el hecho en sí,
el daño
que yo le hubiera podido hacer al inspector porque
él
logró
dominarme al fin y al cabo, sino que significó
un reto a su autoridad. Todos los muchachos siempre
decían:
«Le
voy a tirar un tintero por la cabeza, le voy a hacer
esto…», algo que jamás
hacían;
pero esa vez se dio la circunstancia de que un estudiante no tuvo otra alternativa que
responder a un hecho de violencia. Entonces,
éramos
tres hermanos allí,
yo era buen estudiante, tenía
buenas notas, no me portaba mal y decidieron dejarme en la escuela. La actitud que el
Hermano Bernardo adopta es la de ofendido. Su autoridad había
quedado muy resquebrajada. La escuela tenía
unos 200 alumnos entre internos y externos y todo el mundo supo lo
que pasó: un estudiante le había
tirado el pan por la cabeza…
Él
asume el papel de víctima,
su dignidad estaba ofendida; no me hablaba y yo tampoco lo hacía.
Me portaba rigurosamente bien, con más
razón
desde que había
sucedido aquello.
Pasaron de cuatro a seis semanas antes de las
Navidades, me porté
rigurosamente bien dentro de la situación,
por tal de no dar pretexto, es decir, que reaccioné
con mucha dignidad ante semejante problema. Hacía
deportes, jugaba pelota, iba a competencias, me destacaba, y pasaron las semanas,
hasta que llegaron las Navidades.
Ellos tenían
un sistema de notas para la disciplina. Todas las semanas daban un boletín
de acuerdo con la conducta: al que se portaba bien le daban un boletín
blanco; al que se portaba mal, un boletín
rojo, y al que se portaba muy mal, excepcionalmente, un boletín
verde. Después
de aquel conflicto, no sabía
lo que iba a pasar.
Llega el día
en que hay que dar los boletines, y decían:
«Boletín
blanco...»,
y casi siempre yo sacaba boletín
blanco porque tenía
buena conducta, pero esta vez no me mencionaron. Después:
«Boletines
rojos: Fulano, Mengano...»,
y no estoy incluido. Me quedé
esperando, tal vez me van a dar un verde
—pensé—.
Anuncian:
«Boletín
verde: Fulano...»,
y tampoco estaba. Me habían
sacado de todos los boletines, del blanco, del rojo y del verde. Así
sucedió
hasta que se acabó
el trimestre. Mantuve mi comportamiento correcto, y aun
así
él me ignoraba, fue la actitud que adoptó.
No es que decidieran expulsarme, sino que yo estaba
dispuesto a irme del colegio, convencido de no volver a aquel
lugar, y esperaba las Navidades. Recuerdo bien que llegaron
mis padres a recogernos, esta vez fueron los dos, mi
padre y mi madre, para las vacaciones de Navidad. Entonces, el
director de la escuela los cita y da su versión.
Antes, el director del colegio era un Hermano muy
bueno, se llamaba Fernando. Fue el director mientras
nosotros estuvimos en primero y segundo grados. Era medio
francés, de tez rosada, un hombre muy noble. Después
nombraron como director a un Hermano llamado Leonmarí.
Él
tenía
la información
que le dio el inspector Bernardo, y aquella misma fue la que trasmitió
a mis padres. Después
de esto salimos de la escuela decididos a no volver más;
yo por lo menos pensaba así.
Ramón
no tuvo ningún
problema. Raúl,
con seis años, era el más
chiquito de la escuela y tendría
poca posibilidad de discernir lo que acontecía.
El conflicto lo había
vivido yo, por este problema. Nos fuimos para la casa. Allá
se sentían
muy irritados con nosotros, porque estaban bajo la
influencia de la información
que les dieron.
Realmente lo que el cura le dijo a mi padre
—y,
por supuesto, mi padre se impresionó
mucho—
fue que sus tres hijos eran los tres bandidos más
grandes que habían
pasado por la
escuela. Así,
con tales palabras.
Si acaso, el
único
bandido era yo, porque no existía
ni la más
remota justificación
para llamar bandidos a Ramón
o a Raúl
que tenía
seis años.
Ellos no hicieron nada, solo solidarizarse espiritualmente conmigo ante el problema. Tuve aquel conflicto, mi reacción
ante un acto de violencia, y después
me porté
con una dignidad completa, no tenían
que llamarme la atención;
yo no existía,
pero mi no existencia la llevaba con mucha dignidad: ni una falta, ni la más
mínima
podían
señalarme, porque yo consideraba interiormente que tenía
razón.
Viene la etapa en que cambiamos de escuela, fue el
segundo problema serio que tuve, en un período
de tres años:
en primer grado y en quinto grado.
En lo absoluto considero incorrecta mi conducta en
la escuela, no tenía
malas notas ni faltas de disciplina. En general era activo, inquieto, practicaba deportes, pescaba,
hacía y deshacía.
Era un alumno normal de aquella escuela, con las faltas habituales, un día
hablaba en clase o en filas, cosas intrascendentes. No era de un comportamiento especialmente malo, pero también
existía
otro problema: aquellos hermanos no eran los jesuitas, que sí
eran mucho más
rigurosos, gente más
seleccionada, ostensiblemente más
preparada, de una vida mucho más
dura. Los Hermanos de La Salle, incluso, no hacían
voto perpetuo, harían
un voto temporal, podrían
prolongarlo.
Muchos de ellos eran personas muy buenas y nobles.
Me acuerdo del Hermano Fernando, pero yo observaba en
algunos Hermanos de La Salle más
relajamiento, y ellos a veces tenían preferencias. Quizás
nos verían
como sobrinos, les recordaríamos a un familiar, un primo, algo así.
Pienso que el inspector tuvo una reacción
histérica
—no
sé
si está
vivo o muerto, no tengo ningún
interés
en hablar mal de nadie, no me resulta fácil
mencionar un nombre, porque no sé
si vive o si murió,
si vive en Cuba, si se encuentra en Estados Unidos, si tiene hijos y nietos; no lo
quiero mencionar, aunque recuerdo su nombre—.
Realmente su reacción
fue exagerada, sin lógica.
Hoy veo que reaccionó
con espíritu
de venganza, y me golpeó
con toda su fuerza, me dejó
aturdido
—primero
con la derecha y después
con la zurda, con las manos abiertas—,
me dio duro, con toda su fuerza.
Ahora, me hizo a mí
un efecto tremendo, me quedó
aquello por dentro. Es más,
me quedé
aturdido y con la idea de la injusticia. En las otras ocasiones en que me golpeó,
no lo hizo con fuerza, pero sí
fue humillante, y ya yo sentía
indignación por lo sucedido, lo que me hizo reaccionar. Tal vez
él
creyó
que lo podía
hacer también,
golpear. A mí
me parece, y ahora más,
que lo más
absurdo es que se golpee a un estudiante, y tal fue la causa de mi conflicto, determinó
la salida, el cambio de colegio y, como consecuencia, problemas en mi casa;
porque lo peor fue que mi familia aceptó
la versión
dada por el direc tor de la escuela.
Raúl
y Ramón
fueron víctimas
inocentes. Ni
él
ni Raúl
estuvieron en el problema. Raúl
en aquel momento tendría
seis años,
estaría
en segundo grado porque era el más
pequeño
de la escuela al inscribirse.
Cuando nosotros llegamos a Birán
otra vez
—el
punto de partida y el punto de regreso siempre era Birán,
el campo—,
en una feliz fecha por la Nochebuena, la Navidad, el Año
Nuevo, eran las vacaciones, pero como en la casa estaban
disgustados, le pedían
al asturiano tenedor de libros César
Álvarez,
que nos pusiera tareas, cuentas de multiplicar, de dividir;
de manera que las vacaciones nos las desgraciaron.
Por las mañanas,
el tenedor de libros debía
cumplir la misión de ponernos un montón
de cuentas; como
él
tenía
que calcularlas y eran cuentas de multiplicar o de
dividir muy grandes, utilizaba un libro de tareas de la escuela
al que correspondía un libro de respuestas. Ramón
había
conseguido el volumen de las soluciones. No sé
cómo
Ramón
consiguió
el libro de respuestas, nos fue muy
útil.
Cuando el tenedor de libros nos ponía
aquellas cuentas larguísimas,
Ramón
y yo hacíamos rápidamente
todos los ejercicios para irnos a pasear. Y yo
،estaba feliz! Ahora recuerdo que Ramón
contó
una vez que, como era monaguillo, tenía
amistad con el Hermano Miguel, quien aunque malgenioso, lo ayudó.
Recuerdo que en dichas Navidades algunos amigos visi taron a mi padre
—un
día,
uno; otro día,
otro; algunos agricultores, colonos—
y mi padre se presentaba como el hombre más
desgraciado del mundo por lo que le habían
dicho en la escuela, y le contaba a sus amigos que era un
hombre muy desgraciado porque sus tres hijos, según
las autoridades del colegio, eran los bandidos más
grandes de la escuela. Me entero de que mi padre le había
explicado su tragedia a todos, y circula la noticia de lo que dijo don
Ángel
Castro a su amigo tal y más
cual. Yo me sentía
más
irritado todavía
porque era absolutamente injusto; me sentía
incomprendido en medio de un problema en el que tenía
toda la razón.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pero
¿nunca
pensó
que los comentarios de su papá
a los amigos de algún
modo también
expresaban un sentimiento de orgullo? Los veo como la típica reacción
de alguien que, por un lado está
molesto debido a las quejas que le han dado y la pena o la vergüenza
por el llamado de atención
de la dirección
del colegio.
،Oígame!
Imagino a su papá,
con toda su prestancia, casi recibiendo un regaño
en el despacho de Leonmarí…
Debió
de disgustarse mucho; pero, ciertamente, por otro, apenas consigue ocultar la
satisfacción al saber que sus hijos no se dejaron influir o
arrastrar por la vida de la ciudad y el estricto colegio religioso.
Hay como un repunte de orgullo, al ver que los hijos no se le
convirtieron en unos señoritos
remilgados, sino que siguen, de una manera muy especial, fieles a la naturaleza agreste, sana y
viva de la
casa y la finca. Hay que pensar en lo vivido por
él,
se hizo con esfuerzo y trabajo, y era lo que más
valoraba. Tal vez si hubiera guardado silencio, pero aquello lo comentaba a
todos, pienso que no sin alarde, casi vanagloriándose.
Imagino que siendo usted niño
le sería
bien difícil
apreciar de tal manera lo acontecido, sobre todo si el castigo lo
consideraba una decisión injusta.
Fidel Castro.
—En
verdad, siempre creí
que estaban muy contrariados. Así
pasó
la Nochebuena, el Año
Nuevo y llegó
el día
6 de enero. Se suponía
que al día
siguiente partiríamos
hacia la escuela, y a mí
nada, suspendido todo; ni Raúl
ni Ramón
ni yo fuimos para la escuela. En realidad, cuando llegó
el día
de partir vi que era en serio, que no
íbamos
para la escuela.
A Raúl,
¿،qué
le importaba eso!?, si no entendía,
era aún muy pequeño;
Ramón,
،feliz!,
porque quería
ser tractorista, chofer, mecánico
y no sé
cuántas
cosas más.
Entonces, yo, que soy en realidad el del problema, y que he sido víctima
de la agresión
y la violencia física,
el infractor que creía
tener toda la razón,
me siento injustamente castigado y no me resigno a aceptarlo. Así
—eso
lo sé
yo, Angelita posiblemente no ha de saberlo—
hablé
con mi madre y le dije que había
que mandarme a la escuela, que no era justo dejarme sin escuela.
Eso realmente es muy interesante, porque si no doy
semejante batalla, me quedo en Birán
y no paso del quinto grado. Me hubiera dedicado allí
a la ganadería,
،qué
sé
yo lo que ha bría
sido! Un bandido de verdad, porque no habría
estudiado más.
Fue una brillante idea, una gran cosa que hubiera
dado mi batalla por estudiar. Y como teníamos
más
respeto por el padre y más
confianza con la madre, siempre hablábamos
con ella.
Y fue verdad que amenacé,
aunque es un poco duro decirlo. Mi casa se afincaba en pilotes de madera y era de
madera. Amenacé
con que, si no me mandaban para la escuela, le iba a prender candela a la casa, fue mi más
seria amenaza. No creo que lo hubiera hecho, lo dije muy serio, pero no lo
hubiera hecho, estoy convencido de que no. Pero la verdad es que al
decirlo en serio, demuestro la indignación,
el
énfasis,
la pasión con que planteo el problema.
Entonces tengo 11 años,
aún
no he terminado el quinto grado. No creo que hubiera cumplido mi ultimátum;
además, estoy convencido, no porque quiera disminuir la
gravedad de mi reacción,
sino que lo afirmo con mucha franqueza. Empleé
algo para tratar de impresionar y lo dije, a lo
mejor lo creían,
pero como me conozco muy bien, sé
que no hubiera hecho algo así;
habría
sustituido aquella protesta por otra. Realmente me habría
hecho ingobernable, si no me mandan para la escuela, habría
sido ingobernable. Tal sentimiento estaba arraigado en mí
ante el maltrato del profesor, el abuso, el golpe, todo permanecía
vivo y quemante en el fondo de todo, porque sentía
que era una medida injusta, y a ello atribuyo
una reacción
tan airada. Tenía
una actitud muy seria, estaba traumatizado con lo ocurrido. Además,
no era mal alumno, estudiar no me desagradaba, no sentía
odio por la escuela y los estudios, más
bien sentía
cariño,
porque había
pasado por experiencias peores de las que me libré
cuando fui a la escuela, lo que significó
un progreso para mí.
Y, de súbito,
lo bueno que había
alcanzado se perdía,
pudiéramos
decir. Ya había
estudiado segundo grado interno, separado de la familia; también, tercero; he pasado al quinto sin vencer cuarto grado
gracias a los excelentes resultados. Siento entusiasmo, tengo
una valoración por mis estudios, mis esfuerzos y los
éxitos,
y todo se viene por tierra por una injusticia
—lo
creía
entonces y lo creo hoy—.
Pero lo que aprecio, es la convicción
y la seguridad con que enfrenté
tremenda injusticia.
Creo que fue la primera cuestión:
no acepto tal castigo. Me privan de algo que yo no rechazo, el estudio, y
tengo la impresión de que me están
haciendo un daño,
me castigan sin razón
—quizás
alguna idea, algún
instinto de que era correcto que estudiara porque era lo que venía
haciendo—.
Eso se combinó
con el rechazo ante lo injusto, por lo cual yo exijo
la vuelta a los estudios. Entonces por fin regreso a la escuela
el día
11 de enero de 1938. No, no podía
ir a la misma, y me envían
al Colegio Dolores.
Mi madre debe de haber convencido a mi padre de que
me mandaran a estudiar otra vez. Entonces,
él
debía
viajar a San tiago para visitar a su compadre, a su amigo, don
Fidel Pino Santos. Creo que en dicha
época
estaba en campaña
electoral, aspirando a representante, por supuesto, por el
partido del gobierno.
El millonario amigo de mi padre, que iba a ser mi
padrino, está
en la campaña
de comprar votos para ser representante
—las
campañas
eran así,
comprando votos—.
Este millonario salía
con el número
uno por la provincia de Oriente, sacaba más
votos, sencillamente, porque era el que más
votos compraba, el que más
dinero tenía
para comprarlos. Creo que por entonces coincidió
que ese señor
se quedó
viudo.
Katiuska Blanco.
—En
efecto, el 19 de diciembre de 1937 murió
la esposa de don Fidel Pino Santos. Llevaba un
nombre garcíamarquiano, por eso no lo olvido: Exuperancia Martínez
Gandol. Lina asistió
al velorio y llevó
con ella a Angelita, a quien nunca se le borraron de la memoria las imágenes
tristes.
Fidel Castro.
—Seguramente
mi padre le expresaría
condolencias al amigo durante su visita. A mí
deciden inscribirme en el Colegio Dolores, y por eso viajo con
él.
Pero en mi casa vuelven a cometer una equivocación,
en vez de mandarme al Colegio Dolores interno, me envían
a la casa de don Martín
Mazorra, un comerciante español
en Santiago, dueño
de una tienda de ropa llamada La Muñeca.
Comprábamos
ropa allí
y teníamos relaciones comerciales. No sé
cuáles
fueron las razones, pero a Angelita la mandaron conmigo, Angelita y yo
siempre está
bamos juntos. No sé
si Angelita estuvo interna y la sacaron, pero ya iba a ingresar al bachillerato. Ramón
se queda feliz en Birán,
y a Raúl
lo inscriben en una escuela cívico-militar, de las creadas por Batista en un programa de educación mediante algunas escuelas rurales. Batista lo hacía
como parte de su campaña
política,
demagógica,
porque era fascistoide, y al lado de las 2000 o 3000 escuelas públicas
rurales, creó
algunos cientos de escuelas denominadas cívico-militares.
Un sargento era el maestro en cada una de aquellas
escuelas; seguramente, eran maestros seleccionados, convertidos en
sargentos tras un breve curso.
Eran
útiles,
pero
¿qué
ocurría?
Se veía
como una campaña de promoción,
para conceder prestigio al Ejército:
el Ejército abre escuelas, el Ejército
da clases. Y, por supuesto, las escuelas cívico-militares
de Batista disponían
de mayores recursos que las públicas.
La escuelita se encontraba a cuatro kilómetros
de Birán, en un lugar llamado Birán
Uno. Raúl
fue allí,
vivía
con la familia del maestro, pero estaba bien, porque era hijo del
terrateniente. El sargento también
quería
sacar provecho, pero era más
vivo, y como estaba próximo
a la casa, trataba muy bien a Raúl
y lo malcriaba. Mi hermano era el más
chiquito de dicha escuela. El sargento hizo lo que debió
haber hecho la maestra con nosotros. Raúl
sí
que no pasó
hambre cuando lo pusieron en aquella escuela.
Katiuska Blanco.
—No
pasó
hambre allí,
Comandante, pero acuérdese
que Raúl
también
fue objeto de lucro porque el maestro, por no perder a un alumno como
él
—que
le daba cierto rango por ser hijo de un hacendado rico—
pidió
permiso a su mamá
para llevarlo con
él
al Instituto Técnico
Militar en Mayarí.
Ella accedió,
pero como Raúl
no tenía
edad para cursar estudios en aquel instituto, el maestro lo
envió
para el barrio de Los Hoyos en Santiago de Cuba sin permiso
de la familia, y cuando su mamá
fue a verlo, se encontró
con que el niño
no estaba allí,
lo habían
enviado solo a otro lugar sin su autorización.
Por suerte, Raúl
cuenta que estaba ajeno a todo eso, se sentía
muy feliz en Los Hoyos jugando a la quimbumbia y pidiendo caramelos de
ñapa
en una bodega.
Fidel Castro.
—Conmigo
siempre existía
el problema de que no hallaban qué
hacer, para dónde
mandarme, y no sé
por qué
estaba en casa de la familia Mazorra, si debía
estar interno. Pero, bueno, había
ganado mi batalla, le di mi respuesta al inspector aquel, salí
de la escuela, salí
de Birán,
me tuvieron que enviar a otra escuela. No podía
exigir mucho más.
El nuevo colegio al que me mandan era de más
jerarquía social y existía
la discriminación
racial, ausente en el Colegio La Salle. Dicha escuela era más
exigente, de mayor rigor, y yo tenía
en mi mente aún
el problema anterior, del que, como resultado, cualquier muchacho habría
sufrido un trauma psicológico, de lo cual no se recupera tan fácil
o rápidamente.
Voy a una escuela más
difícil,
de más
rigor, después
de haber tenido problemas. Llego tarde, así
que tengo que adaptarme desde el punto de vista de la instrucción,
del estudio. Pero, además,
me ponen otra vez en una casa de familia, la del comerciante. En ellos no prevalecía
tanto el interés
del dinero, sino más
bien la amistad con mi padre, y mi padre pagaba, tenían
un alumno allí.
Creo que es el peor sistema, que una familia tenga un hijo postizo; eso requiere un gran
cariño,
un gran amor, un gran desinterés,
la capacidad de tratar como si fuera un hijo a alguien que no lo es; ya eso
requiere una conciencia moral, una conciencia política,
una conciencia social muy elevada que no se le puede pedir a un burgués.
Usted le puede pedir a un revolucionario, si tiene
un hijo postizo en su casa, que a ese hijo lo trate mejor
que a los propios: con más
respeto, más
cariño,
con más
atención,
pero es muy difícil
que una familia burguesa lo haga, a no ser que sea de tradición
muy piadosa, con motivación
religiosa, no le da el mismo tratamiento al hijo de otra familia que al
suyo propio.
Llego a un hogar donde había
tres hijos, uno de ellos del primer matrimonio del español.
El español
era un hombre trabajador, bajito, menudo, no era un hombre grueso. La mujer era una mulata
santiaguera más
alta que
él,
gruesa, gustosa
—como
diría
García
Márquez—. El hijo estudiaba para piloto civil en Estados
Unidos, un muchacho bueno, era el hijo mimado; y la hija, en el
bachillerato:
una muchacha trigueñita,
mezcla del español
con la mulata, bonita, no gruesa, era muy graciosita, y tenía
tres rayas en el uniforme del instituto, estaba en tercer año;
era mayor que yo, pero eso no obstruía
mis amores platónicos
con ella, que tal vez sospechara aunque nunca se lo dije.
Vivíamos
allí
y
éramos
gente de fuera, de otra familia, perob no nos trataron mal, no pasábamos
hambre, comíamos
lo mismo que comía
toda la familia, dormíamos
bien…
Influían
otros factores de tipo social, orgullo de la familia y
todo lo demás.
La mulata santiaguera, de origen muy humilde, que
era mujer del comerciante, había
progresado notablemente, pero no era de pura estirpe aristocrática…
Simpatizo con ella. Recuerdo cómo
era de luchadora, en su casa era la señora,
la dueña, la autoridad, aunque no autoridad absoluta, porque
el gallego
—llamo
gallego al español,
aunque no sé
si era de Galicia o de qué
parte de España—,
que era un hombre tranquilo, calmado, le daba todo, pero tenía
su genio y su carácter.
De modo que la mujer era monarca en la casa, pero no monarca
absoluta, porque
él
era capaz de ponerse bravo un día
y exigirle.
Él
era el jefe con autoridad delegada en la mujer, no obstante,
conservaba la suya, no era un hombre débil.
En esa casa estuve casi un año.
Allí
empieza otra historia, porque cuando se reinicia el curso en la nueva escuela, en el mes de enero, me
voy adaptando. Las notas no son malas, pero no son
óptimas,
debido a las experiencias anteriores.
Creo que fue bueno que me enviaran para tal escuela,
aunque hubiera sido mejor como interno, pero quizás
en mi casa creían
que era bueno, que me hacían
un favor al no tenerme interno, preso en la escuela, que era mejor externo,
en un
ámbito familiar, porque Angelita estaba externa. También
por la nobleza campesina de mi familia, ellos creían
que era lo mejor, aunque sin duda no lo era. Yo mismo no sabía
qué
problemas iba a tener, no me sentía
disgustado cuando me llevaron a aquella casa, con una familia amistosa, a estudiar
de nuevo. Me ponen externo y estudio en la escuela, que no está
lejos. Solo voy a almorzar y a comer a la casa. No era una
vida insoportable, pero surgieron también
algunas contradicciones.
Aquella familia quería
ingresar en la sociedad de la gente más
rica, más
aristocrática.
Ellos no nos explotaron económicamente, tenían
sus ingresos. Además,
la economía
mejoraba en el país
y planeaban construir una residencia en Vista
Alegre, el barrio de los ricos. El hecho de que su pupilo,
que era yo, estuviera en el Colegio Dolores, los relacionaba con
las familias que tenían
los hijos allí.
Aquel fue mi problema también
porque ellos me exigían
—y
no estaba mal—
que sacara el máximo de puntos, era pura cuestión
de vanidad, su pupilo tenía
que ser el mejor.
Mi gasto semanal era de 20 centavos: 10 para el
cine, cinco para un sándwich
o un helado y cinco para comprar
El Gorrión, una revista argentina para menores, la literatura
que leía
en
aquella
época,
muñequitos
y algunas novelas. Si no tenía
las notas máximas,
no me daban mis 20 centavos. Entonces me vi obligado a hacerle una trampa a la señora.
Yo tenía
que llevar la libreta de notas todas las semanas a la casa y regresarla firmada a la escuela. Un día
dije en la escuela que se me había
perdido la libreta. Me dieron una nueva, entonces la escuela ponía
las notas en la nueva libreta y yo era quien la firmaba. La vieja la firmaban ellos y las
notas las ponía yo.
Al final del año,
la criolla santiaguera, por aquellas notas brillantes, excelentes, creía
que tenía
un genio, y ya se hacía ilusiones de que su pupilo se llevara todos los
premios al final del curso.
Yo mismo sabía
que existía
una dificultad
—mis
notas no eran muy malas, pasaba de curso, pero no me llevaba
todos los premios—,
mis verdaderas notas eran relativamente buenas, pero no eran las mejores que se habían
alcanzado nunca en la escuela
—las
que yo ponía
sí—.
Cuando llega el final del curso, sabía
que no tenía
solución
para aquel problema.
Entonces, un acontecimiento, el acto: uniformes
—medio militares—,
las gorras, un zambrán
blanco y azul; y ella ilusionada con que el pupilo se llevaría
todos los premios, todas las notas y los honores. Se hacía
imprescindible un vestido negro y largo para la ocasión.
Iban todas las familias burguesas, aristocráticas,
200 alumnos y todos los padres. Un acto final,
una clausura solemne del fin de curso con un
programa cultural, música,
canto, espectáculo
y la entrega de premios a cada alumno, y las excelencias de la escuela, grado por
grado. Ese era mi problema...
Yo iba al cine, tenía
El Gorrión
y me comía
un sándwich todas las semanas. Bueno, depende, porque primero
eran 20, después
eran 25 centavos, cuando incluía
cine.
El Gorrión, sándwich
de puerco
—los
vendían
en unos carritos—,
y helado, eran 25 centavos, es posible que en tal tiempo
hubiera tenido el tope de mi cuota semanal. En un período
no, pero con la nueva libreta yo había
resuelto el problema, por lo que es posible que en el
último
trimestre de aquel curso hubiera tenido cine,
El Gorrión,
helado y sándwich:
lo máximo.
Cuando llegó
el fin de curso, no encontraba la solución
del problema, aparecí
con mi uniforme y todo, acompañado
de la señora
grande, la mulata, vestida de negro, con traje
largo, muy solemne, y de toda la familia, porque su pupilo
es el más
brillante de todos los alumnos de la escuela
—ellos
creían eso—.
Entonces, empiezan por el primer grado:
«،Excelencia: Fulano de Tal!, primer premio en tal cosa; segundo,
poesía», cosas de esas, hasta que dicen:
«،Quinto
grado: Excelencia: Enrique Peralta!».
La gente aplaudiendo y a Enrique le ponen no sé
qué
cosa. Ellos veían
lo que pasaba, un poco asombrados; y yo admirado, como preguntándome
qué
pasará,
cómo es que a Enrique Peralta es a quien le han otorgado
el premio. «،Y
primera y segunda excelencia...!».
Y tampoco estoy entre los mencionados. Entonces,
«،Historia,
primer premio, Fulano de tal!»
—primer
accésit,
le llamaban—;
segundo premio, y yo no aparezco por ninguna parte. Creo que me
mencionaron una vez o dos, por no sé
qué
cosa que saqué,
pero nada más.
Yo cada vez ponía
más
cara de asombro y es cuando se me ocurrió
algo y dije:
«Ahora
me explico todo, es que como llegué
en el segundo trimestre, en el promedio me faltan
los puntos del primer trimestre, no me podían
haber dado nada de eso. A pesar de haber tenido unas notas
excelentes, me falta un trimestre completo, y por eso yo no tenía
premios».
Vaya, entendieron, comprendieron, les pareció
lógico,
y creo
—todavía no lo he preguntado—
que si hubiera tenido las notas que yo decía,
aunque hubiera faltado un trimestre me hubieran dado la excelencia y los premios.
En aquel momento acudí
a la Aritmética,
a la Matemática y les hice un cálculo:
«Ahora
sí
me explico bien por qué
no me han dado ni un premio».
Ellos se creyeron de verdad aquello y salieron tranquilos y contentos.
Recuerdo mucho que el colegio puso una pequeña
estación de radio de onda corta como parte de las
actividades. Al contrario de La Salle, Dolores era una escuela de
más categoría,
pero no tenía
un lugar como Renté
—aquel
retiro de los franceses—,
no tenía
una finca, llevaban a los estudiantes a distintos sitios, un día
a un lugar, después
a otro, porque no
tenían
aquel retiro de los franceses. Un cura jesuita, el
cura García,
inspector, era un español
muy activo, muy entusiasta, siempre estaba inventando eventos, exploraciones y
concursos. Una de las iniciativas suyas fue la estación
de radio, también intentó
comprar un
ómnibus
para la escuela.
Pusieron una estación
de radio de onda corta, debe de haber tenido 0,50 kilowatt o 0,25 kilowatt, pero se
comunicaban con las familias que la oyeran y ponían
algunos concursos de poesía.
Creo que Elpidio Gómez
tenía
más
dotes de poeta que yo, pero yo hacía
poesías
también.
Y no sé
si son míos
o de Elpidio estos versos que recuerdo de memoria:
Bella entre las bellas
la más
tierna y loca
tus ojos son estrellas
un rubí
es tu boca...
Realmente considero que Elpidio hacía
mejores versos que yo. Pero
¿qué
ocurría
con Elpidio? Bueno, era de Bayamo, los bayameses tienen tradición
de poetas, de músicos,
y los de Birán no tenemos esas tradiciones. Entonces
¿qué
pasó?,
el concurso era por votación
y yo tenía
mucha amistad con los demás estudiantes, eran muy amigos míos
y yo les decía:
«Diles
en tu casa que voten por mí».
Llegó
el momento crucial del concurso de poesía.
Los muchachos por radio y todos los medios llamaban a votar por mí, entonces, al final del concurso... Recuerdo que las
familias
decían:
«Las
poesías
de Elpidio son maravillosas, pero nuestro voto, naturalmente, es para Fidel».
Mi primera campaña política
fue esa. Me avergüenzo
al recordarlo porque Elpidio era mucho mejor poeta que yo, pero las familias, por
complacer a los hijos, votaban por mí.
Los estímulos
eran morales, pero los métodos
para definir al mejor no eran muy justos. Yo apliqué
un método
político
y creía
que estaba haciendo muy bien, pensaba que era correcto, excelente, justo;
incluso, porque si el problema era quién
ganaba más
votos, pues yo sacaba más
votos. Claro, tal vez no me daba cuenta, me percato
ahora: los versos de Elpidio eran mejores que los míos.
Es posible que considerara los míos
tan buenos como los de
él;
pero, realmente, recuerdo que los de
él
eran mejores.
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