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							02 
							
							Silencio, los Pinares, sobresaltos a medianoche,
							seguro con un fusil, historia en casa, hermanos,
							en la vida: decidir por sí 
							mismo, visita a Birán
							al final de la guerra, Santiago, lluvia desde el 
							techo,
							perder el tiempo, desamparos, contar estallidos 
							
							
							  
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Comandante, 
							sobre los parajes tupidos y los
							peligros en Birán, 
							recuerdo historias de bandidos contadas por
							su hermana Angelita, y también 
							por Ubaldo Martínez, 
							empleado
							de su papá 
							en la finca. Ellos mencionaban bandoleros como
							Arroyito, Baguá 
							y Azafrán, 
							y hacían 
							relatos sorprendentes de
							hombres que se untaban aceites para ser 
							inatrapables, o de
							otros, que esperaban al borde de los senderos en 
							penumbras.
							Sé 
							que usted disfrutaba ir a los campamentos madereros 
							en la
							meseta de La Mensura, pero 
							
							¿iba 
							solo a los Pinares de Mayarí?
							Y si oscurecía 
							en el camino,  
							
							¿no 
							sentía 
							temores?  
							
							¿Nunca 
							tuvo
							miedos? 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Allá 
							en Birán, 
							a los muchachos a veces nos hacían
							cuentos de cosas extrañas, 
							de fantasmas, y nos impresionaban;
							en ocasiones narraban historias de bandidos y 
							aparecidos, pero
							hay que tener en cuenta la imaginación 
							de los muchachos, les
							dicen algo y se impresionan. Yo me adaptaba 
							relativamente
							pronto. 
							
							
							El campo no es como la ciudad. En la ciudad hay 
							muchos
							ruidos, automóviles. 
							Se puede decir que en la ciudad la persona
							está 
							acompañada 
							por el ruido, tiene menos sensación 
							de
							soledad. En el campo, uno se despierta a medianoche, 
							en la
							madrugada y no se siente ningún 
							ruido, el silencio es absoluto;
							entonces, se experimenta un sobresalto por sonidos 
							muy peculiares:
							el viento que sopla fuerte, las ranas al croar, el 
							rumor
							de las hojas de los 
							
							
							árboles, 
							el canto de los grillos, la respiración
							de los animales, el perro que ladra. En la ciudad 
							usted no
							oye ladrar un perro, pero en el campo oye un perro 
							que ladró 
							
							
							aquí, 
							el otro allá, 
							que se pone a aullar lastimosa, lúgubremente;
							después, 
							las aves. Se escucha todo, es casi como una selva
							porque a veces se trata del ganado, un toro, una 
							vaca, un caballo,
							un mulo, insectos, aves, lechuzas. Es decir, en el 
							campo
							la atmósfera 
							es diferente, es una atmósfera 
							de soledad. No hay
							luz eléctrica, 
							desde que oscurece se tiene que esperar a que
							amanezca otra vez, y todo ese concierto se escucha 
							en medio
							de un silencio casi abrumador que no existe en las 
							ciudades
							porque son muy ruidosas. 
							
							
							Estoy hablando de cuando era un poco mayor, digamos,
							seis, siete, ocho años. 
							A tal edad ya estaba solo, no arriba,
							durmiendo con los padres y hermanos. Si uno duerme 
							en un
							cuarto grande, y se queda muy solo, desde luego, se 
							impresiona,
							más 
							sobre todo si vive en el campo; en la ciudad se 
							siente
							más 
							acompañado. 
							Y, claro, desde muchacho recibí 
							dichas impresiones
							de una forma o de otra; pero, en general, no 
							recuerdo
							que hubiera sufrido mucho por tales razones. 
							
							
							Relativamente temprano, aprendí 
							a manejar un arma,
							escopeta o fusil; y cuando tenía 
							un arma, siendo muchacho,
							me sentía 
							más 
							seguro. Tiene un efecto, incluso, curioso. Da la
							impresión 
							de que las armas lo ayudan a luchar hasta contra los
							espíritus 
							y los fantasmas. 
							
							
							Me acuerdo, tal vez tendría 
							9, 10 años, 
							que andaba solo,
							salía 
							y caminaba solo de noche. Si tenía 
							un arma me sentía 
							más
							seguro. Es cierta sensación 
							de que un arma da un poder de luchar
							contra los vivos y hasta contra los muertos. Yo creía, 
							por
							ejemplo, a esa edad, que si un fantasma se me aparecía 
							le disparaba
							con el fusil. Entonces, hay ciertas cosas que se 
							asocian.
							Pienso que lo que produce más 
							temor es la sensación 
							de
							indefensión; 
							pero si uno cree que puede defenderse, aunque
							sea utópica 
							la defensa, siente seguridad. 
							
							
							Y muchas veces viajé 
							solo, con 10 u 11 años. 
							A veces iba
							Ramón, 
							pero otras no. Yo iba y regresaba solo a los Pinares
							de Mayarí. 
							La meseta de los Pinares se encontraba a muchos
							kilómetros 
							de mi casa. Me gustaba ir a un campamento forestal
							allí. 
							Estoy hablando, digamos, de cuando contaba 9, 10, 
							11,
							hasta 12 años; 
							ya iba solo, entre montañas, 
							por caminos solitarios,
							a veces se me hacía 
							de noche. A mis padres, poco a
							poco, fui acostumbrándolos 
							a que tomaba decisiones por mí 
							
							
							mismo. Les decía:
							
							
							
							
							«Voy 
							a los Pinares de Mayarí», 
							y ellos lo
							aceptaban. Entonces, en períodos 
							de vacaciones, agarraba el
							caballo 
							
							—yo 
							tenía 
							mi caballo—, 
							y me iba lejos. Cada año, 
							desde
							el primer grado, en verano, venía 
							a la casa por tres meses de
							vacaciones, junio, julio y agosto. Desde el primer 
							grado, estaba
							interno en el colegio, y venía 
							desde la ciudad de Santiago de
							Cuba para la finca en Birán, 
							y en las vacaciones disfrutaba de
							la libertad de la casa, del campo. Yo mismo 
							planificaba lo que
							hacía 
							en los meses de verano. 
							
							
							El caballo me lo cuidaban, nadie lo usaba; lo 
							enviaban para
							los potreros. Estaba gordo cuando yo regresaba. 
							También 
							a mí 
							
							
							me parecía 
							que un caballo gordo era fuerte y saludable,  
							
							،y 
							me
							gustaba mucho verlo gordo, gordo! Entonces, tenía 
							la preocupación
							de que nadie lo usara. Para mí 
							era lo más 
							importante,
							que no me cansaran la bestia, que no adelgazara, 
							porque
							cuando se acababan las vacaciones había 
							adelgazado de tanto
							que yo había 
							cabalgado por los montes. 
							
							
							Entonces, ya usaba mi caballo, no tenía 
							que pedirle permiso
							a nadie para ir a buscarlo al potrero. Siempre 
							alguien
							me ayudaba, tenía 
							una soga larga para poder capturarlo fácilmente,
							porque cuando se daba cuenta de que quería 
							usarlo,
							huía
							
							
							
							
							—era 
							muy inteligente, trataba de escapar, para que no lo
							pudiera capturar—, 
							primero había 
							que enlazarlo, allí 
							mismo
							lo hacía. 
							Después, 
							para que no estuviera amarrado, tenía 
							que
							soltarlo en un potrero más 
							bien pequeño. 
							Muchas veces yo iba
							a buscarlo, a veces alguien iba y me lo llevaba. Al 
							principio me
							ayudaban a ensillarlo, pero después 
							yo mismo lo manejaba y
							decía:
							
							
							
							
							«Voy 
							a casa de la abuela, o voy a otro lugar». 
							
							
							Y a veces  
							
							
							—por 
							la edad que tenía 
							sería 
							en quinto o sexto
							grados, cuando tenía 
							10, 11 o 12 años—, 
							decidía 
							cuándo 
							me iba
							para un campamento maderero, lejos. Allí 
							disfrutaba de una
							libertad mayor todavía 
							porque no había 
							nadie que me controlara,
							por lo menos en la casa había 
							cierto control, pero allá 
							
							
							me sentía 
							mucho más 
							libre. Viajaba solo muchos kilómetros;
							subía 
							a las montañas. 
							A veces iba acompañado 
							por otros, pero
							en reiteradas ocasiones hice esos viajes solo, y el 
							trayecto era
							largo. Había 
							dos senderos: uno, un poquito más 
							largo, pero
							menos inclinado; otro, más 
							corto, pero había 
							que subir una
							loma peligrosa, el caballo se agotaba mucho y 
							sudaba. Cuando
							después 
							de hacer un gran esfuerzo por subir llegábamos 
							a
							la meseta, a 700 metros de altura, había 
							un fresco asombroso
							en los Pinares, una brisa exquisita; en cuestión 
							de minutos se
							secaba el sudor del caballo. 
							
							
							Como desde muy temprano me había 
							conseguido un arma,
							me sentía 
							con una seguridad absoluta frente a cualquier tipo
							de problema, sentía 
							confianza, sentía 
							seguridad; por eso, en
							tales circunstancias, no tenía 
							ningún 
							tipo de temor aunque
							siempre podía 
							haber alguien que tratara de hacer algo, por el
							hecho de que nosotros 
							
							
							éramos 
							hijos de un terrateniente. Ya no
							eran seis o siete años, 
							estaba entre los 9 y los 12, más 
							o menos. 
							
							
							Bien temprano, también 
							me las arreglé 
							para usar alguna
							escopeta de caza de mi padre. Prácticamente 
							nadie me enseñó.
							Desde el principio tuve buena puntería, 
							tenía 
							cierta facilidad
							natural para el uso de las armas de fuego. A veces, 
							en
							la casa circulaba el rumor de que las auras tiñosas 
							se estaban
							comiendo las gallinas, y yo estimulaba el rumor; me 
							ofrecía
							de inmediato para cazarlas. Mi padre me dejó 
							usar la escopeta
							para disparar contra las aves de rapiña 
							que se comían 
							los
							huevos y las gallinas. De eso me alegro, de que mis 
							padres me
							tuvieran confianza tempranamente, y no tardé 
							mucho tiempo
							en usar todas las armas guardadas en un inmenso 
							armario:
							escopetas automáticas, 
							por ejemplo. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Comandante, 
							Raúl 
							en una entrevista concedida
							en el 2003, narró 
							cómo, 
							en una operación 
							temeraria
							para los tiempos que corrían, 
							trasladó 
							a La Habana unos
							Winchester-44 del armero donde su padre guardaba 
							rifles y
							escopetas en Birán. 
							Dichas armas fueron empleadas después
							en el asalto al cuartel Moncada. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Sí. 
							Cuando nosotros fuimos al Moncada, aquella
							escopeta que yo de adolescente utilizaba, nos la 
							llevamos, la
							usamos en el Moncada. En el momento en que buscábamos
							armas, tuve en cuenta las que había 
							en mi casa, y en complicidad
							con Ramón 
							y Raúl, 
							nos llevamos algunos fusiles Winchester-44
							y algunas escopetas automáticas. 
							En mi casa, mi padre contaba
							con unos rifles de cierto calibre que también 
							usamos en
							el asalto. 
							
							
							Pero volviendo a mi niñez, 
							después 
							que me dieron alguna
							licencia, por iniciativa propia me tomé 
							la libertad de disparar
							con los fusiles 44, con los rifles, las escopetas y, 
							en definitiva,
							con todas las armas. No había 
							protestas, excepto una vez
							que mi padre me hizo un regaño 
							fuerte.  
							
							
							Él 
							había 
							ido a dar una
							vuelta a caballo, regresó 
							como al mediodía 
							y vio que yo gastaba
							muchas balas calibre 44, mientras disparaba con un 
							fusil haciendo
							prácticas 
							contra las auras tiñosas. 
							Me regañó 
							bastante
							fuerte y con razón, 
							porque estaba despilfarrando balas. Alguna
							protesta similar nada más 
							pero, en general, me fui acostumbrando,
							y 
							
							él 
							me autorizaba. Así 
							que desde muy temprano,
							y desde que poseí 
							con qué 
							defenderme, no tuve esa sensación
							de temor. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Y 
							en tales lances,  
							
							¿tenía 
							algún 
							cómplice?
							 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Ramón 
							y yo compartíamos 
							secretos, formábamos
							una pareja y siempre 
							
							
							éramos 
							cómplices 
							en casi todas las
							aventuras, también 
							a veces  
							
							
							él 
							me utilizaba, pero  
							
							
							él 
							y yo  
							
							
							éramos
							los principales cómplices. 
							Algunos trabajadores  
							
							
							—como
							siempre—eran 
							más 
							amigos, más 
							tolerantes con nosotros. Dependía
							mucho del carácter 
							de la persona. 
							
							
							Hay gente que por bondad natural son amables con los
							niños 
							y les hablan, les hacen cuentos, tienen atenciones 
							con
							ellos, se ríen, 
							bromean. Tal tipo de persona es la bendición
							de los niños. 
							Hay otras que son más
							
							
							
							
							ásperas, 
							menos tolerantes,
							de mal carácter; 
							en general, por ellos no sentíamos 
							grandes
							simpatías. 
							Yo agradecía 
							mucho a todos los adultos que nos
							trataban y conversaban, nos hacían 
							cuentos, eran amistosos,
							eran amables con nosotros. Las personas adultas no 
							se imaginan
							la importancia que tiene el trato que les dan a los 
							niños 
							y
							cómo 
							les agrada que los traten, que conversen con ellos, 
							que
							los tomen en cuenta, que no los ignoren. Los niños 
							agradecen
							infinitamente este cariño, 
							este tipo de relaciones. 
							
							
							Siempre recuerdo con agrado a toda aquella gente 
							amistosa
							con nosotros. Por ejemplo, el tenedor de libros, que 
							era
							muy conversador, me hacía 
							historias, me hacía 
							cuentos.  
							
							
							Él
							era un hombre culto 
							
							
							—un 
							asturiano, más 
							bien gordito, bajito,
							se llamaba César
							
							
							
							
							Álvarez, 
							usaba unas botas, unos pantalones
							de montar, que lo hacían 
							más 
							bajito todavía—, 
							sabía 
							inglés,
							francés, 
							italiano, alemán, 
							griego y latín; 
							por lo menos, todo
							eso me decía, 
							y creo que, en efecto, sabía, 
							porque hablaba el
							inglés, 
							lo leía 
							y lo traducía; 
							hablaba el francés 
							y el italiano. Sabía
							varios idiomas y, a juzgar por lo que 
							
							
							él 
							conocía 
							en general,
							aunque no podía 
							comprobar si de verdad  
							
							
							él 
							hablaba alemán,
							recuerdo que pronunciaba palabras y frases enteras 
							en dicha
							lengua. La maestra hablaba francés 
							y  
							
							
							él 
							conversaba con ella en
							francés;
							
							
							
							
							él 
							hablaba inglés, 
							lo escuché 
							hablarlo. Y así: 
							francés,
							inglés, 
							alemán 
							y español, 
							no sería 
							extraño 
							que hablara italiano,
							griego y latín. 
							Era español, 
							y por eso no contaba historias
							más 
							cercanas sobre héroes 
							nuestros. 
							
							
							Cuando yo estaba en cuarto, en quinto grado 
							 
							
							
							—nadie 
							en
							quinto grado es una persona adulta—,
							
							
							
							
							él 
							me hacía 
							historias,
							me hablaba de Grecia, de Roma; a medida que yo iba 
							estudiando,
							ya cuando estaba en séptimo 
							grado, en primer año 
							de
							bachillerato, me hablaba de Cicerón, 
							de Demóstenes, 
							de los
							oradores, me hacía 
							historias de toda clase y despertaba mi 
							in
							terés 
							por todo. Fue el primero que me habló 
							de personajes históricos
							y literatura. Era un hombre muy amistoso. 
							
							
							El cocinero, Manuel García, 
							no era enemigo, pero tenía 
							muy
							mal genio. El cocinero no era cocinero, 
							
							
							él 
							fue vaquero, y a consecuencia
							de un reuma y de unos dolores tremendos, se le 
							produjo
							una artrosis total y caminaba con mucha dificultad, 
							entonces dejó 
							
							
							de ser vaquero  
							
							
							—me 
							acuerdo de cuando  
							
							
							él 
							lo era— 
							y se convirtió 
							en
							cocinero y, según 
							mi padre, era muy mal cocinero. Vivía 
							en una
							pequeña 
							casa al lado del correo, a 90 o 100 metros de la 
							nuestra.  
							
							
							Él
							iba muy temprano todas las mañanas, 
							cojeando, a la cocina desde
							el amanecer, y allí 
							estaba hasta por la noche. 
							
							
							En mi casa no había 
							cocina de gas, sino de carbón 
							de madera,
							con varias hornillas. 
							
							
							Él 
							las encendía, 
							preparaba café, 
							hervía 
							la leche;
							protestaba desde el amanecer, decía 
							maldiciones, hacía 
							ruido
							con sus pasos por la cocina de piso de madera, 
							cargaba agua, lavaba
							platos, empezaba a preparar frijoles, arroz, 
							garbanzos... Creo
							que 
							
							él 
							pasaba todo el día 
							peleando, por todo peleaba, refunfuñaba,
							pero no era una mala persona. Era gallego, 
							campesino, analfabeto
							totalmente; pero una persona que a pesar de estar 
							afectada por el
							problema de la pierna, hizo ese trabajo durante 
							muchos años. 
							
							
							Katiuska 
							Blanco.  
							
							
							—Recuerdo 
							que usted, en la visita que hizo a
							Birán 
							cuando cumplió 
							70 años, 
							prefirió 
							el cocido de garbanzos
							con ovejo a cualquier otro plato de comida, algo que 
							nos regresa
							otra vez a las costumbres gallegas de su padre, pero
							
							
							¿qué 
							
							
							otras comidas se cocinaban en la finca? 
							
							
							  
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—¿Qué 
							cocinaba García 
							en mi casa? Había 
							buena
							comida, lo que yo no tenía 
							apetito, porque estaba todo el día
							comiendo cosas por aquí, 
							por allá. 
							Recuerdo, desde muy pequeño,
							que cuando nos sentábamos 
							a la mesa alargada, en un
							extremo se sentaba mi padre; en el otro, yo; y en 
							los laterales,
							los demás 
							hermanos, además 
							de mi tía 
							y mi prima hermana,
							mientras que mi madre trajinaba y se movía 
							de un lado a otro.
							Recuerdo desde muy pequeño, 
							que cuando nos sentábamos 
							a
							la mesa, había 
							presión 
							para que comiéramos, 
							había 
							que comer
							el cocido, como le decían 
							a los garbanzos. Cocinaban el
							garbanzo con ovejo o hacían 
							potaje también 
							de garbanzos, o
							hacían 
							frijoles, arroz, o arroz con pollo; siempre había 
							carne y
							pan en la casa, yuca, malanga o plátano. 
							Pero había 
							disciplina
							a la hora del almuerzo y a la hora de la comida, nos 
							presionaban
							para que comiéramos; 
							te servían 
							y había 
							que comer. Por
							cierto, no es un buen método 
							que a uno lo obliguen a comer. 
							
							
							Mi padre siempre estaba protestando por la comida, 
							que si
							estaba salada, que si le faltaba sal, que si los 
							garbanzos estaban
							duros, que si los frijoles estaban mal cocinados. Mi 
							padre protestaba
							siempre por el cocinero, decía 
							que era muy mal cocinero.
							Así 
							que si me preguntan al respecto, yo digo: a juzgar
							por mi padre, era muy mal cocinero, pero yo creo que 
							no, que
							cocinaba normal, sabía 
							cocinar. Cualquier campesino español
							sabe cocinar los frijoles, las alubias, los 
							garbanzos. Es mi opinión,
							pero mi padre era más 
							exigente, además 
							de malgenioso,
							y tenía 
							tendencia a protestar también, 
							a regañar 
							y a pelear,
							nunca le parecía 
							que las cosas estaban del todo bien hechas. 
							
							
							Yo recuerdo que el cocinero era amigo mío, 
							aunque no del
							tipo de amigo como el tenedor de libros. Y así 
							había 
							distintos
							españoles, 
							trabajadores, gente amable. 
							
							
							En mi casa, mi familia tenía 
							muy pocos conocimientos sobre
							los personajes de nuestra historia, y los 
							trabajadores muchas
							veces eran analfabetos y con muy poca preparación, 
							ni
							sabían 
							la historia de Cuba. Claro, se hablaba de las 
							guerras de
							independencia, leyendas, tradiciones, que si tal 
							combate. Ya
							habían 
							pasado más 
							de 35 años 
							desde la  
							
							
							última 
							guerra de independencia.
							Algunos veteranos, unos pocos, eran conocidos
							y respetados porque habían 
							sido soldados, pero ciertamente
							nuestra historia recibió 
							un tratamiento muy malo, fue objeto
							de un olvido casi total. 
							
							
							Después 
							de la guerra surgieron nuevos valores: el valor de
							la riqueza, el valor de los latifundios, el valor de 
							los centrales
							azucareros, el valor de los ferrocarriles, el valor 
							del dinero, la
							importancia del norteamericano, las cosas 
							norteamericanas,
							los nuevos políticos 
							y los nuevos poderes, y todo aquello vino
							a sustituir lo que pudiéramos 
							llamar la tradición 
							histórica 
							de
							nuestro país, 
							que fue opacada por completo. Prácticamente
							no se hablaba de las guerras de independencia ni era 
							tradición
							ni motivo de orgullo. Algunos veteranos, vistos con 
							respeto,
							como figuras venerables, recibían 
							una pequeña 
							pensión 
							y lle
							vaban una vida modesta, austera, en el mejor de los 
							casos. 
							
							
							Todo lo nuevo que surgió 
							con la Neocolonia, opacó 
							la historia
							pasada de Cuba en aquella atmósfera 
							de gente con tantos
							problemas, con tantas necesidades, con tanta 
							ignorancia
							y con tanta dependencia. No había 
							el clima  
							
							
							—pudiéramos 
							decir— 
							
							
							histórico 
							de estar conversando sobre la historia pasada,
							sobre los héroes 
							de nuestra Guerra de Independencia, sino
							muy ocasional y superficialmente 
							
							
							—te 
							estoy hablando de los
							años 
							30 ya, entre los años 
							30 y 35—, 
							en una pequeña 
							escuela
							pública, 
							con unos 20 o 25 alumnos. Muchos de ellos no tenían
							posibilidades de ir regularmente a la escuela porque 
							estaban
							trabajando, ayudando a la familia; iban descalzos, 
							mal vestidos.
							Pero en la escuela pública 
							sí 
							estaban el Escudo, el Himno,
							saludar la Bandera, y la costumbre de recitar 
							algunos versos
							de Martí: 
							sus  
							
							Versos Sencillos, 
							y la de recordar algunas figuras
							así, 
							pero todo muy formal. En la escuela era donde  
							
							
							único 
							recibíamos
							cierta información 
							sobre historia y algunos símbolos
							de la patria, pero muy formal, en lo absoluto 
							formal. Es decir,
							no se respiraba un ambiente patriótico, 
							no existía 
							una atmósfera
							de tradiciones históricas, 
							de respeto. Lo que prevalecía
							era una ignorancia casi total. 
							
							
							¿Qué 
							se les podía 
							pedir a aquellos trabajadores analfabetos? 
							
							¿Qué 
							se les podía 
							pedir a aquellos inmigrantes haitianos
							o a aquellos inmigrantes españoles, 
							que se acordaban de
							su tierra con respeto, pero que no tenían 
							una relación 
							con la
							historia de Cuba? De manera que nosotros no 
							recibimos, en
							el seno de la familia o en aquel ambiente, lo que 
							pudiéramos
							llamar una educación 
							patriótica, 
							una exaltación 
							de los valores
							patrióticos; 
							en tal edad nosotros no recibimos eso. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—En 
							la primera etapa, su vida estuvo muy ligada
							a la de sus hermanos Angelita y Ramón, 
							pero me gustaría
							saber cómo 
							han sido las relaciones con el resto de sus 
							hermanos,
							y si aún 
							perduran. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—En 
							general, me he llevado bien con todos, con
							algunos más 
							que con otros. Conmigo no me llevo muy bien.
							De los cuatro primeros, me llevo bien con tres, pero 
							conmigo
							no me llevo muy bien, soy exigente conmigo mismo, 
							tengo
							mis conflictos conmigo mismo. Pero, bueno, con los 
							otros, con
							los mayores tenía 
							más 
							relaciones: con Enmita, que es la sexta,
							tuve bastantes vínculos; 
							con Agustina no he tenido tantos así 
							
							
							porque era la más 
							pequeña; 
							con Juanita, la quinta, que está 
							en
							Estados Unidos, no había 
							malas relaciones, aunque ella tenía
							un carácter 
							fuerte. Surgieron malas relaciones con ella después
							del triunfo de la Revolución 
							por problemas políticos, 
							pero
							anteriormente no. Hago una interpretación 
							política, 
							marxista
							del problema. 
							
							
							Hay que tener en cuenta que mi familia no era 
							millonaria,
							pero era rica, tenía 
							muchos privilegios  
							
							
							—desde 
							el punto de
							vista social, por lo menos en Birán 
							los tenía—, 
							y nos inculcaron
							la idea de la riqueza.  
							
							
							Yo soy el primero en tomar una conciencia política, 
							revolucionaria.
							De ahí, 
							el que me siguió 
							con rapidez fue el cuarto,
							Raúl, 
							cinco años 
							menor. Ejercí 
							una influencia sobre  
							
							
							él, 
							porque
							lo había 
							entusiasmado para que viniera a estudiar a La 
							Habana,
							ingresara a la Universidad, y compartiera mis ideas, 
							de tipo
							político 
							y social. Cuando empecé 
							a tener una conciencia revolucionaria,
							una concepción 
							marxista, Raúl 
							se adhirió 
							como
							una esponja para pelear por ellas. A pesar de que 
							tenía 
							el mismo
							origen 
							
							—quizás 
							por eso—,
							
							
							
							
							él 
							siguió 
							las ideas. Fuimos dos,
							en el seno de una familia burguesa. Nunca intenté 
							persuadir a
							mi padre de mis ideas socialistas. 
							
							
							En una ocasión, 
							siendo yo estudiante universitario  
							
							
							—estaba
							de visita en mi casa quien no llegó 
							a ser mi padrino, aquel
							millonario, don Fidel Pino Santos—, 
							y mientras almorzábamos,
							mi padre y 
							
							
							él 
							conversaban sobre distintos temas, y como
							de vez en cuando me irritaba un poco, ya con mis 
							ideas cada
							vez más 
							radicales, aunque con mucho sentido común 
							porque
							comprendía 
							que no tenía 
							objetivo ponerme a discutir con
							ellos, hacía 
							algunas intervenciones impertinentes. Formulaba
							algunas preguntas y algunos planteamientos, sin 
							decirles
							cómo 
							yo pensaba totalmente para no alarmarlos demasiado,
							pero intervenía 
							en algunas discusiones, y yo diría 
							que eran
							más 
							bien cosas impertinentes de mi parte. 
							
							
							Ramón 
							colaboró 
							algo en lo del Moncada  
							
							
							—pero 
							no era en la
							lucha por el socialismo, no, no— 
							para obtener algunas armas. 
							
							
							Él 
							no sabía 
							lo que  
							
							
							íbamos 
							a hacer, pero yo sí 
							le di a entender
							que estábamos 
							en actividades revolucionarias contra Batista
							y 
							
							él 
							era antibatistiano. Algunos más 
							de la familia también 
							lo
							eran, sin ser socialistas. 
							
							
							Mi padre, aunque pienso que estaría 
							inconforme con
							nuestras ideas, no tenía 
							una especial contradicción, 
							no era un
							problema político 
							para  
							
							
							él, 
							más 
							bien tenía 
							la preocupación 
							por
							nosotros, porque sabía 
							que andábamos 
							en actividades políticas
							y revolucionarias. 
							
							
							Me imagino que mi padre y mi madre sufrieron mucho 
							con
							todas aquellas luchas; cuando lo del Moncada 
							vivieron días 
							de
							gran incertidumbre. Claro, hay dos cuestiones: mi 
							madre era
							de un carácter 
							fuerte, muy sensible, pero fuerte, capaz de 
							sobreponerse
							a los peligros, a las adversidades. Mi padre era un
							hombre muy sensible, me imagino que sufrió 
							calladamente,
							pero tenía 
							cierto sentido de la historia, y en reiteradas 
							ocasiones
							le escuché 
							exclamaciones sobre acontecimientos y personajes
							históricos, 
							y tengo la convicción 
							de que mi padre sabía
							que aquellos hechos se iban convirtiendo en 
							acontecimientos
							históricos 
							de una o de otra forma; para  
							
							
							él 
							debió 
							significar una
							cierta compensación 
							porque sabía 
							apreciar, no era un hombre
							que despreciara los hechos políticos 
							ni los acontecimientos
							que pudieran tener trascendencia en la vida de un país. 
							
							
							Por entonces, yo era el  
							
							
							único 
							que había 
							concluido una
							carrera universitaria 
							
							
							—había 
							terminado todos los estudios, el
							bachillerato y la Universidad—, 
							y me había 
							convertido en un
							personaje importante en la casa: era el estudiante 
							universitario
							y, finalmente, el doctor, el abogado; todo aquel 
							tipo de cosas.
							Me admiraban por mis conocimientos, mis estudios, 
							mis
							notas, mis 
							
							
							éxitos; 
							y por el hecho insólito 
							de que alguien de
							la familia iba a ser abogado, doctor, graduado 
							universitario.
							Todo lo cual, en la atmósfera 
							de una familia autodidacta, que
							apenas ha aprendido a leer y a escribir, me concedía 
							una autoridad
							especial, y gozaba de prestigio. 
							
							
							En ocasiones también 
							le presté 
							ciertos servicios a mi padre,
							ya terminando mi carrera, en algunos problemas 
							relacionados
							con su propiedad, con los títulos 
							de su propiedad, y su
							relación 
							con el millonario anteriormente mencionado. Tuve la
							oportunidad de prestarle a mi padre, incluso, 
							algunos servicios
							familiares en el terreno legal, y me tenía 
							mucha confianza. 
							
							
							Creo que yo gozaba de gran aprecio por parte de mi 
							padre
							y mi madre. Ellos conocían 
							mi carácter, 
							les preocupaba naturalmente,
							sobre todo, tenían 
							una consideración, 
							un aprecio
							personal por el hijo. Pienso que no estarían 
							del todo de acuerdo
							con mis actividades, pero no me criticaban, no me 
							condenaban
							por las actividades políticas; 
							ellos tuvieron siempre un
							gran respeto, ya cuando yo era adulto, por mis 
							actitudes, mis
							ideas, aunque no imaginaban cuán 
							radicales podían 
							ser. Realmente,
							nunca escuché 
							el menor responso de mis padres. 
							
							
							Debo agradecerle, en especial a mi madre, porque fue
							la que más 
							se preocupó 
							porque yo estudiara. Mi padre tenía
							preocupación 
							también, 
							pero no en el grado tan alto en que mi
							madre tenía 
							la suya para que yo estudiara. Ella siempre fue un
							gran apoyo. 
							
							
							Claro, desde bastante temprano fui independiente. 
							Casi
							desde quinto grado decidía 
							qué 
							hacía, 
							resolvía 
							problemas, situaciones.
							Creo que ellos se adaptaron y sentían 
							respeto por mí. 
							
							
							Pero desde quinto grado decidí 
							en qué 
							escuela estaría 
							y en
							cuál 
							no, y qué 
							hacer y qué 
							no. Es decir, sobre mi vida empecé 
							a
							decidir desde entonces 
							
							
							—debía 
							de tener 10, 11 años—, 
							pero era
							bastante anticipado decidir uno lo que debía 
							hacer. A todo esto
							me ayudaron una serie de hechos, una serie de 
							experiencias
							que tuve desde muy temprano, desde los cinco años 
							aproximadamente.
							Esas vivencias me enseñaron 
							y me determinaron
							a decidir y a resolver problemas por mí 
							mismo. 
							
							
							Estaba en segundo grado cuando tomo la primera 
							decisión.
							Pudiera decirse que yo decido por primera vez de 
							forma
							precoz. Tenía 
							nueve años; 
							decido irme de la casa donde estaba
							en Santiago de Cuba. Estoy allí, 
							elaboro un plan, una idea, llego
							a una conclusión 
							y tomo una decisión, 
							en virtud de la cual
							me llevan interno en el segundo grado para el 
							Colegio La Salle.
							Así 
							que adopto la primera decisión 
							sobre mi destino en segundo
							grado, debo de haber tenido nueve años 
							porque a mí 
							en
							aquella casa 
							
							
							—no 
							recuerdo cuándo 
							aprendí 
							a leer y a escribir,
							por lo temprano que me enviaron a la escuela, y me 
							parecía
							que siempre supe hacerlo— 
							me hicieron perder dos años. 
							A
							mí 
							me atrasaron por gusto, injustamente, por interés 
							económico.
							Y, además, 
							pasé 
							el Rubicón 
							allí 
							en Santiago, primero en
							una casa, después 
							en otra, es una larga historia. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Comandante, 
							cuando visité 
							Santiago caminé 
							
							
							desde La Alameda, por toda la calle Santa Rita hacia 
							arriba,
							en busca del Tivolí, 
							donde usted vivió 
							con la familia Feliú 
							las
							penurias, allí, 
							donde por primera vez tomó 
							una decisión 
							en
							su vida. Pienso que fue en enero de 1936, después 
							de las vacaciones
							de Navidad a finales de 1935. Usted cursaba el 
							segundo
							grado externo en La Salle, y decide rebelarse de una 
							vez y
							por todas para que lo envíen 
							interno, pues en ello consistía 
							la
							constante amenaza que le hacían. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Después 
							de tomar mi primera decisión 
							sobre la
							escuela en segundo grado, así 
							que fue prematuramente; la segunda,
							la tomo en quinto; la tercera, en sexto grado. Asumo
							tres decisiones importantes, pero ya desde quinto 
							grado, estoy
							decidiendo por mí 
							mismo  
							
							
							—pudiéramos 
							decir al entrar en
							sexto grado—. 
							Todo lo que se refleja en mis estudios lo decidí 
							
							
							yo también, 
							y creo que en mi casa se acostumbraron a eso. 
							
							
							En ocasiones tuve también 
							que discutir duro y plantear el
							problema en mi propia casa. Hubo momentos en que me 
							iban
							a sacar de la escuela, me iban a dejar en Birán; 
							en un instante
							iban a suspender el viaje de regreso a Santiago, me 
							iban a suspender
							los estudios por un problema en el que yo tenía 
							toda
							la razón, 
							pero mis padres no estaban bien informados al 
							respecto,
							impresionados por la información 
							dada en el Colegio La
							Salle, de donde nosotros, al fin, nos fuimos cuando 
							yo cursaba
							el quinto grado. 
							
							
							Así 
							que ocurren tales situaciones, y se explica mejor 
							por
							qué 
							voy tomando mis propias decisiones, y por qué 
							ellos se
							adaptan a respetar mi proceder, al fin y al cabo mis 
							decisiones
							no fueron malas, fueron correctas. A medida que 
							transcurría
							el tiempo, fui adquiriendo un ascendiente, una 
							admiración
							especial, por ser el 
							
							
							único 
							del grupo que progresaba en los estudios.
							Para ellos era el mérito 
							más 
							grande que podían 
							recibir
							de mí: 
							ser aplicado, ser estudioso, vencer las pruebas, los
							exámenes. 
							
							
							Era el tipo de relaciones que existía 
							en mi casa. Era lo que
							explicaba de mi padre y mi madre, no nos criticaban 
							las ideas,
							pero no es que tuvieran una especial posición 
							política. 
							Posiblemente
							si todo marchaba, a ellos les fuera indiferente que 
							hubiera
							un gobierno del tipo de Grau, del tipo de Prío, 
							del tipo de
							Batista, con tal de que no se metieran con ellos y 
							todo siguiera
							su curso normal, y siempre que la sagrada propiedad 
							privada
							fuera respetada. Era, en definitiva, lo más 
							importante. Se
							molestaban más 
							cuando había 
							más 
							robo en el gobierno, más
							pillaje, todo lo cual los disgustaba, pero 
							existieron siempre en
							esta República. 
							Por tal razón 
							ellos no tenían 
							especial comprometimiento
							en política, 
							ya se habían 
							adaptado a aquella des
							gracia, dentro de un sistema capitalista de 
							propiedad privada
							y de libre empresa, que lo mismo funcionaba con 
							Grau, con
							Prío 
							que con Batista. 
							
							
							Los otros hermanos: Angelita, la mayor, observaba, 
							pero
							no estaba implicada. 
							
							
							En la lucha contra Batista, y después 
							en el Moncada, combatimos
							Raúl 
							y yo, luego estuvimos presos; ya ahí 
							se fueron
							incorporando más 
							familiares. Por ejemplo con Lidia, nuestra
							hermana mayor, hija del primer matrimonio de mi 
							padre,
							siempre tuvimos muy buenas relaciones, porque se 
							preocupaba
							por nosotros, aunque 
							
							
							éramos 
							medio hermanos, como se
							decía 
							entonces. Cuando ya nosotros estudiábamos 
							en los colegios
							La Salle y Dolores, ella vivía 
							en Santiago y nos invitaba
							con cierta frecuencia a la casa donde residía 
							con su esposo, un
							profesional universitario. 
							
							
							Ellos nunca vivieron con nosotros, iban de visita 
							muy raras
							veces a Birán, 
							no existían 
							las mismas relaciones entre los
							hermanos del primero y el segundo matrimonio. Nos 
							conocíamos
							y había 
							siempre un poquito de sutil rivalidad, no entre
							nosotros, pero sí 
							entre familias. Era el rezago de todas aquellas
							situaciones de los hermanos del primer matrimonio y 
							los
							hermanos del segundo, siempre; pero los hermanos 
							mayores
							eran amistosos con nosotros, tanto la hembra como el 
							varón,
							sobre todo ella. 
							
							
							Al hermano mayor, Pedro Emilio, yo le tenía 
							mucha admi
							ración, 
							porque era un intelectual, sabía 
							idiomas: inglés, 
							francés,
							italiano, como cinco idiomas; era poeta, y siempre 
							fue
							muy afectuoso, me trató 
							con un especial cariño; 
							era de los que
							conversaba mucho conmigo, me hacía 
							cuentos y promesas de
							que me iba a regalar esto o lo otro. Estuvo en política. 
							Me traía
							sus libros de versos, algunos todavía 
							los sé 
							de memoria: 
							
							  
							
							
							
							Italiana divina, yo te amo 
							
							
							
							por el amor de tu alma placentera, 
							
							
							
							haz que nazca en mí 
							la primavera 
							
							
							
							haciéndome 
							tu amo. 
							
							
							Había 
							otros poemas que eran picarescos, que decían, 
							por
							ejemplo: 
							
							  
							
							
							
							Está 
							casto, está 
							casto, está 
							casto: 
							
							
							
							así 
							suena tu blanco zapato, 
							
							
							
							cuando vas por la vía, 
							
							
							
							campeona de la Biología. 
							
							
							Era político 
							demócrata, 
							antibatistiano, pero tenía 
							muy
							mala fama en mi casa: que si Pedro Emilio hace esto, 
							que si
							gasta dinero, que si empeña 
							las cosas, que si tiene unos amigos,
							malas compañías
							
							
							
							
							—eran 
							algunos intelectuales amigos de 
							
							
							él 
							a quienes les echaban la culpa—. 
							Pedro Emilio era medio
							regado, según 
							la opinión 
							que nos daban. 
							
							
							En mi casa no apreciaban las cualidades 
							intelectuales ni de 
							poeta de Pedro Emilio; todavía 
							no puedo decir si eran buenas
							o malas, pero a mí 
							me gustaban sus poesías, 
							me las aprendía.
							
							
							Él 
							no vivía 
							con nosotros, sino en Santiago, con la madre. Era
							el menor del primer matrimonio de mi papá, 
							creo que me
							llevaba, por lo menos, 10 años. 
							Cuando yo tenía 
							13 años, 
							ya  
							
							
							él
							era aspirante a representante a la Cámara 
							de Diputados, por
							el partido de oposición. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Sí, 
							en efecto, Pedro Emilio nació 
							el 8 de julio
							de 1914. Es decir, contaba 12 años 
							más 
							que usted, y tenía 
							26
							años 
							cuando la Constituyente de 1940. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—En 
							mi casa decían 
							que era un muchacho indisciplinado,
							que había 
							gastado algún 
							dinero, que no tenía 
							buenas
							compañías, 
							que si era loco; porque en aquel ambiente, ser
							poeta era ser medio trastornado. Pero era culto, 
							estudioso,
							leía 
							mucho, tenía 
							mucha preparación, 
							sabía 
							varios idiomas;
							creo que estudió 
							los idiomas por el gusto hacia la poesía 
							italiana,
							ya 
							
							él 
							me hablaba de  
							
							
							«El 
							Infierno» 
							de Dante, y sus versos
							abordaban esos temas. Tendría 
							que volver a leerlos  
							
							
							—no 
							soy
							buen crítico 
							de arte—, 
							y discutir con algún 
							especialista cuál 
							es
							su valor. 
							
							
							Pedro Emilio gozaba de prestigio intelectual en el 
							ambiente
							de Santiago de Cuba; pero como no había 
							estudiado más
							
							
							—se 
							hizo un autodidacta muy culto, pero no estudió 
							el bachillerato,
							que yo sepa, no estudió 
							en la Universidad— 
							quedaba
							descartado. Intelectual, políglota 
							y poeta, mas ninguno de
							esos méritos 
							tenía 
							valor en mi casa; pero  
							
							
							él 
							siempre fue excelente
							conmigo.  
							
							
							Lidia, casada con un médico, 
							el doctor Narciso Montero,
							de una familia profesional 
							
							
							—tenían 
							un laboratorio farmacéutico—,
							nos invitaba a su casa de Santiago de Cuba; no era 
							muy
							lujosa, era una casa cómoda, 
							bien amueblada. Los domingos
							nos invitaba, cuando ya estábamos 
							en el Colegio Dolores, y nos
							preparaba una buena comida, con un buen postre. 
							Recuerdo
							uno: charlota rusa, se hace con frutas, huevos y 
							gelatina. 
							
							،Qué 
							
							
							maravillosa golosina! A nosotros nos gustaba mucho. 
							
							
							Lidia siempre tuvo preocupación 
							por nosotros. Me parece
							que los dos hermanos mayores del otro matrimonio, de 
							aquella
							familia con la cual existían 
							ciertas rivalidades, siempre, como
							dije, fueron cariñosos 
							conmigo; y ella fue algo más, 
							porque
							Lidia más 
							tarde fue una compañera 
							en la lucha revolucionaria,
							podría 
							decir que la primera simpatizante política 
							fue Lidia. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Comandante, 
							siempre he lamentado no haber
							podido conversar con ellos y, en especial, con 
							Lidia. Ambos
							murieron en el mismo año 
							1994. Comencé 
							mis indagaciones
							en 1996, es decir, dos años 
							después, 
							cuando ya no estaban. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Cuando 
							vivían 
							nos encontramos en varias ocasiones.
							A Lidia la veía 
							con mayor frecuencia. Ella fue la primera
							gran simpatizante, si hablamos de los nueve 
							hermanos: los
							Castro Argote y los Castro Ruz, y Raúl, 
							el primero del segundo
							grupo. Después, 
							con el curso de los años, 
							nos distanciamos un
							poco de Pedro Emilio, no hubo esa relación 
							política. 
							Más 
							tarde
							surgieron algunos conflictos, algunas desavenencias 
							de Pedro
							Emilio con la familia, lo que influyó 
							en las relaciones con  
							
							
							él; 
							en
							cierto momento adoptó 
							una actitud hostil, y eso influyó 
							en las
							relaciones en lo adelante; no desavenencias con la 
							Revolución,
							sino con la familia. Eso fue tiempo atrás, 
							ya después 
							de que  
							
							
							él
							aspirara a representante en 1940; entonces tuvo 
							algunos problemas,
							necesidades económicas, 
							y presionó 
							a la familia para
							resolverlas; surgió 
							alguna hostilidad y se produjo cierto 
							distanciamiento
							con Lidia y conmigo. 
							
							
							Cuando me gradúo 
							de bachiller, Lidia se había 
							quedado
							viuda. Al esposo de Lidia, el doctor Montero, le 
							diagnosticaron
							el mal de Hodgkin, y ella tuvo que ocuparse de la 
							enfermedad,
							que duró 
							no sé 
							si un año 
							y medio o dos años, 
							y fue
							muy sufrida, aquí 
							en La Habana. Lidia estuvo a su lado, soportó 
							
							
							todo aquello. Heredó 
							algunos recursos muy modestos, una
							pensión, 
							alguna propiedad familiar. Así 
							que cuando me gradué 
							
							
							de bachiller, Lidia se mudó 
							para La Habana y alquiló 
							una
							casa para que yo viviera con ella; entonces, varios 
							de nosotros
							nos fuimos con ella un tiempo. 
							
							
							Siempre preocupada por nosotros, fue la primera que 
							me
							apoyó 
							mucho. Era la mayor, porque Raúl 
							era más 
							pequeño,
							entonces ya 
							
							
							éramos 
							tres con las mismas ideas. No era muy
							ideológica, 
							pero estaba de acuerdo con la lucha, con mucha
							admiración, 
							con mucha simpatía, 
							con mucho orgullo. Después,
							en la lucha contra Batista, en lo del Moncada, y 
							después
							del Moncada, cuando estábamos 
							presos, en México 
							y en la
							Sierra Maestra, nos dio un gran apoyo. En el período 
							del ataque
							al Moncada, ya Ramón 
							se había 
							sumado, y Juanita lo hace
							posteriormente, se puede decir que todos, de una 
							forma o de
							otra, participaron. Así 
							que, en realidad, nosotros avanzamos
							bastante. 
							
							
							Con Enmita nunca hubo problemas, se mantenían
							excelentes relaciones. Enmita estaba bien preparada, 
							estudió 
							
							
							piano, adquirió 
							una cultura. Agustinita también, 
							la más
							chiquita, fue aplicada durante un período 
							que permaneció 
							en
							Europa por motivo de nuestra lucha. Juanita más 
							bien se dedicó 
							
							
							a algunas actividades comerciales, no estudió. 
							Enmita sí, 
							y
							también 
							Agustinita. 
							
							
							Al final, después 
							del Moncada, no pude ver a mi padre por
							la situación 
							que había, 
							le escribía 
							y todo, pero no pude verlo.
							Desde que salí 
							de la prisión 
							permanecí 
							breve tiempo en La Habana,
							no era fácil 
							trasladarme a Birán; 
							aparte de lo difícil 
							que
							podía 
							tornarse la situación, 
							no era ni siquiera prudente ir a
							visitarlo y comprometerlo. Me fui directo a México. 
							
							
							Nunca tuve mucha información 
							sobre lo que pensaba mi
							padre en tal período. 
							Quizás 
							Ramón 
							conoció 
							mucho más; 
							pocas
							veces me detuve a conversar con 
							
							
							él 
							y preguntarle todo eso,
							a veces creemos que habrá 
							tiempo, y ahora ya no tiene buena
							memoria. Pero estoy seguro de que, en el fondo, mi 
							padre estaba
							con nosotros, no tengo la más 
							absoluta duda, lo conocía
							muy bien. Creo que estaba preocupado, intranquilo; 
							pensaría
							que las dificultades eran muy grandes, que los obstáculos 
							eran
							muy grandes, que posiblemente moriríamos, 
							pero estoy convencido
							de que estaba de acuerdo con nuestra lucha. 
							
							
							Para nosotros, ya aquella era una lucha por una 
							revolución
							profunda, pero todavía 
							en todo aquel período 
							no estaba
							planteada una revolución 
							socialista. Ya se había 
							publicado mi
							discurso de autodefensa en el Moncada. Cualquiera 
							que lea en
							serio dicho material, y lo lea bien, ve que hay un 
							programa,
							que ahí 
							están 
							todos los gérmenes 
							de una revolución 
							mucho
							más 
							progresista, de una revolución 
							socialista: hablo de utilizar
							los recursos en el desarrollo del país, 
							de la ley urbana, de
							la propiedad de la vivienda, la reforma agraria, de 
							las cooperativas;
							ya digo el máximo 
							que se puede decir en tal período,
							el programa más 
							ambicioso que se podía 
							proclamar y que fue
							la base de todo lo que hizo la Revolución. 
							Ya era el programa
							de un marxista-leninista, de alguien que comprendía 
							bien la
							lucha de clases, que cuando habla de pueblo se 
							refiere a los
							sectores humildes, los campesinos, los obreros, los 
							desempleados;
							hay una concepción 
							clasista planteada en  
							
							La historia
							me absolverá, 
							un programa que era el primer paso hacia el
							socialismo. 
							
							
							Quien lo vio, admiraba que nosotros luchábamos 
							contra
							Batista, la valentía 
							de aquella gente, pero decía:
							
							
							
							
							«No, 
							no es
							revolucionario». 
							Estaban acostumbrados a que todos los líderes
							políticos 
							en su juventud fueran radicales, y en su edad
							adulta, madura, fueran moderados, al final 
							conservadores
							y, por 
							
							último, 
							grandes reaccionarios. Entonces, ellos creían
							que estaban en presencia de lo mismo, y no prestaron 
							mucha
							atención 
							a los problemas que planteaba. Pensaban que el 
							sistema
							era muy sólido 
							y ahí 
							estaba Estados Unidos, cómplice 
							de
							todo, para perpetuarlo. Aquí 
							no podía 
							tener lugar una revolución
							social, pero: 
							
							
							«Esos 
							muchachos son muy valientes y están
							contra Batista, después 
							nos encargamos de corromperlos; no
							hay que hacer mucho caso de esos planteamientos 
							radicales,
							es el radicalismo de la juventud […]. 
							Veintiséis 
							años, 
							unos muchachos
							muy radicales». 
							Nunca había 
							existido un programa
							tan radical como 
							
							La historia me absolverá,
							
							
							
							o casi tan radical,
							si se exceptuaba el del Partido Socialista. 
							
							
							Y triunfa la Revolución, 
							y no voy a decir que mi madre era
							socialista ni que mi madre era comunista; tenía 
							sentido de la
							propiedad, trabajaba en la tienda y en las otras 
							dependencias. 
							
							
							Ahora, sí 
							recuerdo que casi al final de la guerra hice una
							visita a mi casa. Entre dos grandes combates, en un 
							yip, con
							una pequeña 
							escolta, recorro desde Palma Soriano hasta Birán
							para hacer una visita; fue como el día 
							24 o 25, creo que era Nochebuena.
							Claro, viajo de noche 
							
							
							—teníamos 
							que viajar de noche,
							porque de día 
							los aviones eran dueños 
							del territorio—, 
							y
							llego allí 
							casi al amanecer, iba contentísimo. 
							La guerra andando
							detrás, 
							por la Carretera Central, y cerca, en Birán, 
							se sentía
							el estruendo del combate que se estaba librando en 
							Cueto, a
							unos 12 kilómetros 
							en línea 
							recta. Cuando pasé 
							por Marcané 
							
							
							también 
							sentí 
							el ruido de los combates, se estaba luchando en
							muchos lugares. Era una tropa del Segundo Frente, de 
							Raúl,
							por el Norte, tenían 
							cercado Cueto y estaban combatiendo. 
							
							
							Entonces una de las cosas que hago después 
							del encuentro
							familiar es ir al naranjal, 12 o 14 hectáreas 
							de naranjos
							que había 
							allá. 
							Claro, allí 
							se reunió 
							un grupo de vecinos, no
							muchos, 15 o 20, los que estaban en aquel momento, 
							aunque
							era peligroso, vinieron a saludarme. Figúrate, 
							ya llevábamos
							casi 25 meses de guerra en las montañas, 
							ya habíamos 
							ejercido
							funciones estatales, habíamos 
							hecho Reforma Agraria, leyes de
							toda clase, habíamos 
							confiscado grandes rebaños 
							de ganado y
							establecido impuestos a los centrales azucareros del 
							país. 
							Entonces
							voy a aquel naranjal que recorrí 
							tantos cientos de veces
							cuando de niño 
							iba a comer naranjas. Después 
							de 25 meses de
							guerra, casi al triunfo de la Revolución, 
							le digo a la gente:  
							
							
							«Pasen,
							coman naranjas»; 
							ya casi había 
							perdido el sentido de la
							forma. Mi madre, que recibió 
							a todos muy contenta, protesta
							y me dice que es incorrecto, que no debo hacer eso, 
							que no
							está 
							de acuerdo, y me explica su argumento, y concluyo 
							que
							tenía 
							toda la razón. 
							Creí 
							primero que protestaba porque yo estuviera
							repartiendo las naranjas, pero ella no lo hacía 
							por eso,
							sino por el desorden al entrar allí 
							15 o 20 personas, y empezar
							a arrancar las naranjas. Ella estaba de acuerdo con 
							repartirlas,
							pero con orden. Decía 
							que esa era la propiedad, recibí 
							una re
							primenda por andar creando desorden. 
							
							
							Mi madre tenía 
							un carácter 
							fuerte, sentido de la propiedad;
							pero, al mismo tiempo, estaba de acuerdo conmigo. Es
							decir, ella no estaba contra la Revolución. 
							Después, 
							la Revolución
							empieza a radicalizarse. Sin duda, hubo mucha gente
							que trató 
							de influir, pero ella no se dejó 
							influir. Cuando nosotros
							hicimos la primera Ley de Reforma Agraria, la finca 
							de
							ella era de 60 caballerías, 
							más 
							las 800 que tenía 
							arrendadas.
							De las 11 700 hectáreas, 
							a mi madre le quedaron apenas unas
							400 hectáreas, 
							tal como establecía 
							la primera Ley de Reforma
							Agraria, y aceptó, 
							ni protestó 
							ni se quejó. 
							
							
							Ella, entre su concepción 
							de propietaria, sus intereses
							económicos 
							y su condición 
							de madre, optó 
							por su condición
							de madre y subordinó, 
							al fin y al cabo, sus intereses, sus ideas,
							a las ideas y a la política 
							de los hijos. Nunca la oí 
							discutir, si
							veía 
							algo mal, argumentaba:  
							
							
							«Hay 
							algo que está 
							mal hecho:
							aquella granja está 
							mal administrada…». 
							
							
							En aquel período, 
							Ramón 
							se había 
							sumado a la lucha contra
							Batista, pero después 
							del triunfo se dedicó 
							a la agricultura. 
							
							
							A medida que la Revolución 
							se radicalizó, 
							mi madre siguió 
							
							
							con la Revolución 
							y Ramón 
							también 
							siguió 
							con la Revolución, 
							a
							pesar de que la clase de los terratenientes y toda 
							aquella gente
							trataron de ejercer influencia sobre ellos. La 
							prensa de derecha,
							reaccionaria, los entrevistó 
							para ver si hacían 
							una declaración,
							y utilizarla fuera de contexto. Ni mi madre ni Ramón
							nunca dijeron una palabra. Mi madre, muy firme, 
							siguió 
							con
							la Revolución, 
							y Ramón 
							también. 
							
							
							Nosotros teníamos 
							familiares pobres, los hijos de los tíos
							que eran carreteros: Enrique, Alejandro y, además, 
							los parientes
							hijos de la tía 
							que murió; 
							los pobres de la familia, encantados
							porque hicimos la Revolución. 
							Al fin y al cabo, nosotros
							habíamos 
							llevado, de una forma o de otra, la Revolución 
							a la
							familia, a pesar de nuestra procedencia de 
							terratenientes y
							burgueses. Si se analizan estos orígenes, 
							la historia de todo,
							podría 
							considerarse que tuvimos un  
							
							
							éxito 
							total, porque habíamos
							llevado a prácticamente 
							toda la familia por el camino
							de la Revolución. 
							
							
							La  
							
							
							única 
							que no se adaptó 
							a la idea de la Revolución 
							fue Juanita,
							una sola. Se ve como cosa natural, porque su 
							mentalidad
							era capitalista, una ideología 
							capitalista. Desde joven, tenía 
							en
							Birán 
							un teatro, un cine, algunas propiedades, 
							administradas
							por ella; tenía 
							sus ingresos y adquirió 
							una ideología 
							capitalista.
							En definitiva, para mí 
							existía 
							una explicación 
							absolutamente
							lógica, 
							ya que había 
							una diferencia de ideas, más 
							un carácter
							fuerte. Ella reaccionó 
							marchándose 
							del país, 
							se convirtió 
							
							
							en una activa militante contra la Revolución; 
							pero eso no me
							preocupa, siempre tuve mucha sangre fría 
							para analizar estos
							problemas dentro de una concepción 
							revolucionaria y marxista.
							Si hubiera tenido otra concepción, 
							otra filosofía, 
							quizás
							me habría 
							parecido absurdo, una acción 
							mala, pero ella actuó 
							
							
							en consecuencia con sus ideas, y reaccionó 
							como otras muchas
							personas con ideas capitalistas, no querían 
							saber nada de
							socialismo, de comunismo o de marxismo. Siempre lo 
							vi así,
							con mucha naturalidad, como una cosa muy lógica, 
							casi natural.
							No tengo la más 
							mínima 
							duda, ni siquiera pudiera decir que
							tengo el más 
							mínimo 
							rencor hacia Juanita a pesar de todo. 
							
							
							Me parece incorrecto que hicieran campaña, 
							sobre todo,
							me parece incorrecto que el imperialismo use esos métodos 
							de
							manipular y utilizar a familiares para hacer campañas 
							de esa
							naturaleza. Ella es ciudadana norteamericana, y la 
							han utilizado
							en más 
							de una ocasión 
							en tal tipo de acciones hostiles, la 
							
							
							última 
							vez recientemente, por los días 
							del año 
							pasado [2009]
							en que la casi totalidad de las naciones del mundo 
							condenaron
							el cruel e injusto bloqueo de Estados Unidos contra 
							todo un
							pueblo, contra nuestra patria. 
							
							
							Yo creo que eso deshonra al imperialismo, son métodos
							sucios que no hemos usado jamás. 
							Es como si, para combatir a
							Reagan, a Bush padre o a Bush hijo, hubiéramos 
							utilizado a una
							prima de cualquiera de ellos que esté 
							con la Revolución; 
							es ridículo,
							no son recursos políticos, 
							son recursos demagógicos 
							y
							sucios, utilizados por el imperialismo. No me extraña,
							
							
							
							،cómo
							me va a extrañar!,
							
							
							
							¿por 
							qué 
							me va a extrañar 
							que el imperialismo
							lo haga?, es lo más 
							lógico 
							del mundo. Pero nosotros nunca
							hemos actuado así. 
							La Revolución 
							nunca actuaría 
							de modo
							tan poco honorable, lo ha demostrado a través 
							de su historia.
							Cuando usted tiene ideas o valores que destruyan los 
							mitos,
							eso no constituye un problema. Son mecanismos de 
							tipo psicológico,
							de guerra psicológica, 
							y corresponden a la esencia
							del imperialismo. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—En 
							la Oficina de Asuntos Históricos 
							del
							Consejo de Estado se conserva aún 
							el registro escolar de la escuelita
							de Birán, 
							tiene tapas duras de color anaranjado y hojas
							amarillentas por el paso del tiempo. Todo lo anotado 
							en aquel
							libro, durante los años 
							30 del siglo xx, resulta muy interesante.
							Aparecen disímiles 
							datos: alumnos, asistencia, calificaciones
							y hasta cuándo 
							se suspendían 
							las clases por epidemias de tifus
							o paludismo. Pienso que al salir de aquella primera 
							escuelita,
							usted vivió 
							experiencias que lo determinaron muy precozmente
							a tomar sus propias decisiones, pero 
							
							¿cómo 
							ocurrió 
							
							
							todo según 
							sus recuerdos?  
							
							¿Qué 
							lo llevó 
							a esas encrucijadas
							de la vida a tan corta edad?¿Usted 
							sabe con certeza por qué 
							lo
							enviaron a Santiago? 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Era 
							una  
							
							
							época 
							difícil, 
							la  
							
							
							época 
							que hoy le llaman
							del machadato, de la gran crisis de los años 
							30, cuando el precio
							del azúcar 
							bajó 
							de forma estrepitosa. 
							
							
							Eufrasita, la tercera maestra de quien hablé, 
							era miembro
							de una familia de tres hermanas huérfanas 
							de madre, que
							vivían 
							con su padre en Santiago de Cuba. Las tres hermanas
							habían 
							estudiado: una era médica, 
							era como la estrella de la
							familia; la otra profesora de piano, y la tercera, 
							maestra.  
							
							
							Eran mestizas, alguna relación 
							histórica 
							tenían 
							con Haití.
							Eso no tiene nada de extraño, 
							porque cuando la Revolución 
							de
							Haití 
							muchas familias haitianas vinieron hacia Cuba, a la 
							zona
							de Oriente, algunas llegaron con esclavos. Era la
							
							
							época 
							de la
							esclavitud, desapareció 
							en Haití, 
							pero continuó 
							en Cuba. Y
							esos inmigrantes de origen francés 
							que vinieron de Haití 
							desarrollaron
							una sólida 
							agricultura de café 
							y cacao en Cuba, y
							tuvieron mucho que ver con el gran auge que en el 
							siglo xix
							alcanzó 
							la producción 
							cafetalera. Eran agricultores muy eficientes,
							notablemente eficientes para aquella 
							
							
							época, 
							que sabían
							usar la humedad y la fertilización 
							a base de cal. Desarrollaron
							una importante riqueza y, a la vez, adquirieron 
							nuevas dotaciones
							de esclavos. Por eso, en Santiago de Cuba y Guantánamo
							hay un gran número 
							de nombres de origen francés 
							entre
							la población 
							cubana; es decir, los descendientes de los esclavos
							tienen los nombres de los antiguos amos franceses. 
							
							
							Algún 
							tipo de relación 
							tenía 
							dicha familia con la cultura
							francesa y con Haití. 
							Yo sé 
							que las tres hermanas estudiaron,
							incluso, fuera del país. 
							No tengo información 
							de la madre, tal
							vez se pudiera investigar; no tengo información 
							del padre; lo
							conocí 
							de muchacho, pero no tuve mucha relación 
							con  
							
							
							él. 
							Hablaban
							un francés 
							perfecto, no sé 
							si lo estudiaron en Haití 
							o,
							incluso, si lo estudiaron en Francia. 
							
							
							Cuando Eufrasita va de maestra para Birán, 
							era una  
							
							
							época
							de gran crisis económica. 
							Cuando surge la idea de llevarnos
							a Santiago, la hermana médica 
							había 
							muerto, y la hermana
							pianista, que después 
							fue mi madrina, quedó 
							sin empleo; la
							maestra era la 
							
							
							única 
							empleada, y su ingreso también
							
							
							
							
							único
							para su familia, y en aquella 
							
							
							época, 
							muchas veces, el gobierno
							no les pagaba siquiera a los maestros. 
							
							
							Vivían 
							en Santiago de Cuba, en una casita de madera, muy
							modesta. Todavía 
							está 
							allí. 
							
							
							¿Por 
							qué 
							voy a parar a Santiago de Cuba a casa de la maestra?
							Porque ella, naturalmente, vivía 
							una situación 
							económica
							apurada. En mi casa, mi padre y mi madre se 
							dedicaban al trabajo,
							y la escuela era mi círculo 
							infantil. Angelita ya era mayorcita,
							no sé 
							si estaba en quinto o en sexto grado, y la maestra
							convence a mis padres de que Angelita debía 
							ir a Santiago a
							estudiar tal grado para después 
							seguir los estudios en una escuela
							mejor, porque ya no existían 
							perspectivas en Birán. 
							Y a
							mí, 
							que debo de haber tenido seis años, 
							que llevaba sentado en
							la primera fila desde hacía 
							por lo menos dos años
							
							
							
							
							—después
							me deben haber pasado para la segunda porque ya 
							escribía 
							y
							sacaba cuentas—, 
							deciden mandarme también 
							con Angelita.
							La maestra, indiscutiblemente, hizo una campaña; 
							como yo
							había 
							aprendido a leer y a escribir, dijo que yo era 
							brillante,
							que era buen estudiante, muy inteligente y que, por 
							lo tanto,
							también 
							había 
							que mandarme a Santiago de Cuba, para recibir
							una mejor educación. 
							Ella convenció 
							de alguna forma a mi
							madre y a mi padre de que era bueno que me fuera con 
							Ange
							lita. No se llevan a Ramón,
							
							
							
							
							él 
							no va. 
							
							
							Angelita y yo somos remitidos a Santiago de Cuba. Así 
							empieza
							la historia. 
							
							
							Parece que conveniaron con mi familia el envío 
							de 40 pesos,
							lo equivalente a 40 dólares, 
							por cada uno de nosotros; o sea, la
							maestra aseguraba un ingreso de 80 dólares 
							con nosotros dos
							en la casa. Para la 
							
							
							época 
							aquel era un ingreso muy grande, 40
							dólares 
							tenían 
							entonces el poder adquisitivo que hoy tienen
							aproximadamente más 
							de 1000 dólares 
							en Estados Unidos; era
							un enorme poder adquisitivo, una res valía 
							dos dólares, 
							tres
							dólares. 
							Fue un recurso que buscó 
							la maestra para mejorar su
							situación 
							económica. 
							Hasta ese punto no la critico, aunque no
							puedo estar de acuerdo con que me hayan utilizado 
							como instrumento.
							Los primeros en viajar fuimos Angelita y yo. A Ramón
							lo convencí 
							después 
							para que se quedara en Santiago, en
							una visita que nos hizo con mi madre. Soy el 
							culpable de que
							Ramón 
							haya pasado también 
							aquel calvario. 
							
							
							Yo nunca me había 
							separado de mi familia, y mandarme
							de Birán 
							para Santiago de Cuba era casi casi como mandar a un
							muchacho de seis años 
							para Estados Unidos, porque los de mi
							casa muy rara vez iban a Santiago. 
							
							
							Santiago de Cuba me pareció 
							una ciudad enorme; recuerdo
							la estación 
							de ferrocarril, construida en parte de madera; la
							ciudad, la bulla, todo. 
							
							
							Fuimos directamente para la casa de una prima.
							
							
							
							،Ah!, 
							no 
							
							 estoy seguro de que ya tuvieran alquilada la casa 
							aquella adonde
							fuimos a parar. En la calle Santa Rita, cerca del 
							malecón, 
							en
							una casa muy modesta, vivía 
							la prima gorda, que le llamaban
							Cosita, y allí 
							dormí 
							por primera vez en Santiago de Cuba. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Ella 
							se llamaba Osoria Ruiz y vivía 
							en el Nº
							51 de la calle de Santa Rita baja, muy cerca de La 
							Alameda. Estuve allí 
							y me impresionó 
							la exactitud con la que usted recuerda la cercanía 
							al embarcadero. Llegué 
							y era como si conociera el lugar desde antes, y es que en verdad ya lo había 
							recorrido a través 
							de sus palabras memoriosas… 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—A 
							los pocos días, 
							vamos a vivir en la casa chiquitica de madera, ubicada en un alto, cerca de donde se 
							encontraba el instituto en Santiago, y allí 
							nos reunimos el padre de la maestra, la hermana de la maestra, Angelita, 
							Esmérida, una campesinita que llevaron de criadita y yo: cinco 
							cuando menos. La maestra estaba unas veces, y otras no; según 
							fuera el período 
							de clases, ella regresaba a trabajar en la escuela 
							de Birán. 
							
							
							Entonces, de la casa de la prima gorda, mandaban una cantinita chiquitica donde podía 
							caber la alimentación 
							de una o dos personas. Aquella cantinita, que llegaba por el 
							mediodía, era para comer los cinco por el mediodía 
							y por la noche. 
							
							
							Yo no sabía 
							lo que era el hambre, pudiera decir que no sabía lo que era el apetito, porque estaba todo el día 
							en la tienda, en la casa o en el campo comiendo dulces, caramelos, 
							frutabombas, mangos y toda clase de chucherías. 
							Cuando nos sentábamos 
							a la hora del almuerzo, había 
							que presionarnos, casi obligarnos a comer; eso era en la casa. Pero cuando llego a 
							Santiago descubro el apetito, no el hambre porque yo no sabía 
							lo que era el hambre, no estaba consciente de que estaba pasando 
							hambre, sino de que sentía 
							un apetito enorme, la comida me parecía una maravilla, fabulosa. Todos los días 
							esperaba que llegara la cantina aquella, a la hora del almuerzo, y al final, 
							por la noche, repartían 
							el buchito de lo que quedaba en un platico. Era una cucharadita de arroz, un poco de boniato…
							
							
							
							،Hasta 
							el  
							
							
							último granito me lo comía!,
							
							
							
							،lo 
							pinchaba con una punta del tenedor! Y lo digo sin exagerar en lo más 
							mínimo. 
							La comida se había vuelto de repente para mí 
							algo maravilloso, exquisito, pensaba todo el tiempo en eso. Parecía 
							una cosa infinita, que yo no pudiera nunca satisfacer aquella ansiedad… 
							Estaba esperando por la tarde que llegara otro granito de arroz. 
							
							
							Aquello se une a otra cosa: en la casa, cuando llovía, 
							caía entro que afuera. Era un barrio pobre, muy 
							pobre.                          
							
							
							Mis padres enviaban 40 dólares 
							por cada alumno. Daba para comer igual que un rico. Creo que la maestra 
							hizo demasiada economía. 
							Ella empezó 
							a ahorrar dinero. No sé 
							cuánto 
							se dedicaba a la casa y al gas, pero creo que serían 
							10 dólares, 
							14 dólares, 
							20 como máximo. 
							
							
							Claro, lo  
							
							
							único 
							que podemos decir con justicia es que todo el mundo pasaba hambre allí: 
							el padre de la maestra, la herma na, todo el mundo; era un hambre bien repartida 
							entre todos, porque aquella pequeña 
							cantina no podía 
							dar para los cinco. 
							
							
							En aquel momento yo vivía 
							en el barrio de muchachitos pobres, donde un durofrío 
							valía 
							un centavo, un rallado o granizado con sirope de fresa, de cola o de cualquier cosa, 
							costaba un centavo. Figúrese, 
							con el hambre que pasaba, salía 
							por allí 
							y los muchachos que tenían 
							un centavo compraban, pero los muchachos son egoístas, 
							los muchachos, en general, son egoístas. 
							
							
							Además 
							del hambre, la hermana de la maestra me daba una esmerada educación 
							francesa: cómo 
							uno se sienta, cómo 
							uno tiene que comportarse, cómo 
							se debe comer en la mesa, y entre las cosas que no se podían 
							hacer jamás, 
							estaba pedir. Entonces, los muchachos conocían 
							las reglas por las cuales nosotros teníamos que regirnos, y cuando un muchacho estaba comiendo rallado y yo le decía:
							
							
							
							
							«Dame 
							un poquito de rallado», 
							me respondía:
							
							
							
							
							«No», 
							e iban a ver a la hermana de la maestra y le decían:
							
							
							
							
							«Oiga, 
							está 
							pidiendo». 
							Me delataban si violaba las reglas de la casa, porque ellos también 
							pasaban hambre y no querían 
							dar ni un poquito del rallado. 
							
							
							Todavía 
							recuerdo que un día 
							le pedí 
							un centavo a la que fue mi madrina después, 
							y me dijo:  
							
							
							«No, 
							no te puedo dar un centavo, porque ya te he dado 81 centavos». 
							Sería 
							cuando llevaba dos meses allí. 
							La situación 
							era tan crítica 
							que ella no me podía dar un centavo para comprar un durofrío 
							ni yo podía 
							pedirlo. Eso duró 
							unos cuantos meses, puede ser medio año. 
							
							
							El hecho es que un día, 
							no sé 
							por qué, 
							llegó 
							Ramón 
							a Santiago de visita, y llegó 
							rico, porque Ramón 
							tenía 
							una carterita de bolsillo, que se dobla, con un dinero en menudo
							
							
							
							—10 centavos, 20 centavos de plata, centavos de cobre, 
							medios de níquel,
							
							
							
							،me 
							parecía 
							una fortuna!— 
							y tendría 
							alrededor de un peso, y hasta más.
							
							
							
							،Figúrese! 
							Salimos a una tienda, no sé 
							si de unos chinos, y nos compramos unos turrones de 
							coco que valían 
							un centavo. Ramón 
							llevaba capital suficiente para 150 turrones de coco, por lo menos. Cuando veo aquello, 
							le digo a Ramón 
							que se quede, que no se vaya, que se quede allí 
							para garantizar aquella colosal riqueza. Como resultado, a los pocos días, 
							la cantina había 
							que estarla repartiendo con una sexta persona, que era Ramón, 
							los comensales aumentaron a seis. El dinero de Ramón 
							voló, 
							no sé, 
							en poco tiempo desapareció 
							
							todo, y recuerdo que la situación 
							llegó 
							a ser tal, que además 
							de pantalones cortos, sin medias, los zapatos que tenía 
							se rompieron, y pedí 
							una aguja y cosí 
							los zapatos con hilo de coser. Tendría 
							entonces seis o siete años. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Tenía 
							seis años, 
							Comandante, porque lo llevaron para Santiago en mayo o junio de 1933, en agosto de 
							ese año 
							cumplió 
							siete. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Aquel 
							fue el período 
							más 
							crítico.
							
							
							
							¿Cuánto 
							duró? Quizás 
							Angelita supo cuánto 
							duró 
							tal período, 
							porque Angelita me llevaba como cinco años.  
							
							
							La maestra en Birán
							
							
							
							
							—según 
							oía 
							a mis tías, 
							a mi madre y a todo el mundo después, 
							cuando se formó 
							el escándalo 
							por todo esto— 
							comía 
							en mi casa, se servía 
							y escogía 
							las piezas de pollo en el arroz amarillo. Ella estaba espléndidamente 
							en mi casa. Cuando llegó 
							Ramón 
							a Santiago, Eufrasita comenzó 
							a recibir 40 pesos más, 
							120 pesos en total por los tres. Pero en la casita de Santiago de Cuba, para todos nosotros, la 
							cantina seguía siendo la misma. 
							
							
							Fuimos objeto de un negocio y pasamos hambre, pero hambre de verdad. 
							
							
							Es así 
							como te he contado, con un rigor histórico 
							exacto y preciso. Tiene importancia porque creo que influyó 
							después, cuando me vi desde muy temprano enfrentado a 
							problemas y situaciones muy difíciles, 
							como el hambre, que al principio no podía 
							explicarme. Me doy cuenta de que hemos sido víctimas de una gran injusticia, bastante tiempo después, 
							cuando mi madre llegó 
							a Santiago; pero no sé 
							qué 
							tiempo pasó. 
							Tengo presente que en el año 
							1933, en agosto, cae Machado. Con el golpe del 4 de septiembre, sube Grau. Fue 
							
							
							
							él 
							quien promulgó 
							
							las leyes nacionalistas sobre el trabajo. Angelita y 
							yo fuimos al barco 
							
							La Salle,  
							
							en el que expulsaron a los haitianos. Era en el 
							
							
							último 
							trimestre de 1933 o a comienzos de 1934. 
							
							
							Grau estuvo de septiembre a enero, tres meses, y en 
							dicho tiempo dictó 
							la ley de expulsión 
							de los haitianos. Cuando esto ocurrió 
							ya Luis Hibbert, cónsul 
							de Haití, 
							era novio o marido de Belén, 
							y estábamos 
							nosotros con  
							
							
							él 
							presenciando la expulsión de los haitianos, que fue al final de 1933 o 
							principios de 1934. Ya habíamos 
							vivido en la casa de madera muchísimo 
							tiempo. Recuerdo que desde que fui interno en segundo grado, 
							1936 y 1937, no tuve más 
							contacto con dicha familia. Mientras permanecí 
							
							en aquella casa recibí 
							tres obsequios por el Día 
							de Reyes, es decir, tres días 
							de Reyes Magos. De ello sí 
							que me he acordado toda mi vida: las tres cornetas. Ya Luis 
							Hibbert era mi padrino, y si no lo era todavía, 
							ya tenía 
							relaciones con Belén, porque si no, 
							
							¿por 
							qué 
							fui al vapor  
							
							La Salle?
							
							
							
							
							Él 
							nos llevó 
							
							allá 
							al muelle, al vapor  
							
							La Salle, 
							que tenía 
							dos o tres chimeneas, a ver la expulsión 
							de los haitianos, a quienes  
							
							
							él 
							como cónsul 
							debía 
							despedir. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Comandante, 
							el 18 de octubre de 1933, el Gobierno Provisional de los Cien Días 
							dictó 
							el Decreto N.o
							2232, ordenando la repatriación 
							de todos los extranjeros desocupados o que se encontraran ilegalmente en el país. 
							El 20 de diciembre se concede un crédito 
							de 20 000 pesos para cubrir los gastos de los extranjeros menesterosos e 
							indigentes 
							
							
							—así 
							
							decía—, 
							a quienes el gobierno consideraba necesario enviar a sus respectivos países 
							de regreso. Tal decisión 
							se cumplió 
							en vapores como el 
							
							San Luis  
							
							y el  
							
							La Salle,  
							
							que usted recuerda tan nítidamente. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Sé 
							que estuve en aquella casa tres días 
							de Reyes Magos, es de lo que me acuerdo. Hubo un momento en 
							que se produjo un cambio de casa, pasé 
							a una un poquito más 
							cómoda, no me acuerdo qué 
							factores lo determinaron.  
							
							
							Una vez mi padre había 
							ido a Santiago, y recuerdo que mi madrina 
							
							
							—después 
							viene la historia con la que fue mi madrina—, contaba que cuando mi padre estaba bajando por la 
							escalera, lo vi, salí 
							corriendo y decía:
							
							
							
							
							«Ahí 
							está 
							Castro, ahí 
							está 
							
							Castro, ahí 
							está 
							Castro». 
							Nosotros no los llamabámos 
							papá 
							y mamá, 
							todo el mundo les decía 
							Castro, y nosotros le decíamos Castro al padre, y a la madre, Lina. La madrina decía:
							
							
							
							
							«Igualito que 
							
							
							él». 
							
							
							Acabábamos 
							de pasar no sé 
							qué 
							enfermedad, no sé 
							si era la papera, la rubéola, 
							una de las tantas. Según 
							contaban en mi casa, estaba flaco, peludo, pero todo se explicaba 
							porque habíamos estado enfermos, y mi padre no se daba cuenta. 
							
							
							El asunto se descubre cuando va mi madre a Santiago 
							a vernos. Ella llega. Parece que Angelita está 
							más 
							consciente y le cuenta. Mi madre comprende que estábamos 
							pasando hambre. Yo me acuerdo de una cosa fabulosa. Aquel día 
							mi madre nos llevó 
							a la ciudad a la mejor heladería 
							que había 
							en Santiago de Cuba, se llamaba La Nuviola, cerca del parque Céspedes, nos sentó, 
							y nosotros: toma helado y helado. También 
							lleva para la casa un saco de mangos 
							
							
							—tiene 
							que haber sido en la 
							
							
							época 
							de los mangos, en el verano— 
							y entre Angelita, Ramón y yo nos comimos el saco de mangos completo. 
							
							
							Desde luego, aquella fue la peor fase, la del hambre 
							física. Por entonces también 
							viví 
							otra experiencia que me causó 
							una impresión 
							fuerte. Mientras estaba yo en Santiago de Cuba en casa de la maestra, siendo un niño, 
							fue de Birán 
							a Santiago la mujer de Antonio Gómez 
							para visitarlo en la cárcel. 
							Antonio era mecánico 
							y su familia vivía 
							a orillas del río 
							Manacas, cerquitica de la tienda estaba el correo, siguiendo por el 
							Camino Real en Birán. 
							Después 
							de la tienda, a unos 80 metros, había una casita de madera de dos pisos a orillas del 
							arroyo. En los bajos de la casa vivía 
							una familia y en los altos, otra. No sé 
							el origen de dicha edificación. 
							Allí 
							vivía 
							Antonio, el mecánico, que tenía 
							varios hijos. 
							
							
							Era la  
							
							
							época 
							del machadato, y no sé 
							por qué 
							razón, 
							posiblemente, como era una mujer de Birán, 
							al  
							
							
							único 
							lugar que se dirigió 
							fue a la casa de la maestra, y por alguna razón 
							la mujer de Antonio me llevó 
							con ella a visitar a su marido. Fue la primera vez que vi una prisión. 
							El vivac estaba hacia el oeste de Santiago de Cuba, donde termina la avenida de La 
							Alameda; como a tres o cuatro cuadras más 
							estaba el vivac. Antonio permanecía 
							preso por razones políticas, 
							por ser comunista y por algún 
							otro problema o protesta. La mujer se sentía 
							muy triste. La imagen que recuerdo es de tragedia: al 
							padre de familia, al sostén 
							de la familia, de allá 
							de Birán 
							lo mandan preso al vivac de Santiago, y la mujer lo va a visitar. No 
							sé 
							por qué, no recuerdo cuál 
							fue la causa, pero por alguna razón 
							yo también fui incluido en la visita. Lo recuerdo perfectamente 
							bien. Me daba mucha pena, sentía 
							mucha lástima 
							por aquella familia. La mujer lloraba desconsolada, muy triste. Aquello 
							inspiraba mucho respeto, por el concepto que le hacían 
							a uno de que la cárcel 
							era un lugar muy malo, que estar preso constituía 
							una tragedia muy grande. 
							
							
							Recuerdo que vi algunas escenas de los soldados, 
							pasaban frente a la casa, ubicada al lado del instituto, y 
							allí 
							había 
							unos marinos apostados. Posiblemente el instituto estaba 
							ocupado por la fuerza pública. 
							Existía 
							una lucha revolucionaria en aquella 
							
							
							época. 
							Recuerdo la imagen de alguien que pasa  
							
							
							—no sé 
							si le dijo algo a un marino— 
							y le dan un culatazo con un arma. Vi algunas escenas de violencia, porque vivíamos 
							frente al instituto, cuando permanecíamos 
							en la casita chiquita. 
							
							
							De aquella casita no nos mudamos para otra más 
							amplia, sino que al lado, de vecino, vivía 
							un pequeño 
							comerciante  
							
							
							—su hijo se llamaba Gabrielito, quien al triunfo de la 
							Revolución 
							era ingeniero de TV, trabajaba en la televisión—, 
							que se quedó 
							con una parte de la casa y le dio la de abajo alquilada 
							a la familia de la maestra. De la casa aquella, que era mucho mejor, 
							se bajaba por una escalera. Quedaba en el borde de una loma y 
							tenía una buena vista. Eso no ha cambiado, allí 
							todavía 
							está 
							la casa de madera y también 
							la otra. Con la mudada se mejoró 
							algo la alimentación. 
							
							
							Un día 
							llega mi madre y nos lleva otra vez para Birán, transcurre así 
							el primer período, 
							porque hay dos etapas.  
							
							
							Cuando se da el escándalo, 
							tomo conciencia de que habíamos pasado hambre, que habían 
							cometido una injusticia con nosotros. Oía 
							en mi casa a todo el mundo hablando, decían horrores de la maestra: que si era esto, que cuando 
							volviera le iban a tirar la puerta, que ella comía 
							allí, 
							que recibía 
							todo. Según el escándalo 
							y las conversaciones en mi casa, le sacaron a relucir todo. La maestra se convirtió 
							en un personaje tenebroso. Pero luego pasó 
							la tempestad, llegó 
							la maestra, volvieron las relaciones normales en mi casa, un convenio de 
							paz, y nos volvieron a mandar para allá 
							para Santiago, en verano. Volvimos para la casa después 
							del escándalo, 
							de la discusión, 
							los esclarecimientos y bajo juramento solemne de que nosotros no 
							
							
							íbamos 
							a pasar más 
							hambre. Ya no la pasamos más, 
							efectivamente, ya en el segundo período 
							no pasamos hambre, hubo un cambio en cuanto a eso; pero la situación 
							siguió 
							siendo desagradable, porque había 
							una pérdida 
							injustificable de tiempo. 
							
							
							Angelita decía 
							horrores, porque tenía 
							más 
							edad, hablaba, contaba, pero Ramón 
							y yo al regresar a Birán 
							estábamos 
							en guerra con la maestra, y decidimos tomar represalia;
							
							
							
							éramos sus enemigos, con plena conciencia de que habíamos 
							sido víctimas de una injusticia. 
							
							¿En 
							qué 
							consistió 
							nuestra represalia? Otra vez en Birán, 
							libres, salvajes de nuevo, recuerdo una de las acciones que tomamos contra la maestra: rumbo a 
							la panadería había 
							un caminito, y enfrente una gran estiba de leña para el horno. Cerca estaba la escuela. El techo era 
							de zinc. La profesora era una mujer nerviosa y se irritaba con 
							facilidad. Ramón 
							y yo hicimos una estiba de piedras pequeñas, 
							y con unos tirapiedras, como si fueran morteros, en las 
							primeras horas de la noche 
							
							
							—la 
							maestra estaba al acostarse a dormir— 
							le tiramos desde la estiba de leña 
							y empezaron a caer las piedras en el zinc, las que rodando por el techo hacían 
							un ruido infernal: 
							
							،Ta 
							ta ta ta ta!, la maestra gritaba. Aquello fue del 
							diablo, Ramón 
							y yo tomamos así 
							venganza contra ella, pero a pesar de todo, a mí 
							y a Angelita nos mandaron otra vez para su casa. A Ramón 
							no lo enviaron la segunda vez. 
							
							
							A Angelita la pusieron en una escuela de monjas, en 
							el Colegio de Belén, 
							como a dos cuadras de la casa. A mí 
							no me pusieron en ningún 
							colegio, me ponían 
							a estudiar con la que fue después 
							la madrina. Me daba clases. Así 
							que me sacaron de una escuela, me sacaron del campo, me encerraron en 
							Santiago, y aun cuando ya no estaba pasando hambre, me daban clases, pero no con libros, sino con una libreta de 
							esas que en la carátula 
							tenía 
							la tabla de sumar, restar, multiplicar y dividir. Me ponían 
							a aprender las tablas y yo me las sabía 
							de memoria, todavía 
							me acuerdo de las cifras; me hacían 
							algún 
							dictadito, y así 
							me tenían 
							perdiendo el tiempo. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Sí, 
							Comandante. De mayo a diciembre de 1933, y luego, todo 1934 estuvo sin cursar estudios. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—Recuerdo 
							que pasé 
							tres 6 de enero, tres días 
							de Reyes Magos en casa de la maestra.  
							
							
							En el  
							
							
							ínterin, 
							ocurrieron importantes acontecimientos. Se establecen relaciones entre Belén 
							y el cónsul 
							de Haití, 
							se crea un compromiso y se casan. Esperando porque el 
							millonario y el cura se reunieran, cumplí 
							ocho años 
							sin bautizarme. Ya era grande, y entonces, el 19 de enero de 1935, me 
							llevaron a la Catedral de Santiago de Cuba y me rociaron el agua 
							bendita.  
							
							
							Ya no pasábamos 
							hambre en aquel período, 
							pero yo continuaba perdiendo el tiempo, hasta que, por fin, me ponen externo en el primer grado en el Colegio La Salle, 
							después 
							de todas aquellas calamidades. Eso solo podía 
							ocurrir en 1935 si me hubieran llevado a Santiago de seis años, 
							tal como fue, porque me llevaron antes del derrocamiento de 
							Machado. No recuerdo con exactitud en qué 
							momento. Con ocho años, 
							antes de cumplir los nueve, ingresé 
							en La Salle. 
							
							
							Esto implica que me deben de haber llevado de seis años 
							y estuve aproximadamente dos años 
							sin estudiar. Por eso pasé 
							
							tres Reyes, tres veces el 6 de enero, porque me 
							acuerdo de los regalos que me hicieron 
							
							
							—se 
							lo conté 
							a Frei Betto—: 
							primero me dieron una cornetica de cartón 
							y un pito de metal; después me dieron otra que era mitad de cartón 
							y mitad de metal, y después 
							me dieron una de aluminio. Yo hasta entonces les escribía 
							interminables cartas a los Reyes pidiendo de todo; mientras más 
							pobreza y más 
							necesidades, más 
							le pedía 
							yo a los Reyes. Mis cartas a los Reyes estaban en relación 
							directa con la pobreza.  
							
							
							Ahora, si los datos son correctos, me mandaron a 
							Santiago cuando estaba cerca de cumplir siete años, 
							y me enviaron a la escuela cuando tenía 
							los ocho cumplidos porque yo cumplo en agosto; así 
							que me deben de haber mandado a La Salle a 
							principios del año 
							1935, hasta entonces me han hecho perder dos años 
							de estudio. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Efectivamente, 
							Comandante. Lo enviaron a Santiago por primera vez en mayo o junio de 1933, 
							con seis años cumplidos. Lo sé 
							porque conseguí 
							localizar el certificado de defunción 
							de la doctora Nieves Feliú 
							Ruiz. Ella muere el 30 de enero de 1933 y usted recuerda la llegada de tal 
							noticia a Birán cuando afirma: 
							
							
							«Ya 
							Eufrasita era maestra en Birán, 
							porque yo me acuerdo del llanto, de la historia, de la 
							tragedia, que murió 
							
							la hermana, y de todo eso». 
							Ustedes viajan a Santiago poco después. 
							En la finca esperaron que concluyera el curso para enviarlos. Cuando la caída 
							de Machado, en agosto de aquel año, 
							ya están 
							en la capital de Oriente. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—A 
							mí 
							me han hecho perder allí 
							dos años. 
							Entro con ocho años 
							en primer grado; nueve años, 
							segundo grado; diez años, 
							tercer grado. De tercero, Ramón 
							y yo  
							
							
							—ya 
							estamos juntos— 
							pasamos a quinto, recupero un año, 
							a los 11 en quinto 
							
							
							—ya 
							después 
							voy para otro colegio en quinto—; 
							12, sexto; 13, séptimo. 
							Ahora, aparece un problema cuando voy a ingresar en el instituto, pero eso ocurre cuando tengo 12 años, 
							no en sexto grado, que es cuando viene una maestra negra, 
							la pro fesora [Emiliana] Danger que se entusiasma conmigo y 
							quiere que estudie el séptimo 
							y el primer año 
							de ingreso, y que al cumplir la edad los examinara. Ella traza un plan 
							conmigo.  
							
							
							Recupero un año 
							por buenas notas. A unos pocos alumnos nos pasaron del tercero al quinto por excelentes 
							notas; nos ahorramos el cuarto grado, y yo recuperé 
							uno de los años 
							que perdí. 
							A mí 
							me hacen perder dos años 
							académicos, 
							por lo menos, porque llegué 
							en 1933 y debía 
							de haber hecho el primer grado con seis años,
							
							
							
							،si 
							ya yo sabía! 
							A falta de círculo 
							infantil, me enviaron a los cuatro años 
							a la escuela.  
							
							
							Es mejor que el hambre la haya pasado a los seis o 
							siete años 
							y no a los cinco, porque ya entonces no me producía 
							daño cerebral, menos mal que comí 
							bien antes. Creo, por lo menos me imaginaba, que era alto, flaco y crecido. Los 
							primeros seis años 
							fueron abundantes de leche, carne, proteína, 
							de todo. Si me llega a pasar aquello en el primer año 
							de vida hubiera sido un desastre. El hambre en Santiago debe de haber 
							durado por lo menos un año. 
							
							
							Katiuska Blanco.  
							
							
							—Sí, 
							Comandante. Calculo que fue de mayo de 1933 a mayo o junio de 1934, cuando Lina fue a 
							verlos en plena temporada de mangos. Anteriormente, su papá 
							había ido a visitarlos, pero sin percatarse de lo que 
							acontecía, 
							pues le dieron como explicación 
							de su delgadez, la enfermedad del sarampión. 
							Para Lina era difícil 
							ir hasta Santiago porque había dado a luz a Juanita la noche del 6 de mayo del 
							propio 1933. En tonces, cuando su mamá 
							va a verlos y los encuentra en aquel estado deplorable, sufre un gran disgusto. 
							
							
							Fidel Castro.  
							
							
							—En 
							aquel tiempo enfermé 
							de una epidemia. No me podía 
							enfermar del estómago, 
							porque no comía 
							nada. Cuando daban purgante, 
							
							¿para 
							qué 
							me iban a dar purgante a mí? 
							
							
							En la primera casa había 
							riesgos, porque se mojaba toda, era húmeda. 
							En tal  
							
							
							época 
							hubiera podido contraer una tuberculosis. Mucha gente sobrevivía 
							a todo aquello. Algún efecto tiene que haber hecho en nosotros; calculo en 
							alrededor de un año 
							el período 
							de hambre, posiblemente fue un año y tanto. 
							
							
							Yo no entendía 
							nada, parecía 
							que me estaban ayudando, que me mandaban para la ciudad, que me hacían 
							un favor con todo aquello, para allá 
							y para acá, 
							y posiblemente hasta me embullaron para ir, me lo presentaron como un 
							acontecimiento importante, como una gran cosa. Sé 
							que salí 
							encantado para allá, 
							iba con Angelita, y el tren y la ciudad y las luces eléctricas, 
							todas aquellas cosas nuevas… 
							Pero nunca me llevaron al cine en dicho período. 
							Recuerdo que una sola vez, muy al principio, me llevaron a la entrada de la bahía 
							de Santiago de Cuba, a La Socapa, y a un islote que está 
							en la entrada, debe de haber sido en ese tiempo, a los seis años. 
							Fue una excursión campestre, a la francesa: en una lanchita, llegamos 
							hasta cerca de la entrada de la bahía 
							de Santiago de Cuba, Cayo Alto. Trajeron algo maravilloso: unos dulces de leche; 
							recuerdo que tenían 
							unos pedacitos de guayaba  
							
							
							—una 
							sola vez—. 
							Después, en la misma lancha, nos sacaron hasta la entrada de 
							la bahía, y por primera vez vi el mar abierto, una cosa 
							impresionante, lo más 
							impresionante que vi, el mar abierto y olas fuertes 
							en pleno verano. Una sola vez. Nunca me llevaron al cine ni 
							salí 
							más a ninguna parte: una excursión 
							solitaria que hicieron una vez, al estilo francés, 
							con una canasta. 
							
							
							Fue una  
							
							
							época 
							de pobreza, pero no como para pasar hambre, porque la gente estaba mal alimentada, sin embargo, 
							resolvía el problema del apetito desmedido comiendo harina de maíz; 
							compraban una libra y con ella se llenaban. La gente 
							no comería 
							carne, no tomaría 
							leche, pero por lo menos comía 
							harina seca de maíz, 
							pan, se llenaba aunque estuviera desnutrida. Nosotros, no era que estuviésemos 
							desnutridos, sino que pasábamos 
							hambre. No nos llenábamos, 
							al estómago 
							no llegaba lo que tenía 
							que llegar. 
							
							
							A mí 
							me da pena hacer esta historia, porque todas 
							aquellas personas murieron hace tiempo y fueron unos 
							infelices. No es que fueran malas personas, sino que estaban 
							obligadas a ser mala gente, porque la hermana de la maestra era una 
							excelente persona y nos quería 
							a nosotros y nosotros la queríamos muchísimo 
							a ella; era una víctima. 
							Ahí 
							la autoridad, la que mandaba, era la maestra Eufrasita, porque era quien 
							recibía un sueldo, cuando se lo pagaban, era quien tenía 
							la relación con Birán, 
							con mi familia, era la que recibía 
							el pago. Ella ad ministraba todo; era, además, 
							dura y ahorrativa, demasiado ahorrativa. 
							
							
							Lo que podemos decir es que el hambre que nosotros 
							pasábamos, la pasaba la hermana y la pasaba el padre. Ella hacía pasar hambre a todo el mundo para ahorrar el dinero. 
							Incluso, en aquel período 
							fue a una excursión 
							que organizaban a las Cataratas del Niágara. 
							Era un viaje largo de Santiago a La Habana, de La Habana a Estados Unidos en barco, y no sé 
							si luego, por tierra, iban en tren hasta las cataratas. La maestra 
							de Birán, 
							en aquella 
							
							
							época 
							de tanta pobreza y de tanta miseria, hizo el gran viaje y llegó 
							llena de souvenires, de banderitas. Nos pasamos un año 
							entero oyendo hablar de las Cataratas del Niágara. 
							Fue el acontecimiento más 
							grande que ocurrió 
							en aquel período. 
							
							
							También 
							se produjo entonces el derrocamiento de Machado. Recuerdo que en la mejor casa, yo no dormía 
							en un cuarto, sino en un pasillo; y no dormía 
							en una cama, sino en un canapé 
							
							de mimbre, era rígido 
							y no sé 
							si le ponían 
							algo, sé 
							que dormía allí. 
							Pero lo peor no era eso, sino que en aquella  
							
							
							época 
							de gran convulsión, 
							todas las noches estallaban bombas. En una sola noche explotaron 22 bombas en Santiago de Cuba, y 
							cada vez que explotaba una me despertaba. Aquella noche 
							explotaron como 22, y a mí 
							me parecía 
							que iba a explotar una allí 
							mismo, al lado. Yo no sabía 
							ni por qué 
							explotaban, ni a qué 
							se debían. Había 
							temor, pero a mí 
							me ponían 
							a dormir al lado de la calle; si hubiera estado en un cuarto más 
							hacia dentro, más 
							resguar dado, habría 
							estado más 
							tranquilo. Cuando no había 
							hambre, había 
							bombas. Hubo de todo allí. 
							Conocí 
							el terrorismo desde temprano, fui víctima 
							del terror. 
							
							
							Además, 
							en dicho período 
							se establece la relación 
							con el cónsul, 
							hay matrimonio, el cónsul 
							va a vivir allí, 
							son mis padrinos, van cambiando las cosas y la situación 
							mejora. 
                           
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