02
Silencio, los Pinares, sobresaltos a medianoche,
seguro con un fusil, historia en casa, hermanos,
en la vida: decidir por sí
mismo, visita a Birán
al final de la guerra, Santiago, lluvia desde el
techo,
perder el tiempo, desamparos, contar estallidos
Katiuska Blanco.
—Comandante,
sobre los parajes tupidos y los
peligros en Birán,
recuerdo historias de bandidos contadas por
su hermana Angelita, y también
por Ubaldo Martínez,
empleado
de su papá
en la finca. Ellos mencionaban bandoleros como
Arroyito, Baguá
y Azafrán,
y hacían
relatos sorprendentes de
hombres que se untaban aceites para ser
inatrapables, o de
otros, que esperaban al borde de los senderos en
penumbras.
Sé
que usted disfrutaba ir a los campamentos madereros
en la
meseta de La Mensura, pero
¿iba
solo a los Pinares de Mayarí?
Y si oscurecía
en el camino,
¿no
sentía
temores?
¿Nunca
tuvo
miedos?
Fidel Castro.
—Allá
en Birán,
a los muchachos a veces nos hacían
cuentos de cosas extrañas,
de fantasmas, y nos impresionaban;
en ocasiones narraban historias de bandidos y
aparecidos, pero
hay que tener en cuenta la imaginación
de los muchachos, les
dicen algo y se impresionan. Yo me adaptaba
relativamente
pronto.
El campo no es como la ciudad. En la ciudad hay
muchos
ruidos, automóviles.
Se puede decir que en la ciudad la persona
está
acompañada
por el ruido, tiene menos sensación
de
soledad. En el campo, uno se despierta a medianoche,
en la
madrugada y no se siente ningún
ruido, el silencio es absoluto;
entonces, se experimenta un sobresalto por sonidos
muy peculiares:
el viento que sopla fuerte, las ranas al croar, el
rumor
de las hojas de los
árboles,
el canto de los grillos, la respiración
de los animales, el perro que ladra. En la ciudad
usted no
oye ladrar un perro, pero en el campo oye un perro
que ladró
aquí,
el otro allá,
que se pone a aullar lastimosa, lúgubremente;
después,
las aves. Se escucha todo, es casi como una selva
porque a veces se trata del ganado, un toro, una
vaca, un caballo,
un mulo, insectos, aves, lechuzas. Es decir, en el
campo
la atmósfera
es diferente, es una atmósfera
de soledad. No hay
luz eléctrica,
desde que oscurece se tiene que esperar a que
amanezca otra vez, y todo ese concierto se escucha
en medio
de un silencio casi abrumador que no existe en las
ciudades
porque son muy ruidosas.
Estoy hablando de cuando era un poco mayor, digamos,
seis, siete, ocho años.
A tal edad ya estaba solo, no arriba,
durmiendo con los padres y hermanos. Si uno duerme
en un
cuarto grande, y se queda muy solo, desde luego, se
impresiona,
más
sobre todo si vive en el campo; en la ciudad se
siente
más
acompañado.
Y, claro, desde muchacho recibí
dichas impresiones
de una forma o de otra; pero, en general, no
recuerdo
que hubiera sufrido mucho por tales razones.
Relativamente temprano, aprendí
a manejar un arma,
escopeta o fusil; y cuando tenía
un arma, siendo muchacho,
me sentía
más
seguro. Tiene un efecto, incluso, curioso. Da la
impresión
de que las armas lo ayudan a luchar hasta contra los
espíritus
y los fantasmas.
Me acuerdo, tal vez tendría
9, 10 años,
que andaba solo,
salía
y caminaba solo de noche. Si tenía
un arma me sentía
más
seguro. Es cierta sensación
de que un arma da un poder de luchar
contra los vivos y hasta contra los muertos. Yo creía,
por
ejemplo, a esa edad, que si un fantasma se me aparecía
le disparaba
con el fusil. Entonces, hay ciertas cosas que se
asocian.
Pienso que lo que produce más
temor es la sensación
de
indefensión;
pero si uno cree que puede defenderse, aunque
sea utópica
la defensa, siente seguridad.
Y muchas veces viajé
solo, con 10 u 11 años.
A veces iba
Ramón,
pero otras no. Yo iba y regresaba solo a los Pinares
de Mayarí.
La meseta de los Pinares se encontraba a muchos
kilómetros
de mi casa. Me gustaba ir a un campamento forestal
allí.
Estoy hablando, digamos, de cuando contaba 9, 10,
11,
hasta 12 años;
ya iba solo, entre montañas,
por caminos solitarios,
a veces se me hacía
de noche. A mis padres, poco a
poco, fui acostumbrándolos
a que tomaba decisiones por mí
mismo. Les decía:
«Voy
a los Pinares de Mayarí»,
y ellos lo
aceptaban. Entonces, en períodos
de vacaciones, agarraba el
caballo
—yo
tenía
mi caballo—,
y me iba lejos. Cada año,
desde
el primer grado, en verano, venía
a la casa por tres meses de
vacaciones, junio, julio y agosto. Desde el primer
grado, estaba
interno en el colegio, y venía
desde la ciudad de Santiago de
Cuba para la finca en Birán,
y en las vacaciones disfrutaba de
la libertad de la casa, del campo. Yo mismo
planificaba lo que
hacía
en los meses de verano.
El caballo me lo cuidaban, nadie lo usaba; lo
enviaban para
los potreros. Estaba gordo cuando yo regresaba.
También
a mí
me parecía
que un caballo gordo era fuerte y saludable,
،y
me
gustaba mucho verlo gordo, gordo! Entonces, tenía
la preocupación
de que nadie lo usara. Para mí
era lo más
importante,
que no me cansaran la bestia, que no adelgazara,
porque
cuando se acababan las vacaciones había
adelgazado de tanto
que yo había
cabalgado por los montes.
Entonces, ya usaba mi caballo, no tenía
que pedirle permiso
a nadie para ir a buscarlo al potrero. Siempre
alguien
me ayudaba, tenía
una soga larga para poder capturarlo fácilmente,
porque cuando se daba cuenta de que quería
usarlo,
huía
—era
muy inteligente, trataba de escapar, para que no lo
pudiera capturar—,
primero había
que enlazarlo, allí
mismo
lo hacía.
Después,
para que no estuviera amarrado, tenía
que
soltarlo en un potrero más
bien pequeño.
Muchas veces yo iba
a buscarlo, a veces alguien iba y me lo llevaba. Al
principio me
ayudaban a ensillarlo, pero después
yo mismo lo manejaba y
decía:
«Voy
a casa de la abuela, o voy a otro lugar».
Y a veces
—por
la edad que tenía
sería
en quinto o sexto
grados, cuando tenía
10, 11 o 12 años—,
decidía
cuándo
me iba
para un campamento maderero, lejos. Allí
disfrutaba de una
libertad mayor todavía
porque no había
nadie que me controlara,
por lo menos en la casa había
cierto control, pero allá
me sentía
mucho más
libre. Viajaba solo muchos kilómetros;
subía
a las montañas.
A veces iba acompañado
por otros, pero
en reiteradas ocasiones hice esos viajes solo, y el
trayecto era
largo. Había
dos senderos: uno, un poquito más
largo, pero
menos inclinado; otro, más
corto, pero había
que subir una
loma peligrosa, el caballo se agotaba mucho y
sudaba. Cuando
después
de hacer un gran esfuerzo por subir llegábamos
a
la meseta, a 700 metros de altura, había
un fresco asombroso
en los Pinares, una brisa exquisita; en cuestión
de minutos se
secaba el sudor del caballo.
Como desde muy temprano me había
conseguido un arma,
me sentía
con una seguridad absoluta frente a cualquier tipo
de problema, sentía
confianza, sentía
seguridad; por eso, en
tales circunstancias, no tenía
ningún
tipo de temor aunque
siempre podía
haber alguien que tratara de hacer algo, por el
hecho de que nosotros
éramos
hijos de un terrateniente. Ya no
eran seis o siete años,
estaba entre los 9 y los 12, más
o menos.
Bien temprano, también
me las arreglé
para usar alguna
escopeta de caza de mi padre. Prácticamente
nadie me enseñó.
Desde el principio tuve buena puntería,
tenía
cierta facilidad
natural para el uso de las armas de fuego. A veces,
en
la casa circulaba el rumor de que las auras tiñosas
se estaban
comiendo las gallinas, y yo estimulaba el rumor; me
ofrecía
de inmediato para cazarlas. Mi padre me dejó
usar la escopeta
para disparar contra las aves de rapiña
que se comían
los
huevos y las gallinas. De eso me alegro, de que mis
padres me
tuvieran confianza tempranamente, y no tardé
mucho tiempo
en usar todas las armas guardadas en un inmenso
armario:
escopetas automáticas,
por ejemplo.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
Raúl
en una entrevista concedida
en el 2003, narró
cómo,
en una operación
temeraria
para los tiempos que corrían,
trasladó
a La Habana unos
Winchester-44 del armero donde su padre guardaba
rifles y
escopetas en Birán.
Dichas armas fueron empleadas después
en el asalto al cuartel Moncada.
Fidel Castro.
—Sí.
Cuando nosotros fuimos al Moncada, aquella
escopeta que yo de adolescente utilizaba, nos la
llevamos, la
usamos en el Moncada. En el momento en que buscábamos
armas, tuve en cuenta las que había
en mi casa, y en complicidad
con Ramón
y Raúl,
nos llevamos algunos fusiles Winchester-44
y algunas escopetas automáticas.
En mi casa, mi padre contaba
con unos rifles de cierto calibre que también
usamos en
el asalto.
Pero volviendo a mi niñez,
después
que me dieron alguna
licencia, por iniciativa propia me tomé
la libertad de disparar
con los fusiles 44, con los rifles, las escopetas y,
en definitiva,
con todas las armas. No había
protestas, excepto una vez
que mi padre me hizo un regaño
fuerte.
Él
había
ido a dar una
vuelta a caballo, regresó
como al mediodía
y vio que yo gastaba
muchas balas calibre 44, mientras disparaba con un
fusil haciendo
prácticas
contra las auras tiñosas.
Me regañó
bastante
fuerte y con razón,
porque estaba despilfarrando balas. Alguna
protesta similar nada más
pero, en general, me fui acostumbrando,
y
él
me autorizaba. Así
que desde muy temprano,
y desde que poseí
con qué
defenderme, no tuve esa sensación
de temor.
Katiuska Blanco.
—Y
en tales lances,
¿tenía
algún
cómplice?
Fidel Castro.
—Ramón
y yo compartíamos
secretos, formábamos
una pareja y siempre
éramos
cómplices
en casi todas las
aventuras, también
a veces
él
me utilizaba, pero
él
y yo
éramos
los principales cómplices.
Algunos trabajadores
—como
siempre—eran
más
amigos, más
tolerantes con nosotros. Dependía
mucho del carácter
de la persona.
Hay gente que por bondad natural son amables con los
niños
y les hablan, les hacen cuentos, tienen atenciones
con
ellos, se ríen,
bromean. Tal tipo de persona es la bendición
de los niños.
Hay otras que son más
ásperas,
menos tolerantes,
de mal carácter;
en general, por ellos no sentíamos
grandes
simpatías.
Yo agradecía
mucho a todos los adultos que nos
trataban y conversaban, nos hacían
cuentos, eran amistosos,
eran amables con nosotros. Las personas adultas no
se imaginan
la importancia que tiene el trato que les dan a los
niños
y
cómo
les agrada que los traten, que conversen con ellos,
que
los tomen en cuenta, que no los ignoren. Los niños
agradecen
infinitamente este cariño,
este tipo de relaciones.
Siempre recuerdo con agrado a toda aquella gente
amistosa
con nosotros. Por ejemplo, el tenedor de libros, que
era
muy conversador, me hacía
historias, me hacía
cuentos.
Él
era un hombre culto
—un
asturiano, más
bien gordito, bajito,
se llamaba César
Álvarez,
usaba unas botas, unos pantalones
de montar, que lo hacían
más
bajito todavía—,
sabía
inglés,
francés,
italiano, alemán,
griego y latín;
por lo menos, todo
eso me decía,
y creo que, en efecto, sabía,
porque hablaba el
inglés,
lo leía
y lo traducía;
hablaba el francés
y el italiano. Sabía
varios idiomas y, a juzgar por lo que
él
conocía
en general,
aunque no podía
comprobar si de verdad
él
hablaba alemán,
recuerdo que pronunciaba palabras y frases enteras
en dicha
lengua. La maestra hablaba francés
y
él
conversaba con ella en
francés;
él
hablaba inglés,
lo escuché
hablarlo. Y así:
francés,
inglés,
alemán
y español,
no sería
extraño
que hablara italiano,
griego y latín.
Era español,
y por eso no contaba historias
más
cercanas sobre héroes
nuestros.
Cuando yo estaba en cuarto, en quinto grado
—nadie
en
quinto grado es una persona adulta—,
él
me hacía
historias,
me hablaba de Grecia, de Roma; a medida que yo iba
estudiando,
ya cuando estaba en séptimo
grado, en primer año
de
bachillerato, me hablaba de Cicerón,
de Demóstenes,
de los
oradores, me hacía
historias de toda clase y despertaba mi
in
terés
por todo. Fue el primero que me habló
de personajes históricos
y literatura. Era un hombre muy amistoso.
El cocinero, Manuel García,
no era enemigo, pero tenía
muy
mal genio. El cocinero no era cocinero,
él
fue vaquero, y a consecuencia
de un reuma y de unos dolores tremendos, se le
produjo
una artrosis total y caminaba con mucha dificultad,
entonces dejó
de ser vaquero
—me
acuerdo de cuando
él
lo era—
y se convirtió
en
cocinero y, según
mi padre, era muy mal cocinero. Vivía
en una
pequeña
casa al lado del correo, a 90 o 100 metros de la
nuestra.
Él
iba muy temprano todas las mañanas,
cojeando, a la cocina desde
el amanecer, y allí
estaba hasta por la noche.
En mi casa no había
cocina de gas, sino de carbón
de madera,
con varias hornillas.
Él
las encendía,
preparaba café,
hervía
la leche;
protestaba desde el amanecer, decía
maldiciones, hacía
ruido
con sus pasos por la cocina de piso de madera,
cargaba agua, lavaba
platos, empezaba a preparar frijoles, arroz,
garbanzos... Creo
que
él
pasaba todo el día
peleando, por todo peleaba, refunfuñaba,
pero no era una mala persona. Era gallego,
campesino, analfabeto
totalmente; pero una persona que a pesar de estar
afectada por el
problema de la pierna, hizo ese trabajo durante
muchos años.
Katiuska
Blanco.
—Recuerdo
que usted, en la visita que hizo a
Birán
cuando cumplió
70 años,
prefirió
el cocido de garbanzos
con ovejo a cualquier otro plato de comida, algo que
nos regresa
otra vez a las costumbres gallegas de su padre, pero
¿qué
otras comidas se cocinaban en la finca?
Fidel Castro.
—¿Qué
cocinaba García
en mi casa? Había
buena
comida, lo que yo no tenía
apetito, porque estaba todo el día
comiendo cosas por aquí,
por allá.
Recuerdo, desde muy pequeño,
que cuando nos sentábamos
a la mesa alargada, en un
extremo se sentaba mi padre; en el otro, yo; y en
los laterales,
los demás
hermanos, además
de mi tía
y mi prima hermana,
mientras que mi madre trajinaba y se movía
de un lado a otro.
Recuerdo desde muy pequeño,
que cuando nos sentábamos
a
la mesa, había
presión
para que comiéramos,
había
que comer
el cocido, como le decían
a los garbanzos. Cocinaban el
garbanzo con ovejo o hacían
potaje también
de garbanzos, o
hacían
frijoles, arroz, o arroz con pollo; siempre había
carne y
pan en la casa, yuca, malanga o plátano.
Pero había
disciplina
a la hora del almuerzo y a la hora de la comida, nos
presionaban
para que comiéramos;
te servían
y había
que comer. Por
cierto, no es un buen método
que a uno lo obliguen a comer.
Mi padre siempre estaba protestando por la comida,
que si
estaba salada, que si le faltaba sal, que si los
garbanzos estaban
duros, que si los frijoles estaban mal cocinados. Mi
padre protestaba
siempre por el cocinero, decía
que era muy mal cocinero.
Así
que si me preguntan al respecto, yo digo: a juzgar
por mi padre, era muy mal cocinero, pero yo creo que
no, que
cocinaba normal, sabía
cocinar. Cualquier campesino español
sabe cocinar los frijoles, las alubias, los
garbanzos. Es mi opinión,
pero mi padre era más
exigente, además
de malgenioso,
y tenía
tendencia a protestar también,
a regañar
y a pelear,
nunca le parecía
que las cosas estaban del todo bien hechas.
Yo recuerdo que el cocinero era amigo mío,
aunque no del
tipo de amigo como el tenedor de libros. Y así
había
distintos
españoles,
trabajadores, gente amable.
En mi casa, mi familia tenía
muy pocos conocimientos sobre
los personajes de nuestra historia, y los
trabajadores muchas
veces eran analfabetos y con muy poca preparación,
ni
sabían
la historia de Cuba. Claro, se hablaba de las
guerras de
independencia, leyendas, tradiciones, que si tal
combate. Ya
habían
pasado más
de 35 años
desde la
última
guerra de independencia.
Algunos veteranos, unos pocos, eran conocidos
y respetados porque habían
sido soldados, pero ciertamente
nuestra historia recibió
un tratamiento muy malo, fue objeto
de un olvido casi total.
Después
de la guerra surgieron nuevos valores: el valor de
la riqueza, el valor de los latifundios, el valor de
los centrales
azucareros, el valor de los ferrocarriles, el valor
del dinero, la
importancia del norteamericano, las cosas
norteamericanas,
los nuevos políticos
y los nuevos poderes, y todo aquello vino
a sustituir lo que pudiéramos
llamar la tradición
histórica
de
nuestro país,
que fue opacada por completo. Prácticamente
no se hablaba de las guerras de independencia ni era
tradición
ni motivo de orgullo. Algunos veteranos, vistos con
respeto,
como figuras venerables, recibían
una pequeña
pensión
y lle
vaban una vida modesta, austera, en el mejor de los
casos.
Todo lo nuevo que surgió
con la Neocolonia, opacó
la historia
pasada de Cuba en aquella atmósfera
de gente con tantos
problemas, con tantas necesidades, con tanta
ignorancia
y con tanta dependencia. No había
el clima
—pudiéramos
decir—
histórico
de estar conversando sobre la historia pasada,
sobre los héroes
de nuestra Guerra de Independencia, sino
muy ocasional y superficialmente
—te
estoy hablando de los
años
30 ya, entre los años
30 y 35—,
en una pequeña
escuela
pública,
con unos 20 o 25 alumnos. Muchos de ellos no tenían
posibilidades de ir regularmente a la escuela porque
estaban
trabajando, ayudando a la familia; iban descalzos,
mal vestidos.
Pero en la escuela pública
sí
estaban el Escudo, el Himno,
saludar la Bandera, y la costumbre de recitar
algunos versos
de Martí:
sus
Versos Sencillos,
y la de recordar algunas figuras
así,
pero todo muy formal. En la escuela era donde
único
recibíamos
cierta información
sobre historia y algunos símbolos
de la patria, pero muy formal, en lo absoluto
formal. Es decir,
no se respiraba un ambiente patriótico,
no existía
una atmósfera
de tradiciones históricas,
de respeto. Lo que prevalecía
era una ignorancia casi total.
¿Qué
se les podía
pedir a aquellos trabajadores analfabetos?
¿Qué
se les podía
pedir a aquellos inmigrantes haitianos
o a aquellos inmigrantes españoles,
que se acordaban de
su tierra con respeto, pero que no tenían
una relación
con la
historia de Cuba? De manera que nosotros no
recibimos, en
el seno de la familia o en aquel ambiente, lo que
pudiéramos
llamar una educación
patriótica,
una exaltación
de los valores
patrióticos;
en tal edad nosotros no recibimos eso.
Katiuska Blanco.
—En
la primera etapa, su vida estuvo muy ligada
a la de sus hermanos Angelita y Ramón,
pero me gustaría
saber cómo
han sido las relaciones con el resto de sus
hermanos,
y si aún
perduran.
Fidel Castro.
—En
general, me he llevado bien con todos, con
algunos más
que con otros. Conmigo no me llevo muy bien.
De los cuatro primeros, me llevo bien con tres, pero
conmigo
no me llevo muy bien, soy exigente conmigo mismo,
tengo
mis conflictos conmigo mismo. Pero, bueno, con los
otros, con
los mayores tenía
más
relaciones: con Enmita, que es la sexta,
tuve bastantes vínculos;
con Agustina no he tenido tantos así
porque era la más
pequeña;
con Juanita, la quinta, que está
en
Estados Unidos, no había
malas relaciones, aunque ella tenía
un carácter
fuerte. Surgieron malas relaciones con ella después
del triunfo de la Revolución
por problemas políticos,
pero
anteriormente no. Hago una interpretación
política,
marxista
del problema.
Hay que tener en cuenta que mi familia no era
millonaria,
pero era rica, tenía
muchos privilegios
—desde
el punto de
vista social, por lo menos en Birán
los tenía—,
y nos inculcaron
la idea de la riqueza.
Yo soy el primero en tomar una conciencia política,
revolucionaria.
De ahí,
el que me siguió
con rapidez fue el cuarto,
Raúl,
cinco años
menor. Ejercí
una influencia sobre
él,
porque
lo había
entusiasmado para que viniera a estudiar a La
Habana,
ingresara a la Universidad, y compartiera mis ideas,
de tipo
político
y social. Cuando empecé
a tener una conciencia revolucionaria,
una concepción
marxista, Raúl
se adhirió
como
una esponja para pelear por ellas. A pesar de que
tenía
el mismo
origen
—quizás
por eso—,
él
siguió
las ideas. Fuimos dos,
en el seno de una familia burguesa. Nunca intenté
persuadir a
mi padre de mis ideas socialistas.
En una ocasión,
siendo yo estudiante universitario
—estaba
de visita en mi casa quien no llegó
a ser mi padrino, aquel
millonario, don Fidel Pino Santos—,
y mientras almorzábamos,
mi padre y
él
conversaban sobre distintos temas, y como
de vez en cuando me irritaba un poco, ya con mis
ideas cada
vez más
radicales, aunque con mucho sentido común
porque
comprendía
que no tenía
objetivo ponerme a discutir con
ellos, hacía
algunas intervenciones impertinentes. Formulaba
algunas preguntas y algunos planteamientos, sin
decirles
cómo
yo pensaba totalmente para no alarmarlos demasiado,
pero intervenía
en algunas discusiones, y yo diría
que eran
más
bien cosas impertinentes de mi parte.
Ramón
colaboró
algo en lo del Moncada
—pero
no era en la
lucha por el socialismo, no, no—
para obtener algunas armas.
Él
no sabía
lo que
íbamos
a hacer, pero yo sí
le di a entender
que estábamos
en actividades revolucionarias contra Batista
y
él
era antibatistiano. Algunos más
de la familia también
lo
eran, sin ser socialistas.
Mi padre, aunque pienso que estaría
inconforme con
nuestras ideas, no tenía
una especial contradicción,
no era un
problema político
para
él,
más
bien tenía
la preocupación
por
nosotros, porque sabía
que andábamos
en actividades políticas
y revolucionarias.
Me imagino que mi padre y mi madre sufrieron mucho
con
todas aquellas luchas; cuando lo del Moncada
vivieron días
de
gran incertidumbre. Claro, hay dos cuestiones: mi
madre era
de un carácter
fuerte, muy sensible, pero fuerte, capaz de
sobreponerse
a los peligros, a las adversidades. Mi padre era un
hombre muy sensible, me imagino que sufrió
calladamente,
pero tenía
cierto sentido de la historia, y en reiteradas
ocasiones
le escuché
exclamaciones sobre acontecimientos y personajes
históricos,
y tengo la convicción
de que mi padre sabía
que aquellos hechos se iban convirtiendo en
acontecimientos
históricos
de una o de otra forma; para
él
debió
significar una
cierta compensación
porque sabía
apreciar, no era un hombre
que despreciara los hechos políticos
ni los acontecimientos
que pudieran tener trascendencia en la vida de un país.
Por entonces, yo era el
único
que había
concluido una
carrera universitaria
—había
terminado todos los estudios, el
bachillerato y la Universidad—,
y me había
convertido en un
personaje importante en la casa: era el estudiante
universitario
y, finalmente, el doctor, el abogado; todo aquel
tipo de cosas.
Me admiraban por mis conocimientos, mis estudios,
mis
notas, mis
éxitos;
y por el hecho insólito
de que alguien de
la familia iba a ser abogado, doctor, graduado
universitario.
Todo lo cual, en la atmósfera
de una familia autodidacta, que
apenas ha aprendido a leer y a escribir, me concedía
una autoridad
especial, y gozaba de prestigio.
En ocasiones también
le presté
ciertos servicios a mi padre,
ya terminando mi carrera, en algunos problemas
relacionados
con su propiedad, con los títulos
de su propiedad, y su
relación
con el millonario anteriormente mencionado. Tuve la
oportunidad de prestarle a mi padre, incluso,
algunos servicios
familiares en el terreno legal, y me tenía
mucha confianza.
Creo que yo gozaba de gran aprecio por parte de mi
padre
y mi madre. Ellos conocían
mi carácter,
les preocupaba naturalmente,
sobre todo, tenían
una consideración,
un aprecio
personal por el hijo. Pienso que no estarían
del todo de acuerdo
con mis actividades, pero no me criticaban, no me
condenaban
por las actividades políticas;
ellos tuvieron siempre un
gran respeto, ya cuando yo era adulto, por mis
actitudes, mis
ideas, aunque no imaginaban cuán
radicales podían
ser. Realmente,
nunca escuché
el menor responso de mis padres.
Debo agradecerle, en especial a mi madre, porque fue
la que más
se preocupó
porque yo estudiara. Mi padre tenía
preocupación
también,
pero no en el grado tan alto en que mi
madre tenía
la suya para que yo estudiara. Ella siempre fue un
gran apoyo.
Claro, desde bastante temprano fui independiente.
Casi
desde quinto grado decidía
qué
hacía,
resolvía
problemas, situaciones.
Creo que ellos se adaptaron y sentían
respeto por mí.
Pero desde quinto grado decidí
en qué
escuela estaría
y en
cuál
no, y qué
hacer y qué
no. Es decir, sobre mi vida empecé
a
decidir desde entonces
—debía
de tener 10, 11 años—,
pero era
bastante anticipado decidir uno lo que debía
hacer. A todo esto
me ayudaron una serie de hechos, una serie de
experiencias
que tuve desde muy temprano, desde los cinco años
aproximadamente.
Esas vivencias me enseñaron
y me determinaron
a decidir y a resolver problemas por mí
mismo.
Estaba en segundo grado cuando tomo la primera
decisión.
Pudiera decirse que yo decido por primera vez de
forma
precoz. Tenía
nueve años;
decido irme de la casa donde estaba
en Santiago de Cuba. Estoy allí,
elaboro un plan, una idea, llego
a una conclusión
y tomo una decisión,
en virtud de la cual
me llevan interno en el segundo grado para el
Colegio La Salle.
Así
que adopto la primera decisión
sobre mi destino en segundo
grado, debo de haber tenido nueve años
porque a mí
en
aquella casa
—no
recuerdo cuándo
aprendí
a leer y a escribir,
por lo temprano que me enviaron a la escuela, y me
parecía
que siempre supe hacerlo—
me hicieron perder dos años.
A
mí
me atrasaron por gusto, injustamente, por interés
económico.
Y, además,
pasé
el Rubicón
allí
en Santiago, primero en
una casa, después
en otra, es una larga historia.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
cuando visité
Santiago caminé
desde La Alameda, por toda la calle Santa Rita hacia
arriba,
en busca del Tivolí,
donde usted vivió
con la familia Feliú
las
penurias, allí,
donde por primera vez tomó
una decisión
en
su vida. Pienso que fue en enero de 1936, después
de las vacaciones
de Navidad a finales de 1935. Usted cursaba el
segundo
grado externo en La Salle, y decide rebelarse de una
vez y
por todas para que lo envíen
interno, pues en ello consistía
la
constante amenaza que le hacían.
Fidel Castro.
—Después
de tomar mi primera decisión
sobre la
escuela en segundo grado, así
que fue prematuramente; la segunda,
la tomo en quinto; la tercera, en sexto grado. Asumo
tres decisiones importantes, pero ya desde quinto
grado, estoy
decidiendo por mí
mismo
—pudiéramos
decir al entrar en
sexto grado—.
Todo lo que se refleja en mis estudios lo decidí
yo también,
y creo que en mi casa se acostumbraron a eso.
En ocasiones tuve también
que discutir duro y plantear el
problema en mi propia casa. Hubo momentos en que me
iban
a sacar de la escuela, me iban a dejar en Birán;
en un instante
iban a suspender el viaje de regreso a Santiago, me
iban a suspender
los estudios por un problema en el que yo tenía
toda
la razón,
pero mis padres no estaban bien informados al
respecto,
impresionados por la información
dada en el Colegio La
Salle, de donde nosotros, al fin, nos fuimos cuando
yo cursaba
el quinto grado.
Así
que ocurren tales situaciones, y se explica mejor
por
qué
voy tomando mis propias decisiones, y por qué
ellos se
adaptan a respetar mi proceder, al fin y al cabo mis
decisiones
no fueron malas, fueron correctas. A medida que
transcurría
el tiempo, fui adquiriendo un ascendiente, una
admiración
especial, por ser el
único
del grupo que progresaba en los estudios.
Para ellos era el mérito
más
grande que podían
recibir
de mí:
ser aplicado, ser estudioso, vencer las pruebas, los
exámenes.
Era el tipo de relaciones que existía
en mi casa. Era lo que
explicaba de mi padre y mi madre, no nos criticaban
las ideas,
pero no es que tuvieran una especial posición
política.
Posiblemente
si todo marchaba, a ellos les fuera indiferente que
hubiera
un gobierno del tipo de Grau, del tipo de Prío,
del tipo de
Batista, con tal de que no se metieran con ellos y
todo siguiera
su curso normal, y siempre que la sagrada propiedad
privada
fuera respetada. Era, en definitiva, lo más
importante. Se
molestaban más
cuando había
más
robo en el gobierno, más
pillaje, todo lo cual los disgustaba, pero
existieron siempre en
esta República.
Por tal razón
ellos no tenían
especial comprometimiento
en política,
ya se habían
adaptado a aquella des
gracia, dentro de un sistema capitalista de
propiedad privada
y de libre empresa, que lo mismo funcionaba con
Grau, con
Prío
que con Batista.
Los otros hermanos: Angelita, la mayor, observaba,
pero
no estaba implicada.
En la lucha contra Batista, y después
en el Moncada, combatimos
Raúl
y yo, luego estuvimos presos; ya ahí
se fueron
incorporando más
familiares. Por ejemplo con Lidia, nuestra
hermana mayor, hija del primer matrimonio de mi
padre,
siempre tuvimos muy buenas relaciones, porque se
preocupaba
por nosotros, aunque
éramos
medio hermanos, como se
decía
entonces. Cuando ya nosotros estudiábamos
en los colegios
La Salle y Dolores, ella vivía
en Santiago y nos invitaba
con cierta frecuencia a la casa donde residía
con su esposo, un
profesional universitario.
Ellos nunca vivieron con nosotros, iban de visita
muy raras
veces a Birán,
no existían
las mismas relaciones entre los
hermanos del primero y el segundo matrimonio. Nos
conocíamos
y había
siempre un poquito de sutil rivalidad, no entre
nosotros, pero sí
entre familias. Era el rezago de todas aquellas
situaciones de los hermanos del primer matrimonio y
los
hermanos del segundo, siempre; pero los hermanos
mayores
eran amistosos con nosotros, tanto la hembra como el
varón,
sobre todo ella.
Al hermano mayor, Pedro Emilio, yo le tenía
mucha admi
ración,
porque era un intelectual, sabía
idiomas: inglés,
francés,
italiano, como cinco idiomas; era poeta, y siempre
fue
muy afectuoso, me trató
con un especial cariño;
era de los que
conversaba mucho conmigo, me hacía
cuentos y promesas de
que me iba a regalar esto o lo otro. Estuvo en política.
Me traía
sus libros de versos, algunos todavía
los sé
de memoria:
Italiana divina, yo te amo
por el amor de tu alma placentera,
haz que nazca en mí
la primavera
haciéndome
tu amo.
Había
otros poemas que eran picarescos, que decían,
por
ejemplo:
Está
casto, está
casto, está
casto:
así
suena tu blanco zapato,
cuando vas por la vía,
campeona de la Biología.
Era político
demócrata,
antibatistiano, pero tenía
muy
mala fama en mi casa: que si Pedro Emilio hace esto,
que si
gasta dinero, que si empeña
las cosas, que si tiene unos amigos,
malas compañías
—eran
algunos intelectuales amigos de
él
a quienes les echaban la culpa—.
Pedro Emilio era medio
regado, según
la opinión
que nos daban.
En mi casa no apreciaban las cualidades
intelectuales ni de
poeta de Pedro Emilio; todavía
no puedo decir si eran buenas
o malas, pero a mí
me gustaban sus poesías,
me las aprendía.
Él
no vivía
con nosotros, sino en Santiago, con la madre. Era
el menor del primer matrimonio de mi papá,
creo que me
llevaba, por lo menos, 10 años.
Cuando yo tenía
13 años,
ya
él
era aspirante a representante a la Cámara
de Diputados, por
el partido de oposición.
Katiuska Blanco.
—Sí,
en efecto, Pedro Emilio nació
el 8 de julio
de 1914. Es decir, contaba 12 años
más
que usted, y tenía
26
años
cuando la Constituyente de 1940.
Fidel Castro.
—En
mi casa decían
que era un muchacho indisciplinado,
que había
gastado algún
dinero, que no tenía
buenas
compañías,
que si era loco; porque en aquel ambiente, ser
poeta era ser medio trastornado. Pero era culto,
estudioso,
leía
mucho, tenía
mucha preparación,
sabía
varios idiomas;
creo que estudió
los idiomas por el gusto hacia la poesía
italiana,
ya
él
me hablaba de
«El
Infierno»
de Dante, y sus versos
abordaban esos temas. Tendría
que volver a leerlos
—no
soy
buen crítico
de arte—,
y discutir con algún
especialista cuál
es
su valor.
Pedro Emilio gozaba de prestigio intelectual en el
ambiente
de Santiago de Cuba; pero como no había
estudiado más
—se
hizo un autodidacta muy culto, pero no estudió
el bachillerato,
que yo sepa, no estudió
en la Universidad—
quedaba
descartado. Intelectual, políglota
y poeta, mas ninguno de
esos méritos
tenía
valor en mi casa; pero
él
siempre fue excelente
conmigo.
Lidia, casada con un médico,
el doctor Narciso Montero,
de una familia profesional
—tenían
un laboratorio farmacéutico—,
nos invitaba a su casa de Santiago de Cuba; no era
muy
lujosa, era una casa cómoda,
bien amueblada. Los domingos
nos invitaba, cuando ya estábamos
en el Colegio Dolores, y nos
preparaba una buena comida, con un buen postre.
Recuerdo
uno: charlota rusa, se hace con frutas, huevos y
gelatina.
،Qué
maravillosa golosina! A nosotros nos gustaba mucho.
Lidia siempre tuvo preocupación
por nosotros. Me parece
que los dos hermanos mayores del otro matrimonio, de
aquella
familia con la cual existían
ciertas rivalidades, siempre, como
dije, fueron cariñosos
conmigo; y ella fue algo más,
porque
Lidia más
tarde fue una compañera
en la lucha revolucionaria,
podría
decir que la primera simpatizante política
fue Lidia.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
siempre he lamentado no haber
podido conversar con ellos y, en especial, con
Lidia. Ambos
murieron en el mismo año
1994. Comencé
mis indagaciones
en 1996, es decir, dos años
después,
cuando ya no estaban.
Fidel Castro.
—Cuando
vivían
nos encontramos en varias ocasiones.
A Lidia la veía
con mayor frecuencia. Ella fue la primera
gran simpatizante, si hablamos de los nueve
hermanos: los
Castro Argote y los Castro Ruz, y Raúl,
el primero del segundo
grupo. Después,
con el curso de los años,
nos distanciamos un
poco de Pedro Emilio, no hubo esa relación
política.
Más
tarde
surgieron algunos conflictos, algunas desavenencias
de Pedro
Emilio con la familia, lo que influyó
en las relaciones con
él;
en
cierto momento adoptó
una actitud hostil, y eso influyó
en las
relaciones en lo adelante; no desavenencias con la
Revolución,
sino con la familia. Eso fue tiempo atrás,
ya después
de que
él
aspirara a representante en 1940; entonces tuvo
algunos problemas,
necesidades económicas,
y presionó
a la familia para
resolverlas; surgió
alguna hostilidad y se produjo cierto
distanciamiento
con Lidia y conmigo.
Cuando me gradúo
de bachiller, Lidia se había
quedado
viuda. Al esposo de Lidia, el doctor Montero, le
diagnosticaron
el mal de Hodgkin, y ella tuvo que ocuparse de la
enfermedad,
que duró
no sé
si un año
y medio o dos años,
y fue
muy sufrida, aquí
en La Habana. Lidia estuvo a su lado, soportó
todo aquello. Heredó
algunos recursos muy modestos, una
pensión,
alguna propiedad familiar. Así
que cuando me gradué
de bachiller, Lidia se mudó
para La Habana y alquiló
una
casa para que yo viviera con ella; entonces, varios
de nosotros
nos fuimos con ella un tiempo.
Siempre preocupada por nosotros, fue la primera que
me
apoyó
mucho. Era la mayor, porque Raúl
era más
pequeño,
entonces ya
éramos
tres con las mismas ideas. No era muy
ideológica,
pero estaba de acuerdo con la lucha, con mucha
admiración,
con mucha simpatía,
con mucho orgullo. Después,
en la lucha contra Batista, en lo del Moncada, y
después
del Moncada, cuando estábamos
presos, en México
y en la
Sierra Maestra, nos dio un gran apoyo. En el período
del ataque
al Moncada, ya Ramón
se había
sumado, y Juanita lo hace
posteriormente, se puede decir que todos, de una
forma o de
otra, participaron. Así
que, en realidad, nosotros avanzamos
bastante.
Con Enmita nunca hubo problemas, se mantenían
excelentes relaciones. Enmita estaba bien preparada,
estudió
piano, adquirió
una cultura. Agustinita también,
la más
chiquita, fue aplicada durante un período
que permaneció
en
Europa por motivo de nuestra lucha. Juanita más
bien se dedicó
a algunas actividades comerciales, no estudió.
Enmita sí,
y
también
Agustinita.
Al final, después
del Moncada, no pude ver a mi padre por
la situación
que había,
le escribía
y todo, pero no pude verlo.
Desde que salí
de la prisión
permanecí
breve tiempo en La Habana,
no era fácil
trasladarme a Birán;
aparte de lo difícil
que
podía
tornarse la situación,
no era ni siquiera prudente ir a
visitarlo y comprometerlo. Me fui directo a México.
Nunca tuve mucha información
sobre lo que pensaba mi
padre en tal período.
Quizás
Ramón
conoció
mucho más;
pocas
veces me detuve a conversar con
él
y preguntarle todo eso,
a veces creemos que habrá
tiempo, y ahora ya no tiene buena
memoria. Pero estoy seguro de que, en el fondo, mi
padre estaba
con nosotros, no tengo la más
absoluta duda, lo conocía
muy bien. Creo que estaba preocupado, intranquilo;
pensaría
que las dificultades eran muy grandes, que los obstáculos
eran
muy grandes, que posiblemente moriríamos,
pero estoy convencido
de que estaba de acuerdo con nuestra lucha.
Para nosotros, ya aquella era una lucha por una
revolución
profunda, pero todavía
en todo aquel período
no estaba
planteada una revolución
socialista. Ya se había
publicado mi
discurso de autodefensa en el Moncada. Cualquiera
que lea en
serio dicho material, y lo lea bien, ve que hay un
programa,
que ahí
están
todos los gérmenes
de una revolución
mucho
más
progresista, de una revolución
socialista: hablo de utilizar
los recursos en el desarrollo del país,
de la ley urbana, de
la propiedad de la vivienda, la reforma agraria, de
las cooperativas;
ya digo el máximo
que se puede decir en tal período,
el programa más
ambicioso que se podía
proclamar y que fue
la base de todo lo que hizo la Revolución.
Ya era el programa
de un marxista-leninista, de alguien que comprendía
bien la
lucha de clases, que cuando habla de pueblo se
refiere a los
sectores humildes, los campesinos, los obreros, los
desempleados;
hay una concepción
clasista planteada en
La historia
me absolverá,
un programa que era el primer paso hacia el
socialismo.
Quien lo vio, admiraba que nosotros luchábamos
contra
Batista, la valentía
de aquella gente, pero decía:
«No,
no es
revolucionario».
Estaban acostumbrados a que todos los líderes
políticos
en su juventud fueran radicales, y en su edad
adulta, madura, fueran moderados, al final
conservadores
y, por
último,
grandes reaccionarios. Entonces, ellos creían
que estaban en presencia de lo mismo, y no prestaron
mucha
atención
a los problemas que planteaba. Pensaban que el
sistema
era muy sólido
y ahí
estaba Estados Unidos, cómplice
de
todo, para perpetuarlo. Aquí
no podía
tener lugar una revolución
social, pero:
«Esos
muchachos son muy valientes y están
contra Batista, después
nos encargamos de corromperlos; no
hay que hacer mucho caso de esos planteamientos
radicales,
es el radicalismo de la juventud […].
Veintiséis
años,
unos muchachos
muy radicales».
Nunca había
existido un programa
tan radical como
La historia me absolverá,
o casi tan radical,
si se exceptuaba el del Partido Socialista.
Y triunfa la Revolución,
y no voy a decir que mi madre era
socialista ni que mi madre era comunista; tenía
sentido de la
propiedad, trabajaba en la tienda y en las otras
dependencias.
Ahora, sí
recuerdo que casi al final de la guerra hice una
visita a mi casa. Entre dos grandes combates, en un
yip, con
una pequeña
escolta, recorro desde Palma Soriano hasta Birán
para hacer una visita; fue como el día
24 o 25, creo que era Nochebuena.
Claro, viajo de noche
—teníamos
que viajar de noche,
porque de día
los aviones eran dueños
del territorio—,
y
llego allí
casi al amanecer, iba contentísimo.
La guerra andando
detrás,
por la Carretera Central, y cerca, en Birán,
se sentía
el estruendo del combate que se estaba librando en
Cueto, a
unos 12 kilómetros
en línea
recta. Cuando pasé
por Marcané
también
sentí
el ruido de los combates, se estaba luchando en
muchos lugares. Era una tropa del Segundo Frente, de
Raúl,
por el Norte, tenían
cercado Cueto y estaban combatiendo.
Entonces una de las cosas que hago después
del encuentro
familiar es ir al naranjal, 12 o 14 hectáreas
de naranjos
que había
allá.
Claro, allí
se reunió
un grupo de vecinos, no
muchos, 15 o 20, los que estaban en aquel momento,
aunque
era peligroso, vinieron a saludarme. Figúrate,
ya llevábamos
casi 25 meses de guerra en las montañas,
ya habíamos
ejercido
funciones estatales, habíamos
hecho Reforma Agraria, leyes de
toda clase, habíamos
confiscado grandes rebaños
de ganado y
establecido impuestos a los centrales azucareros del
país.
Entonces
voy a aquel naranjal que recorrí
tantos cientos de veces
cuando de niño
iba a comer naranjas. Después
de 25 meses de
guerra, casi al triunfo de la Revolución,
le digo a la gente:
«Pasen,
coman naranjas»;
ya casi había
perdido el sentido de la
forma. Mi madre, que recibió
a todos muy contenta, protesta
y me dice que es incorrecto, que no debo hacer eso,
que no
está
de acuerdo, y me explica su argumento, y concluyo
que
tenía
toda la razón.
Creí
primero que protestaba porque yo estuviera
repartiendo las naranjas, pero ella no lo hacía
por eso,
sino por el desorden al entrar allí
15 o 20 personas, y empezar
a arrancar las naranjas. Ella estaba de acuerdo con
repartirlas,
pero con orden. Decía
que esa era la propiedad, recibí
una re
primenda por andar creando desorden.
Mi madre tenía
un carácter
fuerte, sentido de la propiedad;
pero, al mismo tiempo, estaba de acuerdo conmigo. Es
decir, ella no estaba contra la Revolución.
Después,
la Revolución
empieza a radicalizarse. Sin duda, hubo mucha gente
que trató
de influir, pero ella no se dejó
influir. Cuando nosotros
hicimos la primera Ley de Reforma Agraria, la finca
de
ella era de 60 caballerías,
más
las 800 que tenía
arrendadas.
De las 11 700 hectáreas,
a mi madre le quedaron apenas unas
400 hectáreas,
tal como establecía
la primera Ley de Reforma
Agraria, y aceptó,
ni protestó
ni se quejó.
Ella, entre su concepción
de propietaria, sus intereses
económicos
y su condición
de madre, optó
por su condición
de madre y subordinó,
al fin y al cabo, sus intereses, sus ideas,
a las ideas y a la política
de los hijos. Nunca la oí
discutir, si
veía
algo mal, argumentaba:
«Hay
algo que está
mal hecho:
aquella granja está
mal administrada…».
En aquel período,
Ramón
se había
sumado a la lucha contra
Batista, pero después
del triunfo se dedicó
a la agricultura.
A medida que la Revolución
se radicalizó,
mi madre siguió
con la Revolución
y Ramón
también
siguió
con la Revolución,
a
pesar de que la clase de los terratenientes y toda
aquella gente
trataron de ejercer influencia sobre ellos. La
prensa de derecha,
reaccionaria, los entrevistó
para ver si hacían
una declaración,
y utilizarla fuera de contexto. Ni mi madre ni Ramón
nunca dijeron una palabra. Mi madre, muy firme,
siguió
con
la Revolución,
y Ramón
también.
Nosotros teníamos
familiares pobres, los hijos de los tíos
que eran carreteros: Enrique, Alejandro y, además,
los parientes
hijos de la tía
que murió;
los pobres de la familia, encantados
porque hicimos la Revolución.
Al fin y al cabo, nosotros
habíamos
llevado, de una forma o de otra, la Revolución
a la
familia, a pesar de nuestra procedencia de
terratenientes y
burgueses. Si se analizan estos orígenes,
la historia de todo,
podría
considerarse que tuvimos un
éxito
total, porque habíamos
llevado a prácticamente
toda la familia por el camino
de la Revolución.
La
única
que no se adaptó
a la idea de la Revolución
fue Juanita,
una sola. Se ve como cosa natural, porque su
mentalidad
era capitalista, una ideología
capitalista. Desde joven, tenía
en
Birán
un teatro, un cine, algunas propiedades,
administradas
por ella; tenía
sus ingresos y adquirió
una ideología
capitalista.
En definitiva, para mí
existía
una explicación
absolutamente
lógica,
ya que había
una diferencia de ideas, más
un carácter
fuerte. Ella reaccionó
marchándose
del país,
se convirtió
en una activa militante contra la Revolución;
pero eso no me
preocupa, siempre tuve mucha sangre fría
para analizar estos
problemas dentro de una concepción
revolucionaria y marxista.
Si hubiera tenido otra concepción,
otra filosofía,
quizás
me habría
parecido absurdo, una acción
mala, pero ella actuó
en consecuencia con sus ideas, y reaccionó
como otras muchas
personas con ideas capitalistas, no querían
saber nada de
socialismo, de comunismo o de marxismo. Siempre lo
vi así,
con mucha naturalidad, como una cosa muy lógica,
casi natural.
No tengo la más
mínima
duda, ni siquiera pudiera decir que
tengo el más
mínimo
rencor hacia Juanita a pesar de todo.
Me parece incorrecto que hicieran campaña,
sobre todo,
me parece incorrecto que el imperialismo use esos métodos
de
manipular y utilizar a familiares para hacer campañas
de esa
naturaleza. Ella es ciudadana norteamericana, y la
han utilizado
en más
de una ocasión
en tal tipo de acciones hostiles, la
última
vez recientemente, por los días
del año
pasado [2009]
en que la casi totalidad de las naciones del mundo
condenaron
el cruel e injusto bloqueo de Estados Unidos contra
todo un
pueblo, contra nuestra patria.
Yo creo que eso deshonra al imperialismo, son métodos
sucios que no hemos usado jamás.
Es como si, para combatir a
Reagan, a Bush padre o a Bush hijo, hubiéramos
utilizado a una
prima de cualquiera de ellos que esté
con la Revolución;
es ridículo,
no son recursos políticos,
son recursos demagógicos
y
sucios, utilizados por el imperialismo. No me extraña,
،cómo
me va a extrañar!,
¿por
qué
me va a extrañar
que el imperialismo
lo haga?, es lo más
lógico
del mundo. Pero nosotros nunca
hemos actuado así.
La Revolución
nunca actuaría
de modo
tan poco honorable, lo ha demostrado a través
de su historia.
Cuando usted tiene ideas o valores que destruyan los
mitos,
eso no constituye un problema. Son mecanismos de
tipo psicológico,
de guerra psicológica,
y corresponden a la esencia
del imperialismo.
Katiuska Blanco.
—En
la Oficina de Asuntos Históricos
del
Consejo de Estado se conserva aún
el registro escolar de la escuelita
de Birán,
tiene tapas duras de color anaranjado y hojas
amarillentas por el paso del tiempo. Todo lo anotado
en aquel
libro, durante los años
30 del siglo xx, resulta muy interesante.
Aparecen disímiles
datos: alumnos, asistencia, calificaciones
y hasta cuándo
se suspendían
las clases por epidemias de tifus
o paludismo. Pienso que al salir de aquella primera
escuelita,
usted vivió
experiencias que lo determinaron muy precozmente
a tomar sus propias decisiones, pero
¿cómo
ocurrió
todo según
sus recuerdos?
¿Qué
lo llevó
a esas encrucijadas
de la vida a tan corta edad?¿Usted
sabe con certeza por qué
lo
enviaron a Santiago?
Fidel Castro.
—Era
una
época
difícil,
la
época
que hoy le llaman
del machadato, de la gran crisis de los años
30, cuando el precio
del azúcar
bajó
de forma estrepitosa.
Eufrasita, la tercera maestra de quien hablé,
era miembro
de una familia de tres hermanas huérfanas
de madre, que
vivían
con su padre en Santiago de Cuba. Las tres hermanas
habían
estudiado: una era médica,
era como la estrella de la
familia; la otra profesora de piano, y la tercera,
maestra.
Eran mestizas, alguna relación
histórica
tenían
con Haití.
Eso no tiene nada de extraño,
porque cuando la Revolución
de
Haití
muchas familias haitianas vinieron hacia Cuba, a la
zona
de Oriente, algunas llegaron con esclavos. Era la
época
de la
esclavitud, desapareció
en Haití,
pero continuó
en Cuba. Y
esos inmigrantes de origen francés
que vinieron de Haití
desarrollaron
una sólida
agricultura de café
y cacao en Cuba, y
tuvieron mucho que ver con el gran auge que en el
siglo xix
alcanzó
la producción
cafetalera. Eran agricultores muy eficientes,
notablemente eficientes para aquella
época,
que sabían
usar la humedad y la fertilización
a base de cal. Desarrollaron
una importante riqueza y, a la vez, adquirieron
nuevas dotaciones
de esclavos. Por eso, en Santiago de Cuba y Guantánamo
hay un gran número
de nombres de origen francés
entre
la población
cubana; es decir, los descendientes de los esclavos
tienen los nombres de los antiguos amos franceses.
Algún
tipo de relación
tenía
dicha familia con la cultura
francesa y con Haití.
Yo sé
que las tres hermanas estudiaron,
incluso, fuera del país.
No tengo información
de la madre, tal
vez se pudiera investigar; no tengo información
del padre; lo
conocí
de muchacho, pero no tuve mucha relación
con
él.
Hablaban
un francés
perfecto, no sé
si lo estudiaron en Haití
o,
incluso, si lo estudiaron en Francia.
Cuando Eufrasita va de maestra para Birán,
era una
época
de gran crisis económica.
Cuando surge la idea de llevarnos
a Santiago, la hermana médica
había
muerto, y la hermana
pianista, que después
fue mi madrina, quedó
sin empleo; la
maestra era la
única
empleada, y su ingreso también
único
para su familia, y en aquella
época,
muchas veces, el gobierno
no les pagaba siquiera a los maestros.
Vivían
en Santiago de Cuba, en una casita de madera, muy
modesta. Todavía
está
allí.
¿Por
qué
voy a parar a Santiago de Cuba a casa de la maestra?
Porque ella, naturalmente, vivía
una situación
económica
apurada. En mi casa, mi padre y mi madre se
dedicaban al trabajo,
y la escuela era mi círculo
infantil. Angelita ya era mayorcita,
no sé
si estaba en quinto o en sexto grado, y la maestra
convence a mis padres de que Angelita debía
ir a Santiago a
estudiar tal grado para después
seguir los estudios en una escuela
mejor, porque ya no existían
perspectivas en Birán.
Y a
mí,
que debo de haber tenido seis años,
que llevaba sentado en
la primera fila desde hacía
por lo menos dos años
—después
me deben haber pasado para la segunda porque ya
escribía
y
sacaba cuentas—,
deciden mandarme también
con Angelita.
La maestra, indiscutiblemente, hizo una campaña;
como yo
había
aprendido a leer y a escribir, dijo que yo era
brillante,
que era buen estudiante, muy inteligente y que, por
lo tanto,
también
había
que mandarme a Santiago de Cuba, para recibir
una mejor educación.
Ella convenció
de alguna forma a mi
madre y a mi padre de que era bueno que me fuera con
Ange
lita. No se llevan a Ramón,
él
no va.
Angelita y yo somos remitidos a Santiago de Cuba. Así
empieza
la historia.
Parece que conveniaron con mi familia el envío
de 40 pesos,
lo equivalente a 40 dólares,
por cada uno de nosotros; o sea, la
maestra aseguraba un ingreso de 80 dólares
con nosotros dos
en la casa. Para la
época
aquel era un ingreso muy grande, 40
dólares
tenían
entonces el poder adquisitivo que hoy tienen
aproximadamente más
de 1000 dólares
en Estados Unidos; era
un enorme poder adquisitivo, una res valía
dos dólares,
tres
dólares.
Fue un recurso que buscó
la maestra para mejorar su
situación
económica.
Hasta ese punto no la critico, aunque no
puedo estar de acuerdo con que me hayan utilizado
como instrumento.
Los primeros en viajar fuimos Angelita y yo. A Ramón
lo convencí
después
para que se quedara en Santiago, en
una visita que nos hizo con mi madre. Soy el
culpable de que
Ramón
haya pasado también
aquel calvario.
Yo nunca me había
separado de mi familia, y mandarme
de Birán
para Santiago de Cuba era casi casi como mandar a un
muchacho de seis años
para Estados Unidos, porque los de mi
casa muy rara vez iban a Santiago.
Santiago de Cuba me pareció
una ciudad enorme; recuerdo
la estación
de ferrocarril, construida en parte de madera; la
ciudad, la bulla, todo.
Fuimos directamente para la casa de una prima.
،Ah!,
no
estoy seguro de que ya tuvieran alquilada la casa
aquella adonde
fuimos a parar. En la calle Santa Rita, cerca del
malecón,
en
una casa muy modesta, vivía
la prima gorda, que le llamaban
Cosita, y allí
dormí
por primera vez en Santiago de Cuba.
Katiuska Blanco.
—Ella
se llamaba Osoria Ruiz y vivía
en el Nº
51 de la calle de Santa Rita baja, muy cerca de La
Alameda. Estuve allí
y me impresionó
la exactitud con la que usted recuerda la cercanía
al embarcadero. Llegué
y era como si conociera el lugar desde antes, y es que en verdad ya lo había
recorrido a través
de sus palabras memoriosas…
Fidel Castro.
—A
los pocos días,
vamos a vivir en la casa chiquitica de madera, ubicada en un alto, cerca de donde se
encontraba el instituto en Santiago, y allí
nos reunimos el padre de la maestra, la hermana de la maestra, Angelita,
Esmérida, una campesinita que llevaron de criadita y yo: cinco
cuando menos. La maestra estaba unas veces, y otras no; según
fuera el período
de clases, ella regresaba a trabajar en la escuela
de Birán.
Entonces, de la casa de la prima gorda, mandaban una cantinita chiquitica donde podía
caber la alimentación
de una o dos personas. Aquella cantinita, que llegaba por el
mediodía, era para comer los cinco por el mediodía
y por la noche.
Yo no sabía
lo que era el hambre, pudiera decir que no sabía lo que era el apetito, porque estaba todo el día
en la tienda, en la casa o en el campo comiendo dulces, caramelos,
frutabombas, mangos y toda clase de chucherías.
Cuando nos sentábamos
a la hora del almuerzo, había
que presionarnos, casi obligarnos a comer; eso era en la casa. Pero cuando llego a
Santiago descubro el apetito, no el hambre porque yo no sabía
lo que era el hambre, no estaba consciente de que estaba pasando
hambre, sino de que sentía
un apetito enorme, la comida me parecía una maravilla, fabulosa. Todos los días
esperaba que llegara la cantina aquella, a la hora del almuerzo, y al final,
por la noche, repartían
el buchito de lo que quedaba en un platico. Era una cucharadita de arroz, un poco de boniato…
،Hasta
el
último granito me lo comía!,
،lo
pinchaba con una punta del tenedor! Y lo digo sin exagerar en lo más
mínimo.
La comida se había vuelto de repente para mí
algo maravilloso, exquisito, pensaba todo el tiempo en eso. Parecía
una cosa infinita, que yo no pudiera nunca satisfacer aquella ansiedad…
Estaba esperando por la tarde que llegara otro granito de arroz.
Aquello se une a otra cosa: en la casa, cuando llovía,
caía entro que afuera. Era un barrio pobre, muy
pobre.
Mis padres enviaban 40 dólares
por cada alumno. Daba para comer igual que un rico. Creo que la maestra
hizo demasiada economía.
Ella empezó
a ahorrar dinero. No sé
cuánto
se dedicaba a la casa y al gas, pero creo que serían
10 dólares,
14 dólares,
20 como máximo.
Claro, lo
único
que podemos decir con justicia es que todo el mundo pasaba hambre allí:
el padre de la maestra, la herma na, todo el mundo; era un hambre bien repartida
entre todos, porque aquella pequeña
cantina no podía
dar para los cinco.
En aquel momento yo vivía
en el barrio de muchachitos pobres, donde un durofrío
valía
un centavo, un rallado o granizado con sirope de fresa, de cola o de cualquier cosa,
costaba un centavo. Figúrese,
con el hambre que pasaba, salía
por allí
y los muchachos que tenían
un centavo compraban, pero los muchachos son egoístas,
los muchachos, en general, son egoístas.
Además
del hambre, la hermana de la maestra me daba una esmerada educación
francesa: cómo
uno se sienta, cómo
uno tiene que comportarse, cómo
se debe comer en la mesa, y entre las cosas que no se podían
hacer jamás,
estaba pedir. Entonces, los muchachos conocían
las reglas por las cuales nosotros teníamos que regirnos, y cuando un muchacho estaba comiendo rallado y yo le decía:
«Dame
un poquito de rallado»,
me respondía:
«No»,
e iban a ver a la hermana de la maestra y le decían:
«Oiga,
está
pidiendo».
Me delataban si violaba las reglas de la casa, porque ellos también
pasaban hambre y no querían
dar ni un poquito del rallado.
Todavía
recuerdo que un día
le pedí
un centavo a la que fue mi madrina después,
y me dijo:
«No,
no te puedo dar un centavo, porque ya te he dado 81 centavos».
Sería
cuando llevaba dos meses allí.
La situación
era tan crítica
que ella no me podía dar un centavo para comprar un durofrío
ni yo podía
pedirlo. Eso duró
unos cuantos meses, puede ser medio año.
El hecho es que un día,
no sé
por qué,
llegó
Ramón
a Santiago de visita, y llegó
rico, porque Ramón
tenía
una carterita de bolsillo, que se dobla, con un dinero en menudo
—10 centavos, 20 centavos de plata, centavos de cobre,
medios de níquel,
،me
parecía
una fortuna!—
y tendría
alrededor de un peso, y hasta más.
،Figúrese!
Salimos a una tienda, no sé
si de unos chinos, y nos compramos unos turrones de
coco que valían
un centavo. Ramón
llevaba capital suficiente para 150 turrones de coco, por lo menos. Cuando veo aquello,
le digo a Ramón
que se quede, que no se vaya, que se quede allí
para garantizar aquella colosal riqueza. Como resultado, a los pocos días,
la cantina había
que estarla repartiendo con una sexta persona, que era Ramón,
los comensales aumentaron a seis. El dinero de Ramón
voló,
no sé,
en poco tiempo desapareció
todo, y recuerdo que la situación
llegó
a ser tal, que además
de pantalones cortos, sin medias, los zapatos que tenía
se rompieron, y pedí
una aguja y cosí
los zapatos con hilo de coser. Tendría
entonces seis o siete años.
Katiuska Blanco.
—Tenía
seis años,
Comandante, porque lo llevaron para Santiago en mayo o junio de 1933, en agosto de
ese año
cumplió
siete.
Fidel Castro.
—Aquel
fue el período
más
crítico.
¿Cuánto
duró? Quizás
Angelita supo cuánto
duró
tal período,
porque Angelita me llevaba como cinco años.
La maestra en Birán
—según
oía
a mis tías,
a mi madre y a todo el mundo después,
cuando se formó
el escándalo
por todo esto—
comía
en mi casa, se servía
y escogía
las piezas de pollo en el arroz amarillo. Ella estaba espléndidamente
en mi casa. Cuando llegó
Ramón
a Santiago, Eufrasita comenzó
a recibir 40 pesos más,
120 pesos en total por los tres. Pero en la casita de Santiago de Cuba, para todos nosotros, la
cantina seguía siendo la misma.
Fuimos objeto de un negocio y pasamos hambre, pero hambre de verdad.
Es así
como te he contado, con un rigor histórico
exacto y preciso. Tiene importancia porque creo que influyó
después, cuando me vi desde muy temprano enfrentado a
problemas y situaciones muy difíciles,
como el hambre, que al principio no podía
explicarme. Me doy cuenta de que hemos sido víctimas de una gran injusticia, bastante tiempo después,
cuando mi madre llegó
a Santiago; pero no sé
qué
tiempo pasó.
Tengo presente que en el año
1933, en agosto, cae Machado. Con el golpe del 4 de septiembre, sube Grau. Fue
él
quien promulgó
las leyes nacionalistas sobre el trabajo. Angelita y
yo fuimos al barco
La Salle,
en el que expulsaron a los haitianos. Era en el
último
trimestre de 1933 o a comienzos de 1934.
Grau estuvo de septiembre a enero, tres meses, y en
dicho tiempo dictó
la ley de expulsión
de los haitianos. Cuando esto ocurrió
ya Luis Hibbert, cónsul
de Haití,
era novio o marido de Belén,
y estábamos
nosotros con
él
presenciando la expulsión de los haitianos, que fue al final de 1933 o
principios de 1934. Ya habíamos
vivido en la casa de madera muchísimo
tiempo. Recuerdo que desde que fui interno en segundo grado,
1936 y 1937, no tuve más
contacto con dicha familia. Mientras permanecí
en aquella casa recibí
tres obsequios por el Día
de Reyes, es decir, tres días
de Reyes Magos. De ello sí
que me he acordado toda mi vida: las tres cornetas. Ya Luis
Hibbert era mi padrino, y si no lo era todavía,
ya tenía
relaciones con Belén, porque si no,
¿por
qué
fui al vapor
La Salle?
Él
nos llevó
allá
al muelle, al vapor
La Salle,
que tenía
dos o tres chimeneas, a ver la expulsión
de los haitianos, a quienes
él
como cónsul
debía
despedir.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el 18 de octubre de 1933, el Gobierno Provisional de los Cien Días
dictó
el Decreto N.o
2232, ordenando la repatriación
de todos los extranjeros desocupados o que se encontraran ilegalmente en el país.
El 20 de diciembre se concede un crédito
de 20 000 pesos para cubrir los gastos de los extranjeros menesterosos e
indigentes
—así
decía—,
a quienes el gobierno consideraba necesario enviar a sus respectivos países
de regreso. Tal decisión
se cumplió
en vapores como el
San Luis
y el
La Salle,
que usted recuerda tan nítidamente.
Fidel Castro.
—Sé
que estuve en aquella casa tres días
de Reyes Magos, es de lo que me acuerdo. Hubo un momento en
que se produjo un cambio de casa, pasé
a una un poquito más
cómoda, no me acuerdo qué
factores lo determinaron.
Una vez mi padre había
ido a Santiago, y recuerdo que mi madrina
—después
viene la historia con la que fue mi madrina—, contaba que cuando mi padre estaba bajando por la
escalera, lo vi, salí
corriendo y decía:
«Ahí
está
Castro, ahí
está
Castro, ahí
está
Castro».
Nosotros no los llamabámos
papá
y mamá,
todo el mundo les decía
Castro, y nosotros le decíamos Castro al padre, y a la madre, Lina. La madrina decía:
«Igualito que
él».
Acabábamos
de pasar no sé
qué
enfermedad, no sé
si era la papera, la rubéola,
una de las tantas. Según
contaban en mi casa, estaba flaco, peludo, pero todo se explicaba
porque habíamos estado enfermos, y mi padre no se daba cuenta.
El asunto se descubre cuando va mi madre a Santiago
a vernos. Ella llega. Parece que Angelita está
más
consciente y le cuenta. Mi madre comprende que estábamos
pasando hambre. Yo me acuerdo de una cosa fabulosa. Aquel día
mi madre nos llevó
a la ciudad a la mejor heladería
que había
en Santiago de Cuba, se llamaba La Nuviola, cerca del parque Céspedes, nos sentó,
y nosotros: toma helado y helado. También
lleva para la casa un saco de mangos
—tiene
que haber sido en la
época
de los mangos, en el verano—
y entre Angelita, Ramón y yo nos comimos el saco de mangos completo.
Desde luego, aquella fue la peor fase, la del hambre
física. Por entonces también
viví
otra experiencia que me causó
una impresión
fuerte. Mientras estaba yo en Santiago de Cuba en casa de la maestra, siendo un niño,
fue de Birán
a Santiago la mujer de Antonio Gómez
para visitarlo en la cárcel.
Antonio era mecánico
y su familia vivía
a orillas del río
Manacas, cerquitica de la tienda estaba el correo, siguiendo por el
Camino Real en Birán.
Después
de la tienda, a unos 80 metros, había una casita de madera de dos pisos a orillas del
arroyo. En los bajos de la casa vivía
una familia y en los altos, otra. No sé
el origen de dicha edificación.
Allí
vivía
Antonio, el mecánico, que tenía
varios hijos.
Era la
época
del machadato, y no sé
por qué
razón,
posiblemente, como era una mujer de Birán,
al
único
lugar que se dirigió
fue a la casa de la maestra, y por alguna razón
la mujer de Antonio me llevó
con ella a visitar a su marido. Fue la primera vez que vi una prisión.
El vivac estaba hacia el oeste de Santiago de Cuba, donde termina la avenida de La
Alameda; como a tres o cuatro cuadras más
estaba el vivac. Antonio permanecía
preso por razones políticas,
por ser comunista y por algún
otro problema o protesta. La mujer se sentía
muy triste. La imagen que recuerdo es de tragedia: al
padre de familia, al sostén
de la familia, de allá
de Birán
lo mandan preso al vivac de Santiago, y la mujer lo va a visitar. No
sé
por qué, no recuerdo cuál
fue la causa, pero por alguna razón
yo también fui incluido en la visita. Lo recuerdo perfectamente
bien. Me daba mucha pena, sentía
mucha lástima
por aquella familia. La mujer lloraba desconsolada, muy triste. Aquello
inspiraba mucho respeto, por el concepto que le hacían
a uno de que la cárcel
era un lugar muy malo, que estar preso constituía
una tragedia muy grande.
Recuerdo que vi algunas escenas de los soldados,
pasaban frente a la casa, ubicada al lado del instituto, y
allí
había
unos marinos apostados. Posiblemente el instituto estaba
ocupado por la fuerza pública.
Existía
una lucha revolucionaria en aquella
época.
Recuerdo la imagen de alguien que pasa
—no sé
si le dijo algo a un marino—
y le dan un culatazo con un arma. Vi algunas escenas de violencia, porque vivíamos
frente al instituto, cuando permanecíamos
en la casita chiquita.
De aquella casita no nos mudamos para otra más
amplia, sino que al lado, de vecino, vivía
un pequeño
comerciante
—su hijo se llamaba Gabrielito, quien al triunfo de la
Revolución
era ingeniero de TV, trabajaba en la televisión—,
que se quedó
con una parte de la casa y le dio la de abajo alquilada
a la familia de la maestra. De la casa aquella, que era mucho mejor,
se bajaba por una escalera. Quedaba en el borde de una loma y
tenía una buena vista. Eso no ha cambiado, allí
todavía
está
la casa de madera y también
la otra. Con la mudada se mejoró
algo la alimentación.
Un día
llega mi madre y nos lleva otra vez para Birán, transcurre así
el primer período,
porque hay dos etapas.
Cuando se da el escándalo,
tomo conciencia de que habíamos pasado hambre, que habían
cometido una injusticia con nosotros. Oía
en mi casa a todo el mundo hablando, decían horrores de la maestra: que si era esto, que cuando
volviera le iban a tirar la puerta, que ella comía
allí,
que recibía
todo. Según el escándalo
y las conversaciones en mi casa, le sacaron a relucir todo. La maestra se convirtió
en un personaje tenebroso. Pero luego pasó
la tempestad, llegó
la maestra, volvieron las relaciones normales en mi casa, un convenio de
paz, y nos volvieron a mandar para allá
para Santiago, en verano. Volvimos para la casa después
del escándalo,
de la discusión,
los esclarecimientos y bajo juramento solemne de que nosotros no
íbamos
a pasar más
hambre. Ya no la pasamos más,
efectivamente, ya en el segundo período
no pasamos hambre, hubo un cambio en cuanto a eso; pero la situación
siguió
siendo desagradable, porque había
una pérdida
injustificable de tiempo.
Angelita decía
horrores, porque tenía
más
edad, hablaba, contaba, pero Ramón
y yo al regresar a Birán
estábamos
en guerra con la maestra, y decidimos tomar represalia;
éramos sus enemigos, con plena conciencia de que habíamos
sido víctimas de una injusticia.
¿En
qué
consistió
nuestra represalia? Otra vez en Birán,
libres, salvajes de nuevo, recuerdo una de las acciones que tomamos contra la maestra: rumbo a
la panadería había
un caminito, y enfrente una gran estiba de leña para el horno. Cerca estaba la escuela. El techo era
de zinc. La profesora era una mujer nerviosa y se irritaba con
facilidad. Ramón
y yo hicimos una estiba de piedras pequeñas,
y con unos tirapiedras, como si fueran morteros, en las
primeras horas de la noche
—la
maestra estaba al acostarse a dormir—
le tiramos desde la estiba de leña
y empezaron a caer las piedras en el zinc, las que rodando por el techo hacían
un ruido infernal:
،Ta
ta ta ta ta!, la maestra gritaba. Aquello fue del
diablo, Ramón
y yo tomamos así
venganza contra ella, pero a pesar de todo, a mí
y a Angelita nos mandaron otra vez para su casa. A Ramón
no lo enviaron la segunda vez.
A Angelita la pusieron en una escuela de monjas, en
el Colegio de Belén,
como a dos cuadras de la casa. A mí
no me pusieron en ningún
colegio, me ponían
a estudiar con la que fue después
la madrina. Me daba clases. Así
que me sacaron de una escuela, me sacaron del campo, me encerraron en
Santiago, y aun cuando ya no estaba pasando hambre, me daban clases, pero no con libros, sino con una libreta de
esas que en la carátula
tenía
la tabla de sumar, restar, multiplicar y dividir. Me ponían
a aprender las tablas y yo me las sabía
de memoria, todavía
me acuerdo de las cifras; me hacían
algún
dictadito, y así
me tenían
perdiendo el tiempo.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante. De mayo a diciembre de 1933, y luego, todo 1934 estuvo sin cursar estudios.
Fidel Castro.
—Recuerdo
que pasé
tres 6 de enero, tres días
de Reyes Magos en casa de la maestra.
En el
ínterin,
ocurrieron importantes acontecimientos. Se establecen relaciones entre Belén
y el cónsul
de Haití,
se crea un compromiso y se casan. Esperando porque el
millonario y el cura se reunieran, cumplí
ocho años
sin bautizarme. Ya era grande, y entonces, el 19 de enero de 1935, me
llevaron a la Catedral de Santiago de Cuba y me rociaron el agua
bendita.
Ya no pasábamos
hambre en aquel período,
pero yo continuaba perdiendo el tiempo, hasta que, por fin, me ponen externo en el primer grado en el Colegio La Salle,
después
de todas aquellas calamidades. Eso solo podía
ocurrir en 1935 si me hubieran llevado a Santiago de seis años,
tal como fue, porque me llevaron antes del derrocamiento de
Machado. No recuerdo con exactitud en qué
momento. Con ocho años,
antes de cumplir los nueve, ingresé
en La Salle.
Esto implica que me deben de haber llevado de seis años
y estuve aproximadamente dos años
sin estudiar. Por eso pasé
tres Reyes, tres veces el 6 de enero, porque me
acuerdo de los regalos que me hicieron
—se
lo conté
a Frei Betto—:
primero me dieron una cornetica de cartón
y un pito de metal; después me dieron otra que era mitad de cartón
y mitad de metal, y después
me dieron una de aluminio. Yo hasta entonces les escribía
interminables cartas a los Reyes pidiendo de todo; mientras más
pobreza y más
necesidades, más
le pedía
yo a los Reyes. Mis cartas a los Reyes estaban en relación
directa con la pobreza.
Ahora, si los datos son correctos, me mandaron a
Santiago cuando estaba cerca de cumplir siete años,
y me enviaron a la escuela cuando tenía
los ocho cumplidos porque yo cumplo en agosto; así
que me deben de haber mandado a La Salle a
principios del año
1935, hasta entonces me han hecho perder dos años
de estudio.
Katiuska Blanco.
—Efectivamente,
Comandante. Lo enviaron a Santiago por primera vez en mayo o junio de 1933,
con seis años cumplidos. Lo sé
porque conseguí
localizar el certificado de defunción
de la doctora Nieves Feliú
Ruiz. Ella muere el 30 de enero de 1933 y usted recuerda la llegada de tal
noticia a Birán cuando afirma:
«Ya
Eufrasita era maestra en Birán,
porque yo me acuerdo del llanto, de la historia, de la
tragedia, que murió
la hermana, y de todo eso».
Ustedes viajan a Santiago poco después.
En la finca esperaron que concluyera el curso para enviarlos. Cuando la caída
de Machado, en agosto de aquel año,
ya están
en la capital de Oriente.
Fidel Castro.
—A
mí
me han hecho perder allí
dos años.
Entro con ocho años
en primer grado; nueve años,
segundo grado; diez años,
tercer grado. De tercero, Ramón
y yo
—ya
estamos juntos—
pasamos a quinto, recupero un año,
a los 11 en quinto
—ya
después
voy para otro colegio en quinto—;
12, sexto; 13, séptimo.
Ahora, aparece un problema cuando voy a ingresar en el instituto, pero eso ocurre cuando tengo 12 años,
no en sexto grado, que es cuando viene una maestra negra,
la pro fesora [Emiliana] Danger que se entusiasma conmigo y
quiere que estudie el séptimo
y el primer año
de ingreso, y que al cumplir la edad los examinara. Ella traza un plan
conmigo.
Recupero un año
por buenas notas. A unos pocos alumnos nos pasaron del tercero al quinto por excelentes
notas; nos ahorramos el cuarto grado, y yo recuperé
uno de los años
que perdí.
A mí
me hacen perder dos años
académicos,
por lo menos, porque llegué
en 1933 y debía
de haber hecho el primer grado con seis años,
،si
ya yo sabía!
A falta de círculo
infantil, me enviaron a los cuatro años
a la escuela.
Es mejor que el hambre la haya pasado a los seis o
siete años
y no a los cinco, porque ya entonces no me producía
daño cerebral, menos mal que comí
bien antes. Creo, por lo menos me imaginaba, que era alto, flaco y crecido. Los
primeros seis años
fueron abundantes de leche, carne, proteína,
de todo. Si me llega a pasar aquello en el primer año
de vida hubiera sido un desastre. El hambre en Santiago debe de haber
durado por lo menos un año.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante. Calculo que fue de mayo de 1933 a mayo o junio de 1934, cuando Lina fue a
verlos en plena temporada de mangos. Anteriormente, su papá
había ido a visitarlos, pero sin percatarse de lo que
acontecía,
pues le dieron como explicación
de su delgadez, la enfermedad del sarampión.
Para Lina era difícil
ir hasta Santiago porque había dado a luz a Juanita la noche del 6 de mayo del
propio 1933. En tonces, cuando su mamá
va a verlos y los encuentra en aquel estado deplorable, sufre un gran disgusto.
Fidel Castro.
—En
aquel tiempo enfermé
de una epidemia. No me podía
enfermar del estómago,
porque no comía
nada. Cuando daban purgante,
¿para
qué
me iban a dar purgante a mí?
En la primera casa había
riesgos, porque se mojaba toda, era húmeda.
En tal
época
hubiera podido contraer una tuberculosis. Mucha gente sobrevivía
a todo aquello. Algún efecto tiene que haber hecho en nosotros; calculo en
alrededor de un año
el período
de hambre, posiblemente fue un año y tanto.
Yo no entendía
nada, parecía
que me estaban ayudando, que me mandaban para la ciudad, que me hacían
un favor con todo aquello, para allá
y para acá,
y posiblemente hasta me embullaron para ir, me lo presentaron como un
acontecimiento importante, como una gran cosa. Sé
que salí
encantado para allá,
iba con Angelita, y el tren y la ciudad y las luces eléctricas,
todas aquellas cosas nuevas…
Pero nunca me llevaron al cine en dicho período.
Recuerdo que una sola vez, muy al principio, me llevaron a la entrada de la bahía
de Santiago de Cuba, a La Socapa, y a un islote que está
en la entrada, debe de haber sido en ese tiempo, a los seis años.
Fue una excursión campestre, a la francesa: en una lanchita, llegamos
hasta cerca de la entrada de la bahía
de Santiago de Cuba, Cayo Alto. Trajeron algo maravilloso: unos dulces de leche;
recuerdo que tenían
unos pedacitos de guayaba
—una
sola vez—.
Después, en la misma lancha, nos sacaron hasta la entrada de
la bahía, y por primera vez vi el mar abierto, una cosa
impresionante, lo más
impresionante que vi, el mar abierto y olas fuertes
en pleno verano. Una sola vez. Nunca me llevaron al cine ni
salí
más a ninguna parte: una excursión
solitaria que hicieron una vez, al estilo francés,
con una canasta.
Fue una
época
de pobreza, pero no como para pasar hambre, porque la gente estaba mal alimentada, sin embargo,
resolvía el problema del apetito desmedido comiendo harina de maíz;
compraban una libra y con ella se llenaban. La gente
no comería
carne, no tomaría
leche, pero por lo menos comía
harina seca de maíz,
pan, se llenaba aunque estuviera desnutrida. Nosotros, no era que estuviésemos
desnutridos, sino que pasábamos
hambre. No nos llenábamos,
al estómago
no llegaba lo que tenía
que llegar.
A mí
me da pena hacer esta historia, porque todas
aquellas personas murieron hace tiempo y fueron unos
infelices. No es que fueran malas personas, sino que estaban
obligadas a ser mala gente, porque la hermana de la maestra era una
excelente persona y nos quería
a nosotros y nosotros la queríamos muchísimo
a ella; era una víctima.
Ahí
la autoridad, la que mandaba, era la maestra Eufrasita, porque era quien
recibía un sueldo, cuando se lo pagaban, era quien tenía
la relación con Birán,
con mi familia, era la que recibía
el pago. Ella ad ministraba todo; era, además,
dura y ahorrativa, demasiado ahorrativa.
Lo que podemos decir es que el hambre que nosotros
pasábamos, la pasaba la hermana y la pasaba el padre. Ella hacía pasar hambre a todo el mundo para ahorrar el dinero.
Incluso, en aquel período
fue a una excursión
que organizaban a las Cataratas del Niágara.
Era un viaje largo de Santiago a La Habana, de La Habana a Estados Unidos en barco, y no sé
si luego, por tierra, iban en tren hasta las cataratas. La maestra
de Birán,
en aquella
época
de tanta pobreza y de tanta miseria, hizo el gran viaje y llegó
llena de souvenires, de banderitas. Nos pasamos un año
entero oyendo hablar de las Cataratas del Niágara.
Fue el acontecimiento más
grande que ocurrió
en aquel período.
También
se produjo entonces el derrocamiento de Machado. Recuerdo que en la mejor casa, yo no dormía
en un cuarto, sino en un pasillo; y no dormía
en una cama, sino en un canapé
de mimbre, era rígido
y no sé
si le ponían
algo, sé
que dormía allí.
Pero lo peor no era eso, sino que en aquella
época
de gran convulsión,
todas las noches estallaban bombas. En una sola noche explotaron 22 bombas en Santiago de Cuba, y
cada vez que explotaba una me despertaba. Aquella noche
explotaron como 22, y a mí
me parecía
que iba a explotar una allí
mismo, al lado. Yo no sabía
ni por qué
explotaban, ni a qué
se debían. Había
temor, pero a mí
me ponían
a dormir al lado de la calle; si hubiera estado en un cuarto más
hacia dentro, más
resguar dado, habría
estado más
tranquilo. Cuando no había
hambre, había
bombas. Hubo de todo allí.
Conocí
el terrorismo desde temprano, fui víctima
del terror.
Además,
en dicho período
se establece la relación
con el cónsul,
hay matrimonio, el cónsul
va a vivir allí,
son mis padrinos, van cambiando las cosas y la situación
mejora.
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