01
Casa, padres,
árboles,
luz de velas y faroles de gas, primeros recuerdos,
muerte inescrutable, frescor en el altillo, Día
de Reyes, remedios caseros, Manacas, aserríos,
montar al pelo, libre en los parajes, gallos,
amistad, sin la franqueza de Rousseau, venir al
mundo
Katiuska Blanco.
—Comandante,
José
Martí
creía
que la historia del hombre podía
ser contada por sus casas. Para mí
la casa es abrigo, incluso en la memoria. Desde
que estudié
la poesía
del peruano César
Vallejo, me acompaña
en el pensamiento un poema sobre una casa donde no vive ya
nadie. Emocionan los versos:
Cuando alguien se va, alguien queda.
El punto por donde pasó
un hombre, ya no está
solo.
Únicamente
está
solo, de soledad humana, el lugar por donde
ningún
hombre ha pasado. Las casas nuevas están
más
muertas que las casas viejas, porque sus muros son de
piedra o de acero, pero no de hombre. Una casa viene al mundo,
no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a
habitarla.
No puedo explicarle, no sé
por qué
vericuetos del alma, esos versos me llevan siempre a la
casa recóndita
de mi infancia, pero también
a la suya, a la casa de Birán.
Usted volvió
allí
al cumplir 70 años.
Fui testigo del regreso, y desde entonces esperaba la oportunidad de
preguntarle sobre los recuerdos que guarda de la casa donde usted
nació.
Fidel Castro.
—La
casa era de madera, construida sobre pilotes más
altos que un hombre. Me imagino que inicialmente, en
el proyecto original, era cuadrada; una
casa prefabricada, de las que posiblemente los norteamericanos
vendían
aquí.
Es probable que hasta la hayan traído
de Estados Unidos. Mi padre la construyó
antes de que nosotros naciéramos.
Tenía
recursos económicos,
ingresos relativamente elevados, y en aquella zona se desarrollaban grandes
empresas agrícolas
norteamericanas.
Los terrenos de mi padre estaban
rodeados de grandes extensiones de tierra de diversas compañías
norteamericanas. Incluso, el viejo trabajó
con una de esas empresas, la United Fruit Company, propietaria de 130 000
hectáreas
aproximadamente, una gran plantación
cañera
y un central azucarero. La United Fruit poseía
otros centrales más
próximos
—que
yo recuerde—,
tenía
dos grandes centrales alrededor de la bahía de Nipe, y sus tierras llegaban hasta
los límites
de las de mi padre. Antes de que
él
adquiriera esas tierras, a comienzos del siglo xx, había
trabajado con la United Fruit Company. Al principio contaba también
con una pequeña
empresa. Dirigía un grupo de hombres y hacía
contratos para talar madera, para suministrar leña
al central azucarero y desmontar
áreas donde sembrar caña.
Según
mi hermano Ramón,
eran años
de numerosa inmigración
de España,
principalmente de las provincias gallegas, lo que favoreció
su trabajo como contratista: comenzó
a laborar con sus hombres en terraplenes de línea
y a transportar maderos. Abrió
una fonda y, además,
inició
sus siembras de caña.
Llegó
a tener una colonia en tierras de la United, la denominada Dumoy, que
vendió
después
porque tuvo un accidente al caer de un
caballo y fracturarse una pierna. Aquellas tierras mi padre las puso en
venta en una
época de mucha prosperidad en la industria
azucarera, antes de la Danza de los Millones.
Él
era un inmigrante español,
un hombre muy activo que se convirtió
en un empresario. Así
fue como obtuvo ingresos importantes y adquirió
tierras; pudiéramos
decir que se independizó, se convirtió
en agricultor.
Pienso que aquella era un modelo de
casa de madera de las que construían
los norteamericanos. No podría
asegurar si esa madera la trajeron o se elaboró
aquí.
Era de un piso, aunque tenía
una habitación
amplia encima, como un segundo piso más
pequeño.
El primer piso podía
estar al nivel de la tierra, pero mi padre, al parecer por la
influencia de Galicia, su lugar de procedencia, donde los campesinos
dentro o debajo de las casas tenían
los animales de cría
—gallinas,
ganado vacuno, incluso los cerdos, con los que
producían
jamones—
construyó
la casa sobre pilotes, sin que el
lugar fuera bajo. Como el terreno era irregular, no tenían
la misma altura. La parte principal de la casa, hacia la sala y las
habitaciones, era más
inclinada y eran más
altos los pilotes.
Luego, la casa se amplió
en una dirección
con varias instalaciones: una botica, un baño,
una alacena, un comedor y, al final, la cocina. Después
la alargaron del otro lado con una oficina, de modo que la casa quedó
cuadrada, con un segundo piso arriba y una ampliación
hacia el Este, en dirección
a las montañas.
Debajo estaba la lechería.
Tenían
un rebaño
de unas 30 o 35 vacas que dormían
debajo de la casa. Las ordeñaban por la madrugada y las soltaban por
los potreros a 800 metros, o a un kilómetro
de distancia. Por la tarde las recogían.
Yo recuerdo mucho el corredor de la
casa porque la circundaba completamente, excepto en la parte de
la cocina. Yo veía
cuando recogían
el ganado por la tarde, me llamaba la atención
porque algunos animales eran un poco ariscos; los había
agresivos, sobre todo algunas vacas recién
paridas. Teníamos una vaca color oscuro que le llamaban
Ballena; daba mucha leche, pero era muy agresiva.
Nosotros tratábamos
de hacerle señas
para ver cómo
amenazaba. Yo creo que la vaca tenía
algo de miura.
Recuerdo todas estas escenas, cómo
era el ambiente en el campo, los animales, las personas que
atendían
los trabajos.
En la casa existía
una escalera que llegaba al primer piso a través
de una puerta ubicada en la sala. Varias puertas
daban a las habitaciones. Junto a un
cuarto, que después
fue de nosotros los varones, estaban el comedorcito y
la oficina de mi padre. También
en esa primera planta se encontraban la sala, otras habitaciones, un pasillo hacia
el comedor y los baños.
Parece que al principio era una sola
habitación
con el baño. Aquel no lo conocí,
pero después
hicieron un pasillo y pusie ron al final otro baño,
el rural, le decían.
Era de madera, construido sobre una especie de pozo, ese fue el
que yo conocí.
Allí
quedaban los restos, un lavamanos.
Había
otro baño
al lado de la cocina, realmente el que utilizábamos
para ducharnos, con una gran bañadera.
Para almacenar agua había
un tanque grande y otro ubicado un poco más
alto, pero de menor dimensión.
Se recogía el agua de lluvia del techo y toda
venía
a parar a aquel tanque; era la que se usaba normalmente. Para
beber se traía
el agua de un manantial que quedaba como a
cuatro kilómetros.
El manantial tenía
prestigio, provenía
del río
Sojo, un pequeño arroyo. Su agua se pasaba por un
filtro.
Por entonces no había
electricidad en mi casa. Nos alumbrábamos con velas y con algunos faroles de
gas. No había
refrigeración, sino una pequeña
nevera de madera. El hielo se traía
del central Marcané,
a unos cuatro kilómetros
de distancia, y se guardaba en la nevera de madera
con aserrín
adentro.
Estoy hablando del ambiente, cuando
yo empiezo a ver cosas. Recuerdo la casa, los
animales, el lugar. Hago memoria bien de cada detalle.
Pienso que mis recuerdos más
antiguos son de cuando tenía tres años,
desde muy tempranito. Me acuerdo de todo: de los familiares, los tíos
que estaban allí,
una prima contemporánea conmigo.
La muerte de la tía
Antonia después
del parto de una niña es uno de mis primeros recuerdos, y
puede dar una idea de la edad que tenía
entonces
—tendría
que precisarla—.
Era casada con un empleado de mi padre, también
español.
Yo era muy pequeño.
En la casa, la atmósfera
era de tristeza, llanto, tragedia. Ella era hermana de mi madre. Me
llevaron a su casa. También
estaban mis abuelos allí.
Recuerdo todavía
el cuarto, las velas encendidas... Yo no sentía
nada, observaba todo con mucha admiración,
pero no sabía
qué
significaba. No comprendía la muerte ni tenía
idea de ello, solo que había
mucha tristeza, lágrimas,
atmósfera
de tragedia. Pasaba algo muy difícil. Si pudiera precisar la fecha exacta
en que murió
la tía, sabría
la edad que yo tenía,
pues esas son las imágenes
más tempranas que guardo.
Katiuska Blanco.
—Fue
el 8 de junio de 1929 y el certificado de defunción
dice que murió
de fiebres puerperales.
Fidel Castro.
—Entonces,
mis primeros recuerdos son de cuando contaba dos años,
aún
no había
cumplido tres. Sé
que una de las primas vino desde muy pequeñita
a vivir con nosotros.
La que nació
era una niña.
Los otros hermanos fueron criados por los abuelos, eran tres:
la mayor, la más
pequeña y un varón;
y una, que tendría
tres o cuatro años,
vino a vivir con nosotros.
Recuerdo el lugar donde dormíamos
los tres mayores. En el piso de arriba, en una pequeña
habitación
con ventanas, más
fresca. En tal sentido, pudiéramos
decir que los pilotes eran prácticos
porque hacían
más
ventilada la casa, soplaba más
la brisa porque ya la parte principal estaba a la
altura de un primer piso, y la chiquita, donde
era el dormitorio, en el segundo.
Estábamos
Angelita, Ramón
y yo, que era el más
pequeño, los hijos mayores de la segunda unión
de mi padre, porque Lidia y Pedro Emilio, hijos del
primer matrimonio, no vivían con nosotros.
Recuerdo la cuna en aquel dormitorio.
Incluso, de cuando dormía
en ella, no sé
si sería
hasta los dos o tres años.
Cuando yo tendría
como cuatro años,
me pusieron en una pequeña
cama a los pies de la de mi padre, un poquito más ancha y grande. A continuación
estaban las de los otros dos hermanos, y luego la de mi madre.
Mi padre dormía
en una cama y mi madre en otra. A un lado de la habitación
estaba la cama de mi padre que tenía
una pequeña
mesita y la lámpara
de gas allí.
Él
leía,
se acostaba todas las noches a leer.
Katiuska Blanco.
—Es
ciertamente fresco el altillo. Cuando estuve allí
imaginé
cómo
soplaría
el viento en días
aquietados o de tormenta. Pienso que, además,
era el lugar más
sano de la casa, lejos de los mosquitos, a salvo
de los bichos del monte y también
de los ruidos. Ahora, llegaría
el momento en que no habría
espacio allí
para todos los hijos…
Fidel Castro.
—No.
Yo creo que fueron los primeros, y por eso los padres tenían
a los muchachos con ellos en la misma habitación. Como era la de arriba, la más
fresca, un poco más aislada. Usted se paraba en la
habitación
y veía
el techo de zinc de la casa. No era un segundo
piso, se encontraba en un segundo nivel, pero era una sola
habitación
allá
arriba, parecía un palomar.
Como posiblemente era el lugar más
fresco, seguro, cuando nació
Angelita, no la dejaron abajo, porque había
que pasar por unas escaleritas estrechas y
atravesar el falso techo. Cuando vino el segundo, también
lo llevaron allí,
y seguro, cuando llegó
el tercero, que era yo, igualmente me llevaron para
allá
arriba, hicieron lo mismo con los
tres. En aquel momento de mi nacimiento estuve con la familia
en una sola habitación. Allí
no había
baño,
el baño
estaba en el piso de abajo. Por entonces se usaban las escupideras y los
orinales.
El cuarto era fresco, tenía
ventanas y tela metálica
para que no entraran los mosquitos. Allá
arriba se usaba el famoso insecticida que llamaban
flit,
con la manguerita.
Siempre hubo mucha corrección
en mi casa. Aunque vivíamos en cierta promiscuidad, jamás
observé
ninguna escena extraña,
ninguna escena de relaciones sexuales ni nada de eso. La imagen que tengo de mis
padres es esa, aunque el matrimonio vivía
con tres hijos.
Estuve largo tiempo en la habitación,
posiblemente hasta los cuatro o cinco años.
No siempre estuve allí.
Recuerdo, incluso, algún
Día
de Reyes, el 6 de enero, cuando yo vivía
arriba
—antes
de los cinco años—,
que ponían algunas manzanas, uvas, caramelos y
algún
juguetico sencillo. Ya me empezaban a dar la idea de los
Reyes; a mi hermana le ponían
unos yaquis, un juego de muchachas: tiran la
pelotita y, en segundos, recogen los yaquis y
la pelota antes de que esta vuelva al piso. Así
que guardo imágenes
de allá
arriba.
Otra cosa: mi padre acostumbraba
comer naranjas por la mañana.
Las naranjas se pelaban, se ponían
durante la noche al rocío
—las
sacaban por una ventana, las dejaban sobre el techo, les añadían
un polvito blanco, que no sé
qué
era, como algo saludable, era algo parecido a
la glucosa, pero no puedo decir que lo fuera; pudiera ser un
poquito de bicarbonato en polvito lo que les pusieran—,
y por la mañana,
mi padre se las comía.
Es algo que recuerdo de las costumbres de la casa.
Katiuska Blanco.
—Usted
lo describe y me imagino las naranjas muy frías
y jugosas por el rocío.
En Galicia hay una vieja costumbre en el Día
de San Juan. Su abuela Antonia Argiz, allá
en Láncara,
dejaba a la intemperie una palangana con agua para lavar a sus hijos a las 12:00 de la
noche y librarlos del poder maléfico
de las brujas. Eran aguas milagreras también
contra las penas. En la madrugada, el rocío
es agua maravillosa que bendice los campos y la vida. Otras
veces, las aguas mágicas las trae un pájaro
en el pico y las deposita en la fuente de la aldea, donde luego se bañan
los vecinos para espantar hechizos. Probablemente su padre tenía
todo eso en la memoria mientras ponía
las naranjas al sereno, allá
en Birán.
Fidel Castro.
—Recuerdo
muchas escenas. Mi padre siempre fue muy cariñoso.
Era, por lo general, un hombre de carácter,
tenía mal genio, inspiraba respeto. Pero no
discutía
mucho ni estaba regañando.
Era el símbolo
de la autoridad.
Un poquito mayor, yo le tenía
cierto respeto a mi padre, pero en aquella edad de cuatro o
cinco años,
nos pasaba la mano por la cabeza, como una forma de
acariciar. Detalle muy significativo dado su carácter,
siempre con preocupaciones, siempre trabajando, muchas veces
protestando, otras peleando. Era una de las cosas que
él
hacía:
pasarnos la mano por la cabeza.
Mi madre se ocupaba más
de la disciplina:
«Hay
que acostarse
»,
imponía.
Se encargaba de poner el orden en todo y de atendernos, taparnos con la
frazada, todas esas cosas, especialmente cuando nos enfermábamos.
Mi madre decidía cuándo
había
que tomar alguna medicina si estábamos
mal del estómago
—muy
corriente en el campo—,
cuándo
teníamos que tomar el tradicional purgante. Se
acudía
mucho al método de limpiar a los muchachos cuando tenían
alguna indigestión. También
mi madre aplicaba correctivos, nos sonaba las nalgas de vez en cuando, la verdad,
no con la frecuencia que habría
sido necesario. No hay que olvidarse: en aquel período ya nosotros estábamos
libres.
La madre era, por entonces, y después,
el médico
de la familia: los distintos cocimientos, si había
que tomar un té,
o una hierba medicinal
—se
practicaba bastante el tratamiento con hierbas medicinales—.
Era la médica
de nosotros. Ella decidía cuándo
teníamos
que tomar un purgante de agua de Carabaña, más
suave, pero muy efectivo
—había
uno que tenías que taparte la nariz—,
te tapaban la nariz y decían:
،Tun,
tun, tun, tun! Hasta que se tomaba uno el
vaso de agua de Carabaña
،Era
peor el de aceite de ricino! Después
supimos que uno de los métodos
que utilizaba la policía
de Batista, en su primera etapa, era darles purgante de aceite
de ricino a los opositores. Y en mi casa, a mí,
que no hacía
política,
cuando tenía
problemas del estómago,
decidían
darme aceite de ricino. Era espeso y muy desagradable. Lo mezclaban con
malta de cebada, malta dulce
—se
hace con la cebada, pero no tiene alcohol, sino agua gaseosa, como la cerveza—.
Mezclaban la maltina con el aceite de ricino y se tomaba:
،Tun,
tun, tun!
،Aquello
era el hospital!
Claro, había
otro procedimiento curativo en mi casa, muy campesino
—no
sé
si tendrá
alguna base científica,
pero sospecho que no, porque hoy no se utiliza—.
Cuando había
una indigestión,
dolor de estómago,
venían
algunas personas que se suponía
que sabían
algo de medicina, le registraban a uno el estómago,
diagnosticaban un empacho, es decir, una indigestión, y luego, con aceite de comer, le
daban masajes a uno...
Katiuska Blanco.
—Ahora
está
contraindicado, y tantas otras medicinas y viejos procederes. Mi
madre utilizaba mucho el cocimiento de anís
estrellado y las gotas de Aballí...
Pero hoy, ya no se puede…
Fidel Castro.
—A
nosotros nos daban unos masajes, al final nos ponían
boca abajo, a la altura de la columna vertebral nos
tomaban la piel, la halaban hacia arriba, y
cuando traqueaba lo dejaban a uno tranquilo, decían
que ya le habían
sobado el empacho y estaba bien. En realidad,
los problemas principales en el campo eran siempre los
problemas intestinales. Al fin y al cabo, uno saca la conclusión
de que, con tales procedimientos, está
vivo de milagro. Pero probé
cocimientos, tomé
purgantes y me hicieron todos los remedios
caseros y campesinos de la
época.
También
recuerdo otra cosa: nos daban vitaminas, aceite de hígado
de bacalao. Era muy bueno, aunque tenía
su tufito a bacalao…
Lo tomábamos,
pero en cucharadas.
Nos daban emulsión
de Scott, también
a base de aceite de hígado
de bacalao. Era un medicamento de color blanco, que tenía
casi el espesor de la leche condensada. No sé
de qué
lo harían,
pero tenía,
además
de aceite de hígado
de bacalao, un poquitico de azúcar.
Se compraba en la farmacia y en la etiqueta
—era
una marca americana—
tenía
a un hombre con un bacalao a la espalda. Aquel era
—digamos—
el emblema, el símbolo.
Katiuska Blanco.
—Aún
existe ese medicamento y con el mis mo emblema, solo que ahora lo
fabrican saborizado; lo hay de fresa, naranja y uva. El frasco ya no
es de cristal, sino plástico, pero sigue siendo de color
ámbar
y con la figura del hombre y su pez a cuestas.
Fidel Castro.
—Yo
tomé
bastante aceite de hígado
de bacalao, vitamina A y otras vitaminas, que
eran de los medicamentos que daban en mi casa, de acuerdo con
la medicina familiar; y mi madre nos curaba a nosotros, y a
mi padre además.
Mi padre, a veces, si tenía
problemas de los riñones,
tomaba guizazo de Baracoa, una pequeña
planta que decían
ser buena para estos males. Una serie de
plantas eran
útiles
en estos casos; podían
ser enfermedades del estómago,
del hígado, de la vesícula
biliar, o podían
ser de los riñones,
plantas medicinales para los más
disímiles
problemas.
Ella lo sabía
por tradición
campesina y familiar. A mi casa realmente no iba nunca un médico,
no recuerdo ninguno. Si alguien se hería,
iba al central Marcané,
a cuatro kilómetros, y un médico
allí
resolvía
tal problema. Pero en mi casa no recuerdo que nos atendiera un médico,
nunca.
Katiuska Blanco.
—Existía
una tradición
desde los tiempos de la guerra. Los mambises en la manigua
conocían
las plantas medicinales y los remedios para curar las heridas
y enfermedades. Lina seguro aprendió
con su mamá
doña
Dominga, cubana de una estirpe muy antigua. Aún
así,
por la falta de atención
médica morían
muchas personas, entre ellas su tía
Antonia.
Fidel Castro.
—En
casa, por ejemplo, pasamos todas las epidemias: varicela, sarampión.
Para el sarampión
nos hacían
tomar un cocimiento de la pelusa de maíz,
cuando teníamos
varicela, nos daban algunos baños.
Nunca fuimos vacunados contra el tétanos,
y estábamos
rodeados de animales, de alambres y de hierro. Pienso que debo de haber
recibido alguna inmunización natural, quizás,
de pequeñas
heridas, porque con las cosas que me pasaron era para haber
sufrido unas diez veces el tétanos:
heridas con alambres, con clavos, con todo;
،nunca me vacunaron contra el tétanos!
Solo lo estábamos
contra la viruela, es la
única
vacuna que recuerdo. No había
contra la poliomielitis, contra ninguna de las enfermedades
para las cuales hoy existen vacunas. La
única
de la que tengo memoria me la pusieron en la pierna derecha, por ahí
tengo la marca todavía, fue la de la viruela. Después,
adulto, cuando viajé
al exterior, más
de una vez me vacunaron, pero ya no me producía
reacción, estaba inmunizado desde muy chiquito.
De todo me acuerdo, y por eso digo
que mi madre era una mujer muy activa y de mucho carácter.
Una persona muy bondadosa, cariñosa,
dulce, mas era la que nos imponía
autoridad. Nosotros teníamos
mayor confianza con ella, a pesar de que mi padre no nos regañaba
ni ponía
la disciplina, tenía la aureola de respeto, y con la madre
había
mucha más
confianza. La tratábamos
con más
naturalidad. Ella nos regañaba, peleaba con nosotros y nos castigaba
también.
El tipo de cas tigo en mi casa consistía
—cuando
teníamos
un poco más
de edad, seis, siete, ocho años—
en que ella tenía
una correa, un cinto y nos amenazaba. Un cinto de
piel colgado allí
en uno de los pasillos, en un lugar donde se
ponían
sombreros y de todo. Había
una fusta también,
de esas con las que se les daba a los caballos; nunca nos dieron con ella
pero nos amenazaban. Un poco más
grandecitos nos podían
dar un cintazo, si nos alcanzaban.
Katiuska Blanco.
—Angelita
me contó
algunas anécdotas.
Dice que usted era muy inteligente, porque
cuando iban a la desbandada, de pronto se detenía
y se inclinaba para que Lina pudiera pegarle; en aquel momento
ella decía
para sí:
«،Qué
bueno es
él!
،Qué
cívico!
No, mi hijito, si tú
no tienes culpa, la culpa es de los mayores…».
Entonces no le pegaba con el cinto y se iba a buscarlos a ella y a Ramón
que seguían
corriendo para que no consiguiera alcanzarlos.
Fidel Castro.
—Nosotros
éramos
corredores de velocidad,
،brincábamos y nos
íbamos,
nos escapábamos!
Por alguna travesura podían
darnos un cintazo solo por sorpresa porque ya sabíamos cuando habíamos
hecho algo incorrecto e
íbamos
a recibir algún castigo y no podían
sorprendernos fácilmente.
En verdad se trataba de un castigo no muy
riguroso, no era un castigo físico, era un poco moral, un poco la amenaza
—muy
corriente entre los campesinos—,
si podían
capturarnos, si dejábamos tiempo, lo cual casi nunca ocurría
porque nos escapábamos.
Más
adelante, con un poco más
de malicia, Ramón
y yo, no Angelita
—ella
no tenía
tantos problemas, no recuerdo que la hubieran castigado, pero a Ramón
y a mí
sí,
con frecuencia nos advertían
que iban a tomar medidas represivas contra nosotros—,
lo que hicimos en un momento determinado fue agarrar todos los cintos y todo lo
que pudiera servir para darnos, y los desaparecimos.
Más
o menos yo tenía
seis años.
Nosotros, desde muy temprano, como medida preventiva, adoptamos una
determinación: no podía
haber un cinto allí
colgado, nada que pudiera servir para castigarnos. Cualquier
objeto similar lo tirábamos por el inodoro, en el río,
en un pozo y lo desaparecíamos.
Era la medida con la que nos defendíamos,
pero ya eso fue un poco más
adelante.
Katiuska Blanco.
—El
23 de septiembre del año
2003
—el
día
en que su mamá
habría
cumplido 100 años—,
usted confesó
que mientras más
sentía
algo, más
lo guardaba. Dijo que era difícil abrir su corazón,
un corazón
siempre cerrado a las cosas más
íntimas.
Explicó
que su padre también
era un hombre muy sentimental, pero callado. Y de
su madre dijo que siempre hizo el mayor esfuerzo para que usted
pudiera estudiar. Se refirió
al sufrimiento de ambos, ocasionado en parte por
usted y sus hermanos como consecuencia de
sus luchas y de los años que estuvieron en peligro. Habló
de sus padres con especial agradecimiento por la rectitud y la
ética
con que los educaron y afirmó:
«Uno
les debe todo a los padres. Ellos nos dan su sangre, ellos comparten entre dos su
naturaleza y nos la entregan a todos, y lo hacen de tal forma que
ninguno es igual, pero lo mejor que tenemos, aun desde el punto
de vista físico,
lo hemos recibido de ellos, que nos dieron la
vida».
Después,
en las respuestas al periodista Ignacio
Ramonet, al recordarlos, flotaban en el aire de la conversación
la ternura, el respeto y la admiración.
El testimonio sobre su madre es realmente conmovedor…
Fidel Castro.
—Ella
era muy alegre y jugaba mucho, bromeaba. Pasaba su tiempo atendiéndonos,
cuidándonos
cuando estábamos enfermos, preocupándose
por cualquier cosa que nos pasara; no era muy formal, no era
persona de estar besando a los hijos, acariciándolos
constantemente, sino atendiéndolos, preocupándose
por ellos, por todos los detalles, desde la ropa, la comida, si estábamos
enfermos, la preocupación por nosotros. Aparte de esto, teníamos
un grado de libertad grande, porque mi padre y mi madre
tenían
mucho trabajo.
Mi madre dirigía
la casa, pero no cocinaba, allá
trabajaba una cocinera; no lavaba porque tenía
lavanderas. Ella limpiaba la casa. Recuerdo que la prima que
quedó
huérfana
también trabajaba un poco, ayudaba. Vivía
con nosotros igual, pero su estatus era, en parte, como un
familiar y, en parte, el de alguien que hacía
algunas actividades domésticas
en la casa, aunque yo recuerdo que cuando chiquita iba a la
escuela. Después
vinie ron más
hermanos, y allí
no hubo nunca alguien que atendiera a los niños,
de eso se ocupaba la madre, el tiempo que podía dedicarnos. De modo que desde muy
temprano teníamos
un nivel de libertad muy grande, medio
salvajes. Viendo los animales, los caballos, aprendiendo a montar a
caballo muy tempranito.
Mi caballo se llamaba Careto; cada
cual tenía
uno. Creo que me lo darían
—tengo
que recordar—
a los seis o siete años,
y lo tuve mucho tiempo, como diez años
quizás.
Yo quería
bastante a aquel caballo.
Angelita tenía
uno. Ramón
tenía
otro de color cenizo. Mi caballo era más
chiquito, muy inteligente, arisco, le gustaba escaparse, era de color dorado con la
cara blanca. Parecía
un Hereford, y le llamaban Careto, que
quiere decir el de la cara blanca. Era inquieto, muy vigoroso,
muy veloz. Antes de tenerlo ya yo montaba algunos caballos, entre
ellos el de Angelita. El de Ramón
no, porque era más
grande. Más
adelante hacíamos
competencias.
Katiuska Blanco.
—Un
antiguo proverbio indio sugiere:
«Cuenta tu aldea y contarás
el mundo»,
es algo así
como descubrirnos iguales en cualquier punto remoto del
planeta. En su caso, siempre he pensado:
«Cuenta
de Birán
y develarás
el alma, la inspiración
de Fidel».
Siento que su sensibilidad y pasión
por los demás
nació
en aquella pequeña
localidad.
¿Será
porque allí
están
las claves de su vida que le confesó
a Gabriel García
Márquez
con voz susurrante:
«La
escuela fue mi círculo
infantil y Birán
mi Aracataca»?
¿Cómo
recuerda el lugar, los amigos, el monte, los
árboles,
los trabajadores del batey, los vecinos…?
Fidel Castro.
—Allí
estábamos
mezclados con la gente, con los trabajadores, en el ambiente natural
con los animales, con todo. Era mucho el contacto que teníamos
con la naturaleza, realmente, desde pequeños;
y estábamos
libres casi todo el tiempo, porque no había
ningún
niñero
en la casa ni nada de eso. Alguien cocinaba y mis padres
se encargaban de todas las cosas. Esto trajo como resultado
que
—yo
no sé
lo que pasó
con Angelita o lo que pasó
con Ramón,
solo puedo dar testimonio de lo que pasó
conmigo—
no hubiera una persona que se ocupara de los muchachos.
Éramos
libres, con la
única obligación
de ir a comer en tiempo.
Mientras mi padre atendía
la administración,
mi madre también
lo ayudaba, porque tenían
tienda de víveres,
tienda de ropa, ferretería,
almacén,
panadería,
lechería,
carnicería,
،hasta
botica! Había
de todo allí.
Mi madre se ocupaba de administrar dichos negocios, y mi padre, en
general, de todas las cosas. Ella invertía
mucho tiempo, porque hasta la valla para las lidias de gallos, que alguien tenía
arrendada, pertenecía
a la familia.
La finca tenía
como 800 hectáreas
de tierra propia y alre dedor de 10 720 hectáreas
arrendadas. En mi casa eran dueños de más
de 11 000 hectáreas,
de una forma o de otra. Las tierras arrendadas pertenecían
a Carlos Hevia y Demetrio Castillo Duany, veteranos de la Guerra de
Independencia, enriquecidos después
con la intervención
norteamericana. Las adquirieron casi regaladas, pagaron la hectárea
muy barata, a menos de un dólar.
Ellos vivían
en La Habana y no explotaban dichos terrenos, por eso mi padre firmó
un contrato para sembrar caña
allí.
Claro, como mi padre era de origen
muy humilde, campesino en Galicia, mi madre también,
de Pinar del Río,
de origen muy humilde; no tenían
una cultura de terratenientes. Ellos habían
logrado reunir cierta riqueza, tierras, todo eso,
pero no tenían
una cultura de terratenientes, de burgueses. Mi
madre y mi padre eran autodidactas,
aprendieron solos a leer y a escribir con muchas dificultades. Una
de las cosas que yo recuerdo de mi madre es cuando leía
con lentitud y escribía
con dificultad. Ella leía,
estudiaba casi todos los días;
mientras mi padre trataba de leer el periódico
u otras cosas, mi madre estaba estudiando, y me acuerdo que prácticamente
deletreaba.
Había
una escuela. Las dos
únicas
edificaciones que no eran propiedad de la familia eran el
correo y dicha institución. Como tampoco había
círculo
infantil, desde que aprendí
a caminar me mandaron para el aula.
¿Para
dónde
me mandaban durante el día?
Sencillamente para la escuela, y yo iba con Angelita y Ramón.
La escuela pública
también
era de madera, sobre pilotes, pero bajitos, porque el terreno era
inclinado. Me sentaban en la primera fila. Tenía
que estar oyendo todas las clases, era una escuela multigrado, de 20 o 25
alumnos, cada uno en distinto grado. Recuerdo la fecha en la
pizarra: tal día
de noviembre del año
tal. Creo que me acuerdo de aquello desde 1930,
posiblemente menos. Desde muy temprano aprendí
los números,
las letras, a leer, casi sin darme
cuenta, porque veía
lo que estaba haciendo todo el mundo. Por supuesto,
también
me enseñaban el himno, me enseñaban
algunos versos de Martí
que uno recitaba de memoria, algunas poesías
muy sencillas.
Me pareciera como si siempre hubiera
sabido leer y escribir, porque no me acuerdo de cuando no sabía
hacerlo. En dos palabras: no tengo idea de cuándo
aprendí,
porque desde que estaba en la escuela recuerdo que leía
y escribía,
leía
la pizarra. No sé
qué
método
pedagógico
emplearon conmigo, pero sí
sé
que, como no había
otro lugar donde mandarme, me enviaron a la escuela con los dos hermanos
mayores.
Íbamos
por la mañana
y por la tarde.
En mi memoria están
la panadería,
la tienda, el correo, casi todo lo que había:
los
árboles
frente a la tienda, frente a la panadería,
la escuela, la gente que vivía
frente a la escuela, el lugar donde peleaban los gallos,
otras casas. Parece que en una
época
se ofrecían
viviendas mejores, nunca llegó
a dársele un destino a aquella casa. Está
todavía
allí
y viven algunas personas. Detrás
de la tienda hicieron otra casa de dos plantas con piso de cemento, que debe de
haber sido anterior a que yo naciera; una panadería
y una fonda, donde comían
los trabajadores, y otras viviendas.
Yo correteaba por allí,
caminaba. Me acuerdo del lugar exactamente como si lo estuviera
viendo, de memoria.
No muy lejos estaba la valla de
gallos. Yo también
iba a ver las peleas. Era un espectáculo.
En Birán
no había
cine, no había nada, estaban las casas y las
casuchas de guano de los trabajadores haitianos, los barracones donde ellos
vivían.
Gente muy abnegada, muy sufrida, muy laboriosa,
vivían
con muy poca cosa, muchos de ellos aislados,
solteros. Casi no había
mujeres, una mujer era compartida por muchos,
había
una especie de poliandria; una mujer que mantenía
relaciones
—no
era una prostituta—
con muchos haitianos. Eran guetos allí.
Se trataba de inmigrantes procedentes de Haití.
Posiblemente había
mucha pobreza en su país
y los trajeron en los primeros años
de la República,
cuando las empresas norteamericanas comenzaron la gran expansión
de la agricultura cañera
en Cuba y no alcanzaba la fuerza de trabajo.
Ya no existía
la esclavitud, sino obreros supuestamente libres. En realidad, aquellos trabajadores
haitianos eran mucho más
económicos
que los esclavos para las empresas norteamericanas y para los terratenientes. El dueño
tenía
que vestir al esclavo, alimentarlo, cuidarle la
salud, porque, como era una propiedad, no quería
perderlo. Pero los obreros inmigrantes malvivían
abandonados a su suerte. Cuando trabajaban recibían un salario muy bajo. Como regla,
nadie se ocupaba de sus zapatos ni de su ropa ni de su
alimentación
ni de sus medicamentos. Si morían,
el dueño
de la tierra no perdía
nada.
Yo conocí,
y puedo razonar mucho sobre todo aquello, un sistema de explotación
más
ventajoso, pero a tan corta edad no podía
darme cuenta de nada, ni siquiera cuando tenía
seis o siete años.
Aquello me parecía
tan natural como la lluvia, el Sol, la Luna, los
árboles,
los animales. Me parecía
parte de un orden natural de cosas: el
telegrafista era telegrafista; la maestra era maestra, daba clases; el
vaquero atendía
los animales y andaba a caballo; el carnicero
sacrificaba; el cocinero cocinaba; el tenedor de libros
llevaba las cuentas; mis padres mandaban en la casa, administraban
todo, y eran los dueños.
Relativamente desde temprana edad
percibí
una cierta situación diferente: no tenía
necesidades materiales, no tenía hambre, todo abundaba; no se carecía
de nada.
En mi casa no había
luz eléctrica
ni transporte motorizado, todo era a caballo, cuando ya muchas
familias, con menos recursos que la nuestra, tenían
electricidad, refrigeración
y vehículo
de transporte.
En una
época
muy tempranita hubo uno de aquellos vehículos de los años
20, de los que se les daba cranque, como los que aparecen en las películas
de entonces. Mi madre mane jaba, ella contaba que no tenía
velocidad, era de pedales nada más.
Luego hubo un largo período,
cuando yo tenía
seis, siete años,
que en mi casa no hubo automóviles,
hasta mucho después. Creo que en mi casa volvió
a existir un automóvil
cuando yo tenía
10 u 11 años,
que compraron un pisicorre. En aquel entonces no existían
los yips, no había
carreteras, los caminos eran de fango, totalmente. En
época
de lluvia no se podía transitar. Las mercancías
se traían
en carretas de bueyes, que iban a buscarlas hasta la estación
del ferrocarril nacional, a cuatro kilómetros,
o al ferrocarril cañero,
a un kilómetro
de mi casa, y venían
en un pequeño
vehículo
de ferrocarril autopropulsado. Una de las vías
utilizada por mi familia era un motor de línea.
No era una vida de comodidad, con
electricidad y todas esas ventajas modernas; tampoco había
radio en mi casa. Tuvimos radio por primera vez cuando yo tendría
nueve o diez años.
Los periódicos
sí
llegaban.
Para mí,
lo que veía
allí
era un orden natural. Claro, la gente nos trataba con cierta distinción,
con respeto, porque era la familia del propietario. Los
trabajadores eran siempre amables con nosotros, posiblemente
nos toleraban cosas.
En realidad, desde que pude
percatarme de lo que acontecía a mi alrededor, ya estaba en la
escuela. Habría
que ver cuándo
aprendí
a leer y escribir algo. No sería
extraño
que fuera a los cuatro años;
porque también,
el muchacho que está
suelto, con la naturaleza, con un
trato con la gente, se adapta más rápido
a las realidades, ve cosas nuevas, observa y aprende
mucho.
Katiuska Blanco.
—Su
padre primero fue contratista de la United Fruit Company y luego, en 1924, como
colono, firmó
un convenio con el central Miranda, propiedad de
una compañía
norteamericana. Sus tierras estaban rodeadas por
todas partes de empresas estadounidenses.
¿Don
Ángel
tenía
buenas relaciones con los norteamericanos?
¿Usted
los recuerda?
¿Algunos
visitaban su casa?
Fidel Castro.
—El
central Miranda era propiedad de la Miranda Sugar Company, una empresa que poseía
varios centrales azucareros. Aquella empresa era, tal vez, dueña
de más
de 150 000 hectáreas; pueden haber sido 200 000 hectáreas.
Era una cadena de centrales que llegaba casi hasta la costa sur
de Cuba. Creo que mi padre enviaba al central azucarero alrededor de 35
000 toneladas de caña. Pueden haber sido entre 30 000 y 40
000 toneladas, cortadas durante la zafra; se molían
en el central azucarero, aproximadamente a 27 kilómetros
de mi casa.
En la finca se producían
también
pequeñas
cantidades de vegetales, viandas y cítricos
para el autoabastecimiento.
El cultivo comercial principal de mi
padre era la caña,
y la producción dependía
más
o menos de cómo
se comportaba la demanda de azúcar
en el mundo. Hubo períodos
de precios muy elevados, antes de que yo naciera. Después
de la Primera Guerra Mundial sé
que hubo un período
de precios muy altos, lo oí
decir. Le llamaban la Danza de los Millones.
Todo el mundo hablaba, en la Primera Guerra Mundial, de
aquellos precios tan altos, y todo el mundo recibía
ingresos importantes. En el período en que empiezo a tener uso de razón,
estaban más
deprimidos los precios, la demanda estaba
deprimida. Se iniciaba en Cuba una etapa de crisis y de hambre muy
grande.
De todas maneras, con tal producción
cañera,
serían unas 600 hectáreas
sembradas solo de caña;
lo que dependía de la cuota fijada por el central
azucarero a los distintos plantadores, asunto siempre de mucha discusión
y considerado muy importante.
El central azucarero norteamericano,
la United Fruit norteamericana y su administrador, creo que se
llamaba
mister
Morey, eran muy mencionados en casa;
oía
hablar de algunos
misters:
el
mister
del central Preston, de la United
Fruit Company;
mister
tal y
mister
tal, muy importantes; y también de algunos norteamericanos que vivían
en el central Miranda; el administrador, un personaje muy
importante, el más
importante de aquel central azucarero, y el otro que
administraba el central de Marcané.
Eran importantes personajes, administraban la propiedad más
relevante de la región, que era el central azucarero, y eran
norteamericanos. Claro, ellos habían
construido aquellas industrias, habían
invertido, habían
establecido centrales grandes, eficientes, con métodos de administración
muy rigurosos y en condiciones de mucha pobreza de los braceros,
verdaderamente.
Ellos instalaban los centrales, las líneas
de ferrocarril…,
y establecían
sus funcionarios, sus empleados. Los empleados más
altos eran norteamericanos, los otros eran cubanos;
por ejemplo, el que administraba un
área
cañera,
en general, era cubano; aunque a veces las
áreas
principales de caña
también las administraban extranjeros, es
decir, el central y los cañaverales más
importantes.
Los empleados de ellos, selectos, vivían
con la familia en el central, en casas de madera, por lo
general, en barrios especiales, exclusivos, unas casas típicas
bonitas, con
áreas
verdes, telas metálicas,
electricidad, refrigeración,
buenos muebles, buena alimentación
y buenas tiendas donde compraban productos importados de Estados Unidos, entre
otros. Ellos disponían
de tales comodidades.
Allí
vivían
los principales funcionarios norteamericanos y los más
altos empleados cubanos, a lo mejor el que dirigía
el ferrocarril, el transporte. El médico
del central azucarero solía vivir allí
también.
Formaban una pequeña
sociedad local, y disfrutaban de todos los servicios a
su disposición.
No tenían problemas y vivían
bien, ordenadamente, con mucho respeto de los empleados y subordinados
dependientes de ellos, porque el administrador americano
decidía
quien trabajaba y quien no.
Al empleado de confianza ellos
trataban de rodearlo de cierto bienestar, seguridad y
consideraciones porque era el núcleo
en el cual se basaba la administración
y la dirección del central. Por debajo de ellos
estaban, en distintas escalas de salarios, los obreros de los
centrales azucareros, quienes laboraban tres meses y medio, cuatro meses al año.
Los obreros agrícolas
eran los peores, trabajaban también
tres o cuatro meses al año,
en algunas tareas aisladas, intermitentes, en los cultivos.
Ellos cultivaban al mínimo,
porque eran realmente eficientes, con una economía
despiadada en relación
con toda aquella masa de trabajadores
industriales y agrícolas,
de inmigrantes haitianos, quienes en realidad vivían
muy mal, pasaban hambre y sufrían
mucho. Se alimentaban con boniato, algún
maíz
tostado, granos y tubérculos;
carne no consumían prácticamente
nunca, ni leche. A veces comían
bacalao salado, trasladado en barriles desde Noruega,
no siempre. Vivían en condiciones terribles.
Yo oía
hablar de
mister
tal, de
mister
más
cual, del administrador, un personaje en el central, no de los
dueños.
Eran compañías
anónimas.
Los propietarios vivían
en Nueva York, Estados Unidos, eran accionistas que
recibían
los dividendos. Los administradores eran poderosos.
No oí
a nadie decir que eran crueles, despóticos;
no, eso no lo oí
decir. Desde luego, no podía
hacerme idea de quiénes
eran, ni por qué
aquello pertenecía
al orden natural de las cosas. Eran personajes con los cuales uno entraba en contacto
cuando venía
al mundo.
En tal ambiente de campo y
trabajadores existía
mucha ignorancia, resignación
y sentido de inferioridad. Todos miraban a dichos personajes como gente por
encima de ellos, muy por encima, privilegiados; y vivían
en medio de una gran resignación;
sin que supieran por qué
sufrían
necesidades; no podían
explicarse las causas. Parecía
también
un orden natural: todos los trabajadores que vivían
en un bohío,
a la orilla de un camino, llenos de hijos; hijos,
una parte de los cuales moría
todos los años
por epidemia de gastroenteritis, por enfermedades de todas clases; a veces asolaban
epidemias de tifus y otras enfermedades. Ellos vivían
resignados, sufriendo la miseria, el hambre, muchas veces
desorganizados. No había ninguna organización
obrera, sindical. Los obreros agrícolas, por lo general, estaban
desorganizados también,
sin sindicatos. La atmósfera
predominante era contraria a que la gente se organizara. La autoridad allí
era la Guardia Rural. Una pareja de guardias rurales salía
de un pequeño
cuartel, en un central azucarero
—porque
en cada central azucarero había
un grupo de soldados, podían
ser 10, 12 o 15 soldados, y tenían
un sargento, a veces un teniente y un cabo al
frente—.
Era la Guardia Rural que organizó
Estados Unidos al principio de la República. Le pusieron armamento norteamericano,
reglamento norteamericano, uniforme
norteamericano, sombrero de estilo norteamericano, de castor, creo que
le llamaban.
Cada uno de aquellos cuarteles estaba
incondicionalmente bajo la subordinación
del central azucarero. A estos puestos les llamaban: cuarteles de la Guardia
Rural, no eran muy numerosos, se encontraban ubicados en los
centrales azucareros y pertenecían
a una capitanía
del municipio de Mayarí
—nosotros vivíamos
en Birán—;
allí
un capitán
era el responsable de toda el
área,
de los distintos centrales, y era un cuartel más grande.
Las autoridades estaban totalmente al
servicio de la administración del central y de los terratenientes.
Además
de su salario, tenían
ciertos privilegios, ciertas regalías
que les daban los terratenientes en los centrales
azucareros. Recibían regalos, distintas cosas. Tenían
un nivel de vida por encima de los trabajadores. Eran
incondicionales, perros guardianes, eran guardianes realmente de la
propiedad. Ellos se enfrentaban a cualquier huelga, arrestaban,
disolvían
con los fusiles, con el plan de machete o con los
caballos. Era la Guardia Rural montada, con caballos grandes que se
adquirían
también
en Estados Unidos, les llamaban caballos
de seis cuartas o siete cuartas. De Texas venían
muchos de los caballos de la Guardia Rural, caballos grandes, bien
alimentados, comían
avena, cereales; también
eran símbolo
de autoridad.
Entonces, la presencia de los
soldados con el rifle, el machete, los caballos grandes, imponía
una autoridad total, frente a la cual se sentía
impotente todo el mundo, menos los propietarios. Mientras que el
trabajador y la gente humilde veían
con mucho respeto y temor aquella autoridad, los
terratenientes, los administradores de los centrales
azucareros, los altos funcionarios, veían
al servidor de ellos encaramado en el caballo, era un clima así.
Por entonces yo no lo sabía.
Cuando recuerdo todo, veo cómo
funcionaba, como si lo viera todos los días,
aquella sociedad, aquel sistema. Pero así
era, y era un reloj, porque el sistema funcionaba con una gran
estabilidad.
Mi padre se quejaba a veces de
algunos funcionarios estatales, inspectores corrompidos que iban a
inspeccionar las tiendas, los establecimientos
comerciales y productivos, el pago de los impuestos, el
cumplimiento de las normas sanitarias, de las distintas leyes; eran
inspectores sanitarios, inspectores agrícolas,
inspectores de comercio, inspectores de trabajo.
Aquella gente, absolutamente
corrompida, vivía
de las prebendas. Ellos no inspeccionaban
nada, ni los libros ni los impuestos. Por ejemplo, si se expendían
bebidas alcohólicas
en una tienda, iba el inspector de
bebidas
—podían
ser inspectores del Estado o del municipio, o podían
ser inspectores también de las carnicerías—.
La situación
servía
de pretexto para que existieran también
inspectores. Una plaga corrompida que recibía
un sueldo, pero sus mayores ingresos eran los que obtenían
de la agricultura, de las oficinas, al inspeccionar
las tiendas, las carnicerías.
No exigían
nada y recibían
dinero. Todo podía
estar normal, pero usted no resolvía
nada, pues de todas maneras tenía que darles dinero a los inspectores;
y todo podía
estar mal, no pasaba nada, pero de todas maneras
tenía
que darles dinero a los inspectores. Y eso, precisamente,
no estimulaba el cumplimiento de las leyes ni los reglamentos. A mi
padre lo oía
protestar por aquellos personajes. Del gobierno…
algunas quejas: que si las cosas andaban mal, que si
andaban bien. Siempre, en general, había
quejas, porque cuando había
crisis económica bajaba el precio del azúcar.
No oí
a mi padre quejarse de los norteamericanos, más bien los trataba con amistad,
respeto; puede ser también
que admirara su capacidad de organización,
su eficiencia administrativa, el funcionamiento del central, y tenía
relaciones económicas
con ellos. En general, siempre habló
de ellos con respeto. Recuerdo que solían
ser serios en el cumplimiento de los acuerdos. Ellos hacían
sus negocios:
«Te
doy el 50%»
—decían—,
y daban el 50%. Eran estrictos en tal aspecto.
Mi padre posiblemente veía
al Estado como un mal necesario e inevitable, porque la imagen que
tenía
de los políticos era muy mala, de todos. Eran
funcionarios corrompidos, pedían
dinero, exigían
dinero, robaban. Muchos hombres de negocios, agricultores, dueños
de plantaciones, atribuían
los problemas a la mala administración,
a la corrupción,
al robo, al proceso en general.
No era una crítica
muy acre, muy amargada, era más
o menos normal, aunque siempre trataba con
mucho respeto a las autoridades, al Estado; era el
respeto para el Estado, para los dirigentes, para el gobierno, para
los políticos.
No había
buena opinión
pero los consideraba personas que tenían
una jerarquía y un papel que desempeñar,
y debían
ser tratados con las debidas consideraciones. El alcalde
era un personaje que debía ser respetado; igual un diputado, un
senador, distintas gentes con jerarquías,
acreedores también
de su respeto.
Del sistema, por supuesto, no; no le
oía
hablar sobre tal tipo de cuestión.
Aunque mi padre era de origen
campesino le gustaba leer los periódicos,
libros de historia; mostraba gran interés
por la temática
histórica,
por los personajes históricos,
más
de una vez lo oí
hablar con admiración
de alguno de ellos. Cuando había
radio escuchaba las noticias. Naturalmente, sus
ideas, cuando ya yo tenía
uso de razón,
se correspondían
con las ideas de un hombre más
bien conservador, propietario.
Él
tenía
las ideas de un terrateniente con
intereses creados, alguien establecido. Así
es desde el punto de vista político
y social, aunque desde el punto de vista humano fue
una persona muy generosa, muy solidaria con la gente.
En mi casa prevalecía
una circunstancia: Birán
se encontraba rodeado de grandes centrales
azucareros, empresas azucareras norteamericanas dirigidas
por administradores, cuyos propietarios permanecían
en Estados Unidos, en Nueva York. Toda aquella gente tenía
un presupuesto de gastos riguroso: para limpiar la caña,
una limpia en tal mes, en tales condiciones. Todo era en efectivo, no
había
crédito
para nadie en las tiendas de dichas empresas.
Ellos pagaban en efectivo el salario que correspondía,
y cuando no había
trabajo, miles de gentes no tenían
adonde acudir para pedir un centavo, para que les dieran crédito.
Los que podían
decidir estaban en Nueva York, ni siquiera el
administrador tenía
facultad para un crédito.
Mi padre era propietario de aquellas
hectáreas
o arrendatario de tierras, de cañaverales
—la
ganadería,
la madera también era otra cosa porque había
bosques—;
y como estaba allí
podía
tomar decisiones. En la
época
del tiempo muerto
—la
de mayor penuria para la gente—,
muchas de aquellas personas iban a mi casa a ver a mi padre para
pedirle ayuda o algún
trabajo, y mi padre les daba empleo.
Las cañas
más
limpias de Cuba eran las de mi casa, porque mi padre le daba trabajo a la gente
para que ganara algún salario. No estaba regido por un
criterio económico
de que lo correcto es esto, gastar tanto
—como
hacían
los norteamericanos con todos sus latifundios—,
y muchos le pedían
un crédito en la tienda para pagarlo luego, y
él
se lo daba. Tenía
un contacto directo con la gente, era
accesible, porque salía
a ca ballo a recorrer y lo abordaban en el
camino, lo llamaban, le explicaban su problema, le pedían
y así...
En Birán
se fue asentando mucha gente. Las familias de los trabajadores iban creciendo. A
los que venían
de aquellos latifundios a buscar algún
trabajo, siempre les dio algún
lugar donde asentarse. Una característica
de
él
es que ayudaba a la gente, en todo momento les daba
amparo. Era imposible que les dijera que no, siempre se
compadecía
de ellos de una u otra forma, a veces les entregaba una
orden para la tienda, un empleo, alguna ayuda.
Katiuska Blanco.
—Su
hermano Ramón
define a su papá
como un ermitaño
que solo salía
de Birán
para ir al médico,
alguien que se comportaba como un comunista
sin saberlo, porque allí
en su finca no se acostaba nadie sin
comer. También
cuenta que en la seca, cuando no había
trabajo, los campesinos traían cubos de agua del río
para sembrar caña,
porque don
Ángel siempre quería
que los obreros trabajaran. Invariablemente estaba dispuesto a ofrecer empleo
aunque no necesitara el trabajo de un hombre. Ramón
asegura que había
campos de caña con 35 años
sin fertilizantes; permanecían
limpios porque la virtud del viejo era emplear todo el
año
a la gente…
También cuenta que su padre mataba un buey,
una vaca, y su mamá
lo despachaba y le preguntaba:
«¿Cuánto
le sacaste al buey?
¿Cuánto
vendiste?».
Y
él
respondía:
«Doscientos
pesos», pero todo apuntado, ni un solo peso
en efectivo.
Fidel Castro.
—Él
era espléndido,
no era un hombre avaro. No se preocupaba mucho por el dinero, de
ahorrarlo, de la ganancia; no tenía
sentido de avaricia, de egoísmo,
era bastante desprendido con el dinero. Mi madre
criticaba eso, porque siempre fue muy rigurosa y defendía
con cierto instinto materno la administración
del dinero. Ella era más
difícil,
pero mi padre siempre fue más
espléndido.
Él
no tenía
la cultura que habría
tenido el hijo o el nieto de un terrateniente, con una vida más
sofisticada. Trabajaba allí
desde muy temprano, convivía
con la gente, era un campesino que había
adquirido una posición
de mando, de administración, de dirección
de una riqueza personal, de propiedades sobre aquellas tierras e
instalaciones. Su vida era en común
y, por lo menos,
él
era accesible, mientras que los dueños
de los grandes latifundios ubicados
alrededor de Birán
eran inaccesibles. Ellos eran los que podrían
tomar la decisión
de si le prestaban un centavo o si le daban un
crédito
a alguien para comprar en aquellas tiendas. Eran métodos
rigurosos de administración, no había
nadie a quien pudiera recurrir la gente cuando tenía
una situación,
porque los empleados decían:
«No
podemos».
El administrador decía:
«No».
Él
no podía tomar la decisión,
era quien enfrentaba a la gente, pero no podía tomar la decisión.
Los administradores no podían
dar ni un dólar
para salvar una vida. Mientras que a mi casa, adonde estaba mi padre, llegaba bastante la
gente de forma masiva; cuando enfermaban o cuando tenían
un hijo enfermo o alguna necesidad.
Katiuska Blanco.
—Aunque
conozco que su padre en el testamento legó
a cada uno de sus hijos parte de su dinero, también sé
que no logró
acumular grandes cantidades. Por lo que usted explica concluyo que la gente acudía
a
él
no solo por su riqueza, sino porque era alguien próximo,
alguien incapaz de dar la espalda…
Fidel Castro.
—Nunca
oí
hablar de que mi padre hubiera hecho testamento. Tal vez lo hizo. Yo me
separé
desde que ingresé
en la Universidad hasta el año
en que murió
mi padre, en 1956. Iba muy poco por allá
por Birán.
Desde que tenía
18 años ingresé
en la Universidad. Hasta esa edad sí,
todas las vacaciones iba a mi casa, pero cuando estaba en
la Universidad iba unos días
a mi casa nada más,
de vacaciones.
No sé,
debí
antes preguntarles a Ramón,
a Angelita y a los demás,
pero no oí
hablar del testamento de mi padre. Además, nunca me preocupé
de preguntar eso.
،Jamás
me pregunté
si heredé
algo de mi padre! Al morir mi padre estoy ya en la Revolución,
en México,
ya estoy en la lucha revolucionaria. Creo que de mi padre recibí
la vida, recibí
la posibilidad de estudiar y el privilegio, entre tanta
gente de aquel lugar y entre tantos niños
pobres, de poder adquirir una educación,
una instrucción;
y aquellas circunstancias que me hicieron posible adquirir, incluso, una cultura política
y revolucionaria. Es suficiente, no necesitaba más
nada de mi padre; le estoy muy agradecido por todo lo que recibí
de
él.
Katiuska Blanco.
—Su
padre hizo testamento en el verano de 1956, el día
21 de agosto, ante un notario de La Habana. Tomó
tal decisión
dos meses antes de morir.
Fidel Castro.
—Mi
padre tenía
propiedades, inversiones, ingresos importantes todos los años,
pero no pudiéramos
decir que tuviera cantidades grandes de dinero
depositadas en bancos.
Él
invertía
allí
todo, en general, en la agricultura, en la ganadería, en las instalaciones, en todo
él
invertía.
Si mi padre hubiera seguido los métodos
de las empresas norteamericanas, entonces sí
habría
podido reunir mucho dinero, depósitos grandes y muchas más
riquezas; pero
él,
pudiéramos
decir, tenía
una economía
balanceada.
A partir de un período
determinado, cuando las condiciones sociales se hicieron más
difíciles,
pudiéramos
decir que los ingresos y los egresos se
equilibraban, porque aquella finca se convirtió
en una especie de institución
pública,
de asistencia social, por lo que he dicho. Es
decir, que todo lo que pudiera llamarse ganancia se habría
obtenido administrando la plantación de la forma en que lo hacían
los norteamericanos, y habría podido dejar una ganancia muy grande
todos los años.
Yo diría
que todo se invertía
en la asistencia que se le daba a la masa creciente de trabajadores y de
gente que venía
a refugiarse, eventualmente, en Birán.
Tal es mi apreciación
clara de lo que recuerdo; incluso, casi me
daba cuenta de aquello. En cierto momento, ya adolescente, me
percataba de todo, porque veía
cómo
trabajaban mi padre y mi madre.
Cuando iba de vacaciones, me hacían
trabajar en la tienda, en la oficina, y ya yo llevaba muchas
de las cuentas, conocía los créditos
de la gente, lo que le daban a todo el mundo. En corto tiempo, pude darme cuenta
—realmente
es así—
de que las ganancias de las plantaciones
quedaban allí
en Birán, en una situación
social difícil.
Es posible que mi padre, en los primeros años,
cuando se iniciaron aquellas plantaciones
—joven,
mi padre llegó
a tener cientos de trabajadores bajo su dirección—
hubiera acumulado mucho dinero, porque faltaba gente, eran grandes inversiones.
Pienso que durante un período
aquella riqueza creció,
hasta que llegó
un momento
—cuando
la situación
social llevó
a un equilibrio—,
en que no se incrementara tal riqueza.
Mi padre, en cierta ocasión,
también
fue productor de madera. Mencioné
la caña,
mencioné
el ganado, pero también se explotaban grandes bosques muy
cerca, sobre todo, en las tierras que mi padre había
arrendado. En una meseta extensa, poblada de enormes pinares vírgenes,
tenía
una producción importante de madera. Su venta
proporcionaba uno de los ingresos importantes de la casa, los
demás
eran por la caña
y el ganado.
La madera era de
él,
pero recuerdo dos aserraderos particu lares, no eran de mi padre. No le
interesó
disponer de ellos porque el ingreso fundamental estaba en la
tala de los bosques, en el suministro a los aserraderos y
en la venta de la madera aserrada. Mi padre llegó
a tener 17 camiones trabajando en los bosques y transportando madera
aserrada.
No todos los bosques de pinos eran de
mi padre, pero la mayor parte sí.
Una porción
pertenecía
a otra empresa, que le llamaban Bahamas. Ahora, no estoy
seguro…
Me acuerdo de algunos de los administradores de
la empresa, pudiera ser que fueran también
los norteamericanos, como en el caso de los centrales azucareros. Quizás
algunos lo eran, porque sí
recuerdo que eran quienes distribuían
la madera. Tenían también
algunos aserríos,
la compraban, la comercializaban; estaban asociados en tal actividad,
pero no puedo asegurarlo; tampoco era una empresa muy grande.
Los mayores ingresos de los bosques los obtenía
mi padre, y estoy convencido de que todos aquellos ingresos se
quedaban en Birán,
no iban a acumular cuentas o a comprar
tierras en las ciudades, o a comprar fábricas.
La situación
social llegó
a ser tan difícil
que Birán
se convirtió, en cierta forma, en una institución
de asistencia social. Creo que tal hecho estaba muy
relacionado con el carácter
de mi padre, su generosidad y bondad; su
espíritu
generoso que tengo que separar en
él
de todo lo que recuerdo: sus ideas, ideas conservadoras, lo que pudiéramos
llamar derechistas. No le gustaban los sindicatos, no se
podía
mencionar el comunismo en mi casa, era la peor cosa que podía
existir. Se escuchaban todas las leyendas sobre el
comunismo. Para mi madre y mi padre, la palabra comunismo era
una de las cosas más terribles. De los sindicatos no querían
saber, les parecían
muy malos, una cosa que creaba caos,
desorden; aunque allí
no había en general sindicato.
Al final de la década
de los 30 se comienzan a organizar algunos sindicatos, porque la gente
empezó
a tomar conciencia. Empezaron a surgir algunos comunistas
entre los obreros agrícolas,
unos pocos fueron siendo captados por la prédica del comunismo.
Y, claro, con mi padre había
un grupo de españoles
también, muy humildes, unos 10 o 12 españoles.
Allí
se dividían en dos grupos, entre los que estaban
con la República,
durante la Guerra Civil Española,
y los que estaban contra la República. Mi padre decía
que los que estaban con la República eran comunistas. Cuatro o cinco españoles
jugaban dominó
con mi padre casi todas las noches o
los domingos, y la discusión era eterna.
Los primeros supuestos comunistas que
conocí
fueron el telegrafista, un cubano; Nono y el
cocinero [Manuel] García, ambos españoles;
todos ellos eran comunistas para mi padre, porque estaban con la República.
Posiblemente ninguno leyó
nunca el
Manifiesto Comunista,
pero para mi padre eran co munistas. Es decir, se llevaban muy
bien, discutían,
pero no había
animosidad entre ellos. Eran interminables las
discusiones. De modo que en mi casa tenían
sus ideas preconcebidas sobre el socialismo, el comunismo,
eran las peores palabras que podían
pronunciarse en Birán.
Eran contradicciones, paradojas.
Así
que tengo que separar en mi padre, el hombre, la
actitud como ser humano, la actitud con los
demás,
la actitud frente a los problemas de los demás
y sus ideas políticas.
A pesar de que mi padre antes era un
campesino muy pobre, pobrecito, sin un pedacito de tierra en Galicia.
Por ahí
están
las fotografías
de la casa donde
él
nació,
es un bohío
de piedra, una casucha de piedra, de un material
que hay allá,
unas piedras típicas
con las que construyen los campesinos. La casa tenía
una sola habitación.
Lo traen reclutado para luchar en
Cuba cuando la Guerra de Independencia, y viene de soldado.
Él
estuvo por la Trocha de Júcaro
a Morón,
porque oí
alguna vez hablar de ello. A pesar de todo, parece que era un campesino
avispado, listo.
Cuando se acaba la guerra, lo repatrían
a España,
donde había
una gran emigración
también,
en toda la región
de Galicia, por exceso de población.
Él
vino a Cuba, un hermano fue a Argentina, y una hermana quedó
en Galicia; ella tenía
un pedazo de tierra allá
y la trabajó
hasta los 80 años,
muy pobrecita. A mi tía
en España
nunca la conocí,
pero tenía
noticias de ella. Mi padre había
sido un campesino muy pobre pero sus ideas políticas
y su posición
sobre todos estos problemas estaban determinadas por su condición
de nuevo propietario, de terrateniente.
Él
tenía,
digamos, una conciencia de clase, una ideología
que respondía
a una clase, la de los propietarios, de los terratenientes; pero era un
terrateniente que convivía
allí
con la gente y ejercía
una función
paternalista, con relaciones muy paternalistas con todo el mundo.
No hay que olvidar su camino por la
vida.
Él
llegó
como inmigrante, sin un centavo, sin nada,
y creo que empezó... Porque yo, desgraciadamente, no pude
conversar con mi padre y pedirle que me contara todo:
¿qué
hizo en la guerra?,
¿cómo
vivía?,
¿qué
recordaba?,
¿cómo
llegó
a Cuba?,
¿qué
hizo cuando llegó
a Cuba?,
¿cuándo
empezó
a trabajar?,
¿cómo hizo todo?; solo algunas cosas que oí,
a veces contaba alguna anécdota.
Su carácter…
Recuerdo que a veces cuando salía
de la casa iba a los Pinares de Mayarí,
dormía
allá,
se reunía
donde comían los trabajadores. Era muy expresivo,
muy comunicativo. Físicamente
no era alto como yo, no,
él
era de menor estatura. No era bajito, pero no tenía
la altura mía.
Mi madre sí
era alta, pudiéramos
decir, y también
familiares de ellos de España
son altos, algún
sobrino de
él.
No era un hombre muy alto, aunque sí
de complexión
fuerte.
Para mí
habría
sido muy interesante, una maravilla con versar con
él.
Mi hermana Angelita siempre supo más
y Ramón; yo sé
cosas que a veces, siendo muchacho, oí
comentar en la familia.
Cuando
él
iba con los trabajadores era muy expresivo, muy comunicativo, conversaba. A veces
lo escuché
hacer algún cuento, narrar una historia de cuando
trabajaba, de sus años
juveniles. Pero
él,
seguramente, comenzó
como obrero cuando las empresas norteamericanas
empezaron a construir los centrales en la provincia de
Oriente. Por entonces no había buldóceres,
vino la tala de enormes
áreas
de bosque. Yo, por ejemplo, sé
que las maderas preciosas se cortaban como leña para el central; tales cosas hicieron
cuando se crearon los centrales azucareros.
Él
posiblemente se destacó.
Las empresas promovían
a la gente que se destacaba, le conferían
contratos para cortar madera, para suministrar leña.
En tales condiciones, en medio de aquel ambiente y en aquel espíritu
norteamericano, mi padre se convirtió
en empresario, en jefe que tenía
contratos de suministros y de trabajo con la
empresa norteamericana y, a su vez, tenía
obreros contratados por
él,
que laboraban con
él.
De esta manera se hizo empresario, así
empezó
a adquirir plusvalía
y así,
seguramente, empezó
a reunir una cantidad de dinero de cierta consideración.
Entonces llegó
a comprar, primero como tierras propias, 800 hectáreas
de excelentes terrenos. Sin duda escogió
uno muy bueno, donde terminan las
montañas
y empiezan las ondulaciones y los valles, por donde
pasaban tres corrientes fluviales, un río
y dos arroyos; con un magnífico
régimen
de lluvia y una capa vegetal rica, donde
se daban insuperables cañas.
Debe de haber tenido una cantidad de
dinero acumulada de alguna importancia, porque oí
decir que, además,
a algunos amigos arruinados,
él
los ayudó,
los salvó,
y posiblemente no les cobró.
Debe de haber manejado, incluso, cantidades importantes en efectivo.
Ya cuando yo nací,
en el año
1926, no sé
cuánto
tiempo hacía
que mi padre tenía
dicha finca, pero pienso que entre 10 y 15 años;
no solo tenía
aquellos terrenos, sino tierras arrendadas. Tenía
dominio sobre 11 700 hectáreas
de distintos tipos: pastos naturales, pastos
artificiales, plantaciones de caña, bosques vírgenes
muy ricos en madera. Es decir,
él
había
ido haciéndolo
todo, pero empezó
sin un centavo, nadie le dio ni le prestó
un centavo. Al parecer, se contagió
con el espíritu empresarial de los norteamericanos
presentes en el norte de Oriente. Fueron los norteamericanos
los responsables de haber convertido a mi padre en un
empresario; deben de haber sido ellos quienes le dieron algún
contrato y lo impulsaron por el camino de los negocios y de las
empresas.
Pocas veces me he puesto a meditar
sobre todo esto, pero me parece paradójico
que mi padre, influido por los nortea mericanos y formado en el sistema
capitalista, esperara de mí
alguien que cuidara sus intereses; y
en cambio, yo no fuera heredero de tal tradición,
de tal circunstancia que con humor podría
verse o interpretarse, tal vez, como un intento de los norteamericanos por impedir el
avance del socialismo en Cuba. Es paradójico,
yo debía
haber sido heredero de dicha cultura y de tal espíritu
empresarial. Pero, bueno, tengo espíritu de empresario, pero espíritu
de empresario socialista;es decir, me gusta la actividad que
tiende a desarrollar la agricultura, la industria, las inversiones, pero
no con el concepto de un propietario privado. Así
que creo que heredé
algo del espíritu
empresarial de mi padre, pero no con el concepto que le inculcaron los norteamericanos,
sino con los conceptos que me inculcaron los fundadores del
socialismo.
Él
tiene que haber recibido influencia del espíritu
de empresa norteamericano, porque
él
era un campesino de Galicia. Aprendió
a leer y a escribir solo, autodidacta. No había
podido estudiar; al igual que mi madre,
aprendieron solos, no fueron a la escuela. No recuerdo haber oído
que mi madre o mi padre hayan ido a alguna escuela. Entonces,
los norteamericanos hicieron de
él
un empresario, cuando vinieron a Cuba, a principios del siglo xx. Esta es la verdad.
Katiuska Blanco.
—Usted
recuerda que comenzó
a montar a caballo bien temprano, pero
¿qué
otros entretenimientos tenían los niños
de su edad en Birán?
Fidel Castro.
—Bueno,
casi todos estaban relacionados con el ambiente aquel. Me gustaba montar a
caballo. Creo que era un
hobby
natural también
de los indios norteamericanos, de los nómadas
y de todos, porque vivía
allí
viéndolo,
y a todos los muchachos del barrio les gustaba. Yo
montaba con montura y a pelo también,
tempranito. Me agarraba de la crin, a veces no le ponía
ni siquiera un freno, sino una soga; claro, dependía del caballo, hay algunos más
peligrosos. Pasé
muchos peligros por las probables caídas.
Me gustaban los ríos.
No recuerdo cuándo
aprendí
a nadar. Tengo la idea de que la primera vez
que entré
en el agua hice como los perritos y los gatos, y nadé,
así
que fue por instinto la primera vez. No recuerdo un
momento en que no supiera nadar, la primera vez que entré
a un río
hice lo mismo, repito, que perros y gatos.
Me gustaban también
otras cosas típicas:
salir a mataperrear, andar con tirapiedras. Mi primer arma
fue un tirapiedras. Lo aprendí
con los demás
muchachos campesinos: unas ligas de las cámaras
de automóviles,
una horqueta de guayaba
—porque
era más
fuerte—,
y un pequeño
dispositivo para lanzar; desde muy temprano aprendí.
Y yo estaba salvaje, libre, cuando no
me tenían
en la escuela, o cuando me tenían
fuera de Birán...
Porque hay una etapa en que estoy fuera, pero es
otra etapa. Aquí
se mezcla un período
que puede ser a los cinco, seis, siete años;
no puedo decir a los cuatro, no sé
si a los cuatro me dejaban ir a un río
y montar a caballo; sería,
más
o menos, a los cinco o seis años. Creo que empecé
a comportarme como adulto a los cinco o seis años.
Bueno, en mi infancia, hasta los cinco años
no puedo contar mucho, pero después
estaba libre, sin control; cuando iba en el período
de vacaciones, era lo que hacía
fundamentalmente. Estaba en permanente contacto con la
naturaleza. Si había
disfrute, diversión,
creo que era aquella. Todavía me gusta, en realidad, o por lo menos
lo recuerdo con mucho agrado.
Ramón
siempre andaba conmigo, estábamos
asociados en todo tipo de aventuras, casi como si
fuéramos
mellizos.
Éramos más
o menos contemporáneos,
aunque
él
era un poco mayor que yo. Hacíamos
travesuras en la escuela, juntos en lo bueno y en lo malo.
No cometimos grandes delitos, pero me
parece que molestábamos, hacíamos
cosas en la casa que merecían
castigo: robarnos los cintos y botarlos,
desaparecerlos; desobedecer las
órdenes;
correr y no dejarnos apresar cuando nos llamaban para cualquier castigo. Era el tipo
de indisciplinas que cometíamos. Me imagino que las otras estaban
relacionadas con la comida, o botábamos
algo, o destruíamos
cosas, o regalábamos, porque teníamos
socios, cómplices.
Íbamos
a las tiendas y repartíamos
mercancías:
regalábamos
tabacos o cualquier cosa a los trabajadores, ropa a la
gente; o llegábamos
tarde, o nos
íbamos
para el barracón
de los haitianos a comer mazorcas de maíz
asado.
Recuerdo que una vez fuimos a las
casas de los haitianos a comer maíz
asado y después
llegamos a la casa y no quisimos comer. En tal ocasión
me amenazaron con enviarme para Guanajay, un lugar en La Habana donde
llevaban a los muchachos delincuentes. Era una forma de
impresionarnos:
«Te vamos a mandar para Guanajay».
En mi casa nos amenazaban constantemente.
A ellos no les preocupaba que nos
mezcláramos
con los haitianos, sí
que nos enfermáramos
comiendo alimentos que pudieran indigestarnos. Nunca en la
casa nos prohibieron tratar con los obreros, relacionarnos con
los haitianos, blancos, negros. Tal tipo de manifestación
nunca la vi en la casa. No se discriminaba a nadie por el color
de la piel, la pobreza, la posición
social. Nunca vi una manifestación
de tal tipo. Los conflictos eran porque se preocupaban
por nuestra salud, por lo que comíamos
o por lo que hacíamos,
no fuera a ser que enfermáramos.
Hacíamos
travesuras un poco peores: nos
íbamos,
no sabían de nosotros; rompíamos
cosas, andábamos
en lo que no teníamos
que andar, nos metíamos
en lo que no teníamos
que meternos. Inventábamos
cosas, nos poníamos
a fabricar hasta juguetes. A veces fabricábamos
flechas parecidas a unas que vendían
en los Ten-Cents, con unas plumitas, que se lanzaban y caían
de punta; nosotros tuvimos y ya después
las fabricábamos y hacíamos
daño
probando las flechas con las gallinas, los guanajos, y los patos. Algunos de
tales hechos, con toda razón,
los consideraban en mi casa de una enorme gravedad.
Emborrachábamos
a los patos, les dábamos
maíz
con alcohol; nos divertíamos
viendo los patos ebrios. Hacíamos
ya algunas travesuras un poquito más
serias.
En aquel período,
de cuatro o cinco años,
cuando estaba en la escuela obligado, porque teníamos
que ir por la mañana y por la tarde, ya habíamos
adquirido un gran repertorio de malas palabras con los carreteros,
los ganaderos. Tenía
un vocabulario completo y, por supuesto,
estaba prohibido pronunciar tales palabras. Posiblemente había
algo de tolerancia con nosotros, lo que le llamamos
alguna malacrianza, y de nuestra parte, la rabieta cuando
quieres hacer algo y no te dejanhacerlo: protestas, gritas y lloras
por algo con lo que no estás
de acuerdo.
Recuerdo perfectamente que a veces la
maestra nos castigaba.
¿Qué
castigo nos ponía?:
«Parados
allí».
Pero algo más:«Póngase
de rodillas».
No mucho tiempo, no era una tortura, más
bien una amenaza y lo hacía.
«Está
castigado, póngase
de rodillas ahí».
«Tiene
que estirar las manos».
Después
amenazaban con que nos iban a poner unas pesas
en las manos y unos granos de maíz
debajo de las rodillas por hablar en clases, o por una mala palabra, o por lo que
fuera. Nunca llegaron a hacerme tantas cosas, pero unas
cuantas veces me pusieron de rodillas y me hicieron poner las
manos hacia arriba, me amenazaban con más
castigos.
Aquello, naturalmente, daba lugar a
protestas, y nosotros pronto aprendimos a rebelarnos contra
la maestra. La maestra era una señora
soltera y vivía
en el campo. Tuvimos distintas maestras, en un período
hasta dos. Una muy buena, se llamaba Engracia; la queríamos
mucho
—es
de los más
antiguos recuerdos—, porque llevaba jugueticos…,
y tenía
un gran prestigio. Era bondadosa. Después
tuvimos como dos maestras, hasta que vino Eufrasita y permaneció
más
tiempo. No era como la otra, espléndida,
sino más
rigurosa. Entonces nosotros, cuando surgía
un conflicto, nos parábamos
y le decíamos
un repertorio completo de malas palabras a la
maestra, la más
fina de todas era
«puta»
—no
sabía
lo que significaba, pero sabía
que era ofensiva aquella palabra—.
Luego salíamos
corriendo, saltábamos por una ventana que daba a un
corredor en el fondo, brincábamos
la baranda y nos
íbamos,
escapábamos
hasta que se calmaba la tormenta y volvíamos
a la escuela.
Nosotros le hacíamos
maldades a la maestra. En una ocasión
—da
la casualidad que aquel día
mi madre había
ido por allí—
surge un conflicto mío
con la maestra, descargo mi repertorio completo de malas palabras, salto por
la ventana rápido,
ágil
—porque
yo era delgado, flaco, y andaba mataperreando, corriendo para arriba y para abajo—,
voy al corredor, brin co la baranda, me tiro y caigo. Cerca
de la escuela estaba el servicio sanitario, salgo en aquella
dirección
y había
una tabla como de dulce de guayaba, o algo así,
con un clavo. Caigo, con tan buena suerte que no me enterré
el clavo en la cara ni en el ojo, sino en la lengua, e
inmediatamente empieza a salir la sangre abundante, porque cualquier
herida en la boca da una hemorragia. Tenía
embarrada de sangre toda la ropa. Claro, cuando ocurría
una tragedia de aquel tipo, cesaba la persecución,
venía
la amnistía
y entonces, por instinto, ante algo tan grave como que usted se
caiga, se entierre un clavo y haya derramamiento de sangre, se
olvida del problema con la maestra y va para allá.
Entonces mi madre hace así,
me agarra y me dice:
«Eso
es castigo de Dios, eso te ha pasado por castigo de Dios».
¿Usted
sabe lo que es insultar a la maestra, salir corriendo y enterrarse un clavo en la
lengua? Creo que seguramente mi madre creyó
de verdad que era un castigo de Dios.
Yo no me proponía
blasfemar, no era eso propiamente. Blasfemaban allí
algunos trabajadores: [Manuel] García,
el cocinero, lo hacía
todos los días,
a todas horas; era un español que se había
quedado inválido
por el reuma y era muy genioso.
Él
realmente maldecía
bastante, pero en la casa no, lo prevenían mucho; podía
una vez, mas no era el hábito.
Nosotros usábamos
el repertorio completo de los trabajadores, de todas las malas palabras habidas y
por haber, y las usábamos
como armas ofensivas.
Otra diversión
importante la vivíamos
en la valla de gallos de Birán.
A mí
me gustaban las peleas de gallo. Ramón
era cómplice
y socio mío
en las peleas. Yo no era un fanático
de ellas, pero en Birán
no había
otra cosa. La valla solo funcionaba en una
época
del año,
la de la zafra, porque en otra la gente no tenía
dinero para ir ni para jugar a los gallos. La
única
época del año
en que aquellos trabajadores, aquellos haitianos,
tenían un poco de dinero en el bolsillo para
jugar, era en la temporada de zafra.
La valla se la arrendaban a alguien
allí,
no podía
ser diferente, y los domingos y los días
de fiesta había
lidias de gallo. Los campesinos les llamaban peleas de
gallo. Distintos amigos tenían
gallos; incluso, Ramón
tenía
algunos, cuando ya
éramos un poquito mayores. Yo estaba
interno, pero iba en Nochebuena y tenía
interés
en ver cómo
eran las peleas, aunque no tenía
mucho dinero en realidad.
Lo que hacía
más
emocionantes las peleas, más
tensa aquella atmósfera,
eran las apuestas a los gallos.
¿Qué
ocurría?
Se reunían
80 o 100 personas, casi todos hombres
—muy
pocas mujeres iban por allí,
aquello era de hombres—;
venían
de varios kilómetros
a la redonda y traían
los gallos en una bolsita de tela, por lo general de color azul
o blanca, gallos que criaban con mucho sacrificio, porque había
que darles buena alimentación
—a
veces tenían
que darle huevo al gallo para que estuviera fuerte, maíz—,
entrenarlo, hacerlo correr.
Digamos que un gallo es como un
boxeador, al cual se le da una alimentación
especial, un entrenamiento especial. A los gallos no los dejaban tener gallinas.
Eso está
por probar científicamente, porque una vez leí
sobre unos estudios con atletas olímpicos,
donde habían
llegado a la conclusión
de que no era imprescindible la abstinencia entre
los atletas; pero en dicha
época,
y posiblemente todavía,
los galleros pensaban que si el gallo estaba con su harén,
si se enamoraba, si hacía
el amor, se debilitaba. En consecuencia, los
gallos estaban aislados en sus jaulas, separados de las gallinas,
alimentados, entrenados y, además,
rabiosos. Puede ser que tal conjunto de factores
estimulara su espíritu
belicoso, el espíritu
guerrero de los gallos, su increíble
instinto guerrero; porque esos animales, con una valentía
absoluta, total, mueren combatiendo.
Estaba todo aquello, lo que era para
campesinos y trabajadores criar el gallo, alimentarlo,
entrenarlo, ir a la valla, ponerlo a pelear. Además,
las apuestas no eran de 500 ni de 100 dólares,
nadie tenía
esa cantidad de dinero. Eran apuestas de 5 pesos, si acaso, a veces 10, 15
pesos. Y no era uno solo, había
una lista, y uno apostaba 50 centavos a ese gallo,
otro un peso, otro dos pesos. Así,
15, 20 o 30 eran los partidarios de un gallo y otros 15, 20 o 30 los
del otro. Unos estaban con el gallo canelo, otros con el gallo
giro, otros con el gallo pinto, otros con el gallo indio, otros con
el gallo bolo
—un
gallo que no tenía
cola—,
y había
uno al que le llamaban gallina, porque tenía
cierta configuración
especial, con menos gallardía que el macho
—puede
ser que la palabra gallardía
provenga de gallo—.
Había
distintas razas, sobre todo distintos colores, y se distinguían
unos de otros cuando peleaban.
Claro, no solo eran las apuestas, había
mucho de simpatía por el gallo, por ser conocido, de
prestigio, y de amistad con el dueño;
influían
una serie de ingredientes. Eran tensas aquellas peleas, porque afectaban no solo los
sentimientos, sino el bolsillo.
Ahora bien, los que apostaban por
listas tenían
que hacer un pequeño
descuento de las ganancias para el señor
que administraba la valla, podía
ser un 10% o algo así.
Se hacían apuestas oficiales y apuestas por la
libre. Los valientes apostaban cinco pesos en medio de la pelea. Si
el gallo al que habían apostado estaba perdiendo, le
apostaban al que iba ganando: cinco a uno, cinco a dos; o al revés,
si el gallo estaba perdiendo y aceptaba alguien, porque creían
que aunque estaba perdiendo era muy bueno e iba a ganar, tres a
cinco, aceptaban, hacían la apuesta, le iban al que estaba
perdiendo.
Las peleas de gallos eran bastante
entretenidas. Era una tradición
cubana desde la
época
de la Guerra de Independencia, la mayoría
de los campesinos eran aficionados a ellas.
Las mujeres muchas veces no eran
aficionadas, con toda razón,
porque no querían
que los hombres fueran allí
a perder dinero. En tal juego siempre se perdía,
y voy a explicar por qué.
El que criaba un gallo tenía
que dedicarle tiempo, entrenarlo, alimentarlo y después
tenía
que apostar: si ganaba cinco pesos, tres pesos, aquel dinero lo
gastaba fácil,
porque vino así,
por suerte; lo gastaba comiendo, tomando, privaba a
la familia de los cinco pesos o tres
pesos. En general, los familiares sufrían
con tal juego, pero era muy popular entre los
campesinos, y el
único
espectáculo
de Birán.
No había
otra cosa.
Lógicamente,
cuando vi y conocí
todo aquello, me entusiasmé.También
tenía
simpatía
por un gallo o era amigo de un dueño
de gallo; veía
el espectáculo
y además
apostaba mis pequeñas
cantidades, un peso, dos, porque realmente no tenía dinero. A esa edad los muchachos están
en los estímulos materiales de los helados, los
caramelos, el cine, los juguetes. Nosotros estábamos
enajenados por el dinero, es decir, la enajenación
de que habla Marx por el dinero ya la padecíamos, y cuando yo iba de vacaciones
participaba también
en las apuestas como los otros.
Raúl
y Ramón
pueden haber sido mucho más
aficionados a las peleas de gallo que yo, pero
recuerdo que también
tenía mi gallo. Yo era propietario de uno
que me habían
regalado, bien entrenado, y creía
que el mío
era el mejor de todos y el más
valiente. No lo entrenaba porque no era especialista
en eso, había
unos galleros que lo cuidaban. Ramón
tenía
varios, yo tenía
uno.
El hecho era que yo tenía
mi gallo también,
pero Ramón quedaba responsabilizado con
él,
porque la temporada de las peleas duraba como cuatro meses,
durante toda la zafra, y como yo estaba interno en la escuela,
iba a Birán
nada más que dos semanas a fin de año,
pasaban tres meses y volvía
en Semana Santa, eran tres días
de peleas: Viernes Santo, Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección.
Entonces, Ramón
administraba mi gallo, apostaba, y de ganar me tenía
que enviar el dinero.
Él
me mandaba un giro por correo con las apuestas, que eran de dos, tres pesos; el máximo
que recibí
alguna vez fueron cinco pesos.
«Peleó
tu gallo».
«Ganó
tu gallo».
Era un acontecimiento tremendo. Estaba
contento con mi gallo, no lo había
visto pelear, pero ganó
y yo recibía
cinco pesos. Realmente Ramón
nunca me pasó
la cuenta el día
que el gallo perdió, pero hasta las cuentas
él
me mandaba.
Como yo solo estaba dos semanas a
final de año
por Nochebuena, 24, 25 y 31 de diciembre y el día
1º de enero, aquellos eran los
únicos
días
que iba a las funciones en la valla. A veces oía
la bulla desde casa, porque la valla estaba como a
150 metros hacia el Sur, no lejos de la tienda,
del correo y de la panadería. Un domingo cualquiera, de repente
usted sentía
una bulla:
«،Uh,
uh!»,
y mucha gente dando fuertes palmadas contra las tablas, porque era un círculo
de madera con aserrín.
La valla era de madera y tenía
techo de zinc, con los asientos a distinta altura. Abajo, alrededor
de aquel círculo
cercado, de unos diez metros de diámetro,
están
los dueños,
los que dirigen la pelea; porque hay quien
dirige, el mánager,
quien en un momento determinado azuza al
gallo; si hay una herida le chupa la sangre, si está
muy cansado le echa agua. Sí,
sí,
le hacen un tratamiento al gallo como al
boxeador, no hay
round, pero hay momentos en que se detiene
el combate, porque los dos están
exhaustos, o uno está
ciego, moviendo la cabeza, y no ve al otro.
A veces un gallo estaba perdiendo la
pelea y de repente hacía
un revuelo
—así
le llamaban cuando saltaba—,
aleteaba, golpeaba con sus mortíferas
espuelas y liquidaba al otro gallo, o le daba un golpe muy duro. Entonces
una bulla, un escándalo que se oía
a 500 metros, el público
daba golpes contra los asientos, contra la pared, era
terrible. Si usted no estaba en la valla, sabía
que había
pasado algo tremendo por la bulla enorme de aquella gente.
En ocasiones el dueño,
cuando veía
que el gallo estaba sin posibilidades, lo retiraba, y muchas
veces lo dejaba hasta que moría
o quedaba ciego; a un gallo ciego, si era muy bueno,
lo utilizaban para procrear.
Aquello era un acontecimiento.
¿Cuántas
peleas había
un domingo? Había
10, 12, 14 peleas. Empezaban a las 8:00 de la mañana
y terminaban a las 6:00 de la tarde o casi de noche, desde que amanecía
hasta por la noche. Allí
se tomaban bebidas, se comían
empanadillas, servían
de todo: rallado, cerveza fría.
Así
era la atmósfera
de una valla de gallos, un lugar inade cuado para muchachos. Nosotros no sé
qué
hacíamos
allí,
pero
íbamos
los domingos, cada vez que podíamos.
No me acuerdo de la primera vez que
asistí
a una pelea de gallos, pero fue bastante temprano, y
también
tomaba cerveza y comía
empanadillas. En la casa nos dejaban ir. Hacíamos casi lo que nos daba la gana, sobre
todo de adolescentes.
En Santiago de Cuba había
vallas, pero nunca se me ocurrió
ir, así
que el espectáculo
me interesó
circunstancialmente.
Tengo que decir que desde entonces
sentía
lástima
—tuve conciencia—,
me daba pena ver a aquellas gentes que jugaban a los gallos y eran viciosos del
juego; porque trabajaban muy duro para reunir 10, 15, 20 pesos, y
aquel dinero lo perdían
o lo gastaban en la valla, afectando a
la familia. Lo comprendí
desde bastante temprano y tuve
conciencia de que era una cosa muy negativa.
Por eso, y porque la Revolución
por principio combatía todas las manifestaciones del juego,
abolimos todos los juegos de casino, de dados, las formas de
juego ilegales
—que
estaban muy toleradas—,
y los juegos legales: la bolita, la lotería.
En tal campaña
contra los juegos también
fueron prohibidos los gallos, pero no guiados propiamente
por un espíritu
de amor a las aves, es la verdad, sino de amor
a la gente que perdía
su dinero allí
y sufría.
Tal vez fuimos un poco extremistas, porque a los campesinos, por tradición,
les gustaba como deporte la cría
de palomas mensajeras, la cría
de gallos de lid, que pue de ser un deporte también,
un
hobby,
un espectáculo
como lo puede ser la lidia de toros.
Posiblemente las personas que sienten un gran amor por las aves no
estén
nunca de acuerdo con tales peleas. La razón
por la cual nosotros lo prohibimos fue por las consecuencias negativas
del juego en la moral y en la mentalidad de la población,
porque nos parecía
que mucha gente quería
resolver los problemas a través
de la suerte, en virtud del azar, y no del estudio, de
la aplicación,
del trabajo.
Creo que el vicio del juego es muy
malo, porque la gente se abandona a
él,
deja de hacer el esfuerzo que tiene que hacer por estudiar, superarse. Soñar
con el azar, con la fantasía, ganar dinero así,
ganar un gran premio en la ruleta, ganar una lotería,
me parecía
de efectos realmente nocivos. Tal vez se hubiera podido tolerar la cría
de gallos como un deporte y no como un instrumento de apuestas y de
juegos, porque hay también
quien cría
perros de pelea y otros animales de lid.
Aquí
permaneció
la cría
de gallos, pero como una actividad comercial y de exportación;
tenemos muy buenos ejemplares. Incluso, una vez, cuando tuve
oportunidad de estudiar un poco de genética
animal, de genética
ganadera, cuando pude dominar y conocer los principios de
esta ciencia, basado en la selección,
partiendo de los resultados individuales de cada uno de los animales
—bien
sea la conversión
en carne, el rendimiento en leche, la capacidad de conversión
del alimento en leche—,
y como esa fue una rama que después
me interesó
mucho, un día
me puse a meditar sobre si un genetista pudiera producir gallos campeones que
obtuvieran de 80% a 90% de posibilidades de victorias.
Recordando aquella
época
en que se practicaba el juego, me puse, por puro ejercicio mental, a
analizar cómo
se podían desarrollar gallos que ganaran todas
las peleas o que tuvieran posibilidades de ganar.
Sencillamente, aplicando las leyes de la genética,
y basado en la selección
de los animales con grandes capacidades para liquidar al enemigo
—sé
que tales cualidades se heredan—,
se pudieran desarrollar ejemplares que difícilmente
perdieran una pelea. Yo lo pensé
como una posibilidad comercial, digamos, que si un país
quiere y emplea la selección,
partiendo de un nivel de masa determinado, puede producir gallos que tengan de 80 a 90
posibilidades de ganar todas las peleas. Así
que mis conocimientos del tema me sirvieron un día
para darme cuenta de eso.
Claro, también
los campesinos aplicaban la genética,
pero muy elemental: el gallo que ganaba,
que tenía
dos, tres, cuatro victorias, es el que utilizaban para
reproducir.
Creo que en Cuba fuimos demasiado
extremistas. Tal vez debimos haber prohibido las apuestas
y autorizar las peleas de gallos, porque es una tradición
centenaria. Cuando usted prohíbe
algunas de esas cosas, da lugar a que haya gente que las haga de forma clandestina. Como
deporte no, el problema no era ese, porque había
algunos realmente muy aficionados a los gallos.
Había
afición
a las aves. No una afición
positiva, porque teníamos
afición
a cazarlas. Ese instinto de cazador lo tuvimos desde muy temprano, primero con
tirapiedras y después
con escopetas. Cazábamos
todo tipo de aves. Creo que hoy tengo mucha más
conciencia de la necesidad de preservarlas, de preservar la naturaleza, y sería
incapaz de dispararle a una. De muchacho le disparábamos
a cualquiera, pero después
fuimos más
selectivos, cazábamos
las que se podían
consumir, ya no era aquel espíritu
indiscriminado de cazar aves.
Katiuska Blanco.
—En
una de las visitas que hice a Birán
conversé
con Dalia López,
condiscípula
de usted en la escuelita de Birán
y mencionó
varios amigos suyos de entonces…
Fidel Castro.
—Sí,
cómo
no, los muchachos de allí:
Carlos Falcón, Flores Falcón,
Benito Pereira. Había
un grupo, incluso, los hermanos, los primos también;
siempre andábamos
juntos en aventuras.
Ramón
me tenía
a mí
de gallo fino.
Él
era el mánager,
y me echaba a pelear a mí.
A veces me ponían
a boxear con alguno que era más
fuerte que yo, y no siempre salía
bien porque, además,
el boxeo en que nos obligaban a participar, no era como deporte, era en serio.
Colocaban a uno delante de otro y le ponían
una pajita; entonces, quita la pajita de ahí; así
empezaba y la pelea era en serio, no era como
deporte. Me ponían
a boxear. Era una de las cosas que hacía
Ramón.
Más
de una vez salí
mal.
Ramón
padecía
de asma cuando era muy chiquito. Yo sí
me acuerdo siempre de eso. No sé
si sería
una alergia al ambiente o a la humedad, o si sería
a algún
alimento, pero se ponía bastante mal. Era, por cierto, muy
desagradable cuando le venían
los ataques. Yo lo veía
por la noche, porque dormíamos en el mismo cuarto, ya un poco más
grandes, cómo
sufría.
Le daban efedrina. Cuando le daban la
cucharada, lo aguantaban, cómo
lloraba y así
se pasaba la noche. Era peligroso porque en aquella
época
no había
oxígeno,
no había
ventilación
pulmonar ni los medicamentos que hay hoy. Y
como consecuencia, físicamente
tenía
esas desventajas; era un poco más
débil
que yo, porque yo no padecía
de asma, era saludable y, en general, ligero,
ágil.
Los dos
éramos
flacos, y por eso parece que yo era el que estaba llamado a ser el
boxeador y Ramón
el mánager; pero cosas de muchachos, tonterías.
Andábamos
juntos,
íbamos para el río,
a cazar, a todas partes; siempre juntos con todos los muchachos.
Algunas muchachas también
formaban parte del grupo y pronto reparé
en ellas. Cuando la gente vive en contacto con la naturaleza y en el campo, no sé
cuál
es la influencia
—no quiero hablar mucho de eso—
pero, en realidad, casi desde que tenía
uso de razón
tomé
conciencia de la presencia de las muchachas. Desgraciadamente tomé
conciencia temprano.
En el campo es así,
porque todo lo induce; pero tempranito. Sobre eso
—ya
lo he dicho otras veces, a otros periodistas—
no voy a hablar con la misma
franqueza que Juan Jacobo Rousseau cuando contó
sus memorias. Eso es propio del campo. Yo creo que todos los muchachos del
campo, en general, se caracterizaban por una gran
precocidad.
En el grupo había
muchachas por las que sentía
afecto filial como mis primas y algunas vecinas
como Dalia López.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
recuerdo que una mañana de febrero de 2008, poco después
de que se publicara el libro
Ángel,
la raíz
gallega de Fidel
conversamos durante un buen rato de su infancia. A usted le
interesaba saber de dónde
había sacado el dato de sus 12 libras de
peso al nacer. La verdad es que le parecía
desmesurada esa afirmación,
casi imposible de creer, y un poco impugnaba los
recuerdos familiares que daban fe del mito. Revisé
los materiales y me encontré
las voces de la historia. Ramón
y Angelita coincidían
en sus testimonios y usted
—aún
inconforme y descreído—
continuaba preguntándose
de dónde
habría
partido el dato y si habría
entonces dónde
pesar a los recién
nacidos. Le escribí
que existía en Cuba, desde tiempos inmemoriales,
la costumbre de llevar a los niños
a las bodegas y pesarlos en medio del bullicio de los comercios y con la solícita
sonrisa de los dependientes, quienes se prestaban amablemente a la
ceremonia. En los primeros días,
la pregunta a flor de labios de todas las visitas
era:
«¿Cuál
es el nombre?
¿Cuánto
pesó?».
¿Todavía
le parece una exageración?
Fidel Castro.
—En
aquella
época
se consideraba como una señal de salud que el niño
tuviera mucho peso, cuando, en realidad, lo más
correcto es que el niño
tenga seis libras, siete libras. Si el niño
nacía
con más
peso, los campesinos lo miraban con orgullo porque era una prueba de salud. A
cualquier persona gorda la celebraban mucho, la elogiaban; si
era delgada les parecía que tenía
una enfermedad. Hoy se ha demostrado que los niños deben pesar menos de diez libras y
las personas deben ser delgadas, si quieren preservar la
salud. Han cambiado muchos conceptos. Los
únicos
que sabrían
cuánto
yo pesaba serían
mi padre y mi madre, y posiblemente se
lo contaron a los demás; yo mismo no me acordaba de eso, pero
algunos de los familiares a los que tú
les has preguntado, te hablaron de las 12 libras.
Katiuska Blanco.
—Y
hablando de nacimientos felices recuerdo los otros, los que se convierten en
tragedia. Su padre, don
Ángel, estaba marcado por una experiencia así.
Él
quedó
huérfano cuando tenía
11 años;
su mamá,
Antonia Argiz, dio a luz a una niña
a quien nombraron Leonor, poco después
ambas murieron. También
recuerdo a la tía
Antonia Ruz.
¿Cómo
se vivía
o interpretaba la muerte en Birán?
¿Existían
muchas creencias, presagios o supersticiones?
¿Se
vislumbraban infortunios?
Fidel Castro.
—Al
niño
le hablaban de las cosas de los familiares, le hablaban de Dios, pero no porque
le dieran una clase de re ligión.
Uno estaba rodeado de creencias: que si esto es
malo, esto es bueno, esto trae desgracias
porque pasó
una lechuza y oyó
decir que es un mal agüero.
Se vivía
como en la
época
romana. Lo que cuenta Tito Livio en la
Historia de Roma,
sobre los presagios y supersticiones de
todas clases. Así
se vivía
en el campo.
Ya de adulto, leyendo a Tito Livio,
en la historia romana, vi que aquellos romanos vivían
con tan gran número
de supersticiones como vivía
nuestra gente en el campo: siempre viendo presagios, mal agüero,
una mezcla de todas las religiones, de todas las creencias, entre las cuales
estaba la creencia en Dios, en los santos; y creencias en algunos
santos que no están
en el ritual católico
ni en el ritual cristiano, una mezcla de todo.
Claro, a uno le van explicando esas cosas
extrañas,
raras.
¿La
muerte? Bueno, también
rezaban, rezaban por la tía que murió,
y había
tristeza; recogieron sus hijos. La abuela los recogió,
ayudada por la familia. Mi abuelo poseía
lo suyo, tenía su trabajo y la ayuda de la familia.
El padre, José
Soto Vilariño, que era empleado español,
una especie de mayoral, de capataz en la finca, tenía
un cargo y un sueldo, y también
ayudaba a los abuelos en la crianza de sus
hijos.
Mis primos vivían
con los abuelos en una casa como a un kilómetro
de la nuestra. Y una prima que tenía
la misma edad que yo, fue para la casa con estatus
de hija; pero no con todas las consideraciones que merece una
hija. Era algo así
como una pariente pobre en la casa.
Recuerdo que cuando nacieron mis hermanas menores ella tendría
ocho o nueve años,
y ya ayudaba en los quehaceres de la casa.
Por ella no hubo la preocupación
de que estudiara como con nosotros. Ella recibió
apoyo, era familia, pero tenía
ciertas obligaciones domésticas
en la casa. Cuando ahora pienso en eso me molesta. En aquel entonces
me parecía
natural, todos nos llevábamos
muy bien, aparentemente no existían diferencias; sin embargo, no se le
dio el mismo trato que a nosotros en relación
con el estudio. No la enviaron a ningún colegio a realizar estudios
superiores y le daban tareas domésticas. Debían
haberla enviado interna a una escuela como me mandaron a mí
y a los otros.
Tiene que ver con las costumbres de
la
época.
Generalmente, cuando se le daba protección
a una persona en el seno de una familia, lo común
era darle techo, comida, hasta cariño; pero no el mismo tratamiento que a
los hijos. Ella cuidaba a los niños
más
pequeños,
tarea que nunca me daban a mí
—de
lo que me alegro mucho—,
y que no le daban tampoco a Angelita, la mayor.
No existían
ideas suficientemente justas en aquel ambiente campesino, ellos creían
que habían
hecho mucho por ella al llevarla a casa, alimentarla,
vestirla. Era propio de la
época.
Yo no puedo, con las ideas de ahora,
ponerme a juzgar a mi familia, pero comprendo que no era justo. Y
nunca la olvido a ella aunque vive lejos. Se llama Clara,
teníamos
la misma edad, y su llegada para mí
fue algo muy bueno, a pesar de su tristeza cuando vino a casa.
Cuando evoco nacimientos en medio de
sobresaltos, recuerdo el de Raúl,
el 3 de junio de 1931. Me acuerdo bien de aquel día,
dónde
dio a luz mi madre, en qué
parte de la casa. Yo estaba en el corredor, era de día
ya, escuchaba unos gritos horripilantes, tremendos, en todo el
tiempo que demoró
el parto, durante varias horas, el
correcorre en la casa. Isidra Tamayo, la comadrona, estaba allí.
Me acuerdo perfectamente bien de cuando por fin nació
Raúl
y de la inmensa felicidad de aquel momento.
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