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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 01.

 
 
 
TOMO I

01 Casa, padres, árboles, luz de velas y faroles de gas, primeros recuerdos, muerte inescrutable, frescor en el altillo, Día de Reyes, remedios caseros, Manacas, aserríos, montar al pelo, libre en los parajes, gallos, amistad, sin la franqueza de Rousseau, venir al mundo

 

Katiuska Blanco. Comandante, José Martí creía que la historia del hombre podía ser contada por sus casas. Para mí la casa es abrigo, incluso en la memoria. Desde que estudié la poesía del peruano César Vallejo, me acompaña en el pensamiento un poema sobre una casa donde no vive ya nadie. Emocionan los versos:

Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las casas viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombre. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla.

No puedo explicarle, no sé por qué vericuetos del alma, esos versos me llevan siempre a la casa recóndita de mi infancia, pero también a la suya, a la casa de Birán. Usted volvió allí al cumplir 70 años. Fui testigo del regreso, y desde entonces esperaba la oportunidad de preguntarle sobre los recuerdos que guarda de la casa donde usted nació.

Fidel Castro. La casa era de madera, construida sobre pilotes más altos que un hombre. Me imagino que inicialmente, en el proyecto original, era cuadrada; una casa prefabricada, de las que posiblemente los norteamericanos vendían aquí. Es probable que hasta la hayan traído de Estados Unidos. Mi padre la construyó antes de que nosotros naciéramos. Tenía recursos económicos, ingresos relativamente elevados, y en aquella zona se desarrollaban grandes empresas agrícolas norteamericanas.

Los terrenos de mi padre estaban rodeados de grandes extensiones de tierra de diversas compañías norteamericanas. Incluso, el viejo trabajó con una de esas empresas, la United Fruit Company, propietaria de 130 000 hectáreas aproximadamente, una gran plantación cañera y un central azucarero. La United Fruit poseía otros centrales más próximos que yo recuerde, tenía dos grandes centrales alrededor de la bahía de Nipe, y sus tierras llegaban hasta los límites de las de mi padre. Antes de que él adquiriera esas tierras, a comienzos del siglo xx, había trabajado con la United Fruit Company. Al principio contaba también con una pequeña empresa. Dirigía un grupo de hombres y hacía contratos para talar madera, para suministrar leña al central azucarero y desmontar áreas donde sembrar caña. Según mi hermano Ramón, eran años de numerosa inmigración de España, principalmente de las provincias gallegas, lo que favoreció su trabajo como contratista: comenzó a laborar con sus hombres en terraplenes de línea y a transportar maderos. Abrió una fonda y, además, inició sus siembras de caña. Llegó a tener una colonia en tierras de la United, la denominada Dumoy, que vendió después porque tuvo un accidente al caer de un caballo y fracturarse una pierna. Aquellas tierras mi padre las puso en venta en una época de mucha prosperidad en la industria azucarera, antes de la Danza de los Millones.

Él era un inmigrante español, un hombre muy activo que se convirtió en un empresario. Así fue como obtuvo ingresos importantes y adquirió tierras; pudiéramos decir que se independizó, se convirtió en agricultor.

Pienso que aquella era un modelo de casa de madera de las que construían los norteamericanos. No podría asegurar si esa madera la trajeron o se elaboró aquí. Era de un piso, aunque tenía una habitación amplia encima, como un segundo piso más pequeño. El primer piso podía estar al nivel de la tierra, pero mi padre, al parecer por la influencia de Galicia, su lugar de procedencia, donde los campesinos dentro o debajo de las casas tenían los animales de cría gallinas, ganado vacuno, incluso los cerdos, con los que producían jamones construyó la casa sobre pilotes, sin que el lugar fuera bajo. Como el terreno era irregular, no tenían la misma altura. La parte principal de la casa, hacia la sala y las habitaciones, era más inclinada y eran más altos los pilotes.

Luego, la casa se amplió en una dirección con varias instalaciones: una botica, un baño, una alacena, un comedor y, al final, la cocina. Después la alargaron del otro lado con una oficina, de modo que la casa quedó cuadrada, con un segundo piso arriba y una ampliación hacia el Este, en dirección a las montañas. Debajo estaba la lechería. Tenían un rebaño de unas 30 o 35 vacas que dormían debajo de la casa. Las ordeñaban por la madrugada y las soltaban por los potreros a 800 metros, o a un kilómetro de distancia. Por la tarde las recogían.

Yo recuerdo mucho el corredor de la casa porque la circundaba completamente, excepto en la parte de la cocina. Yo veía cuando recogían el ganado por la tarde, me llamaba la atención porque algunos animales eran un poco ariscos; los había agresivos, sobre todo algunas vacas recién paridas. Teníamos una vaca color oscuro que le llamaban Ballena; daba mucha leche, pero era muy agresiva. Nosotros tratábamos de hacerle señas para ver cómo amenazaba. Yo creo que la vaca tenía algo de miura.

Recuerdo todas estas escenas, cómo era el ambiente en el campo, los animales, las personas que atendían los trabajos.

En la casa existía una escalera que llegaba al primer piso a través de una puerta ubicada en la sala. Varias puertas daban a las habitaciones. Junto a un cuarto, que después fue de nosotros los varones, estaban el comedorcito y la oficina de mi padre. También en esa primera planta se encontraban la sala, otras habitaciones, un pasillo hacia el comedor y los baños.

Parece que al principio era una sola habitación con el baño. Aquel no lo conocí, pero después hicieron un pasillo y pusie ron al final otro baño, el rural, le decían. Era de madera, construido sobre una especie de pozo, ese fue el que yo conocí. Allí quedaban los restos, un lavamanos. Había otro baño al lado de la cocina, realmente el que utilizábamos para ducharnos, con una gran bañadera.

Para almacenar agua había un tanque grande y otro ubicado un poco más alto, pero de menor dimensión. Se recogía el agua de lluvia del techo y toda venía a parar a aquel tanque; era la que se usaba normalmente. Para beber se traía el agua de un manantial que quedaba como a cuatro kilómetros. El manantial tenía prestigio, provenía del río Sojo, un pequeño arroyo. Su agua se pasaba por un filtro.

Por entonces no había electricidad en mi casa. Nos alumbrábamos con velas y con algunos faroles de gas. No había refrigeración, sino una pequeña nevera de madera. El hielo se traía del central Marcané, a unos cuatro kilómetros de distancia, y se guardaba en la nevera de madera con aserrín adentro.

Estoy hablando del ambiente, cuando yo empiezo a ver cosas. Recuerdo la casa, los animales, el lugar. Hago memoria bien de cada detalle.

Pienso que mis recuerdos más antiguos son de cuando tenía tres años, desde muy tempranito. Me acuerdo de todo: de los familiares, los tíos que estaban allí, una prima contemporánea conmigo.

La muerte de la tía Antonia después del parto de una niña es uno de mis primeros recuerdos, y puede dar una idea de la edad que tenía entonces tendría que precisarla. Era casada con un empleado de mi padre, también español. Yo era muy pequeño. En la casa, la atmósfera era de tristeza, llanto, tragedia. Ella era hermana de mi madre. Me llevaron a su casa. También estaban mis abuelos allí. Recuerdo todavía el cuarto, las velas encendidas... Yo no sentía nada, observaba todo con mucha admiración, pero no sabía qué significaba. No comprendía la muerte ni tenía idea de ello, solo que había mucha tristeza, lágrimas, atmósfera de tragedia. Pasaba algo muy difícil. Si pudiera precisar la fecha exacta en que murió la tía, sabría la edad que yo tenía, pues esas son las imágenes más tempranas que guardo.

Katiuska Blanco. Fue el 8 de junio de 1929 y el certificado de defunción dice que murió de fiebres puerperales.

Fidel Castro. Entonces, mis primeros recuerdos son de cuando contaba dos años, aún no había cumplido tres. Sé que una de las primas vino desde muy pequeñita a vivir con nosotros.

La que nació era una niña. Los otros hermanos fueron criados por los abuelos, eran tres: la mayor, la más pequeña y un varón; y una, que tendría tres o cuatro años, vino a vivir con nosotros.

Recuerdo el lugar donde dormíamos los tres mayores. En el piso de arriba, en una pequeña habitación con ventanas, más fresca. En tal sentido, pudiéramos decir que los pilotes eran prácticos porque hacían más ventilada la casa, soplaba más la brisa porque ya la parte principal estaba a la altura de un primer piso, y la chiquita, donde era el dormitorio, en el segundo.

Estábamos Angelita, Ramón y yo, que era el más pequeño, los hijos mayores de la segunda unión de mi padre, porque Lidia y Pedro Emilio, hijos del primer matrimonio, no vivían con nosotros.

Recuerdo la cuna en aquel dormitorio. Incluso, de cuando dormía en ella, no sé si sería hasta los dos o tres años.

Cuando yo tendría como cuatro años, me pusieron en una pequeña cama a los pies de la de mi padre, un poquito más ancha y grande. A continuación estaban las de los otros dos hermanos, y luego la de mi madre.

Mi padre dormía en una cama y mi madre en otra. A un lado de la habitación estaba la cama de mi padre que tenía una pequeña mesita y la lámpara de gas allí. Él leía, se acostaba todas las noches a leer.

Katiuska Blanco. Es ciertamente fresco el altillo. Cuando estuve allí imaginé cómo soplaría el viento en días aquietados o de tormenta. Pienso que, además, era el lugar más sano de la casa, lejos de los mosquitos, a salvo de los bichos del monte y también de los ruidos. Ahora, llegaría el momento en que no habría espacio allí para todos los hijos

Fidel Castro. No. Yo creo que fueron los primeros, y por eso los padres tenían a los muchachos con ellos en la misma habitación. Como era la de arriba, la más fresca, un poco más aislada. Usted se paraba en la habitación y veía el techo de zinc de la casa. No era un segundo piso, se encontraba en un segundo nivel, pero era una sola habitación allá arriba, parecía un palomar.

Como posiblemente era el lugar más fresco, seguro, cuando nació Angelita, no la dejaron abajo, porque había que pasar por unas escaleritas estrechas y atravesar el falso techo. Cuando vino el segundo, también lo llevaron allí, y seguro, cuando llegó el tercero, que era yo, igualmente me llevaron para allá arriba, hicieron lo mismo con los tres. En aquel momento de mi nacimiento estuve con la familia en una sola habitación. Allí no había baño, el baño estaba en el piso de abajo. Por entonces se usaban las escupideras y los orinales.

El cuarto era fresco, tenía ventanas y tela metálica para que no entraran los mosquitos. Allá arriba se usaba el famoso insecticida que llamaban flit, con la manguerita.

Siempre hubo mucha corrección en mi casa. Aunque vivíamos en cierta promiscuidad, jamás observé ninguna escena extraña, ninguna escena de relaciones sexuales ni nada de eso. La imagen que tengo de mis padres es esa, aunque el matrimonio vivía con tres hijos.

Estuve largo tiempo en la habitación, posiblemente hasta los cuatro o cinco años. No siempre estuve allí.

Recuerdo, incluso, algún Día de Reyes, el 6 de enero, cuando yo vivía arriba antes de los cinco años, que ponían algunas manzanas, uvas, caramelos y algún juguetico sencillo. Ya me empezaban a dar la idea de los Reyes; a mi hermana le ponían unos yaquis, un juego de muchachas: tiran la pelotita y, en segundos, recogen los yaquis y la pelota antes de que esta vuelva al piso. Así que guardo imágenes de allá arriba.

Otra cosa: mi padre acostumbraba comer naranjas por la mañana. Las naranjas se pelaban, se ponían durante la noche al rocío las sacaban por una ventana, las dejaban sobre el techo, les añadían un polvito blanco, que no sé qué era, como algo saludable, era algo parecido a la glucosa, pero no puedo decir que lo fuera; pudiera ser un poquito de bicarbonato en polvito lo que les pusieran, y por la mañana, mi padre se las comía. Es algo que recuerdo de las costumbres de la casa.

Katiuska Blanco. Usted lo describe y me imagino las naranjas muy frías y jugosas por el rocío. En Galicia hay una vieja costumbre en el Día de San Juan. Su abuela Antonia Argiz, allá en Láncara, dejaba a la intemperie una palangana con agua para lavar a sus hijos a las 12:00 de la noche y librarlos del poder maléfico de las brujas. Eran aguas milagreras también contra las penas. En la madrugada, el rocío es agua maravillosa que bendice los campos y la vida. Otras veces, las aguas mágicas las trae un pájaro en el pico y las deposita en la fuente de la aldea, donde luego se bañan los vecinos para espantar hechizos. Probablemente su padre tenía todo eso en la memoria mientras ponía las naranjas al sereno, allá en Birán.

Fidel Castro. Recuerdo muchas escenas. Mi padre siempre fue muy cariñoso. Era, por lo general, un hombre de carácter, tenía mal genio, inspiraba respeto. Pero no discutía mucho ni estaba regañando. Era el símbolo de la autoridad.

Un poquito mayor, yo le tenía cierto respeto a mi padre, pero en aquella edad de cuatro o cinco años, nos pasaba la mano por la cabeza, como una forma de acariciar. Detalle muy significativo dado su carácter, siempre con preocupaciones, siempre trabajando, muchas veces protestando, otras peleando. Era una de las cosas que él hacía: pasarnos la mano por la cabeza.

Mi madre se ocupaba más de la disciplina: «Hay que acostarse », imponía. Se encargaba de poner el orden en todo y de atendernos, taparnos con la frazada, todas esas cosas, especialmente cuando nos enfermábamos. Mi madre decidía cuándo había que tomar alguna medicina si estábamos mal del estómago muy corriente en el campo, cuándo teníamos que tomar el tradicional purgante. Se acudía mucho al método de limpiar a los muchachos cuando tenían alguna indigestión. También mi madre aplicaba correctivos, nos sonaba las nalgas de vez en cuando, la verdad, no con la frecuencia que habría sido necesario. No hay que olvidarse: en aquel período ya nosotros estábamos libres.

La madre era, por entonces, y después, el médico de la familia: los distintos cocimientos, si había que tomar un té, o una hierba medicinal se practicaba bastante el tratamiento con hierbas medicinales. Era la médica de nosotros. Ella decidía cuándo teníamos que tomar un purgante de agua de Carabaña, más suave, pero muy efectivo había uno que tenías que taparte la nariz, te tapaban la nariz y decían: ،Tun, tun, tun, tun! Hasta que se tomaba uno el vaso de agua de Carabaña ،Era peor el de aceite de ricino! Después supimos que uno de los métodos que utilizaba la policía de Batista, en su primera etapa, era darles purgante de aceite de ricino a los opositores. Y en mi casa, a mí, que no hacía política, cuando tenía problemas del estómago, decidían darme aceite de ricino. Era espeso y muy desagradable. Lo mezclaban con malta de cebada, malta dulce se hace con la cebada, pero no tiene alcohol, sino agua gaseosa, como la cerveza. Mezclaban la maltina con el aceite de ricino y se tomaba: ،Tun, tun, tun! ،Aquello era el hospital!

Claro, había otro procedimiento curativo en mi casa, muy campesino no sé si tendrá alguna base científica, pero sospecho que no, porque hoy no se utiliza. Cuando había una indigestión, dolor de estómago, venían algunas personas que se suponía que sabían algo de medicina, le registraban a uno el estómago, diagnosticaban un empacho, es decir, una indigestión, y luego, con aceite de comer, le daban masajes a uno...

Katiuska Blanco. Ahora está contraindicado, y tantas otras medicinas y viejos procederes. Mi madre utilizaba mucho el cocimiento de anís estrellado y las gotas de Aballí... Pero hoy, ya no se puede

Fidel Castro. A nosotros nos daban unos masajes, al final nos ponían boca abajo, a la altura de la columna vertebral nos tomaban la piel, la halaban hacia arriba, y cuando traqueaba lo dejaban a uno tranquilo, decían que ya le habían sobado el empacho y estaba bien. En realidad, los problemas principales en el campo eran siempre los problemas intestinales. Al fin y al cabo, uno saca la conclusión de que, con tales procedimientos, está vivo de milagro. Pero probé cocimientos, tomé purgantes y me hicieron todos los remedios caseros y campesinos de la época.

También recuerdo otra cosa: nos daban vitaminas, aceite de hígado de bacalao. Era muy bueno, aunque tenía su tufito a bacalao Lo tomábamos, pero en cucharadas.

Nos daban emulsión de Scott, también a base de aceite de hígado de bacalao. Era un medicamento de color blanco, que tenía casi el espesor de la leche condensada. No sé de qué lo harían, pero tenía, además de aceite de hígado de bacalao, un poquitico de azúcar. Se compraba en la farmacia y en la etiqueta era una marca americana tenía a un hombre con un bacalao a la espalda. Aquel era digamos el emblema, el símbolo.

Katiuska Blanco. Aún existe ese medicamento y con el mis mo emblema, solo que ahora lo fabrican saborizado; lo hay de fresa, naranja y uva. El frasco ya no es de cristal, sino plástico, pero sigue siendo de color ámbar y con la figura del hombre y su pez a cuestas.

Fidel Castro. Yo tomé bastante aceite de hígado de bacalao, vitamina A y otras vitaminas, que eran de los medicamentos que daban en mi casa, de acuerdo con la medicina familiar; y mi madre nos curaba a nosotros, y a mi padre además.

Mi padre, a veces, si tenía problemas de los riñones, tomaba guizazo de Baracoa, una pequeña planta que decían ser buena para estos males. Una serie de plantas eran útiles en estos casos; podían ser enfermedades del estómago, del hígado, de la vesícula biliar, o podían ser de los riñones, plantas medicinales para los más disímiles problemas.

Ella lo sabía por tradición campesina y familiar. A mi casa realmente no iba nunca un médico, no recuerdo ninguno. Si alguien se hería, iba al central Marcané, a cuatro kilómetros, y un médico allí resolvía tal problema. Pero en mi casa no recuerdo que nos atendiera un médico, nunca.

Katiuska Blanco. Existía una tradición desde los tiempos de la guerra. Los mambises en la manigua conocían las plantas medicinales y los remedios para curar las heridas y enfermedades. Lina seguro aprendió con su mamá doña Dominga, cubana de una estirpe muy antigua. Aún así, por la falta de atención médica morían muchas personas, entre ellas su tía Antonia.

Fidel Castro. En casa, por ejemplo, pasamos todas las epidemias: varicela, sarampión. Para el sarampión nos hacían tomar un cocimiento de la pelusa de maíz, cuando teníamos varicela, nos daban algunos baños. Nunca fuimos vacunados contra el tétanos, y estábamos rodeados de animales, de alambres y de hierro. Pienso que debo de haber recibido alguna inmunización natural, quizás, de pequeñas heridas, porque con las cosas que me pasaron era para haber sufrido unas diez veces el tétanos: heridas con alambres, con clavos, con todo; ،nunca me vacunaron contra el tétanos! Solo lo estábamos contra la viruela, es la única vacuna que recuerdo. No había contra la poliomielitis, contra ninguna de las enfermedades para las cuales hoy existen vacunas. La única de la que tengo memoria me la pusieron en la pierna derecha, por ahí tengo la marca todavía, fue la de la viruela. Después, adulto, cuando viajé al exterior, más de una vez me vacunaron, pero ya no me producía reacción, estaba inmunizado desde muy chiquito.

De todo me acuerdo, y por eso digo que mi madre era una mujer muy activa y de mucho carácter. Una persona muy bondadosa, cariñosa, dulce, mas era la que nos imponía autoridad. Nosotros teníamos mayor confianza con ella, a pesar de que mi padre no nos regañaba ni ponía la disciplina, tenía la aureola de respeto, y con la madre había mucha más confianza. La tratábamos con más naturalidad. Ella nos regañaba, peleaba con nosotros y nos castigaba también. El tipo de cas tigo en mi casa consistía cuando teníamos un poco más de edad, seis, siete, ocho años en que ella tenía una correa, un cinto y nos amenazaba. Un cinto de piel colgado allí en uno de los pasillos, en un lugar donde se ponían sombreros y de todo. Había una fusta también, de esas con las que se les daba a los caballos; nunca nos dieron con ella pero nos amenazaban. Un poco más grandecitos nos podían dar un cintazo, si nos alcanzaban.

Katiuska Blanco. Angelita me contó algunas anécdotas. Dice que usted era muy inteligente, porque cuando iban a la desbandada, de pronto se detenía y se inclinaba para que Lina pudiera pegarle; en aquel momento ella decía para sí: «،Qué bueno es él! ،Qué cívico! No, mi hijito, si tú no tienes culpa, la culpa es de los mayores…». Entonces no le pegaba con el cinto y se iba a buscarlos a ella y a Ramón que seguían corriendo para que no consiguiera alcanzarlos.

Fidel Castro. Nosotros éramos corredores de velocidad, ،brincábamos y nos íbamos, nos escapábamos! Por alguna travesura podían darnos un cintazo solo por sorpresa porque ya sabíamos cuando habíamos hecho algo incorrecto e íbamos a recibir algún castigo y no podían sorprendernos fácilmente. En verdad se trataba de un castigo no muy riguroso, no era un castigo físico, era un poco moral, un poco la amenaza muy corriente entre los campesinos, si podían capturarnos, si dejábamos tiempo, lo cual casi nunca ocurría porque nos escapábamos.

Más adelante, con un poco más de malicia, Ramón y yo, no Angelita ella no tenía tantos problemas, no recuerdo que la hubieran castigado, pero a Ramón y a mí sí, con frecuencia nos advertían que iban a tomar medidas represivas contra nosotros, lo que hicimos en un momento determinado fue agarrar todos los cintos y todo lo que pudiera servir para darnos, y los desaparecimos.

Más o menos yo tenía seis años. Nosotros, desde muy temprano, como medida preventiva, adoptamos una determinación: no podía haber un cinto allí colgado, nada que pudiera servir para castigarnos. Cualquier objeto similar lo tirábamos por el inodoro, en el río, en un pozo y lo desaparecíamos. Era la medida con la que nos defendíamos, pero ya eso fue un poco más adelante.

Katiuska Blanco. El 23 de septiembre del año 2003 el día en que su mamá habría cumplido 100 años, usted confesó que mientras más sentía algo, más lo guardaba. Dijo que era difícil abrir su corazón, un corazón siempre cerrado a las cosas más íntimas. Explicó que su padre también era un hombre muy sentimental, pero callado. Y de su madre dijo que siempre hizo el mayor esfuerzo para que usted pudiera estudiar. Se refirió al sufrimiento de ambos, ocasionado en parte por usted y sus hermanos como consecuencia de sus luchas y de los años que estuvieron en peligro. Habló de sus padres con especial agradecimiento por la rectitud y la ética con que los educaron y afirmó: «Uno les debe todo a los padres. Ellos nos dan su sangre, ellos comparten entre dos su naturaleza y nos la entregan a todos, y lo hacen de tal forma que ninguno es igual, pero lo mejor que tenemos, aun desde el punto de vista físico, lo hemos recibido de ellos, que nos dieron la vida». Después, en las respuestas al periodista Ignacio Ramonet, al recordarlos, flotaban en el aire de la conversación la ternura, el respeto y la admiración. El testimonio sobre su madre es realmente conmovedor

Fidel Castro. Ella era muy alegre y jugaba mucho, bromeaba. Pasaba su tiempo atendiéndonos, cuidándonos cuando estábamos enfermos, preocupándose por cualquier cosa que nos pasara; no era muy formal, no era persona de estar besando a los hijos, acariciándolos constantemente, sino atendiéndolos, preocupándose por ellos, por todos los detalles, desde la ropa, la comida, si estábamos enfermos, la preocupación por nosotros. Aparte de esto, teníamos un grado de libertad grande, porque mi padre y mi madre tenían mucho trabajo.

Mi madre dirigía la casa, pero no cocinaba, allá trabajaba una cocinera; no lavaba porque tenía lavanderas. Ella limpiaba la casa. Recuerdo que la prima que quedó huérfana también trabajaba un poco, ayudaba. Vivía con nosotros igual, pero su estatus era, en parte, como un familiar y, en parte, el de alguien que hacía algunas actividades domésticas en la casa, aunque yo recuerdo que cuando chiquita iba a la escuela. Después vinie ron más hermanos, y allí no hubo nunca alguien que atendiera a los niños, de eso se ocupaba la madre, el tiempo que podía dedicarnos. De modo que desde muy temprano teníamos un nivel de libertad muy grande, medio salvajes. Viendo los animales, los caballos, aprendiendo a montar a caballo muy tempranito.

Mi caballo se llamaba Careto; cada cual tenía uno. Creo que me lo darían tengo que recordar a los seis o siete años, y lo tuve mucho tiempo, como diez años quizás. Yo quería bastante a aquel caballo.

Angelita tenía uno. Ramón tenía otro de color cenizo. Mi caballo era más chiquito, muy inteligente, arisco, le gustaba escaparse, era de color dorado con la cara blanca. Parecía un Hereford, y le llamaban Careto, que quiere decir el de la cara blanca. Era inquieto, muy vigoroso, muy veloz. Antes de tenerlo ya yo montaba algunos caballos, entre ellos el de Angelita. El de Ramón no, porque era más grande. Más adelante hacíamos competencias.

Katiuska Blanco. Un antiguo proverbio indio sugiere: «Cuenta tu aldea y contarás el mundo», es algo así como descubrirnos iguales en cualquier punto remoto del planeta. En su caso, siempre he pensado: «Cuenta de Birán y develarás el alma, la inspiración de Fidel». Siento que su sensibilidad y pasión por los demás nació en aquella pequeña localidad.

¿Será porque allí están las claves de su vida que le confesó a Gabriel García Márquez con voz susurrante: «La escuela fue mi círculo infantil y Birán mi Aracataca»? ¿Cómo recuerda el lugar, los amigos, el monte, los árboles, los trabajadores del batey, los vecinos?

Fidel Castro. Allí estábamos mezclados con la gente, con los trabajadores, en el ambiente natural con los animales, con todo. Era mucho el contacto que teníamos con la naturaleza, realmente, desde pequeños; y estábamos libres casi todo el tiempo, porque no había ningún niñero en la casa ni nada de eso. Alguien cocinaba y mis padres se encargaban de todas las cosas. Esto trajo como resultado que yo no sé lo que pasó con Angelita o lo que pasó con Ramón, solo puedo dar testimonio de lo que pasó conmigo no hubiera una persona que se ocupara de los muchachos. Éramos libres, con la única obligación de ir a comer en tiempo.

Mientras mi padre atendía la administración, mi madre también lo ayudaba, porque tenían tienda de víveres, tienda de ropa, ferretería, almacén, panadería, lechería, carnicería, ،hasta botica! Había de todo allí. Mi madre se ocupaba de administrar dichos negocios, y mi padre, en general, de todas las cosas. Ella invertía mucho tiempo, porque hasta la valla para las lidias de gallos, que alguien tenía arrendada, pertenecía a la familia.

La finca tenía como 800 hectáreas de tierra propia y alre dedor de 10 720 hectáreas arrendadas. En mi casa eran dueños de más de 11 000 hectáreas, de una forma o de otra. Las tierras arrendadas pertenecían a Carlos Hevia y Demetrio Castillo Duany, veteranos de la Guerra de Independencia, enriquecidos después con la intervención norteamericana. Las adquirieron casi regaladas, pagaron la hectárea muy barata, a menos de un dólar. Ellos vivían en La Habana y no explotaban dichos terrenos, por eso mi padre firmó un contrato para sembrar caña allí.

Claro, como mi padre era de origen muy humilde, campesino en Galicia, mi madre también, de Pinar del Río, de origen muy humilde; no tenían una cultura de terratenientes. Ellos habían logrado reunir cierta riqueza, tierras, todo eso, pero no tenían una cultura de terratenientes, de burgueses. Mi madre y mi padre eran autodidactas, aprendieron solos a leer y a escribir con muchas dificultades. Una de las cosas que yo recuerdo de mi madre es cuando leía con lentitud y escribía con dificultad. Ella leía, estudiaba casi todos los días; mientras mi padre trataba de leer el periódico u otras cosas, mi madre estaba estudiando, y me acuerdo que prácticamente deletreaba.

Había una escuela. Las dos únicas edificaciones que no eran propiedad de la familia eran el correo y dicha institución. Como tampoco había círculo infantil, desde que aprendí a caminar me mandaron para el aula. ¿Para dónde me mandaban durante el día? Sencillamente para la escuela, y yo iba con Angelita y Ramón.

La escuela pública también era de madera, sobre pilotes, pero bajitos, porque el terreno era inclinado. Me sentaban en la primera fila. Tenía que estar oyendo todas las clases, era una escuela multigrado, de 20 o 25 alumnos, cada uno en distinto grado. Recuerdo la fecha en la pizarra: tal día de noviembre del año tal. Creo que me acuerdo de aquello desde 1930, posiblemente menos. Desde muy temprano aprendí los números, las letras, a leer, casi sin darme cuenta, porque veía lo que estaba haciendo todo el mundo. Por supuesto, también me enseñaban el himno, me enseñaban algunos versos de Martí que uno recitaba de memoria, algunas poesías muy sencillas.

Me pareciera como si siempre hubiera sabido leer y escribir, porque no me acuerdo de cuando no sabía hacerlo. En dos palabras: no tengo idea de cuándo aprendí, porque desde que estaba en la escuela recuerdo que leía y escribía, leía la pizarra. No sé qué método pedagógico emplearon conmigo, pero sí sé que, como no había otro lugar donde mandarme, me enviaron a la escuela con los dos hermanos mayores. Íbamos por la mañana y por la tarde.

En mi memoria están la panadería, la tienda, el correo, casi todo lo que había: los árboles frente a la tienda, frente a la panadería, la escuela, la gente que vivía frente a la escuela, el lugar donde peleaban los gallos, otras casas. Parece que en una época se ofrecían viviendas mejores, nunca llegó a dársele un destino a aquella casa. Está todavía allí y viven algunas personas. Detrás de la tienda hicieron otra casa de dos plantas con piso de cemento, que debe de haber sido anterior a que yo naciera; una panadería y una fonda, donde comían los trabajadores, y otras viviendas.

Yo correteaba por allí, caminaba. Me acuerdo del lugar exactamente como si lo estuviera viendo, de memoria.

No muy lejos estaba la valla de gallos. Yo también iba a ver las peleas. Era un espectáculo. En Birán no había cine, no había nada, estaban las casas y las casuchas de guano de los trabajadores haitianos, los barracones donde ellos vivían. Gente muy abnegada, muy sufrida, muy laboriosa, vivían con muy poca cosa, muchos de ellos aislados, solteros. Casi no había mujeres, una mujer era compartida por muchos, había una especie de poliandria; una mujer que mantenía relaciones no era una prostituta con muchos haitianos. Eran guetos allí. Se trataba de inmigrantes procedentes de Haití. Posiblemente había mucha pobreza en su país y los trajeron en los primeros años de la República, cuando las empresas norteamericanas comenzaron la gran expansión de la agricultura cañera en Cuba y no alcanzaba la fuerza de trabajo.

Ya no existía la esclavitud, sino obreros supuestamente libres. En realidad, aquellos trabajadores haitianos eran mucho más económicos que los esclavos para las empresas norteamericanas y para los terratenientes. El dueño tenía que vestir al esclavo, alimentarlo, cuidarle la salud, porque, como era una propiedad, no quería perderlo. Pero los obreros inmigrantes malvivían abandonados a su suerte. Cuando trabajaban recibían un salario muy bajo. Como regla, nadie se ocupaba de sus zapatos ni de su ropa ni de su alimentación ni de sus medicamentos. Si morían, el dueño de la tierra no perdía nada.

Yo conocí, y puedo razonar mucho sobre todo aquello, un sistema de explotación más ventajoso, pero a tan corta edad no podía darme cuenta de nada, ni siquiera cuando tenía seis o siete años. Aquello me parecía tan natural como la lluvia, el Sol, la Luna, los árboles, los animales. Me parecía parte de un orden natural de cosas: el telegrafista era telegrafista; la maestra era maestra, daba clases; el vaquero atendía los animales y andaba a caballo; el carnicero sacrificaba; el cocinero cocinaba; el tenedor de libros llevaba las cuentas; mis padres mandaban en la casa, administraban todo, y eran los dueños.

Relativamente desde temprana edad percibí una cierta situación diferente: no tenía necesidades materiales, no tenía hambre, todo abundaba; no se carecía de nada.

En mi casa no había luz eléctrica ni transporte motorizado, todo era a caballo, cuando ya muchas familias, con menos recursos que la nuestra, tenían electricidad, refrigeración y vehículo de transporte.

En una época muy tempranita hubo uno de aquellos vehículos de los años 20, de los que se les daba cranque, como los que aparecen en las películas de entonces. Mi madre mane jaba, ella contaba que no tenía velocidad, era de pedales nada más. Luego hubo un largo período, cuando yo tenía seis, siete años, que en mi casa no hubo automóviles, hasta mucho después. Creo que en mi casa volvió a existir un automóvil cuando yo tenía 10 u 11 años, que compraron un pisicorre. En aquel entonces no existían los yips, no había carreteras, los caminos eran de fango, totalmente. En época de lluvia no se podía transitar. Las mercancías se traían en carretas de bueyes, que iban a buscarlas hasta la estación del ferrocarril nacional, a cuatro kilómetros, o al ferrocarril cañero, a un kilómetro de mi casa, y venían en un pequeño vehículo de ferrocarril autopropulsado. Una de las vías utilizada por mi familia era un motor de línea.

No era una vida de comodidad, con electricidad y todas esas ventajas modernas; tampoco había radio en mi casa. Tuvimos radio por primera vez cuando yo tendría nueve o diez años. Los periódicos sí llegaban.

Para mí, lo que veía allí era un orden natural. Claro, la gente nos trataba con cierta distinción, con respeto, porque era la familia del propietario. Los trabajadores eran siempre amables con nosotros, posiblemente nos toleraban cosas.

En realidad, desde que pude percatarme de lo que acontecía a mi alrededor, ya estaba en la escuela. Habría que ver cuándo aprendí a leer y escribir algo. No sería extraño que fuera a los cuatro años; porque también, el muchacho que está suelto, con la naturaleza, con un trato con la gente, se adapta más rápido a las realidades, ve cosas nuevas, observa y aprende mucho.

Katiuska Blanco. Su padre primero fue contratista de la United Fruit Company y luego, en 1924, como colono, firmó un convenio con el central Miranda, propiedad de una compañía norteamericana. Sus tierras estaban rodeadas por todas partes de empresas estadounidenses. ¿Don Ángel tenía buenas relaciones con los norteamericanos? ¿Usted los recuerda? ¿Algunos visitaban su casa?

Fidel Castro. El central Miranda era propiedad de la Miranda Sugar Company, una empresa que poseía varios centrales azucareros. Aquella empresa era, tal vez, dueña de más de 150 000 hectáreas; pueden haber sido 200 000 hectáreas. Era una cadena de centrales que llegaba casi hasta la costa sur de Cuba. Creo que mi padre enviaba al central azucarero alrededor de 35 000 toneladas de caña. Pueden haber sido entre 30 000 y 40 000 toneladas, cortadas durante la zafra; se molían en el central azucarero, aproximadamente a 27 kilómetros de mi casa.

En la finca se producían también pequeñas cantidades de vegetales, viandas y cítricos para el autoabastecimiento.

El cultivo comercial principal de mi padre era la caña, y la producción dependía más o menos de cómo se comportaba la demanda de azúcar en el mundo. Hubo períodos de precios muy elevados, antes de que yo naciera. Después de la Primera Guerra Mundial sé que hubo un período de precios muy altos, lo oí decir. Le llamaban la Danza de los Millones. Todo el mundo hablaba, en la Primera Guerra Mundial, de aquellos precios tan altos, y todo el mundo recibía ingresos importantes. En el período en que empiezo a tener uso de razón, estaban más deprimidos los precios, la demanda estaba deprimida. Se iniciaba en Cuba una etapa de crisis y de hambre muy grande.

De todas maneras, con tal producción cañera, serían unas 600 hectáreas sembradas solo de caña; lo que dependía de la cuota fijada por el central azucarero a los distintos plantadores, asunto siempre de mucha discusión y considerado muy importante.

El central azucarero norteamericano, la United Fruit norteamericana y su administrador, creo que se llamaba mister Morey, eran muy mencionados en casa; oía hablar de algunos misters: el mister del central Preston, de la United Fruit Company; mister tal y mister tal, muy importantes; y también de algunos norteamericanos que vivían en el central Miranda; el administrador, un personaje muy importante, el más importante de aquel central azucarero, y el otro que administraba el central de Marcané. Eran importantes personajes, administraban la propiedad más relevante de la región, que era el central azucarero, y eran norteamericanos. Claro, ellos habían construido aquellas industrias, habían invertido, habían establecido centrales grandes, eficientes, con métodos de administración muy rigurosos y en condiciones de mucha pobreza de los braceros, verdaderamente.

Ellos instalaban los centrales, las líneas de ferrocarril, y establecían sus funcionarios, sus empleados. Los empleados más altos eran norteamericanos, los otros eran cubanos; por ejemplo, el que administraba un área cañera, en general, era cubano; aunque a veces las áreas principales de caña también las administraban extranjeros, es decir, el central y los cañaverales más importantes.

Los empleados de ellos, selectos, vivían con la familia en el central, en casas de madera, por lo general, en barrios especiales, exclusivos, unas casas típicas bonitas, con áreas verdes, telas metálicas, electricidad, refrigeración, buenos muebles, buena alimentación y buenas tiendas donde compraban productos importados de Estados Unidos, entre otros. Ellos disponían de tales comodidades.

Allí vivían los principales funcionarios norteamericanos y los más altos empleados cubanos, a lo mejor el que dirigía el ferrocarril, el transporte. El médico del central azucarero solía vivir allí también. Formaban una pequeña sociedad local, y disfrutaban de todos los servicios a su disposición. No tenían problemas y vivían bien, ordenadamente, con mucho respeto de los empleados y subordinados dependientes de ellos, porque el administrador americano decidía quien trabajaba y quien no.

Al empleado de confianza ellos trataban de rodearlo de cierto bienestar, seguridad y consideraciones porque era el núcleo en el cual se basaba la administración y la dirección del central. Por debajo de ellos estaban, en distintas escalas de salarios, los obreros de los centrales azucareros, quienes laboraban tres meses y medio, cuatro meses al año. Los obreros agrícolas eran los peores, trabajaban también tres o cuatro meses al año, en algunas tareas aisladas, intermitentes, en los cultivos.

Ellos cultivaban al mínimo, porque eran realmente eficientes, con una economía despiadada en relación con toda aquella masa de trabajadores industriales y agrícolas, de inmigrantes haitianos, quienes en realidad vivían muy mal, pasaban hambre y sufrían mucho. Se alimentaban con boniato, algún maíz tostado, granos y tubérculos; carne no consumían prácticamente nunca, ni leche. A veces comían bacalao salado, trasladado en barriles desde Noruega, no siempre. Vivían en condiciones terribles.

Yo oía hablar de mister tal, de mister más cual, del administrador, un personaje en el central, no de los dueños. Eran compañías anónimas. Los propietarios vivían en Nueva York, Estados Unidos, eran accionistas que recibían los dividendos. Los administradores eran poderosos. No oí a nadie decir que eran crueles, despóticos; no, eso no lo oí decir. Desde luego, no podía hacerme idea de quiénes eran, ni por qué aquello pertenecía al orden natural de las cosas. Eran personajes con los cuales uno entraba en contacto cuando venía al mundo.

En tal ambiente de campo y trabajadores existía mucha ignorancia, resignación y sentido de inferioridad. Todos miraban a dichos personajes como gente por encima de ellos, muy por encima, privilegiados; y vivían en medio de una gran resignación; sin que supieran por qué sufrían necesidades; no podían explicarse las causas. Parecía también un orden natural: todos los trabajadores que vivían en un bohío, a la orilla de un camino, llenos de hijos; hijos, una parte de los cuales moría todos los años por epidemia de gastroenteritis, por enfermedades de todas clases; a veces asolaban epidemias de tifus y otras enfermedades. Ellos vivían resignados, sufriendo la miseria, el hambre, muchas veces desorganizados. No había ninguna organización obrera, sindical. Los obreros agrícolas, por lo general, estaban desorganizados también, sin sindicatos. La atmósfera predominante era contraria a que la gente se organizara. La autoridad allí era la Guardia Rural. Una pareja de guardias rurales salía de un pequeño cuartel, en un central azucarero porque en cada central azucarero había un grupo de soldados, podían ser 10, 12 o 15 soldados, y tenían un sargento, a veces un teniente y un cabo al frente. Era la Guardia Rural que organizó Estados Unidos al principio de la República. Le pusieron armamento norteamericano, reglamento norteamericano, uniforme norteamericano, sombrero de estilo norteamericano, de castor, creo que le llamaban.

Cada uno de aquellos cuarteles estaba incondicionalmente bajo la subordinación del central azucarero. A estos puestos les llamaban: cuarteles de la Guardia Rural, no eran muy numerosos, se encontraban ubicados en los centrales azucareros y pertenecían a una capitanía del municipio de Mayarí nosotros vivíamos en Birán; allí un capitán era el responsable de toda el área, de los distintos centrales, y era un cuartel más grande.

Las autoridades estaban totalmente al servicio de la administración del central y de los terratenientes. Además de su salario, tenían ciertos privilegios, ciertas regalías que les daban los terratenientes en los centrales azucareros. Recibían regalos, distintas cosas. Tenían un nivel de vida por encima de los trabajadores. Eran incondicionales, perros guardianes, eran guardianes realmente de la propiedad. Ellos se enfrentaban a cualquier huelga, arrestaban, disolvían con los fusiles, con el plan de machete o con los caballos. Era la Guardia Rural montada, con caballos grandes que se adquirían también en Estados Unidos, les llamaban caballos de seis cuartas o siete cuartas. De Texas venían muchos de los caballos de la Guardia Rural, caballos grandes, bien alimentados, comían avena, cereales; también eran símbolo de autoridad.

Entonces, la presencia de los soldados con el rifle, el machete, los caballos grandes, imponía una autoridad total, frente a la cual se sentía impotente todo el mundo, menos los propietarios. Mientras que el trabajador y la gente humilde veían con mucho respeto y temor aquella autoridad, los terratenientes, los administradores de los centrales azucareros, los altos funcionarios, veían al servidor de ellos encaramado en el caballo, era un clima así.

Por entonces yo no lo sabía. Cuando recuerdo todo, veo cómo funcionaba, como si lo viera todos los días, aquella sociedad, aquel sistema. Pero así era, y era un reloj, porque el sistema funcionaba con una gran estabilidad.

Mi padre se quejaba a veces de algunos funcionarios estatales, inspectores corrompidos que iban a inspeccionar las tiendas, los establecimientos comerciales y productivos, el pago de los impuestos, el cumplimiento de las normas sanitarias, de las distintas leyes; eran inspectores sanitarios, inspectores agrícolas, inspectores de comercio, inspectores de trabajo.

Aquella gente, absolutamente corrompida, vivía de las prebendas. Ellos no inspeccionaban nada, ni los libros ni los impuestos. Por ejemplo, si se expendían bebidas alcohólicas en una tienda, iba el inspector de bebidas podían ser inspectores del Estado o del municipio, o podían ser inspectores también de las carnicerías. La situación servía de pretexto para que existieran también inspectores. Una plaga corrompida que recibía un sueldo, pero sus mayores ingresos eran los que obtenían de la agricultura, de las oficinas, al inspeccionar las tiendas, las carnicerías.

No exigían nada y recibían dinero. Todo podía estar normal, pero usted no resolvía nada, pues de todas maneras tenía que darles dinero a los inspectores; y todo podía estar mal, no pasaba nada, pero de todas maneras tenía que darles dinero a los inspectores. Y eso, precisamente, no estimulaba el cumplimiento de las leyes ni los reglamentos. A mi padre lo oía protestar por aquellos personajes. Del gobierno algunas quejas: que si las cosas andaban mal, que si andaban bien. Siempre, en general, había quejas, porque cuando había crisis económica bajaba el precio del azúcar.

No oí a mi padre quejarse de los norteamericanos, más bien los trataba con amistad, respeto; puede ser también que admirara su capacidad de organización, su eficiencia administrativa, el funcionamiento del central, y tenía relaciones económicas con ellos. En general, siempre habló de ellos con respeto. Recuerdo que solían ser serios en el cumplimiento de los acuerdos. Ellos hacían sus negocios: «Te doy el 50%» —decían, y daban el 50%. Eran estrictos en tal aspecto.

Mi padre posiblemente veía al Estado como un mal necesario e inevitable, porque la imagen que tenía de los políticos era muy mala, de todos. Eran funcionarios corrompidos, pedían dinero, exigían dinero, robaban. Muchos hombres de negocios, agricultores, dueños de plantaciones, atribuían los problemas a la mala administración, a la corrupción, al robo, al proceso en general.

No era una crítica muy acre, muy amargada, era más o menos normal, aunque siempre trataba con mucho respeto a las autoridades, al Estado; era el respeto para el Estado, para los dirigentes, para el gobierno, para los políticos. No había buena opinión pero los consideraba personas que tenían una jerarquía y un papel que desempeñar, y debían ser tratados con las debidas consideraciones. El alcalde era un personaje que debía ser respetado; igual un diputado, un senador, distintas gentes con jerarquías, acreedores también de su respeto.

Del sistema, por supuesto, no; no le oía hablar sobre tal tipo de cuestión.

Aunque mi padre era de origen campesino le gustaba leer los periódicos, libros de historia; mostraba gran interés por la temática histórica, por los personajes históricos, más de una vez lo oí hablar con admiración de alguno de ellos. Cuando había radio escuchaba las noticias. Naturalmente, sus ideas, cuando ya yo tenía uso de razón, se correspondían con las ideas de un hombre más bien conservador, propietario. Él tenía las ideas de un terrateniente con intereses creados, alguien establecido. Así es desde el punto de vista político y social, aunque desde el punto de vista humano fue una persona muy generosa, muy solidaria con la gente.

En mi casa prevalecía una circunstancia: Birán se encontraba rodeado de grandes centrales azucareros, empresas azucareras norteamericanas dirigidas por administradores, cuyos propietarios permanecían en Estados Unidos, en Nueva York. Toda aquella gente tenía un presupuesto de gastos riguroso: para limpiar la caña, una limpia en tal mes, en tales condiciones. Todo era en efectivo, no había crédito para nadie en las tiendas de dichas empresas. Ellos pagaban en efectivo el salario que correspondía, y cuando no había trabajo, miles de gentes no tenían adonde acudir para pedir un centavo, para que les dieran crédito. Los que podían decidir estaban en Nueva York, ni siquiera el administrador tenía facultad para un crédito.

Mi padre era propietario de aquellas hectáreas o arrendatario de tierras, de cañaverales la ganadería, la madera también era otra cosa porque había bosques; y como estaba allí podía tomar decisiones. En la época del tiempo muerto la de mayor penuria para la gente, muchas de aquellas personas iban a mi casa a ver a mi padre para pedirle ayuda o algún trabajo, y mi padre les daba empleo.

Las cañas más limpias de Cuba eran las de mi casa, porque mi padre le daba trabajo a la gente para que ganara algún salario. No estaba regido por un criterio económico de que lo correcto es esto, gastar tanto como hacían los norteamericanos con todos sus latifundios, y muchos le pedían un crédito en la tienda para pagarlo luego, y él se lo daba. Tenía un contacto directo con la gente, era accesible, porque salía a ca ballo a recorrer y lo abordaban en el camino, lo llamaban, le explicaban su problema, le pedían y así...

En Birán se fue asentando mucha gente. Las familias de los trabajadores iban creciendo. A los que venían de aquellos latifundios a buscar algún trabajo, siempre les dio algún lugar donde asentarse. Una característica de él es que ayudaba a la gente, en todo momento les daba amparo. Era imposible que les dijera que no, siempre se compadecía de ellos de una u otra forma, a veces les entregaba una orden para la tienda, un empleo, alguna ayuda.

Katiuska Blanco. Su hermano Ramón define a su papá como un ermitaño que solo salía de Birán para ir al médico, alguien que se comportaba como un comunista sin saberlo, porque allí en su finca no se acostaba nadie sin comer. También cuenta que en la seca, cuando no había trabajo, los campesinos traían cubos de agua del río para sembrar caña, porque don Ángel siempre quería que los obreros trabajaran. Invariablemente estaba dispuesto a ofrecer empleo aunque no necesitara el trabajo de un hombre. Ramón asegura que había campos de caña con 35 años sin fertilizantes; permanecían limpios porque la virtud del viejo era emplear todo el año a la gente También cuenta que su padre mataba un buey, una vaca, y su mamá lo despachaba y le preguntaba: «¿Cuánto le sacaste al buey? ¿Cuánto vendiste?». Y él respondía: «Doscientos pesos», pero todo apuntado, ni un solo peso en efectivo.

Fidel Castro. —Él era espléndido, no era un hombre avaro. No se preocupaba mucho por el dinero, de ahorrarlo, de la ganancia; no tenía sentido de avaricia, de egoísmo, era bastante desprendido con el dinero. Mi madre criticaba eso, porque siempre fue muy rigurosa y defendía con cierto instinto materno la administración del dinero. Ella era más difícil, pero mi padre siempre fue más espléndido.

Él no tenía la cultura que habría tenido el hijo o el nieto de un terrateniente, con una vida más sofisticada. Trabajaba allí desde muy temprano, convivía con la gente, era un campesino que había adquirido una posición de mando, de administración, de dirección de una riqueza personal, de propiedades sobre aquellas tierras e instalaciones. Su vida era en común y, por lo menos, él era accesible, mientras que los dueños de los grandes latifundios ubicados alrededor de Birán eran inaccesibles. Ellos eran los que podrían tomar la decisión de si le prestaban un centavo o si le daban un crédito a alguien para comprar en aquellas tiendas. Eran métodos rigurosos de administración, no había nadie a quien pudiera recurrir la gente cuando tenía una situación, porque los empleados decían: «No podemos». El administrador decía: «No». Él no podía tomar la decisión, era quien enfrentaba a la gente, pero no podía tomar la decisión. Los administradores no podían dar ni un dólar para salvar una vida. Mientras que a mi casa, adonde estaba mi padre, llegaba bastante la gente de forma masiva; cuando enfermaban o cuando tenían un hijo enfermo o alguna necesidad.

Katiuska Blanco. Aunque conozco que su padre en el testamento legó a cada uno de sus hijos parte de su dinero, también sé que no logró acumular grandes cantidades. Por lo que usted explica concluyo que la gente acudía a él no solo por su riqueza, sino porque era alguien próximo, alguien incapaz de dar la espalda

Fidel Castro. Nunca oí hablar de que mi padre hubiera hecho testamento. Tal vez lo hizo. Yo me separé desde que ingresé en la Universidad hasta el año en que murió mi padre, en 1956. Iba muy poco por allá por Birán. Desde que tenía 18 años ingresé en la Universidad. Hasta esa edad sí, todas las vacaciones iba a mi casa, pero cuando estaba en la Universidad iba unos días a mi casa nada más, de vacaciones.

No sé, debí antes preguntarles a Ramón, a Angelita y a los demás, pero no oí hablar del testamento de mi padre. Además, nunca me preocupé de preguntar eso. ،Jamás me pregunté si heredé algo de mi padre! Al morir mi padre estoy ya en la Revolución, en México, ya estoy en la lucha revolucionaria. Creo que de mi padre recibí la vida, recibí la posibilidad de estudiar y el privilegio, entre tanta gente de aquel lugar y entre tantos niños pobres, de poder adquirir una educación, una instrucción; y aquellas circunstancias que me hicieron posible adquirir, incluso, una cultura política y revolucionaria. Es suficiente, no necesitaba más nada de mi padre; le estoy muy agradecido por todo lo que recibí de él.

Katiuska Blanco. Su padre hizo testamento en el verano de 1956, el día 21 de agosto, ante un notario de La Habana. Tomó tal decisión dos meses antes de morir.

Fidel Castro. Mi padre tenía propiedades, inversiones, ingresos importantes todos los años, pero no pudiéramos decir que tuviera cantidades grandes de dinero depositadas en bancos. Él invertía allí todo, en general, en la agricultura, en la ganadería, en las instalaciones, en todo él invertía. Si mi padre hubiera seguido los métodos de las empresas norteamericanas, entonces sí habría podido reunir mucho dinero, depósitos grandes y muchas más riquezas; pero él, pudiéramos decir, tenía una economía balanceada.

A partir de un período determinado, cuando las condiciones sociales se hicieron más difíciles, pudiéramos decir que los ingresos y los egresos se equilibraban, porque aquella finca se convirtió en una especie de institución pública, de asistencia social, por lo que he dicho. Es decir, que todo lo que pudiera llamarse ganancia se habría obtenido administrando la plantación de la forma en que lo hacían los norteamericanos, y habría podido dejar una ganancia muy grande todos los años. Yo diría que todo se invertía en la asistencia que se le daba a la masa creciente de trabajadores y de gente que venía a refugiarse, eventualmente, en Birán. Tal es mi apreciación clara de lo que recuerdo; incluso, casi me daba cuenta de aquello. En cierto momento, ya adolescente, me percataba de todo, porque veía cómo trabajaban mi padre y mi madre.

Cuando iba de vacaciones, me hacían trabajar en la tienda, en la oficina, y ya yo llevaba muchas de las cuentas, conocía los créditos de la gente, lo que le daban a todo el mundo. En corto tiempo, pude darme cuenta realmente es así— de que las ganancias de las plantaciones quedaban allí en Birán, en una situación social difícil. Es posible que mi padre, en los primeros años, cuando se iniciaron aquellas plantaciones joven, mi padre llegó a tener cientos de trabajadores bajo su dirección hubiera acumulado mucho dinero, porque faltaba gente, eran grandes inversiones. Pienso que durante un período aquella riqueza creció, hasta que llegó un momento cuando la situación social llevó a un equilibrio, en que no se incrementara tal riqueza.

Mi padre, en cierta ocasión, también fue productor de madera. Mencioné la caña, mencioné el ganado, pero también se explotaban grandes bosques muy cerca, sobre todo, en las tierras que mi padre había arrendado. En una meseta extensa, poblada de enormes pinares vírgenes, tenía una producción importante de madera. Su venta proporcionaba uno de los ingresos importantes de la casa, los demás eran por la caña y el ganado.

La madera era de él, pero recuerdo dos aserraderos particu lares, no eran de mi padre. No le interesó disponer de ellos porque el ingreso fundamental estaba en la tala de los bosques, en el suministro a los aserraderos y en la venta de la madera aserrada. Mi padre llegó a tener 17 camiones trabajando en los bosques y transportando madera aserrada.

No todos los bosques de pinos eran de mi padre, pero la mayor parte sí. Una porción pertenecía a otra empresa, que le llamaban Bahamas. Ahora, no estoy seguro Me acuerdo de algunos de los administradores de la empresa, pudiera ser que fueran también los norteamericanos, como en el caso de los centrales azucareros. Quizás algunos lo eran, porque sí recuerdo que eran quienes distribuían la madera. Tenían también algunos aserríos, la compraban, la comercializaban; estaban asociados en tal actividad, pero no puedo asegurarlo; tampoco era una empresa muy grande. Los mayores ingresos de los bosques los obtenía mi padre, y estoy convencido de que todos aquellos ingresos se quedaban en Birán, no iban a acumular cuentas o a comprar tierras en las ciudades, o a comprar fábricas.

La situación social llegó a ser tan difícil que Birán se convirtió, en cierta forma, en una institución de asistencia social. Creo que tal hecho estaba muy relacionado con el carácter de mi padre, su generosidad y bondad; su espíritu generoso que tengo que separar en él de todo lo que recuerdo: sus ideas, ideas conservadoras, lo que pudiéramos llamar derechistas. No le gustaban los sindicatos, no se podía mencionar el comunismo en mi casa, era la peor cosa que podía existir. Se escuchaban todas las leyendas sobre el comunismo. Para mi madre y mi padre, la palabra comunismo era una de las cosas más terribles. De los sindicatos no querían saber, les parecían muy malos, una cosa que creaba caos, desorden; aunque allí no había en general sindicato.

Al final de la década de los 30 se comienzan a organizar algunos sindicatos, porque la gente empezó a tomar conciencia. Empezaron a surgir algunos comunistas entre los obreros agrícolas, unos pocos fueron siendo captados por la prédica del comunismo.

Y, claro, con mi padre había un grupo de españoles también, muy humildes, unos 10 o 12 españoles. Allí se dividían en dos grupos, entre los que estaban con la República, durante la Guerra Civil Española, y los que estaban contra la República. Mi padre decía que los que estaban con la República eran comunistas. Cuatro o cinco españoles jugaban dominó con mi padre casi todas las noches o los domingos, y la discusión era eterna.

Los primeros supuestos comunistas que conocí fueron el telegrafista, un cubano; Nono y el cocinero [Manuel] García, ambos españoles; todos ellos eran comunistas para mi padre, porque estaban con la República. Posiblemente ninguno leyó nunca el Manifiesto Comunista, pero para mi padre eran co munistas. Es decir, se llevaban muy bien, discutían, pero no había animosidad entre ellos. Eran interminables las discusiones. De modo que en mi casa tenían sus ideas preconcebidas sobre el socialismo, el comunismo, eran las peores palabras que podían pronunciarse en Birán. Eran contradicciones, paradojas.

Así que tengo que separar en mi padre, el hombre, la actitud como ser humano, la actitud con los demás, la actitud frente a los problemas de los demás y sus ideas políticas. A pesar de que mi padre antes era un campesino muy pobre, pobrecito, sin un pedacito de tierra en Galicia. Por ahí están las fotografías de la casa donde él nació, es un bohío de piedra, una casucha de piedra, de un material que hay allá, unas piedras típicas con las que construyen los campesinos. La casa tenía una sola habitación.

Lo traen reclutado para luchar en Cuba cuando la Guerra de Independencia, y viene de soldado. Él estuvo por la Trocha de Júcaro a Morón, porque oí alguna vez hablar de ello. A pesar de todo, parece que era un campesino avispado, listo.

Cuando se acaba la guerra, lo repatrían a España, donde había una gran emigración también, en toda la región de Galicia, por exceso de población. Él vino a Cuba, un hermano fue a Argentina, y una hermana quedó en Galicia; ella tenía un pedazo de tierra allá y la trabajó hasta los 80 años, muy pobrecita. A mi tía en España nunca la conocí, pero tenía noticias de ella. Mi padre había sido un campesino muy pobre pero sus ideas políticas y su posición sobre todos estos problemas estaban determinadas por su condición de nuevo propietario, de terrateniente. Él tenía, digamos, una conciencia de clase, una ideología que respondía a una clase, la de los propietarios, de los terratenientes; pero era un terrateniente que convivía allí con la gente y ejercía una función paternalista, con relaciones muy paternalistas con todo el mundo.

No hay que olvidar su camino por la vida. Él llegó como inmigrante, sin un centavo, sin nada, y creo que empezó... Porque yo, desgraciadamente, no pude conversar con mi padre y pedirle que me contara todo: ¿qué hizo en la guerra?, ¿cómo vivía?, ¿qué recordaba?, ¿cómo llegó a Cuba?, ¿qué hizo cuando llegó a Cuba?, ¿cuándo empezó a trabajar?, ¿cómo hizo todo?; solo algunas cosas que oí, a veces contaba alguna anécdota.

Su carácter Recuerdo que a veces cuando salía de la casa iba a los Pinares de Mayarí, dormía allá, se reunía donde comían los trabajadores. Era muy expresivo, muy comunicativo. Físicamente no era alto como yo, no, él era de menor estatura. No era bajito, pero no tenía la altura mía. Mi madre sí era alta, pudiéramos decir, y también familiares de ellos de España son altos, algún sobrino de él. No era un hombre muy alto, aunque sí de complexión fuerte.

Para mí habría sido muy interesante, una maravilla con versar con él. Mi hermana Angelita siempre supo más y Ramón; yo sé cosas que a veces, siendo muchacho, oí comentar en la familia.

Cuando él iba con los trabajadores era muy expresivo, muy comunicativo, conversaba. A veces lo escuché hacer algún cuento, narrar una historia de cuando trabajaba, de sus años juveniles. Pero él, seguramente, comenzó como obrero cuando las empresas norteamericanas empezaron a construir los centrales en la provincia de Oriente. Por entonces no había buldóceres, vino la tala de enormes áreas de bosque. Yo, por ejemplo, sé que las maderas preciosas se cortaban como leña para el central; tales cosas hicieron cuando se crearon los centrales azucareros.

Él posiblemente se destacó. Las empresas promovían a la gente que se destacaba, le conferían contratos para cortar madera, para suministrar leña. En tales condiciones, en medio de aquel ambiente y en aquel espíritu norteamericano, mi padre se convirtió en empresario, en jefe que tenía contratos de suministros y de trabajo con la empresa norteamericana y, a su vez, tenía obreros contratados por él, que laboraban con él. De esta manera se hizo empresario, así empezó a adquirir plusvalía y así, seguramente, empezó a reunir una cantidad de dinero de cierta consideración.

Entonces llegó a comprar, primero como tierras propias, 800 hectáreas de excelentes terrenos. Sin duda escogió uno muy bueno, donde terminan las montañas y empiezan las ondulaciones y los valles, por donde pasaban tres corrientes fluviales, un río y dos arroyos; con un magnífico régimen de lluvia y una capa vegetal rica, donde se daban insuperables cañas.

Debe de haber tenido una cantidad de dinero acumulada de alguna importancia, porque oí decir que, además, a algunos amigos arruinados, él los ayudó, los salvó, y posiblemente no les cobró. Debe de haber manejado, incluso, cantidades importantes en efectivo.

Ya cuando yo nací, en el año 1926, no sé cuánto tiempo hacía que mi padre tenía dicha finca, pero pienso que entre 10 y 15 años; no solo tenía aquellos terrenos, sino tierras arrendadas. Tenía dominio sobre 11 700 hectáreas de distintos tipos: pastos naturales, pastos artificiales, plantaciones de caña, bosques vírgenes muy ricos en madera. Es decir, él había ido haciéndolo todo, pero empezó sin un centavo, nadie le dio ni le prestó un centavo. Al parecer, se contagió con el espíritu empresarial de los norteamericanos presentes en el norte de Oriente. Fueron los norteamericanos los responsables de haber convertido a mi padre en un empresario; deben de haber sido ellos quienes le dieron algún contrato y lo impulsaron por el camino de los negocios y de las empresas.

Pocas veces me he puesto a meditar sobre todo esto, pero me parece paradójico que mi padre, influido por los nortea mericanos y formado en el sistema capitalista, esperara de mí alguien que cuidara sus intereses; y en cambio, yo no fuera heredero de tal tradición, de tal circunstancia que con humor podría verse o interpretarse, tal vez, como un intento de los norteamericanos por impedir el avance del socialismo en Cuba. Es paradójico, yo debía haber sido heredero de dicha cultura y de tal espíritu empresarial. Pero, bueno, tengo espíritu de empresario, pero espíritu de empresario socialista;es decir, me gusta la actividad que tiende a desarrollar la agricultura, la industria, las inversiones, pero no con el concepto de un propietario privado. Así que creo que heredé algo del espíritu empresarial de mi padre, pero no con el concepto que le inculcaron los norteamericanos, sino con los conceptos que me inculcaron los fundadores del socialismo.

Él tiene que haber recibido influencia del espíritu de empresa norteamericano, porque él era un campesino de Galicia. Aprendió a leer y a escribir solo, autodidacta. No había podido estudiar; al igual que mi madre, aprendieron solos, no fueron a la escuela. No recuerdo haber oído que mi madre o mi padre hayan ido a alguna escuela. Entonces, los norteamericanos hicieron de él un empresario, cuando vinieron a Cuba, a principios del siglo xx. Esta es la verdad.

Katiuska Blanco. Usted recuerda que comenzó a montar a caballo bien temprano, pero ¿qué otros entretenimientos tenían los niños de su edad en Birán?

Fidel Castro. Bueno, casi todos estaban relacionados con el ambiente aquel. Me gustaba montar a caballo. Creo que era un hobby natural también de los indios norteamericanos, de los nómadas y de todos, porque vivía allí viéndolo, y a todos los muchachos del barrio les gustaba. Yo montaba con montura y a pelo también, tempranito. Me agarraba de la crin, a veces no le ponía ni siquiera un freno, sino una soga; claro, dependía del caballo, hay algunos más peligrosos. Pasé muchos peligros por las probables caídas.

Me gustaban los ríos. No recuerdo cuándo aprendí a nadar. Tengo la idea de que la primera vez que entré en el agua hice como los perritos y los gatos, y nadé, así que fue por instinto la primera vez. No recuerdo un momento en que no supiera nadar, la primera vez que entré a un río hice lo mismo, repito, que perros y gatos.

Me gustaban también otras cosas típicas: salir a mataperrear, andar con tirapiedras. Mi primer arma fue un tirapiedras. Lo aprendí con los demás muchachos campesinos: unas ligas de las cámaras de automóviles, una horqueta de guayaba porque era más fuerte, y un pequeño dispositivo para lanzar; desde muy temprano aprendí.

Y yo estaba salvaje, libre, cuando no me tenían en la escuela, o cuando me tenían fuera de Birán... Porque hay una etapa en que estoy fuera, pero es otra etapa. Aquí se mezcla un período que puede ser a los cinco, seis, siete años; no puedo decir a los cuatro, no sé si a los cuatro me dejaban ir a un río y montar a caballo; sería, más o menos, a los cinco o seis años. Creo que empecé a comportarme como adulto a los cinco o seis años. Bueno, en mi infancia, hasta los cinco años no puedo contar mucho, pero después estaba libre, sin control; cuando iba en el período de vacaciones, era lo que hacía fundamentalmente. Estaba en permanente contacto con la naturaleza. Si había disfrute, diversión, creo que era aquella. Todavía me gusta, en realidad, o por lo menos lo recuerdo con mucho agrado.

Ramón siempre andaba conmigo, estábamos asociados en todo tipo de aventuras, casi como si fuéramos mellizos. Éramos más o menos contemporáneos, aunque él era un poco mayor que yo. Hacíamos travesuras en la escuela, juntos en lo bueno y en lo malo.

No cometimos grandes delitos, pero me parece que molestábamos, hacíamos cosas en la casa que merecían castigo: robarnos los cintos y botarlos, desaparecerlos; desobedecer las órdenes; correr y no dejarnos apresar cuando nos llamaban para cualquier castigo. Era el tipo de indisciplinas que cometíamos. Me imagino que las otras estaban relacionadas con la comida, o botábamos algo, o destruíamos cosas, o regalábamos, porque teníamos socios, cómplices. Íbamos a las tiendas y repartíamos mercancías: regalábamos tabacos o cualquier cosa a los trabajadores, ropa a la gente; o llegábamos tarde, o nos íbamos para el barracón de los haitianos a comer mazorcas de maíz asado.

Recuerdo que una vez fuimos a las casas de los haitianos a comer maíz asado y después llegamos a la casa y no quisimos comer. En tal ocasión me amenazaron con enviarme para Guanajay, un lugar en La Habana donde llevaban a los muchachos delincuentes. Era una forma de impresionarnos: «Te vamos a mandar para Guanajay». En mi casa nos amenazaban constantemente.

A ellos no les preocupaba que nos mezcláramos con los haitianos, sí que nos enfermáramos comiendo alimentos que pudieran indigestarnos. Nunca en la casa nos prohibieron tratar con los obreros, relacionarnos con los haitianos, blancos, negros. Tal tipo de manifestación nunca la vi en la casa. No se discriminaba a nadie por el color de la piel, la pobreza, la posición social. Nunca vi una manifestación de tal tipo. Los conflictos eran porque se preocupaban por nuestra salud, por lo que comíamos o por lo que hacíamos, no fuera a ser que enfermáramos.

Hacíamos travesuras un poco peores: nos íbamos, no sabían de nosotros; rompíamos cosas, andábamos en lo que no teníamos que andar, nos metíamos en lo que no teníamos que meternos. Inventábamos cosas, nos poníamos a fabricar hasta juguetes. A veces fabricábamos flechas parecidas a unas que vendían en los Ten-Cents, con unas plumitas, que se lanzaban y caían de punta; nosotros tuvimos y ya después las fabricábamos y hacíamos daño probando las flechas con las gallinas, los guanajos, y los patos. Algunos de tales hechos, con toda razón, los consideraban en mi casa de una enorme gravedad.

Emborrachábamos a los patos, les dábamos maíz con alcohol; nos divertíamos viendo los patos ebrios. Hacíamos ya algunas travesuras un poquito más serias.

En aquel período, de cuatro o cinco años, cuando estaba en la escuela obligado, porque teníamos que ir por la mañana y por la tarde, ya habíamos adquirido un gran repertorio de malas palabras con los carreteros, los ganaderos. Tenía un vocabulario completo y, por supuesto, estaba prohibido pronunciar tales palabras. Posiblemente había algo de tolerancia con nosotros, lo que le llamamos alguna malacrianza, y de nuestra parte, la rabieta cuando quieres hacer algo y no te dejanhacerlo: protestas, gritas y lloras por algo con lo que no estás de acuerdo.

Recuerdo perfectamente que a veces la maestra nos castigaba. ¿Qué castigo nos ponía?: «Parados allí». Pero algo más:«Póngase de rodillas». No mucho tiempo, no era una tortura, más bien una amenaza y lo hacía. «Está castigado, póngase de rodillas ahí». «Tiene que estirar las manos». Después amenazaban con que nos iban a poner unas pesas en las manos y unos granos de maíz debajo de las rodillas por hablar en clases, o por una mala palabra, o por lo que fuera. Nunca llegaron a hacerme tantas cosas, pero unas cuantas veces me pusieron de rodillas y me hicieron poner las manos hacia arriba, me amenazaban con más castigos.

Aquello, naturalmente, daba lugar a protestas, y nosotros pronto aprendimos a rebelarnos contra la maestra. La maestra era una señora soltera y vivía en el campo. Tuvimos distintas maestras, en un período hasta dos. Una muy buena, se llamaba Engracia; la queríamos mucho es de los más antiguos recuerdos, porque llevaba jugueticos, y tenía un gran prestigio. Era bondadosa. Después tuvimos como dos maestras, hasta que vino Eufrasita y permaneció más tiempo. No era como la otra, espléndida, sino más rigurosa. Entonces nosotros, cuando surgía un conflicto, nos parábamos y le decíamos un repertorio completo de malas palabras a la maestra, la más fina de todas era «puta» no sabía lo que significaba, pero sabía que era ofensiva aquella palabra. Luego salíamos corriendo, saltábamos por una ventana que daba a un corredor en el fondo, brincábamos la baranda y nos íbamos, escapábamos hasta que se calmaba la tormenta y volvíamos a la escuela.

Nosotros le hacíamos maldades a la maestra. En una ocasión da la casualidad que aquel día mi madre había ido por allí— surge un conflicto mío con la maestra, descargo mi repertorio completo de malas palabras, salto por la ventana rápido, ágil porque yo era delgado, flaco, y andaba mataperreando, corriendo para arriba y para abajo, voy al corredor, brin co la baranda, me tiro y caigo. Cerca de la escuela estaba el servicio sanitario, salgo en aquella dirección y había una tabla como de dulce de guayaba, o algo así, con un clavo. Caigo, con tan buena suerte que no me enterré el clavo en la cara ni en el ojo, sino en la lengua, e inmediatamente empieza a salir la sangre abundante, porque cualquier herida en la boca da una hemorragia. Tenía embarrada de sangre toda la ropa. Claro, cuando ocurría una tragedia de aquel tipo, cesaba la persecución, venía la amnistía y entonces, por instinto, ante algo tan grave como que usted se caiga, se entierre un clavo y haya derramamiento de sangre, se olvida del problema con la maestra y va para allá. Entonces mi madre hace así, me agarra y me dice: «Eso es castigo de Dios, eso te ha pasado por castigo de Dios». ¿Usted sabe lo que es insultar a la maestra, salir corriendo y enterrarse un clavo en la lengua? Creo que seguramente mi madre creyó de verdad que era un castigo de Dios.

Yo no me proponía blasfemar, no era eso propiamente. Blasfemaban allí algunos trabajadores: [Manuel] García, el cocinero, lo hacía todos los días, a todas horas; era un español que se había quedado inválido por el reuma y era muy genioso. Él realmente maldecía bastante, pero en la casa no, lo prevenían mucho; podía una vez, mas no era el hábito.

Nosotros usábamos el repertorio completo de los trabajadores, de todas las malas palabras habidas y por haber, y las usábamos como armas ofensivas.

Otra diversión importante la vivíamos en la valla de gallos de Birán. A mí me gustaban las peleas de gallo. Ramón era cómplice y socio mío en las peleas. Yo no era un fanático de ellas, pero en Birán no había otra cosa. La valla solo funcionaba en una época del año, la de la zafra, porque en otra la gente no tenía dinero para ir ni para jugar a los gallos. La única época del año en que aquellos trabajadores, aquellos haitianos, tenían un poco de dinero en el bolsillo para jugar, era en la temporada de zafra.

La valla se la arrendaban a alguien allí, no podía ser diferente, y los domingos y los días de fiesta había lidias de gallo. Los campesinos les llamaban peleas de gallo. Distintos amigos tenían gallos; incluso, Ramón tenía algunos, cuando ya éramos un poquito mayores. Yo estaba interno, pero iba en Nochebuena y tenía interés en ver cómo eran las peleas, aunque no tenía mucho dinero en realidad.

Lo que hacía más emocionantes las peleas, más tensa aquella atmósfera, eran las apuestas a los gallos. ¿Qué ocurría? Se reunían 80 o 100 personas, casi todos hombres muy pocas mujeres iban por allí, aquello era de hombres; venían de varios kilómetros a la redonda y traían los gallos en una bolsita de tela, por lo general de color azul o blanca, gallos que criaban con mucho sacrificio, porque había que darles buena alimentación a veces tenían que darle huevo al gallo para que estuviera fuerte, maíz, entrenarlo, hacerlo correr.

Digamos que un gallo es como un boxeador, al cual se le da una alimentación especial, un entrenamiento especial. A los gallos no los dejaban tener gallinas. Eso está por probar científicamente, porque una vez leí sobre unos estudios con atletas olímpicos, donde habían llegado a la conclusión de que no era imprescindible la abstinencia entre los atletas; pero en dicha época, y posiblemente todavía, los galleros pensaban que si el gallo estaba con su harén, si se enamoraba, si hacía el amor, se debilitaba. En consecuencia, los gallos estaban aislados en sus jaulas, separados de las gallinas, alimentados, entrenados y, además, rabiosos. Puede ser que tal conjunto de factores estimulara su espíritu belicoso, el espíritu guerrero de los gallos, su increíble instinto guerrero; porque esos animales, con una valentía absoluta, total, mueren combatiendo.

Estaba todo aquello, lo que era para campesinos y trabajadores criar el gallo, alimentarlo, entrenarlo, ir a la valla, ponerlo a pelear. Además, las apuestas no eran de 500 ni de 100 dólares, nadie tenía esa cantidad de dinero. Eran apuestas de 5 pesos, si acaso, a veces 10, 15 pesos. Y no era uno solo, había una lista, y uno apostaba 50 centavos a ese gallo, otro un peso, otro dos pesos. Así, 15, 20 o 30 eran los partidarios de un gallo y otros 15, 20 o 30 los del otro. Unos estaban con el gallo canelo, otros con el gallo giro, otros con el gallo pinto, otros con el gallo indio, otros con el gallo bolo un gallo que no tenía cola, y había uno al que le llamaban gallina, porque tenía cierta configuración especial, con menos gallardía que el macho puede ser que la palabra gallardía provenga de gallo. Había distintas razas, sobre todo distintos colores, y se distinguían unos de otros cuando peleaban.

Claro, no solo eran las apuestas, había mucho de simpatía por el gallo, por ser conocido, de prestigio, y de amistad con el dueño; influían una serie de ingredientes. Eran tensas aquellas peleas, porque afectaban no solo los sentimientos, sino el bolsillo.

Ahora bien, los que apostaban por listas tenían que hacer un pequeño descuento de las ganancias para el señor que administraba la valla, podía ser un 10% o algo así. Se hacían apuestas oficiales y apuestas por la libre. Los valientes apostaban cinco pesos en medio de la pelea. Si el gallo al que habían apostado estaba perdiendo, le apostaban al que iba ganando: cinco a uno, cinco a dos; o al revés, si el gallo estaba perdiendo y aceptaba alguien, porque creían que aunque estaba perdiendo era muy bueno e iba a ganar, tres a cinco, aceptaban, hacían la apuesta, le iban al que estaba perdiendo.

Las peleas de gallos eran bastante entretenidas. Era una tradición cubana desde la época de la Guerra de Independencia, la mayoría de los campesinos eran aficionados a ellas.

Las mujeres muchas veces no eran aficionadas, con toda razón, porque no querían que los hombres fueran allí a perder dinero. En tal juego siempre se perdía, y voy a explicar por qué. El que criaba un gallo tenía que dedicarle tiempo, entrenarlo, alimentarlo y después tenía que apostar: si ganaba cinco pesos, tres pesos, aquel dinero lo gastaba fácil, porque vino así, por suerte; lo gastaba comiendo, tomando, privaba a la familia de los cinco pesos o tres pesos. En general, los familiares sufrían con tal juego, pero era muy popular entre los campesinos, y el único espectáculo de Birán. No había otra cosa.

Lógicamente, cuando vi y conocí todo aquello, me entusiasmé.También tenía simpatía por un gallo o era amigo de un dueño de gallo; veía el espectáculo y además apostaba mis pequeñas cantidades, un peso, dos, porque realmente no tenía dinero. A esa edad los muchachos están en los estímulos materiales de los helados, los caramelos, el cine, los juguetes. Nosotros estábamos enajenados por el dinero, es decir, la enajenación de que habla Marx por el dinero ya la padecíamos, y cuando yo iba de vacaciones participaba también en las apuestas como los otros.

Raúl y Ramón pueden haber sido mucho más aficionados a las peleas de gallo que yo, pero recuerdo que también tenía mi gallo. Yo era propietario de uno que me habían regalado, bien entrenado, y creía que el mío era el mejor de todos y el más valiente. No lo entrenaba porque no era especialista en eso, había unos galleros que lo cuidaban. Ramón tenía varios, yo tenía uno.

El hecho era que yo tenía mi gallo también, pero Ramón quedaba responsabilizado con él, porque la temporada de las peleas duraba como cuatro meses, durante toda la zafra, y como yo estaba interno en la escuela, iba a Birán nada más que dos semanas a fin de año, pasaban tres meses y volvía en Semana Santa, eran tres días de peleas: Viernes Santo, Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección. Entonces, Ramón administraba mi gallo, apostaba, y de ganar me tenía que enviar el dinero. Él me mandaba un giro por correo con las apuestas, que eran de dos, tres pesos; el máximo que recibí alguna vez fueron cinco pesos. «Peleó tu gallo». «Ganó tu gallo». Era un acontecimiento tremendo. Estaba contento con mi gallo, no lo había visto pelear, pero ganó y yo recibía cinco pesos. Realmente Ramón nunca me pasó la cuenta el día que el gallo perdió, pero hasta las cuentas él me mandaba.

Como yo solo estaba dos semanas a final de año por Nochebuena, 24, 25 y 31 de diciembre y el día 1º de enero, aquellos eran los únicos días que iba a las funciones en la valla. A veces oía la bulla desde casa, porque la valla estaba como a 150 metros hacia el Sur, no lejos de la tienda, del correo y de la panadería. Un domingo cualquiera, de repente usted sentía una bulla: «،Uh, uh!», y mucha gente dando fuertes palmadas contra las tablas, porque era un círculo de madera con aserrín.

La valla era de madera y tenía techo de zinc, con los asientos a distinta altura. Abajo, alrededor de aquel círculo cercado, de unos diez metros de diámetro, están los dueños, los que dirigen la pelea; porque hay quien dirige, el mánager, quien en un momento determinado azuza al gallo; si hay una herida le chupa la sangre, si está muy cansado le echa agua. Sí, sí, le hacen un tratamiento al gallo como al boxeador, no hay round, pero hay momentos en que se detiene el combate, porque los dos están exhaustos, o uno está ciego, moviendo la cabeza, y no ve al otro.

A veces un gallo estaba perdiendo la pelea y de repente hacía un revuelo así le llamaban cuando saltaba, aleteaba, golpeaba con sus mortíferas espuelas y liquidaba al otro gallo, o le daba un golpe muy duro. Entonces una bulla, un escándalo que se oía a 500 metros, el público daba golpes contra los asientos, contra la pared, era terrible. Si usted no estaba en la valla, sabía que había pasado algo tremendo por la bulla enorme de aquella gente.

En ocasiones el dueño, cuando veía que el gallo estaba sin posibilidades, lo retiraba, y muchas veces lo dejaba hasta que moría o quedaba ciego; a un gallo ciego, si era muy bueno, lo utilizaban para procrear.

Aquello era un acontecimiento. ¿Cuántas peleas había un domingo? Había 10, 12, 14 peleas. Empezaban a las 8:00 de la mañana y terminaban a las 6:00 de la tarde o casi de noche, desde que amanecía hasta por la noche. Allí se tomaban bebidas, se comían empanadillas, servían de todo: rallado, cerveza fría. Así era la atmósfera de una valla de gallos, un lugar inade cuado para muchachos. Nosotros no sé qué hacíamos allí, pero íbamos los domingos, cada vez que podíamos.

No me acuerdo de la primera vez que asistí a una pelea de gallos, pero fue bastante temprano, y también tomaba cerveza y comía empanadillas. En la casa nos dejaban ir. Hacíamos casi lo que nos daba la gana, sobre todo de adolescentes.

En Santiago de Cuba había vallas, pero nunca se me ocurrió ir, así que el espectáculo me interesó circunstancialmente.

Tengo que decir que desde entonces sentía lástima tuve conciencia, me daba pena ver a aquellas gentes que jugaban a los gallos y eran viciosos del juego; porque trabajaban muy duro para reunir 10, 15, 20 pesos, y aquel dinero lo perdían o lo gastaban en la valla, afectando a la familia. Lo comprendí desde bastante temprano y tuve conciencia de que era una cosa muy negativa.

Por eso, y porque la Revolución por principio combatía  todas las manifestaciones del juego, abolimos todos los juegos de casino, de dados, las formas de juego ilegales que estaban muy toleradas, y los juegos legales: la bolita, la lotería. En tal campaña contra los juegos también fueron prohibidos los gallos, pero no guiados propiamente por un espíritu de amor a las aves, es la verdad, sino de amor a la gente que perdía su dinero allí y sufría. Tal vez fuimos un poco extremistas, porque a los campesinos, por tradición, les gustaba como deporte la cría de palomas mensajeras, la cría de gallos de lid, que pue de ser un deporte también, un hobby, un espectáculo como lo puede ser la lidia de toros. Posiblemente las personas que sienten un gran amor por las aves no estén nunca de acuerdo con tales peleas. La razón por la cual nosotros lo prohibimos fue por las consecuencias negativas del juego en la moral y en la mentalidad de la población, porque nos parecía que mucha gente quería resolver los problemas a través de la suerte, en virtud del azar, y no del estudio, de la aplicación, del trabajo.

Creo que el vicio del juego es muy malo, porque la gente se abandona a él, deja de hacer el esfuerzo que tiene que hacer por estudiar, superarse. Soñar con el azar, con la fantasía, ganar dinero así, ganar un gran premio en la ruleta, ganar una lotería, me parecía de efectos realmente nocivos. Tal vez se hubiera podido tolerar la cría de gallos como un deporte y no como un instrumento de apuestas y de juegos, porque hay también quien cría perros de pelea y otros animales de lid.

Aquí permaneció la cría de gallos, pero como una actividad comercial y de exportación; tenemos muy buenos ejemplares. Incluso, una vez, cuando tuve oportunidad de estudiar un poco de genética animal, de genética ganadera, cuando pude dominar y conocer los principios de esta ciencia, basado en la selección, partiendo de los resultados individuales de cada uno de los animales bien sea la conversión en carne, el rendimiento en leche, la capacidad de conversión del alimento en leche, y como esa fue una rama que después me interesó mucho, un día me puse a meditar sobre si un genetista pudiera producir gallos campeones que obtuvieran de 80% a 90% de posibilidades de victorias.

Recordando aquella época en que se practicaba el juego, me puse, por puro ejercicio mental, a analizar cómo se podían desarrollar gallos que ganaran todas las peleas o que tuvieran posibilidades de ganar. Sencillamente, aplicando las leyes de la genética, y basado en la selección de los animales con grandes capacidades para liquidar al enemigo sé que tales cualidades se heredan, se pudieran desarrollar ejemplares que difícilmente perdieran una pelea. Yo lo pensé como una posibilidad comercial, digamos, que si un país quiere y emplea la selección, partiendo de un nivel de masa determinado, puede producir gallos que tengan de 80 a 90 posibilidades de ganar todas las peleas. Así que mis conocimientos del tema me sirvieron un día para darme cuenta de eso.

Claro, también los campesinos aplicaban la genética, pero muy elemental: el gallo que ganaba, que tenía dos, tres, cuatro victorias, es el que utilizaban para reproducir.

Creo que en Cuba fuimos demasiado extremistas. Tal vez debimos haber prohibido las apuestas y autorizar las peleas de gallos, porque es una tradición centenaria. Cuando usted prohíbe algunas de esas cosas, da lugar a que haya gente que las haga de forma clandestina. Como deporte no, el problema no era ese, porque había algunos realmente muy aficionados a los gallos.

Había afición a las aves. No una afición positiva, porque teníamos afición a cazarlas. Ese instinto de cazador lo tuvimos desde muy temprano, primero con tirapiedras y después con escopetas. Cazábamos todo tipo de aves. Creo que hoy tengo mucha más conciencia de la necesidad de preservarlas, de preservar la naturaleza, y sería incapaz de dispararle a una. De muchacho le disparábamos a cualquiera, pero después fuimos más selectivos, cazábamos las que se podían consumir, ya no era aquel espíritu indiscriminado de cazar aves.

Katiuska Blanco. En una de las visitas que hice a Birán conversé con Dalia López, condiscípula de usted en la escuelita de Birán y mencionó varios amigos suyos de entonces

Fidel Castro. Sí, cómo no, los muchachos de allí: Carlos Falcón, Flores Falcón, Benito Pereira. Había un grupo, incluso, los hermanos, los primos también; siempre andábamos juntos en aventuras.

Ramón me tenía a mí de gallo fino. Él era el mánager, y me echaba a pelear a mí. A veces me ponían a boxear con alguno que era más fuerte que yo, y no siempre salía bien porque, además, el boxeo en que nos obligaban a participar, no era como deporte, era en serio. Colocaban a uno delante de otro y le ponían una pajita; entonces, quita la pajita de ahí; así empezaba y la pelea era en serio, no era como deporte. Me ponían a boxear. Era una de las cosas que hacía Ramón. Más de una vez salí mal.

Ramón padecía de asma cuando era muy chiquito. Yo sí me acuerdo siempre de eso. No sé si sería una alergia al ambiente o a la humedad, o si sería a algún alimento, pero se ponía bastante mal. Era, por cierto, muy desagradable cuando le venían los ataques. Yo lo veía por la noche, porque dormíamos en el mismo cuarto, ya un poco más grandes, cómo sufría. Le daban efedrina. Cuando le daban la cucharada, lo aguantaban, cómo lloraba y así se pasaba la noche. Era peligroso porque en aquella época no había oxígeno, no había ventilación pulmonar ni los medicamentos que hay hoy. Y como consecuencia, físicamente tenía esas desventajas; era un poco más débil que yo, porque yo no padecía de asma, era saludable y, en general, ligero, ágil. Los dos éramos flacos, y por eso parece que yo era el que estaba llamado a ser el boxeador y Ramón el mánager; pero cosas de muchachos, tonterías. Andábamos juntos, íbamos para el río, a cazar, a todas partes; siempre juntos con todos los muchachos.

Algunas muchachas también formaban parte del grupo y pronto reparé en ellas. Cuando la gente vive en contacto con la naturaleza y en el campo, no sé cuál es la influencia no quiero hablar mucho de eso pero, en realidad, casi desde que tenía uso de razón tomé conciencia de la presencia de las muchachas. Desgraciadamente tomé conciencia temprano.

En el campo es así, porque todo lo induce; pero tempranito. Sobre eso ya lo he dicho otras veces, a otros periodistas no voy a hablar con la misma franqueza que Juan Jacobo Rousseau cuando contó sus memorias. Eso es propio del campo. Yo creo que todos los muchachos del campo, en general, se caracterizaban por una gran precocidad.

En el grupo había muchachas por las que sentía afecto filial como mis primas y algunas vecinas como Dalia López.

Katiuska Blanco. Comandante, recuerdo que una mañana de febrero de 2008, poco después de que se publicara el libro Ángel, la raíz gallega de Fidel conversamos durante un buen rato de su infancia. A usted le interesaba saber de dónde había sacado el dato de sus 12 libras de peso al nacer. La verdad es que le parecía desmesurada esa afirmación, casi imposible de creer, y un poco impugnaba los recuerdos familiares que daban fe del mito. Revisé los materiales y me encontré las voces de la historia. Ramón y Angelita coincidían en sus testimonios y usted aún inconforme y descreído continuaba preguntándose de dónde habría partido el dato y si habría entonces dónde pesar a los recién nacidos. Le escribí que existía en Cuba, desde tiempos inmemoriales, la costumbre de llevar a los niños a las bodegas y pesarlos en medio del bullicio de los comercios y con la solícita sonrisa de los dependientes, quienes se prestaban amablemente a la ceremonia. En los primeros días, la pregunta a flor de labios de todas las visitas era: «¿Cuál es el nombre? ¿Cuánto pesó?». ¿Todavía le parece una exageración?

Fidel Castro. En aquella época se consideraba como una señal de salud que el niño tuviera mucho peso, cuando, en realidad, lo más correcto es que el niño tenga seis libras, siete libras. Si el niño nacía con más peso, los campesinos lo miraban con orgullo porque era una prueba de salud. A cualquier persona gorda la celebraban mucho, la elogiaban; si era delgada les parecía que tenía una enfermedad. Hoy se ha demostrado que los niños deben pesar menos de diez libras y las personas deben ser delgadas, si quieren preservar la salud. Han cambiado muchos conceptos. Los únicos que sabrían cuánto yo pesaba serían mi padre y mi madre, y posiblemente se lo contaron a los demás; yo mismo no me acordaba de eso, pero algunos de los familiares a los que tú les has preguntado, te hablaron de las 12 libras.

Katiuska Blanco. Y hablando de nacimientos felices recuerdo los otros, los que se convierten en tragedia. Su padre, don Ángel, estaba marcado por una experiencia así. Él quedó huérfano cuando tenía 11 años; su mamá, Antonia Argiz, dio a luz a una niña a quien nombraron Leonor, poco después ambas murieron. También recuerdo a la tía Antonia Ruz. ¿Cómo se vivía o interpretaba la muerte en Birán? ¿Existían muchas creencias, presagios o supersticiones? ¿Se vislumbraban infortunios?

Fidel Castro. Al niño le hablaban de las cosas de los familiares, le hablaban de Dios, pero no porque le dieran una clase de re ligión. Uno estaba rodeado de creencias: que si esto es malo, esto es bueno, esto trae desgracias porque pasó una lechuza y oyó decir que es un mal agüero. Se vivía como en la época romana. Lo que cuenta Tito Livio en la Historia de Roma, sobre los presagios y supersticiones de todas clases. Así se vivía en el campo.

Ya de adulto, leyendo a Tito Livio, en la historia romana, vi que aquellos romanos vivían con tan gran número de supersticiones como vivía nuestra gente en el campo: siempre viendo presagios, mal agüero, una mezcla de todas las religiones, de todas las creencias, entre las cuales estaba la creencia en Dios, en los santos; y creencias en algunos santos que no están en el ritual católico ni en el ritual cristiano, una mezcla de todo. Claro, a uno le van explicando esas cosas extrañas, raras.

¿La muerte? Bueno, también rezaban, rezaban por la tía que murió, y había tristeza; recogieron sus hijos. La abuela los recogió, ayudada por la familia. Mi abuelo poseía lo suyo, tenía su trabajo y la ayuda de la familia. El padre, José Soto Vilariño, que era empleado español, una especie de mayoral, de capataz en la finca, tenía un cargo y un sueldo, y también ayudaba a los abuelos en la crianza de sus hijos.

Mis primos vivían con los abuelos en una casa como a un kilómetro de la nuestra. Y una prima que tenía la misma edad que yo, fue para la casa con estatus de hija; pero no con todas las consideraciones que merece una hija. Era algo así como una pariente pobre en la casa. Recuerdo que cuando nacieron mis hermanas menores ella tendría ocho o nueve años, y ya ayudaba en los quehaceres de la casa.

Por ella no hubo la preocupación de que estudiara como con nosotros. Ella recibió apoyo, era familia, pero tenía ciertas obligaciones domésticas en la casa. Cuando ahora pienso en eso me molesta. En aquel entonces me parecía natural, todos nos llevábamos muy bien, aparentemente no existían diferencias; sin embargo, no se le dio el mismo trato que a nosotros en relación con el estudio. No la enviaron a ningún colegio a realizar estudios superiores y le daban tareas domésticas. Debían haberla enviado interna a una escuela como me mandaron a mí y a los otros.

Tiene que ver con las costumbres de la época. Generalmente, cuando se le daba protección a una persona en el seno de una familia, lo común era darle techo, comida, hasta cariño; pero no el mismo tratamiento que a los hijos. Ella cuidaba a los niños más pequeños, tarea que nunca me daban a mí de lo que me alegro mucho, y que no le daban tampoco a Angelita, la mayor.

No existían ideas suficientemente justas en aquel ambiente campesino, ellos creían que habían hecho mucho por ella al llevarla a casa, alimentarla, vestirla. Era propio de la época. Yo no puedo, con las ideas de ahora, ponerme a juzgar a mi familia, pero comprendo que no era justo. Y nunca la olvido a ella aunque vive lejos. Se llama Clara, teníamos la misma edad, y su llegada para mí fue algo muy bueno, a pesar de su tristeza cuando vino a casa.

Cuando evoco nacimientos en medio de sobresaltos, recuerdo el de Raúl, el 3 de junio de 1931. Me acuerdo bien de aquel día, dónde dio a luz mi madre, en qué parte de la casa. Yo estaba en el corredor, era de día ya, escuchaba unos gritos horripilantes, tremendos, en todo el tiempo que demoró el parto, durante varias horas, el correcorre en la casa. Isidra Tamayo, la comadrona, estaba allí. Me acuerdo perfectamente bien de cuando por fin nació Raúl y de la inmensa felicidad de aquel momento.

 

 

 
 
 
 

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