06Dos
relojes, visitas en Santiago, Moncada:
acción
y adiós a la sorpresa, Fidel solo ante el
cuartel, Raúl
en la historia, continuar la lucha en las
montañas,
el teniente Sarría:
las ideas no se matan
Katiuska Blanco.
—Tengo
en la memoria, nítidamente
claro,
aquel atardecer en Holguín,
la víspera
de la visita a Birán
el
día
23 de septiembre de 2003, cuando su mamá
habría
cumplido
100 años.
Era casi de noche. Conversábamos
sobre el libro
Todo el tiempo de los cedros,
cuya presentación
tendría
lugar a la mañana
siguiente. Usted me dijo que iba, en la lectura,
por el capítulo
3. Entonces miró
el reloj y notó
que se había
detenido. Los compañeros
de la escolta buscaron otro
rápidamente,
pero usted no retiró
de su brazo el primero, y sí
sumó
el segundo, en el cual los minutos transcurrían.
Recuerdo
que se echó
hacia atrás,
como afirmándose
en su estructura de
árbol,
ajustó
ambos a su muñeca,
respiró
profundo y luego de un brevísimo
instante de silencio, pensativo, me dijo:
«Mira,
como narras en tus escritos: llevo dos relojes como
en la Sierra Maestra. Creo que hoy estoy un poco
supersticioso».
Comandante,
¿podría
abundar sobre el hecho que suscitó
en usted la costumbre de llevar dos relojes en la muñeca?
Fidel Castro.
—Las
últimas
horas antes de ir al Moncada fueron
muy tensas, el tiempo no alcanzaba, mi reloj se
atrasó
y por tal razón
el tiempo real de que dispusimos fue menor al
concebido inicialmente; no obstante, hicimos todo lo
planificado, pero con mucha premura para llegar puntuales. A
partir de entonces, a lo largo de mi vida, especialmente
durante la guerra, usé
dos relojes, tenía
que estar seguro de que contaba
con la hora exacta en cada momento.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted explicó
antes que pensaba contar con la ayuda de algunos ortodoxos de Oriente
después
de la toma del cuartel,
¿aquel
fue el motivo de su visita a María
Antonia Figueroa y a Luis Conte Agüero,
unas horas antes del asalto?
¿Pensó
ponerlos sobre aviso?
Fidel Castro.
—Sí.
Además,
en nuestros planes figuraba también
la lectura de un manifiesto por Luis Conte Agüero,
quien disponía
de una hora en la Cadena Oriental de Radio, una
especie de Pardo Llada, pero a nivel de provincia;
él
denunciaba la corrupción
de Prío,
pero se limitaba a lo que ocurría
allá.
Era un individuo que se expresaba bien, tenía
buena voz y aspiraba a un cargo político.
Pardo Llada lo superaba como comentarista,
porque tenía
más
sentido periodístico.
Conte Agüero
hacía
comentarios críticos
contra el gobierno, invocaba a Martí,
su estilo era un poco más
literario, denunciaba los males
y militaba en el Partido Ortodoxo, en la oposición;
tenía
un buen
rating
antes del golpe de Estado. Por todo esto, teníamos
relaciones de amistad con
él,
que se estrecharon aún
más
después
de aquel hecho.
Cuando el cuartelazo, la
única
guarnición
que inicialmente no se sumó
fue la de Santiago de Cuba; y Conte Agüero,
de una manera correcta, utilizó
la radio para denunciar el golpe de Estado, agitar y movilizar al pueblo hacia el
cuartel en solidaridad con los soldados. En realidad,
él
desempeñó
un papel importante aquel 10 de marzo de 1952. Como
comentarista de radio, como agitador, convocó
al pueblo a ir para el cuartel
—no
a tomarlo, pero sí
a confraternizar con la unidad que
se oponía
al golpe de Batista—.
Y se movilizó
mucha gente. Cuando ya el golpe estaba consolidado, unos cuantos
sargentos y oficiales de baja graduación
tomaron el mando y destituyeron
al coronel jefe del regimiento.
Pero Santiago de Cuba fue el
único
lugar donde existió
el instinto de organizar una resistencia contra el
golpe, y en ello Luis Conte Agüero
desempeñó
un papel. Después,
en ciertos momentos, cuando Batista daba garantías,
Conte Agüero
volvía
a hablar, y como teníamos
relaciones de amistad, yo contaba
con
él.
Él
no participó
de la conspiración,
pero como estaba allá
en Santiago y tenía
su hora de radio, mi plan era utilizarlo en
la tarea de agitación
después
que tomáramos
el cuartel. Desde su estación
radial convocaría
al pueblo a sumarse a nosotros.
Él
era una personalidad conocida del Partido Ortodoxo
en Santiago. Era alguien que podía
ser muy
útil
en aquellos momentos. Tenía
la idea de localizarlo para explicárselo
todo y exhortarlo a que se sumara a nosotros. Localizar a
Conte Agüero
y visitar la casa de María
Antonia eran las
últimas
gestiones que pensaba hacer en Santiago, una vez que estuviera
todo listo. Hubiera sido importante contar con
él;
pero como no tenía
idea de lo que se organizaba
—no
habíamos
tenido contacto con
él
ni con nadie hasta ese momento—,
no lo encontramos, casualmente había
viajado a La Habana. Yo estaba
seguro de que se habría
sumado:
él
tenía
intereses políticos,
era antibatistiano, teníamos
buenas relaciones, yo confiaba
en que se hubiera sumado.
Él
quedó
muy agradecido por el hecho de que hubiéramos
confiado en
él
para aquella misión.
Después
del Moncada, mientras estuvimos presos o vivimos
en la clandestinidad, cada vez que podía
nos defendía.
Ya después
no. Cuando llevábamos
más
de un año
luchando en la Sierra Maestra,
él
continuaba ejerciendo como comentarista
radial y apoyando salidas electorales pacíficas,
cuando ya no había
posibilidades de ningún
arreglo. Dio muestras de una
falta extraordinaria de visión
política;
pero bueno, su posiciónrespondía
a sus intereses.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
a mí
me llamó
la atención
que Conte Agüero
publicara una carta pidiéndole
que renunciara a la lucha armada, cuando ustedes tenían
la guerra prácticamente
ganada.
Fidel Castro.
—Conte
Agüero
creía
que nosotros, tal vez unos cientos de hombres en la Sierra Maestra, no podríamos
jamás
triunfar. Entonces
él,
que nos veía
como un símbolo
de la resistencia, de la lucha contra Batista, con un caudal político,
escribió
un artículo
en
Bohemia,
invitándome
a dejar la lucha armada, un artículo
muy elogioso, se llamaba
«Carta
al patriota
».
Fue publicado en uno de los momentos en que Batista
quitó
la censura. Batista la quitaba y la ponía
de acuerdo con la situación
de crisis.
En aquella carta me recomendó
que abandonara la lucha. Argumentó
que ya habíamos
escrito páginas
heroicas y que, en busca de una salida, me proponía
abandonar la lucha armada e incorporarme a la actividad política.
Es decir, que Conte Agüero,
a medida que pasaron los años,
se fue aburguesando en demasía,
llenándose
de ambiciones y rehuyendo el sacrificio.
Así
terminó
escribiendo la
«Carta
al patriota»
que ni me tomé
la molestia de contestar.
Hasta entonces se había
mostrado amistoso, nos había
defendido. Claro,
él
ganaba con tal actitud.
Después
triunfó
la Revolución
y, por supuesto, se sumó
enseguida. Yo no tuve en cuenta aquella misiva, la
olvidé.
Eché
a un lado los errores de la gente en aras de un espíritu
amplio y unitario. Para tratar de unir a todo el que quisiera
unirse hubo que perdonarles sus debilidades.
Pero pronto me percaté
de que Conte Agüero
se había
echado a perder. Actuaba más
bien movido por ambiciones personales, políticas,
y ya no tenía
nada de antiimperialista; por el contrario, en uno de los viajes que hice,
quería
que me reuniera con algunos políticos
norteamericanos, que no eran
progresistas ni mucho menos.
Me propuso que hiciera contacto con [John] Foster
Dulles, quien se encontraba recluido en una clínica.
Quería
que yo lo visitara, entonces me negué.
Recuerdo que le dije:
«Es
un reaccionario, maccarthista, anticomunista de la
Guerra Fría».
También
quiso servir como consejero, proponer algunas
medidas políticas
nada revolucionarias.
Y en aquel mismo periplo, cuando visité
Argentina, me propuso un encuentro con el almirante Isaac Rojas,
exvicepresidente de los marinos sublevados contra Perón,
alguien que me parecía
un tipo reaccionario, muy anticomunista. También
le dije que no.
Tanto
él
como Pardo Llada hicieron discursos a favor de
la Revolución,
apoyaron todas las medidas; incluso, cuando
los tribunales revolucionarios castigaron a los
criminales de guerra, Pardo Llada, Conte Agüero,
Carlos Franqui, estaban encantados de la vida. Eran extremistas ante la
opinión
pública.
Ninguno de ellos sabía
cómo
pensaba yo y hasta trataban
de influir en mí.
De tal gente me cuidaba mucho porque llegó
un momento en que los conocía
muy bien; sabía
cómo
pensaban por detalles sutiles, cosas que hacían
o decían.
Estaba claro de que con ellos no se podía
seguir adelante.
Luego, de forma similar a otros elementos pequeñoburgueses,
politiqueros, empezaron con la historia del
anticomunismo, pretexto utilizado porque eran incapaces de marchar
por un camino revolucionario; entonces los fui
apartando, ya los había
calado, veía
mucho más
de lo que ellos imaginaban y
sabía
cómo
pensaban. Aquellos tipos no servían,
eran incorregibles, estaban echados a perder.
Pardo Llada llegó
un poco más
lejos en la Revolución,
porque no era tan anticomunista y, en cierta forma, mantuvo
siempre buenas relaciones con los comunistas, era más
político.
Pero bien, en esencia, estoy seguro de que Conte Agüero,
que en la
época
del Moncada era antibatistiano y hablaba de
las guerras de independencia, de Martí,
hubiera colaborado con nosotros, pero no logramos verlo para
reclutarlo.
En realidad,
él
tenía
un mérito
ante nuestros ojos, porque cuando nadie hablaba de nosotros, todo el mundo sentía
terror de hacerlo,
él,
desde su estación
de radio de Oriente, hablaba con admiración,
con reconocimiento. No denunció
los crímenes,
pero por lo menos hablaba, defendía
a los que estábamos
presos. A
él
se le consideraba como una especie de
vocero nuestro, y por distintas razones nos
comunicamos con
él.
Estaba muy orgulloso de que hubiéramos
contado con
él,
de que lo hubiéramos
ido a buscar, de ser amigo y defensor
nuestro. Un hombre con una tribuna pública,
que nos mencionaba y nos defendía;
en aquel momento, nosotros apreciábamos
mucho tal actitud, porque necesitábamos
divulgar nuestras ideas, denunciar los crímenes.
Claro, el grupo del Moncada se ganó
la admiración
de mucha gente por la acción
armada frente a las fuerzas de Batista, la
determinación
demostrada. En definitiva, nadie había
hecho nada absolutamente, y ahí
surgió
un movimiento decidido. Creo que en la historia de Cuba no existía
ningún
antecedente de una acción
como aquella.
La
«Carta
al patriota»
fue su gran error, hasta dicho momento
fue nuestro vocero.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿y
a María
Antonia Figueroa sí
la encontró?
Fidel Castro.
—María
Antonia Figueroa era una de las personas
más
revolucionarias entre los ortodoxos de Santiago de
Cuba que apoyaban la lucha radical contra Batista. Yo
contaba con ella, pero, como ya expliqué,
solo una persona en Santiago,
Renato Guitart, conocía
nuestro proyecto de iniciar la lucha
por Oriente. Prevaleció,
por tanto, el hermetismo total. Del
mismo modo, aunque contaba con su apoyo de antemano
por su papel en la resistencia política
al 10 de marzo como líder
joven de aquel partido en Santiago, María
Antonia no conocía
una palabra de nuestros planes. Por ello, unas horas
antes de la acción
armada quise cerciorarme de su presencia en Santiago
el 26 de julio, no para informarle de la acción,
sino para conocer si estaría
o no en la ciudad.
Ha transcurrido más
de medio siglo desde entonces y no
puedo asegurar con certeza cada detalle de lo que
hice aquella noche, varias horas antes del ataque. Me ocupé
de muchas cosas, principalmente de las relacionadas con el
combate al
amanecer para ocupar la fortaleza. De una sola cosa
estoy seguro: me atuve estrictamente a las normas trazadas.
Cualquier contacto con María
Antonia estaría
relacionado con la búsqueda
de información.
Katiuska Blanco.
—Montané
y Ramiro iban en el grupo de voluntarios
que tomaron la posta principal de ataque en el
Moncada. Recuerdo el testimonio de Ramiro sobre cómo
consiguieron penetrar en el cuartel y neutralizar a un grupo de
soldados en las barracas. También
contaba sobre la impresión
por el disparo de calibre grueso que penetró
quemante en la frente y lanzó
de golpe hacia atrás
a Renato, en la misma garita de la posta.
Comandante,
¿podría
continuar relatando los hechos?
Fidel Castro.
—El
tiroteo no fue muy prolongado. En realidad, lo
que ocurrió
después
fue que se quedaron algunos compañeros
aislados. Resistieron y se mantuvieron allí
durante bastante tiempo en el combate del cuartel. Al grupo del
hospital, que no comprendió
lo ocurrido
—la
gente que yo creí
en una misión
más
segura—,
le cortaron la retirada y los combatientes
que lo integraban hicieron resistencia.
La acción
del Moncada era una operación
sorpresiva, fulminante. Si no se hacía
así,
en cuestión
de minutos, no se podía
tomar aquel cuartel ni la guarnición.
Contábamos
con 120 hombres ante más
de 1000 soldados con armas mucho más
potentes y poderosas. La toma del cuartel partía
de la sorpresa, de la confusión
total; primeramente llegar, tomar los man
dos y además
las barracas donde dormían
las tropas. Con la guarnición
movilizada era imposible tomar el cuartel porque
no disponíamos
de morteros, cañones
ni bazucas. Si nuestro grupo hubiera tenido 10 o 15 cañones
sin retroceso, 6 o 7 morteros,
armas automáticas,
tal vez lo hubiera logrado.
Pero nuestras armas eran las escopetas y los fusiles
22; servían
perfectamente para lo que
íbamos
a hacer: tomar sorpresivamente
el cuartel, apoderarnos de los puestos de mando
y de las entradas de todas las barracas y hacer
prisioneros de cerca, en un combate muy próximo.
Para ello eran
útiles
tales armas, no para un combate de asalto contra una
fortaleza militar; ni las armas eran adecuadas ni los hombres habían
sido preparados para eso. Era una proporción
de 15 contra 1 y ellos con armas de guerra. Es decir, no se trataba del
asedio a una fortaleza y la toma de una fortaleza, como hicimos
después
en la guerra. Lo que habíamos
previsto era una operación
comando, fulminante, sorpresiva; precisamente, como falló
la sorpresa, no se pudo tomar el cuartel.
Nosotros habíamos
observado y estudiado con anterioridad
todos los movimientos en el cuartel: los lugares,
las postas, sus recorridos, los horarios... Ahora,
¿qué
imprevisto surgió?
¿Por
qué
no pudimos tomar el cuartel? Estoy seguro, ciento
por ciento, de que fue por la presencia de la
patrulla cosaca que organizó
la jefatura del cuartel con motivo de los festejos
de los carnavales en la posta principal, una
patrulla de guardia militar con cascos, uniformes diferentes y
ametralladoras, que iba y venía
de la avenida a la posta principal. Eran guardias
militares, de los que establecen el orden. Parece
que fue una medida de seguridad por si los soldados bebían
con motivo de las fiestas, no porque estuvieran esperando un
ataque. Como aquella era la entrada principal, la patrulla
caminaba desde la posta hasta la avenida, dos manzanas
aproximadamente.
Nuestro plan consistía
en avanzar primero por la carretera
de Siboney, luego continuar por la avenida Garzón
dentro de la ciudad y doblar a la derecha hacia la entrada
principal del Moncada, a 200 metros de la avenida, y penetrar
por allí
al cuartel. Delante iban los carros que se dirigían
al hospital civil, la zona de previsible menor peligro, Abel iba
en uno de ellos. Calculé
el tiempo para que fueran entrando simultáneamente.
Les seguía
el grupo con la misión
de tomar el Palacio de Justicia, y después
mi columna, que debía
tomar el puesto de mando y las barracas.
Si nosotros lográbamos
entrar vestidos de sargentos y tomar
el puesto de mando y la entrada de las barracas con
los soldados aún
durmiendo, los hubiéramos
sorprendido. Al despertar, se hubieran encontrado a unos sargentos
apuntándoles
y diciéndoles:
«¡Manos
arriba, al patio!».
Y ya en el patio
—ubicado
al fondo—,
estarían
rodeados desde lo alto por el
edificio del Palacio de Justicia, por el hospital y
por nosotros en el cuartel, desde el puesto de mando y las
barracas. El patio estaría
dominado por nuestras fuerzas desde todas partes.
Allí
pensábamos
mantener prisioneros a los soldados.
Los compañeros
que iban delante de mí
unos 100 metros tenían
la misión
de bajarse y desarmar la posta. La columna
mía,
con unos 90 hombres, la de penetrar hasta el puesto
de mando y tomarlo, mientras los demás
ocupaban la entrada de las barracas. Seleccioné
voluntarios para tomar la posta;
en aquel carro viajaban Montané
—uno
de los jefes del Movimiento—,
Renato Guitart, José
Luis Tassende, Ramiro Valdés
y otros valiosos cuadros y combatientes.
Nadie sabía
de la existencia de la patrulla que caminaba en
aquellos precisos instantes desde la avenida Garzón
a la posta principal, eran dos hombres con ametralladoras
Thompson, brazaletes y cascos de guerra. Todo hasta entonces
iba a pedir de boca.
El primer carro dobló
y avanzó
bien, perfectamente; pero cuando llegó
a la posta, la patrulla ya estaba bastante cerca de
la misma. Cuando doblé,
pude ver que el carro había
llegado a su destino más
o menos a 100 metros del mío,
se detuvo y el grupo de la vanguardia tomó
la posta sin un tiro ni dificultad
alguna, pero la patrulla cosaca vio pasar el carro y
se quedó
mirando. Yo, que iba detrás,
despacito, me di cuenta de que
los guardias, alarmados por el movimiento en la
posta, a 60 metros de ellos, adoptaban la actitud de disparar contra
los que actuaron en la misma.
La columna mía
la integraban 10 o 12 carros, con unos 90
hombres
—incluidos
los que tomaron la posta. Ya teníamos
un carro menos porque se había
ponchado en el trayecto, pero
para cumplir nuestra tarea con
éxito
ello no representaba una pérdida
sensible, pues apenas necesitábamos
60 hombres para realizarla. Cuando vi que la patrulla cosaca podía
tirarles a los combatientes que habían
ocupado la entrada, sentí
el instinto de neutralizarla.
Yo iba detrás
manejando, llevaba una pistola y la escopeta
automática;
decidí
proteger a los del primer carro y además
quitarle las ametralladoras a la patrulla. De súbito,
los dos soldados se viraron hacia nuestro carro que estaba a dos
metros de ellos, apuntando con sus ametralladoras. Al
parecer sintieron el ruido del vehículo
y por eso se viraron y apuntaron
hacia nosotros. De un timonazo lo lancé
sobre ellos.
Por mi derecha las puertas se abrieron y salieron
dos hombres, uno de ellos disparó.
Los soldados quedaron tan sorprendidos
que no tiraron. Al bajarse un compañero
y sonar el disparo, todos los combatientes que iban en los demás
carros se bajaron con sus armas y tomaron el edificio
grande que tenían
delante. La instrucción
recibida por ellos era que cuando
yo tomara el puesto de mando ellos avanzaran sobre
las barracas, y fue lo que creyeron que hacían.
Cuando sonó
el primer disparo empezaron a sonar tiros por todas partes.
Yo sabía
que aún
estábamos
fuera del cuartel, pero nuestra gente no, y cuando se bajaron de los carros
inmediatamente entraron y ocuparon un edificio de tipo militar.
Realmente habían
tomado el hospital militar ubicado fuera del
cuartel. Además,
dominaron también
toda la calle.
¡Había
que ver aquel edificio!, tenía
ciertamente aspecto de cuartel, y la gente,
decidida y rápida,
obró
según
lo indicado.
¿Cuántos
serían?
Alrededor de 60, porque no toda la columna que me
seguía
pudo doblar, solo una parte disponía
de espacio para hacerlo. No puedo decir si fueron seis carros, si fueron
siete, si fueron ocho. Puede ser que tras el paso del carro de los
estudiantes comecandela, que trataron de adelantarse, algunos se
confundieran y los siguieran. El caso es que llegué
allí
con menos hombres que los inicialmente previstos, pero
bastaban para la acción.
Si lo que ocurrió
frente al hospital se hubiera dado
dentro del cuartel, no necesitaba más
combatientes.
Más
tarde pensé
muchas veces en aquel episodio. Lo que
hice fue correcto, tratar de proteger a nuestra
gente y, además,
desarmar a los dos hombres de la patrulla enemiga
que iban a disparar contra ellos. Después
de mucho meditar y leer sobre dicho problema, considero que la mejor forma
en que habría
protegido a los ocupantes de la posta era olvidándome
de la patrulla y avanzando rápidamente.
El resto de los carros habría
seguido. Ya teníamos
franqueada la puerta del cuartel,
y el plan se habría
cumplido con exactitud, porque todo salió
perfecto hasta ese minuto.
Me percaté
de la situación
creada y realicé
un especial esfuerzo por reorganizar la columna. Entré
en el hospital, cuya planta baja tomaron enseguida nuestros combatientes,
y los saqué
para continuar hacia el puesto de mando enemigo:
«¡Este
no es el cuartel, es el hospital!»,
les grité.
Recuerdo que en los primeros momentos un hombre se asomó
y resultó
herido, fue el
único
que hubo en aquel edificio. Lo hirió
alguien que disparó
muy cerca de mí,
casi me dejó
sordo. Intenté
que subieran de nuevo a los carros, pero ya las balas
silbaban por todas partes, el tiroteo era tremendo. A pesar de
todo, traté
de organizar otra vez el ataque y franquear los
muros. Casi lo consigo, ya tenía
los primeros carros dispuestos nuevamente
con los hombres que venían
en
él,
cuando, por alguna razón,
uno de estos se adelantó,
dio luego marcha atrás
y chocó
mi propio carro.
En realidad, todo el esfuerzo que hice por
reorganizar la columna otra vez fue en vano, porque no fue posible.
Cuando casi lo tenía
conseguido se produjo el accidente, y parte de la
gente se dispersó
y se introdujo por callejuelas aledañas.
A todas estas se levantó
el cuartel y se activó
la alarma que hacía
un ruido increíble,
estuvo sonando ni se sabe qué
tiempo. Alguien la activó
o tal vez era automática.
Era el ruido más
infernal que he oído
en mi vida. Se despertó
la guarnición,
y habrían
pasado ocho o diez minutos
—incluso
quizás
menos—cuando un hombre se encaramó
en un punto desde el que, con una ametralladora 50, se dominaba la calle
donde nos encontrábamos.
Recuerdo que me ocupé
de aquel hombre.
Él
trataba de agarrar la ametralladora 50, parecía
un monito allí
dando saltos, y yo disparaba. Se tiraba al suelo,
volvía
otra vez a tratar de agarrarla, yo volvía
a disparar con mi escopeta de
balines. Le hice varios disparos, no dejé
que se aproximara y utilizara el arma, mi problema era que no la
agarrara y, por fin, no disparó
en todo el tiempo que nosotros estuvimos allí.
¿Qué
se hizo de aquel hombre que varias veces trató
de ocupar el arma?
¿Murió?
¿Se
retiró?
No sé
lo que pasó
con el hombre, pero el hecho es que no tiró
con la ametralladora 50. Me di cuenta de que resultaba ya absolutamente
imposible tomar el cuartel; entonces di la orden de retirada.
En aquel momento pensaba en la acción
de Bayamo.
Tras retirar a todos, me dispuse a salir en el
último
carro y, cuando ya estaba montado, vi a un hombre nuestro
aparecer allí.
Me bajé
y le dije:
«¡Móntate!».
Me quedé
yo solito. No veía
a nadie más,
evidentemente permanecían
algunos compañeros,
pero yo no los veía.
Me quedé
solo en medio de aquella calle, casi frente al hospital.
Entonces, ocurrió
algo insólito.
Parado allí
solo, sin ver a ningún
otro compañero
por toda la calle, entró
un carro, lo manejaba un muchacho de Pinar del Río
que ya murió,
él
me recogió.
Entró
desde la avenida Garzón,
cuando ya todo el mundo se había
retirado. Le había
dicho a nuestra gente que me esperaran en la avenida, y uno de ellos entró
y me recogió.
Ricardo Santana se llamaba aquel joven audaz.
¿De
dónde
vino? No lo sé,
pero fue una acción
arriesgada, tremenda. Si
él
no me hubiera recogido, me habrían
matado allí.
El combate duró
alrededor de 10, 12, 15 minutos. Salí
pensando en los muchachos de Bayamo y tuve la idea de seguir
por aquella misma avenida hacia el cuartel de El
Caney, con el propósito
de tomar el escuadrón,
situado a pocos minutos, y abrir allí
un frente porque me imaginaba que los combatientes
de Bayamo ya habían
tomado su cuartel y de repente se iban a
quedar solos. Si no habíamos
tomado el Moncada, era necesario
salir y emprender una acción
militar que sirviera de apoyo
a quienes teníamos
allá.
Cuando avanzaba por la avenida, los carros que iban
delante, al llegar a la entrada de Vista Alegre, no
esperaron, siguieron y doblaron a la derecha, hacia la granjita, a unos
diez o doce minutos de allí;
en lugar de hacerlo por Vista Alegre,
que más
adelante conecta con una pequeña
carretera, la cual conduce directamente hacia el pueblo y el cuartel de
El Caney. Como iba en el asiento trasero no pude siquiera
corregir el rumbo de aquel carro y menos el de los demás.
Hubiéramos
podido sorprender a la guarnición
de aquel cuartel, vestidos todavía
con los uniformes de sargentos. Puede decirse
que aquel uniforme causó
gran confusión
en el propio Ejército.
Si no hubo mayor cantidad de bajas entre nosotros en
el combate, fue por tal razón.
Creamos una confusión
total, un caos absoluto, en el que los
únicos
que sabían
lo que estaba ocurriendo
éramos
nosotros. Aunque el hombre de la ametralladora
50 sí
sabía
que los que estábamos
allí
éramos
atacantes y adversarios.
La causa del fracaso fue la aparición
inesperada de aquella patrulla. Lamento mucho que no se haya podido llevar
a cabo el plan. Si en algún
momento yo hubiera tenido que hacer de
nuevo un plan, lo habría
hecho idéntico.
Hoy, con la experiencia adquirida, le paso por delante a la patrulla y sigo,
la caravana de carros la hubiera paralizado, no habrían
disparado.
Katiuska Blanco.
—Entonces
había
que aplicar la variante de tomar
el camino de la Sierra.
Fidel Castro.
—En
realidad, el combate se prolongó
por los hombres que siguieron combatiendo aisladamente, algunos como
Guitart y Tassende entraron individualmente en el
cuartel. Pedrito y otros se introdujeron por algunas calles
cercanas. No tenía
sentido mantener un cerco con varias decenas de
hombres, sin armas de guerra, contra 1500 soldados; por eso
di la orden de retirada.
Estaba claro, era elemental que no podíamos
tomar el Moncada. Traté
de ocupar otro cuartel, pero la gente que salió
por la misma avenida se fue, como expliqué,
hacia Siboney. Cuando llegué
a la granjita había
desmoralización
provocada por el fracaso. Algunos se estaban cambiando la ropa, quitándose
los trajes, vistiéndose
de civil y dejando a un lado las armas.
Ya lo
único
que quedaba como destino era la montaña,
incluso logré
reunir un grupo, con el que salí
de Siboney y emprendí
la marcha hacia las montañas.
Llevábamos
uno o dos hombres heridos y, además,
en aquel recorrido a alguien se le
escapó
un tiro. Entonces, ya teníamos
como dos o tres heridos. Montané
estaba muy débil,
y por eso los mandé
de vuelta para tratar de salvar a los heridos. Les indiqué
que trataran de llegar de alguna forma a la ciudad. Habían
transcurrido ya tres o cuatro días
después
del asalto.
El fracaso hizo un impacto grande en la gente.
Muchos compañeros
se desalentaron, incluso, quienes eran capaces
de realizar las acciones más
atrevidas en otras circunstancias,
no tenían
la misma disposición.
Recuerdo el
ímpetu
con que tomaron el edificio frente al cuartel. Se bajaron de
los carros con prontitud y decisión,
con un arrojo tremendo, parecían
soldados veteranos. Hicieron así:
¡Ra!,
y lo tomaron todo, el hospital militar y todo lo que tenían
delante lo dominaron.
Después
de aquella experiencia pensé
que tal vez, si hubiera sonado un tiro dentro del cuartel se habría
tornado terrible la situación.
No sé
lo que habría
pasado, porque cuando sonó
el primer tiro, todo el mundo disparó;
no sé
a qué
ni a quién,
todo el mundo disparó.
Por un milagro no nos matamos entre
nosotros mismos durante los escasos 15 minutos que
duró
la acción
fundamental. Porque desde el principio ideamos el plan no como un asedio ni un cerco al cuartel, sino
como algo fulminante, sorpresivo, una operación
comando que si no se realizaba de tal forma, no se podía
lograr.
Creo que hice lo correcto. Retiré
la gente y traté
de proteger a los hombres. Lo que me reprocho es el modo en que
me propuse desarmar a los guardias, en el intento de
proteger a mis compañeros.
Debí
atinar a socorrerlos olvidándome
de la presencia de la patrulla, pero para eso debía
tener entonces la experiencia que no poseía.
Es lo que me reprocho. Tratar de
proteger a la gente era un objetivo correcto, pero
en realidad la forma adecuada no era la que puse en práctica
sino una de
índole
psicológica:
pasarles por el lado a los guardias y no hacerles
caso.
A tales conclusiones llegué
después
leyendo mucho sobre acciones de guerra.
Siempre me dolió
mucho porque realmente yo hubiera
querido tomar el cuartel. Años
después
no solo tomamos el Moncada, sino la ciudad entera resguardada por 5000
soldados, algo muy difícil.
Al final de la guerra yo quería
tomar el Moncada, pero la guarnición
se rindió.
No hubo que atacarlo.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted aún
no lo sabía,
pero sé
que después
aquilató
la audacia y decisión
de Raúl
en las acciones simultáneas
en el Palacio de Justicia.
Él
iba de soldado bajo el mando de Léster
Rodríguez,
cumplió
al detalle todo lo previsto en el plan de ataque y en un instante
tremendo sal vó
la vida de varios de los compañeros
de su grupo a golpe de temeridad y valor. Los hechos lo convirtieron en
el jefe de la fuerza insurreccional destacada en aquel sitio próximo
al cuartel Moncada. Raúl
ganó
en el combate, por derecho propio,
un lugar protagónico
en la historia. Ya no era
únicamente
su hermano, a cuya participación
en el asalto al Moncada usted
no podía
negarse, por mucho que en casa contrariara a sus
padres o porque ellos y usted mismo entristecieran
si la suerte o el destino le resultaban adversos en el peligro.
Tassende defendió
por
él
su derecho y una lógica
terminó
por convencer: si Raúl
no iba a la acción,
en La Habana de todas formas lo iban
a matar. A la hora cero Raúl
iba armado con un Springfield.
Antes había
tomado un Winchester de los de Birán
porque sabía
disparar con ellos, pero Miret le dijo:
«Suelta
eso y coge una escopeta de balines que es mejor, más
segura, porque abarca más
espacio».
En el auto en que se desplazaban de la
granjita Siboney al Palacio de Justicia iban delante
el chofer, Léster
y
él,
y en el asiento trasero tres compañeros
asignados a aquella misión.
Como ustedes habían
estudiado en Santiago, Raúl
conocía
el camino.
«Pasa
por aquí,
sigue por aquí»,
le indicó
al chofer. A la altura de la Plaza de Marte le
comentó
a Léster,
que era de Santiago e iba al frente:
«Oye,
nos pasamos, el lugar quedó
atrás».
«Ah,
sí,
da la vuelta»,
ordenó
Léster
al conductor.
Raúl
percibió
que al dar la vuelta y entrar por un desvío perdieron un tiempo que era oro entonces, había
sido un primer inconveniente, una fatalidad irremediable que pesó
en todo después,
porque de no demorar, habrían
llegado a tiempo para apoyar y definir favorablemente el curso de los
acontecimientos.
Al llegar al objetivo, Raúl
fue el primero en bajarse del
auto y le pegó
la escopeta a un cabo que se aproximaba con
una pistola 38 con una cacha del 4 de septiembre y
la bandera
—detalle
que la memoria de Raúl
registró
en un concierto de tensiones y apuros, como un
flashazo
que por el resto de su
vida lo llevaría
a aquellos momentos cruciales—.
Entró
al edificio y desarmó
al cabo. Luego tocó
suavemente en la primera puerta que encontró.
En aquel minuto comenzó
el tiroteo. Cogió
la escopeta y la pistola, mientras el guardia, encañonado
por otro compañero,
permanecía
contra la pared. Raúl
golpeó
la puerta con dos culatazos y de súbito
tuvo ante sí
a un sereno desarmado, un hombre de edad madura con mirada de
asombro. Le preguntó:
«¿Hay
más
guardias aquí?».
El hombre respondió
con la misma interrogante
«¿Que
si hay más
guardias aquí?»
y con la respuesta breve:
«Ah,
sí»,
al tiempo que señalaba
justo a la entrada, a la derecha, otra puerta. De
una patada, Raúl
la abrió.
Del otro lado, un cuarto con un bañito,
y en la estancia unos guardias se vestían
con lentitud insólita
en tales circunstancias, su paciencia demostraba los
pocos deseos de salir, de involucrarse…
Raúl
les quitó
los fusiles y dos revolvones y los dejó
encerrados.
«Quédense
quietos aquí»,
fue la orden que les espetó
en medio de la confusión.
Se percató
de que no comprendían
nada, al verlos vestidos como militares
con grados de sargentos…
Entonces Raúl
subió
a la azotea. Durante el ascenso paró
en algunos pisos y a través
de las persianas de los ventanales
intentó
descubrir lo que sucedía
en el Moncada. Cuando llegó
arriba el tiroteo aún
era intenso. Iba a dispararle a un guardia
que le quedaba justamente abajo, en una de las
torres del cuartel, pero el hecho de que el militar estuviera de
espaldas lo hizo desistir, no consiguió
ignorar la desventaja del otro y bajó
la mira de su arma. Luego, aquel mismo soldado se viró
y desde una posición
fortificada comenzó
a disparar hacia lo alto. Para
entonces, ya Raúl
disparaba certeramente con su Springfield
y esquivaba las ráfagas
provenientes de la parte trasera del Palacio
de Justicia. Combatieron todo el tiempo hasta que
vieron la retirada.
Él
indicó
a los demás
asaltantes:
«Vayan
bajando ustedes, yo me quedo».
Lo hizo el mayor tiempo que le fue
posible mientras observaba con ansiedad el aciago
curso de la acción
de ataque al cuartel. A ciencia cierta, Raúl
no sabía
si sus compañeros
habían
descendido por las escaleras cuando
bajó
por el elevador. La sorpresa sobrevino después,
al salir del recodo donde se encontraba la puerta del
ascensor, en el lobby. Seis guardias armados con metralletas
Thompson y otros fusiles habían
penetrado en el edificio y encañonaban a Léster
y a los otros jóvenes.
Raúl,
al salir inesperadamente vestido de militar, captó
la perplejidad y vacilación
reinantes y en fracción
de segundos le arrebató
el arma al jefe de los guardias y a gritos ordenó
«¡Al
suelo!».
Los seis militares se tiraron al piso y el grupo los desarmó.
Raúl
los condujo al mismo cuartico donde los otros soldados y el sereno
permanecían
encerrados.
«¡Tranquilos
ahí,
no se muevan!»,
les recomendó
y trancó
la puerta con llave. A los muchachos les
dijo:
«¡Vamos
a botar las armas para afuera!».
Lo ordenó
para que a los guardias les resultara imposible
alcanzarlas rápidamente.
«¿Y
Léster?»,
preguntó.
Uno le dijo:
«Yo
lo vi ahora aquí».
El chofer aguardaba por ellos y el carro aún
estaba ahí.
Todos acataban sus
órdenes
y entonces les recomendó:
«Salgan
y espérenme
en la bocacalle, al atravesar la avenida…».
El grupo salió
y
él
comenzó
a buscar a Léster
en la planta baja, donde lo había
visto antes:
«Léster,
Léster»,
repitió
alto durante unos segundos largos, pero no lo encontró
y ya no había
tiempo para más.
Decidió
salir. Una ráfaga
empolvó
el aire y
él
imprimió
velocidad a sus acciones, saltó
sobre un talud a pura adrenalina para caer en medio de la avenida y
reunirse con los otros cuatro compañeros,
que cumplieron con exactitud
la orden y, fielmente, lo esperaron allí.
«¿Y
Léster?»,
indagaron.
«No
se sabe dónde
se metió.
Dale por ahí»,
dijo. Solo
él
conocía
Santiago. Comenzaron a dar vueltas por la ciudad
como en un tiovivo que nunca lleva a ninguna parte
sino a los mismos puntos recorridos, una y otra vez. De repente
estaban en Ciudamar y
él
aconsejó:
«Vamos
a salir de aquí,
que en este lugar sí
estamos perdidos».
Nunca concibieron probable la
vuelta a la granjita Siboney. Estoy segura de que de
imaginar que usted regresaba allí,
Raúl
lo habría
hecho. Pensaron que a tales alturas el Ejército
andaría
por allí,
cuando en realidad tardó
mucho rato en salir a las calles. De regreso al
centro de Santiago, por el Parque Céspedes,
Dalmau, el dueño
del carro, dijo:
«Bueno,
yo conozco aquí
a una familia que se llama Méndez
Cominches, es cerca de aquí»,
conocía
la dirección.
Raúl
objetó:
«Pero
somos muchos. No podemos ir todos».
Otro sugirió:
«Yo
conozco aquí
a otra familia».
Así
vislumbraron dos o tres salidas, mientras
él
insistía:
«¿Están
seguros de que pueden ir?».
«Sí,
podemos ir»,
le respondieron. Coincidieron
en que por separado tendrían
mayores probabilidades de escapar. Se alejaron con rumbos diferentes. Raúl
decidió
refugiarse en la casa de la doctora Ana Rosa Sánchez,
una opción
que, desafortunadamente, terminó
incrementando la zozobra puertas adentro de la casa grande en Birán.
Comandante, tanto Raúl
como usted dieron la orden de
retirada cuando se percataron de que ya era
imposible tomar el cuartel, entonces,
¿qué
pensó?
¿cómo
se sentía?
Fidel Castro.
—Ante
aquel revés,
reparé
en la certeza de que algo terrible había
ocurrido. Un desastre después
de tantos esfuerzos durante largo tiempo. Sin embargo, en aquel instante
cru cial no me detuve a pensar, sino que me sentí
preocupado por los combatientes de Bayamo que se iban a quedar
aislados, pensé
en otra acción
militar que les sirviera de apoyo: tomar el
cuartel de El Caney. Y desde luego, con las armas
que ocupáramos,
seguir la guerra en las serranías.
Lo he narrado en numerosas oportunidades, he meditado mucho sobre tales hechos.
La reacción
que tuve no fue quedar perplejo o paralizado,
sino emprender la lucha de inmediato. Ya no sería
nuestro plan original, no sería
un golpe fulminante contra Batista ni un
movimiento de gran impacto, había
que cambiar totalmente la estrategia.
En Siboney agrupé
a los que tenían
mejores condiciones y con ellos decidí
ir a las montañas.
Claro, ya teníamos
conciencia de que el armamento de que disponíamos
no sería
efectivo en las nuevas condiciones. Los revólveres,
los fusiles 22 y las escopetas no serían
de mucha utilidad en terreno abierto.
Era emprender la marcha prácticamente
desarmados; pero bueno, al menos podríamos
defendernos a 20 o 30 metros del
enemigo.
Ya en las montañas
pasamos muchos días
sin dormir.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
según
la cronología
de la Oficina de Asuntos Históricos,
19 hombres le acompañaron
en la alternativa que usted propuso, tras el
reagrupamiento en Siboney, de continuar la lucha en las montañas.
Tres horas después,
uno de ellos desistió.
Quedaron 18 combatientes.
Fidel Castro.
—En
cuanto emprendimos la marcha, empezaron
a aparecer aviones. Llegamos a un lugar y comimos
algo. El empeño
nuestro era escalar la montaña
para salir al otro lado y evitar que nos cortaran la retirada. Avanzamos
haciendo un esfuerzo descomunal, sobrehumano, en especial el
primer día.
Recuerdo que en casa de un campesino nos cambiamos
de ropa porque ya no hacíamos
nada vestidos de sargentos. Alguien
me facilitó
una camisa, la que llevaba puesta en la foto
que captan días
después
en el vivac.
Caminamos duro, pero no pudimos coronar la Sierra
Maestra porque antes de llegar, ya atardeciendo, el
Ejército
había
tomado todas las alturas y vimos a los soldados a
200 metros; a esa distancia nuestras armas no tenían
efectividad alguna. En un combate entre los soldados y nosotros
a 200 metros, no podíamos
alcanzarlos. Ellos contaban con rifles
Springfield 30.06 o fusiles semiautomáticos
Garand de ese calibre. De milagro los soldados no nos vieron. No conocíamos
aquellos lugares. Esperamos la noche y tratamos de
escalar el alto, pero no pudimos porque vimos luces. A todos
los puntos claves habían
enviado cientos de soldados para cortar nuestra
posibilidad de retirada. Entonces, nos movimos al
sur de la Sierra Maestra, con muchas dificultades, mucho
trabajo, mucha hambre, durmiendo en las laderas, en las peores
condiciones. Fue agotador para nuestra gente. Los heridos estaban
mal. Cuando por accidente tuvimos otro herido en el
grupo, decidimos que intentaran regresar a la ciudad y
continuar con un grupo más
reducido de combatientes.
Permanecimos cerca de una semana moviéndonos
por aquellos lugares, tratando de buscar una brecha, un sitio por
donde eludir al enemigo. Entonces comprobamos que
resultaba muy difícil
romper monte. Pensamos en aproximarnos a la bahía
y cruzar en un bote al otro lado.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
a pocas horas del asalto, ya
los medios de difusión
masiva hablaban de lo ocurrido, notificaban
gran número
de muertos y heridos.
¿Cómo
recibió
las noticias que reportaban la muerte de tantos
asaltantes?
¿Qué
idea pasó
por su mente?
Fidel Castro.
—Por
aquellos días,
a través
de la radio, empezaron a trasmitirse noticias oficiales que registraban
—casi
a las 24 horas, al otro día,
el lunes—
80 muertos de los nuestros, un
mínimo
de soldados caídos
y 22 heridos. En los partes noticiosos
se decía:
«Esos
tienen que haber muerto en los primeros
momentos allí…».
En cuanto notificaron 80 muertos entre los
atacantes, me percaté
de la dura realidad: habían
capturado y asesinado a los prisioneros. Hicieron lo que siempre hicieron
ellos y lo que hizo Batista a lo largo de la historia: asesinar
prisioneros, incluso personas que no habían
participado en la acción.
A la mayoría
de los extraviados los mataron; a todo el que
agarraban lo asesinaban. A los compañeros
del hospital, que fueron los primeros en ser capturados, los hicieron
prisioneros y los mataron a todos, y a cuantos fueron apareciendo los
tres o cuatro días
que siguieron. En Bayamo ocurrió
que por un percance tampoco tomaron el cuartel y del mismo modo nuestros
hombres corrieron diversa suerte; pero los que
escaparon de la muerte lo hicieron milagrosamente.
Pasados cinco o seis días,
existía
cierto clima más
difícil
para el asesinato impune. La Iglesia estaba de por
medio; el arzobispo de Santiago de Cuba intervenía
ya en la cuestión
de preservar la vida de los detenidos. Se suscitó
una gran repulsa contra los crímenes
y se consiguió
cierta garantía,
a un grupo que no estaba en condiciones de romper el cerco le
planteé
la necesidad de acogerse a la garantía
gestionada por el arzobispo,
y me quedé
con dos de los jefes.
El grupo más
amplio de compañeros,
quienes de modo general se encontraban en un estado físico
deplorable, quedó
en casa de un campesino comprometido con contactar al
arzobispo. Los demás
nos alejamos de allí
aproximadamente tres kilómetros,
lo más
pronto que nos fue posible. Por honor decidí
persistir en mi empeño
combativo y no acogerme a ninguna
garantía;
además,
un elemental sentido común
me decía
que para mí
no valía
ninguna seguridad, mediación,
«armisticio
»;
es más,
si hubiese existido la posibilidad de que mi vida
fuese respetada, nunca lo habría
aceptado. Así,
convencidamente, lo puedo afirmar de forma absoluta. Me sentía
con la máxima
responsabilidad y no renunciaría
a la idea de continuar la lucha. Era un deber irrenunciable persistir y no
abandonaba la posibilidad de resistir en las montañas.
Ya cuando lo de Cayo Confites, pensé
en internarme en la Sierra Maestra
para continuar la lucha. Toda mi vida anterior señalaba
tal camino. Crecido en el campo, cabalgaba solo a los
Pinares y nunca sentí
temores por largo, desolado y difícil
que fuera el empinado trayecto. Además,
de niño
había
vivido en Santiago y en reiteradas excursiones conocí
la bahía.
Todavía
hoy cierro los ojos y me imagino siguiendo el recorrido ideal:
seguir caminando a lo largo de la carretera en dirección
a Santiago, del lado de allá,
y llegar a la bahía
por el oeste, tomar algún
bote de pescador, cruzar de noche y alcanzar la bahía
por el este e internarme en la Sierra Maestra para
continuar la lucha desde allí
con hombres que reclutaríamos
en lo adelante. Las armas también
las conseguiríamos
después.
Katiuska Blanco.
—Claro
que usted pensaba cruzar la bahía
en una embarcación
de pescadores, pero de todas formas aquel
anhelo trae a mi pensamiento que el trovador Sindo
Garay siendo un niño,
por la parte estrecha, casi por la boca de la bahía,
cruzó
a nado hacia el otro lado, es decir, hacia el oeste,
para llevar un mensaje a los mambises.
Él
era muy martiano y recordó
toda su vida que había
conocido a Martí
en Dajabón,
Haití,
cuando el Apóstol
hacía
el viaje rumbo a la guerra en Cuba.
Estuve cerca de la desembocadura de la bahía
a comienzos del año
pasado [2009] y admiré
el paisaje a la distancia, por esa
razón
puedo visualizar el trayecto que usted imagina al
cerrar los ojos. Pero ello no fue posible porque entonces,
en un desliz, los capturaron,
¿verdad?
Fidel Castro.
—Nos
capturaron un sábado,
la acción
fue el 26 de julio y nos apresaron el 1º
de agosto. Desde el punto de vista
físico,
estábamos
exhaustos debido al hambre, las malas noches
y la falta de recursos; pero bueno, aún
así
mi decisión
era firme, me sentía
bien y habría
podido continuar. No había
cumplido todavía
27 años.
Alejado ya como tres kilómetros
del lugar donde habían
quedado nuestros compañeros
que se acogerían
a la mediación
de la Iglesia, cometimos un error en que no habíamos
incurrido con anterioridad. Invariablemente dormíamos
en pleno monte, pero para descansar al menos algo,
pensamos refugiarnos en un vara en tierra que descubrimos,
donde podíamos
salvarnos de la humedad y el frío,
del sereno en las amanecidas. Acostarnos a dormir en la casita de
guano fue un grave error. Nunca más
en la guerra lo hicimos, porque de algo
le valen a uno las experiencias amargas.
Dormimos como piedras, sin guardia; los tres nos
acostamos a dormir, con nuestros fusiles y pistolas.
Éramos
José
Suárez
Blanco
—Pepe—,
Oscar Alcalde y yo. Pepe era el jefe de la célula
de Artemisa y Oscar, miembro importante del grupo
de [Raúl]
Martínez
Arará.
Los soldados salieron a buscarnos aquel día
más
temprano de lo acostumbrado, antes del amanecer. Yo aún
estaba medio dormido cuando sentí
unos golpes que parecían
como las pisadas de un caballo; era la patrulla de soldados
subiendo la colina, golpeando con el fusil.
Me pareció
muy raro, era demasiado temprano. Siempre
ha sido un misterio para mí
qué
pasó
aquel día,
porque indiscutiblemente a las patrullas que lanzaron a buscarnos, que
eran varias, les dieron la orden muy temprano para
esa jornada. Cuando dieron conmigo, no fueron a la casa del
campesino ubicada a dos o tres kilómetros,
sino precisamente al lugar donde estábamos.
A los soldados se les ocurrió
registrar allí,
empujaron la puerta y nos despertaron con los
fusiles sobre el pecho. Estábamos
nada menos que en manos de nuestros enemigos,
en manos del Ejército.
Mi estado de
ánimo
durante los siguientes días
fue de una infinita amargura, una indignación
terrible, porque comprendí
que habían
asesinado a todos los prisioneros. Sentía
irritación,
indignación
y amargura. Sin embargo, no me desplomé.
A pesar de la adversidad de que se habían
perdido muchos compañeros,
muchas vidas valiosas, tenía
algo todavía:
la decisión
de luchar.
Sin discusión,
aquel fue un momento difícil,
con los fusiles de los soldados sobre el pecho, sin poder hacer
nada,
¡dormidos!
Fue un momento terrible; pero de súbito,
me entró
como una especie de resignación.
Sentía
infinita amargura e irritación
por el error cometido. Me consideré
muerto. Creo que no nos mataron en el acto porque inicialmente no dimos
nuestros nombres. Con los soldados sedientos de sangre y
deseosos de matar, la actitud de [Pedro] Sarría,
el teniente negro, se tornó
decisiva.
Él
los tranquilizaba diciéndoles:
«Las
ideas no se matan
».
Empezó
a decir una y otra vez como en un susurro:
«No
disparen, no disparen, las ideas no se matan».
Los soldados comenzaron a decir que nosotros habíamos
ido al Moncada a matar soldados, hablaban alto y con un gran
machismo.
«¡Vinieron
a matar soldados!»,
decían.
En aquel momento entablé
una polémica
con ellos.
Katiuska Blanco.
—Fue
una actitud temeraria, parecida a la que
asumió
en El Bogotazo cuando discutió
con el dueño
de la casa de huéspedes
donde se había
refugiado, y de súbito
por ello lo expulsaron de allí
y estuvo en la calle en pleno estado de sitio.
Fidel Castro.
—Sí,
fue realmente temeraria, casi suicida. Les dije:
«Nosotros
no venimos a matar soldados, venimos a libertar
este país».
Y respondieron:
«No,
nosotros somos descendientes
del Ejército
Libertador».
Les discutí
otra vez:
«¡Ustedes
lo que son es descendientes del Ejército
español,
los descendientes del Ejército
Libertador somos nosotros!».
Entablé
una discusión
seria y exaltada porque ya me daba por muerto, es la
verdad. No podía
soportar lo que estaban diciendo, y me dije:
que salga el sol por donde salga. Y entonces Sarría
reiteró
una y otra vez:
«Las
ideas no se matan».
Lo decía
bajito y con una convicción
estremecedora. Aún
hoy conmueve pensar en un hombre de una integridad y valor tales como para
repetir dicha frase como quien enarbola un principio o una
bandera.
Los soldados rastrillaban sus fusiles sobre nuestras
cabezas. Tenían
las venas hinchadas por la cólera,
estaban sedientos de sangre. Por eso fue vital la presencia de Sarría,
que aún
no me explico cómo
pudo contenerlos. Los soldados conocían
que el Ejército
había
matado a muchos de los nuestros y probablemente
era lo que pensaban hacer con nosotros. En medio
de la tensión,
Oscar Alcalde le dijo a Sarría
que
él
era masón
y quizás
también
tal iniciativa o confesión
suya nos salvó
la vida.
Katiuska Blanco.
—Sarría
sospechó
que era usted desde el primer
momento.
Él
testimonió
una vez al periodista Lázaro
Barredo:
«A
Fidel lo conocí
en la Universidad años
atrás.
Me acuerdo que vivía
frente a donde yo paraba en el edificio del
Cuerpo de Ingenieros, pues como militar, cuando iba
a La Habana, para economizar hoteles y eso, paraba en un cuartel
que estaba en la calle Tercera esquina a Dos, en el
Vedado, que era donde estaba el Cuerpo de Ingenieros y allí,
mientras me examinaba, reposaba y estudiaba, quedaba en ese lugar de 15 a
20 días.
Fidel vivía
frente por frente, en un apartamento. Quiere
decir que eso fue por el año
49 o 50, yo empezaba la carrera de
Derecho y Fidel la terminaba […].
Y entonces, en esa
época,
en que yo todavía
no había
suspendido los estudios nos encontrábamos
de cuando en cuando en la Universidad y hablábamos
relativamente algo. Cuando yo le pongo la mano sobre
la cabeza, mis soldados no saben lo que yo quiero con
eso; pero Fidel sí.
Seguro que
él
pensó
que lo he reconocido, pero lo calla
también».
Aquello fue lo que dedujo Sarría
en tal instante, pero por lo que le he escuchado, Comandante, usted no lo
reconoció
a
él.
No supo que Sarría
lo conocía
de la Universidad.
¿Qué
usted recuerda desde su visión
de entonces?
Fidel Castro.
—Después
de lo que conté
nos amarraron, y cuando nos levantaron para marchar a la carretera se
sintieron disparos muy cerca de nosotros. Alguien dijo que nos tiráramos
al suelo; pero creí
que se trataba de una estratagema o engaño
para matarnos inermes, y dije:
«Yo
no me tiro. No me tiro al suelo. Si quieren matarme, mátenme
de pie».
Sarría
me escuchó
y agregó:
«Ustedes
son muy valientes, muchachos,
ustedes son muy valientes».
Ante su gesto y caballeroso comportamiento,
decidí
retribuirlo con la verdad:
«Teniente,
yo soy Fidel Castro»,
y en el acto me pidió:
«No
se lo digas a nadie, no lo digas».
Escucho cada palabra como si todo aconteciera
hoy mismo. Le agregué
que era el principal responsable
de los que estaban conmigo. Le dije que no quería
engañarlo.
El teniente Sarría
se convirtió
en un
ángel
de la guarda
para nosotros, fue como si bajara del cielo para
protegernos.
Katiuska Blanco.
—Y
en su trayecto hacia el vivac, unidad custodiada
por la policía,
ni siquiera pasó
por la avenida Garzón,
lo hizo por otro lado, para no tener que pasar con
usted próximo
al cuartel Moncada.
Fidel Castro.
—Efectivamente,
él
no me llevó
para el cuartel Moncada. En el trayecto hacia el vivac de Santiago
de Cuba
—todavía
en la carretera de Siboney—,
se le interpuso el comandante
Pérez
Chaumont, muy conocido por asesinatos
cometidos, quien le ordenó
que me entregara a
él
como prisionero. Sarría
se negó,
le planteó
que era responsable de mi detención
y debía
ser
él
quien me condujera. Si me hubiera
llevado al Moncada, nadie me habría
salvado de la furia de los militares. En el primer momento me pusieron junto a
un grupo, desde luego, sin poder hablar; no me maltrataron,
fueron respetuosos. Los militares estaban muy satisfechos
de haberme capturado y con la conciencia golpeándoles
las sienes por los crímenes.
Katiuska Blanco.
—Escuchándole
hablar de la ira de los soldados
de la patrulla dirigida por Sarría,
recuerdo que en una ocasión
usted dijo que Batista fue el máximo
responsable de la extrema agresividad de los soldados hacia ustedes.
¿Estoy
en lo cierto?
Fidel Castro.
—Batista
les hizo creer a sus soldados que nosotros
éramos
unos monstruos, que habíamos
degollado a los soldados enfermos en el hospital
—una
gran mentira—.
Por eso la responsabilidad principal la tenía
Batista, porque envenenó
a sus hombres contra nosotros. Además,
los militares estaban muy ofendidos por el hecho de que un grupo de
civiles se atreviera a enfrentarlos. Su sentido del honor militar y también
de superioridad los hacía
sentirse muy agraviados. Me recordaba
la actitud aquella paternalista de los militares
hacia los civiles en la embajada de Cuba en Bogotá,
especialmente con nosotros,
que habíamos
vivido cuantas tribulaciones podrían
imaginarse en la compleja situación
tras el asesinato de Gaitán.
Batista multiplicó
la irritación
de los soldados con calumnias
infames. En efecto, había
entrado un grupo nuestro en el
hospital, pero allí
no dispararon, no llegaron a los salones donde
estaban los enfermos. La
única
víctima,
el
único
que pereció
en el hospital fue aquel hombre que al comienzo del
combate se asomó
por una ventana. Fue la
única
víctima
del hospital. La gente nuestra no llevaba cuchillos, sino armas de
fuego. |