04Prado
Nº
109, primeras citas con jóvenes
revolucionarios, día
difícil, decepción, los
preparativos para la acción,
Birán, pedido a Ramón,
Marcha de las Antorchas, infiltrar a
los auténticos,
entrenar en la Universidad, García
Bárcena
y su
fracaso, hacer la Revolución,
Tizol en las armerías,
disparar con la escopeta de
Hemingway, operación
perfecta
Katiuska Blanco.
—De
aquellos tiempos en que usted frecuentaba
el local del Partido Ortodoxo en Prado N.º
109, escuché
muchas historias. El comandante Ramiro [Valdés]
recuerda
que sus reuniones con los jóvenes
del Movimiento eran hacia
el fondo, tras el arco de una gran escalera en el
patio central, a la izquierda. Pastorita narra que
Ñico
López
y Abel Santamaría,
en las fechas patrias, la alentaban a discursar allí
sobre José
Martí.
Usted me habló
de que, al salir del local, varias circunstancias
se unieron y vivió
un día
difícil.
¿Podría
evocarlas,
Comandante?
Fidel Castro.
—Bueno,
por aquellos días
caminaba mucho por la calle, precisamente porque frecuentaba la oficina
de Prado N.o
109, donde iba mucha gente de oficio, parecía
un club; las personas acudían
en busca de noticias y pasaban horas
conversando, haciendo comentarios, sobre todo por
las noches. Solían
ir hombres, mujeres, jóvenes,
simpatizantes del partido, contrarios a Batista. Bien podían
reunirse mucho más
de 60 personas todos los días.
Al gobierno no le preocupaba en lo absoluto lo que
ocurría.
Había
recibido noticias de que se conspiraba, pero
investigaban a los antiguos militares para saber si tenían
contacto con el Ejército.
Le preocupaban las actividades conspirativas que pudiera realizar el antiguo gobierno porque contaba
con armas y dinero, no le prestaba ninguna atención
a la Universidad ni al Partido Ortodoxo; no reparaba en la gente que
se reunía
en la oficina todos los días.
Así
que era un lugar perfecto para conspirar, para hacer contactos, porque nos
evitaba tener una cita con alguien en una casa, después
en otra. En aquel sitio de gran afluencia pública
tenía
encuentros y veía
a los compañeros.
Estábamos
en plena actividad de organización
del Movimiento, preparando a la gente.
Mi día
infortunado pudo ser cuatro o cinco meses después
del golpe de Estado, porque recuerdo que fue la
última
vez que perdí
el carro. Podía
moverme con cierta facilidad
en el Chevrolet comprado a raíz
de los servicios prestados a
mi padre. En la mañana,
como era habitual, fui a la oficina del
Partido Ortodoxo. Era un día
de verano, muy caluroso. Cuando
llegué,
no parqueé
el carro en la calle Prado, sino un poquito
más
allá,
en una calle contigua, Consulado, un lugar más
discreto. Estuve unas dos horas en la oficina del
Partido Ortodoxo, contactando con los compañeros
y organizando las actividades.
Al mediodía
tenía
ya cierto apetito y me dije:
«Deja
ver si voy al hotel a almorzar».
Por supuesto, el hospedaje del
hotel incluía
la comida.
Salí
de Prado N.º
109 y cuando llegué
a Consulado a buscar el carro, no estaba, entonces imaginé
que lo había
descubierto alguno de los empleados de una de las empresas
dedicadas a ubicar autos de propietarios que adeudaran letras de
cambio. Parece que ellos tenían
alguna llave especial, y cuando localizaban
los carros se los llevaban sin que eso respondiera a
una orden judicial.
Por cierto, Efigenio Ameijeiras, que después
luchó
con nosotros y se destacó
mucho en la guerrilla, en aquel tiempo
era uno de los empleados de la compañía
que localizaba carros, a lo mejor fue
él
quien lo encontró.
El caso es que se lo llevaron,
y aquel hecho me dejó
contrariado, porque no tenía
ni un centavo para el
ómnibus,
debía
seguir a pie.
Salí
caminando y sentí
deseos de tomar café
y fumarme un tabaco para reflexionar un rato sobre el disgusto
de perder el carro. Junto al local del partido, un pequeño
cafetín
acogía
a todos aquellos clientes miembros del Partido
Ortodoxo asiduos a Prado Nº
109; pero después
del golpe todo cambió,
ya no tenían
el mismo trato hacia nosotros. Yo también
tenía
crédito
allí
y hubiera podido pedir lo que deseaba sin explicar
nada, pero preferí
ser honesto y le dije al dueño:
«Mire,
yo quiero tomarme un café,
pero no tengo ni un centavo».
El dueño
del lugar, quien hasta entonces era amistoso
conmigo, me dijo:
«¡Ah!,
entonces no».
Y no me pude tomar el café
ni fumarme el tabaco, algo que habría
costado 20 o 25 centavos nada más.
Me topé
de repente con que perdí
el carro y me negaron el café
y el tabaco.
No dije nada, me levanté
y empecé
a caminar por la misma acera, del Paseo de Prado hacia arriba, sin carro,
sin tabaco, sin café,
y a pie, sin un centavo. Seguí
caminando, crucé
la calle Colón,
miré
hacia la izquierda y dos cuadras más
allá
vi el Palacio Presidencial donde se encontraba Batista. El
edificio, rodeado de guardias militares con sus fusiles en
ristre, imponía.
Aquel panorama magnificente y de fuerza era el símbolo
del poder que nosotros nos proponíamos
destruir. Fue el momento en que tuve una apreciación
muy nítida,
muy clara, de lo que intentábamos
lograr.
Seguí
caminando y llegué
a Prado y Neptuno, cerca del
Parque Central; crucé
y en la misma esquina donde está
hoy el Gran Teatro de La Habana había
un estanquillo en el que vendían
diarios; se encontraban expuestos seis o siete periódicos
con grandes titulares, todos con alabanzas a
Batista. Me detuve y leí
los cintillos. Permanecía
absorto en la lectura cuando
un muchachito negro y flaquito que controlaba el
estanquillo me miró
con cierta curiosidad y me dijo:
«¡Circula,
circula!».
Literalmente me botó
de allí.
Esas cuatro cosas me pasaron en menos de 45 minutos:
perdí
el carro, me negaron el café
y el tabaco, pasé
cerca de Palacio, donde vi los símbolos
del poder de Batista, y me botaron
del estanquillo de periódicos.
Sin embargo, no me desanimé,
y además
percibí
actitudes que me enseñaron,
hasta la de alguien que unos meses antes demostraba una gran
amistad y luego me negaba el café.
Encaminé
mis pasos por Neptuno hacia la Universidad.
Caminé
dos o tres kilómetros
en pleno mediodía.
Pasaba por las tiendas, entre el bullicio de la gente…
Así
marchaba solo con mi pensamiento:
¡Ra,
ra, ra! No me desalenté.
En realidad, fue una prueba para desanimar a cualquiera, pero yo
me reafirmé
en mis convicciones y seguí
caminando. Llegué
al hotel, subí
al cuarto y me acosté.
Dormí
como tres o cuatro horas. La amargura de todo aquello la pasé
durmiendo en el cuartico caluroso. Cuando desperté
me sentía
despejado.
Luego hablé
con Abel y con Montané,
les comenté
que me habían
llevado el carro. Ellos buscaron el dinero para
pagar lo adeudado y lo recuperaron. También
se consiguió
un pequeño
apartamento. Creo que a partir de ese día
el grupo cargó
con los gastos del automóvil
y la manutención
mía.
¡Fue
increíble!
He contado más
de una vez esta historia de los cuatro percances que tuve uno detrás
de otro en breve tiempo. Era muy gráfico,
como para poner a prueba la voluntad
de alguien. Frente a mi pobreza, la fastuosidad del
Palacio de Gobierno. Tal detalle me hizo reparar en la
magnitud de la tarea que teníamos
por delante.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿pero
para entonces ya tenían
una estrategia propia?
Fidel Castro.
—En
aquellas condiciones difíciles
nos proponíamos
luchar. Todavía
no teníamos
una estrategia propia, pero
ya, a juzgar por lo que se decía,
pensábamos
que dentro del partido, paralizado, había
que ir haciendo una organización
e ir tomando el mando. Claro, esto no significaba una
ruptura.
En aquella etapa, Millo Ochoa, uno de los dirigentes
del partido, candidato a la vicepresidencia del grupo de
los políticos
conservadores, hizo una comparecencia ante la prensa
en un programa de televisión
con bastante audiencia. Para
entonces, Batista había
vuelto a abrir las posibilidades de expresarse
en la radio y la prensa. Millo Ochoa hizo unos
pronunciamientos muy duros, muy críticos
contra el gobierno; y a la salida del programa lo llevaron preso y lo
sometieron a juicio. Estuvo varios días
en la cárcel.
Con aquel incidente ganó
gran prestigio.
Ya Pardo Llada hablaba otra vez por radio en su
programa habitual, y nosotros le dimos la idea de lanzar una
campaña
de recoger un centavo para pagar la multa que le habían
puesto a Millo Ochoa en el juicio. La idea dio resultado;
miles de personas, decenas de miles de personas, empezaron a dar dinero
con tal propósito
y se recaudaron miles de pesos. Mucha gente
decía:
«Si
es para hacer la revolución,
estoy dispuesto a dar 10 pesos, lo que sea».
Recuerdo que fui a ver a Pardo Llada y le dije:
«Mira,
aunque te clausuren de una vez esta hora de radio, es
necesario que hagas un editorial y lances la consigna de dar lo
que quiera la gente, para hacer la revolución».
Habríamos
recaudado cientos de miles de pesos; pero qué
va, Pardo Llada no aceptó,
dijo:
«¡No,
qué
va!,
¡Como
está
esto...!».
Él
no estaba dispuesto a perder la hora de radio;
total, habría
sido colosal que lo hiciera. Hubiéramos
recaudado mucho más.
Solo a centavo se recaudaron miles de pesos.
Todavía
yo mantenía
relaciones con ellos, incluso, cuando
se pagó
la multa. Millo Ochoa salió
a la calle convertido en un
personaje por los pronunciamientos tan radicales y
revolucionarios que había
hecho; volvió
de la cárcel
como un ave fénix.
Parecía
que
íbamos
a tener un hombre decidido a luchar, con
el prestigio de ser dirigente del partido.
Él
lo prometió,
dijo que iba a trabajar, a organizar la revolución
y empezó
a desarrollar actividades.
Yo tenía
claro que la estrategia era organizarse y contactar
personas dispuestas. Recuerdo que entre los
contactos que hice se encontraba un sargento de Columbia, quien me
inspiró
bastante confianza.
Katiuska Blanco.
—¿Sería
alguien de quien me habló
Pastorita Núñez?
Tal vez ella nunca conoció
esta historia después
de presentárselo.
Fidel Castro.
—No
recuerdo, tal vez. Trataba de hacer todos los
contactos que pudiera para cuando viniera la lucha.
Él
dijo que quería
ayudar y le presenté
a un grupo. Luego organicé
un encuentro con Millo Ochoa y el sargento en La Habana
Vieja, en un edificio donde radicaban muchas oficinas de
abogados. Se entraba por cuatro direcciones. El lugar se
prestaba, porque Millo entraba por una y el sargento por otra. Era
como en un cuarto piso. Allí
se produjo el encuentro. Yo presencié
el diálogo.
Millo empezó
a conversar. Lo primero que vi fue que
cometió
una falta seria desde el punto de vista
conspirativo. Le preguntó
al sargento:
«¿Tú
conoces a Fulano, conoces a
Mengano, cuál
es tu opinión;
conoces a este, conoces al otro?».
Le mencionó
nombres de militares con una actitud contraria a
Batista. Una indiscreción
espantosa. Imaginé
que el sargento se debió
asustar.Pero no fue lo más
grave.
¿Qué
le dijo Millo Ochoa al sargento?:
«Usted
y su grupo deben estar listos, vamos a trabajar
para el caso de que si el día
de las elecciones se le quiere dar
una cañona
al pueblo, se quiera burlar el resultado de las
elecciones, promover un levantamiento».¡Fíjate
lo que le estaba proponiendo al militar! Le empezó
a hablar de elecciones y le pidió
colaboración.
Me quedé
asombrado, me dio la impresión
de que aquel hombre dijo lo que estaba ideando; pensaba en una fórmula
electoral, en unas elecciones con Batista. Realmente para mí
fue muy decepcionante.
Se terminó
la reunión
y nos despedimos. Después
no hablé
más
con el sargento porque lo llevé
a ver a Millo Ochoa y este no había
dicho nada serio. Se puso a hablarle de elecciones y
de tomar algunas medidas preventivas para si se
presentara algún
problema. Realmente sentí
vergüenza,
me pareció
que había
sido una pérdida
de tiempo, mientras que el militar se
había
tomado mucho interés
en el asunto.
No creo que fuera una táctica,
la impresión
que tuve fue que Millo Ochoa estaba pensando de veras en las
elecciones. Parece que después
de la comparecencia, cuando lo metieron
preso y adquirió
una enorme popularidad, un enorme apoyo,
se puso a pensar inmediatamente en términos
políticos
electorales. Fue una de las primeras grandes decepciones que
tuve.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en tal período
usted no figuraba como jefe, se mantenía
en el anonimato. Iba de un lado
a otro, a Artemisa, Colón,
Pinar del Río,
y hasta estuvo en su casa de Birán.
Al respecto escribió
algo conmovedor:
«Todo
ha seguido igual desde hace más
de veinte años.
Mi escuelita un poco más
vieja, mis pasos un poco más
pesados, las caras de los niños
quizás
un poco más
asombradas y,
¡nada
más!
»Es
probable que haya venido ocurriendo así
desde que nació
la República
y continúe
invariablemente igual sin que nadie
ponga seriamente sus manos sobre tal estado de
cosas. De ese modo nos hacemos la ilusión
de que poseemos una noción
de justicia. Todo lo que se hiciera relativo a la técnica
y organización
de la enseñanza
no valdría
de nada si no se altera de manera profunda el
status quo
económico
de la nación,
es decir, de la masa del pueblo, que es donde está
la raíz
de la tragedia. […]
Aun cuando hubiese un genio enseñando
en cada escuela, con material de sobra y lugar adecuado, y a
los niños
se les diese la comida y la ropa en la escuela, más
tarde o más
temprano, en una etapa o en otra de su desarrollo
mental, el hijo del campesino humilde se frustraría
hundiéndose
en las limitaciones económicas
de la familia. Más
todavía,
admito que el joven llegue con la ayuda del Estado a
obtener una verdadera capacitación
técnica,
pues también
se hundiría
con su título
como en una barca de papel en las míseras
estrecheces de nuestro actual
status quo
económico
y social».
Para mí,
esas palabras ilustran
—quizás
como ningunas—
cuán
revolucionario y marxista era usted antes del asalto al cielo.
Ya casi al final de los preparativos del Moncada
también
visitó
la antigua región
oriental. Ramón
recuerda siempre que usted lo llamó
a Marcané
y pidió
verlo en Cueto; de allí
siguieron viaje juntos hacia Holguín.
Narra que usted quiso en el
trayecto hacerlo revolucionario en una hora, pero
sin confiarle nada de lo que preparaba, sin darle detalles, solo
diciéndole
que necesitaba acopiar armas y dinero. También
le pidió
que le negociara en el banco una letra de cambio de unos
arroceros de Pinar del Río,
pero
él
no pudo hacerlo porque para
ello era imprescindible conversar con don
Ángel.
Se trataba de unos 2500 pesos. Entonces
él
le dijo:
«Hay
que ver al viejo»,
como esperaban que
él
entendiera menos, desistieron. Entonces
usted le solicitó
que no hiciera gestiones con ningún
amigo, que ya le había
confiado un secreto muy grande. Finalmente
le sugirió
crear una célula
y conseguir algunas armas. Ramón
me contó
en 1997 que cumplió
sin falta con usted. Agrupó
a 12 compañeros
y obtuvo algunas armas
—entre
ellas un rifle austriaco 30-30 de excelente calidad—
pero que luego del Moncada las perdieron tras ocultarlas una y otra vez.
Comandante, en todo aquel período
tan intenso
¿nunca
lo detuvieron?
Fidel Castro.
—Tuvimos
algunos incidentes mínimos
con la policía.
A Abel y a mí
nos arrestaron, según
se ha podido precisar, el 8 de septiembre del 52. Nos llevaron al Buró
de Investigaciones y nos tuvieron un día;
«comprobaron»
que no llevábamos
armas y nos soltaron. Siguieron subestimándonos.
Diría
que se trató
de una medida de hostigamiento contra nosotros.
Aquel año
tuvieron lugar una serie de acontecimientos.
Recuerdo que fui por la Universidad muy
discretamente, con motivo del 27 de noviembre, porque, por lo general,
no hacía
acto de presencia por allí.
No tuve que emplear la Universidad porque trabajé
desde Prado Nº
109. Me reunía
con los compañeros
en el local del fondo, un lugar muy discreto, y les explicaba lo
que hacía
falta; de allí
se los mandábamos
a Pedrito. No existían
listas, llevábamos
todos los datos en la memoria. El Movimiento iba
creciendo rápidamente.
En aquel período
empezamos a preparar grupos en otro
tipo de entrenamiento, que consistía
en tácticas
y técnicas
de comando. No confiábamos
plenamente en el instructor, nos
preocupaba su procedencia, no se sabía
dónde
había
recibi do la preparación
que tenía,
podía
ser un infiltrado, era posible
que tuviera contactos con la embajada yanqui. Sus
ideas y sus motivaciones no estaban claras, no obstante, lo
utilizamos para que trasmitiera sus conocimientos a nuestros
hombres. En realidad, no entrañaba
ningún
peligro, porque no suponíamos
que nuestras actividades fueran ignoradas, y veíamos
claramente que eran subestimadas. Entrenábamos
sin armas, parecía
un juego, porque si no había
recursos ni armas, todo era teoría,
no nos tomaban en serio.
El individuo se llamaba Santos Harriman. Dimos con
él
porque andaba siempre por la Universidad y se brindó
para servir de entrenador. No recuerdo exactamente dónde
lo vi por primera vez, pero yo tenía
mi psicología
para conocer a la gente; analizaba mucho las motivaciones de las
personas, y si eran compatibles con la lucha. Me daba cuenta en las
conversaciones por los comentarios que hacían.
El caso es que este hombre no me inspiraba confianza y por eso no se le
dio ninguna información.
Jamás
supo absolutamente nada acerca de
nuestros planes. Nunca supimos lo que realmente quería,
ni a quien respondía.
En la Universidad continuaba la agitación.
La gente había
recibido entrenamiento teórico
de las armas, pero nosotros
queríamos
que hicieran prácticas
de tiro, y ya eso resultaba
más
serio y peligroso. Fuimos seleccionando bien a la
gente dentro de la organización
porque ya teníamos
cientos, y llee tuvimos entrenados a 600, 700 u 800
hombres.
El 28 de enero de 1953 tendría
lugar una peregrinación
de la Universidad hacia el lugar donde Martí
trabajó
en las canteras durante el presidio político,
la Fragua Martiana; no era muy lejos, a unas pocas cuadras de la escalinata.
Fue precisamente en el centenario del natalicio del Apóstol.
Aquel fue un día
de prueba para nuestra organización.
Nosotros dimos cierta demostración
de fortaleza, era necesario.
Para tal momento los auténticos
manejaban mucho dinero, manejaban muchas armas. Habíamos
trabajado intensamente desde agosto hasta diciembre de 1952.
Cuando se fue a organizar la peregrinación
del 28 de enero, citamos a la Universidad de noche para un desfile
con antorchas. Fue una prueba para la gente también
porque posiblemente, por la manifestación,
habría
enfrentamiento con la policía
—para
reprimir utilizaban carros de bomberos, patrulleros,
de todo.
Decidimos movilizar 300 hombres esa noche en la
escalinata universitaria, hacia un costado, abajo. Allí
los organizamos en grupos de tres, conformando una columna larga que
llegó
desde el primer peldaño
hasta arriba.
Íbamos
sin armas, pero bien estructurados en una columna sólida,
decidida. Era la
única
fuerza organizada aquella noche allí,
eso era claro, incuestionable.
Entonces les envié
un compañero
a los líderes
para pedirles que nos dieran la vanguardia de la
manifestación.
Lo que perseguíamos
era entrar en contacto con la policía,
con los carros de bomberos, para ocuparlos y aprovechar
al máximo
el momento. En fin, que por los celos, que llegaban
a un punto impensado, no quisieron, no aceptaron nuestro
ofrecimiento ni siquiera para que enfrentáramos
a los policías.
Raúl
recuerda siempre una anécdota
porque alguien, preo cupado, le mandó
a decir que mirara a ver cómo
controlaba aquella gente, y resultó
que
éramos
nosotros.
Participé
en la marcha con todo el grupo, no nos dieron
la vanguardia porque era un lugar de honor, y fuimos
como en segundo lugar, pero organizados, con las
antorchas, la columna formada.
Cosa curiosa, muchos nos observaban sin saber quiénes
éramos,
les llamaba la atención
aquella gente tan bien organizada
que desfilaba por la calle San Lázaro,
y algunos decían:
«Esos
son los comunistas».
Cada vez que veían
algo bien organizado en algún
lugar decían
que eran los comunistas. En
la noche se veían
las antorchas y se podía
distinguir aquella fuerza compacta, organizada, en medio de la
multitud.
Finalmente se llegó
al objetivo y la policía
no intervino, permitió
la manifestación.
Aquel día
se produjo una demostración
de pujanza necesaria, incluso para nuestra gente,
que apreciaron su propia fuerza. No estaban todos porque
fue una selección,
pero resultó.
Ellos siempre habían
sido reunidos en grupos y aquel día
comprobaron que eran una fuerza, la
única organizada el 28 de enero de 1953.
¿Qué
pensaría
la policía?
No sé,
pero seguramente creyó
que
éramos
una fuerza política
y que estábamos
en el mismo juego que todos los demás
partidos, pensando en fines políticos,
en fines electorales o en alguna otra cosa, y que
todo aquello era un juego a la revolución.
Así
es que dentro de tal clima, dentro de la situación
de represión
que no era total, y aprovechando la preocupación
del gobierno por los opositores
que tenían
armas y dinero, nosotros pudimos tomarnos
esas libertades.
Cuando llevábamos
algunos meses de intenso trabajo de
organización
y entrenamiento de la gente
—todavía
no habíamos
llegado a la fase de las prácticas
de tiro—,
Aureliano comenzó
a ganar prestigio de hombre clandestino, de hombre
que movía
una organización:
la Triple A. Esta gente de Aureliano
y de Prío
reclutaron a muchos de aquellos oficiales que
Batista sacó
del Ejército:
coroneles, generales. El Partido Auténtico
llamaba así
a la organización
revolucionaria estructurada
por ellos, la de Aureliano. Disponían
de mucho dinero, contaban con armas y, principalmente, asumían
una actitud de rechazo total a toda participación
nuestra en la lucha común
contra Batista, por las denuncias que los ortodoxos
les habíamos
hecho.
Nadie sabía
cómo
iban a desatarse los acontecimientos en
el terreno de la lucha armada, porque en el de la
lucha política
ocurrieron algunos incidentes. No recuerdo
exactamente en qué
momento se produjo el Pacto de Montreal
—un
pacto de tipo político—,
en el que figuraron Millo Ochoa, Pardo Llada,
entre otros dirigentes. Fueron a Montreal y firmaron
un pacto de tipo político
con Prío,
los auténticos
y todos los demás.
Ese pacto chocaba un poco con el espíritu
puritano del Partido Ortodoxo que seguía
la línea
de no hacer pactos políticos
con ningún
otro partido y menos con el Auténtico,
tantas veces denunciado. Ya la gente de Millo Ochoa había
tenido problemas frente a la oposición
de Agramonte y otros líderes
ortodoxos de mayor prestigio. Había
división
en el partido.
Katiuska Blanco.
—Ese
pacto se firmó
el 30 de mayo de 1953. Lo recuerdo porque verifiqué
el dato en una ocasión.
Fidel Castro.
—Sí,
sabía
que había
sido antes del Moncada. En el terreno político
tuvieron lugar algunas maniobras para una
supuesta oposición
a Batista. Los auténticos,
que contaban con armas y recursos, tenían
ventajas. Ellos trataron de unir
a mucha gente, reclutaban estudiantes
universitarios, contaban con la Universidad, con distintas fuerzas, pero a mí
me vetaban; es decir, me querían
dejar fuera de la lucha.
Cuando se produjo el pacto, ya nosotros hacía
algún
tiempo teníamos
una estrategia
—desde
finales del año
1952—,
y 600 o 700 hombres listos. Como no disponíamos
de recursos ni armas ni estábamos
dispuestos a permitir que nos dejaran fuera
de la lucha por el hecho de que ellos contaban con
el mono polio de las armas, lo que hice fue un movimiento de
penetración
dentro de la organización
auténtica.
Le infiltramos 360 hombres en la Triple A. Nuestra idea era utilizar
las armas para participar en la lucha. Como ellos no querían
ni oír
hablar de Fidel Castro, aprovechamos el hecho de que estaban
necesitados de fuerzas y enviamos un grupo al mando de Abel,
Montané
y [Raúl]
Martínez
Arará,
así
como a otros compañeros
que integraban nuestra dirección
para infiltrarlos en sus filas.
Una de las primeras cosas que hicimos en el
Movimiento fue crear un grupo de dirección
y un grupo ejecutivo, en el
que figuraban fundamentalmente tres miembros: Abel,
Martínez
Arará
y yo. A decir verdad, ellos acataban la dirección
plena con una gran confianza, nunca tuvieron la
menor duda en su trabajo conmigo.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿y
cuál
era la procedencia de Martínez
Arará?,
¿por
qué
lo seleccionó
para integrar la dirección?
Fidel Castro.
—Martínez
Arará
figuraba en una especie de agrupación
antibatistiana en la que muchos de sus miembros eran
cercanos al Partido Ortodoxo, opositores del
gobierno de Grau.
Él
representaba al grupo integrado por contadores,
maestros, profesores de algunas escuelas privadas; todos
profesionales, típica
clase media, pequeña
burguesía.
La representatividad influyó
en que lo aceptáramos.
Raúl
Martínez
Arará
era un compañero
muy activo, enérgico, decidido. Sentía
mucha repulsa hacia Batista, a quien veía
como un hombre corrompido, un dictador militar, un
represor…
Arará
tenía
la irritación
que estremecía
a miles de personas. No se preocupaba mucho por programas, por la cuestión
de las ideas sobre la teoría
revolucionaria, sino sobre todo por
la acción:
era un hombre de acción.
Le teníamos
confianza.
Después
del Moncada no fue capaz de ver el mérito
histórico
del hecho, le interesaba la acción
misma y como fracasó,
perdió
el contacto con nosotros, no esperó
instrucciones. Como estábamos
en la cárcel
y en tal momento no se podía
pensar en otra operación
armada, se fue al exilio en busca quizás
de quienes pudieran garantizarle una acción
contra Batista, lo demás
no le interesaba. Sin embargo, mientras estuvo en
el Movimiento trabajó
muy bien, actuó
con mucha disciplina.
Katiuska Blanco.
—Cuando
lo interrumpí,
me estaba diciendo que le habían
infiltrado una gran cantidad de hombres a la
organización
de los auténticos.
¿Cómo
fue que lo lograron?
Fidel Castro.
—Bueno,
los auténticos
estaban introduciendo al país
grandes cantidades de armas y trabajaban con los
militares destituidos por Batista, porque ya preparaban la
acción
para el ataque a Columbia. En aquel momento
necesitaban hombres, buscaban combatientes entre los estudiantes
y las diferentes organizaciones contra Batista. Entonces
fue que mandé
al grupo representado por Abel y Martínez
Arará,
para que se pusieran en contacto con ellos y les dijeran
que te níamos
gente preparada, organizada; gente buena,
trabajadora, independiente, dispuesta a cooperar y que querían
luchar contra Batista.
Como andaban locos buscando combatientes y existían
decenas de organizaciones,
¿qué
hicieron? Crearon un grupo de inspectores con antiguos coroneles del Ejército,
quienes se ponían
en contacto con los diferentes jefes y los citaban
en algún
lugar para ver qué
conocimientos tenían,
qué
experiencia, y así
iban seleccionando.
Abel y Martínez
Arará
se presentaron como jefes de un
grupo dispuesto a luchar, organizado e integrado por
gente seria. Los auténticos
fueron a hacerles la primera inspección.
Nosotros, un poco ambiciosos, les hablamos de que
íbamos
a reunir 120 hombres, porque decíamos:
«A
lo mejor podemos introducir 120 hombres».
¿Cómo
se organizaba la inspección?
Yo le pedía
la casa a gente amiga, algunas de la Universidad, y conseguíamos,
por ejemplo, tres casas prestadas; los responsables
avisaban a los inspectores, le daban la dirección
y los citaban para una hora
específica.
Yo me reunía
antes, en Prado Nº
109, con la célula
que
íbamos
a presentar, les explicaba a sus miembros lo
que iba a suceder y les advertía
que no podían
cometer ninguna indiscreción:
«Esta
noche va a haber un contacto, hay una
inspección,
nadie debe saber quiénes
son ustedes; el nombre mío
no lo mencionen para nada ni el nombre de tal y más
cual; el objetivo es que nosotros podamos estar en
condiciones de ocupar las armas cuando las repartan».
Les daba todas las instrucciones:
«Tienen
que dirigirse a tal punto, salir de dos en
dos; ninguno puede separarse del otro, ninguno puede
hablar por teléfono,
tienen que ir directo a tal punto».
Y así
me iba reuniendo con los grupos a distintas horas.
Entre nuestros objetivos estaba impresionar a los
organizadores de la revolución,
y, bueno, efectivamente, los tipos,
acostumbrados a ver montones de grupos
desorganizados, que hablaban demasiado, se admiraban al ver a los
nuestros, quienes respondían
a mis advertencias:
«Ustedes
callados; respondan nada más
tal pregunta, tal cuestión;
no mencionen nada, expliquen lo que saben, digan esto, digan lo
otro».
Era impresionante, para los coroneles que servían
de inspectores, tanta discreción.
Yo mandaba a nuestros compañeros
con el jefe de la célula.
La clave era que Abel figurara como jefe de todos
ellos, muy serio. La noche que iniciamos la operación,
con todas las medidas de seguridad tomadas, llegaron los
militares a la primera casa para ver a Martínez
Arará.
Veían
a la gente, le preguntaban qué
armas sabían
manejar, cómo
las manejaban, la preparación
que tenían…
Así
fue la historia.
Terminaban el primer grupo de 40 y los tipos
empezaban a hablar maravillas de aquellos hombres tan serios,
educados, tan jóvenes.
Entonces los nuestros les decían:
«No,
todavía
no terminamos, vengan».
Los llevaron a la segunda casa, luego a
la tercera, y aquellos inspectores se quedaron
sumamente impresionados de lo que vieron, de la seriedad de los jefes. Se
les decía:
«Bueno,
han sido reclutados entre gente independiente,
algunos del Partido Ortodoxo, los dirigimos nosotros».
Y los militares que estaban con Prío
se quedaron encantados, nuestros grupos no se parecían
en nada a los otros. A los pocos
días
volvieron a establecer contacto, preguntaron si tenían
más
gente. Les respondieron:
«Sí,
hemos trabajado duro».
En la segunda inspección
utilizamos la misma receta: les
volvimos a reunir otros 120 hombres. Bueno, llegó
un momento en que la gente de los auténticos
no quería
saber de nadie más,
sino de aquel grupo maravilloso, tan organizado, tan
discreto y tan disciplinado. Ya no estaban aceptando
a nadie más.
Les decían
a los interesados que no los necesitaban.
Hicieron una tercera inspección;
todas en distintos lugares.
Parecía
una broma. Les volvimos a poner otros 120 hombres,
infiltrados en la organización
auténtica.
¿Pero
qué
ocurrió?
¿Qué
fue lo que despertó
sospechas?
El tercer encuentro con ellos, el
último,
la cita fue en una casa por Belascoaín,
posiblemente por donde está
hoy el hospital Ameijeiras o un poquito más
para allá.
Pertenecía
a unas muchachas amigas mías
de apellido Bacallao, ortodoxas, estudiantes
de la Universidad, creo que una de ellas ya era
abogada. El caso es que se comprometieron y prestaron la
casa,
pero enviaron al hermano, quien se asustó
cuando vio que llegaron 40 hombres nuestros para reunirse allí
—aunque
la represión
no estaba aún
en su mayor nivel—,
se puso nervioso y cuando los militares auténticos
concluyeron la inspección,
iban bajando las escaleras, le dijo a Abel que eso
no podía
ser. En su protesta me mencionó,
Abel le mandó
callar pero uno de los inspectores se quedó
intrigado y preguntó:
«¿Qué
dijo
él
de Fidel?».
El incidente Abel me lo contó
después.
Tal fugaz desliz pudo influir en que perdieran el interés
en nosotros.
No sé
cuáles
fueron las causas por las que interrumpieron
el contacto. Es posible que se percataran de quiénes
éramos,
a lo mejor cambiaron los planes. El caso es que después
mostraron poco interés.
Claro, nosotros no queríamos
insistir mucho al respecto, ya les teníamos
infiltrados 360 hombres,
¡y
ni soñar
siquiera que aquellos militares hubieran visto
grupos de civiles tan organizados!
Cuando nos dejamos ver de alguna manera, aquel 28 de
enero, ya habíamos
desechado la esperanza de capturarles
las armas a los auténticos.
De todas formas era necesario que
nuestra gente, en medio de aquella disputa
—de
la competencia, se puede decir—,
tuviera una idea de su propio empuje,
aunque no los movilizamos a todos.
Yo mismo no podría
decir con exactitud hasta qué
mes estuvimos reclutando y mandando gente a la Universidad, pero
sí
que organizamos y entrenamos allí
alrededor de 1200 hombres, casi más
de los que necesitábamos,
con posibilidades racionales
de obtener armas. En enero todavía
alimentábamos
la esperanza de que el Partido Ortodoxo pudiera hacer
algo, que de una forma o de otra se llevara a cabo una lucha
contra Batista en la que pudiéramos
participar de alguna manera, pero
cada vez nos sentíamos
más
escépticos.
En realidad, cada vez lo estábamos
más
sobre todo el mundo. Ya había
vivido la experiencia con Millo Ochoa, pero aún
permanecíamos
dispuestos a luchar dentro del partido, a ir con los
estudiantes o con cualquier fuerza revolucionaria.
En febrero se inició
un período
más
serio. En el primer semestre
de 1953 realizábamos
actividades un poco más
arriesgadas, había
ya que enseñar
a la gente a disparar.
¿Cómo
lo hicimos? En distintos lugares. Uno de ellos fue por
donde actualmente se encuentra el Parque Lenin, en una
manigua, bastante separada de la ciudad. Allí
entrenamos con algunos fusiles 22 adquiridos en las armerías.
En Artemisa, al oeste de La Habana, con personas que yo conocía,
llevamos compañeros
a disparar al campo, lo que en aquel sitio no empleábamos
fusiles 22. Algunos de los grupos aprendieron el
tiro en seco, pero nunca lo habían
hecho efectivo; sabían
el manejo, pero nunca antes dispararon. Con una buena organización
y compartimentación,
a la gente más
conocida y seria la fuimos llevando
a realizar tiros reales, en una operación
siempre muy peligrosa.
En algún
momento de aquel período
—quizás
en enero o febrero—,
en la Universidad, donde ya habíamos
entrenado tal vez a 600 o 700 hombres, algunos de los
dirigentes, entre ellos, Léster
Rodríguez,
uno de los líderes
celosos de sus prerrogativas estudiantiles, se enteraron de que yo
era el organizador de aquella gente. Lo descubrieron no sé
cómo,
y se creó
un problema: pretendieron paralizar la preparación
en la Universidad. Entonces tuve que ir a ver a Léster
porque me dije:
«Este
hombre va a echar a perder todo, va a interrumpir
todo este proceso».
Él
era bastante malcriado, arrogante. Hoy lo digo de
buen humor. Me decía
que Léster
era una especie de Napoleón:
chiquitico, pero muy mal genioso; no era fácil
tratar con
él.
Recuerdo la noche que tuvimos la reunión
sobre el asunto. Fue en el segundo piso de la Escuela de Ciencias
Naturales, frente a la Plaza Cadenas. Nos citamos con Léster
y otros.
Él
estaba inflexible, disgustado; los entrenamientos no
podían
seguir. Yo con mucha paciencia le toleré
las malacrianzas, las protestas, y le dije:
«Mira,
chico, hemos organizado una fuerza,
¡tremenda
fuerza!, y esa fuerza está
a disposición
de ustedes. Si quieren hacer la revolución,
todos esos hombres, los más
numerosos, los más
organizados, los más
preparados, estarán
a sus
órdenes.
Nosotros nos subordinamos a ustedes,
pero no interrumpas la preparación
de una fuerza que puede ser importante, que puede ser decisiva y que está
totalmente a
su disposición,
al lado de la Universidad, para derrocar a Batista
».
Le enfaticé:
«Si
ustedes no hacen nada, si los auténticos
no hacen nada, si nadie hace nada, entonces nosotros
vamos a asumir la responsabilidad».
Lo convencí.
Finalmente estuvo de acuerdo en que prosiguieran
los entrenamientos, y desde entonces la Universidad
era mucho más
poderosa porque tenía
aquella fuerza, y
él
sabía
que yo hablaba en serio.
Con esos argumentos pude persuadir a Léster,
porque
él,
más
que Pedrito, era considerado como un líder.
Pedrito era un estudiante fanático,
obsesivo; era conocido y querido por
todos los compañeros,
pero no era una autoridad universitaria.
En cambio, no recuerdo por qué,
Léster
era una autoridad en la Universidad; quizás
por su mal carácter,
por el mal genio que tenía,
por lo que fuera, Léster
era una autoridad que podía
crear un problema, privarnos de las ventajas de
poder utilizar la Universidad, su autonomía,
y las facilidades para el entrenamiento
y la preparación
de las actividades; porque la organización
no la hice nunca en la Universidad, sino fuera,
entre los que parecían
bobos, sobre todo, la gente que parecía
que se dedicaba a conversar en Prado Nº
109.
Así
fue como se establecieron los compromisos entre
Léster
y yo.
Katiuska Blanco.
—Todavía
pensaba que debía
confiar en algún político
de prestigio para hacer la revolución.
¿Verdad,
Comandante?
Fidel Castro.
—Sí,
por eso me pareció
importante el vínculo
con Rafael García
Bárcena,
a fines de febrero o marzo.
García
Bárcena
era un profesor universitario, ortodoxo,
con prestigio como intelectual y en las luchas
contra Machado y Batista; decir García
Bárcena
era decir un hombre serio.
Él
figuraba entre los dirigentes ortodoxos, pero en
aquella situación,
formó
tienda aparte.
Dio la casualidad que el golpe de Estado de Batista,
el 10 de marzo de 1952, coincidió
con el momento en que Víctor
Paz Estenssoro y un movimiento nacionalista
revolucionario hicieron una revolución
en Bolivia. Los mineros se levantaron
en armas, derrocaron al gobierno y prácticamente
destruyeron al Ejército
boliviano, en la meseta, con dinamita. Aquel
movimiento adquirió
un enorme prestigio.
Katiuska Blanco.
—En
la hora actual de Evo y los indígenas
en Bolivia, estremece pensar que una revolución
en ese hermano país
estuviese de algún
modo ligada a nuestra historia desde
tanto tiempo atrás,
en especial en el proceso que desembocó
en el Moncada.
Fidel Castro.
—Aquello
era ni más
ni menos lo que necesitábamos
aquí.
Entonces García
Bárcena
decidió
organizar un movimiento parecido en Cuba y lo denominó
de forma similar: Movimiento Nacional Revolucionario (MNR). Copió
hasta el nombre del que hizo la revolución
en Bolivia y reclutó
a estudiantes, jóvenes
y muchos otros. Si mal no recuerdo, creo
que Armando Hart militaba en
él.
Por lo menos ya existía
el esqueleto de aquel movimiento: unos cuantos
intelectuales y un programa inspirado en los acontecimientos
bolivianos.
García
Bárcena
también
daba clases en una escuela militar,
y parece que hizo contacto con un grupo de militares
en Columbia inconformes con Batista; entonces decidió
organizar a los civiles para tomar dicho cuartel en compañía
de los militares. Cuando
él
definió
su propósito,
con una de las primeras personas con quien habló
fue conmigo.
Tuvimos una entrevista en una casa de Marianao, por
donde pasaba la línea
del tranvía.
Debió
de ser en marzo de 1953. La fecha es muy importante porque después
fue que decidimos elaborar nuestro propio plan.
Tal fue mi
última
esperanza de hacer algo con alguien, de
que surgiera un jefe, porque nosotros estábamos
buscando un jefe entre los políticos
conocidos con posibilidades y proyecciones
para luchar por el derrocamiento de Batista.
En la entrevista me habló
de los contactos, de los grupos
militares, las ideas, y comentó
que estaba buscando gente; se
refirió
a la necesidad de contar con una fuerza civil para
actuar. Le dije:
«Mire
profesor, conozco todos los grupos que hay en la
capital, en el país,
que se dicen organizaciones; si usted quiere
hacer algo serio, nadie puede saber lo que se piensa
hacer,
que no se conozca la dirección,
que permanezca en secreto. Le recomiendo que no hable con uno solo de tales
grupos, no hable con nadie más.
Nosotros tenemos toda la gente que hace
falta y mucha más
que todos los demás
juntos: serios, disciplinados,
organizados, no andan hablando, no hay que estar
enseñándoles
un arma».
Insistí:
«Si
usted quiere, nosotros tenemos gente. Hacen falta algunas armas, usted
tiene relaciones, vamos a tratar de buscar algunos recursos económicos
para reunir algunas armas, adquirirlas como sea, el
mínimo
necesario; pero no hable con nadie, no eche a perder
tal oportunidad si es cierto que tiene un contacto importante dentro
de Columbia».
Así
fue mi conversación
con el profesor García
Bárcena,
el consejo que le di. Y,
¿qué
ocurrió?
Hizo todo lo contrario: habló
con cuantos grupos y jefes había
en La Habana, y a los pocos días
todo el mundo hablaba de la conspiración
de García
Bárcena.
La Habana entera sabía
que organizaba un movimiento
para tomar Columbia en contacto con no sé
quién
más.
Ventilado públicamente,
no tendría
otro destino que el seguro fracaso, y nos rehusamos a participar en algo así.
Fue la
última
vez que confiamos en la capacidad y seriedad de
alguien.
Ya en aquel momento no teníamos
ninguna confianza en la dirección
del Partido Ortodoxo ni en los demás
líderes
políticos.
Vimos que estaban jugando a la revolución,
jugando a la guerra. Perdimos la confianza en intelectuales
como García
Bárcena,
lo respetábamos
porque era un hombre de prestigio,
pero no podíamos
seguirlo, pues lo que hizo, a mi juicio, fue
una locura, no supo aprovechar aquella oportunidad.
Quizás
habríamos
atacado Columbia, si era cierto que existía
un grupo de militares dispuestos a abrir las puertas.
Katiuska Blanco.
—Entonces,
¿había
llegado la hora de elaborar
un plan para hacer la revolución,
asumir un rol protagónico
sin contar con nadie más?
Fidel Castro.
—Sí,
ya después
de lo que ocurrió
con García
Bárcena,
reuní
a los compañeros
y les dije que había
llegado el momento de elaborar nuestro propio plan y asumir la
responsabilidad de hacer la revolución.
Había
transcurrido alrededor de un año
del golpe de Estado cuando elaboré
de nuevo una estrategia revolucionaria para la conquista del
poder. Fue en el mes de marzo del año
1953, cuando ya teníamos
una fuerza superior a la de todos los demás
grupos revolucionarios juntos.
Deseché
la idea de una insurrección
en la capital porque vi que no existían
ni las más
remotas condiciones objetivas y
subjetivas. Para poder dar una sorpresa total se
requería
gran cantidad de armas y recursos de los que no disponíamos.
Fue cuando elaboré
la idea, la esencia de lo que hicimos después:
atacar el cuartel Moncada, sublevar la ciudad de
Santiago de Cuba, vencer la resistencia, decretar la huelga
general de todo el país,
lanzar el programa revolucionario. Era la ocasión
de desarrollar las ideas que concebimos
—desde
el punto de vista po lítico,
como programa político-social—
antes del 10 de marzo de 1952.
Nosotros, de absoluto acuerdo con los demás
compañeros
de la dirección,
concebimos el plan de la toma del cuartel de
Santiago de Cuba. Siempre con la idea de empezar por
allá,
y con la alternativa de ocupar todas las armas y, si
no podíamos
derrocar a Batista, marchar a la Sierra Maestra con
1500 o 2000 hombres armados. Hoy puedo decir que la idea era
buena, era perfecta, salvo que quizás
pudimos haberla hecho un poco
más
segura, quizás
no tan ambiciosa.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted se refiere a la idea de ir
directamente a crear la guerrilla en la Sierra...
Fidel Castro.
—Claro,
hay una cuestión
que no olvido. Nosotros teníamos
más
de 100 células
y había
competencia. Cuando teníamos
los hombres organizados, otras organizaciones
les enseñaban
armas y utilizaban el argumento de que estaban
perdiendo el tiempo, que nosotros no teníamos
armas ni recursos.
Ya sosteníamos
contactos con un hombre en Santiago de
Cuba, que había
sido del MNR. Recuerdo que en el mes de abril
viajé
a Santiago de Cuba para estudiar el terreno, la
situación,
por la idea de cómo
íbamos
a llevar a cabo el ataque a Santiago.
Ya estaba dando los primeros pasos con relación
al Moncada. Y al regreso de Oriente
—sería
el 5 o el 6 de abril—,
por la Carretera Central escuché
las noticias de que García
Bárcena
había
sido arrestado con un montón
de gente;
¡como
lo sabía
La Habana entera!, ocurrió
lo que tenía
que ocurrir, lo detuvieron y a todos los que estaban a su alrededor,
repartieron algunos golpes y así
terminó
todo.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
al hablar de la historia del
Moncada y de quienes participaron en el ataque, el
periodista Guillermo Cabrera
Álvarez
siempre me decía
que había
una razón
para que en Artemisa existiera una cantera tan
valiosa de jóvenes.
Él
lo atribuía
a la presencia allí
de un viejo maestro asturiano, Manuel Isidro Méndez,
el primer biógrafo
de José
Martí.
Guillermo me aseguraba que las enseñanzas
martianas habían
calado en la juventud de aquel pueblo y por eso
tantos se sumaron rápidamente
a su Movimiento. Sé
que Ramiro [Valdés]
fue de los primeros en integrarlo.
Él
menciona también
a Julito [Díaz]
y Ciro [Redondo] entre quienes estuvieron
en aquel encuentro inicial con usted, tres o cuatro
meses después
del golpe.
¿Cómo
funcionaban las células?
Los medios y fondos,
¿cómo
los consiguieron?
Fidel Castro.
—Al
principio buscábamos
alguna ayuda, pero no sustancial, pues nuestros gastos eran mínimos.
Después,
sí
nos hicieron mucha falta fondos para adquirir las armas
con que asaltar el cuartel. Para entonces resultaba
impensable ocupar armas de otra organización,
de los auténticos
o cualquier otra. Teníamos
que buscarlas nosotros mismos.
Las células
tenían
un jefe. Había
algunas como la de Arte misa, donde el grupo fue muy numeroso y de los más
serios, con más
de uno.
Un muchacho
—José
Suárez
Blanco—,
que yo conocía
de la juventud ortodoxa, fue quien nos puso en contacto
con Ramirito, con Julito y con toda aquella juventud de Artemisa.
Allí
tendríamos
unos 40 o 50 hombres, entre Artemisa y Guanajay.
Varias de las células
que utilizamos para el ataque eran del
interior de la provincia, procedían
de un ambiente más
sano. En la gran urbe existía
mayor confusión
y mezcla de una gente con otra. Todos los grupos de conspiradores de que
hablábamos
anteriormente se movían
en el
ámbito
de la capital, por lo que los grupos de provincias eran muy buenos.
Probablemente influyera también
el conocimiento de la obra martiana, porque
Artemisa, sin duda, tenía
uno de los mejores grupos, muchachos
jóvenes
muy buenos, y fue además
uno de los lugares donde nos entrenamos.
Por el concepto tan elevado que yo tenía
de los grupos de Artemisa, muchos de los compañeros
que llevamos al Moncada fueron de allí,
resultado de una selección
más
rigurosa. Yo tenía
más
o menos clasificados los 1200 hombres, los distintos
cuadros; lógicamente,
no había
un solo papel, no hay ni habrá
nunca un papel donde se pueda encontrar un dato
sobre el Moncada, porque era en la mente donde guardábamos
la información:
los grupos, las células.
Realmente busqué
y hablé
con todos aquellos cuadros;
también
unos me presentaban a otros. Hablé
más
de una vez con todos porque cuando los citaba para la inspección,
ya estaban entrenados y los volvía
a ver. Yo iba a los lugares de entrenamiento
en Artemisa, en el sur de La Habana, en el este
de La Habana, en todos los sitios. Estuve con ellos
el día
28 de enero del 53 y a muchos los veía
con frecuencia.
En general, no se conocían
unos a otros, podían
haberse visto en la Universidad, dos o tres células;
o un grupo en los campos de entrenamiento. Así
que podían
verse, pero nadie conocía
cómo
era el aparato ni cómo
estaba constituida la dirección.
Además,
trabajábamos
en condiciones de rigurosa clandestinidad, con métodos
muy estrictos, adaptados a las circunstancias en que desenvolvíamos
la actividad. Nos amparábamos
en la subestimación
del régimen
y en su sola preocupación
por los grupos auténticos
y las armas con que contaban, por los viejos militares, los contactos en
el Ejército.
Cuando empezamos a entrenar con armas era un trabajo
mucho más
delicado, mucho más
secreto.
En diciembre de 1952, con Batista en el gobierno, yo
tuve que justificar o enmascarar mis movimientos con
algunas actividades legales. Desde entonces ya conspirábamos.
Nos metimos en la oficina de un batistiano, lugar que nos sirvió
de excelente camuflaje, ubicada cerca de la del Partido
Ortodoxo, en Consulado N.o
22. El hombre había
sido compañero
mío
del bachillerato en el Colegio de Belén,
se llamaba Juanito Sosa.
No solo era batistiano sino que tenía
nexos familiares con los dueños
del
Diario de la Marina.
Conocía
también
a Gildo Fleitas, mecanógrafo
y taquígrafo
en Belén.
Sosa era un burgués
vanidoso y gastador de dinero, pero deseaba hacer
negocios de todas clases. Gildo mantuvo contactos con
él
durante más
tiempo; yo hacía
mucho que no lo veía,
pero nos conocíamos.
En virtud de tales circunstancias, terminamos
trabajando allí
los tres, y pudimos introducir a Abel. Esto fue ya
al final de la conspiración.
Los cargos nuestros eran: Gildo, secretario, y Abel,
contador; a ambos les pagaban. Yo oficiaba de abogado
gratuitamente, no me pagaban. Así
era la situación,
pero, bueno, dedicaba todo mi tiempo a la conspiración,
no ejercía
ninguna abogacía,
era un camuflaje. Aquel burgués
se había
casado con la hija de otro batistiano que tenía
un negocio de importación
de tractores, y como Batista estaba en el gobierno, hicieron
negocios de ventas de tractores para unos programas demagógicos
de Batista, como las escuelitas cívico-militares.
Tenían
también
una instalación
por allí
cerca, y disponían
de almacenes en Malecón
y Prado.
Dicho hombre sentía
admiración
por Batista, y a partir de la situación
del país
quería
desarrollar unas plantaciones
de arroz con dinero que le diera el Banco de
Fomento, un banco controlado por el gobierno de Batista. Una
parte de mi tiempo yo la dedicaba a visitar las tierras que
el individuo
quería
comprar, por allá
por Pinar del Río,
y revisar los registros de propiedad de los terrenos para verificar cómo
eran las tierras, cuánto
valían;
hacía
el papel de abogado pero en realidad
no me pagaban. El problema es que la presencia de
Abel y mía
en aquella oficina del batistiano nos dio una
cobertura legal mientras realizábamos
actividades clandestinas intensas,
y ayudó
a confundir a mucha gente que sabía
de nuestras actividades revolucionarias. Empezaron a decir:
«No,
ya Fidel abandonó
todas las actividades revolucionarias y está
dedicado a la abogacía
en unos negocios de tierras, de arroz, por
allá
por Pinar del Río».
Era lo que decían
mis detractores, y yo encantado.
Ya en diciembre
—y
no se me olvidará
nunca ese diciembre del mismo año
1952—,
vivía
una situación
económica
muy difícil
porque dependía
exclusivamente de la ayuda de Abel y
Montané,
quienes me pagaban la casa y el carro. Fueron unas
Navidades en que yo no tenía
ni un centavo. Me acuerdo de
aquel burgués
comprando juegos de muebles, regalos para su
mujer y veinte cosas, gastando dinero a montones, y
yo no tenía
ni para celebrar el Año
Nuevo; es decir, tenía
lo esencial: para el carro, la gasolina, no pasaba hambre, pero
no tenía
ni un centavo para celebrar las Navidades, la
Nochebuena, ni para llevar nada a mi casa. Aquel burgués
me explotaba, producto de la amistad desde la escuela, porque no me pagaba.
Nunca se lo exigí,
solo tenía
una ayuda de Gildo y Abel que
sí
cobraban por el trabajo que hacían
allí.
Aquellas Navidades fueron muy difíciles.
También
defendí
a unos trabajadores que tenían
un conflicto con colonos y propietarios de tierras, tres
intereses mezclados, y lo que resolví
fue el asunto de los trabajadores
a quienes les debían
dinero. Convencí
a los patronos para que les pagaran, no fue un pleito legal, utilicé
más
bien la astucia para convencer a una de las partes a cumplir sus
compromisos. Así
resolví
el problema.
Para entonces ya no nos exhibíamos,
no andábamos
en manifestaciones; todo lo fuimos ajustando a la
situación.
Cada mes que pasaba
éramos
más
y más
rigurosos; ya existía
un grupo de cuadros formados en unos cuantos meses,
gente disciplinada, en la que se podía
confiar, a la que se le decía:
«A
tal hora y en tal punto»,
y sin falta se presentaban puntualmente.
Podíamos
hacerlo con seguridad matemática.
Katiuska Blanco.
—Fue
un proceso que se fue tornando cada vez
más
serio y peligroso.
Fidel Castro.
—Por
supuesto, el proceso se intensificó,
sobre todo en la preparación
de la gente y la selección,
porque ya para el plan del Moncada usé
alrededor del 10% de la gente que
teníamos.
Así
que hice una selección,
más
que de individuos, de células;
las que tenían
los mejores jefes, los más
serios. Nosotros movilizamos para el Moncada unos 160 hombres, y en
total la organización
contaba con 1200. Puede haber habido
alguna célula
que vacilara, que fuera conquistada por alguno
de los grupos auténticos,
porque los llevaban y les enseñaban
armas; pero lo que decidió
los que iban al Moncada fue nuestro
criterio selectivo.
Lógicamente,
para cumplir esta misión
el número
de hombres que organizamos era más
que suficiente. El problema
después
fue buscar armas para 160 hombres aproximadamente,
para atacar dos cuarteles: el de Bayamo y el de
Santiago de Cuba. En nuestra organización
no existía
ni un papel, nada formal, sino pura alma. Eran relaciones muy
íntimas,
muy familiares, sin ningún
formalismo, serias y sobre la base de lo
que impulsaba a la gente: el deseo de luchar contra
Batista. Para obtener armas, balas y uniformes, algunos
soldados nos ayudaron; pero de forma general no acudimos a los
miembros del Ejército
—que
podría
haber sido una opción—,
porque en la Cuba de entonces los soldados y oficiales eran
profesionales, y la inmensa mayoría
de ellos eran batistianos. Existían
algunos militares inconformes
—gente
como el gallego Fernández
o [Enrique] Borbonet—,
pero nosotros no los conocíamos,
y cualquier grupo de oficiales, 10, 15, 20, con que
contactáramos,
iba a establecer relaciones con figuras políticas
como Millo Ochoa, Agramonte, o quizás
con García
Bárcena.
Ellos no tenían
por qué
establecer relaciones conmigo si yo no figuraba
entre quienes disponían
de recursos o encabezaban un partido
político.
Yo tenía
una organización
pequeña,
selecta, de hombres escogidos, una
élite
si se quiere; tenía
una influencia en parte de la masa ortodoxa, pero no dirigía
el partido.
Por otro lado, el Ejército
era batistiano y yo tenía
clara la idea de crear un ejército
nuevo, había
que hacer la revolución
con el pueblo; todo lo cual resultó
o partió
de una concepción
marxista. No concebí
que con un ejército
como aquel se pudiera hacer una revolución.
Había
que hacer una revolución
con el pueblo y crear un ejército
popular. Eso no significaba
no utilizar una parte del Ejército
si fuera necesario, pero ya
tenía
una concepción
revolucionaria, no golpista, más
bien estaba por completo contra una concepción
golpista. Pensaba en una revolución
popular, no en un golpe de Estado.
Además,
el Ejército
estaba impregnado de la demagogia de
Batista y muy apegado a
él.
Era una tropa profesional, beneficiada
por privilegios; era su caudillo y volvió
a disponer de ellos en el golpe militar.
Antes del 10 de marzo, cuando los soldados eran
explotados, yo contaba con ellos como parte del pueblo. Pensaba
en la lucha revolucionaria con la participación
de muchos soldados sumados al Movimiento; pero después
del golpe, sabía
que la revolución
había
que hacerla sin el Ejército,
y no solo sin
él,
sino contra
él.
Para mí
eso estaba muy claro.
Alguien había
dicho, no sé
si Mussolini, que las revoluciones
se podían
hacer con el Ejército
o sin el Ejército,
pero nunca contra el Ejército.
Y nosotros concebimos una revolución contra el Ejército.
Claro, se podía
utilizar la colaboración
de una parte del Ejército,
pero el Ejército
estaba muy influido y, además,
vivía
un momento de euforia.
Batista dio el golpe de Estado de forma
aparentemente milagrosa, sin resistencia, con un dominio total del
Ejército,
parecía
un mago, y contaba con un gran prestigio en el
cuerpo armado. Lo que destruyó
su prestigio fue nuestra propia
guerra, pero antes estaba en el cenit, en el seno de
los militares, excepto una minoría,
sobre todo alguna generación
nueva de oficiales, con otro sentido y concepto de la república,
de donde salieron algunos elementos conspiradores.
Pero a mí
no se me ocurrió
nunca la idea de un golpe de
Estado ni de una conspiración
con el Ejército;
además,
entre nosotros, los militares solían
ser despectivos con los civiles, y,
precisamente en mi concepto, la solución
de los problemas de Cuba no podía
ser el cambio de un general por otro, el cambio
de un gobierno por otro; ya yo tenía
una concepción
marxista y conocía
que había
que realizar una revolución
popular que en determinadas condiciones, como la etapa previa al
10 de marzo, podía
concebirse con el apoyo de una parte del Ejército,
pero después
de aquella fecha ya no era posible; de modo
que no perdí
ni un minuto en conspiraciones de tipo militar.
Tenía
dos ideas bien claras y de raíz
marxista: revolución
popular, no golpe de Estado; otra: revolución
popular, no tiranicidio. Para mí
estaba bien claro ya, como revolucionario
con ideas precisas y diáfanas,
que el problema no se resolvía
matando a Batista; que el problema de nuestra nación
era una cuestión
de sistema, no de personas, y que había
que destruir el sistema. Nunca pasó
por nosotros la idea del atentado contra
Batista, algo que habría
sido perfectamente posible: interceptar
con 50 hombres la caravana del presidente y
liquidarlo: pero eso no era hacer una revolución,
habría
sido un golpe de mano. En realidad, nosotros necesitábamos
a Batista, precisamente porque simbolizaba lo peor de aquel sistema.
Así
que ya yo estaba impregnado de una serie de ideas
esenciales del marxismo-leninismo y las aplicaba a
las condiciones de Cuba.
También
creo que hicimos aportes en medio de aquella
situación
porque, al mismo tiempo, no nos atuvimos en la
acción
a una táctica
rigurosamente marxista, a un proceder
ortodoxamente marxista-leninista, porque, en tal
caso, habríamos
tenido que esperar a una gran crisis económica
para luchar. Es decir, utilizamos muchos de los elementos
del marxismo-leninismo, pero también
visión
y elementos propios, ajustados a las condiciones efectivas de Cuba.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pienso que obraron contrariamente
a lo que se entendía
entonces por una táctica
marxista, cuando ser marxista en verdad era interpretar la
realidad como usted lo hizo.
Fidel Castro.
—Si
hubiéramos
tenido una actitud muy ortodoxa,
copista o rígida,
habríamos
podido sacar algunas conclusiones
equivocadas; por ejemplo, la idea de la necesidad de
esperar una gran crisis económica
para emprender la lucha; la de esperar
que todas las condiciones sociales estuvieran dadas,
todas las condiciones objetivas.
Siempre tuvimos la idea de que la revolución
solo podía
hacerse con las masas, pero cómo
echar a andar las masas en las condiciones de Cuba. Aquel era un problema que
teníamos
que resolver. Yo afirmaba que la acción
armada nuestra iba a ser
—como
fue también
después
la lucha guerrillera—
el pequeño
motor que ayudaría
a arrancar el gran motor de las masas.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
entonces,
¿la
toma de los cuarteles era la acción
que iniciaría
una rebelión
con el apoyo del pueblo?
Fidel Castro.
—En
ningún
momento podíamos
concebir la toma del poder sin las masas, la revolución
sin las masas. El pequeño
grupo inicial haría
el papel detonante. Lo que hicimos fue
una interpretación
de las ideas y principios básicos
del marxismo-leninismo. Concebimos la forma en que se podía
llevar a cabo la revolución
popular en Cuba, aunque las condiciones
objetivas no eran perfectas, no eran las ideales: no
existía
una profunda crisis en el país,
los precios del azúcar
permanecían
relativamente altos, cuando Batista tomó
el poder tenía
500 millones de dólares
en la reserva. Sufría
el pueblo, pero no existía
la crisis como cuando Machado en los años
30 del pasado siglo xx.
No era la
época
de las intervenciones, era una
época
de relativa bonanza económica
en el país.
Pero nosotros teníamos
tal confianza en la capacidad y en
el espíritu
del pueblo, que aun sin que se dieran las
condiciones sociales o económicas
ideales para la revolución,
creíamos
que, a partir del patriotismo, la dignidad, las
tradiciones, la rebeldía
del pueblo, el odio a la tiranía,
podríamos
movilizarlo y llevarlo victoriosamente a la lucha; es decir, la
revolución
popular, la revolución
para liquidar un sistema, la revolución
con el pueblo, la revolución
con las masas. Eso fue importante.
Antes del 10 de marzo, cuando denunciaba la
explotación
de los soldados en las fincas de los coroneles y en
las de los políticos,
sí
estaba tratando de ganar el apoyo de la masa
militar; cuando planteé,
a raíz
de la muerte de Chibás,
avanzar sobre el palacio y tomarlo con la multitud, señalé
que existía
un momento de desmoralización
del gobierno, que el Ejército
estaba neutralizado y que después
habría
que resolver el problema de
cómo
se tomaba el control del Ejército.
Todo esto explica que no perdiera ni un minuto en
conspirar con los militares.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
si no podían
ocupar las armas de otras organizaciones y tampoco podían
contar con el Ejército,
¿cómo
las obtuvieron?
Fidel Castro.
—Empiezo
a planear la estrategia antes de que
arrestaran a García
Bárcena,
desde que
él
se puso a decirle a todo el mundo que se estaba organizando una
conspiración
contra Batista y la toma de Columbia. Ya no se podía
confiar en
él,
entonces comenzamos a trabajar. En realidad yo fui
quien trazó
la estrategia y fue aprobada por Abel y Martínez
Arará,
quienes formaban conmigo el pequeño
grupo que ejecutaba los planes en el terreno militar.
El resto del grupo de dirección
no sabía
cuál
iba a ser la estrategia, se suponía
que fuera una acción
armada, y ellos confiaban en que yo elaborara los planes.
Había
que resolver el problema de las armas. Yo tenía
la teoría
de que nuestras armas estaban perfectamente
guardadas y engrasadas en los cuarteles del Ejército.
No teníamos
por qué
pasar mucho trabajo comprándolas,
importándolas,
moviéndonos
clandestinamente, si las armas estaban casi a
nuestro alcance. Lo que teníamos
que hacer era ocupárselas
al Ejército.
Pero para ello necesitábamos
un mínimo
de armas. Tal era la idea básica,
y la estrategia que elaboramos partía
de la concepción
de que era necesario hacer la lucha con
el pueblo, junto al pueblo, con las masas. No era
una conspiración,
no pensábamos
que el problema se resolvía
con una conspiración,
con un golpe de Estado, sino mediante una rebelión
popular, y nuestro rol consistía
en desatarla.
Todo nuestro plan, nuestra estrategia, se ajustó
a desarrollar la revolución
popular armada, y las armas había
que ocupárselas
al Ejército.
No planeábamos
tomar Columbia porque se habría
requerido un número
superior de armas y sería
otra concepción.
Hubiese sido la idea de tomar el poder con un grupo
de gente, y nosotros no considerábamos
que un grupo de gente podía
tomar el poder. Además,
desde un punto de vista práctico,
se necesitaban más
armas. Con nuestros hombres bastaba, pero
sí
se precisaban más
armas y la tarea hubiera sido mucho más
difícil,
porque las fuerzas concentradas en la ciudad eran
mayores. Es decir, aun si nosotros tomábamos
el cuartel principal de la capital, habríamos
tenido que combatir inmediatamente
contra otras unidades militares de la capital,
mientras que el pueblo, la fuerza potencial que pensábamos
desarrollar, habría
tenido poca oportunidad de participar.
También
en la capital el enemigo disponía
de cuantiosos recursos, mayor espionaje, más
actividad de vigilancia, comunicaciones de la policía,
la motorizada; en fin, planificar
la toma de dicha fortaleza habría
implicado movilizar más
recursos y, quizás,
una preparación
militar superior a la que habíamos
podido darles a nuestros hombres. Tal conjunto de
factores desaconsejaban la idea de tomar la
fortaleza principal de la capital.
Medité
mucho y llegué
a la convicción
de que el pueblo habría
estado dependiente de la acción
de un puñado
de hombres contra un Ejército
profesional que tenía
tanques blindados, estaba muy fuertemente armado y disponía
de la aviación.
Las posibilidades de realizar con
éxito
dicha acción
eran muy pocas, no se ajustaban en absoluto a la concepción
nuestra.
Con menos recursos y menos hombres podíamos
garantizar mejor la sorpresa total al tomar una fortaleza en el
extremo oriental del país.
Esto se adaptaba también
a la idea de las tradiciones de las provincias orientales de la
lucha por la independencia, a la topografía
del terreno en Oriente, la distancia
—a
1000 kilómetros
de la capital—.
Tomar allí
la fortaleza, significaba dominar inmediatamente la ciudad,
mientras que las otras unidades militares no tendrían
posibilidad de resistencia.
Además,
podíamos
rendir muchas pequeñas
unidades subordinadas al regimiento de Oriente; pensábamos
neutralizarlas rápidamente,
llamar al pueblo, armarlo y organizarlo.
Teníamos
mucho más
tiempo para incorporar a la población
al levantamiento, partiendo de una premisa, de un
estado anímico
de la población;
habríamos
dispuesto, por lo menos, de 24 horas para incorporarla y armarla. De esto
estaba absolutamente seguro. Contaba con los estudiantes, los obreros,
la población,
los ortodoxos de Santiago de Cuba. Toda aquella
gente, cuando la fortaleza hubiera sido tomada, habría
ido en masa para allí.
Yo tenía
muy presente lo ocurrido el 10 de marzo,
cuando el pueblo respaldó
a la guarnición
del Moncada mientras esta no se sumó
al golpe de Estado, y fue la
última
en hacerlo.
Yo conocía
bien a la población
santiaguera y las características
de la población
oriental, gente de tradiciones combativas,
muy rebelde; aparte de que pensaba contar
inmediatamente con algunas figuras políticas
con prestigio. No les había
hablado, pero estaba seguro de que tan pronto tomáramos
la fortaleza, nos apoyarían.
Calculaba que en Santiago de Cuba, Batista
necesitaba alrededor de 24 horas para poder contraatacar, aparte de que
era en todo el país
el objetivo importante más
pequeño,
más
al alcance de nuestras fuerzas. Columbia era una
fortaleza demasiado grande, tenía
unidades de infantería,
de artillería,
de tanques. Ocuparla físicamente
era mucho más
difícil,
se necesitaba gente más
preparada; mientras que la toma de la fortaleza
de Santiago de Cuba resultaba mucho más
simple, más
sencilla, también
mucho más
segura, y al tener que movilizar
un número
menor de hombres y de recursos, la sorpresa sería
más
efectiva.
Nuestra idea básica,
desde el primer momento, era tomar
la fortaleza y hacer prisionera a la guarnición,
la
íbamos
a capturar dormida, anticipábamos
que no era necesario tirar mucho, porque no podría
defenderse. En esencia, queríamos
hacer prisionera a la guarnición
y ocupar las armas. Yo tenía
calculado, además,
que podía
presentarse la aviación
y atacar la fortaleza; entonces, el plan original era,
después
de tomar la fortaleza, evacuarla, situar las armas en
los princi pales edificios de la ciudad, no en unidades
militares, así
el enemigo no conocería
dónde
estaban; de manera que si había
un contraataque de la aviación,
que podía
llegar rápidamente,
atacarían
una fortaleza vacía.
Pero era imprescindible un mínimo
de armas para lograr nuestro objetivo, entonces elaboramos un plan que
salió
perfecto.
Me percaté
de que Batista, preocupado por los arsenales
que los auténticos
traían
de Estados Unidos, como armas de
guerra, no prestó
atención
a las armerías.
No lo hizo
él
ni nadie de su gobierno. Las armerías
tenían
escopetas de caza, fusiles 22 y escopetas de cacería
calibres 16, 12 y 22. Aquí
siempre fue una tradición
el control de armas, no era como en Estados
Unidos. Si hubiéramos
estado en un país
como Estados Unidos habría
sido una maravilla porque allí
existe el mercado libre de armas. En Cuba no, aquí
perseguían
una pistola como un arma peligrosa; perseguían
un rifle calibre 30.06, un fusil Garand.
Una carabina M-1 era algo así
como una terrible arma de guerra. Era tal tipo de armamento el que
preocupaba a Batista, al Ejército,
a los cuerpos represivos, a la policía,
a todo el mundo; pero nadie hacía
caso a las escopetas aquellas que
vendían
los armeros bajo regulación.
Se necesitaba permiso, licencia; si alguien se presentaba como
revolucionario en una armería,
nadie le vendía
un arma, y mucho menos si resultaba
sospechoso.
Existían
varias armerías
en la capital y también
una en Santiago de Cuba. Yo, sin embargo, conocía
aquellas armas. Cuando era joven, siendo adolescente, había
aprendido a manejarlas en mi casa y sabía
lo que se podía
hacer con ellas.
Recordaba, porque ya eso lo había
probado, que un fusil 22 podía
matar un toro, si usted le da en el medio de la
testa. Había
cazado con las escopetas allá
en Birán.
Sabía
lo que podía
hacer una escopeta calibre 12 automática
porque en mi casa existía
una. Una escopeta automática
con nueve balines es un arma mortífera;
incluso, a veces vendían
armas con esos balines para cazar venados, puercos jíbaros;
para tal propósito
se vendían
las escopetas. No eran miles de escopetas, pero en
Cuba había
algunos cientos de escopetas de ese tipo.
El tiro era un deporte en Cuba. Existían
los clubes de tiro, donde se usaban escopetas de tiro al pichón,
de tiro a las palomas, como les decían.
Muchos burgueses disponían
de ellas y las usaban en los clubes de tiro. Era un deporte
propio de la gente de dinero. Cazaban palomas, patos, iban a los
campos de tiro…
Incluso, los fusiles 22 que estaban en algunos
lugares de tiro al blanco, se usaban en ese deporte.
Nadie pensó
en aquello, pero yo conocía
que esas armas podían
cumplir una misión
de guerra en determinadas circunstancias,
por ejemplo, para tomar un cuartel grande, no
para la lucha en campo abierto, para lo cual no son
las ideales; incluso, pueden ser efectivas en el bosque y muchas
veces,
en la guerra de guerrillas, nuestros hombres estaban
armados con ellas. Es decir, me di cuenta de que las armas
estaban en las armerías,
el mínimo
de las que necesitábamos.
Definí
dos programas: buscar dinero y comprar armas. El
Movimiento crecía
y nosotros buscábamos
recursos. Conversamos con varios líderes
políticos
del propio Partido Ortodoxo
y solicitamos fondos a determinada gente; algunos
nos daban 100 pesos, 200 pesos, así,
muy pequeñas
cantidades. Fue lo que obligó
a los compañeros
a hacer sacrificios muy grandes
—los
detallé
en
La historia me absolverá—.
Vendieron instrumentos y puestos de trabajo, carros, de todo;
pero aún
así,
en realidad aquellos fondos no alcanzaban, no eran
suficientes. Habríamos
necesitado alrededor de 20 000 pesos
para comprar todas las armas y municiones, alquilar
algunas casas, algunas fincas.
Siempre destacamos el rol de un compañero:
Ernesto Tizol, un muchacho joven que tenía
una pequeña
granjita de producir pollos. Estaba casado con una hermana de
Martínez
Arará
y militaba en el Movimiento. Era un muchacho alto,
delgado, rubio; muy sereno, muy flemático,
que, además,
poseía
un pequeño
negocio. Vivía
en las afueras de La Habana y
allí
tenía
una cría
de pollos. Siempre andaba vestido como un
burgués,
con unas botas altas. Tizol nos prestó
servicios muy importantes para adquirir el grueso de las armas. Lo
hicimos socio de un club de tiro, sacó
la licencia, todo absolutamente
legal, y lo enviamos a hacer contactos. Tenía
un tipo de inglés,
de burgués,
de hombre de negocios, que nadie podía
sospechar que fuera un revolucionario. Situaciones como la que
vivíamos
indiscutiblemente aguzaban el ingenio.
También
le abrimos su cuenta de cheques en el banco.
Nosotros teníamos
varias cuentas, con poco dinero, pero varias
cuentas de cheques. A veces [Renato] Guitart
compraba un viernes un arma en Santiago
—cuando
aparecía
una—,
y entonces le decíamos:
«Cómprala
y págala
con un cheque».
Y entre el viernes y el lunes teníamos
que buscar el dinero para depositarlo en el banco.
Con Tizol visitamos varias armerías.
Él
tenía
licencia, todo en regla, legal, miembro de un club de tiro…
y, claro,
él
trataba con comerciantes y a ellos les interesaba vender.
Entonces, Tizol fue creando una leyenda de hombre de negocios
que estaba por Pinar del Río,
que tenía
amigos ganaderos, industriales,
y así
compró
el primer fusil, una escopeta automática,
en una armería,
después
en otra, luego en otra. Si una escopeta
valía
100 pesos, le dábamos
80, y cuando iba a comprar la escopeta sacaba la cartera, ponía
los 80 pesos y firmaba un cheque.
Tizol iba y venía,
compraba; fue haciéndoles
creer a los dueños
de las armerías
—eran
tres o cuatro armerías,
fundamentalmente—,
en un período
de meses, que
él
también
se ganaba una pequeña
comisión
cuando compraba una esco peta, porque la compraba para un amigo, hasta pedía
rebajas:
«Tengo
unos amigos allá
en Pinar del Río,
en tal lugar»,
decía.
Después
Tizol iba y pagaba el 70% en efectivo, y el 30% en
cheque. Así
se fue ganando la confianza de aquellos armeros,
porque llegaba y pagaba con cheque. Pero no compró
muchas armas, unas pocas, porque además,
también
debíamos
adquirir los uniformes, hacer distintos tipos de gastos, y el
esfuerzo que hacían
los compañeros
no era suficiente.
Creo que lo mejor fue haber hecho un plan con muchos
meses de anticipación,
en virtud del cual, al final, compramos
a crédito
la mayor parte de las armas, así
fue. La mayor parte de las armas que compramos en las armerías
las adquirimos el viernes 24 de julio, 36 horas antes de la acción,
es decir, las dos terceras partes de las 160 armas.
El trabajo de Tizol fue perfecto. Claro, ya
él
llevaba a otros que lo ayudaban, y siguió
haciendo el papel de hombre rico
durante meses. Se iban movilizando determinados
recursos; pudimos comprar, digamos, un tercio de las armas.
Como todo se organizó
entre la tarde del viernes 24 y la madrugada
del sábado,
al otro día,
nosotros trasladamos dos tercios de las
armas desde La Habana hasta Santiago de Cuba.
¡Increíble!,
y fue una por una.
Los armeros ya se habían
convertido en socios de Tizol, y
estaban totalmente encantados con las ganancias y la
seriedad de aquellas operaciones. Nosotros, realmente, la
idea que te níamos
era restituir aquel dinero el propio lunes, cuando
tomáramos
la fortaleza. En nuestra idea no estaba dejar sin
pagar las armas; le exigiríamos
un préstamo
a los bancos en Santiago de Cuba después
que tomáramos
la fortaleza, porque no queríamos
engañar,
es decir, no queríamos
dañar
a aquella gente.
Entonces,
¿qué
se hizo? El
último
día,
ese viernes, se pagó
el 20% en efectivo y se entregó
un cheque por el 80% del valor
de las armas. Así,
el viernes 24, en las armerías
de La Habana y Santiago de Cuba, compramos decenas de armas. Fue un
trabajo organizado durante meses.
Realmente la clave de dicha operación
fue Tizol. Además,
él
sirvió
de contacto con los clubes de tiro en la capital,
porque habíamos
hecho lo mismo que en las armerías.
Inscribimos a una serie de compañeros
en los clubes de tiro, y los
últimos
entrenamientos se hicieron allí
—la
gente nuestra aprendió
a tirar con las escopetas al platillo, rompían
los platillos en el aire como los tiradores olímpicos—.
La gente aprendió
a tirar bien.
Katiuska Blanco.
—Así
fue como usted y otros moncadistas,
en 1953, entrenaron
—sin
saberlo—
con las escopetas usadas por el escritor norteamericano Ernest Hemingway. En
el año
2007, el diario
Juventud Rebelde
publicó
el testimonio de Fernando Silvano Pérez,
quien tuvo a su cargo las armas de
caza del escritor en el Club de Cazadores del Cerro
y lo menciona a usted, a Abel, Pedrito Miret, Oscar Alcalde y
otros.
Él
respondía
por el préstamo
de las armas y estaba autorizado
para utilizar las que entendiera.
Fernando Silvano Pérez
también
cuenta que algunos de ustedes le pidieron que no anotara sus nombres si
los conocía
y que así
lo hizo. Dijo que usted tiraba con cualquier
escopeta, pero que
él
le daba la preferida por Hemingway, la que
él
llamaba
«la
yegua»:
una calibre 12 de dos cañones
que
«era
un trueno».
El hombre aseguró
que usted sabía
más
de armas que
él,
pero usted se conformaba con la que le pusiera en
las manos.
En la entrevista, concedida al periodista Luis Hernández
Serrano, Fernando Silvano también
le comentó
que les prestaba unas escopetas de dos cañones,
con uno abajo y otro arriba,
reconocidas como las famosas
over-under.
Fidel Castro.
—Sí,
leí
esa entrevista
¡Qué
coincidencia!
¿Verdad?
¡Quién
lo habría
imaginado entonces!
Además,
en todos los clubes de tiro y dondequiera que
existía
un tiro al blanco, allí
entrenábamos
a la gente con fusiles; no fue solo en algunos lugares en el campo. La gente
iba a todos los centros de tiro, como un ciudadano más,
a tirar.
Batista, su policía,
su Ejército,
todo el mundo permanecía
encantado de la vida, confiado en su poder;
mientras, un grupo, aprovechando todas aquellas posibilidades,
entrenaba. Y tiraba excelentemente bien la gente nuestra. Les
pudimos dar una buena preparación.
Excepto algunas pistolas aisladas, otras armas de
Birán
y las que tenía
Pedrito Miret para el entrenamiento en seco de
nuestras fuerzas, todas las demás
armas las compramos en las armerías.
Y el entrenamiento básico
se lo dimos a los hombres en los centros de tiro de una manera legal, incluso,
utilizando el crédito.
Creo que el plan y el programa mediante el cual
adquirimos las armas en las armerías
fue una de las cosas más
perfectas que hicimos. Se concibió
con meses de anticipación,
cuando nos dimos cuenta de que no
íbamos
a reunir los fondos imprescindibles por mucho que nos esforzáramos.
Hasta
última
hora, hasta el día
24 de julio, no habíamos
comprado todavía
la mayor parte de las armas. Claro, no fueron
todas, diría
que un 30% de las armas las habíamos
comprado y enviado antes; pero el grueso llegó
en la tarde y en la noche del sábado
25 de julio a Santiago de Cuba. Todo salió
estupendamente bien, perfecto. |