08Cayo
Confites, Orfila, lanzarse a las aguas de la bahía
de Nipe, Birán,
regreso a la Universidad
Katiuska Blanco.
—Comandante,
la noche del 12 de marzo de 2004, después
de condecorar en el Palacio de la Revolución
a la luchadora comunista chilena Gladys Marín,
usted narró
pasajes de la expedición
de Cayo Confites. Recuerdo con fascinación la charla extendida hasta la madrugada. Se me
quedaron grabados en la memoria los riesgos por los que pasó
después
de lanzarse a las aguas de la bahía
de Nipe. Luego supe por el periodista Luis Báez
que cuando usted se enroló
en la aventura, su mamá
fue a buscarlo a Holguín
para disuadirlo de su participación, pero no consiguió
convencerlo
¿Podría
narrarnos toda la historia?
¿Qué
razones lo llevaron a sumarse al intento militar de liberar a la República
Dominicana de la dictadura de Trujillo?
Fidel Castro.
—Finalizando
el curso del segundo año
hice los exámenes
de algunas asignaturas. Yo era el presidente de la Escuela de Derecho y todos me conocían,
además,
como presidente del Comité
Pro Democracia Dominicana. Tenía
muchos amigos dominicanos que eran exiliados y cuando se
habló
de que se iba a organizar una expedición
para derrocar a Trujillo, me sentí
moralmente obligado a participar. Tan pronto
empezaron a reclutar gente, dejé
de hacer los exámenes
que tenía pendientes y me enrolé
en la expedición.
Fue después
de la
tregua que hubo en la Universidad, tras la
reconciliación
que tuvo lugar a partir de las elecciones.
Es necesario explicar que aquel grupo de Rolando
Masferrer, Mario Salabarría,
Manolo Castro, practicaba la demagogia política.
Masferrer, por ejemplo, había
estado en la Guerra Civil Española,
del lado de la República,
era comunista, después se corrompió,
renegó
del comunismo, pero se quedó
con el lenguaje marxista-leninista que había
adquirido como comunista. No era mal escritor; como periodista sabía
redactar bien, aunque era panfletario en sus artículos.
Primero tuvo una revista, creo que se llamaba
Tiempo en Cuba,
desde la cual hacía
todo tipo de cosas, chantajes, por ejemplo. Era una pluma alquilada. Luego tuvo un diario.
Katiuska Blanco.
—Sí,
lo editaba en Santiago de Cuba y los analistas apuntan como una ironía
o un descaro insólito
el hecho de titularlo
Libertad
durante la dictadura batistiana.
Fidel Castro.
—Todo
aquel grupo tenía
ambiciones políticas,
de poder. No les quedaba ninguna ideología
social ni política,
solo ambición
de poder. Entre ellos el más
ambicioso era Masferrer y era, a la vez, el de mayor cultura política,
el teórico
pudiéramos decir; los demás:
[Mario] Salabarría,
Manolo Castro y otros, habían
sido gente de acción,
pero sin cultura política
ni gran preparación.
Manolo Castro, líder
entre los estudiantes, tendría
alrededor de 40 años.
Era una persona adulta.
Descubrí
de inmediato que en dicho grupo predominaban las ambiciones de poder. No existía
otro objetivo en su lucha; eran en realidad demagogos. Masferrer utilizaba su
formación marxista, hablaba de los obreros, los campesinos,
las causas populares.
El grupo no tenía
acceso al Ejército,
pero penetró
el cuerpo de la policía
y llegó
a controlar todas las actividades policiales, los organismos represivos y la Policía
Nacional como primer elemento de fuerza, porque ambicionaban llegar al
poder algún día.
Como grupo armado era fuerte; pero el Ejército
batistiano era bastante reacio al gobierno auténtico,
solo existían algunos altos oficiales leales al gobierno.
Por entonces, Batista había
abandonado el país,
aunque el Ejército
que fungía
seguía
siendo el mismo. El gobierno de Grau lo mantuvo virtualmente. Ascendieron con
rapidez a un individuo, Genovevo Pérez
Dámera
y lo nombraron jefe del Ejército.
Dicho individuo resultó
ser un ladrón,
un corrupto, como casi toda la gente del gobierno.
Uno de los factores que determinó
el acatamiento de Batista al resultado de las elecciones de 1944, finalizando
la Segunda Guerra Mundial, fue la gran campaña
contra el fascismo, contra las dictaduras, contra los gobiernos militares, todo
eso olía a fascismo y se consideraba repugnante. En tal
clima, Batista,
«el
gran demócrata»,
que luchaba en la coalición
de países
«democráticos»
contra el fascismo, lógicamente,
ante la
montaña
enorme de publicidad sobre la democracia y sobre todos los derechos, tuvo que aceptar el triunfo de
Grau.
Se apartó,
se fue para Estados Unidos y Grau se quedó
en el gobierno; pero el Ejército
siguió
siendo batistiano. Un Ejército al que Batista concedió
toda clase de privilegios, ventajas, prebendas, canonjías;
los militares sentían
nostalgia por los años
de su gobierno. Aunque seguían
robando y conservaban determinados privilegios, aquellos eran muchos menos
que en la
época
de Batista;
él
les proporcionó
cuantiosos recursos.
Fue verdaderamente absurdo que el gobierno civil de
Grau mantuviera intacto al Ejército
batistiano. Eso también
me sirvió
de lección.
Aquel Ejército
podía
tomar el poder en cualquier momento.
Los grupos que controlaban la Universidad y la policía
tenían aspiraciones de alcanzar un día
el poder y vieron en la causa dominicana un poderoso instrumento para su política, la oportunidad de ganar prestigio, armas y un
gobierno amigo, vecino, un gobierno revolucionario; la oportunidad
de desarrollar un ejército,
una experiencia internacional, como parte de sus ambiciones de alcanzar el poder por
cualquier vía.
Actuando de manera oportunista, se montaron en el
carro de la revolución
dominicana, una causa que daba prestigio nacional e internacional.
Después
de la guerra, con Grau en el gobierno, Trujillo tenía que caerse, aunque en Centroamérica
había
otros dicta dores, ellos utilizaron demagógicamente
tal bandera con fines de política
interna.
Por entonces, nombraron ministro de Educación
a José
Manuel Alemán,
un hombre absolutamente corrompido, un aliado de Grau, apoyado por la cuñada
de este. El Ministerio de Educación
era uno de los que contaba con más
fondos, no tantos en realidad, pero donde se podía
robar con más
fácilidad. Entonces, el grupo de Salabarría,
Masferrer y Manolo Castro, hizo una alianza muy estrecha con Alemán,
aspirante a presidente en un futuro, quien pretendía
mantener su posición;
no poseía
ninguna historia revolucionaria, pero en aquel ambiente politiquero creó
una maquinaria política
con el dinero robado, porque fue el ministro que más
robó
en la historia de este país,
como titular de Educación.
Dicho politiquero corrupto también
utilizó
la causa dominicana para ganar prestigio. Como ya casi todos los exiliados del
movimiento dominicano se iban reuniendo aquí,
empezaron a organizar la expedición.
Pero
¿quiénes
los apoyaban en Cuba? El gobierno de Grau, a través
de Alemán,
y el grupo de Masferrer que contaba con el control de la Universidad y los grupos represivos.
El gobierno asumió
el financiamiento de la expedición:
iba a salir de Cuba, se estaba organizando en nuestro país
y la mayor parte de los que participarían
serían
cubanos. Algunos dominicanos que habían
sido terratenientes tenían
determinados fondos, uno
de ellos era el exsenador Juan Rodríguez,
nombrado jefe de la expedición,
pero la mayor parte del financiamiento la puso el gobierno cubano. En la FEU existía
el Comité
Pro Democracia Dominicana donde yo venía
trabajando desde muy temprano. Su importancia era relativa, no contaba con
recursos; era más bien una forma de expresar el apoyo de los
universitarios a la causa dominicana. Me había
tomado muy en serio la tarea.
Yo no tenía
nada que ver con Alemán
ni con el grupo integrado por Masferrer, Salabarría,
Eufemio Fernández,
Manolo Castro
—ellos
eran los jefes—;
pero estaba comprometido con los dominicanos y con el Comité
Pro Democracia Dominicana, por lo que a la hora de la verdad, cuando se
preparaba la expedición
para luchar contra Trujillo, me inscribí
inmediatamente, me incorporé
a la expedición
que se estaba organizando. Consideré
que era mi deber más
elemental. Creo que fui el
único
del comité
que lo hizo.
Cuando llegó
el momento de la expedición,
me marché
hacia Oriente y no pasé
ni por mi casa. Viajé
en guagua hasta Holguín,
donde se estaban reuniendo los reclutas, de allí
partí
para Antilla y de Antilla para Cayo Confites, al
noroeste de Camagüey.
Fue en verano, se iniciaban las vacaciones, había examinado algunas asignaturas, pero otras las dejé
pendientes porque llegó
el momento de la salida y me fui.
Resulta curioso que me enrolara en aquella expedición cuando los que estaban al frente eran mis enemigos.
Yo tenía
amistad con los patriotas dominicanos, luchadores
durante muchos años,
los admiraba. Pero los cubanos que tenían
todo en sus manos, quienes estaban al frente de la
expedición,
eran mis enemigos; estaban con el gobierno, y nosotros en
contra.
Después
de las elecciones de la FEU hubo una tregua de meses; en aquel breve período
fue cuando me involucré
en la expedición,
en el mes de julio de 1947.
Al Ejército
batistiano no le gustaba mucho este desorden: la expedición
contra Trujillo, quien seguramente les parecía un gran
«patriota»,
como Batista. No le gustaba mucho a un jefe del Ejército
corrupto, aunque era hombre de confianza de Grau. No miraba aquello con mucha simpatía.
Recuerdo que, trasladándome
de Holguín
a Antilla, tuve una gran discusión
con un teniente o un sargento llamado Manfugás,
porque detuvieron la caravana de camiones varias horas sin razón.
Él
estaba con una patrulla de soldados, y yo tenía
mi dosis grande de antipatía
contra el Ejército
batistiano. Conocía
a Manfugás
de Birán,
de la capitanía
de Mayarí;
un suboficial de una familia de militares, algunos de
ellos fueron después
esbirros. Tuvimos una acalorada discusión.
Recuerdo muy bien el incidente.
Aquello estaba tan desorganizado que a mí
me llevaron por el puerto de Antilla, más
al este, no fui por Camagüey,
sino por la provincia de Oriente, mucho más
lejos, donde decidieron los organizadores, y aquella noche o al otro día
abordamos
unos barcos. No recuerdo en realidad el episodio de
mi madre; han pasado muchos años.
Recuerdo que desde Antilla navegamos muchas horas en una pequeña
goleta. Vencimos el trayecto con mucho trabajo, hasta que por fin llegamos a Cayo
Confites. Ubicado al noroeste de Camagüey,
a unos 12 kilómetros
del archipiélago
Sabana-Camagüey,
Cayo Confites es como una cresta rocosa con escasa vegetación,
apartada del territorio nacional. Se encuentra en las inmediaciones del
Canal Viejo de Bahamas, cerca de un cayo inglés
denominado Cayo Lobo. No podía
faltarle un faro como guía
para las embarcaciones. En Cayo Confites existía
una lancha rápida,
especie de torpedera, que cubría
frecuentemente la distancia entre Nuevitas y Cayo Confites.
Cuando llegué
había
alguna gente. La plana mayor estaba encabezada por Masferrer.
Eufemio Fernández,
miembro del mismo grupo
—tenía ciertas características
diferentes que lo distinguían
de Masferrer o Salabarría,
también
había
estado en la Guerra Civil Española—,
mandaba el segundo batallón.
Feliciano Maderne, jefe del tercer batallón,
era un revolucionario cubano de la lucha contra Machado, con experiencia militar anterior. En el año
1932 trajo la expedición
de Gibara. Una gran proeza que no terminó
en nada; una especie de
Granma
con más
gente y muchas armas, en la
época
de la lucha contra Machado. Habían
librado una guerrita por Giba ra, al norte de Holguín,
y fueron derrotados, pero adquirieron mucho prestigio. En aquella
época
todo el que viniera en una expedición
o participara en alguna acción
armada contra el gobierno, de Machado o de Batista, alcanzaba mucha
fama.
A Maderne pudiéramos
considerarlo un hombre de izquierda, recto, progresista, diferente a los otros jefes. Una persona honorable, patriota, caballerosa, más
viejo que los otros; como tenía
experiencia militar
—había
sido cadete, oficial—, pusieron bajo su mando el tercer batallón.
Naturalmente, me enrolé
en el batallón
de Maderne. No me fui al de Masferrer ni al de Eufemio; fui al
único
batallón donde creí
que podía
ir. En
él
participé
en dos o tres hechos importantes;
éramos
entre 20 o 30 hombres aproximadamente, de una compañía.
Allí
me hicieron teniente, era jefe de pelotón y recibí
instrucción
militar. Hice ejercicios de infantería con morteros, había
que desplegarse, manejar armas; todo con un carácter
bastante elemental desde el punto de vista militar. Las instrucciones no eran muy sistemáticas,
no existía
un programa de preparación.
Al final, me hicieron capitán
y jefe de una compañía
porque el anterior desertó.
Fue la segunda oportunidad en que me dieron grados.
Debo decir que mis adversarios de la Universidad
siempre me trataron con respeto y nunca fui objeto de ningún
intento de humillación,
nunca, nunca. No recuerdo ni una sola vez una falta de consideración
o de respeto en relación
conmigo,
aunque estaba en otra unidad que no tenía
nada que ver propiamente con aquel grupo.
Además,
había
una compañía
de morteros dirigida por un exoficial, no sé
si de Nicaragua u Honduras, que se llamaba Rivas. Era buena persona, indiscutiblemente, un patriota
centroamericano.
Así
que existían
tres batallones con tres jefes cubanos y una compañía
de morteros dirigida por Rivas. Los dominicanos integraban la plana mayor de los batallones
—en
la jefatura general—,
o eran soldados, pero realmente, el grupo de cubanos tenía
el control de la expedición:
la logística,
los barcos, el mayor número
de combatientes, el dinero y todos los recursos en general. Allí
se reunió
la expedición
para entrenarse e invadir Santo Domingo y derrocar a Trujillo.
Fue una de las acciones peor organizadas que conocí
en mi vida: el reclutamiento fue público.
Toda La Habana sabía
que se preparaba un ejército
para invadir Santo Domingo y derrocar a Trujillo. No se reclutó
el personal a partir de ideas. No fue sobre la base de una ideología;
aceptaron a mucha gente sin empleo, que estaba pasando hambre, les hablaron de
la expedición y
،vaya
usted a saber lo que les ofrecieron! No hubo selección
alguna, primó
un espíritu
aventurero. No buscaron campesinos de las montañas,
gente que conociera el terreno; no, no,
،la
gente menos apta para una guerra revolucionaria fue la que escogieron! Sin preparación
política,
con la
única
virtud de ser gente de pueblo. Lo mal hecho empezó
por la forma de reclutamiento, la ausencia total de selección
y discreción. Claro, entre los enrolados, muchos dominicanos y cubanos eran gente buena; Maderne y Rivas resultaron
personas respetables, pero la inmensa mayoría
fue reclutada sin un criterio selectivo.
No se puede decir que eran gente mala, pero no tenían
una idea clara en relación
con la causa que defendían,
se habían sumado por embullo, para ver si encontraban solución
a sus problemas. No sé
qué
les prometieron, tal vez les dijeron que cuando llegaran a Santo Domingo les iban a pagar.
Más
tarde, antes del Moncada, yo personalmente recluté, organicé
y entrené
1200 hombres; un solo individuo prácticamente, en una organización
celular, secreta; tan secreta que atacamos el Moncada y nadie se enteró
de lo que
íbamos
a hacer. Pero, bueno, una característica
que también
prevalecía
en la
época
era la indiscreción,
la falta de métodos
conspirativos.
Si más
adelante me hubieran pedido a mí
organizar una expedición
seria contra Trujillo, lo hubiera hecho exactamente igual a la que utilicé
para el asalto al cuartel Moncada, y no se habría
enterado nadie.
،Habría
reclutado a 1200 hombres para entrenarlos en la clandestinidad, y no habría
sido un escándalo
colosal! Cuando el Moncada fueron organizados y entrenados clandestinamente y era posible
reunirlos en 48 o 72 horas. Eso se podía
hacer secretamente, como hicimos lo
del Moncada, organizarlos en un mínimo
de tiempo y con el máximo
de discreción.
En aquel tiempo y con tantos recursos habría
sido mucho más
fácil.
Los reclutados para Cayo Confites estuvimos
alrededor de 100 días
—tres
meses, por lo menos—,
en condiciones horribles: no había
agua, no existía
un campamento. El agua se llevaba en bidones de petróleo,
que ni siquiera habían
sido lavados cuidadosamente, y sabía
a combustible; la comida era pésima, teníamos
que cocinarla nosotros mismos como pudiéramos, en tanques también,
con mucho trabajo.
Eran los meses de primavera y verano. Llovía
mucho, no teníamos
donde cobijarnos, sino en chabolas, unas pequeñas cabañitas
de paja que protegían
de los rayos del sol, pero no de la lluvia. Cuando llovía,
como no teníamos
capa ni protección alguna, nos empapábamos
por completo. Además,
apenas tenía
árboles
aquel cayo; era arenoso. Se extendía
entre un kilómetro u 800 metros. De ancho eran unos 200 o 300 metros y hacia el sureste tenía
una buena playita, más
profunda, donde se acercaban los barcos provenientes del territorio
nacional.
Las condiciones materiales de la tropa eran
miserables.
،Increíble!,
،con
todo el dinero, con todos los recursos de que disponían! Mandaron a los hombres para un cayo desolado. Pienso que se hubiera podido organizar muy bien: llevar
agua, alimentos adecuados. Los jefes permanecían
en unas cabañitas…
،No se sabe lo que ellos hicieron con todo aquel dinero!
Lo que viví
me sirvió
de experiencia porque me enseñó
realmente qué
cosas no deben hacerse. Me percaté
de que los jefes eran incapaces, ineptos política
y militarmente como organizadores. Era una pandilla con ambiciones políticas: adquirir gloria, prestigio, poder, armas, bases.
Aquella mafia
—vinculada
a un gobierno nepotista, corrompido y a uno de los personajes más
ladrones y tenebrosos de la historia de Cuba, que fue José
Manuel Alemán—,
pensaba retornar a Cuba tras la expedición,
por buscar la notoriedad y los laureles.
Allí
ocurrieron todo tipo de episodios: algunos
conflictos entre soldados, hubo quienes se mataron entre sí
por problemas personales. Recuerdo una pugna entre Cascarita y alguien de La Habana que por problemas personales
había matado a otro.
En una ocasión
se produjo un conflicto
—cosa
curiosa—
entre el batallón
de Masferrer y el de Eufemio. Tuvieron un altercado a pesar de pertenecer al mismo grupo.
Eufemio era un hombre un poco más
decente, en mi opinión, más
correcto con su tropa. Masferrer era muy despótico, creo que en la Guerra Civil Española
había
sido comisario y utilizaba los métodos
de aquella guerra. Siempre andaba rodeado de un grupo, mucho teatro, viviendo un sueño,
no sé
lo que pensaría;
era uno de los que tenía
más
autoridad. Mientras Eufemio era una especie de caudillo, jefe amistoso y
paternal en su batallón,
Masferrer era el teórico,
el jefe duro. Su bata llón
estaba en el extremo este y el de Eufemio en el
centro; el batallón
de Maderne hacia el oeste, y cerca de allí
radicaba la compañía
de morteros comandada por Rivas; más
otros cubanos y dominicanos. Creo que lo peor que había
allí
era Masferrer.
Cuando parecía
que se iba a producir un combate, hice una gestión;
muy discretamente hablé
con Rivas y le dije:
«Rivas, si esta gente entra en combate hay que apoyar al
batallón
de Eufemio porque me parece mejor. Si entre los dos van
a entrar en una batalla allí,
el peor me parece el otro, el más
despótico, el más
cruel».
Entonces Rivas instaló
los morteros, por si de una forma o de otra participábamos.
Creo sinceramente que habría
sido decisivo; pero, por suerte, hubo un arreglo y no se produjo el combate.
No recuerdo qué
provocó
el incidente, pero debió
ser algo intrascendente. Creo que por un problema de
personalidad. Pero, desde luego, Eufemio tenía
menos antipatía
entre la gente. Masferrer casi quería
imponer su jefatura y la disciplina a base del terror. Era un personaje tenebroso, un
verdadero loco. No sé
si llegó
a saber que cuando se produjo el conflicto yo me incliné
por la otra unidad.
Durante aquel período
se esperaba más
personal procedente de Cuba, Miami y otros lugares. Estando en la isla,
un día
llegó
un grupo de dominicanos y, entre ellos, Juan Bosch. Muy pronto hicimos amistad. Entre tanta gente en el
cayo a
mí
me gustaba conversar con
él;
de todos los dominicanos que conocí
fue el que más
me impresionó.
Lo recuerdo como un hombre mayor. Cumplí
21 años
en el cayo, y pienso que Bosch ya tendría
unos 36 o 37 años.
Su conversación
realmente conmovía,
la forma en que se expresaba; parecía
un hombre muy sensible. Vivía
muy modesto allí,
igual que todos los demás,
y creo que sufría
lo mismo que la gente. Yo no lo conocía,
no sabía
que era el escritor, el historiador, el intelectual. Lo vi como un dominicano honorable, de conversación
agradable, que decía
cosas profundas y sensibles; trasmitía
todo eso. Se le veía
como una persona que sentía
los sufrimientos de los demás,
estaba sufriendo por el trabajo duro de la gente. Además
vivía
la emoción,
porque era el intelectual, al fin y al cabo, que se incorpora a
la acción,
llegada la hora de la lucha
—un
poco como hicieron Martí
y otros muchos intelectuales de nuestra propia guerra—.
Pudiéramos decir que era allí
el hombre de mayor calibre, el más
destacado.
Muchas veces nos
íbamos
para un extremo de la isla y conversábamos; sus palabras me marcaron mucho. Así
nos hicimos amigos. La amistad tiene un mérito
por su parte,
él
ya era una personalidad y yo era un estudiante joven que no
significaba nada entre tantos jefes, coroneles…
Yo era un teniente y mandaba un pelotón.
Sin embargo, Bosch me trató
con mucha deferencia y consideración.
Estaba todo el mundo esperando con ansiedad. Cada
bar co que atracaba despertaba esperanzas. Era la
oportunidad de que los dirigentes arribaran y se tomaran
decisiones. Después que llegué,
el primero en atracar fue un pequeño
barco, una especie de torpedera. En un momento dado llegó
don Juan Rodríguez,
el gran jefe teórico
de toda aquella expedición
por la parte de los dominicanos. Lo conocía,
había
sido, incluso, trujillista, senador, tenía
dinero y por eso cierto renombre. Arribó
en una barcaza de desembarco llamada
Maceo.
Era el lugar donde el general Rodríguez
tenía
su puesto de mando
—eso
de general era un título
que se había
puesto
él
mismo.
Después
estuvimos mucho tiempo esperando otro barco; todos los días
anunciaban que venía,
y que cuando llegara se iniciaría
la expedición.
Todo el mundo estaba desesperado porque viniera el próximo,
porque aquel cayo era un infierno.
Entonces, por fin llegó
El Fantasma
—le
pusieron así
porque todos los días
lo esperábamos
y nunca se aparecía—;
con su arribo tuvimos la impresión
de que se acercaba el momento en que zarparía
la expedición.
Se conocía
que a disposición
de las fuerzas revolucionarias estaban algunos aviones bastante modernos, de la
Segunda Guerra Mundial
—corría
el año
1947—.
Este grupo del gobierno cubano y los dominicanos consiguieron,
indiscutiblemente con cierta cooperación
de Estados Unidos, 12 o 15 aviones de combate. Con alguna frecuencia sobrevolaban la
isla. Parece que para levantar la moral de la tropa y hacer algún
en trenamiento. De vez en cuando pasaban rasantes. Quizás
voló
alguna vez un avión
norteamericano y nosotros creímos
que se trataba de uno de los nuestros.
Aquello, desde luego, le daba cierta moral a la
tropa; pero no tengo la menor duda de que pasó
algún
avión
yanqui también, para explorar el secreto más
conocido de la historia, lo publicaban los periódicos
y de ello hablaba todo el mundo; era una conspiración
pública
totalmente, un poco adaptada al carácter latino, caribeño,
cubano. Pero, claro, tal forma de hacer las cosas era errónea.
Un día
tuve que cumplir una misión.
No recuerdo bien a qué
me mandaron en una especie de torpedera rápida
a Nuevitas y a Camagüey.
Estuve en Camagüey
un día,
vi la civilización 24 horas y regresé
en el mismo barco junto con otros, volví
al cayo.
Cuando
íbamos
acercándonos
al cayo, Pichirilo [Ramón Emilio Mejía
del Castillo], un dominicano jefe de aquel barco, muy buen marino, una persona muy buena que luego
vino con nosotros en el
Granma,
vio una goleta a una distancia en que normalmente no se divisaría
y dijo:
«Esa
es la goleta
Angelita,
de Trujillo».
Aquel hombre tenía
una vista tremenda. Yo me quedé
asombrado por la seguridad con que afirmó
su visión.
En cuanto llegó
al cayo dio la voz de alarma y avisó
al mando que por allí
estaba cruzando la goleta
Angelita,
de Trujillo, que se dirigía
de Este a Oeste, como procedente de Santo
Domingo. No se sabía
si se encontraba armada o si estaba espiando, o qué
hacía
por esa zona. Toda la fantasía
se desarrolla siempre en situaciones de expediciones, aventuras y
guerra.
Se armó
en medio del Atlántico
un revuelo colosal. Un problema importante estaba teniendo lugar. Se
reunieron los jefes, se formó
la tropa, más
bien un grupo grande de combatientes. Enseguida pidieron voluntarios para atacar la goleta de Trujillo y tomarla. Yo fui el primer voluntario
que levantó
la mano para la aventura de capturarla. Me enrolé,
tomé
mi fusil y listo.
Entonces prepararon
El Fantasma,
porque era más
rápido que la
Maceo.
Nos montamos de inmediato desde la misma orilla, porque era una barcaza de desembarco,
bastante grande, seríamos
20 o 30 los encargados de la misión.
Dieron la vuelta, ya
Angelita
venía
acercándose,
y de pronto, parecía
que al ver nuestro barco, la goleta se alejaba. Estuvimos unas tres horas para darle alcance, hasta
que nos fuimos acercando, pegaditos, muy cerca, muy cerca.
Efectivamente, cuando nos aproximamos lo suficiente se comprobó
que la goleta se llamaba
Angelita
y seguimos la misma operación hasta que, a unos metros de ella, casi pegados, nos
levantamos por la borda
—porque
tenía
como una cubierta—,
y le dimos el alto.
Había
un hombre en cubierta, al que se le dio el alto, se
le ordenó
que no se moviera, pero
él
se movió,
corrió
y entró.
Yo
era el que más
cerca estaba, pero no le tiré;
no sé
si alguna de la gente hizo algunos disparos al aire. Le di el
alto, se suponía que la goleta podía
estar armada, que podía
tener dinamita o traer gente bajo cubierta, soldados de Trujillo. No
sé
ni cómo lo hicimos, sé
que desde la proa del barco salté
sobre la cubierta de la goleta. Fui el primero que llegué,
penetré
en la cabina e hice prisioneros a los tripulantes. Pero me di
cuenta de que aquel hombre no era un peligro y no había
nadie armado, no tenían
ningún
arma ni dinamita ni nada. Era una goleta de Trujillo porque todo en Santo Domingo era de
él,
y cruzaba por allí,
porque era el lugar por donde tenía
que pasar.
Por cierto, a Masferrer lo designaron al frente del
grupo de voluntarios. Estaba hecho todo un jefe, un gran
general, con el capitán
del barco, en el puesto de mando. Nosotros tomamos la goleta, hicimos prisionera a la tripulación
y capturamos el barco. Recuerdo que regresé
en el
Angelita,
ya capturado, para Cayo Confites.
Aquella goleta regularmente viajaba entre Santo
Domingo y Miami. Buscaba en Miami mercancías,
entonces podía
suponerse que exploraba o espiaba, porque pasó
cerca del cayo. Los jefes lo estimaron así.
Incluso, Masferrer y algunos hombres suyos trataron con rudeza a los tripulantes. A los
que iban a bordo les decían
en términos
violentos:
«Ustedes
son espías y tienen que hablar o los vamos a fusilar».
De palabra y de hecho los ofendieron. No me gustó
aquella forma de tratar a
los marineros del
Angelita.
Yo no los golpeé
ni los empujé
ni actué
agresivamente con ellos, porque era gente desarmada, más
bien casi me inspiraron pena.
Pero, bueno, cuando
íbamos
llegando de retorno con el barco estaba reunida toda la multitud, mil y tanta
gente, esperando allá
en la orilla de la playa; todo el mundo expectante para conocer cuál
era el desenlace de la gran aventura, de la cual salió
capturada una goleta con unos infelices trabajadores dominicanos. Eso fue lo que nosotros hicimos,
nuestra proeza se redujo a capturar la goleta con unos infelices
que no estaban espiando, simplemente iban y venían
de viaje a Miami a buscar mercancía;
no cumplían
ninguna misión
de guerra. Esta es la verdad.
Era buena gente, siete u ocho a lo sumo. Llegaron,
desembarcaron y empezaron a vivir con nosotros, se suponía
que eran prisioneros pero, al fin y al cabo, terminaron
en la expedición, tanto los marineros de la goleta como la embarcación misma.
Trujillo podía
utilizar otra forma de chequearnos: podía emplear aviones de exploración.
La situación
psicológica
propiciaba las imaginaciones. Además,
todo el mundo sabía
dónde estábamos:
Trujillo lo sabía,
Estados Unidos lo sabía,
la expedición era pública.
Otro acontecimiento fue el día
que anunciaron la visita de Manolo Castro. Una mañana
llegó
como a inspeccionar. Su
posible presencia causó
una gran expectación.
Cada vez que iba a llegar un líder,
un jefe, alguien importante, en aquella multitud se producía
una enorme expectación:
podían
traer nuevas noticias o quizás
pronto se iniciaría
la expedición.
La gente quería
invadir Santo Domingo, no quería
seguir en el cayo; prefería
el infierno. Y yo, por supuesto, participaba del enorme entusiasmo, no tanto porque me pareciera
aquello infernal, sino porque me parecía
maravillosa la aventura de la expedición
a Santo Domingo; el papel de libertadores que desempeñaríamos.
Entonces, cuando llegó
Manolo Castro
—creo
que llevaba puesto un overol verde o algo así—,
desembarcó
ante una hilera grande de gente que lo saludaba, y tuvo un gesto
conmigo, muy buen gesto diría.
Delante de la multitud de 1200 combatientes, ansiosos como yo de noticias sobre cuándo
demonios
íbamos
para Santo Domingo, me saludó
y me abrazó
muy amistoso, todo el mundo aplaudió
mucho en aquel momento.
Él
era uno de mis enemigos en la Universidad. Estuve
contra
él
en todas las luchas universitarias porque
representaba al gobierno.
Él
no era como Masferrer, sino una figura de ellos,
respetada. No era de carácter
despótico,
violento. Aunque tenía fama porque había
matado en 1940 a un profesor universitario llamado Raúl
Fernández
Fiallo, figura comprometida con un grupo asociado al gobierno de Batista. Es decir,
en aquella
época
Manolo Castro estaba en la oposición,
contra Batista. A los grupos que en la Universidad, en
épocas
anteriores, años
1930 y 1940, estaban en la oposición
les denominaban
«del
bonche».
Katiuska Blanco.
—،Qué
paradójica
es toda la historia! Sin embargo, los
«del
bonche»
que estaban en la oposición
a Batista eran a su vez su instrumento sin saberlo. Lo leí
en su artículo
«،Frente
a todos!»,
donde usted denuncia la responsabilidad de Batista con el desarrollo del pandillerismo en
Cuba, porque
él
a través
de su colaborador y coronel del Ejército,
Jaime Mariné,
alentó
«el
bonche universitario».
Usted escribió:
«…Aquel
mal que germinó
en el autenticismo, tenía
sus raíces en el resentimiento y el odio que sembró
Batista durante once años
de abusos e injusticias. Los que vieron asesinados a
sus compañeros
quisieron vengarse, y un régimen
que no fue capaz de imponer la justicia, permitió
la venganza. La culpa no estaba en los jóvenes
que arrastrados por sus inquietudes naturales y la leyenda de la
época
heroica, quisieron hacer una revolución
que no se había
hecho, en un instante que no podía hacerse. Muchos de los que víctimas
del engaño,
murieron como gangsters hoy podrían
ser héroes».
Fidel Castro.
—Es
un retrato exacto de lo que aconteció.
Manolo Castro, como oposicionista, había
matado personalmente a dicho profesor. Ello formaba parte de su leyenda
de revolucionario. Y Mario Salabarría
también
había
matado a otro por
aquella
época,
no sé
a quién.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
la Oficina de Asuntos Históricos guarda una investigación
que registra y detalla aquel suceso. Tal como usted recuerda, Mario Salabarría
abrió
fuego en la Plaza Cadenas de la Universidad contra uno de
los elementos bonchistas. Se llamaba Mario Sáenz
de Burohaga.
Fidel Castro.
—De
tal hecho le venía
la fama a Mario Salabarría,
y de una acción
similar, también
a Manolo Castro. Sin embargo, recuerdo que cuando este
último
habló
conmigo en el balneario universitario para tratar de persuadirme fue muy
correcto, sin levantar la voz ni amenazarme. Dichas presiones
las hacían de forma mucho más
sutil, con una atmósfera
creada en torno suyo.
Su carácter
era totalmente diferente al de Masferrer, pero participaba de aquella política.
Tenía
una posición
muy equivocada porque estaba con el gobierno y ocupaba
un alto cargo en
él,
además
estaba asociado a Alemán,
uno de los políticos
más
corruptos y corruptores existentes en toda la historia de Cuba.
Pero allí,
donde todos participábamos
juntos de la expedición, las diferencias internas políticas
eran secundarias al lado de la gran empresa histórica
de derrocar a Trujillo y llevar la libertad a Santo Domingo. El resto de las
cuestiones perdía importancia.
Yo sentí
que me tenían
respeto y los otros también,
reco nozco que existía
cierta admiración.
Puede que haya sido porque los desafié.
Es posible que ellos sintieran cierta admiración por aquel individuo que no les tenía
miedo, a pesar de que luchaba solo, desarmado, contra una pandilla armada; que les hizo frente y que se enroló
en la expedición
donde ellos eran los jefes. Pienso que sentían
cierta admiración
por tal conducta que yo seguía
como política,
y la que mantuve siempre.
El gesto de Manolo Castro, su saludo, tuvo su
antecedente en las elecciones de la FEU, cuando los que querían
matarme me buscaron y me abrazaron, como si se alegraran de
no haberlo hecho.
،Qué
sentimientos contradictorios!
Lo mismo me ocurrió
nuevamente cuando se acabó
la guerra con las tropas del Ejército
en Bayamo, que lucharon contra nosotros en violentísimos
combates.
،Cómo
me recibieron! Me recordó
las aventuras con el grupo de Manolo Castro. Yo nunca me he dejado arrastrar por odios, por
venganzas; no le guardo ningún
rencor a aquella gente ni a nadie. Las veo como personas que pertenecen al pasado y que de una
forma u otra me aportaron conocimientos y experiencias.
Bueno, Manolo Castro estuvo unas horas allí
y se retiró. Fue otro gran momento.
Cada acontecimiento excitaba la imaginación
de los enrolados y sus esperanzas de que pronto empezaría
la expedición. Los hombres comprometidos, dispuestos a la aventura,
ansiaban que sucediera algo y soportaban cualquier cosa menos
la
interminable espera. Allá
estuvimos los meses de julio, agosto y septiembre. Todo fue ocurriendo en dicho período
hasta el 15 de septiembre. Aquel día
comenzaron a llegar noticias de una gran balacera en La Habana. La radio empezó
a dar noticias de un gran tiroteo en Marianao, en el reparto Orfila.
Una acción
del grupo de Emilio Tro contra un viejo machadista o batistiano provocó
que Salabarría
y su gente consiguieran de un juez una orden de arresto contra Tro.
Katiuska Blanco.
—Así
mismo, el asesinado se llamaba Raúl
Ávila
Ávila.
La acción
fue resultado de una nueva espiral de violencia y venganza desatada desde el atentado a comienzos de aquel año
contra Orlando León
Lemus (el Colorao) luego contra Tro, después
contra
Ávila,
y así
hasta llegar al momento de que usted habla.
Fidel Castro.
—Emilio
Tro Rivero era el líder
de la Unión
Insurreccional Revolucionaria (UIR), una de las organizaciones revolucionarias de que antes hablé.
Tro había
sido combatiente de la Segunda Guerra Mundial y luchó
como paracaidista en las tropas norteamericanas. Lo ubicaron en la
casa de un amigo, una casa de familia. Allí
se encontraba con un grupo pequeño,
apenas dos o tres. Llegó
la gente de Salabarría
—quienes
controlaban la motorizada—
para detenerlo y
él
hizo resistencia. Era seguramente lo que esperaban que
hiciera alguien muy respetado por su valentía;
además
era un hombre honorable, que vivía
de manera muy modesta. Atacaron la
casa. El tiroteo duró
tres o cuatro horas hasta que Genovevo Pérez,
jefe del Ejército,
tomó
la sartén
por el mango y envió
al lugar a un capitán
con indicaciones de que parara aquello. El capitán
fue, les habló
y los sitiados dijeron que no se rendirían a sus enemigos, pero sí
al Ejército.
Así
lo hicieron creyendo que eso significaba una gran ayuda, y empezaron a
salir de la casa desarmados. Salió
también
la familia del amigo de Emilio Tro, pero los de Salabarría
no respetaron el acuerdo y los asesinaron a todos. Una señora
embarazada, que no tenía
nada que ver, también
fue barrida con la ametralladora.
En el cayo permanecían
oyendo la radio. Al final anunciaron que, como resultado del combate, habían
muerto Emilio Tro y varias personas más.
La primera versión
fue que habían muerto en combate, pero no fue así.
Aquellas informaciones causaron conmoción.
Pasaron dos o tres días,
no muchos, cuando llegaron nuevas noticias de La Habana. Un camarógrafo,
llamado Guayo, tuvo tiempo de llegar y pudo captar las imágenes
de la matanza. Cuando el noticiero apareció
en el cine fue el acabose. Se armó
un gran escándalo
en el país,
una indignación
tremenda por aquellos crímenes
descomunales.
Como consecuencia, la oposición
atacó
al gobierno y Grau se vio en una situación
débil,
embarazosa, casi perdió
el control. Entonces Genovevo Pérez
tomó
el mando por unos días y arrestó
a Salabarría,
a León
Lemus (el Colorao) y a todos los
elementos, a su vez asociados con Masferrer y con
quienes estaban en Cayo Confites. El Ejército
arrestó
también
al jefe de la policía,
al jefe de la motorizada, al jefe de actividad; a
todos los sometió
a los tribunales.
La situación
provocó
una gran expectación
nacional. Los que estaban en el cayo, Masferrer y todos los demás,
se dieron cuenta de que era una situación
difícil,
tensa, porque vieron actuando al Ejército,
con el cual tenían
rivalidad.
El Ejército,
a su vez, se mostraba receloso de los
expedicionarios, porque veía
en ellos un movimiento que podría
volverse contra el propio Ejército.
Sospechaban de los civiles que organizaban una expedición
e iban a disponer de armas, aviones, posiblemente una base, un gobierno civil que los
apoyara. El Ejército
no veía
el movimiento con simpatía.
A aquello se unió
que Trujillo, un hombre astuto, rico, millonario, le ofreció
dinero a Genovevo Pérez
Dámera,
un jefe corrompido. Luego se supo.
Pero aunque Trujillo no sobornara a nadie, me percaté
de lo que estaba ocurriendo: existía
una crisis nacional, la autoridad civil estaba desprestigiada y el Ejército
actuaba un poco por su cuenta; se iba imponiendo en nombre del orden
y contaba además
con el apoyo de la opinión
pública
cubana, por el efecto que causó
en la población
la película
filmada por Guayo. Entonces me di cuenta de que la expedición
corría
un gran riesgo.
Ante la situación,
los jefes dominicanos y cubanos, Masferrer y toda aquella gente, decidieron actuar; es decir,
iniciar la expedición,
de lo cual todos nos alegramos ya que por una causa o por otra comenzaría
por fin.
¿Qué
hizo Masferrer? Puso bajo su mando el mejor barco, el más
rápido:
El Fantasma.
Embarcó
a su batallón.
En condiciones normales tal vez cabrían
como 200 hombres, pero podían
contarse unos 500. Se convirtió
en jefe máximo
de la expedición.
El batallón
de Masferrer y otras tropas
—posiblemente
parte del batallón
número
dos de Eufemio—
también
se embarcaron en
El Fantasma.
Creo que Eufemio en aquel momento no estaba, había
salido no sé
a qué
misión.
Nosotros abordamos el barco
Maceo,
el otro lanchón
de desembarco, que como tenía algunos problemas con las máquinas,
navegaba a menor velocidad que
El Fantasma.
Otros se montaron en el barco rápido, más
pequeño,
y los demás
en la goleta capturada. Eran cuatro embarcaciones.
Yo era el hombre más
feliz del mundo cuando la expedición iba rumbo a Santo Domingo. Ya tenía
una compañía
bajo mi mando y estaba planificando el tipo de guerra que
podía hacerse. Pensaba en la guerra de guerrillas, en la
guerra irregular; porque aquella gente no tenía
idea del tipo de guerra que iba a desarrollar en Santo Domingo. Yo no concebía
que aquel ejército
hambriento, aún
con buenas armas, pudiera
enfrentarse al de Trujillo en una batalla
convencional. Aunque con los medios de que disponíamos
podíamos
haberlo derrocado. Además,
era un momento internacional bueno, por el desprestigio y el aislamiento de Trujillo. La
democracia acababa de vencer en el mundo contra el fascismo y Trujillo,
ante la opinión
internacional, nuestro pueblo y el dominicano, y ante todo el mundo, era algo parecido a Hitler, a
Mussolini.
Con los recursos que teníamos,
bien empleados, lo hubiéramos liquidado. Con apoyo aéreo
y empleando bien los 1200 hombres se hubiera podido derrocar a Trujillo.
Debieron seleccionar a personas más
motivadas, con ideas políticas,
con una formación
patriótica,
sin otro objetivo que derrotar a Trujillo para bien del pueblo dominicano.
Cuando abordamos los barcos, en lugar de dirigirnos
hacia el Este, Masferrer decidió
tomar rumbo Oeste, como en dirección a occidente. Si
íbamos
para Santo Domingo teníamos
que salir hacia rumbo Este, pero estábamos
en dirección
inversa. Transcurrieron muchas horas. Creo que fuimos a parar
a un cayo al norte de Villa Clara.
En el barco en que yo iba, navegaba el Estado Mayor
de la expedición,
Juan Rodríguez,
el batallón
de Maderne y puede ser que parte del segundo batallón.
Yo viajaba en la proa. Se decía
que nos dirigíamos
al Oeste para esperar a Eufemio y a no sé
qué
jefe. En mi opinión,
fue una maniobra de Masferrer. Cuando
él
vio la crisis en el gobierno
—es
la apreciación
que
hice y que todavía
hago—,
la pugna entre Genovevo y Grau
—poder
militar y poder civil—,
hizo una finta en aquella dirección por si se creaba alguna circunstancia, entonces,
quizás actuar o intervenir a favor del gobierno de Grau
contra el Ejército.
Los sucesos de Orfila repercutieron negativamente en el gobierno de Grau y era evidente que el Ejército,
que adoptaba medidas de todo tipo sin acatamiento al
gobierno, trataría
de parar la expedición.
Llegamos hasta un cayo y se decidió
que volveríamos
atrás con rumbo Este para ir hacia Santo Domingo. A
Masferrer se le ocurrió
probar sus virtudes de jefe, o sus condiciones
oratorias, o tal vez imitar a Pizarro o a Cortés,
no sé
a qué
personaje histórico,
y le dijo a la gente:
«Bueno,
los que quieran ir para allá
en la expedición,
que vayan; los que no quieran, que se queden en este cayo».
Entonces, unas 300 personas
—yo
creo que no sin razón—
decidieron que no viraban, que se quedaban en Cayo Güin.
Claro, siempre resulta muy bochornoso que alguien diga que no va; a mí
me parecía
todo aquello una gran locura, pues me sentía
decidido a ir para Santo Domingo, y no solo decidido a ir, sino a hacerlo con entusiasmo.
Cuando los 300 hombres dejaron las armas y
desistieron, Masferrer se bajó
con un grupo, con una ametralladora
—tenía barba, estaba hecho un personaje, un guerrero de la
antigüedad—
y reunió
a todo el mundo para darles una arenga a ver si volvían,
pero no convenció
a nadie. Los 300 dijeron que se
quedaban y
él
hasta los maltrató,
amenazó
e insultó,
pero, aún así,
los 300 hombres se quedaron en Cayo Güin.
Después
de esto iniciamos la navegación
hacia el Este.
Masferrer se percató
de que la posición
de Genovevo Pérez y el Ejército
eran fuertes y que Grau se encontraba en una situación
muy débil,
con toda la opinión
pública
muy indignada con la masacre. Entonces se dio cuenta de que no era prudente dirigirse a Santo Domingo, cuando todo el
mundo sabía
también
lo de la expedición.
Por eso hizo la maniobra hacia el Oeste. Como
él
navegaba en el barco más
rápido,
iba tomando iniciativas. Casi se había
convertido en el jefe de facto de la expedición.
Los dominicanos, como estaban en Cuba, dejaban que los cubanos hicieran; pero después
decidieron reiniciar la marcha rumbo al Este.
Pero
¿qué
había
ocurrido? Entre la gente que desertó
de los distintos batallones estaba el capitán
de mi compañía,
entonces me nombraron jefe de dicha unidad. Así,
como capitán de una compañía,
me dirigía
hacia Santo Domingo en aquel barco, que iba muy lento.
Yo no había
hecho estudios militares, solamente conocía lo leído
sobre la historia de Cuba, de las guerras, y lo
aprendido de mi vida en el campo, en las montañas.
Sí
había
leído sobre las luchas, los combates y batallas de la
historia; tenía cierta intuición
para el tema militar, de tal manera que analicé
toda la situación,
capté
aquel ambiente, y concluí
que todo era
caótico.
Pero yo tenía
una compañía,
y estaba pensando llevar a cabo una guerra de guerrillas en Santo Domingo.
Contaba con unos 80 hombres porque una parte del
batallón había
desertado. Entonces el Estado Mayor me planteó
su plan. Ya no había
aviación,
no teníamos
apoyo del gobierno cubano, el Ejército
adoptaba medidas…
Su estrategia era seguir hacia el Este, cruzar el Paso de los Vientos, no ir
directamente a Santo Domingo, sino maniobrar
—porque,
además,
Trujillo y todo el mundo estaban esperando—,
desembarcar en Haití
por sorpresa y avanzar por carretera hacia Santo
Domingo.
Tenía
cierto sentido tal plan, porque ya sin aviación
y sin nada, avanzar por el itinerario era un suicidio.
Cambiaron la estrategia por otra.
،Ni
el ejército
alemán
en sus mejores tiempos, cuando atravesaba por Bélgica
para llegar a Francia! Aquella expedición
de gente hambrienta, mal organizada, caótica,
iba a emprender en teoría
dicha aventura. A mí
me informaron cuáles
eran los planes, me parecieron lógicos dentro de la situación,
y dije:
«Bueno,
de acuerdo».
Así
que nos dirigimos hacia el Este para desembarcar en
Puerto Príncipe y avanzar hacia territorio dominicano. De todas
maneras, parecía
más
prudente que ir directo, aunque no dejaba de ser una gran locura, sobre todo, tomando en cuenta
el ejército con el que contábamos.
Entonces, por dondequiera que desembarcáramos,
al llegar a territorio dominicano, ya yo había
concebido una es trategia y una táctica
para realizar con la compañía
y con los que quisieran sumarse, pensaba captar a más
gente. Así
que si hubiéramos
llegado, habría
iniciado la lucha guerrillera a los 21 años
con una compañía.
Hubiera sido mejor.
Pensaba llevar a cabo una guerra de guerrillas
contra el Ejército
y contra Trujillo. No la guerra regular, pues
aquella tropa no podía
enfrentarse al Ejército.
Meditaba sobre cómo utilizar mejor a los hombres, las armas, en un tipo
de contienda donde tuviéramos
mayores posibilidades de
éxito,
con apoyo del pueblo, y así
derrocar al dictador.
Tuve una clara intuición
cuando me vi al mando de una tropa y rodeado de un montón
de jefes incompetentes, ante una situación
absurda y el Ejército
de Trujillo delante. Así
que por poco no empecé
la lucha guerrillera en Santo Domingo en lugar de Cuba. Es la verdad.
Soñaba,
y había
que soñar
mucho porque no teníamos
comida ni nada, y nuestro ejército
hambriento se dirigía
a cumplir su misión
liberadora.
Recuerdo que las aguas estaban tranquilas y había
buen tiempo en el Canal de Bahamas. Mientras tanto,
Masferrer seguía en el barco más
rápido
haciendo de las suyas.
Él
se adelantó, nadie sabía
dónde
estaba ni tampoco qué
hacía.
Él
calculó
que el riesgo era muy grande y las posibilidades
pocas; entonces se le ocurrió
una forma de desertar de la expedición.
Siguió
en su barco rápido
—evidentemente,
por todas las noticias, había
una crisis nacional y el Ejército
estaba dispuesto a impedir la expedición—,
avanzó,
se adelantó
y entró
en la bahía
de Nipe
—creo
que por allí
tenía
un pariente, un familiar que pertenecía a la Marina—.
La decisión
de Masferrer, tras las arengas a la tropa y de todas las cosas, fue entrar en la bahía
de Nipe para que lo arrestaran; no quería
seguir y con algún
pretexto entró
a la bahía.
El barco nuestro
—donde
estaba el puesto de mando de la expedición—,
pasó
frente a la bahía
de Nipe y siguió,
pero sin recibir noticias de Masferrer. De igual manera
hicieron los otros barcos. Frente a Moa pensábamos
que poco a poco nos acercábamos
a la realización
de nuestra gran proeza: cruzar el territorio de Haití
para ir a liberar a Santo Domingo de la tiranía de Trujillo.
Masferrer se dejó
arrestar y no dijo nada, y cuando nosotros cruzábamos
al amanecer en dirección
a Moa para seguir, Masferrer mandó
un mensaje:
«Espérenme
frente a Moa, haré
contacto con ustedes».
Ya estaba prisionero, había
traicionado a la expedición.
Nuestro barco con el Estado Mayor fue enrumbando
hacia el Paso de los Vientos para atravesarlo. Se decía
que los barcos de Trujillo esperaban allí
para interceptar la expedición. Entonces, a las 11:00 de la mañana,
más
o menos, se divisó
un barco grande hacia el Nordeste, en el lugar que nos
había
dicho Masferrer que lo esperáramos.
Se tomaron algunas medidas
de precaución
porque no se sabía
si era de la marina de Trujillo. La embarcación
grande empezó
a hacer señales;
era una fragata cubana de la Marina de Guerra que nos estaba
esperando donde Masferrer había
dicho que lo hiciéramos,
porque ya
él
se había
entregado y telegrafiado su mensaje. Entonces la fragata empezó
a emitir luces y a decir:
«Atrás,
atrás,
hacia el puerto de Nipe».
Trataron de explicarle que el barco no tenía
mucho combustible ni agua, que no podían
siquiera ir al puerto de Moa, y la fragata cubana repetía:
«Atrás,
atrás»,
y con los cañones
desplegados, listos para disparar, ordenó
sin miramientos virar hacia la bahía
de Nipe.
Hasta aquel momento tenía
grandes ilusiones de cómo
hacer la guerra con mi compañía.
Yo analicé
todo y concluí
que lo que intuía
iba a suceder: el Ejército
estaba decidido a parar la expedición
de todas formas.
De repente la expedición
resultó
prisionera y el Estado Mayor también.
El barco fue obligado a regresar a la bahía
de Nipe. La fragata se colocó
dos o tres millas detrás
de nosotros mientras retrocedíamos
de Moa a Nipe. Me acuerdo de que se veían
las montañas
de Oriente. Entonces me percaté
de que todo estaba perdido: las armas y los hombres, pues
íbamos
a ser prisioneros. A mí
me parecía
lo más
humillante del mundo y me dirigí
al Estado Mayor y le dije:
«Esta
expedición
está
perdida, el Ejército
se ha hecho cargo de la situación,
el gobierno está
en crisis, va a caer todo el mundo prisionero y se
van a
perder las armas».
Sugerí
salvar una gran parte de ellas. Propuse un plan: trasladarlas en una balsa grande, poner
rumbo a la costa y luego adentrarme con ellas en las montañas,
con el objetivo de continuar la expedición
después.
El Estado Mayor se reunió
con parsimonia, analizó
muy solemne y sesudamente deliberó.
Me contestó
que no, que eran ciertas las dificultades pero que todo se
arreglaría.
El Estado Mayor, Juan Rodríguez,
Maderne y los cubanos y dominicanos que lo integraban no se percataban de lo que estaba ocurriendo.
Lo que me respondían
era una imbecilidad, una estupidez enorme. Mi compañía
estaba en la proa, yo tenía
un fusil ametralladora como pretendida arma antiaérea.
Hablé
con los más decididos de mi compañía.
De acuerdo con mi plan, se iban a ir conmigo para llevar las armas en la balsa, y así
evitar que se perdieran. Cuando llegó
la orden del Estado Mayor me declaré
en rebeldía.
Viré
el fusil ametralladora desde la proa hacia el puente del barco y coloqué
a la gente con armas automáticas. Promulgamos la no aceptación
de la decisión
y declaramos que no estábamos
dispuestos a que nos capturaran.
Después
empecé
con un grupo a preparar una balsa más pequeña.
Pichirilo estaba de acuerdo conmigo y en aquel momento timoneaba el barco. El Estado Mayor no
reaccionó
frente a la insubordinación,
la aceptó
sin hacer nada, mientras yo me preparaba para llevar una cantidad de armas en
la balsa.
El problema era que durante aquel intervalo de
tiempo la fragata se había
acercado a nosotros. Era más
difícil
tirarse en el mar abierto porque nos iban a ver; a su vez, nos
aproximábamos a la bahía.
Fue muy valioso que Pichirilo estuviera de acuerdo con nosotros.
Entrando a la bahía
de Nipe, le dijimos a la fragata que no conocíamos
la entrada, que
íbamos
a encallar. Entonces desde la fragata respondieron:
«Yo
voy delante, síganme
que voy delante».
La fragata se puso delante. Fue perfecto.
Todo el mundo colaboró
con nosotros: Pichirilo y mucha gente. El Estado Mayor se encontraba encerrado en su
cuarto. Cuando estábamos
dentro de la bahía
tiramos la balsa amarrada por una soga. Me siguieron cuatro
entusiastas decididos, a quienes yo ni conocía
muy bien.
Ya en el canal, con la fragata navegando por delante
del barco y mientras oscurecía
—por
entonces la bahía
de Nipe tenía
fama de tener muchos tiburones—,
nos montamos los cuatro, yo iba delante, llevábamos
cinco ametralladoras
—yo tenía
una conmigo—.
El barco continuaba moviéndose,
así
es que había
riesgo de caer bajo la propela. La balsa estaba casi hundida, mis piernas hacían
el papel de proa; esperaba con una ametralladora para cortar la soga y, en aquel
momento, Maderne, mi jefe, humillado por el acto de rebelión,
con el que no estaba de acuerdo, se asomó
y agarró
la ametralladora. Yo que estaba con cuatro hombres en la balsa, atada aún
al bar co, le dije a Maderne:
«،Quédese
con la ametralladora!»,
y al otro:
«،Corte!».
Uno de los hombres cortó
la soga y nos quedamos flotando en la balsa; pero era muy chiquita para
cuatro y sacamos las armas otra vez, con sus peines y sus
balas.
Se veían
algunos barcos de guerra, también
el muelle de Saetía.
Ya oscureciendo y cada vez más
cerca de nosotros, vimos una lancha que se aproximaba, como a 30 o 40 metros,
no sabíamos
quiénes
eran los tripulantes. Les apuntamos y les dijimos:
«Acérquense,
acérquense».
Ellos dijeron:
«No,
nosotros somos los prácticos».
«Acérquense
y arrástrennos
hasta la orilla».
Nos tiraron una soga, pero como estaba mojada no había
manera de que saliera bien la operación.
Dije:
«Acérquense
que vamos a subir a la lancha».
Se acercaron y nos montamos en la lancha con las
ametralladoras. Les ordenamos:
«Llévennos
a la orilla».
El práctico
de la lancha del puerto nos contestó:
«Hay
una gran cantidad de soldados y marinos, y nos van a matar a todos».
Los reflectores alumbraban la penumbra. Les aseguré:
«Prometo
que si nos descubren nosotros nos tiramos al agua».
A 250 o 300 metros de la orilla, con los reflectores
apuntando al mar les dije a quienes me acompañaban:
«Vamos
a tirarnos al agua»,
con zapatos, con ropa, con todo. Uno se tiró
con una ametralladora, otro con otra, otro se tiró
sin ninguna y yo me lancé
con dos. Era casi de noche y me empecé
a hundir; tuve que soltar una de las Thompson y seguir con
otra, fui
nadando. No sabía
qué
iba a pasar, si venían
los disparos por arriba o los tiburones por abajo. En aquella
época
yo no sabía qué
era la pesca submarina, y los tiburones eran una
leyenda; la bahía
de Nipe era la más
famosa de Cuba por los escualos.
،No
se sabe cuántas
historias, anécdotas,
leyendas se contaban! Pero no pasó
nada, ni disparos ni tiburones. Nos fuimos acercando y llegamos a la orilla. Al fin puse pie en
tierra.
Veía
las montañas,
la Luna casi salía
cuando llegamos allí
del Este; nos sirvió
de brújula.
Nosotros pensábamos
que para alejarnos solo debíamos
caminar hacia dicha dirección.
Empezamos rápidamente
a andar, tratábamos
de alejarnos hacia el Este, para dejar a los soldados atrás.
Habíamos
ido a parar a Cayo Saetía,
casi frente a Nicaro. Atravesamos las colinas en medio de la maleza y la noche cerrada…
Uno de los cuatro del grupo era un irresponsable, un loco, un mentiroso
—yo
no lo sabía,
después
supe que había
sido sargento del Ejército—,
era realmente un lumpen. Me dijo:
«Yo
soy de aquí,
conozco esta región».
El tipo estaba diciendo que estábamos
equivocados, que
él
sabía.
Le dije:
«Bueno,
¿tú
sabes?,
¿tú
eres de aquí?, entonces, guía
tú».
Fue guiando. Caminamos como media hora y seguíamos
en el mismo lugar, estábamos
perdidos. Le dije:
«Mira,
tú,
quédate
tranquilo, vete para atrás
que yo voy a guiar, tú
nos has perdido»,
y entonces yo guié
a los otros.
En un momento pasamos tan cerca de los soldados que los oímos
conversar. La Luna estaba muy clara. Caminamos
por unos potreros, brincamos cercas, anduvimos por
senderos tratando de avanzar hacia el Este, hacia las montañas.
No habíamos
caminado ni 500 metros y el tipo dijo:
«Estoy
muy cansado, yo no sigo, me quedo aquí».
Me dije:
«،Anda,
qué
situación con este tipo!».
Unos 500 metros atrás
habíamos
pasado cerca de los soldados. Yo no podía
dejarlo solo, porque al otro día
lo iban a agarrar y daría
toda la información.
Era de suponer que los soldados nos estuvieran
buscando; algo más,
los del Estado Mayor cuando llegaron dijeron que
cuatro hombres se habían
tirado a la bahía,
que no sabían
qué
podía haberles pasado y que no se hacían
responsables. En cierta forma, por salvar la responsabilidad, nos delataron.
Y este hombre
—aunque
no conocía
eso, sí
sabía
que los soldados estaban cerca, los habíamos
oído
hablar; no conocíamos que estábamos
en un cayo—
de súbito
dijo que se quedaba, que estaba cansado y quería
dormir. Y yo:
«Bueno,
vamos a hacer un alto aquí».
Estábamos
debajo de un
árbol
y nos recostamos un rato. Mientras, los mosquitos nos importunaban,
la Luna brillaba en el cielo y teníamos
la amenaza de los soldados cerca. Yo meditaba. En cierto momento tuve deseos de
agarrar la ametralladora y darle un culatazo en la cabeza y
seguir. A la media hora o 45 minutos, perdí
la paciencia, fui donde estaba el irresponsable, le quité
la ametralladora, lo desarmé,
y le dije:
«،Te
quedas aquí
si quieres, nosotros nos vamos!».
Era un caso en que había
que tomar una medida violenta con el tipo porque estaba comprometiendo a todos los
demás. Decidí
dejarlo allí
desarmado y avanzar rápido
durante toda la noche. Cuando le quité
el arma y nos fuimos, dijo:
«،No,
yo voy con ustedes!».
Y siguió
con nosotros desarmado. Aquel tipo hizo tres cosas tremendas de una sola vez.
Íbamos
avanzando hacia el Este, caminaríamos
dos horas, serían
ya las 9:00 o las 10:00 de la noche cuando nos
encontramos una bahía
delante, era la bahía
de Nicaro, veíamos
unas luces: la fábrica
de níquel
que habían
hecho los norteamericanos cuando la guerra. No entendíamos
cómo
andando hacia el Este nos encontrábamos
nuevamente con el mar.
Entonces reiniciamos marcha hacia el Sudeste, porque veíamos
una casa que parecía
como un cuartel. Nos acercamos, la exploramos; era una escuela, pero pintada con el
mismo color de los cuarteles.
Vimos un canal. En realidad, aquel cayo no era
originalmente un cayo, era una península
que terminaba de forma redonda, separada de la tierra firme por un canal, y estaba
la bahía.
Ya veíamos
gente, estábamos
en la orilla, y pasó
una lancha
—posiblemente
de soldados—.
Nosotros nos ocultamos, porque había
una Luna muy clara. Localizamos a un campesino y lo persuadimos para que nos cruzara en
un bote.
Katiuska Blanco.
—Allí
en Saetía
vivía
un amigo de don
Ángel. Era el farero del cayo. Se llamaba Rafael Guzmán,
le decían Lalo, y fue el campesino que los ayudó.
Fidel Castro.
—Sí,
él
nos ayudó
aquella noche difícil.
Entonces atravesamos un largo camino, era una península
estrecha. Adoptamos medidas especiales: la gente de atrás
armados, el que iba delante, desarmado con las instrucciones de
afirmar:
«،No,
no, estoy desarmado!»,
por si nos situaban alguna emboscada. Por suerte pudimos cruzar, y al amanecer ya estábamos por allá
en unas
áreas
de cañaverales
de la United Fruit Company, en una tienda; hasta compramos algo. No sé
de cuánto
dinero disponíamos.
Compramos ropa y comimos algo. Nos había
visto mucha gente, pero ya
íbamos
vestidos de civil. Escondimos las armas
—incluyendo
una pistola—
en una alcantarilla, y le dije a todo el mundo:
«No
lleven ningún arma por si nos registran».
Caminamos muchos kilómetros. Después,
en un camión
entramos a Mayarí
vestidos de trabajadores. A uno de los hombres del grupo lo mandé
a buscar las armas con un chofer que conocía
del Partido Ortodoxo y era alguien en quien me pareció
podía
confiar. Reunidos después los cuatro hombres desarmados
—se
suponía
que estábamos desarmados—,
tomamos un automóvil
de Mayarí
hacia Birán. El hombre que dejé
con tal misión
no cumplió
las instrucciones y después
llegó,
pero sin el chofer y sin las armas, con la historia de que se quedó
porque tuvo miedo de pasar por el pueblo.
،Cogió
miedo el chofer! Y cuando el Ejército
se dio cuenta de que había
contactado con nosotros, lo presionó
y
él
entregó
el armamento. De modo que se perdieron las armas,
que casi
eran nuestro trofeo a partir de la vieja idea de
salvarlas a todo costo, además
de no caer prisioneros.
Lo
único
que se salvó
fue una pistola porque el lumpen, cuando yo dije:
«Todo
el mundo que se desarme»,
se quedó
con ella escondida; una irresponsabilidad más.
Fue la
única que se salvó.
Y, por supuesto, al final del recorrido llegamos a mi casa.
Al irresponsable lo mandamos para La Habana, de
donde
él
era. Otro de los hombres también
era de la capital, más
serio; hicimos lo mismo. El tercero se llamaba Luján,
de Manzanillo, también
un hombre serio, lo enviamos para allá.
El Ejército
me estaba buscando, pero no le dio mucha importancia al asunto.
Katiuska Blanco.
—Existe
una fotografía
suya en Birán
al regreso de la expedición.
Se le nota la piel curtida y oscura por el sol y el pelo hirsuto. Usted aparece sin camisa y es
la viva estampa de alguien tras una prueba difícil.
La imagen la captó
su hermano Ramón.
Al fondo se aprecian los horcones de caguairán de la casa grande.
¿Usted
sentía
que Birán
era el lugar más
seguro?
Fidel Castro.
—Sí,
en Birán
me refugié
unos días.
Los militares capturaron a casi toda la expedición
y llevaron a los enrolados hasta La Habana en vagones de carga, como si fueran
ganado. Era humillante, terrible lo que pasó
con aquella gente.
Nosotros fuimos los
únicos
que escapamos, no caímos
prisioneros, pero, desgraciadamente, sí
se perdieron las armas. Quedó
aquello de que no nos dejamos apresar.
Estuve unos cuantos días
en Birán
para ver cómo
reaccionaban las fuerzas implicadas y, cuando vi que empezaron a liberar a toda la gente de la expedición,
concluí
que no había nada especial en relación
conmigo, que no me estaban persiguiendo. De todas maneras decidí
viajar a La Habana de forma clandestina. Fue la primera vez en mi vida que me
disfracé.
Como era conocido en la capital y sabían
que me había
escapado y llevado armas, imaginé
que debían
tener interés
en capturarme. Entonces me puse un sombrero de yarey,
una guayabera, espejuelos, no sé
cuántas
cosas hice. Así
me fui a tomar un tren en la estación
de Alto Cedro hasta La Habana
—el
mismo que había
tomado por primera vez cuando fui para el tercer año
de bachillerato, allá
por el año
1942, en viaje al Colegio de Belén—.
Separé
pasaje en un vagón
de los que tenía dormitorio. Iba muy disfrazado, rarísimo,
para que no me fuera a reconocer alguien.
Caminaba hacia el extremo del vagón
cuando oigo un grito:
«،،،Fidel!!!».
Era un compañero
mío
del Colegio Dolores, que no veía
hacía
no se sabe cuánto
tiempo, y me dijo:
«،Te conocí
por la espalda y por el caminado!».
Dije:
«،Shhh,
cállate la boca, chico, que estoy disfrazado!».
Me creía
que estaba disfrazado, y aquel que hacía
un montón
de años
no me veía,
me reconoció.
Katiuska Blanco.
—Entonces,
¿usted
decidió
que nunca más
en su vida se disfrazaría?
Fidel Castro.
—،Fue
la primera vez que me disfracé
en mi vida!
،Y
la
última!
Desde entonces, llegué
a la conclusión
de que no podía
disfrazarme nunca, de que yo no tenía
manera de hacerlo. A partir de ahí
determiné
en mi vida hacerlo todo legalmente, sin necesidad de pasar clandestino; y
toda la organización de la lucha contra Batista la realicé
en la legalidad. Busqué
otros camuflajes y disfraces. Llegué
a la convicción más
absoluta de que en la lucha clandestina no podía
disfrazarme de nada, que la figura mía
y la manera de caminar, los hombros, la espalda, me traicionaban
definitivamente.
Así
llegué
a La Habana, creyendo que el Ejército
me estaba buscando, y aquel en realidad ni se preocupaba por mí,
porque habían
capturado las armas y todo. Al final no hubo ningún problema, además,
porque la expedición
fue frustrada sin combates ni muertos.
A los miembros de la expedición,
cubanos y dominicanos, les confiscaron las armas y los barcos. Y, como el
gobierno estaba vinculado con los jefes de la expedición
y todo aquello, los pusieron en libertad; pero lo perdieron todo, no
recuperaron absolutamente nada. No le dieron importancia a que
alguien se escapara.
،La
sorpresa fue cuando llegué
a la Universidad! Me bajé, fui no sé
a dónde
e inmediatamente a la Universidad:
،Pram,
pram!, iba subiendo por la escalinata. Todo el mundo
me miraba asombrado porque las noticias llegadas allí
eran que al tirarme en la bahía
de Nipe los tiburones me habían
comido. Ya estaban todos los estudiantes lamentando mi muerte,
mucha gente triste allí
por mi final. Cuando me vieron subiendo la
escalinata
—ya
no estaba disfrazado—
era un muerto aparecido. Estaban asombrados,
،pero
asombrados! Llegaba la gente corriendo a saludarme como a un muerto que ha
resucitado. Así
me recibieron en la Universidad de La Habana después
de la expedición
de Cayo Confites. Por supuesto, los amigos, los compañeros,
se pusieron muy contentos, y el
único
saldo fue que me libré
de la humillación
de haber caído
prisionero después de tan
«gloriosa
expedición»
y en vez de terminar como libertadores, hacerlo en un vagón
de ganado como prisioneros del Ejército.
En aquel momento mis antiguos enemigos de la
Universidad
—encabezados
por Salabarría,
Roberto, el de la motorizada, y muchos de los jefes de la policía—
estaban presos por haberse involucrado en la matanza de Orfila y sobre
ellos cayó
la opinión
pública
de una manera atroz.
Masferrer regresó
y trató
de capitalizar las glorias de la expedición:
el libertador, el que estuvo allí.
Empezó
a hacer demagogia con todo. En su revista semanal
Tiempo en Cuba,
que mantenía
con fondos gubernamentales, acusó
al Ejército y no al gobierno. Culpó
al Ejército,
a Genovevo Pérez,
del fra caso de la expedición;
no podía
explicar por qué
se entregó
y la traicionó.
Eufemio siguió
en el gobierno, pero después
tuvo una evolución mala. Al principio, estuvo apoyando a la Revolución, pero al final terminó
conspirando en su contra, en víspera
de la invasión
de bahía
de Cochinos. Los tribunales revolucionarios lo juzgaron y lo fusilaron.
Manolo Castro regresó.
No fue a la Universidad, estaba totalmente desprestigiado después
de la matanza de Orfila, no porque
él
tuviera responsabilidad directa propiamente, sino porque formaba parte de todo. Creo que
él
tenía
un cine pequeño.
Estaba tranquilo. Había
perdido cargo, influencia, prestigio.
Mi posición
seguía
siendo en contra del gobierno. Ya entendía perfectamente cuáles
eran los problemas de la Revolución y cuáles
los del país.
Estaba librando una batalla política con el respaldo de los estudiantes universitarios.
En tal etapa yo no era estudiante regular porque
quería cursar el tercer año
y, para hacerlo, tenía
que ser estudiante libre; sin embargo, conté
con el máximo
de apoyo y prestigio en la Universidad; no solo con el de la Escuela de
Derecho, sino con el de todos los estudiantes universitarios.
Decidí
no aspirar a cargos porque, como no estaba
matriculado, no podía
postularme. Para ello tenía
que matricular en segundo año,
cosa que no hubiera hecho nunca, pues siempre criti qué
con mucha fuerza a los eternos líderes
universitarios, los tipos con 30, 35 o 40 años,
que no estudiaban ni hacían
nada y eran líderes
universitarios. Así
hacía
la gente de la mafia, se matriculaban para ser electos dirigentes. Era el
caso de Manolo Castro y muchos otros.
No me resignaba a la idea de volver a la Universidad
y matricular en segundo año
para poder ser presidente de la escuela. Hubiera tenido todo el estudiantado a mi favor; sin
embargo, no quise hacerlo. Era una actitud consecuente cuando
ya no tenía
adversarios y contaba con el apoyo y la simpatía
de la masa estudiantil, que conservé
siempre.
Me convertí
en un líder
de la Universidad por la libre, y, desde entonces, las grandes manifestaciones, los
grandes movimientos, las grandes cosas, las hacía
en la Universidad sin ser dirigente oficial. Eso no me quitaba la
influencia grande que tenía
entre los estudiantes; en realidad actué
de forma absolutamente consecuente con lo que yo pensaba, con lo que yo creía,
y demostré
una ausencia total de interés
por los cargos y por los honores oficiales por primera vez en mi
vida.
Finalmente me reservé
para hacer los exámenes
por la libre y pude culminar las asignaturas que tenía
pendientes, pero seguí
teniendo siempre una gran influencia en la
Universidad. Aquella gente que en una ocasión
me había
apoyado, los compañeros
de los asesinados en la masacre de Orfila, se
enfrascaron en una lucha de revancha contra el grupo de los vic timarios en dicha masacre.
Katiuska Blanco.
—¿Usted
se refiere a los miembros de Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR)?
Fidel Castro.
—Sí,
claro. Ellos creían
que tenían
razón,
que era muy justo actuar contra el gran crimen. Les habían
asesinado al jefe y a un montón
de compañeros;
se consideraron en el deber de tomar venganza. Por eso creo que hicieron
algo incorrecto. Mataron a Manolo Castro el 22 de febrero de 1948, quien por aquel entonces no significaba nada, se
encontraba desacreditado, ya no estaba en la Universidad.
Él
no había
tenido una responsabilidad directa en lo sucedido en
Orfila. Fue algo absolutamente incorrecto porque se trataba de
una venganza con figuras de aquel grupo. Uno estaba preso, otro
en distinto sitio, y como Manolo Castro era uno de los
líderes,
lo escogieron a
él;
sin embargo, no era el más
grosero, no era el peor. Masferrer era mucho peor, era un bandido, un
fascista, un farsante, un traidor. Escogieron al virtualmente
desarmado, que estaba en actividades normales.
Cuando ocurrió,
enseguida Masferrer tomó
aquel hecho y lo usó
para tratar de involucrarme. Era una etapa de
peligro porque lo de Orfila originó
una guerra entre grupos.
Katiuska Blanco.
—¿Usted
conocía
el testimonio de Fernando Flórez
Ibarra donde cuenta cómo
Masferrer propuso asesinarlo? En su relato, Flórez
Ibarra explica que Masferrer sentía
una irracional hostilidad hacia usted,
«rayana
en la fobia obsesi va»,
a causa de su liderazgo indiscutible frente a la
masa estudiantil. El propósito
de Masferrer era urdir una trama para implicarlo a usted en el asesinato de Manolo Castro,
lo cual le serviría
de pretexto para su eliminación
física.
Flórez
Ibarra dice que le constaba que la acusación
no tenía
pies ni cabeza porque un amigo común
de usted y de
él,
Benito Besada, compañero de escuela, con quien había
conversado días
después del crimen, le había
confiado que a la hora precisa del atentado a Manolo,
él
se encontraba con usted en un sitio distante. Por otra parte, afirma que todos sabían
que usted no tenía
vínculo alguno con la UIR, organización
señalada
como responsable del atentado. Flórez
Ibarra interrumpió
a Masferrer cuando enunciaba sus propósitos
y le contó
lo conversado con Benito Besada. Entonces, Masferrer, fuera de sí,
vociferó
que aquello era lo de menos, que urgía
liquidarlo a usted a toda costa, importando un bledo si había
participado o no en la muerte de Manolo. Flórez
Ibarra confiesa que no daba crédito
a lo que oía
porque no imaginaba la transformación
que Masferrer había sufrido en apenas tres años
y ni siquiera podía
imaginar el grado de envilecimiento a que había
llegado. Textualmente concluye:
«Aunque
en mi fuero interno no albergaba simpatía alguna por Fidel, que había
apoyado a mi rival cuando me presenté
como candidato a delegado de una asignatura, no podía
concebir que alguien fraguara su asesinato, o el de cualquier otro estudiante, como
único
medio para neutrali zar su prestigio».
La historia pude leerla en el libro
Yo fui enemigo de Fidel,
cuya segunda edición
fue publicada por la Editorial de Ciencias Sociales, en el año
2002.
Fidel Castro.
—En
aquel período,
Masferrer
—aliado
al gobierno—
con su revista, desarrolló
una campaña
en la que trató
de imputarme la muerte de Manolo Castro y de otros
hombres de una manera infame, calumniosa, como parte de una maquinación
política.
Quería
estimular contra mí
el sentido de la venganza, crearme problemas legales, incluso,
de riesgo personal, para así
justificar, en la lucha, mi muerte en cualquier momento, o que me arrestaran. Fue una campaña
política desfavorable de descrédito
contra mí.
Frente a tal acusación
tomé
la iniciativa, me presenté
a las autoridades y planteé
mi inocencia. Les pedí
que hicieran cuanta prueba quisieran. Tuve que defenderme
legalmente de la acusación.
Pero la implicación
legal no era la más
grave, el riesgo real era ser víctima
de un asesinato por parte del gobierno con el pretexto de una venganza. Entonces debía
andar desarmado en medio de una situación
de peligro muy grave.
Libraba una lucha absolutamente desarmado desde que regresé
de Cayo Confites, porque hasta la pistola se había
perdido. La verdad es que Pedro Emilio
—me
da pena contarlo—, un día
fue de visita por Birán
y dijo que
él
iba a traer la pistola a La Habana, y la dejó
en una casa de empréstitos.
Pedro Emilio
por entonces andaba sin dinero, así
que la empeñó
y la vendió. Aquel fue el final
«súper
glorioso»
de la
única
arma que salvé
de la expedición.
A mi regreso a la Universidad, cuando estaba
librando una lucha tremenda contra el gobierno, se inició
aquella infortunada guerra en que gente noble y honrada actuó
de una manera absolutamente incorrecta, a mi juicio, porque no
estaban guiados por una concepción
revolucionaria, aunque creyeran que era un deber sagrado, de hermandad y
solidaridad, realizar atentados.
Katiuska Blanco.
—La
lucha de grupos, como usted dice, se agudizó.
Según
el estudio que guarda la Oficina de Asuntos Históricos,
desde mayo de 1947 hasta marzo de 1952, cuando Batista dio el golpe de Estado, se realizaron casi
30 atentados en el país,
contando solo los que involucraban a la UIR contra otras organizaciones. El peligro era pasmosamente
grande.
Fidel Castro.
—Sí.
Ya contaba con la máxima
autoridad entre los estudiantes, aunque no era alumno regular. Continué
desatando una activa campaña
antigubernamental. Organicé
una serie de manifestaciones desde la escalinata
universitaria contra el gobierno. Recuerdo que poco antes, una fue con
motivo de la muerte de un estudiante de preuniversitario,
Carlos Martínez
Junco, a quien le dispararon frente al Instituto de
La Habana el 9 de octubre de 1947. La manifestación
fue el día
10 y acudieron miles de estudiantes frente al Palacio
Presidencial.
Por ahí
hay una foto de aquel mitin, donde aparezco
encaramado en la antigua muralla, frente al viejo Palacio, hablándole a la gente. Como denuncia del crimen, nosotros
condujimos el cadáver
frente a Palacio, donde estaba el gobierno.
Grau había
invitado a una representación
de los estudiantes a discutir con
él
y dije que no. Expresé
que no queríamos verlo, sino que se fuera del gobierno.
En un momento de efervescencia patriótica
—al
menos yo lo creía—,
en la lucha contra Grau, visité
Manzanillo, me reuní
con los veteranos de la Guerra de Independencia, con
un concejal que estaba en oposición
al gobierno, y les pedí
que nos prestaran
—a
la Universidad—
la campana utilizada por Carlos Manuel de Céspedes
en el ingenio La Demajagua, el 10 de octubre de 1868, cuando dio el grito de independencia.
Persuadí
a los veteranos y al Ayuntamiento de que me
entregaran aquella reliquia para organizar un mitin de protesta
contra Grau en la capital.
Ya el gobierno estaba tan desprestigiado ante la
opinión pública,
por la corrupción,
la malversación,
el robo, que el municipio de Manzanillo me entregó
la campana para llevarla a un acto universitario, y en un tren la trajimos.
Hubo una gran movilización.
Una gran multitud recibió
la campana.
También
estoy retratado con ella; venía
en el tren cuidándola. La desembarcamos en la estación
terminal, la cargamos, la llevamos con muchos honores frente a Palacio, y
la trasla damos a la Universidad.
¿Qué
ocurrió
con la campana? Tuvo lugar algo insólito.
La campana llegó
a La Habana el 3 de noviembre, estuvo un día
en el Salón
de los Mártires
de la Universidad, y en la noche del 5 de noviembre, un día
antes del mitin, fue robada por Eufemio y Alemán,
elementos de la mafia del gobierno.
Entonces en el salón
de los mártires
universitarios no había una guardia
—porque
existía
la policía
universitaria, pero tenía
muchos locales que custodiar—
y me avisaron del robo de la campana por la madrugada. Inicialmente no se
sabía quién,
solo que eran los intereses del gobierno los que
estaban detrás.
Aquel mismo día
hablé
en una concentración
grande, enorme, en la escalinata de la Universidad, por la
noche. Se hizo una gran movilización,
una gran manifestación.
El 27 de noviembre pronuncié
el discurso en un gran acto.
Organicé
innumerables actividades. Vivía
una agitación continua. Yo me paraba en la escalinata, nada más
alzaba los brazos y eran miles de estudiantes los que se
movilizaban. Había una lucha política
de masas muy fuerte allí.
Después
supimos que quien se había
robado la campana era Eufemio Fernández
—el
jefe del segundo Batallón
en Cayo Confites—
y su grupo. Cumpliendo instrucciones del gobierno, se presentó
en la Universidad de madrugada, se llevó
la campana, la escondió
y después
se la entregaron a Grau, como una especie de reivindicación
hacia
él.
Así
actuaba aquella
gente; incluso, los menos sanguinarios, con una
mejor actitud personal, eran gente más
o menos de tal calaña.
Así
terminó
el año
1947, con grandes movimientos y manifestaciones en la Universidad.
A principios de 1948, en el mes de enero, asesinaron
a Jesús Menéndez,
dirigente obrero azucarero del Partido Comunista. Ya en el gobierno de Grau se iniciaba una etapa de
asesinatos de dirigentes obreros y comunistas. Nosotros hicimos
declaraciones muy fuertes contra el asesinato de Jesús
Menéndez
y participamos en el entierro.
En todas aquellas manifestaciones siempre estuvieron cara a cara la policía
y los estudiantes. A veces era tan grande la masa de estudiantes, que no la interceptaban para
evitar conflictos mayores. Otras veces llegábamos
a enfrentar a la policía
con piedras.
Recuerdo un invento que hicimos una vez. La
Universidad está
en una colina, el tranvía
pasaba por allí,
los raíles
llegaban hasta la calle San Lázaro,
dos o tres cuadras más
abajo. Recuerdo que en una oportunidad echamos gasolina en las líneas del tranvía,
la gasolina rodó
hasta donde estaba la policía,
entonces encendimos candela en el extremo; un río
de llamas avanzó
hasta donde estaban ellos. Los policías
corrían
cuando venía
la candela, y se ponían
en marcha las perseguidoras,
،el escándalo!
Era una de las armas nuestras: volcar un bidón,
un tanque de gasolina sobre las líneas
del ferrocarril y era como
un lanzallamas, un río
de fuego. Otras veces los policías
atacaban, tiroteaban la Universidad. Todo aquello sucedía.
Así,
de manera convulsa, empezó
el año
1948.
En una de las manifestaciones, el 12 de febrero de
1948, chocamos con la policía.
Con una porra, un tolete utilizado por la policía,
me dieron un golpe fuerte en la cabeza, casi perdí
el conocimiento, derramé
bastante sangre y me llevaron herido para la Universidad. Tenía
en jaque al gobierno y a todo el mundo. Estaba totalmente ligado a la lucha
de masas contra el gobierno de Grau. Para entonces había
tenido un gran avance, ya comprendía
todos los métodos
de masas, de lucha, movilización
y manifestación;
esto lo hacía
por instinto, un gran instinto político
de movilizar al pueblo y a las masas. Además,
siempre tenía
la idea de que si la Universidad era tomada por la policía,
había
que resistir. No contábamos con armas, pero siempre era partidario de que a la
Universidad había
que defenderla como a una fortaleza.
Por eso estuve desarmado, desde que llegué
de Cayo Confites, desde octubre de 1947, hasta el 26 de julio de 1953
—claro, hice prácticas—;
y desde noviembre de 1947 hasta el 10 de marzo de 1952, casi cuatro años
y medio tuve que desafiarlo todo: al gobierno de Grau y las mafias. Llegó
el punto en que tales grupos se enfrascaron en una guerra de
rivalidades internas y abandonaron todos los ideales políticos.
Vivían
del presupuesto del Estado. Fue el momento en que entré
en con flicto con todas las organizaciones, hasta que las
denuncié.
Katiuska Blanco.
—Sí,
usted presentó
un escrito al Tribunal de Cuentas el día
4 de marzo de 1952, publicado a la siguiente jornada por el periódico
Alerta,
donde denunciaba por sus nombres y apellidos los 2120 puestos que tenían
los grupos gangsteriles en los ministerios.
Fidel Castro.
—Era
una larga y pormenorizada lista. En todo aquel tiempo, además,
adquirí
una gran influencia en la Universidad, tenía
más
madurez, desarrollé
una lucha muy fuerte contra el gobierno y ya me tomaban en cuenta; era un
obstáculo serio para ellos. Si yo usaba un arma, la policía
me arrestaba inmediatamente, me sacaba de circulación,
me ponía
fuera de la ley, y yo tenía
que luchar dentro de la ley. Había
ido adquiriendo un desarrollo político
muy rápido;
valoré
la lucha política,
la lucha del pueblo, la lucha de masas, y desde que regresé
de la expedición
de Santo Domingo, ya pensaba en la revolución
en Cuba y que algún
día
había
que hacerla, pero tenía
que mantenerme luchando.
En aquel período
fui consolidando más
mis relaciones con los ortodoxos y participé
desde muy al principio en aquel partido. Estaba desde los primeros momentos con el Partido
Ortodoxo.
Desde bien temprano se fue formando dicho grupo. El
14 de marzo de 1945 ocurrió
el primer crimen político
del régimen de Grau que provocó
las primeras denuncias de Chibás
contra el régimen.
A partir de entonces puede decirse que comenzaron las campañas.
Otro hecho fue el negocio del trueque de azúcar
cubana por cebo argentino y arroz ecuatoriano, que fue el
primer gran escándalo
de latrocinio. Aquello ocurrió
en abril de 1945.
A principios del año
1947 se formó
la tendencia ortodoxa, y yo desde el primer momento estuve en contacto con
quienes asumieron tal posición.
Se formó
primero como grupo de oposición dentro del propio Partido Auténtico
en 1945 y se prolongó
hasta 1946. A comienzos de 1946, después
de una visita al presidio de la Isla de Pinos, hice la primera
denuncia, y en marzo acusé
a Mario Salabarría
de asesino por sus atropellos. Ya en los años
1945-1946 estaba vinculado a los ortodoxos.
Tuvo lugar un proceso. Ellos fueron inicialmente un
grupo en la oposición
dentro del Partido Revolucionario Auténtico, pero no habían
fundado una agrupación
política
aún.
El Partido Ortodoxo se fundó
en 1947.
Al ingresar en la Universidad todavía
no tenía
cédula
ni voto ni tenía
derecho a inscribirme en un partido, porque solo era posible a los 21 años.
Estaba como simpatizante, como amigo.
Rubén
Acosta fue de los primeros dirigentes del Partido Ortodoxo. A
él
lo conocía
desde muchos meses atrás
—el
ortodoxo a quien acudí
cuando la amenaza de que no volviera a la Universidad, el hombre al que le faltaba el brazo—.
Es decir,
yo tenía
contacto con varios dirigentes ortodoxos, pero uno de los más
amigos era Rubén
Acosta, quien había
pertenecido al Partido Auténtico,
e inició
el movimiento del Partido Ortodoxo. La fundación
oficial fue el 15 de mayo de 1947, antes de la expedición
de Cayo Confites.
Yo actuaba como estudiante y dirigente
universitario, pero no tenía
responsabilidades en el partido. Simpatizaba,
apoyaba en declaraciones públicas,
en todo, pero no era dirigido por el partido. Actuaba por mi propia cuenta.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
al escribir sobre tal etapa de su vida, en un artículo
publicado años
después
desde México,
usted afirmó:
«Yo
andaba por las calles de La Habana desarmado y solo».
Mientras más
leo sobre dicha
época,
más
me asombro y pregunto:
¿Cuántas
causas y azares debieron confluir para que usted se salvara? Parece un verdadero
milagro que sobreviviera en medio de tantos peligros, cuando con
un gran liderazgo entre los estudiantes denunciaba
continuamente al gobierno y los grupos gangsteriles.
¿Usted
coincide conmigo en tal certeza o tiene alguna otra razón
que lo explique?
Fidel Castro.
—Te
venía
explicando la difícil
situación
de la lucha por aquellos días.
En la Universidad sucedieron hechos importantes en
mi vida: la lucha contra el gobierno de Grau, junto a
personas honradas, a la gente que denunciaba las injusticias.
Considero mi participación
en la expedición
de Santo Domingo como un
gesto noble y altruista: me fui sin un amigo,
completamente solo, tomé
el caminito así,
para participar en una acción
organizada y dirigida en gran medida por quienes habían
sido mis enemigos, sin decir nada en mi casa, sin decir nada
a nadie.
Después,
por las mismas razones, me enrolé
en el estallido de Bogotá,
y también
fui solo.
Puedo asegurar que lo que hice entonces fue lo más
altruista, lo más
desinteresado, lo más
moral; aunque no fuera una razón
suficiente para decir que todo estaba bien. Debí
también
medir o valorar mejor entre el sacrificio máximo,
total y el objetivo de lo que estaba buscando. Fue una de
las etapas más
altruistas, desinteresadas y arriesgadas de mi vida.
Fue muy duro para mí
—recién
salido del Colegio de Belén,
y también poco tiempo después—
enfrentarme a problemas graves sin ninguna experiencia.
¿Cómo
salí
yo vivo de todo eso? No es del todo milagroso, creo que mi conducta fue un gran freno.
¿Qué
fue lo que posiblemente frenó
muchas veces la mano de mis enemigos? Bueno, los gestos que yo tenía:
no les tenía
miedo, me metí
en una expedición
y contaba con mucha simpatía
entre los estudiantes; entonces, como quiera que sucediera, mi muerte habría sido, en aquella
época,
en tales circunstancias, algo muy escandaloso. Me defendí
como el domador de leones, haciendo ruido con el fuete y contando con la simpatía
que tenía
entre mis condiscípulos.
Creo que me ayudó
el hecho de ser un tipo
solo. En dichas circunstancias, ellos quizás
pensaron como Batista, que yo no podía
hacer gran cosa solo. Por lo menos los irritaba, los irritaba tremendamente.
¿Por
qué
no me mataron? Algunos de tales elementos psicológicos debieron influir; pero tampoco me mató
Batista, aunque considero que
él
calculó
más
que era un muerto pesado y no un enemigo inofensivo. Ya tenía
un muerto pesado, porque sobre
él
gravitaba la acusación
de que era el asesino de Guiteras. Prefirió
no complicarse en aquel momento, era más
conveniente para
él.
¿Nos
tendría
algún
respeto por el hecho de que hubiéramos desafiado su poder, su Ejército?
¿Habría
algún
respeto? No es imposible, no es del todo imposible. O sea,
Batista no me mató
porque su reacción
fue semejante a la de aquella gente. No puede ser un milagro, tiene que existir una
explicación,
que no fue precisamente la prudencia mía.
Yo debí
ser más
prudente, no más
prudente, debí
ser prudente, y creo que todo se hubiera podido lograr sin necesidad de aquellos
desafíos.
Si hubiera sabido entonces lo que conocí
después,
no hubiera entrado en tales desafíos
donde las posibilidades de
éxito no existían.
Luego lo hicimos cuando el gobierno de Batista: no fuimos a atacar Columbia, organicé
para atacar al otro extremo de la isla, en una guerra de otro tipo; nosotros no
desembarcamos por La Habana ni por Manzanillo; no intentamos
ocupar Manzanillo ni Santiago de Cuba, los tomamos después.
Había
que saber qué
objetivos podíamos
tomar. Si tal experiencia la hubiera tenido cuando ingresé
en la Universidad,
،ah!
¿Qué
era lo que sabía
yo? Lo que aprendimos después.
Ya ahora no vale, después
de 50 años
de Revolución,
،pero
a año
y medio de haber salido de los colegios de los jesuitas!
Hubiera sido muy
útil
para mí
todo lo que sé
hoy.
En aquella
época
de la Universidad se perdieron muchos jóvenes
en luchas inútiles,
estériles.
Aprendí
mucho, después, a lo largo de toda la historia de la Revolución.
Luché
incansablemente por mantener la unidad.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el 4 de septiembre de 1995, en el Aula Magna de la Universidad, le escuché
decir algo sorprendente para mí:
«Y
si me falta algo por decir es que, aunque aquí
hubo luchas y hubo conflictos
—aquí
en esta Universidad—, que he mencionado, unos cuantos de los que fueron
enemigos aquí,
y algunos de los que hasta quisieron matarme y
estuvieron en planes para matarme, se unieron después
a la Revolución con el Movimiento, sobre todo, en la Sierra Maestra,
en la guerrilla. Así
que muchos de los que fueron adversarios aquí, y fuertes adversarios, después
se unieron al Movimiento 26 de Julio, y lucharon y algunos murieron, para que
ustedes vean las paradojas que tiene la vida y cómo
unos tiempos son sustituidos por otros. Tuvieron confianza y se unieron».
Siento que fue una suerte cubrir aquel acto en la
Universidad como reportera del diario
Granma.
Nunca olvidaré
sus palabras.
¿Quince
años
después
usted conserva igual visión?
Fidel Castro.
—Puedo
ratificar todo lo que dije. Fueron vivencias extraordinarias e inimaginables las de la
Universidad por su repercusión.
Allí
también
aprendí
que no se deben sobrestimar ni subestimar las fuerzas. En cierto momento me dejé
llevar por ciertas ambiciones. Era muy prematuro
para ser presidente de la escuela cuando aún
estaba en segundo año
de la carrera. Claro, creí
que estaba actuando bien, que era el que más
posibilidades tenía,
el más
fuerte, y quizás
tenía
razón
en cierto sentido; pero
¿por
qué
apurarse?
En realidad, aquellos encontronazos con la mafia de
la Universidad pudieron haberme costado la vida; sin
embargo, me enrolé
en la expedición
de Cayo Confites, no me frenó
el hecho de que mis enemigos fueran los principales
jefes de aquella acción.
Yo contaba con el respaldo de la masa universitaria,
gozaba de gran simpatía
entre los ortodoxos, pero lo que hacía
no era por cuenta de ese partido, ni el partido era
responsable de mis actos, y frente a todo andaba desarmado.
No sé
si alguna vez, en algún
momento, pude haber estado armado en algún
lugar, en una casa, pero casi invariablemente estaba sin arma porque le estaba creando problemas
muy serios al gobierno, no iban a permitir que yo
dispusiera de un
arma, así
tendrían
pretexto legal para encarcelarme, lo que yo evitaba.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en medio de la situación
de peligro en que se vio involucrado por las campañas
de Masferrer, el hervor de las luchas universitarias contra el
gobierno de Grau, sus denuncias de la corrupción
y los asesinatos, usted promovió
la idea de hacer el Congreso de Estudiantes Latinoamericanos.
¿Podría
narrarnos qué
acontecimientos lo llevaron a desarrollar tal iniciativa?
¿Qué
causas lo alentaron?
Fidel Castro.
—Por
entonces surgió
la idea del viaje, una idea mía.
A mi regreso de Cayo Confites continuaba
simpatizando con la causa dominicana y con la de Puerto Rico.
Antes de llegar a tener una filosofía
marxista, ya estaba en la lucha por la democracia en Santo Domingo, en
la lucha por la independencia de Puerto Rico, por la soberanía
de las Malvinas, la devolución
del canal a Panamá;
ya acompañaba todas aquellas causas latinoamericanas. Entonces
pensé
en organizar el Congreso de Estudiantes
Latinoamericanos, para luchar contra las injusticias en nuestro continente.
No era una lucha antiimperialista en el sentido
leninista, sino patriótica,
nacionalista, latinoamericanista. Claro, ya me definía
como un hombre de izquierda totalmente, pero todavía no era un marxista-leninista; estaba muy cerca de
serlo, porque ya libraba una batalla contra el gobierno, la
corrupción, el robo, el peculado. Denuncié
los crímenes
como el de Jesús
Menéndez,
las persecuciones y los asesinatos contra los dirigentes obreros y comunistas. Era un hombre de
izquierda antes de ser un cabal revolucionario, en aquel brevísimo
período de tiempo, de apenas dos años.
Entonces, concebí
la idea de organizar en Colombia un Congreso Latinoamericano de Estudiantes al mismo
tiempo que tenía
lugar allí
una reunión
muy importante: la IX Conferencia Panamericana. Estaba pensando extender la lucha a América
Latina y organizar a los estudiantes
latinoamericanos. Fue en el período
de la Guerra Fría,
y estaba metido en camisa de once varas: luchaba por la democracia de
Santo Domingo, la independencia de Puerto Rico, la devolución
de las Malvinas, la desaparición
de las colonias y por la devolución del Canal de Panamá.
Desde
época
tan temprana como en los primeros años, cuando apenas tenía
dos años
y medio de haber ingresado en la Universidad, hice el intento de organizar a los
estudiantes latinoamericanos y hasta elaboré
la idea.
Por aquella
época
Perón
presidía
Argentina, tenía
conflictos también
con Estados Unidos y reclamaba las Malvinas. Su postura era patriótica,
nacionalista. Un argentino
—Iglesias—
hacía
mucha campaña
a favor de los peronistas, por distintos temas y sobre algunas medidas sociales adoptadas
efectivamente, aunque había
cierta confusión
todavía
sobre lo que era el peronismo. Iglesias hizo contacto con nosotros y
le planteé
lo que pensaba y a ellos les interesó
el programa por las Malvinas. Estuvieron de acuerdo, quisieron cooperar e iban a
mandar estudiantes peronistas. Así
es como se organizó
el viaje.
No hacía
mucho tiempo, en Venezuela una revolución había
derrocado al gobierno militar. Acontecía
lo que nosotros creíamos
una revolución,
pero realmente era una lucha política,
democrática,
pudiéramos
decir una revolución
democrática. Fue cuando finalizó
el gobierno que encabezaba [Rómulo]
Betancourt y resultó
electo presidente Rómulo
Gallegos, el novelista.
En Panamá
existía
una intensa lucha de los estudiantes alrededor de las demandas de los derechos sobre el
Canal de Panamá,
una lucha nacionalista, patriótica,
llevada por parte de los estudiantes panameños.
En Colombia había
un movimiento estudiantil fuerte y se iba a celebrar la IX
Conferencia Panamericana.
Entonces, tracé
un plan. Reunimos un poco de recursos, muy pocos; ni recuerdo cómo
conseguí
los fondos, si pedí
algo en mi casa, los pasajes no eran muy caros. La idea
era viajar de La Habana a Venezuela para hablar con los
estudiantes, expresarles todo esto, pedirles apoyo. De Venezuela a Panamá
primero. Planifiqué
ir luego a Colombia, hablar con los estudiantes, solicitar apoyo, era muy importante. Mientras tanto ampliábamos
relaciones con otros estudiantes.
Iba a movilizar también
a los argentinos, porque teníamos
una coincidencia de intereses: lo de Santo Domingo,
lo de Panamá, lo de las colonias, y todo coincidía
con la lucha de los argentinos por las Malvinas. De modo que yo estaba
ya defendiendo la causa de las Malvinas desde el año
1948, hace más de 60 años
que por primera vez, como estudiante universitario, empecé
a defender dicha causa.
Organicé
el viaje, pero cometí
un gran error, hice una gran tontería.
Era en el mes de marzo,
¿cuándo
fue lo de Bogotá? Los preparativos los realicé
más
o menos en el mes de marzo. No habían
transcurrido cinco meses de la expedición
de Cayo Confites contra Trujillo y yo me monté
en un avión
—de
aquellos aviones DC-3 con dos motores—,
que hacía
escala en Santo Domingo y fue haciendo escala en todas las islas del
Caribe. Por entonces no había
Jet ni aviones que volaran directo a Venezuela; no, no, cuando aquello eran DC-3, unos avioncitos. El hecho es que el avión
arrancó
de La Habana y aterrizó
en Santo Domingo, en Ciudad Trujillo.
Fue algo tonto lo que hice. Llegué
al aeropuerto de Ciudad Trujillo y creo que era suficientemente conocido
como para que supieran que era el presidente del Comité
Pro Democracia de Santo Domingo y expedicionario. Me bajé
del avión
a ver cómo
era aquello por allí.
Había
unos tipos trujillistas, se veía claro que lo eran, y me puse a conversar con ellos,
sin disfrazarme, sin ocultarme, y mientras estaba hablando,
conversando sobre no sé
qué
cosa, los tipos me reconocieron,
،suerte
que
la parada era muy breve!, de unos minutos nada más,
así
que de súbito
ya se iba el avión,
me monté
en
él,
arrancó
y no me pasó
nada. Ahora me pregunto:
¿Qué
hacía
yo aterrizando en Santo Domingo, y en vez de quedarme en el avión
allí
calladito, cómo
es que me dispongo primero a bajarme y luego a
entablar conversación?
¿Cómo
di lugar a que me reconocieran? El avión
fue haciendo escala no sé
en cuántos
lugares, hasta que llegó
a Venezuela
—entonces
no existía
la carretera de La Guaira.
Yo no tenía
más
título
que mis argumentos. A todo esto, había
renunciado a ser dirigente oficial, solo era una
especie de dirigente espiritual. Organicé
todo el movimiento con el apoyo de la gente, pero no tenía
un título
oficial. Estaba de presidente Enrique Ovares, estudiante de
Arquitectura, alguien mediocre a quien habíamos
elegido como una solución conciliatoria. Alfredo Guevara era secretario de la
organización. Y yo sin ningún
título
universitario estaba preparando un congreso.
Muy probablemente esto no gustó
mucho a Ovares ni tampoco a Alfredo que, al fin y al cabo, eran los líderes
oficiales de la FEU y yo solo un agitador que había
renunciado a los cargos oficiales. Si yo hubiese matriculado como alumno
oficial en la Universidad, en la elección
hubiera contado con el apoyo de la inmensa mayoría
del estudiantado, pero renuncié
porque sentía
que no me hacía
falta hacerlo. Me importaba más
luchar. Ya yo no importaba prácticamente
nada, me importaban las cosas que hacía,
por las que luchaba y vivía.
Creo que es un momento muy importante en la vida de
cualquier hombre, cuando le importa mucho más
lo que hace, las cosas que hace, que uno mismo; le importa más
que se resuelvan los problemas que uno mismo o quien consigne las
realizaciones. Es un momento realmente esencial en el desarrollo
político
de un individuo, un punto vital.
Y estaba organizando el congreso, no podía
contar con Ovares porque
él,
al fin y al cabo, aunque lo habíamos
elegido, era un bobo, un mediocre completo, no sabía
ni dónde
estaba parado. Creo que Alfredo tenía
influencia en
él
porque contaba con más
preparación;
a lo mejor hasta los discursos que hacía
Ovares se los hacía
Alfredo, como secretario.
Todavía
no existía
una identificación
plena de los comunistas conmigo, y creo que con razón,
porque todavía
yo no era un marxista-leninista, pero puedo hacerles la crítica
de que no hicieran un esfuerzo por captarme porque, al
fin y al cabo, yo habría
podido servir para luchador comunista, porque tenía
la preocupación,
el temperamento, la sensibilidad. Posiblemente el hecho de que yo proviniera de un
colegio de jesuitas constituyera un prejuicio entre ellos. Si
usted provenía de un colegio de jesuitas, era hijo de un
terrateniente y, además, todavía
no estaba muy versado en marxismo-leninismo, tenía
lógica
que existiera algún
prejuicio. No importaba lo
que hubiera hecho, si luchaba contra el gobierno, el
terror, la fuerza; si luchaba por causas justas.
Todavía
no tenía
muchos títulos
para merecer la simpatía, o al menos la confianza, de los 14 o 15 cuadros
comunistas que había
en la Universidad, entre ellos, Alfredo Guevara. Realmente en tales circunstancias estaba ignorando
un poco la dirección
oficial de la FEU que ostentaba Ovares, no porque estuviéramos
en conflicto, sino porque no veía
en dicho dirigente alguien con iniciativa o que sirviera para algo.
Lo curioso es que yo llegué,
me reuní
con los estudiantes venezolanos y estuvieron de acuerdo conmigo. Visité
el periódico del Partido Acción
Democrática,
incluso, logré
una entrevista con Rómulo
Gallegos, a quien no vi porque estaba en una playa en La Guaira. Todos estuvieron de
acuerdo con realizar el congreso.
Estuve en Venezuela, después
en Panamá,
fui a la Universidad, estremecida por una gran efervescencia: un
estudiante había
quedado inválido
por un disparo de los marines yanquis, y se le consideraba un símbolo.
Lo fui a visitar, hablé
con
él
y logré
que los estudiantes panameños
también
apoyaran el congreso estudiantil. Ya contaba con el apoyo de los
venezolanos y los panameños.
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