05La
Habana, Belén,
boxeador en Birán,
orar y orar, crecer con los jesuitas, la historia, por radio: pelea de Joe Louis y Max Schmeling, utopías, Marx y Darwin
Katiuska Blanco.
—Comandante,
ver por primera vez el mar abierto es para el alma como un descubrimiento de la
inmensidad del universo, usted pudo experimentarlo cuando llegó
a la ciudad de Santiago de Cuba. Años
después
viajó
a La Habana, mucho más
lejos de su casa en Birán,
cuando dejó
atrás el Colegio Dolores para irse al Colegio de Belén,
casi al otro extremo de la isla,
¿qué
sensaciones experimentó?
¿Qué
significó
tal cambio en su vida?
Fidel Castro.
—Ir
a otra escuela fue una decisión
propia. Con los jesuitas de Santiago hice en el Colegio Dolores gran
parte del quinto grado, dos tercios del sexto
—porque
un tercio me lo pasé
hospitalizado—,
séptimo
grado, primero y segundo años de bachillerato; cinco años
en total. Mi estancia allí
transcurrió
excelentemente, no tuve problemas de ninguna clase.
Anécdotas miles podría
contar de dicha
época;
hacía
mucho deporte, era estimado por mis compañeros,
por los profesores de la escuela, por todos; obtenía
buenas notas.
Me sentía
bien en la escuela, pero ya me parecía
que aquel lugar no era nada comparado con la otra gran escuela
que los jesuitas tenían
en La Habana porque llegaban libros sobre el Colegio de Belén:
Belén
tiene esto, Belén
cuenta con piscina, Belén
tiene campo y pista, en Belén
hay tales equipos, Belén
tiene tantos campos de básquet;
de todo, lo ideal para un joven, para un estudiante, para un atleta, y yo me
entusiasmé.
Claro, fui madurando apresuradamente. Aunque estaba en un colegio de jesuitas, tenía
vacaciones tres veces al año: quince días
en Nochebuena, ocho días
en Semana Santa, tres meses en verano. En todos los períodos
mencionados iba para mi casa, era hombre libre en Birán.
Recuerdo que en aquellas estancias felices llevábamos
los deportes a Birán:
si jugábamos fútbol,
llevábamos
una pelota y hacíamos
una portería.
،Hasta en el corredor de la casa teníamos
una canasta! Jugábamos
balompié, boxeo. Corríamos,
nadábamos,
cazábamos
—primero con tirapiedras, después
con escopeta.
Katiuska Blanco.
—Su
hermano Ramón
recuerda que ustedes se iban solos a comer caña
y luego a bañarse
en el río
de Birán,
al charco del Jobo.
Fidel Castro.
—Una
vez, en las vacaciones de verano, no sé
cómo conseguimos dinero y nos compramos unos guantes de
boxeo. No eran profesionales, más
bien de
amateurs,
más
o menos gruesos. Como la valla era redonda, pusimos cuatro
columnas, buscamos sogas de ganadería
—buenas
sogas—,
las entretejimos y fabricamos un ring con las cuerdas.
،Convertimos
la valla en un coliseo deportivo! Allí
nadie sabía
boxeo ni nosotros mismos, pero todos los días
íbamos
allá
y nos pasábamos la mañana
boxeando. El
único
tiempo en que yo descansaba era cuando el otro se cambiaba los guantes o cuando
me los
cambiaban a mí.
Tales peleas no eran como aquellas a las que Ramón
me mandaba, ya eran con guantes, yo era un poco
mayor. Mi mánager
era Ramón;
me tenía
de boxeador profesional allí,
pero no apostado.
¿Cuál
era mi papel? Me ponía
los guantes temprano en la mañana
y estaba tres horas boxeando,
،suerte
que eran unos guantes bastante fuertes! Yo era el que boxeaba con
todos los contrincantes: de mi tamaño,
más
grandes, más
chiquitos, más
flacos, y no usábamos
protectores. Por lo menos llegué
a adquirir la resistencia de estar boxeando la mañana
entera con todo el mundo.
Una vez por poco me noquean. Un muchacho
descendiente de jamaicanos, de la United Fruit, grande, más
alto que yo, logró
conectarme un buen golpe en la cabeza y me aturdió. Es el
único
golpe que recuerdo, y me lo dio de arriba hacia abajo. Seguimos boxeando, reaccioné,
pero estuve a punto del
KO.
Después
éramos
muy amigos, pero yo siempre le decía:
«¿Recuerdas
que me diste un buen golpe?».
Nunca me llegaron a noquear porque eran unos guantes bastante gruesos. Indiscutiblemente que la protección
estaba en el grosor, que si llega a ser un guante
profesional no hubiera podido resistir porque me habría
cortado con frecuencia. Aquellos guantes golpeaban, ponían
la cara colorada, pero no eran como los de los profesionales de boxeo, eran,
realmente, guantes de entrenamiento. Pero así
y todo me dieron un golpe
que estuve a punto del nocaut.
Otra cosa que hacía
era irme de exploración
a lugares lejanos yo solo. Por mí
mismo, hacía
de todo en Birán.
Además, contaba con un prestigio creciente en mi casa, desde
que ingresé
en el bachillerato, fue un acontecimiento
importante. Estaba nada menos que en primer año
de bachillerato,
،algo
extraordinario! Parecía
ser el mejor estudiante de la casa, el mejor alumno del grupo de hermanos mayores, y eso lo
apreciaban mucho en la familia.
Era uno de los que más
sabía
en mi casa, tenía
la consideración y el respeto de mis padres. Todo eso me daba un
estimable grado de libertad. Creo que desde los 12 años
podía
irme a caballo a los Pinares de Mayarí
o a cualquier lugar donde yo quisiera. Me iba a los campamentos de trabajadores
en los pinares, en las montañas;
me iba para la casa del abuelo, que ya en tal
época
vivía
como a cuatro kilómetros
de la casa. Me levantaba y acostaba a la hora que quería,
iba donde me daba la gana, usaba armas y andaba libre y solo.
Era estudiante interno, pero no siempre me vi
encerrado en el colegio; estaba en contacto con la naturaleza,
en el régimen
de libertad durante los veranos en Birán,
era casi un adulto en mi vida y, por lo tanto, no resultaba nada
extraño que, influido en parte por la publicidad, decidiera
en aquel momento ir a estudiar al Colegio de Belén
los tres
últimos
años de bachillerato. Se lo dije a mis padres y ellos,
encantados, no
pusieron la menor objeción.
En aquel verano creo que había cumplido 16 años;
tenía
la edad apropiada para tal nivel porque había
recuperado parte del tiempo que me hicieron perder al principio. Ya participaba en los equipos
deportivos de 16 años del Colegio Dolores; pero era un guajirito, un
provinciano, nacido en el campo.
Cuando decidí
ir para el Colegio de Belén,
mis padres lo aceptaron. Empezó
el proceso de comprar maleta, ropa, porque era un lugar distante, además,
un poco más
caro; el Colegio Dolores costaba unos 30 dólares
y el Colegio de Belén
como 50. Los jesuitas no cobraban sueldo, y por eso puede
considerarse que Belén
no era tan caro. Ellos, en realidad, hacían
posible una escuela privada de bastante calidad, a bajo
costo. Desde luego, 50 dólares
podía
ser el salario de un maestro en aquella
época,
pero muchos obreros no ganaban 50 dólares.
Hay que tenerlo en cuenta.
La escuela tenía
grandes edificios
—no
sé
en qué
año
los construyeron—,
1000 alumnos, 150 internos. Yo nunca había viajado a la capital, no sabía
lo que era la ciudad de La Habana. Cuando se acercaba el comienzo del curso estaba muy entusiasmado, a pesar de que se acababan las
vacaciones y mi libertad. Como yo mismo había
escogido mi camino, también había
elegido qué
tipo de esclavitud y qué
tipo de cárcel
podía soportar; viajaba encantado hacia mi nueva cárcel.
En Alto Cedro, en una tienda, compré
la ropa. Alguna la había
conseguido en La Muñeca,
la tienda del mismo español con el que estuvimos en Santiago la segunda vez,
donde no pasamos hambre. Allí
donde me rebelé
y me fui, pero conservamos la amistad; seguíamos
comprando en su tienda. Claro, no tenía
mucho gusto para la ropa. Recuerdo que me compré
un saco de color indefinible, gris rojizo, un poco
escandaloso, a rayas, con un corte largo, de dos botones. Creía
que había obtenido una gran cosa, y vaya usted a saber qué
barbaridad fue lo que me compré,
creyendo que tenía
un gran traje. Compré
ropa interior, toallas, sábanas,
zapatos, de todo; además, tenía
que adquirir allá
el uniforme y un traje de salir.
Después
de comprar como dos maletas de ropa, tomé
solo el tren hacia La Habana. Allá
le dijeron al que iba a ser mi padrino, Fidel Pino Santos, quien ya era representante y vivía
en el Vedado, que me esperara.
Hice mi viaje y llegué
a La Habana al amanecer. El tren se tomaba alrededor del mediodía.
Nunca había
tenido la experiencia de un viaje tan largo, como 800 kilómetros.
Iba viendo todo con gran entusiasmo: ferrocarriles, pueblos,
aldeas, pasé
por Tunas, Camagüey.
A tal edad
—16
años—
siempre tenía apetito y, por primera vez, comí
a la carta en un carro
pullman. Creo que almorcé
y después
por la noche comí.
Por Camagüey compré
dulce de leche, panetela; porque, sobre todo, tenía dinero. Me habían
entregado 200 pesos. Tenía
que llegar a la escuela y pagar el primer mes, comprar libros, ropa,
unifor mes, y adquirir una serie de cosas necesarias para
mis estudios en La Habana.
Al amanecer
—lo
recuerdo como si fuera ahora; sería
en el año
1942—
arribé
a la gran estación
terminal y me ocurrió
lo mismo que cuando a los seis años
llegué
a Santiago de Cuba la primera vez: un elevado, una gran estación,
un gran bullicio. Me estaba esperando el padrino frustrado. Bajé,
el maletero cargó
las maletas y tomamos el automóvil
que enrumbó
por una calle que pasa por el antiguo Palacio
Presidencial. Me ocurrió
lo mismo que en Santiago, me pareció
una gran ciudad, pero esta era mucho más
grande, de edificios de cuatro y cinco plantas, enormes; yo los miraba asombrado.
Llegamos a la casa del padrino en el Vedado, y allí
estuvimos un rato, hasta que me llevaron para la escuela.
El Colegio de Belén
estaba en Marianao, no muy lejos del cabaret Tropicana. Hoy es una universidad militar,
el Instituto Técnico
Militar (ITM) como es popularmente conocido.
Llegué
a la escuela encantado. Me alegré
de haberme liberado de mi seudopadrino, que en este caso adquiría,
en cierta forma, el papel de tutor mío.
En la escuela entré
en contacto con los estudiantes. Claro, todavía,
era un guajirito provinciano, que venía
del Colegio Dolores, de Oriente, del campo, y conocí
muchachos más
despabilados, muy presumidos, de la alta burguesía
y la oligarquía
de aquí
de La Habana, dueños de centrales azucareros; incluso, otros internos de
Oriente y
de todo el país.
Dormí
el primer día
en la escuela, porque llegué
uno o dos días
antes de empezar las clases; y, al otro día,
salí
solo para La Habana. Pregunté
por un tranvía,
hasta dónde
llegaba, y dónde
se encontraban las tiendas. Del Colegio de Belén al centro de La Habana, un tranvía
demoraba 40 o 45 minutos. Era un tranvía
eléctrico
del tipo que se conectaba con dos cables, que de vez en cuando se zafaban y no podía
continuar el viaje; los ponían
otra vez y reiniciaba la marcha.
Me bajé
en el Parque Central, mi zona de operaciones aquel día,
،a
buscar tiendas, a comprar uniformes, un cinto! Me
pasé
el día
entero ocupado en las compras y por la noche regresé
a la escuela.
Claro, recuerdo que la primera vez que me puse aquel
traje escandaloso, largo, los muchachos se rieron de mí,
decían:
«¿Pero
qué
es esto, un guajiro?».
Yo no me puse bravo, pero me di cuenta de que no estaba acorde con la moda. No
recuerdo cuándo
me lo puse, pero creo que fue una sola vez. Mi
asesor, el comerciante de Santiago de Cuba
—hijo
de Martín,
el Gallego—,
que estaba despachando en la tienda, fue el que me lo vendió.
Hoy sería
un excelente traje, porque mientras más rara, más
escandalosa es la ropa, mejor, más
se está
a la moda; pero en aquella
época
todavía
no existían
los
hippies,
ni los peludos, ni los barbudos como nosotros. Entonces,
los miembros de aquella aristocracia, burguesía,
oligarquía,
muy or gullosos de sus costumbres y de su moda, se rieron
bastante. Después
me compré
otra ropa, guayaberas…;
gasté
una buena parte del dinero que me habían
dado comprando cosas. Aunque no tuve muchos trajes, siempre conté,
por lo menos con uno o dos, hasta que llegó
la
época
revolucionaria. Creo que tres fue el máximo
de trajes que tuve entonces: algún
pantalón, alguna guayabera y lo que se llamaría
un safari, por entonces se llamaban
ensemble.
Cuando usted tenía
un pantalón y una camisa del mismo color, poseía
un safari en mi
época. Bueno, pues compré
algunos y me fui adaptando a la cuestión del vestir.
Todo cambió
después,
al concluir mis estudios en el Colegio, en el acto de graduación
de fin de año,
de bachillerato. Viví
aquel día
una experiencia inesperada.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
estuve en Chile al final del año
2005 para presentar el libro
Todo el tiempo de los cedros
en la Universidad de Concepción,
y participar en la Feria Internacional del Libro. Su historia familiar
tuvo una gran acogida, y en una conferencia de prensa, un
sacerdote miembro de la Teología
de la Liberación
me preguntó
sobre el significado de los jesuitas en su vida. Evoqué
su encuentro con religiosos en noviembre de 1971, allí
mismo, en Santiago de Chile, cuando esbozó
la posibilidad de una comunión
entre revolucionarios y cristianos, entre militantes
comunistas y religiosos. Al responder abordé
varios aspectos, pero sobre
todo afirmé
que los jesuitas le habían
proporcionado mucha felicidad.
¿Usted
está
de acuerdo?
¿Qué
valoración
hace de lo aprendido y vivido con ellos?
Fidel Castro.
—Los
jesuitas impartían
una enseñanza
bastante escolástica
y muy dogmática,
derivada, en primer lugar, de la concepción
religiosa del mundo y la vida. Si usted parte de una serie de apotegmas y principios, de
explicaciones que están
fundadas en la fe, usted no puede cuestionarlas, no puede discutirlas, no puede, ni siquiera,
razonarlas; está
obligado absolutamente a creerlas. Entonces dice: el
origen del mundo es este. Digamos que era un estilo, un método,
un principio común
a todas las escuelas religiosas.
Ninguno de aquellos dogmas podía
ser discutido: cuál
es el origen del mundo, cómo
se creó
la Tierra, cuáles
fueron los primeros seres vivos, el ser humano, cómo
fueron creados el hombre, la mujer; todo lo afirman de manera categórica en el
«Antiguo
Testamento».
De modo que uno empieza por conocer personajes como Adán
y Eva, una especie de tatarabuelos de carne y hueso; la abuela, la tía,
la bisabuela, gente de carne y hueso, muy próximas
a usted, los antepasados. La enseñanza
religiosa misma partía
de posiciones absolutamente dogmáticas.
Nada de aquello que se nos enseñaba
podía
ser cuestionado, teníamos
que creerlo todo. Una educación
que ya comienza así
no puede ser una educación
lógica,
dialéctica, razonada; es una apelación
a la fe y no a la inteligencia. Pien so que una enseñanza
religiosa pudiera racionalizarse mucho más
y no presentarse como un conjunto de verdades
incuestionables, que hay que aceptarlas como una cuestión
de fe.
Ese dogmatismo permeaba casi toda la enseñanza
religiosa, entre ella la de los jesuitas. Si le hablaban de política,
lo hacían
con el mismo carácter
dogmático.
Sobre la sociedad y la historia, todas las versiones tenían
también
tal carácter;
incluso, cuestiones que no tenían
que ver con la religión,
eran afirmaciones categóricas,
dogmáticas,
interpretaciones que no podían
cuestionarse.
Es decir, no había
análisis
ni razonamiento, mucho menos contraposición
de criterios, de teorías,
que realmente impulsaran el desarrollo de la mente, del pensamiento, de la
razón. Desde tal punto de vista, a mi juicio, me parece un
sistema de enseñanza
muy negativo, puesto que empieza por clausurar y cancelar la capacidad de pensar del hombre. No se
nos enseñaba
a pensar, se nos enseñaba
a creer, y me habría
gustado que me enseñaran
a pensar y me dieran una explicación racional de todo. Pienso que se deforma de cierta
manera la inteligencia de un niño
si recibe tal tipo de enseñanza
dogmática, en que el razonamiento ocupa muy poco lugar.
Tempranamente fui capaz de comprender una
injusticia, de ver que algo de tipo social, de tipo humano, no
me agradaba; era capaz de comprender un agravio, pero no podía
tener simples elementos de juicio para cuestionar la
educación
que
estaba recibiendo. Los niños
aceptábamos
todo aquello, como la historia que nos hacen los padres, los abuelos;
era la historia que nos hacían
los maestros, la explicación
que nos daban. Durante el período
de la enseñanza
primaria nunca cuestioné
dicha educación.
Tampoco cuando estudiaba el nivel medio.
No era una persona muy convencida de lo que me decían, lo más
probable es que fuera muy escéptico.
Cuando uno es muy pequeño
cree en los Reyes Magos, un poco de fantasía, que no está
mal, pero es una de las primeras cosas que uno aprende y resulta ser mentira, aunque eso no
significa, necesariamente, que uno se ponga a cuestionar todos los demás temas dichos o enseñados,
puede prestarle mayor o menor importancia. Cuando estaba en primero, segundo,
tercer grado, con la fantasía
de un niño,
le daba mucha importancia al Diluvio Universal, a la historia de Noé,
Moisés,
Isaac, de todos aquellos personajes de la
Historia Sagrada,
los tomaba como cosas muy verídicas;
eran personajes, en cierta forma, familiares.
Claro, después
fui creciendo e interesándome
por otras cosas, actividades, deportes, y empiezan a
impresionarme menos aquellas leyendas e historias; hasta que llegó
un momento en que no tuve precisamente la vocación,
la inspiración o la inclinación
del hombre devoto. Evidentemente no tenía
un espíritu
místico,
una mentalidad mística.
Me fui inclinando y preocupando por otras actividades.
Nos llevaban todos los días
a oír
misa, a rezar de una manera muy formal. Uno rezaba algo y no sabía
ni lo que estaba diciendo, repetía
sin descanso la misma oración
50 veces. Al final no tenía
la menor idea de qué
quería
decir un avemaría, un padrenuestro, un credo. Las oraciones las aprendía de memoria y la repetición
era absolutamente mecánica,
ad libitum,
de una misma oración,
en cuyo contenido no pensaba uno nunca. Me parece maniático
eso, un poco absurdo, un poco loco, no creo que tiene racionalidad. Es
mucho más racional una sola oración
bien pensada, sabiendo lo que estás diciendo, concentrado en ella, como un atleta se
concentra antes de iniciar una carrera, saltar con garrocha,
hacer un salto largo o lanzar una jabalina; que repetir 1500 veces
la misma oración
sin haber pensado nunca en lo que se está
diciendo. Es un ejercicio de las cuerdas vocales, no un
ejercicio del pensamiento, del sentimiento ni del corazón.
Pero yo también, mecánicamente,
hacía
todo eso, como creo que la mayoría
de los muchachos. En cierto momento la oración
se convertía
en una penitencia, en un trabajo obligatorio de todos
los días,
del mismo modo que la misa y las demás
actividades litúrgicas
de la enseñanza
religiosa recibida.
Además
de eso, también
nos enseñaban
Aritmética,
ya un mundo aparte, que implica una lógica,
una serie de razonamientos más
precisos, exactos; la Gramática,
las formas de expresarse, las reglas y todo aquello, algo
concreto, que tam bién
tiene su lógica,
su razonamiento, leyes; la Geografía,
que estudia cosas existentes: montañas,
ríos,
lagos, mares, islas, golfos, cabos, penínsulas,
naciones, Estados, las capitales, las ciudades, los habitantes, las producciones,
elementos concretos que se pueden enseñar
de manera real; igual las Ciencias Naturales, desde temprano; la Historia también:
le hacen la narración
de hechos acaecidos que usted cree porque se los explican, pero no porque sería
pecado dejar de creerlos.
Posiblemente la historia nos ha trasmitido numerosas anécdotas
un poco fantasiosas, incluso, hasta mentiras,
sucesos que ocurrieron o se inventaron; pero, en cualquier
caso, la investigación
comprobó
muchas de las narraciones históricas. Desde luego, han cambiado muchos conceptos de la
misma historia; la interpretación
de los hechos ha sido muy diferente, muy cambiante.
En la historia, el riesgo mayor es el tipo de
interpretación dada a los acontecimientos y sus causas. Lo que nos
enseñaron era muy abstracto, parecía
una sucesión
de hechos ocurridos a lo largo de cientos y miles de años,
sin que realmente se interpretara ni se explicara por qué
habían
ocurrido; parecían originados en la inteligencia de algunos hombres, en
el genio, en la bondad o la maldad de otros. No existía
ninguna explicación de los factores sociales que determinara, en primer lugar, aquel tipo de sociedad, qué
importancia tenía
el modo de producción,
las instituciones, la cultura, las costumbres, el
derecho, en la vida de aquella sociedad.
A veces parecía
que la sociedad era la misma desde la
época de Grecia hasta hoy, eran el mismo sistema social,
los mismos hombres, las mismas ideas desde la antigüedad.
Incluso, parecía
que la sociedad de 2500 años
atrás
era más
avanzada que la actual. Era una bella historia, un bello
cuento. Aquellos hombres del pasado tuvieron mucho de razón
y empezaron a leer, a escribir. Parecía
que eran los mismos hombres siempre, con la misma moral, las mismas ideas políticas;
solo que los griegos eran mucho más
«demócratas»,
porque se reunían
en la plaza pública,
discutían
«muy
democráticamente».
También Roma parecía
una sociedad democrática.
Nunca, en aquellos años
de estudiante, me dijeron que Grecia y Roma eran sociedades esclavistas,
sociedades divididas en clases, donde una minoría
disfrutaba de las riquezas, de todos los derechos; y que existía
otra clase que no poseía
la riqueza, no disfrutaba de todos los derechos y no
estaba esclavizada; y que, además,
había
otra clase esclavizada, privada de todos los derechos económicos,
políticos
y humanos. Nadie nos lo dijo nunca, ni en todo el período
en que empecé
a estudiar ni siquiera a lo largo de los estudios
universitarios.
Recuerdo la historia como un recuento de hechos,
ninguno de los cuales se cuestionaba, pero no por cuestión
de fe; usted lo creía,
porque tenía
el hábito
de creerlo todo.
Después
que uno ha vivido algunos años
y algunos aconte cimientos históricos,
después
que ha leído
la explicación
dada por muchos protagonistas de los acontecimientos históricos en que usted también
participó
y conoció,
y de los cuales ha sido testigo, se da cuenta de cómo
la historia está
expuesta a un gran número
de errores.
Muchos combatientes de nuestra lucha, al
testimoniar, hacen una interpretación
diferente de los acontecimientos en que uno participó,
incluso, de algunos de los que uno planeó, organizó,
concibió
con un objetivo determinado. Es el mismo hecho, pero visto desde distintos
ángulos,
desde el punto de vista del jefe de pelotón,
del soldado, del campesino; puede decirse que cada quien lo ve desde un
ángulo
diferente, y tiende a darle una interpretación
propia, distinta. Muchas veces me he preocupado por ver de qué
manera podría
resolverse ese problema; es el valor que le concedo al libro
que preparo sobre la victoria estratégica
contra la ofensiva enemiga del verano de 1958. [La
Victoria Estratégica
fue publicado en 2010]. Todos aquellos acontecimientos históricos
los conozco muy bien, participé
directamente en su organización,
conocía
los propósitos
de la operación,
las circunstancias en que se daban, y, sin embargo, si esa opinión
no se emitiera por quienes están
más
informados, pudiera tenerse al final una información errónea,
totalmente equivocada, de los hechos. Hechos que ocurren en la
época
contemporánea,
incluso, hay gente que cuenta de buena fe lo que piensa. Ahora me pregunto:
si esos acontecimientos se investigaran al cabo de 500 años,
1000 años,
tal frase que se asegura que se dijo, tal idea, tal
plan, tal propósito,
¿cómo
podría
conocerse o dilucidarse su veracidad?
La investigación
histórica
puede descubrir y precisar hechos mejor aún
que los propios protagonistas; es decir, creo en la investigación
histórica,
en métodos
de investigación
y comprobación:
en los documentos, testimonios, hechos, en las huellas que puedan haber dejado; hay muchas
maneras de verificar los acontecimientos. La investigación
histórica
es una ciencia, una técnica,
y permite indagar y comprobar lo que la memoria no puede retener.
Considero insoslayable desconfiar, incluso, del
testimonio de los protagonistas, y la historia debe realizar
investigaciones. No se trata de que los protagonistas quieran engañar,
a veces no se acuerdan bien de lo que pasó,
de algún
aspecto, y tienen su versión
de lo que ellos vieron entonces, lo que
interpretaron después.
Creo que se puede confiar más
en la investigación histórica.
Claro, los protagonistas podemos dar testimonio de
ideas básicas,
esenciales, propósitos,
conceptos que tenemos de tales cosas, que sí
es muy difícil
comprobar en la investigación histórica,
excepto que se haya escrito. Pero muchas veces hay que trabajar sin pruebas documentales, porque no se
ha escrito antes una opinión,
una idea.
Es decir, aunque la historia está
sujeta siempre a tergiver saciones, confusiones y equivocaciones, existe la
investigación histórica
y existen los buenos investigadores históricos.
Para la publicación
de libros sobre la etapa insurreccional sé
que han sido importantes, a lo largo de los años,
las investigaciones documentales desarrolladas por el equipo que Celia fundó
en la Oficina de Asuntos Históricos
y toda la búsqueda de cartas, mensajes y
órdenes,
que permiten precisar lugares y fechas con exactitud. Ahora mismo, en este año,
me han sido
útiles
a mí.
Un investigador de nuestras luchas puede conocerlas mucho mejor que nosotros mismos que fuimos
protagonistas. Lo que un historiador no puede determinar con exactitud, con precisión,
son algunas ideas esenciales, básicas, de las cuales solo nosotros podemos dar testimonio.
Es un hecho del cual es necesario partir, y por eso digo
que sí
creo en la investigación
y en la comprobación
histórica.
Hay investigadores históricos
muy sagaces.
Con esto quiero decir que no soy escéptico
sobre la historia, desde el momento en que existen técnicas.
Hoy existen métodos
físico-químicos
para determinar la edad de un objeto, si tiene 1500 años;
creo que a través
del Carbono 14 puede precisarse con gran exactitud; o en California le
pueden decir la edad de una secuoya por las marcas que deja en el
tronco del
árbol
la primavera cada año,
y afirmar que tiene 500, 700 o 1000 años.
Es decir, la ciencia ha venido en auxilio de la
historia para las comprobaciones históricas;
y, desde luego, solo la concepción
filosófica,
política,
pudo venir en auxilio de la interpretación
de la historia.
Katiuska Blanco.
—Pero
hay algo, Comandante, intransferible e inapreciable: la vivencia, la emoción.
Es la ventaja de los protagonistas. Ningún
escenario, tiempo o circunstancia pueden repetirse para su estudio.
Fidel Castro.
—Claro,
ahí
radica el valor de los testimonios. Hay muchos ingredientes importantes en la enseñanza
y la interpretación de la historia, y los jesuitas eran muy dogmáticos
en tal sentido. Sin embargo, en las Ciencias Naturales:
en la Botánica, en la Zoología;
en las Ciencias Exactas: en la Física,
en la Química
—que
estudié
más
adelante—;
en la Anatomía,
no podemos hablar de enseñanza
dogmática
porque era mucho más lógica
y racional. Era explicar los fenómenos
naturales: cuando le hablan de la electricidad, de la ley de la
gravedad o de la materia, de los
átomos
y del peso específico
de cada una de las materias; de todo eso, son hechos conocidos,
comprobados por la ciencia.
Es decir, en las asignaturas científicas,
yo diría
que la enseñanza de los jesuitas era muy buena porque tenían
profesores muy bien preparados, sacerdotes dedicados, que habían estudiado muchos años,
con una gran vocación,
espíritu
de sacrificio, de austeridad, con todas esas cualidades
de carácter que no se les pueden negar. Como profesores de
Ciencias Exactas eran muy buenos, mientras que en la Filosofía,
las Ciencias Políticas,
o, incluso, la Economía,
no eran tan buenos. En todas estas ciencias no exactas o en la Historia,
eran de posiciones dogmáticas,
en general.
En las Ciencias Naturales y las Ciencias Exactas
eran excelentes profesores porque tenían
muy buena preparación.
Ahora bien, ellos eran gente rigurosa, metódica,
organizada, disciplinada, con métodos;
profesores fuertes, duros, exigentes. Inculcaban normas morales de conducta y
de carácter que debía
tener el alumno. En tal sentido, si bien no ayudaban a desarrollar mucho la inteligencia del
estudiante, imbuyéndoles
y acumulando conocimientos en la cabeza sin enseñarlos
a pensar, a razonar; sí
eran capaces de inspirarles un carácter,
o estimular algunos aspectos positivos. Si usted era explorador o atleta y se destacaba, estimulaban
tales cualidades que consideramos positivas en la gente: espíritu
de sacrificio, desinterés,
capacidad de sufrimiento y riesgo. Por lo menos, en mí
las estimularon los profesores o el ambiente en que estudié.
No puedo decir que todo fue positivo, pero no puedo
decir tampoco que todo fue negativo. Trato de analizar en
qué
área, en qué
sentido las enseñanzas
eran más
avanzadas, más
positivas. Yo, desde luego, habría
deseado las cosas positivas que aprendí
de ellos, sin las cosas negativas que tuve que
soportar a lo largo de muchos años.
La inteligencia virgen de un niño, de un adolescente, es como una esponja, por lo que
podía
ha ber absorbido una gran cantidad de conocimientos,
que tuve que ir adquiriendo después.
Tardé
mucho en cuestionarme el dogmatismo de mis maestros jesuitas. Pasé
mi adolescencia en tal tipo de educación y enfrascado en practicar deportes.
Creo que tenía
un sentimiento noble, como característica natural, la nobleza de carácter,
la capacidad de comunicarme, de sentir simpatía
por los demás,
un sentido de la justicia, la
ética.
¿De
dónde
nació?
Creo que los jesuitas me ayudaron a tener un sentido
ético;
la religión
puede haber influido también.
Las primeras normas morales uno las aprende en la
casa, se las enseñan
los padres, también
los maestros o las recibe a través
de la educación
religiosa; ciertos principios
éticos:
no se debe robar, mentir, ser hipócrita,
ser egoísta,
no se debe querer todo para sí.
En la propia enseñanza
cristiana hay importantes elementos
éticos,
pero en la casa están
también muchas personas a las que usted admira que se los
inspiran, los familiares se los inculcan. Difícilmente
un familiar llega a decirle que mienta, que robe, siempre están
criticando tales actitudes.
Pienso que también
en nuestra sociedad había
elementos
éticos,
en parte provenientes de la enseñanza
cristiana. Pero, además,
había
una
ética
laica en nuestro país,
que venía
de los pensadores políticos
a lo largo de los siglos, de los tiempos.
Es decir, yo tenía
una
ética,
no tenía
todavía
una filosofía, una interpretación
de los hechos de la sociedad, de la historia. Realmente, llegué
a todas esas conclusiones por mí
mismo cuando salí
de ese tipo de escuela y empecé
a tener verdaderas preocupaciones políticas;
entonces, comencé
a cuestionar muchas cosas.
Fue a través
del estudio, de la autoeducación
política, porque yo me autoeduqué
políticamente.
Dentro de todo este aprendizaje lo que más
me enseñó
fue el marxismo-leninismo; las obras de Marx, de Engels y de Lenin, sus teorías
fueron las que más
me enseñaron
a tener una idea de la sociedad, una concepción
de lo que ella era. Hasta entonces para mí
la sociedad era un conjunto de cosas, un bosque en el que todos
los problemas se debían
a que había
unos hombres malos, otros buenos; unas personas crueles, otras que no lo eran;
unos ladrones y otros que no lo eran. Todo estaba originado en las virtudes o en los defectos de los hombres, y en sus
errores o aciertos, en su bondad o en su maldad, lo que
explicaba todo, sin ninguna otra argumentación.
Cuando alcancé
la oportunidad de tener contacto, sobre todo con los estudios de Economía
Política
en un nivel universitario, realmente lo primero que cuestioné
fue el sistema capitalista, y no fue estudiando marxismo, no; yo
empecé
a cuestionar el sistema capitalista por pura lógica,
estudiando Economía
Política
capitalista.
Me impresionó
el problema de las crisis de superproducción,
llegó
un momento en que me parecían
absurdas, locas e injustificables. Si la producción
tenía
por objeto satisfacer las necesidades materiales de los hombres
—la
vivienda, la ropa, el calzado, la alimentación,
la salud, el bienestar, todo—, cómo
una superproducción
iba a dar lugar a una crisis social de hambre, desempleo, multiplicación
de la pobreza y de las necesidades de los seres humanos. Esa fue una de las
primeras contradicciones que me chocó
cuando estudiaba Economía Política
capitalista; no tenía
sentido.
Otra cuestión
que me chocó
mucho fue la idea de que los trabajadores tuvieran que luchar contra las máquinas
porque estas les quitaban el empleo y los medios de vida.
Me parecía absurdo totalmente, porque las máquinas
eran fruto de la inteligencia y del ingenio del hombre, de la
ciencia, y podían ayudar a la felicidad del ser humano, a aliviar su
sufrimiento, su trabajo, a elevar su productividad, a multiplicar
la riqueza.
Además,
lo veía
en nuestro país
todos los días,
los obreros luchaban contra las máquinas.
Los obreros agrícolas
no querían cortadoras de caña,
no querían
oír
hablar de estas; apenas existían,
los privaban de trabajo, los mataban de hambre. Los trabajadores no querían
el sistema de cargar los barcos de azúcar
a granel en 24 horas, y defendían
el viejo sistema de 25 días,
30 días
para cargar un barco, llevando saco a saco al hombro durante 8 horas, 10 horas, 12 horas; sacos
de 350 libras que destruían
al hombre, le creaban todo tipo de problemas
óseos
en las caderas, en los hombros, en la columna vertebral. Se oponían
a la mecanización
de los puertos, a las grúas,
al azúcar
a granel, a todo eso. Los constructores se oponían a los buldóceres
porque los desplazaban, les quitaban el trabajo manual con que construían
caminos, carreteras. Los tabaqueros y los cigarreros se oponían
a las máquinas
de cigarros porque los desplazaban también.
،Increíble!
Desde muy temprano, apenas empecé
a estudiar Economía Política
en primer año
y, sobre todo, en el segundo año
de mi carrera, empecé
a cuestionar el sistema de producción
capitalista. Comencé
a imaginarme, por mi cuenta, un sistema más
racional, en el que el trabajador y la máquina
no fueran enemigos, y la multiplicación
de la producción
y de los bienes materiales no fuera causa de desempleo y hambre.
Comencé
a ser lo que después
calificaba yo mismo como un comunista utópico.
Después
me di cuenta de que viví
mi etapa de utopía: concebía
un sistema de producción,
un sistema social diferente, partiendo de la razón,
como si los problemas sociales se pudieran resolver en virtud de hacer un razonamiento
lógico, perfecto, de cómo
debía
hacerse y organizarse todo, sin tener en cuenta para nada la historia del hombre, la
estructura y evolución
de la sociedad humana, el desarrollo de las fuerzas productivas y todos los factores que para un
racionalista de la sociedad, un comunista utópico,
no existían;
solo había
cosas erróneas,
absurdas, estúpidas
que debían
ser cambiadas por otras racionales. Así
es que llegué
a mi primera impugnación de la sociedad capitalista de
motu proprio,
por su análisis
lógicoy crítico.
Fue bien pronto que logré
fabricar mi utopía,
me reunía con un grupo de ocho o diez en la Plaza Cadenas, los
que quisieran escucharme. No es que los llamara para
darles una conferencia, sino que nos reuníamos
un grupo y yo hacía
comentarios, hablaba sobre todo eso.
Llegué
a tales conclusiones muy al principio de mis
estudios universitarios, cuando no había
tenido ningún
contacto con la literatura ni con estudiantes comunistas, por
cierto, poquísimos
en la Universidad de entonces. Mientras tanto, elaboraba mis utopías
y les hablaba de todo a los que estaban por allí,
pero no partía
de una argumentación
científica
ni de una base histórica
de raciocinio.
Recuerdo, especialmente, un texto de Economía
Política en cuyas páginas
se hablaba de tales problemas. Se trataba de elementos de Economía
Política,
no la que enseñaban
en el bachillerato, muy elemental, sino la que se
estudiaba en el nivel superior, mucho más
amplia. Eran unas 1 000 hojas en papel mimeografiado a un solo espacio. Teníamos
un profesor riguroso, exigente, no era marxista, enseñaba
la Economía Política
capitalista burguesa. Dentro de un programa, en un momento dado,
él
tenía
que explicar las distintas escuelas, las distintas teorías;
y debía
empezar por la teoría
del valor, la teoría
del precio, cómo
se forma el valor, cómo
se forman los precios, cuáles
son los factores que determinan el valor de las cosas. Afirmaba que la escasez determina el valor de
las cosas o el costo de producción,
la oferta y la demanda, cuál
es la causa del valor, qué
son las mercancías,
cómo
se compran, cómo
se venden. Se abordaban algunos de estos temas,
aparecía la crisis de superproducción,
el desempleo; de acuerdo con un programa, y
él
iba dando su interpretación
burguesa capitalista de todo, pero como una ley rígida,
fatal, incambiable, inflexible, igual que la ley de la gravedad, como
las leyes naturales:
«Esas
son las leyes; en la sociedad ocurren estas cosas así, han ocurrido y ocurrirán
siempre»,
explicaba una supuesta ley que no es natural, es una ley histórica,
social, una ley humana.
Entonces pensé
que algo andaba mal en aquella doctrina, me parecía
absurda, y comencé
a polemizar sobre el capitalismo. Creo que fue la primera vez que cuestioné
el sistema, ya desde entonces impugnaba temas políticos:
la politiquería,
la corrupción,
el robo, la malversación,
la injusticia, la opresión; desde mucho tiempo antes era adversario de todo eso.
Pienso que también
—y
antes hablábamos
de
ética—
lo que sufrí
me ayudó
a crear un rechazo contra el abuso, el robo, y la injusticia; toda la experiencia vivida contribuyó
a mi
ética, a mi rechazo a toda forma de abuso; las
circunstancias
que me obligaron a rebelarme más
de una vez ante hechos y decisiones injustas, me ayudaron a desarrollar también
una
ética.
Claro, sí
tenía
un espíritu
de rebeldía,
creo que lo tuve siempre, pero lo primero que llegué
a cuestionar fue el sistema de producción
capitalista. Por lógica
llegué
a la idea de que existe un sistema de producción
sin sentido, que la propiedad privada sobre los medios de producción
es absurda, que tales recursos deben estar al servicio de toda la
sociedad. Desarrollé
una posición
socialista utópica
porque partía
de la lógica, de la racionalidad. En honor a la verdad, en aquel
momento yo mismo no sabía
qué
era una utopía
ni qué
era el utopismo. Después
supe, que quienes como yo empezaban a sacar un mundo de la cabeza, a concebir un socialismo a
partir de la lógica,
eran socialistas utópicos
o comunistas utópicos,
como Tomás
Moro, [Tommaso] Campanella y otros más
—también
La República
de Platón
era una utopía—.
Conocí
por los libros a esos personajes que fabricaron utopías,
formas de sociedad, de producción
y de organización
salidas de la cabeza, que no tenían
una base histórica
ni una base científica.
Las ideas mías
eran utópicas.
Sin embargo, tal fase fue muy importante porque me condicionó
mentalmente para ser en extremo receptivo cuando por primera vez entré
en contacto con la literatura marxista o con las teorías
marxistas, porque había
una parte en la Economía
Política
en que ellos enumeraban y explicaban bastante someramente las distintas teorías
o escuelas económicas.
Entonces me interesé,
vi que existían distintos puntos de vista. Empiezan a aparecer los
socialistas utópicos,
los socialistas científicos,
los anarquistas, los capitalistas, las distintas escuelas y teorías
económicas
de la burguesía. Por entonces leía
tal literatura.
Las corrientes filosóficas
y políticas
se estudiaban no solo en Economía
Política,
sino también
en Teoría
General del Estado y en la Legislación
Obrera. Yo había
matriculado una segunda carrera, además
de Derecho, Ciencias Sociales, que incluía
asignaturas, como Historia de las Doctrinas Políticas e Historia de las Doctrinas Sociales. Incluso, la
Legislación Obrera tenía
—ya
es un poco más
adelante—
profesores de formación
marxista; algunos de ellos ya no tenían
nada de marxistas en su conducta o en sus posiciones políticas;
estaban asociados, incluso, al gobierno burgués,
pero en su juventud habían
sido de la izquierda universitaria o comunistas, habían recibido una educación
marxista; algunos profesores, muy pocos. Por ejemplo, la Legislación
Obrera era la asignatura de un profesor llamado Aureliano Sánchez
Arango,
él
tenía
una formación
marxista y, desde luego, ello se reflejaba en su
libro de Legislación
Obrera; además,
ellos mantenían
su posición con cierto orgullo, porque se percataban de que su
punto de vista era más
correcto que el de otros profesores que no sabían dónde
estaban parados. Entonces, sus libros traían
bastantes elementos de marxismo.
Raúl
Roa, uno de nuestros profesores, un hombre de la
izquierda en la lucha contra Machado, tenía
mucho prestigio en la Universidad.
Él
poseía
una formación
marxista; un hombre, además,
de extraordinaria imaginación
y creatividad. Era profesor de Ciencias Sociales y había
escrito un libro sobre las doctrinas sociales en el que hacía
un análisis
clasista de la historia, de las distintas sociedades.
Dichos temas, unas veces abordados por profesores
burgueses y otras por profesores con una formación
marxista, fueron los que me permitieron familiarizarme con los
diversos enfoques sobre la historia y la sociedad, hasta que
por primera vez leí
el
Manifiesto Comunista,
sería
ya entre segundo y tercer año,
alrededor de 1946 y 1947. Tendría
20 años
cuando entré
en contacto con la literatura marxista; era una
mentalidad virgen, no deformada y muy receptiva, una especie de
esponja condicionada a lo largo de toda mi experiencia
—desde
que pasé
hambre a los seis o siete años,
desde que era muy niño—, de todas mis luchas.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pienso que usted definió
poéticamente lo que significó
en su vida la lectura de los libros marxistas, en la entrevista concedida al periodista
francés
Ignacio Ramonet a inicios de 2003. Sus palabras de entonces
casi las sé
de memoria:
«Fue
como una revelación
política
de las conclusiones a que había
llegado por mi propia cuenta. Alguna vez he dicho que si a Ulises lo cautivaron los
cantos de
sirena, a mí
me cautivaron las verdades incontestables de la denuncia marxista. […]
Yo estaba como un venado o un caminante en el bosque, que no sabe dónde
está
el Norte o el Sur. Si usted no llega a entender realmente la historia
de la lucha de clases, o, por lo menos, la idea clara de que la
sociedad está
dividida entre ricos y pobres, y que unos someten y
explotan a los otros, usted está
en un bosque sin saber absolutamente nada».
Fidel Castro.
—Sí,
y el primero de los materiales marxistas que leí
fue el
Manifiesto Comunista;
me impresionó.
Fue escrito en el siglo xix, en 1848, hace más
de 160 años,
antes de
El Capital
y de las demás
obras fundamentales de Marx y Engels, y realmente se lo recomiendo a todo el mundo, a los
trabajadores y a los burgueses.
Katiuska Blanco.
—El
8 de enero de este año
[2010] usted me expresó
su asombro ante la circunstancia de que solo con
diez años
de diferencia se publicaran dos teorías
decisivas para el conocimiento de la sociedad y la naturaleza. Una, en
el campo de las ciencias políticas:
el
Manifiesto Comunista
de Carlos Marx, en 1848, y otra, referida a las ciencias
exactas:
La evolución de las especies,
de Charles Darwin, que vio la luz en 1858.
Fidel Castro.
—Efectivamente,
ambas teorías
son sorprendentes por su capacidad de iluminar el conocimiento que
tenemos acerca del mundo y la sociedad humana. La vida de
Marx y de Darwin deben ser estudiadas y también
sus extraordinarios
aportes, sin los cuales no podríamos
ni siquiera aproximarnos a la comprensión,
no solo de lo que acontece hoy, sino de los inmensos desafíos
de la humanidad en el futuro. Como te contaba, el
Manifiesto Comunista
lo conseguí
por la Universidad, interesado en estos temas. Le encontré
una gran lógica, una gran fuerza, un modo de expresar los problemas
sociales y políticos
de una forma muy sencilla, elocuente. Recuerdo que una de aquellas frases denunciaba algo así:
Vosotros, los burgueses, nos acusáis
de querer abolir la propiedad privada, cuando la propiedad privada está
abolida para las nueve décimas partes de la población,
y solo existe para esa décima
parte a condición
de que no exista para los demás.
Y decía:
Vosotros los burgueses nos acusáis
de querer comunizar las mujeres, si ustedes, no conformándose
con comunizar las mujeres y las hijas de los proletarios se complacen en
encornudarse mutuamente. Decía
una gran verdad, que las hijas de los burgueses eran educadas para el matrimonio, para la sociedad
—incluida la virginidad y todas las demás
virtudes—,
mientras las hijas de los campesinos pobres, las hijas de los obreros,
del proletario, tenían
que ir a parar a los prostíbulos,
a trabajar de criadas, en las casas de los burgueses, donde eran objeto de
todo tipo de seducciones y abusos sexuales.
Cualquiera que tuviera dos dedos de frente y un poco
de sentido común,
se daba cuenta de que lo escrito por Marx era verdad, que quienes inventaban infames calumnias de
que el socialismo quería
comunizar las mujeres, realmente habían comunizado las mujeres y las hijas de los sectores
pobres de la sociedad.
Así,
por el estilo, fui percibiendo una serie de verdades con una fuerza, una lógica,
incluso, con extraordinaria capacidad de expresión,
con una especial gracia. Y nadie me explicó
el
Manifiesto Comunista,
nadie me adoctrinó
jamás.
No puedo agradecerle a alguien que haya hecho un
esfuerzo por orientarme políticamente
sobre tales cuestiones. Claro, cuando entré
en contacto con esa literatura empecé
a tener, como diría
Víctor
Hugo:
«Una
tempestad bajo el cráneo»;
era una esponja, estaba sediento de verdad, de
conocimientos.
Así
se inició
el proceso acelerado de desarrollo de mi conciencia político-revolucionaria.
Claro que ese no es el
único ingrediente, yo venía
siguiendo una tradición
histórica
cubana, una gran admiración
por nuestros patriotas, por Martí, Céspedes,
Gómez,
Maceo. Antes de ser marxista fui martiano, sentí
una enorme admiración
por Martí;
pasé
por un proceso previo de educación
martiana, que me inculqué
yo mismo leyendo sus textos. Tenía
gran interés
por las obras de Martí,
por la historia de Cuba, empecé
por aquel camino.
Antes de llegar a la Universidad fui explorador,
escalador de montaña,
atleta, hice de todo, pero, realmente, no había incursionado en el campo de la política,
para mí
era un terreno vedado. Pude haber tenido algunas impresiones antes, siendo adolescente pude percatarme de lo que era un
régimen de fuerza, de abusos. Veía
tal posición
de prepotencia, de machismo, de los militares, de los soldados del Ejército
de Batista. Elementos que me fueron enseñando
y desarrollaron en mí
un rechazo: observé
arrogancia, prepotencia, machismo, abuso de autoridad, amenaza, ejercicio del miedo,
del terror sobre la gente. Fui recibiendo una serie de
impresiones que me hicieron sentir un repudio a aquella forma de poder
porque lo estaba viendo, lo veía
todos los días.
Creo que desde niño
ya empecé
a sentir un cierto rechazo hacia dicha forma de
autoridad armada, en virtud de la cual quien tenía
el arma tenía
el poder y lo ejercía:
los soldados golpeaban a la gente, abusaban, y daba la impresión
de que podían
matar a cualquiera sin que ocurriera nada.
Desde temprano, desde que contaba 13 años,
pude ver algunos procesos electorales. Vi intervenir al Ejército
en procesos electorales e impedir por la fuerza el ejercicio del
voto a cientos de personas. Así
fui haciéndome
una serie de conceptos; pero ello no me condujo a una concepción
revolucionaria, sino a una condena de aquella forma de autoridad,
del abuso.
En el año
1940, Pedro Emilio, mi hermano mayor, aspiraba a representante por un partido de oposición.
Recuerdo que yo estaba de vacaciones e, incluso, lo ayudaba, salía
en mi caballo a visitar a los campesinos; como muchos no sabían
leer ni escribir, yo los enseñaba
a votar: en qué
número
tenían
que
votar, cuál
era la insignia de aquel partido, porque eran votos preferenciales
—así
le llamaban—,
que podían
votar por un presidente y por un candidato a representante. Ya
por aquel entonces era el partido de oposición
a Batista. Yo enseñaba
a los vecinos a votar por el candidato a
representante, por Pedro Emilio, y de paso también
los enseñaba
a votar por el candidato a presidente de aquel partido.
Cuando realizaba tal actividad, me movía
el deseo de que Pedro Emilio saliera electo representante, porque
para
él
era una gran cosa, algo muy importante. Además,
él
siempre fue muy amistoso conmigo, muy cariñoso,
a pesar de que era hijo de otro matrimonio anterior de mi padre; entonces,
mi amigo Pedro Emilio, además
de mi hermano, en aquella atmósfera política,
iba a ser representante.
Él
había
hecho algún
trabajo político
conmigo, me había ofrecido no sé
cuántas
cosas, me iba a regalar un buen caballo y me había
hecho sus promesas electorales también
a mí; así
que yo estaba personalmente interesado en que fuera
electo representante y ayudaba; además,
todos los vecinos iban a votar por Pedro Emilio. Visité
a cientos de campesinos. Las elecciones fueron en mayo o junio, yo tendría
13 años.
El día
de la votación,
en los colegios electorales de Birán, los soldados de Batista, con fusiles y bayonetas,
dividieron en dos filas a los votantes: los batistianos, unos
pocos, y los enemigos de Batista, diez veces más;
lógicamente,
influidos por
la familia, por el terrateniente, por los sargentos
políticos,
por todas las razones que fueran, pero querían
votar por Pedro Emilio. Entonces, los soldados dijeron:
«A
ver, ustedes, aquí
los de un partido y acá
los del otro»,
y no dejaron votar a nadie de la oposición.
Recuerdo que yo veía
aquello, estaba interesado en las elecciones. Muy poquitos partidarios de Pedro Emilio votaron y fue porque se hicieron pasar por
batistianos. Eso ocurrió
en todos los colegios. Allí
solamente le quitaron cientos de votos.
Al final, Pedro Emilio no resultó
electo porque le faltaban 82 votos. Solo en tres escuelas de aquella zona de Birán,
los soldados le habían
quitado más
de 500 o 600 votos. Yo sufrí
aquello, recuerdo mi indignación,
hasta algunos disparos hicieron los soldados. Por supuesto, Batista ganó
las elecciones,
¿cómo
no iba a ganar si no dejó
votar a nadie en muchas partes donde no votaban por
él?
Así
ganó
las elecciones de 1940.
Tuve esa experiencia a los 13 años,
participé
en la campaña, tenía
mis impresiones. Sabía
que los soldados eran abusadores, que le daban fustazos, plan de machete a la gente y
que amenazaban con los fusiles. Puedo decir que ya sentía
repudio por la forma de autoridad sostenida sobre el miedo,
el terror; desarrollé
una serie de sentimientos, actitudes y criterios
repulsivos porque viví
como adolescente el primer período
de Batista.
Desde que tuve siete años
y hasta que terminé
el cuarto año
de bachillerato, el país
vivió
bajo el gobierno de Batista solapado o evidente. Era un gobierno de corrupción,
de fuerza, y yo sentía
antipatía
por todo aquello, no solo por el episodio que conté,
sino porque todos los días
veía
a los guardias ejerciendo con arrogancia y prepotencia el poder, la autoridad,
a base de las armas. De milagro no tuve conflictos con
los soldados, porque yo tenía
amigos, y algunas veces los vi abusar de campesinos. Creo que si no tuve problemas fue
porque me toleraron un poco, por ser el hijo de don
Ángel
Castro, pero sentía
una profunda antipatía
hacia ellos. Fue una suerte que no me hubiera visto envuelto en conflictos con los
soldados por algunos atropellos que veía;
claro, siempre había
gente que ayudaba a evitar el problema.
Es decir, cuando ingresé
a la Universidad ya había
vivido numerosas experiencias y sentía
repulsa por muchas cosas, ya tenía
una serie de valores, sobre todo, un espíritu
rebelde. Me vi obligado a ser rebelde desde pequeño.
Mi primera rebelión
fue en enero del año
1936, cuando tenía nueve años;
yo pensaba que podía
haber sido a los seis o siete años,
pero, con más
precisión,
con más
rigor histórico, fue a los nueve años,
cuando estaba en el segundo grado en la escuela. La segunda fue a los 11 años,
cuando cursaba el quinto grado y la tercera fue a los 12 años,
en la casa del comerciante español.
No incluí
en esta enumeración
la gran protesta en mi casa porque me querían
dejar en Birán
sin estudiar. Protagonicé
tres rebeliones.
La
última
fue en la casa del comerciante español,
cuando provoqué
que me enviaran interno para el colegio. Recuerdo la pelea de Joe Louis y el alemán
Max Schmeling
—la
oí
por radio en esa casa—,
cuando en el primer round, Joe Louis noqueó
a Max Schmeling; debe de haber sido en el verano de
1938.
Katiuska Blanco.
—La
pelea entre Joe Louis y Max Schmeling que usted recuerda tuvo lugar ante 80 000
espectadores en el Yankee Stadium de Nueva York, el 22 de junio de
1938. Un encuentro mítico
porque se dirimía
la supremacía
negra o la blanca fascista, aunque Schmeling termina distanciándose
de la Alemania nazi que al comienzo lo usa como símbolo.
Es hermosa la amistad que ambos boxeadores tejieron hasta el
final de sus vidas. Lo busqué
todo en internet cuando supe que usted tenía
aquella pelea boxística
como un grato recuerdo de su adolescencia. Por cierto, Curzio Malaparte en su
novela
Kaputt
traza un perfil del famoso Schmeling. Usted lee ese
libro en
La Habanita,
en mayo de 1958, según
una fotografía
tomada en tiempos guerrilleros.
Fidel Castro.
—Sí,
la pelea fue tremenda, nunca olvido que la escuché
en la casa del comerciante español
por la radio. Pero allí
también
me amenazaban con mandarme interno si me portaba mal, como si fuera a constituir un castigo para mí.
Después que salí
del hospital, donde durante tres meses se habían
de sarrollado considerablemente mis relaciones humanas
y políticas con la gente, regresé
a la casa, y al poco tiempo tomé
la decisión
de romper con la situación,
y fue cuando de nuevo me sublevé.
No fue una rebelión
violenta, pero resultó
como la primera vez en casa de la maestra Eufrasita. Yo
tenía
mis normas, tenía
que hacer varias cosas. Una tarde llegué
y me dijeron:
«Vaya
a estudiar».
Respondí:
«No
voy a estudiar, no me da la gana de estudiar».
«Haga
esto»,
me ordenaron. Riposté:
«No
voy a hacer nada, no me da la gana, estoy cansado ya, no resisto más
y no hago nada más».
Huelga, indisciplina total, dicho así,
de frente.
Al otro día,
me enviaron interno para la escuela; a mí,
que había
sido obediente hasta aquel momento, que había
aceptado todo, no les quedó
más
remedio que mandarme para la escuela. Me enviaron interno antes de Nochebuena, y
me hizo tanto bien, que en sexto grado tuve una de las
mejores notas, obtuve resultados excelentes en los exámenes,
sin que nadie me obligara, y en séptimo
grado ya fui excelencia, estuve entre los dos o tres primeros alumnos. Para mí
se crearon las condiciones ideales, desde que salí
de aquella
última
cárcel
familiar, para entrar en una prisión
mucho mejor: estar interno en la escuela, en Dolores y luego, en Belén.
Así
que cuando llegué
a la Universidad tenía
numerosas experiencias personales, y había
visto y sufrido muchas cosas, estaba condicionado.
Mi mayor mérito,
si tengo alguno, es haberme auto-orientado en medio de condiciones muy difíciles.
Es una suerte que no me hubiera confundido, extraviado, que no hubiera
perecido en el proceso de mi aprendizaje, sin que nadie,
realmente, me pudiera orientar ni ayudar.
،Cuánto
yo habría
agradecido si en mi vida alguien hubiera sido mentor, guía!
Solo una vez pude contar con uno, quizás
esta profesora, que fue capaz de despertar en mí,
por primera vez en mi vida, un gran interés por el estudio, alguien que me puso un objetivo difícil
y me obligó
a esforzarme; fue la primera vez; y qué
mala suerte tuve que perdí
tal oportunidad, solo por una enfermedad que posiblemente ni existía,
por unas boberías
intestinales y una supuesta apendicitis que todavía
está
por demostrar.
De lo contrario,
¿cuál
habría
sido mi vida? A lo mejor hubiera sido un intelectual
—no
estaría
arrepentido de haber sido un intelectual—;
habría
estudiado o habría
sido un político, quizás,
más
precozmente, con mucha más
preparación. Pero no hay duda de que ella fue la
única
persona que me encontré
en mi vida que pudo ser mi mentor, porque yo sentía agradecimiento y simpatía
por ella. Por mí
mismo adopté
más adelante otra determinación
importante: irme a La Habana, estudiar en el Colegio de Belén.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
admiro a Frei Betto con una devoción
casi religiosa. Nunca olvido la primera lectura de
Fidel y la religión.
Fue una experiencia maravillosa para mí
cuando estudiaba en la Universidad. En casa nos
disputábamos el libro. Al recordarlo regreso al tema de la
influencia de los jesuitas en su vida.
¿Piensa
que forjaron su espíritu
para vencer desafíos
en las excursiones y competencias deportivas?
¿Ser
atleta destacado o general de exploradores tuvo que
ver con su ascendencia entre los alumnos en el Colegio
de Belén?
Fidel Castro.
—Cuando
llegué
al Colegio de Belén
tenía
16 años, era un adolescente que iba pasando a la juventud,
estaba al final de la adolescencia, y allí
en la escuela practiqué
todos los deportes y también
ingresé
en el cuerpo de exploradores.
Recuerdo que la primera excursión
fue al valle de Yumurí, en Matanzas, un lugar muy bonito; llevaron unas
casas de campaña,
nosotros
íbamos
vestidos de exploradores, el grupo de internos. Montaron un campamento, compraron
latas, y nos dispusimos a hacer vida de campaña
en el valle de Yumurí, allí
estuvimos dos o tres días.
Pero
¿qué
ocurría?
Parece que yo era muy entusiasta, me gustó
mucho la actividad, la vida de campamento, y me ocupaba de todo: había
que hacer guardia, y yo hacía
todas las guardias. Estaba en una constante
actividad, de día
y de noche y, como consecuencia, me destaqué. El padre Amando Llorente, que fue con nosotros, me
prestó
atención,
le gustó
aquello, lo vio con simpatía
y creo que me dio alguna responsabilidad y algunos grados, no sé
si me hizo teniente y después
me ascendió.
Los jesuitas estimulaban aquella vida, es una de las cosas buenas que debo
agradecer les: si a usted le gustaba el deporte lo
estimulaban, igual sucedía con la exploración.
Todas las actividades sanas, las cosas puras, de rigor, ellos las estimulaban.
Parece que yo obraba de una forma espontánea,
tenía
un entusiasmo muy grande, me brindaba como voluntario
para todas las tareas. A ellos les gustaba eso, y un poco
más
adelante me hicieron jefe de todos los exploradores de la
escuela, me dieron el título
de general de exploradores. Es decir, antes de ser Comandante, fui general de exploradores de la
escuela.
Desde que estaba en el Colegio Dolores y en la
primaria tenía una característica:
me gustaba mucho practicar deportes e irme de exploración,
escalar montañas.
El Colegio Dolores muchas veces salía
de excursión
—en el Colegio La Salle yo me iba a pescar por la orilla
del mar, por muchos de los lugares que conté—,
pero en el de Dolores, como no tenía
un lugar fijo donde ir, a veces
íbamos
a las montañas
de El Cobre, ubicadas al lado de la Sierra Maestra, o
íbamos
al Caney, a la finca del padre de algún
muchacho de la escuela, algunas veces al mar, por la costa; nos
llevaban a distintos lugares. Desde entonces, veía
una montaña
y me entraba una gran inquietud por subirla, y como a veces no
sabía calcular bien la distancia, porque la veía
de lejos, regresaba tarde. En ocasiones, el
ómnibus
permanecía
esperándome una hora, dos horas, hasta que regresaba; pensaba
que iba a tener problemas, pero como hacía
algo que le agradaba a los
inspectores, a los directores de la escuela, no me
criticaban. A veces estábamos
en un
área,
en el campo, en los alrededores de Santiago de Cuba, llovía
mucho, crecían
los ríos,
y a mí
me gustaba cruzarlos, explorar todo aquello.
En una de dichas excursiones a las montañas
de Pinar del Río
caminamos mucho por valles, ríos;
cayó
un aguacero torrencial, de horas, y cuando nosotros regresábamos
para volver al lugar donde nos esperaban
—la
base—,
nos lo impedía un río
muy crecido, estrecho pero muy fuerte. El padre Llorente y los demás
muchachos estaban tratando de poner una soga para pasar el río
y les hacía
falta uno del otro lado, porque no había
manera de afincarla; iban a cruzar pero no se atrevían.
Entonces, me lancé
más
arriba, crucé
el río,
llegué
a la otra orilla, agarré
una rama al final, me tiraron la soga, la amarré
y cruzaron todos los muchachos. No fue ninguna proeza, fue una aventura personal mía.
Lo mejor hubiera sido no atravesar ningún
río,
sino esperar a que la crecida bajara.
Realmente, lo que hice fue poner en peligro la vida
de todos los muchachos, porque al quererlos cruzar de todas
maneras al otro lado, no solo me estaba arriesgando yo, sino
que arriesgaba después
a los demás.
No había
necesidad de cruzar, se podía
esperar dos o tres horas. Entonces, al padre
Llorente le dio por creer que yo había
salvado la vida de los muchachos, y, en verdad, lo que hice fue poner en peligro la
vida de todos. Y por eso
—como
a un gran número
de generales en la
historia—
me dieron a mí
también
el título
de general de los exploradores.
Cruzaba todos los ríos.
Era un
hobby
mío:
atravesar los ríos
crecidos, en Birán
y en cualquier parte.
Yo mismo organicé
excursiones después.
Escalé
el pico más alto de Pinar del Río,
sin saber bien ni dónde
estaba. Cuando llegó
el tren nos bajamos y empezamos a caminar. Estuvimos tres días
para llegar, lo escalamos. El
único
percance fue que tardamos dos días
más
de lo previsto; teníamos
tres días
de vacaciones y tardamos cinco días.
Después,
con el propio padre Llorente,
íbamos
a escalar el Pico Turquino pero no fue posible. Ya estábamos
en Santiago de Cuba, listos para salir, y se rompió
la goleta
—era
una embarcación que realizaba una travesía
regular—,
no pudo arrancar, y fue necesario suspender la expedición.
De lo contrario, yo habría
escalado el Pico Turquino con 17 años
y conocido la Sierra Maestra mucho antes de la guerra, cuando
realmente la conocí.
Este padre, que después
vivió
muchos años
en Miami, tenía un hermano misionero en Alaska, era un sacerdote, se
llamaba Segundo Llorente. Escribía
narraciones muy bonitas e interesantes tituladas:
«En
el país
de los eternos hielos».
Hacía descripciones sobre Alaska que me gustaban
extraordinariamente, hablaba de la vida de los esquimales y los parajes agrestes de esa región.
Al colegio llegaban las historias de aquel
mundo y de veras me encantaban, me agradaban mucho.
Amando, este padre del Colegio de Belén,
todavía
no era sacerdote, estaba en la fase previa al ordenamiento.
Los jesuitas, expertos en la formación
de cuadros, para ordenar un sacerdote lo hacían
estudiar los fundamentos muchos años,
los sometían
a distintas pruebas, y existía
un período
aproximado de tres a cuatro años,
durante el cual, los futuros sacerdotes viajaban de España
al exterior, iban a las escuelas y trabajaban como profesores, inspectores de los muchachos. Y
este padre, Amando Llorente, que todavía
no era sacerdote, hizo una gran amistad conmigo. Era español,
no recuerdo de qué
parte de España,
si de Castilla o de alguno de esos lugares. Me tenía simpatía
y, por eso, al finalizar mis estudios en Belén,
escribió
de mí
palabras elogiosas. No sé
si después
pensaría
igual, pero, bueno…
Estuvo en Miami, posiblemente bajo la influencia de antiguos alumnos del colegio que se fueron para allá,
porque no quedamos muchos discípulos
de aquel colegio aquí
en el país
después
de la Revolución.
El primero que me dio un grado en el cuerpo de exploradores fue el padre Llorente.
Preguntas por mi ascendencia entre los alumnos. Era
atleta, a la gente le gustaba que ganáramos
un campeonato; era explorador, hacía
incursiones y actividades en numerosos campos; era buen estudiante, alcanzaba muy buenas
notas; creo que me llevaba bien con todos los compañeros.
Pero no tenía
idea de cuál
era el concepto en que ellos me tenían
ni era razón
por la cual me preocupara si les caía
bien o no. Mis relaciones eran normales, como las de cualquier otro. Entonces, se produce el fin de curso, cuando me fui a graduar
de bachillerato, en el Colegio de Belén,
la escuela de mayor prestigio en el país,
una de las mejores, sin duda. Allí
casi todos los muchachos tenían
la simpatía
de la gente y eran muy queridos. Recuerdo que mi madre vino a La Habana para tal
ocasión. Tengo por ahí
todavía
guardada una fotografía
de mi madre vestida de traje, fue posiblemente la
única
vez en su vida que ella se hizo un traje de vestir, de ocasión,
con tejidos finos. Un vestido oscuro, largo, de noche, tal como el que debían
usar las madres, las madrinas de los alumnos burgueses,
hijos de terratenientes y aristócratas
que se graduaban de la escuela. Mi madre se mostraba muy orgullosa de su hijo. El
primero en toda la historia de la familia, quizás
en 100 años,
que adquiría un título
de bachiller era yo, y mi madre
—me
satisface mucho recordarla—
estaba contenta, feliz por su viaje a La Habana para asistir al día
de mi graduación.
Si García
Márquez
escribiera un libro sobre mi familia, probablemente podría
hablar de 100 años
de soledad, o podría
hablar de 100 años
sin un bachiller en la familia. Es posible que, incluso,
fueran más de 100, 200 o 300 años.
El hecho es que llegó
la noche de la graduación,
nosotros también
nos vestimos de gala. Era una ocasión
solemne, en el teatro-cine de la escuela, con sillas abajo y
arriba. Un colegio
de 1000 alumnos. Todo se llenó
de familias, personalidades, autoridades. Nos graduábamos
más
de 100 alumnos entre internos y externos. Entonces, hago memoria muy bien que a cada uno de nosotros nos iban llamando. Cuando tocó
mi turno empezaron a aplaudir
—a
todos los aplaudían—,
pero conmigo, no sé
el tiempo que estuvieron aplaudiendo todos los estudiantes, todas las familias, todo el mundo. Fue
el mayor orgullo de mi madre, que a su hijo lo hubieran
aplaudido no sé
cuántos
minutos. Fue una verdadera e inesperada sorpresa. Yo mismo no sabía
de tal popularidad, ni la buscaba porque no estaba haciendo política,
no sabía
ni cómo
eran las graduaciones, pero sí
recuerdo que de toda la escuela, al alumno que más
aplaudieron fue a mí.
Primera vez en mi vida que, espontáneamente,
sin saberlo, tengo una encuesta de popularidad, y no estaba al
tanto ni pensando en aquello, nunca lo he pensado; pero,
bueno, sí
me agradó
dicha manifestación
de simpatía
de los muchachos y, sobre todo, mi madre y todos los familiares estaban
muy contentos de ello.
Hablaba de esto en contraposición
a la vivencia inicial en Belén.
Tres años
antes era el guajiro que llegó
por primera vez a La Habana y se puso un saco largo, ridículo,
escandaloso. Si se quiere mirar el hecho de que tuve, por lo menos,
un tipo de relaciones de trabajo, de actividad, que hizo que
ganara el reconocimiento de todos los estudiantes, pudiéramos
decir que unánime;
y fue expresado así
en una ocasión
como aquella, la más
inesperada, la más
impresionante, porque allí
no existía ningún
tipo de elecciones para elegir a alguien, ni
asamblea; allí
no había
manera de saber cuál
era la opinión
de los demás sobre cualquiera de los alumnos. Entonces, lo
recuerdo, demostraba una simpatía
de los estudiantes, una ascendencia sin que hubiera trabajado absolutamente nada en tal
dirección. Me quedé
un poco alelado, sorprendido, y creo que, en efecto, practicar deportes y liderar exploraciones
que los jesuitas propiciaban influyó
mucho en la popularidad entre mis condiscípulos.
Luego sucedió
otra vez, en el primer año
de la Universidad, cuando comencé
a interesarme un poco por la política.
Habría que analizar cuáles
fueron los elementos que me impulsaron a iniciar mis actividades políticas
casi inmediatamente al llegar a la Universidad. Pero no política
general sino entre los estudiantes, la decisión
de aspirar entre los representantes de los primeros estudiantes de mi curso.
De verdad, en política
siempre me fue bien, pero aquella fue la primera vez en que poco a poco me interesé
y entré
en un grupo de aspirantes a delegados del curso. Iba
cada uno por una asignatura: uno por Derecho Civil, uno
por Derecho Romano, otro por Economía,
y yo por la asignatura de Antropología
Jurídica.
Hice política
por primera vez en una campaña
de tipo personal. Tuve un
éxito
rotundo, comple to, porque me puse a trabajar para ganar el apoyo de
la gente, y tuve que lidiar con un político
que aspiraba también,
no un estudiante igual que yo, un individuo que tenía
historia de qué
sé
yo, de la
época
de Machado, era un hombre adulto, con cierta ascendencia, tal era mi contrincante. Si
llegué
al Colegio de Belén
siendo un guajirito, cuando arribé
a la Universidad era un ignorante en relación
con la política.
No sabía
nada, era materia prima pura, y empecé
mi trabajo. Realmente, cuando fueron las elecciones saqué
como seis veces más
votos que mi rival, Lisazo se llamaba. No solo gané
181 votos
—él
debió
sacar unos 33—,
sino que todos los que estaban en mi candidatura, el ciento por ciento, salieron electos por una
enorme mayoría. Me convertí
en líder
de primer año
porque tenía
toda la fuerza y el apoyo de los estudiantes, ayudé
a todos los demás
delegados y entonces me eligieron delegado de curso. Todo el
esfuerzo que hicieron las fuerzas políticas
de los cursos superiores, no pudo nada, porque yo logré
un apoyo casi total. Es decir, no fue que saqué
el 40% de los votos
—hay
que sacar la cuenta, 181 contra 33—;
he sacado alrededor del 80% de los votos, casi seis veces más.
Trabajé
mucho, y fue aplastante el resultado. Empleé
todo el tesón,
la constancia y la energía
que era capaz de desplegar en tal tipo de actividad, en lo que
empezó
siendo una lucha por representar a los estudiantes, un
objetivo todavía muy simple, muy sencillo. Fue un
éxito
demasiado grande. Debió
de ser menor el
éxito
porque yo no estaba suficiente mente maduro todavía
para ello. Considero que eso pudo hacer que me precipitara en plantear objetivos más
ambiciosos. En segundo año
ocurrió
algo que no había
sucedido nunca en la Escuela de Derecho, una de las de más
estudiantes, la más polémica,
la que contaba con gente más
discutidora, también la más
política.
Sucedió
algo muy interesante. Volvieron otra vez las elecciones y los adversarios de cursos
superiores no pudieron siquiera organizar una candidatura en mi
contra. No obtuvieron siete u ocho personas que quisieran
postularse para la línea
política
de ellos contra mí,
fue un
éxito
mayor. Ningún
estudiante de segundo año
quiso formar parte de una candidatura contra mi nombramiento.
Monopartidismo, lo definiría,
porque ellos no pudieron organizar una candidatura. Yo tenía
el apoyo del ciento por ciento de los estudiantes. Nunca había
pasado en la Escuela de Derecho: una candidatura sin contrarios, lo cual me
permitió
dedicarme a trabajar con la candidatura que estaba
conmigo desde el primer año,
y barrió
a todo el mundo en los dos primeros años
completos, los más
numerosos de la escuela.
Ello sucedió
cuando empecé
realmente a hacer política
y tenía
mis primeras confrontaciones en dicho terreno, mis
primeras pruebas de fuerza en la Universidad.
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