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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 05.

 
 
 
TOMO I

05La Habana, Belén, boxeador en Birán, orar y orar, crecer con los jesuitas, la historia, por radio: pelea de Joe Louis y Max Schmeling, utopías, Marx y Darwin

 

Katiuska Blanco. Comandante, ver por primera vez el mar abierto es para el alma como un descubrimiento de la inmensidad del universo, usted pudo experimentarlo cuando llegó a la ciudad de Santiago de Cuba. Años después viajó a La Habana, mucho más lejos de su casa en Birán, cuando dejó atrás el Colegio Dolores para irse al Colegio de Belén, casi al otro extremo de la isla, ¿qué sensaciones experimentó? ¿Qué significó tal cambio en su vida?

Fidel Castro. Ir a otra escuela fue una decisión propia. Con los jesuitas de Santiago hice en el Colegio Dolores gran parte del quinto grado, dos tercios del sexto porque un tercio me lo pasé hospitalizado, séptimo grado, primero y segundo años de bachillerato; cinco años en total. Mi estancia allí transcurrió excelentemente, no tuve problemas de ninguna clase. Anécdotas miles podría contar de dicha época; hacía mucho deporte, era estimado por mis compañeros, por los profesores de la escuela, por todos; obtenía buenas notas.

Me sentía bien en la escuela, pero ya me parecía que aquel lugar no era nada comparado con la otra gran escuela que los jesuitas tenían en La Habana porque llegaban libros sobre el Colegio de Belén: Belén tiene esto, Belén cuenta con piscina, Belén tiene campo y pista, en Belén hay tales equipos, Belén  tiene tantos campos de básquet; de todo, lo ideal para un joven, para un estudiante, para un atleta, y yo me entusiasmé.

Claro, fui madurando apresuradamente. Aunque estaba en un colegio de jesuitas, tenía vacaciones tres veces al año: quince días en Nochebuena, ocho días en Semana Santa, tres meses en verano. En todos los períodos mencionados iba para mi casa, era hombre libre en Birán. Recuerdo que en aquellas estancias felices llevábamos los deportes a Birán: si jugábamos fútbol, llevábamos una pelota y hacíamos una portería. ،Hasta en el corredor de la casa teníamos una canasta! Jugábamos balompié, boxeo. Corríamos, nadábamos, cazábamos primero con tirapiedras, después con escopeta.

Katiuska Blanco. Su hermano Ramón recuerda que ustedes se iban solos a comer caña y luego a bañarse en el río de Birán, al charco del Jobo.

Fidel Castro. Una vez, en las vacaciones de verano, no sé cómo conseguimos dinero y nos compramos unos guantes de boxeo. No eran profesionales, más bien de amateurs, más o menos gruesos. Como la valla era redonda, pusimos cuatro columnas, buscamos sogas de ganadería buenas sogas, las entretejimos y fabricamos un ring con las cuerdas. ،Convertimos la valla en un coliseo deportivo! Allí nadie sabía boxeo ni nosotros mismos, pero todos los días íbamos allá y nos pasábamos la mañana boxeando. El único tiempo en que yo descansaba era cuando el otro se cambiaba los guantes o cuando me los  cambiaban a mí. Tales peleas no eran como aquellas a las que Ramón me mandaba, ya eran con guantes, yo era un poco mayor. Mi mánager era Ramón; me tenía de boxeador profesional allí, pero no apostado.

¿Cuál era mi papel? Me ponía los guantes temprano en la mañana y estaba tres horas boxeando, ،suerte que eran unos guantes bastante fuertes! Yo era el que boxeaba con todos los contrincantes: de mi tamaño, más grandes, más chiquitos, más flacos, y no usábamos protectores. Por lo menos llegué a adquirir la resistencia de estar boxeando la mañana entera con todo el mundo.

Una vez por poco me noquean. Un muchacho descendiente de jamaicanos, de la United Fruit, grande, más alto que yo, logró conectarme un buen golpe en la cabeza y me aturdió. Es el único golpe que recuerdo, y me lo dio de arriba hacia abajo. Seguimos boxeando, reaccioné, pero estuve a punto del KO. Después éramos muy amigos, pero yo siempre le decía: «¿Recuerdas que me diste un buen golpe?».

Nunca me llegaron a noquear porque eran unos guantes bastante gruesos. Indiscutiblemente que la protección estaba en el grosor, que si llega a ser un guante profesional no hubiera podido resistir porque me habría cortado con frecuencia. Aquellos guantes golpeaban, ponían la cara colorada, pero no eran como los de los profesionales de boxeo, eran, realmente, guantes de entrenamiento. Pero así y todo me dieron un golpe  que estuve a punto del nocaut.

Otra cosa que hacía era irme de exploración a lugares lejanos yo solo. Por mí mismo, hacía de todo en Birán. Además, contaba con un prestigio creciente en mi casa, desde que ingresé en el bachillerato, fue un acontecimiento importante. Estaba nada menos que en primer año de bachillerato, ،algo extraordinario! Parecía ser el mejor estudiante de la casa, el mejor alumno del grupo de hermanos mayores, y eso lo apreciaban mucho en la familia.

Era uno de los que más sabía en mi casa, tenía la consideración y el respeto de mis padres. Todo eso me daba un estimable grado de libertad. Creo que desde los 12 años podía irme a caballo a los Pinares de Mayarí o a cualquier lugar donde yo quisiera. Me iba a los campamentos de trabajadores en los pinares, en las montañas; me iba para la casa del abuelo, que ya en tal época vivía como a cuatro kilómetros de la casa. Me levantaba y acostaba a la hora que quería, iba donde me daba la gana, usaba armas y andaba libre y solo.

Era estudiante interno, pero no siempre me vi encerrado en el colegio; estaba en contacto con la naturaleza, en el régimen de libertad durante los veranos en Birán, era casi un adulto en mi vida y, por lo tanto, no resultaba nada extraño que, influido en parte por la publicidad, decidiera en aquel momento ir a estudiar al Colegio de Belén los tres últimos años de bachillerato. Se lo dije a mis padres y ellos, encantados, no  pusieron la menor objeción. En aquel verano creo que había cumplido 16 años; tenía la edad apropiada para tal nivel porque había recuperado parte del tiempo que me hicieron perder al principio. Ya participaba en los equipos deportivos de 16 años del Colegio Dolores; pero era un guajirito, un provinciano, nacido en el campo.

Cuando decidí ir para el Colegio de Belén, mis padres lo aceptaron. Empezó el proceso de comprar maleta, ropa, porque era un lugar distante, además, un poco más caro; el Colegio Dolores costaba unos 30 dólares y el Colegio de Belén como 50. Los jesuitas no cobraban sueldo, y por eso puede considerarse que Belén no era tan caro. Ellos, en realidad, hacían posible una escuela privada de bastante calidad, a bajo costo. Desde luego, 50 dólares podía ser el salario de un maestro en aquella época, pero muchos obreros no ganaban 50 dólares. Hay que tenerlo en cuenta.

La escuela tenía grandes edificios no sé en qué año los construyeron, 1000 alumnos, 150 internos. Yo nunca había viajado a la capital, no sabía lo que era la ciudad de La Habana. Cuando se acercaba el comienzo del curso estaba muy entusiasmado, a pesar de que se acababan las vacaciones y mi libertad. Como yo mismo había escogido mi camino, también había elegido qué tipo de esclavitud y qué tipo de cárcel podía soportar; viajaba encantado hacia mi nueva cárcel.

En Alto Cedro, en una tienda, compré la ropa. Alguna la había conseguido en La Muñeca, la tienda del mismo español con el que estuvimos en Santiago la segunda vez, donde no pasamos hambre. Allí donde me rebelé y me fui, pero conservamos la amistad; seguíamos comprando en su tienda. Claro, no tenía mucho gusto para la ropa. Recuerdo que me compré un saco de color indefinible, gris rojizo, un poco escandaloso, a rayas, con un corte largo, de dos botones. Creía que había obtenido una gran cosa, y vaya usted a saber qué barbaridad fue lo que me compré, creyendo que tenía un gran traje. Compré ropa interior, toallas, sábanas, zapatos, de todo; además, tenía que adquirir allá el uniforme y un traje de salir.

Después de comprar como dos maletas de ropa, tomé solo el tren hacia La Habana. Allá le dijeron al que iba a ser mi padrino, Fidel Pino Santos, quien ya era representante y vivía en el Vedado, que me esperara.

Hice mi viaje y llegué a La Habana al amanecer. El tren se tomaba alrededor del mediodía. Nunca había tenido la experiencia de un viaje tan largo, como 800 kilómetros. Iba viendo todo con gran entusiasmo: ferrocarriles, pueblos, aldeas, pasé por Tunas, Camagüey. A tal edad 16 años siempre tenía apetito y, por primera vez, comí a la carta en un carro pullman. Creo que almorcé y después por la noche comí. Por Camagüey compré dulce de leche, panetela; porque, sobre todo, tenía dinero. Me habían entregado 200 pesos. Tenía que llegar a la escuela y pagar el primer mes, comprar libros, ropa, unifor mes, y adquirir una serie de cosas necesarias para mis estudios en La Habana.

Al amanecer lo recuerdo como si fuera ahora; sería en el año 1942 arribé a la gran estación terminal y me ocurrió lo mismo que cuando a los seis años llegué a Santiago de Cuba la primera vez: un elevado, una gran estación, un gran bullicio. Me estaba esperando el padrino frustrado. Bajé, el maletero cargó las maletas y tomamos el automóvil que enrumbó por una calle que pasa por el antiguo Palacio Presidencial. Me ocurrió lo mismo que en Santiago, me pareció una gran ciudad, pero esta era mucho más grande, de edificios de cuatro y cinco plantas, enormes; yo los miraba asombrado. Llegamos a la casa del padrino en el Vedado, y allí estuvimos un rato, hasta que me llevaron para la escuela.

El Colegio de Belén estaba en Marianao, no muy lejos del cabaret Tropicana. Hoy es una universidad militar, el Instituto Técnico Militar (ITM) como es popularmente conocido.

Llegué a la escuela encantado. Me alegré de haberme liberado de mi seudopadrino, que en este caso adquiría, en cierta forma, el papel de tutor mío. En la escuela entré en contacto con los estudiantes. Claro, todavía, era un guajirito provinciano, que venía del Colegio Dolores, de Oriente, del campo, y conocí muchachos más despabilados, muy presumidos, de la alta burguesía y la oligarquía de aquí de La Habana, dueños de centrales azucareros; incluso, otros internos de Oriente y  de todo el país.

Dormí el primer día en la escuela, porque llegué uno o dos días antes de empezar las clases; y, al otro día, salí solo para La Habana. Pregunté por un tranvía, hasta dónde llegaba, y dónde se encontraban las tiendas. Del Colegio de Belén al centro de La Habana, un tranvía demoraba 40 o 45 minutos. Era un tranvía eléctrico del tipo que se conectaba con dos cables, que de vez en cuando se zafaban y no podía continuar el viaje; los ponían otra vez y reiniciaba la marcha.

Me bajé en el Parque Central, mi zona de operaciones aquel día, ،a buscar tiendas, a comprar uniformes, un cinto! Me pasé el día entero ocupado en las compras y por la noche regresé a la escuela.

Claro, recuerdo que la primera vez que me puse aquel traje escandaloso, largo, los muchachos se rieron de mí, decían: «¿Pero qué es esto, un guajiro?». Yo no me puse bravo, pero me di cuenta de que no estaba acorde con la moda. No recuerdo cuándo me lo puse, pero creo que fue una sola vez. Mi asesor, el comerciante de Santiago de Cuba hijo de Martín, el Gallego, que estaba despachando en la tienda, fue el que me lo vendió. Hoy sería un excelente traje, porque mientras más rara, más escandalosa es la ropa, mejor, más se está a la moda; pero en aquella época todavía no existían los hippies, ni los peludos, ni los barbudos como nosotros. Entonces, los miembros de aquella aristocracia, burguesía, oligarquía, muy or gullosos de sus costumbres y de su moda, se rieron bastante. Después me compré otra ropa, guayaberas; gasté una buena parte del dinero que me habían dado comprando cosas. Aunque no tuve muchos trajes, siempre conté, por lo menos con uno o dos, hasta que llegó la época revolucionaria. Creo que tres fue el máximo de trajes que tuve entonces: algún pantalón, alguna guayabera y lo que se llamaría un safari, por entonces se llamaban ensemble. Cuando usted tenía un pantalón y una camisa del mismo color, poseía un safari en mi época. Bueno, pues compré algunos y me fui adaptando a la cuestión del vestir.

Todo cambió después, al concluir mis estudios en el Colegio, en el acto de graduación de fin de año, de bachillerato. Viví aquel día una experiencia inesperada.

Katiuska Blanco. Comandante, estuve en Chile al final del año 2005 para presentar el libro Todo el tiempo de los cedros en la Universidad de Concepción, y participar en la Feria Internacional del Libro. Su historia familiar tuvo una gran acogida, y en una conferencia de prensa, un sacerdote miembro de la Teología de la Liberación me preguntó sobre el significado de los jesuitas en su vida. Evoqué su encuentro con religiosos en noviembre de 1971, allí mismo, en Santiago de Chile, cuando esbozó la posibilidad de una comunión entre revolucionarios y cristianos, entre militantes comunistas y religiosos. Al responder abordé varios aspectos, pero sobre  todo afirmé que los jesuitas le habían proporcionado mucha felicidad. ¿Usted está de acuerdo? ¿Qué valoración hace de lo aprendido y vivido con ellos?

Fidel Castro. Los jesuitas impartían una enseñanza bastante escolástica y muy dogmática, derivada, en primer lugar, de la concepción religiosa del mundo y la vida. Si usted parte de una serie de apotegmas y principios, de explicaciones que están fundadas en la fe, usted no puede cuestionarlas, no puede discutirlas, no puede, ni siquiera, razonarlas; está obligado absolutamente a creerlas. Entonces dice: el origen del mundo es este. Digamos que era un estilo, un método, un principio común a todas las escuelas religiosas.

Ninguno de aquellos dogmas podía ser discutido: cuál es el origen del mundo, cómo se creó la Tierra, cuáles fueron los primeros seres vivos, el ser humano, cómo fueron creados el hombre, la mujer; todo lo afirman de manera categórica en el «Antiguo Testamento». De modo que uno empieza por conocer personajes como Adán y Eva, una especie de tatarabuelos de carne y hueso; la abuela, la tía, la bisabuela, gente de carne y hueso, muy próximas a usted, los antepasados. La enseñanza religiosa misma partía de posiciones absolutamente dogmáticas. Nada de aquello que se nos enseñaba podía ser cuestionado, teníamos que creerlo todo. Una educación que ya comienza así no puede ser una educación lógica, dialéctica, razonada; es una apelación a la fe y no a la inteligencia. Pien so que una enseñanza religiosa pudiera racionalizarse mucho más y no presentarse como un conjunto de verdades incuestionables, que hay que aceptarlas como una cuestión de fe.

Ese dogmatismo permeaba casi toda la enseñanza religiosa, entre ella la de los jesuitas. Si le hablaban de política, lo hacían con el mismo carácter dogmático. Sobre la sociedad y la historia, todas las versiones tenían también tal carácter; incluso, cuestiones que no tenían que ver con la religión, eran afirmaciones categóricas, dogmáticas, interpretaciones que no podían cuestionarse.

Es decir, no había análisis ni razonamiento, mucho menos contraposición de criterios, de teorías, que realmente impulsaran el desarrollo de la mente, del pensamiento, de la razón. Desde tal punto de vista, a mi juicio, me parece un sistema de enseñanza muy negativo, puesto que empieza por clausurar y cancelar la capacidad de pensar del hombre. No se nos enseñaba a pensar, se nos enseñaba a creer, y me habría gustado que me enseñaran a pensar y me dieran una explicación racional de todo. Pienso que se deforma de cierta manera la inteligencia de un niño si recibe tal tipo de enseñanza dogmática, en que el razonamiento ocupa muy poco lugar.

Tempranamente fui capaz de comprender una injusticia, de ver que algo de tipo social, de tipo humano, no me agradaba; era capaz de comprender un agravio, pero no podía tener simples elementos de juicio para cuestionar la educación que  estaba recibiendo. Los niños aceptábamos todo aquello, como la historia que nos hacen los padres, los abuelos; era la historia que nos hacían los maestros, la explicación que nos daban. Durante el período de la enseñanza primaria nunca cuestioné dicha educación. Tampoco cuando estudiaba el nivel medio.

No era una persona muy convencida de lo que me decían, lo más probable es que fuera muy escéptico. Cuando uno es muy pequeño cree en los Reyes Magos, un poco de fantasía, que no está mal, pero es una de las primeras cosas que uno aprende y resulta ser mentira, aunque eso no significa, necesariamente, que uno se ponga a cuestionar todos los demás temas dichos o enseñados, puede prestarle mayor o menor importancia. Cuando estaba en primero, segundo, tercer grado, con la fantasía de un niño, le daba mucha importancia al Diluvio Universal, a la historia de Noé, Moisés, Isaac, de todos aquellos personajes de la Historia Sagrada, los tomaba como cosas muy verídicas; eran personajes, en cierta forma, familiares.

Claro, después fui creciendo e interesándome por otras cosas, actividades, deportes, y empiezan a impresionarme menos aquellas leyendas e historias; hasta que llegó un momento en que no tuve precisamente la vocación, la inspiración o la inclinación del hombre devoto. Evidentemente no tenía un espíritu místico, una mentalidad mística. Me fui inclinando y preocupando por otras actividades. 

Nos llevaban todos los días a oír misa, a rezar de una manera muy formal. Uno rezaba algo y no sabía ni lo que estaba diciendo, repetía sin descanso la misma oración 50 veces. Al final no tenía la menor idea de qué quería decir un avemaría, un padrenuestro, un credo. Las oraciones las aprendía de memoria y la repetición era absolutamente mecánica, ad libitum, de una misma oración, en cuyo contenido no pensaba uno nunca. Me parece maniático eso, un poco absurdo, un poco loco, no creo que tiene racionalidad. Es mucho más racional una sola oración bien pensada, sabiendo lo que estás diciendo, concentrado en ella, como un atleta se concentra antes de iniciar una carrera, saltar con garrocha, hacer un salto largo o lanzar una jabalina; que repetir 1500 veces la misma oración sin haber pensado nunca en lo que se está diciendo. Es un ejercicio de las cuerdas vocales, no un ejercicio del pensamiento, del sentimiento ni del corazón. Pero yo también, mecánicamente, hacía todo eso, como creo que la mayoría de los muchachos. En cierto momento la oración se convertía en una penitencia, en un trabajo obligatorio de todos los días, del mismo modo que la misa y las demás actividades litúrgicas de la enseñanza religiosa recibida.

Además de eso, también nos enseñaban Aritmética, ya un mundo aparte, que implica una lógica, una serie de razonamientos más precisos, exactos; la Gramática, las formas de expresarse, las reglas y todo aquello, algo concreto, que tam bién tiene su lógica, su razonamiento, leyes; la Geografía, que estudia cosas existentes: montañas, ríos, lagos, mares, islas, golfos, cabos, penínsulas, naciones, Estados, las capitales, las ciudades, los habitantes, las producciones, elementos concretos que se pueden enseñar de manera real; igual las Ciencias Naturales, desde temprano; la Historia también: le hacen la narración de hechos acaecidos que usted cree porque se los explican, pero no porque sería pecado dejar de creerlos.

Posiblemente la historia nos ha trasmitido numerosas anécdotas un poco fantasiosas, incluso, hasta mentiras, sucesos que ocurrieron o se inventaron; pero, en cualquier caso, la investigación comprobó muchas de las narraciones históricas. Desde luego, han cambiado muchos conceptos de la misma historia; la interpretación de los hechos ha sido muy diferente, muy cambiante.

En la historia, el riesgo mayor es el tipo de interpretación dada a los acontecimientos y sus causas. Lo que nos enseñaron era muy abstracto, parecía una sucesión de hechos ocurridos a lo largo de cientos y miles de años, sin que realmente se interpretara ni se explicara por qué habían ocurrido; parecían originados en la inteligencia de algunos hombres, en el genio, en la bondad o la maldad de otros. No existía ninguna explicación de los factores sociales que determinara, en primer lugar, aquel tipo de sociedad, qué importancia tenía el modo de producción, las instituciones, la cultura, las costumbres, el  derecho, en la vida de aquella sociedad.

A veces parecía que la sociedad era la misma desde la época de Grecia hasta hoy, eran el mismo sistema social, los mismos hombres, las mismas ideas desde la antigüedad. Incluso, parecía que la sociedad de 2500 años atrás era más avanzada que la actual. Era una bella historia, un bello cuento. Aquellos hombres del pasado tuvieron mucho de razón y empezaron a leer, a escribir. Parecía que eran los mismos hombres siempre, con la misma moral, las mismas ideas políticas; solo que los griegos eran mucho más «demócratas», porque se reunían en la plaza pública, discutían «muy democráticamente». También Roma parecía una sociedad democrática.

Nunca, en aquellos años de estudiante, me dijeron que Grecia y Roma eran sociedades esclavistas, sociedades divididas en clases, donde una minoría disfrutaba de las riquezas, de todos los derechos; y que existía otra clase que no poseía la riqueza, no disfrutaba de todos los derechos y no estaba esclavizada; y que, además, había otra clase esclavizada, privada de todos los derechos económicos, políticos y humanos. Nadie nos lo dijo nunca, ni en todo el período en que empecé a estudiar ni siquiera a lo largo de los estudios universitarios.

Recuerdo la historia como un recuento de hechos, ninguno de los cuales se cuestionaba, pero no por cuestión de fe; usted lo creía, porque tenía el hábito de creerlo todo.

Después que uno ha vivido algunos años y algunos aconte cimientos históricos, después que ha leído la explicación dada por muchos protagonistas de los acontecimientos históricos en que usted también participó y conoció, y de los cuales ha sido testigo, se da cuenta de cómo la historia está expuesta a un gran número de errores.

Muchos combatientes de nuestra lucha, al testimoniar, hacen una interpretación diferente de los acontecimientos en que uno participó, incluso, de algunos de los que uno planeó, organizó, concibió con un objetivo determinado. Es el mismo hecho, pero visto desde distintos ángulos, desde el punto de vista del jefe de pelotón, del soldado, del campesino; puede decirse que cada quien lo ve desde un ángulo diferente, y tiende a darle una interpretación propia, distinta. Muchas veces me he preocupado por ver de qué manera podría resolverse ese problema; es el valor que le concedo al libro que preparo sobre la victoria estratégica contra la ofensiva enemiga del verano de 1958. [La Victoria Estratégica fue publicado en 2010]. Todos aquellos acontecimientos históricos los conozco muy bien, participé directamente en su organización, conocía los propósitos de la operación, las circunstancias en que se daban, y, sin embargo, si esa opinión no se emitiera por quienes están más informados, pudiera tenerse al final una información errónea, totalmente equivocada, de los hechos. Hechos que ocurren en la época contemporánea, incluso, hay gente que cuenta de buena fe lo que piensa. Ahora me pregunto: si esos acontecimientos se investigaran al cabo de 500 años, 1000 años, tal frase que se asegura que se dijo, tal idea, tal plan, tal propósito, ¿cómo podría conocerse o dilucidarse su veracidad?

La investigación histórica puede descubrir y precisar hechos mejor aún que los propios protagonistas; es decir, creo en la investigación histórica, en métodos de investigación y comprobación: en los documentos, testimonios, hechos, en las huellas que puedan haber dejado; hay muchas maneras de verificar los acontecimientos. La investigación histórica es una ciencia, una técnica, y permite indagar y comprobar lo que la memoria no puede retener.

Considero insoslayable desconfiar, incluso, del testimonio de los protagonistas, y la historia debe realizar investigaciones. No se trata de que los protagonistas quieran engañar, a veces no se acuerdan bien de lo que pasó, de algún aspecto, y tienen su versión de lo que ellos vieron entonces, lo que interpretaron después. Creo que se puede confiar más en la investigación histórica.

Claro, los protagonistas podemos dar testimonio de ideas básicas, esenciales, propósitos, conceptos que tenemos de tales cosas, que sí es muy difícil comprobar en la investigación histórica, excepto que se haya escrito. Pero muchas veces hay que trabajar sin pruebas documentales, porque no se ha escrito antes una opinión, una idea.

Es decir, aunque la historia está sujeta siempre a tergiver saciones, confusiones y equivocaciones, existe la investigación histórica y existen los buenos investigadores históricos.

Para la publicación de libros sobre la etapa insurreccional sé que han sido importantes, a lo largo de los años, las investigaciones documentales desarrolladas por el equipo que Celia fundó en la Oficina de Asuntos Históricos y toda la búsqueda de cartas, mensajes y órdenes, que permiten precisar lugares y fechas con exactitud. Ahora mismo, en este año, me han sido útiles a mí. Un investigador de nuestras luchas puede conocerlas mucho mejor que nosotros mismos que fuimos protagonistas. Lo que un historiador no puede determinar con exactitud, con precisión, son algunas ideas esenciales, básicas, de las cuales solo nosotros podemos dar testimonio. Es un hecho del cual es necesario partir, y por eso digo que sí creo en la investigación y en la comprobación histórica. Hay investigadores históricos muy sagaces.

Con esto quiero decir que no soy escéptico sobre la historia, desde el momento en que existen técnicas. Hoy existen métodos físico-químicos para determinar la edad de un objeto, si tiene 1500 años; creo que a través del Carbono 14 puede precisarse con gran exactitud; o en California le pueden decir la edad de una secuoya por las marcas que deja en el tronco del árbol la primavera cada año, y afirmar que tiene 500, 700 o 1000 años. Es decir, la ciencia ha venido en auxilio de la historia para las comprobaciones históricas; y, desde luego, solo la concepción filosófica, política, pudo venir en auxilio de la interpretación de la historia.

Katiuska Blanco. Pero hay algo, Comandante, intransferible e inapreciable: la vivencia, la emoción. Es la ventaja de los protagonistas. Ningún escenario, tiempo o circunstancia pueden repetirse para su estudio.

Fidel Castro. Claro, ahí radica el valor de los testimonios. Hay muchos ingredientes importantes en la enseñanza y la interpretación de la historia, y los jesuitas eran muy dogmáticos en tal sentido. Sin embargo, en las Ciencias Naturales: en la Botánica, en la Zoología; en las Ciencias Exactas: en la Física, en la Química que estudié más adelante; en la Anatomía, no podemos hablar de enseñanza dogmática porque era mucho más lógica y racional. Era explicar los fenómenos naturales: cuando le hablan de la electricidad, de la ley de la gravedad o de la materia, de los átomos y del peso específico de cada una de las materias; de todo eso, son hechos conocidos, comprobados por la ciencia.

Es decir, en las asignaturas científicas, yo diría que la enseñanza de los jesuitas era muy buena porque tenían profesores muy bien preparados, sacerdotes dedicados, que habían estudiado muchos años, con una gran vocación, espíritu de sacrificio, de austeridad, con todas esas cualidades de carácter que no se les pueden negar. Como profesores de Ciencias Exactas eran muy buenos, mientras que en la Filosofía, las Ciencias Políticas, o, incluso, la Economía, no eran tan buenos. En todas estas ciencias no exactas o en la Historia, eran de posiciones dogmáticas, en general.

En las Ciencias Naturales y las Ciencias Exactas eran excelentes profesores porque tenían muy buena preparación.

Ahora bien, ellos eran gente rigurosa, metódica, organizada, disciplinada, con métodos; profesores fuertes, duros, exigentes. Inculcaban normas morales de conducta y de carácter que debía tener el alumno. En tal sentido, si bien no ayudaban a desarrollar mucho la inteligencia del estudiante, imbuyéndoles y acumulando conocimientos en la cabeza sin enseñarlos a pensar, a razonar; sí eran capaces de inspirarles un carácter, o estimular algunos aspectos positivos. Si usted era explorador o atleta y se destacaba, estimulaban tales cualidades que consideramos positivas en la gente: espíritu de sacrificio, desinterés, capacidad de sufrimiento y riesgo. Por lo menos, en mí las estimularon los profesores o el ambiente en que estudié.

No puedo decir que todo fue positivo, pero no puedo decir tampoco que todo fue negativo. Trato de analizar en qué área, en qué sentido las enseñanzas eran más avanzadas, más positivas. Yo, desde luego, habría deseado las cosas positivas que aprendí de ellos, sin las cosas negativas que tuve que soportar a lo largo de muchos años. La inteligencia virgen de un niño, de un adolescente, es como una esponja, por lo que podía ha ber absorbido una gran cantidad de conocimientos, que tuve que ir adquiriendo después.

Tardé mucho en cuestionarme el dogmatismo de mis maestros jesuitas. Pasé mi adolescencia en tal tipo de educación y enfrascado en practicar deportes.

Creo que tenía un sentimiento noble, como característica natural, la nobleza de carácter, la capacidad de comunicarme, de sentir simpatía por los demás, un sentido de la justicia, la ética. ¿De dónde nació? Creo que los jesuitas me ayudaron a tener un sentido ético; la religión puede haber influido también.

Las primeras normas morales uno las aprende en la casa, se las enseñan los padres, también los maestros o las recibe a través de la educación religiosa; ciertos principios éticos: no se debe robar, mentir, ser hipócrita, ser egoísta, no se debe querer todo para sí. En la propia enseñanza cristiana hay importantes elementos éticos, pero en la casa están también muchas personas a las que usted admira que se los inspiran, los familiares se los inculcan. Difícilmente un familiar llega a decirle que mienta, que robe, siempre están criticando tales actitudes.

Pienso que también en nuestra sociedad había elementos éticos, en parte provenientes de la enseñanza cristiana. Pero, además, había una ética laica en nuestro país, que venía de los pensadores políticos a lo largo de los siglos, de los tiempos.

Es decir, yo tenía una ética, no tenía todavía una filosofía, una interpretación de los hechos de la sociedad, de la historia. Realmente, llegué a todas esas conclusiones por mí mismo cuando salí de ese tipo de escuela y empecé a tener verdaderas preocupaciones políticas; entonces, comencé a cuestionar muchas cosas.

Fue a través del estudio, de la autoeducación política, porque yo me autoeduqué políticamente. Dentro de todo este aprendizaje lo que más me enseñó fue el marxismo-leninismo; las obras de Marx, de Engels y de Lenin, sus teorías fueron las que más me enseñaron a tener una idea de la sociedad, una concepción de lo que ella era. Hasta entonces para mí la sociedad era un conjunto de cosas, un bosque en el que todos los problemas se debían a que había unos hombres malos, otros buenos; unas personas crueles, otras que no lo eran; unos ladrones y otros que no lo eran. Todo estaba originado en las virtudes o en los defectos de los hombres, y en sus errores o aciertos, en su bondad o en su maldad, lo que explicaba todo, sin ninguna otra argumentación.

Cuando alcancé la oportunidad de tener contacto, sobre todo con los estudios de Economía Política en un nivel universitario, realmente lo primero que cuestioné fue el sistema capitalista, y no fue estudiando marxismo, no; yo empecé a cuestionar el sistema capitalista por pura lógica, estudiando Economía Política capitalista.

Me impresionó el problema de las crisis de superproducción, llegó un momento en que me parecían absurdas, locas e injustificables. Si la producción tenía por objeto satisfacer las necesidades materiales de los hombres la vivienda, la ropa, el calzado, la alimentación, la salud, el bienestar, todo, cómo una superproducción iba a dar lugar a una crisis social de hambre, desempleo, multiplicación de la pobreza y de las necesidades de los seres humanos. Esa fue una de las primeras contradicciones que me chocó cuando estudiaba Economía Política capitalista; no tenía sentido.

Otra cuestión que me chocó mucho fue la idea de que los trabajadores tuvieran que luchar contra las máquinas porque estas les quitaban el empleo y los medios de vida. Me parecía absurdo totalmente, porque las máquinas eran fruto de la inteligencia y del ingenio del hombre, de la ciencia, y podían ayudar a la felicidad del ser humano, a aliviar su sufrimiento, su trabajo, a elevar su productividad, a multiplicar la riqueza.

Además, lo veía en nuestro país todos los días, los obreros luchaban contra las máquinas. Los obreros agrícolas no querían cortadoras de caña, no querían oír hablar de estas; apenas existían, los privaban de trabajo, los mataban de hambre. Los trabajadores no querían el sistema de cargar los barcos de azúcar a granel en 24 horas, y defendían el viejo sistema de 25 días, 30 días para cargar un barco, llevando saco a saco al hombro durante 8 horas, 10 horas, 12 horas; sacos de 350 libras que destruían al hombre, le creaban todo tipo de problemas óseos en las caderas, en los hombros, en la columna vertebral. Se oponían a la mecanización de los puertos, a las grúas, al azúcar a granel, a todo eso. Los constructores se oponían a los buldóceres porque los desplazaban, les quitaban el trabajo manual con que construían caminos, carreteras. Los tabaqueros y los cigarreros se oponían a las máquinas de cigarros porque los desplazaban también. ،Increíble!

Desde muy temprano, apenas empecé a estudiar Economía Política en primer año y, sobre todo, en el segundo año de mi carrera, empecé a cuestionar el sistema de producción capitalista. Comencé a imaginarme, por mi cuenta, un sistema más racional, en el que el trabajador y la máquina no fueran enemigos, y la multiplicación de la producción y de los bienes materiales no fuera causa de desempleo y hambre. Comencé a ser lo que después calificaba yo mismo como un comunista utópico. Después me di cuenta de que viví mi etapa de utopía: concebía un sistema de producción, un sistema social diferente, partiendo de la razón, como si los problemas sociales se pudieran resolver en virtud de hacer un razonamiento lógico, perfecto, de cómo debía hacerse y organizarse todo, sin tener en cuenta para nada la historia del hombre, la estructura y evolución de la sociedad humana, el desarrollo de las fuerzas productivas y todos los factores que para un racionalista de la sociedad, un comunista utópico, no existían; solo había cosas erróneas, absurdas, estúpidas que debían ser cambiadas por otras racionales. Así es que llegué a mi primera impugnación de la sociedad capitalista de motu proprio, por su análisis lógicoy crítico.

Fue bien pronto que logré fabricar mi utopía, me reunía con un grupo de ocho o diez en la Plaza Cadenas, los que quisieran escucharme. No es que los llamara para darles una conferencia, sino que nos reuníamos un grupo y yo hacía comentarios, hablaba sobre todo eso.

Llegué a tales conclusiones muy al principio de mis estudios universitarios, cuando no había tenido ningún contacto con la literatura ni con estudiantes comunistas, por cierto, poquísimos en la Universidad de entonces. Mientras tanto, elaboraba mis utopías y les hablaba de todo a los que estaban por allí, pero no partía de una argumentación científica ni de una base histórica de raciocinio.

Recuerdo, especialmente, un texto de Economía Política en cuyas páginas se hablaba de tales problemas. Se trataba de elementos de Economía Política, no la que enseñaban en el bachillerato, muy elemental, sino la que se estudiaba en el nivel superior, mucho más amplia. Eran unas 1 000 hojas en papel mimeografiado a un solo espacio. Teníamos un profesor riguroso, exigente, no era marxista, enseñaba la Economía Política capitalista burguesa. Dentro de un programa, en un momento dado, él tenía que explicar las distintas escuelas, las distintas teorías; y debía empezar por la teoría del valor, la teoría del precio, cómo se forma el valor, cómo se forman los precios, cuáles son los factores que determinan el valor de las cosas. Afirmaba que la escasez determina el valor de las cosas o el costo de producción, la oferta y la demanda, cuál es la causa del valor, qué son las mercancías, cómo se compran, cómo se venden. Se abordaban algunos de estos temas, aparecía la crisis de superproducción, el desempleo; de acuerdo con un programa, y él iba dando su interpretación burguesa capitalista de todo, pero como una ley rígida, fatal, incambiable, inflexible, igual que la ley de la gravedad, como las leyes naturales:

«Esas son las leyes; en la sociedad ocurren estas cosas así, han ocurrido y ocurrirán siempre», explicaba una supuesta ley que no es natural, es una ley histórica, social, una ley humana.

Entonces pensé que algo andaba mal en aquella doctrina, me parecía absurda, y comencé a polemizar sobre el capitalismo. Creo que fue la primera vez que cuestioné el sistema, ya desde entonces impugnaba temas políticos: la politiquería, la corrupción, el robo, la malversación, la injusticia, la opresión; desde mucho tiempo antes era adversario de todo eso.

Pienso que también y antes hablábamos de ética lo que sufrí me ayudó a crear un rechazo contra el abuso, el robo, y la injusticia; toda la experiencia vivida contribuyó a mi ética, a mi rechazo a toda forma de abuso; las circunstancias  que me obligaron a rebelarme más de una vez ante hechos y decisiones injustas, me ayudaron a desarrollar también una ética. Claro, sí tenía un espíritu de rebeldía, creo que lo tuve siempre, pero lo primero que llegué a cuestionar fue el sistema de producción capitalista. Por lógica llegué a la idea de que existe un sistema de producción sin sentido, que la propiedad privada sobre los medios de producción es absurda, que tales recursos deben estar al servicio de toda la sociedad. Desarrollé una posición socialista utópica porque partía de la lógica, de la racionalidad. En honor a la verdad, en aquel momento yo mismo no sabía qué era una utopía ni qué era el utopismo. Después supe, que quienes como yo empezaban a sacar un mundo de la cabeza, a concebir un socialismo a partir de la lógica, eran socialistas utópicos o comunistas utópicos, como Tomás Moro, [Tommaso] Campanella y otros más también La República de Platón era una utopía. Conocí por los libros a esos personajes que fabricaron utopías, formas de sociedad, de producción y de organización salidas de la cabeza, que no tenían una base histórica ni una base científica.

Las ideas mías eran utópicas. Sin embargo, tal fase fue muy importante porque me condicionó mentalmente para ser en extremo receptivo cuando por primera vez entré en contacto con la literatura marxista o con las teorías marxistas, porque había una parte en la Economía Política en que ellos enumeraban y explicaban bastante someramente las distintas teorías  o escuelas económicas. Entonces me interesé, vi que existían distintos puntos de vista. Empiezan a aparecer los socialistas utópicos, los socialistas científicos, los anarquistas, los capitalistas, las distintas escuelas y teorías económicas de la burguesía. Por entonces leía tal literatura.

Las corrientes filosóficas y políticas se estudiaban no solo en Economía Política, sino también en Teoría General del Estado y en la Legislación Obrera. Yo había matriculado una segunda carrera, además de Derecho, Ciencias Sociales, que incluía asignaturas, como Historia de las Doctrinas Políticas e Historia de las Doctrinas Sociales. Incluso, la Legislación Obrera tenía ya es un poco más adelante profesores de formación marxista; algunos de ellos ya no tenían nada de marxistas en su conducta o en sus posiciones políticas; estaban asociados, incluso, al gobierno burgués, pero en su juventud habían sido de la izquierda universitaria o comunistas, habían recibido una educación marxista; algunos profesores, muy pocos. Por ejemplo, la Legislación Obrera era la asignatura de un profesor llamado Aureliano Sánchez Arango, él tenía una formación marxista y, desde luego, ello se reflejaba en su libro de Legislación Obrera; además, ellos mantenían su posición con cierto orgullo, porque se percataban de que su punto de vista era más correcto que el de otros profesores que no sabían dónde estaban parados. Entonces, sus libros traían bastantes elementos de marxismo. 

Raúl Roa, uno de nuestros profesores, un hombre de la izquierda en la lucha contra Machado, tenía mucho prestigio en la Universidad. Él poseía una formación marxista; un hombre, además, de extraordinaria imaginación y creatividad. Era profesor de Ciencias Sociales y había escrito un libro sobre las doctrinas sociales en el que hacía un análisis clasista de la historia, de las distintas sociedades.

Dichos temas, unas veces abordados por profesores burgueses y otras por profesores con una formación marxista, fueron los que me permitieron familiarizarme con los diversos enfoques sobre la historia y la sociedad, hasta que por primera vez leí el Manifiesto Comunista, sería ya entre segundo y tercer año, alrededor de 1946 y 1947. Tendría 20 años cuando entré en contacto con la literatura marxista; era una mentalidad virgen, no deformada y muy receptiva, una especie de esponja condicionada a lo largo de toda mi experiencia desde que pasé hambre a los seis o siete años, desde que era muy niño, de todas mis luchas.

Katiuska Blanco. Comandante, pienso que usted definió poéticamente lo que significó en su vida la lectura de los libros marxistas, en la entrevista concedida al periodista francés Ignacio Ramonet a inicios de 2003. Sus palabras de entonces casi las sé de memoria: «Fue como una revelación política de las conclusiones a que había llegado por mi propia cuenta. Alguna vez he dicho que si a Ulises lo cautivaron los cantos de  sirena, a mí me cautivaron las verdades incontestables de la denuncia marxista. [] Yo estaba como un venado o un caminante en el bosque, que no sabe dónde está el Norte o el Sur.  Si usted no llega a entender realmente la historia de la lucha de clases, o, por lo menos, la idea clara de que la sociedad está dividida entre ricos y pobres, y que unos someten y explotan a los otros, usted está en un bosque sin saber absolutamente nada».

Fidel Castro. Sí, y el primero de los materiales marxistas que leí fue el Manifiesto Comunista; me impresionó. Fue escrito en el siglo xix, en 1848, hace más de 160 años, antes de El Capital y de las demás obras fundamentales de Marx y Engels, y realmente se lo recomiendo a todo el mundo, a los trabajadores y a los burgueses.

Katiuska Blanco. El 8 de enero de este año [2010] usted me expresó su asombro ante la circunstancia de que solo con diez años de diferencia se publicaran dos teorías decisivas para el conocimiento de la sociedad y la naturaleza. Una, en el campo de las ciencias políticas: el Manifiesto Comunista de Carlos Marx, en 1848, y otra, referida a las ciencias exactas: La evolución de las especies, de Charles Darwin, que vio la luz en 1858.

Fidel Castro. Efectivamente, ambas teorías son sorprendentes por su capacidad de iluminar el conocimiento que tenemos acerca del mundo y la sociedad humana. La vida de Marx y de Darwin deben ser estudiadas y también sus extraordinarios  aportes, sin los cuales no podríamos ni siquiera aproximarnos a la comprensión, no solo de lo que acontece hoy, sino de los inmensos desafíos de la humanidad en el futuro. Como te contaba, el Manifiesto Comunista lo conseguí por la Universidad, interesado en estos temas. Le encontré una gran lógica, una gran fuerza, un modo de expresar los problemas sociales y políticos de una forma muy sencilla, elocuente. Recuerdo que una de aquellas frases denunciaba algo así: Vosotros, los burgueses, nos acusáis de querer abolir la propiedad privada, cuando la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de la población, y solo existe para esa décima parte a condición de que no exista para los demás. Y decía: Vosotros los burgueses nos acusáis de querer comunizar las mujeres, si ustedes, no conformándose con comunizar las mujeres y las hijas de los proletarios se complacen en encornudarse mutuamente. Decía una gran verdad, que las hijas de los burgueses eran educadas para el matrimonio, para la sociedad incluida la virginidad y todas las demás virtudes, mientras las hijas de los campesinos pobres, las hijas de los obreros, del proletario, tenían que ir a parar a los prostíbulos, a trabajar de criadas, en las casas de los burgueses, donde eran objeto de todo tipo de seducciones y abusos sexuales.

Cualquiera que tuviera dos dedos de frente y un poco de sentido común, se daba cuenta de que lo escrito por Marx era verdad, que quienes inventaban infames calumnias de que el socialismo quería comunizar las mujeres, realmente habían comunizado las mujeres y las hijas de los sectores pobres de la sociedad.

Así, por el estilo, fui percibiendo una serie de verdades con una fuerza, una lógica, incluso, con extraordinaria capacidad de expresión, con una especial gracia. Y nadie me explicó el Manifiesto Comunista, nadie me adoctrinó jamás. No puedo agradecerle a alguien que haya hecho un esfuerzo por orientarme políticamente sobre tales cuestiones. Claro, cuando entré en contacto con esa literatura empecé a tener, como diría Víctor Hugo: «Una tempestad bajo el cráneo»; era una esponja, estaba sediento de verdad, de conocimientos.

Así se inició el proceso acelerado de desarrollo de mi conciencia político-revolucionaria. Claro que ese no es el único ingrediente, yo venía siguiendo una tradición histórica cubana, una gran admiración por nuestros patriotas, por Martí, Céspedes, Gómez, Maceo. Antes de ser marxista fui martiano, sentí una enorme admiración por Martí; pasé por un proceso previo de educación martiana, que me inculqué yo mismo leyendo sus textos. Tenía gran interés por las obras de Martí, por la historia de Cuba, empecé por aquel camino.

Antes de llegar a la Universidad fui explorador, escalador de montaña, atleta, hice de todo, pero, realmente, no había incursionado en el campo de la política, para mí era un terreno vedado. Pude haber tenido algunas impresiones antes, siendo adolescente pude percatarme de lo que era un régimen de fuerza, de abusos. Veía tal posición de prepotencia, de machismo, de los militares, de los soldados del Ejército de Batista. Elementos que me fueron enseñando y desarrollaron en mí un rechazo: observé arrogancia, prepotencia, machismo, abuso de autoridad, amenaza, ejercicio del miedo, del terror sobre la gente. Fui recibiendo una serie de impresiones que me hicieron sentir un repudio a aquella forma de poder porque lo estaba viendo, lo veía todos los días. Creo que desde niño ya empecé a sentir un cierto rechazo hacia dicha forma de autoridad armada, en virtud de la cual quien tenía el arma tenía el poder y lo ejercía: los soldados golpeaban a la gente, abusaban, y daba la impresión de que podían matar a cualquiera sin que ocurriera nada.

Desde temprano, desde que contaba 13 años, pude ver algunos procesos electorales. Vi intervenir al Ejército en procesos electorales e impedir por la fuerza el ejercicio del voto a cientos de personas. Así fui haciéndome una serie de conceptos; pero ello no me condujo a una concepción revolucionaria, sino a una condena de aquella forma de autoridad, del abuso.

En el año 1940, Pedro Emilio, mi hermano mayor, aspiraba a representante por un partido de oposición. Recuerdo que yo estaba de vacaciones e, incluso, lo ayudaba, salía en mi caballo a visitar a los campesinos; como muchos no sabían leer ni escribir, yo los enseñaba a votar: en qué número tenían que  votar, cuál era la insignia de aquel partido, porque eran votos preferenciales así le llamaban, que podían votar por un presidente y por un candidato a representante. Ya por aquel entonces era el partido de oposición a Batista. Yo enseñaba a los vecinos a votar por el candidato a representante, por Pedro Emilio, y de paso también los enseñaba a votar por el candidato a presidente de aquel partido.

Cuando realizaba tal actividad, me movía el deseo de que Pedro Emilio saliera electo representante, porque para él era una gran cosa, algo muy importante. Además, él siempre fue muy amistoso conmigo, muy cariñoso, a pesar de que era hijo de otro matrimonio anterior de mi padre; entonces, mi amigo Pedro Emilio, además de mi hermano, en aquella atmósfera política, iba a ser representante.

Él había hecho algún trabajo político conmigo, me había ofrecido no sé cuántas cosas, me iba a regalar un buen caballo y me había hecho sus promesas electorales también a mí; así que yo estaba personalmente interesado en que fuera electo representante y ayudaba; además, todos los vecinos iban a votar por Pedro Emilio. Visité a cientos de campesinos. Las elecciones fueron en mayo o junio, yo tendría 13 años.

El día de la votación, en los colegios electorales de Birán, los soldados de Batista, con fusiles y bayonetas, dividieron en dos filas a los votantes: los batistianos, unos pocos, y los enemigos de Batista, diez veces más; lógicamente, influidos por  la familia, por el terrateniente, por los sargentos políticos, por todas las razones que fueran, pero querían votar por Pedro Emilio. Entonces, los soldados dijeron: «A ver, ustedes, aquí los de un partido y acá los del otro», y no dejaron votar a nadie de la oposición. Recuerdo que yo veía aquello, estaba interesado en las elecciones. Muy poquitos partidarios de Pedro Emilio votaron y fue porque se hicieron pasar por batistianos. Eso ocurrió en todos los colegios. Allí solamente le quitaron cientos de votos.

Al final, Pedro Emilio no resultó electo porque le faltaban 82 votos. Solo en tres escuelas de aquella zona de Birán, los soldados le habían quitado más de 500 o 600 votos. Yo sufrí aquello, recuerdo mi indignación, hasta algunos disparos hicieron los soldados. Por supuesto, Batista ganó las elecciones, ¿cómo no iba a ganar si no dejó votar a nadie en muchas partes donde no votaban por él? Así ganó las elecciones de 1940.

Tuve esa experiencia a los 13 años, participé en la campaña, tenía mis impresiones. Sabía que los soldados eran abusadores, que le daban fustazos, plan de machete a la gente y que amenazaban con los fusiles. Puedo decir que ya sentía repudio por la forma de autoridad sostenida sobre el miedo, el terror; desarrollé una serie de sentimientos, actitudes y criterios repulsivos porque viví como adolescente el primer período de Batista.

Desde que tuve siete años y hasta que terminé el cuarto año de bachillerato, el país vivió bajo el gobierno de Batista solapado o evidente. Era un gobierno de corrupción, de fuerza, y yo sentía antipatía por todo aquello, no solo por el episodio que conté, sino porque todos los días veía a los guardias ejerciendo con arrogancia y prepotencia el poder, la autoridad, a base de las armas. De milagro no tuve conflictos con los soldados, porque yo tenía amigos, y algunas veces los vi abusar de campesinos. Creo que si no tuve problemas fue porque me toleraron un poco, por ser el hijo de don Ángel Castro, pero sentía una profunda antipatía hacia ellos. Fue una suerte que no me hubiera visto envuelto en conflictos con los soldados por algunos atropellos que veía; claro, siempre había gente que ayudaba a evitar el problema.

Es decir, cuando ingresé a la Universidad ya había vivido numerosas experiencias y sentía repulsa por muchas cosas, ya tenía una serie de valores, sobre todo, un espíritu rebelde. Me vi obligado a ser rebelde desde pequeño.

Mi primera rebelión fue en enero del año 1936, cuando tenía nueve años; yo pensaba que podía haber sido a los seis o siete años, pero, con más precisión, con más rigor histórico, fue a los nueve años, cuando estaba en el segundo grado en la escuela. La segunda fue a los 11 años, cuando cursaba el quinto grado y la tercera fue a los 12 años, en la casa del comerciante español. No incluí en esta enumeración la gran protesta en mi casa porque me querían dejar en Birán sin estudiar. Protagonicé tres rebeliones.

La última fue en la casa del comerciante español, cuando provoqué que me enviaran interno para el colegio. Recuerdo la pelea de Joe Louis y el alemán Max Schmeling la oí por radio en esa casa, cuando en el primer round, Joe Louis noqueó a Max Schmeling; debe de haber sido en el verano de 1938.

Katiuska Blanco. La pelea entre Joe Louis y Max Schmeling que usted recuerda tuvo lugar ante 80 000 espectadores en el Yankee Stadium de Nueva York, el 22 de junio de 1938. Un encuentro mítico porque se dirimía la supremacía negra o la blanca fascista, aunque Schmeling termina distanciándose de la Alemania nazi que al comienzo lo usa como símbolo. Es hermosa la amistad que ambos boxeadores tejieron hasta el final de sus vidas. Lo busqué todo en internet cuando supe que usted tenía aquella pelea boxística como un grato recuerdo de su adolescencia. Por cierto, Curzio Malaparte en su novela Kaputt traza un perfil del famoso Schmeling. Usted lee ese libro en La Habanita, en mayo de 1958, según una fotografía tomada en tiempos guerrilleros.

Fidel Castro. Sí, la pelea fue tremenda, nunca olvido que la escuché en la casa del comerciante español por la radio. Pero allí también me amenazaban con mandarme interno si me portaba mal, como si fuera a constituir un castigo para mí. Después que salí del hospital, donde durante tres meses se habían de sarrollado considerablemente mis relaciones humanas y políticas con la gente, regresé a la casa, y al poco tiempo tomé la decisión de romper con la situación, y fue cuando de nuevo me sublevé. No fue una rebelión violenta, pero resultó como la primera vez en casa de la maestra Eufrasita. Yo tenía mis normas, tenía que hacer varias cosas. Una tarde llegué y me dijeron: «Vaya a estudiar». Respondí: «No voy a estudiar, no me da la gana de estudiar». «Haga esto», me ordenaron. Riposté: «No voy a hacer nada, no me da la gana, estoy cansado ya, no resisto más y no hago nada más». Huelga, indisciplina total, dicho así, de frente.

Al otro día, me enviaron interno para la escuela; a mí, que había sido obediente hasta aquel momento, que había aceptado todo, no les quedó más remedio que mandarme para la escuela. Me enviaron interno antes de Nochebuena, y me hizo tanto bien, que en sexto grado tuve una de las mejores notas, obtuve resultados excelentes en los exámenes, sin que nadie me obligara, y en séptimo grado ya fui excelencia, estuve entre los dos o tres primeros alumnos. Para mí se crearon las condiciones ideales, desde que salí de aquella última cárcel familiar, para entrar en una prisión mucho mejor: estar interno en la escuela, en Dolores y luego, en Belén.

Así que cuando llegué a la Universidad tenía numerosas experiencias personales, y había visto y sufrido muchas cosas, estaba condicionado. 

Mi mayor mérito, si tengo alguno, es haberme auto-orientado  en medio de condiciones muy difíciles. Es una suerte que no me hubiera confundido, extraviado, que no hubiera perecido en el proceso de mi aprendizaje, sin que nadie, realmente, me pudiera orientar ni ayudar. ،Cuánto yo habría agradecido si en mi vida alguien hubiera sido mentor, guía! Solo una vez pude contar con uno, quizás esta profesora, que fue capaz de despertar en mí, por primera vez en mi vida, un gran interés por el estudio, alguien que me puso un objetivo difícil y me obligó a esforzarme; fue la primera vez; y qué mala suerte tuve que perdí tal oportunidad, solo por una enfermedad que posiblemente ni existía, por unas boberías intestinales y una supuesta apendicitis que todavía está por demostrar.

De lo contrario, ¿cuál habría sido mi vida? A lo mejor hubiera sido un intelectual no estaría arrepentido de haber sido un intelectual; habría estudiado o habría sido un político, quizás, más precozmente, con mucha más preparación. Pero no hay duda de que ella fue la única persona que me encontré en mi vida que pudo ser mi mentor, porque yo sentía agradecimiento y simpatía por ella. Por mí mismo adopté más adelante otra determinación importante: irme a La Habana, estudiar en el Colegio de Belén.

Katiuska Blanco. Comandante, admiro a Frei Betto con una devoción casi religiosa. Nunca olvido la primera lectura de Fidel y la religión. Fue una experiencia maravillosa para mí  cuando estudiaba en la Universidad. En casa nos disputábamos el libro. Al recordarlo regreso al tema de la influencia de los jesuitas en su vida. ¿Piensa que forjaron su espíritu para vencer desafíos en las excursiones y competencias deportivas? ¿Ser atleta destacado o general de exploradores tuvo que ver con su ascendencia entre los alumnos en el Colegio de Belén?

Fidel Castro. Cuando llegué al Colegio de Belén tenía 16 años, era un adolescente que iba pasando a la juventud, estaba al final de la adolescencia, y allí en la escuela practiqué todos los deportes y también ingresé en el cuerpo de exploradores.

Recuerdo que la primera excursión fue al valle de Yumurí, en Matanzas, un lugar muy bonito; llevaron unas casas de campaña, nosotros íbamos vestidos de exploradores, el grupo de internos. Montaron un campamento, compraron latas, y nos dispusimos a hacer vida de campaña en el valle de Yumurí, allí estuvimos dos o tres días. Pero ¿qué ocurría? Parece que yo era muy entusiasta, me gustó mucho la actividad, la vida de campamento, y me ocupaba de todo: había que hacer guardia, y yo hacía todas las guardias. Estaba en una constante actividad, de día y de noche y, como consecuencia, me destaqué. El padre Amando Llorente, que fue con nosotros, me prestó atención, le gustó aquello, lo vio con simpatía y creo que me dio alguna responsabilidad y algunos grados, no sé si me hizo teniente y después me ascendió. Los jesuitas estimulaban aquella vida, es una de las cosas buenas que debo agradecer les: si a usted le gustaba el deporte lo estimulaban, igual sucedía con la exploración. Todas las actividades sanas, las cosas puras, de rigor, ellos las estimulaban.

Parece que yo obraba de una forma espontánea, tenía un entusiasmo muy grande, me brindaba como voluntario para todas las tareas. A ellos les gustaba eso, y un poco más adelante me hicieron jefe de todos los exploradores de la escuela, me dieron el título de general de exploradores. Es decir, antes de ser Comandante, fui general de exploradores de la escuela.

Desde que estaba en el Colegio Dolores y en la primaria tenía una característica: me gustaba mucho practicar deportes e irme de exploración, escalar montañas.

El Colegio Dolores muchas veces salía de excursión en el Colegio La Salle yo me iba a pescar por la orilla del mar, por muchos de los lugares que conté—, pero en el de Dolores, como no tenía un lugar fijo donde ir, a veces íbamos a las montañas de El Cobre, ubicadas al lado de la Sierra Maestra, o íbamos al Caney, a la finca del padre de algún muchacho de la escuela, algunas veces al mar, por la costa; nos llevaban a distintos lugares. Desde entonces, veía una montaña y me entraba una gran inquietud por subirla, y como a veces no sabía calcular bien la distancia, porque la veía de lejos, regresaba tarde. En ocasiones, el ómnibus permanecía esperándome una hora, dos horas, hasta que regresaba; pensaba que iba a tener problemas, pero como hacía algo que le agradaba a los  inspectores, a los directores de la escuela, no me criticaban. A veces estábamos en un área, en el campo, en los alrededores de Santiago de Cuba, llovía mucho, crecían los ríos, y a mí me gustaba cruzarlos, explorar todo aquello.

En una de dichas excursiones a las montañas de Pinar del Río caminamos mucho por valles, ríos; cayó un aguacero torrencial, de horas, y cuando nosotros regresábamos para volver al lugar donde nos esperaban la base, nos lo impedía un río muy crecido, estrecho pero muy fuerte. El padre Llorente y los demás muchachos estaban tratando de poner una soga para pasar el río y les hacía falta uno del otro lado, porque no había manera de afincarla; iban a cruzar pero no se atrevían. Entonces, me lancé más arriba, crucé el río, llegué a la otra orilla, agarré una rama al final, me tiraron la soga, la amarré y cruzaron todos los muchachos. No fue ninguna proeza, fue una aventura personal mía. Lo mejor hubiera sido no atravesar ningún río, sino esperar a que la crecida bajara.

Realmente, lo que hice fue poner en peligro la vida de todos los muchachos, porque al quererlos cruzar de todas maneras al otro lado, no solo me estaba arriesgando yo, sino que arriesgaba después a los demás. No había necesidad de cruzar, se podía esperar dos o tres horas. Entonces, al padre Llorente le dio por creer que yo había salvado la vida de los muchachos, y, en verdad, lo que hice fue poner en peligro la vida de todos. Y por eso como a un gran número de generales en la  historia me dieron a mí también el título de general de los exploradores.

Cruzaba todos los ríos. Era un hobby mío: atravesar los ríos crecidos, en Birán y en cualquier parte.

Yo mismo organicé excursiones después. Escalé el pico más alto de Pinar del Río, sin saber bien ni dónde estaba. Cuando llegó el tren nos bajamos y empezamos a caminar. Estuvimos tres días para llegar, lo escalamos. El único percance fue que tardamos dos días más de lo previsto; teníamos tres días de vacaciones y tardamos cinco días.

Después, con el propio padre Llorente, íbamos a escalar el Pico Turquino pero no fue posible. Ya estábamos en Santiago de Cuba, listos para salir, y se rompió la goleta era una embarcación que realizaba una travesía regular, no pudo arrancar, y fue necesario suspender la expedición. De lo contrario, yo habría escalado el Pico Turquino con 17 años y conocido la Sierra Maestra mucho antes de la guerra, cuando realmente la conocí.

Este padre, que después vivió muchos años en Miami, tenía un hermano misionero en Alaska, era un sacerdote, se llamaba Segundo Llorente. Escribía narraciones muy bonitas e interesantes tituladas: «En el país de los eternos hielos». Hacía descripciones sobre Alaska que me gustaban extraordinariamente, hablaba de la vida de los esquimales y los parajes agrestes de esa región. Al colegio llegaban las historias de aquel  mundo y de veras me encantaban, me agradaban mucho.

Amando, este padre del Colegio de Belén, todavía no era sacerdote, estaba en la fase previa al ordenamiento. Los jesuitas, expertos en la formación de cuadros, para ordenar un sacerdote lo hacían estudiar los fundamentos muchos años, los sometían a distintas pruebas, y existía un período aproximado de tres a cuatro años, durante el cual, los futuros sacerdotes viajaban de España al exterior, iban a las escuelas y trabajaban como profesores, inspectores de los muchachos. Y este padre, Amando Llorente, que todavía no era sacerdote, hizo una gran amistad conmigo. Era español, no recuerdo de qué parte de España, si de Castilla o de alguno de esos lugares. Me tenía simpatía y, por eso, al finalizar mis estudios en Belén, escribió de mí palabras elogiosas. No sé si después pensaría igual, pero, bueno Estuvo en Miami, posiblemente bajo la influencia de antiguos alumnos del colegio que se fueron para allá, porque no quedamos muchos discípulos de aquel colegio aquí en el país después de la Revolución. El primero que me dio un grado en el cuerpo de exploradores fue el padre Llorente.

Preguntas por mi ascendencia entre los alumnos. Era atleta, a la gente le gustaba que ganáramos un campeonato; era explorador, hacía incursiones y actividades en numerosos campos; era buen estudiante, alcanzaba muy buenas notas; creo que me llevaba bien con todos los compañeros. Pero no tenía idea de cuál era el concepto en que ellos me tenían ni era razón por la cual me preocupara si les caía bien o no. Mis relaciones eran normales, como las de cualquier otro. Entonces, se produce el fin de curso, cuando me fui a graduar de bachillerato, en el Colegio de Belén, la escuela de mayor prestigio en el país, una de las mejores, sin duda. Allí casi todos los muchachos tenían la simpatía de la gente y eran muy queridos. Recuerdo que mi madre vino a La Habana para tal ocasión. Tengo por ahí todavía guardada una fotografía de mi madre vestida de traje, fue posiblemente la única vez en su vida que ella se hizo un traje de vestir, de ocasión, con tejidos finos. Un vestido oscuro, largo, de noche, tal como el que debían usar las madres, las madrinas de los alumnos burgueses, hijos de terratenientes y aristócratas que se graduaban de la escuela. Mi madre se mostraba muy orgullosa de su hijo. El primero en toda la historia de la familia, quizás en 100 años, que adquiría un título de bachiller era yo, y mi madre me satisface mucho recordarla estaba contenta, feliz por su viaje a La Habana para asistir al día de mi graduación. Si García Márquez escribiera un libro sobre mi familia, probablemente podría hablar de 100 años de soledad, o podría hablar de 100 años sin un bachiller en la familia. Es posible que, incluso, fueran más de 100, 200 o 300 años.

El hecho es que llegó la noche de la graduación, nosotros también nos vestimos de gala. Era una ocasión solemne, en el teatro-cine de la escuela, con sillas abajo y arriba. Un colegio  de 1000 alumnos. Todo se llenó de familias, personalidades, autoridades. Nos graduábamos más de 100 alumnos entre internos y externos. Entonces, hago memoria muy bien que a cada uno de nosotros nos iban llamando. Cuando tocó mi turno empezaron a aplaudir a todos los aplaudían, pero conmigo, no sé el tiempo que estuvieron aplaudiendo todos los estudiantes, todas las familias, todo el mundo. Fue el mayor orgullo de mi madre, que a su hijo lo hubieran aplaudido no sé cuántos minutos. Fue una verdadera e inesperada sorpresa. Yo mismo no sabía de tal popularidad, ni la buscaba porque no estaba haciendo política, no sabía ni cómo eran las graduaciones, pero sí recuerdo que de toda la escuela, al alumno que más aplaudieron fue a mí.

Primera vez en mi vida que, espontáneamente, sin saberlo, tengo una encuesta de popularidad, y no estaba al tanto ni pensando en aquello, nunca lo he pensado; pero, bueno, sí me agradó dicha manifestación de simpatía de los muchachos y, sobre todo, mi madre y todos los familiares estaban muy contentos de ello.

Hablaba de esto en contraposición a la vivencia inicial en Belén. Tres años antes era el guajiro que llegó por primera vez a La Habana y se puso un saco largo, ridículo, escandaloso. Si se quiere mirar el hecho de que tuve, por lo menos, un tipo de relaciones de trabajo, de actividad, que hizo que ganara el reconocimiento de todos los estudiantes, pudiéramos decir que unánime; y fue expresado así en una ocasión como aquella, la más inesperada, la más impresionante, porque allí no existía ningún tipo de elecciones para elegir a alguien, ni asamblea; allí no había manera de saber cuál era la opinión de los demás sobre cualquiera de los alumnos. Entonces, lo recuerdo, demostraba una simpatía de los estudiantes, una ascendencia sin que hubiera trabajado absolutamente nada en tal dirección. Me quedé un poco alelado, sorprendido, y creo que, en efecto, practicar deportes y liderar exploraciones que los jesuitas propiciaban influyó mucho en la popularidad entre mis condiscípulos.

Luego sucedió otra vez, en el primer año de la Universidad, cuando comencé a interesarme un poco por la política. Habría que analizar cuáles fueron los elementos que me impulsaron a iniciar mis actividades políticas casi inmediatamente al llegar a la Universidad. Pero no política general sino entre los estudiantes, la decisión de aspirar entre los representantes de los primeros estudiantes de mi curso.

De verdad, en política siempre me fue bien, pero aquella fue la primera vez en que poco a poco me interesé y entré en un grupo de aspirantes a delegados del curso. Iba cada uno por una asignatura: uno por Derecho Civil, uno por Derecho Romano, otro por Economía, y yo por la asignatura de Antropología Jurídica. Hice política por primera vez en una campaña de tipo personal. Tuve un éxito rotundo, comple to, porque me puse a trabajar para ganar el apoyo de la gente, y tuve que lidiar con un político que aspiraba también, no un estudiante igual que yo, un individuo que tenía historia de qué sé yo, de la época de Machado, era un hombre adulto, con cierta ascendencia, tal era mi contrincante. Si llegué al Colegio de Belén siendo un guajirito, cuando arribé a la Universidad era un ignorante en relación con la política. No sabía nada, era materia prima pura, y empecé mi trabajo. Realmente, cuando fueron las elecciones saqué como seis veces más votos que mi rival, Lisazo se llamaba. No solo gané 181 votos —él debió sacar unos 33, sino que todos los que estaban en mi candidatura, el ciento por ciento, salieron electos por una enorme mayoría. Me convertí en líder de primer año porque tenía toda la fuerza y el apoyo de los estudiantes, ayudé a todos los demás delegados y entonces me eligieron delegado de curso. Todo el esfuerzo que hicieron las fuerzas políticas de los cursos superiores, no pudo nada, porque yo logré un apoyo casi total. Es decir, no fue que saqué el 40% de los votos hay que sacar la cuenta, 181 contra 33; he sacado alrededor del 80% de los votos, casi seis veces más. Trabajé mucho, y fue aplastante el resultado. Empleé todo el tesón, la constancia y la energía que era capaz de desplegar en tal tipo de actividad, en lo que empezó siendo una lucha por representar a los estudiantes, un objetivo todavía muy simple, muy sencillo. Fue un éxito demasiado grande. Debió de ser menor el éxito porque yo no estaba suficiente mente maduro todavía para ello. Considero que eso pudo hacer que me precipitara en plantear objetivos más ambiciosos. En segundo año ocurrió algo que no había sucedido nunca en la Escuela de Derecho, una de las de más estudiantes, la más polémica, la que contaba con gente más discutidora, también la más política. Sucedió algo muy interesante. Volvieron otra vez las elecciones y los adversarios de cursos superiores no pudieron siquiera organizar una candidatura en mi contra. No obtuvieron siete u ocho personas que quisieran postularse para la línea política de ellos contra mí, fue un éxito mayor. Ningún estudiante de segundo año quiso formar parte de una candidatura contra mi nombramiento.

Monopartidismo, lo definiría, porque ellos no pudieron organizar una candidatura. Yo tenía el apoyo del ciento por ciento de los estudiantes. Nunca había pasado en la Escuela de Derecho: una candidatura sin contrarios, lo cual me permitió dedicarme a trabajar con la candidatura que estaba conmigo desde el primer año, y barrió a todo el mundo en los dos primeros años completos, los más numerosos de la escuela.

Ello sucedió cuando empecé realmente a hacer política y tenía mis primeras confrontaciones en dicho terreno, mis primeras pruebas de fuerza en la Universidad.

 

 

 
 
 
 

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