03Cambiar
de estrategia, inercia de sectores políticos,
Abel y Montané,
comienza la persecución,
Prado N.o
109, jóvenes
de ley, entrenamientos
en la Universidad, revolucionario
profesional, títulos
en la librería
del Partido Socialista Popular, estancia
en Guanabo, el más
noble comerciante árabe,
hotel Andino, un tiempo que afrontar
Katiuska Blanco.
—Comandante,
debió
ser frustrante que el golpe de Estado de Batista pusiera fin al proceso
político
en
marcha que abría
perspectivas de cambio al futuro del país…
Fidel Castro.
—Por
supuesto, sentí
angustia, mortificación,
un
gran disgusto. La estrategia revolucionaria estaba
muy clara antes del 10 de marzo; pero el golpe no solo puso
fin a un proceso político
constitucional que abría
perspectivas de cambios
hacia el futuro, sino que hizo retroceder al país
a una situación
sin ley, sin Constitución;
a un gobierno de facto, tiránico,
reaccionario, contrarrevolucionario, corrompido; fue
un regreso al pasado. Así
que, inmediatamente después
del 10 de marzo, había
que olvidarse de cualquier estrategia anterior y
trabajar, luchar.
En aquel momento, pensé
que solo era concebible una estrategia
de unión
de todas las fuerzas para liquidar aquel cáncer,
liquidar aquella situación
anormal, y volver a la situación
previa al 10 de marzo. Es decir, una vuelta al régimen
constitucional, a la existencia de los partidos, al proceso político
que todavía
no había
dado todo lo que podía
dar de sí
mismo; aquel proceso no estaba agotado y, desde mi punto de
vista, era el camino hacia la revolución,
para lo cual había
elaborado una estrategia clara y precisa.
Katiuska Blanco.
—Habría
que volver atrás…
Fidel Castro.
—Pensé
que resultaba indispensable crear de nuevo
las condiciones; me parecía
que entonces nadie podía
pensar en otra cosa, sino en liquidar aquel régimen
de fuerza para rescatar la constitucionalidad y abrir camino a un
proceso político;
algo que era interés
de todo el mundo. Yo veía
en tal proceso el camino de la revolución.
Como estaban las condiciones en el país,
no elaboré
una estrategia; inmediatamente comencé
a combatir. Primero a Batista; era un deber elemental, de oficio, por
principio, denunciarlo, desenmascararlo, realizar toda la oposición
contra el gobierno. Me dije:
«Bueno,
esto ha dejado de ser un proceso
político
y va a ser un proceso de lucha armada. Hay que
derrotar a Batista»,
y comencé,
dentro del Partido Ortodoxo,
a organizar, por ejemplo, células
revolucionarias para la lucha
armada contra Batista.
No tuve la más
remota duda de que Batista solo podía
ser desalojado de la misma forma en que había
usurpado el poder, por la fuerza. Como conocía
el personaje, los hechos, la
historia de Cuba, pude ver con suficiente claridad
que Batista había
vuelto al poder para permanecer allí,
él
y su camarilla, indefinidamente, para saquear de nuevo el país.
Por eso tuve total convicción
de que a Batista había
que derrocarlo revolucionariamente
para volver a establecer la Constitución.
Pero no me puse a pensar que nosotros, el grupito
nuestro, elaborara una estrategia propia para llevar a
cabo una revolución,
porque lo que yo había
pensado en las condiciones anteriores ahora no procedía.
Cuando comencé
a organizar células
revolucionarias en la juventud del Partido Ortodoxo,
no lo hice para desconocer aquel partido o a sus líderes.
Pensaba que dicho partido tenía
más
obligación
que los demás,
porque portaba una bandera, posiciones
éticas,
posiciones políticas
honestas; no estaba corrompido, le arrebataron el
poder, y creía
que aquel partido, sus dirigentes y sus masas,
desempeñarían
un importante y decisivo rol en la lucha. Entonces,
mientras no existía
una dirección,
una orientación,
mientras los líderes
no hacían
nada, comencé
a preparar cuadros, células
de combate para llevar a cabo tal tarea, para que
aquel partido estuviera en condiciones cuando los líderes
decidieran iniciar la lucha.
Ellos conocían
cuál
era mi criterio, mi posición
y mi disposición
de lucha. Yo no guardé
secreto al respecto. Tampoco
fui tan tonto como para esperar a que me dieran
instrucciones, o perder el tiempo. Empecé
a trabajar inmediatamente dentro
de tales premisas: quiero decir, que aquel partido
lucharía,
que todos los partidos lucharían
y que no se podía
perder un minuto. Había
que empezar a organizar al partido porque no
estaba preparado para enfrentar a Batista.
Todavía
confiaba en que sus líderes:
Pardo Llada, Millo Ochoa, Agramonte y los demás,
hasta los más
débiles,
los más flojos, por un elemental sentido del deber, del
honor y la dignidad, empezarían
a trabajar para hacer una revolución.
Y sucedió
que en lugar de ellos buscarme a mí,
yo los buscaba a ellos para exhortarlos, estimularlos a trabajar, a
luchar.
En ese período,
Millo Ochoa comenzó
a realizar algunas actividades organizativas, a emprender acciones para
la lucha contra Batista.
Él
era de los políticos
conservadores o mediatizados
pero adoptó
esa posición.
Recuerdo que fue, de los líderes
ortodoxos, uno de los primeros con que establecí
contacto.
En algún
momento, varios de los dirigentes empezaron a
hacer algo. No a organizar la lucha, sino a
conspirar, a contactar con antiguos militares desplazados y con otros
activos. Realmente no estaban pensando en una lucha armada,
sino en un contragolpe.
Los demás
partidos también
actuaron: el Partido Auténtico,
la gente de Prío,
comenzaron a aglutinar a su tropa y a
prepararse para una supuesta lucha contra Batista;
algunos partidos, no todos. Otros empezaron a maniobrar con
Batista, a buscar salidas políticas;
y líderes
como Grau San Martín,
y otras gentes, pensaron en fórmulas
electorales; pero fueron rechazadas por casi todos los líderes
de la oposición,
que asumieron una postura más
radical.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pero puede decirse que en los
primeros momentos primó
el desconcierto general,
¿verdad?
Sin embargo, siento que entre los ortodoxos más
radicales sur gió
desde el inicio la idea de enfrentar a Batista por
las armas. Recuerdo un testimonio del comandante Ramiro Valdés,
desde el mismo día
del golpe pensó
que a Batista había
que tumbarlo por la vía
de las armas.
Fidel Castro.
—En
los primeros momentos de desconcierto general
comencé
a realizar actividades, como la firma de los
manifiestos, el intento de publicar un periódico,
denunciar continuamente. Fue en ese tiempo que conocí
a Abel, a Montané,
a Melba, pero sobre todo a Abel y a Montané.
Katiuska Blanco.
—En
un testimonio que guarda la Oficina de
Asuntos Históricos,
Montané
recuerda que ustedes se conocieron
el 1º
de mayo de 1952, en el cementerio, en un acto de
recordación
de Carlos Rodríguez,
al cumplirse un año
de su asesinato por [Rafael Salas] Cañizares
y [Rafael] Casals a quienes
usted, por ese crimen, pedía
30 años
de cárcel.
Cuando terminó
la conmemoración
se quedaron conversando y muy
pronto
—narraba
Montané—
se estableció
una animada y amigable charla alrededor de los acontecimientos políticos
del país.
Estuvieron de acuerdo en que algo había
que hacer para combatir al régimen
dictatorial de Batista. También
se lamentaron de la inercia de algunos sectores de la llamada
oposición
que no presentaban un frente de combate. Concluyeron
que se imponía
la acción
de la juventud ante tanta politiquería
y vacilaciones. Decía
que desde entonces usted despuntaba como
el líder
que organizaría
al pueblo en su lucha a muerte contra
la tiranía.
Fidel Castro.
—Sí,
recordaba que había
sido en mayo. Abel y Montané
se acercaron a mí
e iniciamos un trabajo con la idea,
desde luego, de la lucha armada contra Batista, y en
el mismo objetivo que yo tenía
de organizarnos bien para ese propósito
—hasta
entonces era, de hecho, una lucha común—.
Por aquellos días
intentamos sacar el periódico,
pero cayó
en manos de la policía
y algunos integrantes del grupo fueron llevados
prisioneros. Al periódico
le habíamos
dado el nombre de
El Acusador.
Katiuska Blanco.
—Usted
los visitó
en el Castillo del Príncipe.
Entre los arrestados estaban Abel, Montané
y Raúl
Gómez
García...
¿Su
encarcelamiento marca un inicio de la persecución?
Fidel Castro.
—Comenzamos
a tener problemas. Además
del periódico
ocuparon la estación
de radio por la que intentábamos
trasmitir nuestros programas. La policía
nos perseguía.
En ocasiones ocurrió
que personas que nos apoyaban, al ser detenidas,
nos delataron porque se asustaron. Era muy grande el
clima de terror. De modo que las primeras
actividades, relacionadas fundamentalmente con la propaganda, fueron
contrarrestadas por la policía.
Fue una lección
muy importante, aunque desde luego nos subestimaron, lo cual fue
bueno.
Llegué
rápidamente
a la conclusión
de que por relaciones de amistad o familia no se podía
confiar en la gente, sino
más
bien por la convicción
que cada individuo tuviera en la
necesidad de la lucha. En dichas circunstancias se
desarrolló
mucho en mí
la capacidad de apreciar las motivaciones de la
gente para seleccionarla, una vez que comenzamos a
trabajar. Entre los primeros se cuentan Abel, Montané
y algunos otros compañeros
que aparecieron.
La cuestión
de los métodos
de conspiración
se volvió
de suma importancia. Desplegamos métodos
donde todo el trabajo estuvo protegido contra la posibilidad de una delación,
de una traición.
Comenzamos a utilizar rigurosos métodos,
porque la situación
era nueva, ninguno de nosotros había
vivido bajo una dictadura militar como la de Batista, no
teníamos
viejas experiencias de conspiradores,
¡ninguna,
se puede decir! Entonces, creo que era un problema a resolver, y
creo que lo solucionamos bien: rigor en la selección
fue lo que aplicamos estrictamente: disciplina, discreción.
Katiuska Blanco.
—La
primera persona a quien escuché
hablar sobre los reclutamientos que usted hacía
fue al comandante Ramiro Valdés,
quien nunca olvida la primera entrevista en
Prado Nº
109 a la que asistió
con José
Suárez
Blanco; luego Pastorita también
narró
vivencias de esa etapa.
Fidel Castro.
—Empecé
reclutando personalmente a los primeros;
luego, entre los compañeros
que integraban el grupo inicial, alistamos a todos los demás.
Íbamos
seleccionando cuadros: uno aquí,
otro allá,
gente que
íbamos
conociendo
por sus condiciones, elegidos de la cantera
ortodoxa, gente humilde, trabajadora, y que sentían
indignación
realmente con lo hecho por Batista. Si captábamos
a un jefe de célula,
él
tenía
después
la responsabilidad de seleccionar a un grupo de
cinco, seis, siete; varios de ellos salieron jefes
de células.
Se creaba una célula
bajo ciertas premisas: quiénes
podían
ser, cómo
seleccionarlos, todo eso, de forma muy rigurosa;
gente que no estuviera en otras organizaciones, que
no fuera conocida. Yo sí
me reunía
después,
una por una, con cada célula,
y hablaba con cada movilizado.
Reclutábamos
a la gente sobre la base de que estuviera
dispuesta a luchar contra el gobierno de facto que,
en aquel momento, prácticamente
no era un delito. Batista menospreciaba
a sus adversarios; a nosotros, como no teníamos
ningún
recurso económico,
nos menospreciaba más.
Puede decirse que
él
y su policía
y todos ellos subestimaban totalmente a los
revolucionarios.
Pero yo iba evaluando, conversando y viendo las
motivaciones, una por una, de cada una de la gente, y así
decíamos:
«Bueno,
esta célula,
esta otra...».
Y después,
el siguiente paso era que los entrenábamos,
pero en la Universidad, en seco, en frío,
sin disparar.
Empezamos con este pequeño
núcleo
de cinco o seis; pero yo era conocido, muchos jóvenes
sabían
cual era mi actitud, tenían
esperanzas, confiaban en mí.
Percibí
que la gente esta ba desesperada, quería
luchar y como los líderes
del partido no hacían
nada o muy poco, aquellos muchachos eran muy
receptivos a alguien que los organizara bien para la
lucha.
Claro, existían
otros grupos, el mismo partido; algunos líderes,
otros jóvenes,
creaban sus agrupaciones, eran más
bien líderes
oficiales. Pero yo empecé
a trabajar con la masa anónima
completamente. Ninguna de la gente con las que iniciábamos
la labor era conocida.
Transcurrieron los primeros cinco meses de este
proceso de gradual maduración.
El 16 de agosto, día
del primer aniversario de la muerte de Chibás,
ya estaba hablando otro lenguaje.
Vi que los líderes
no hacían
nada y aunque todavía
estaba pensando en la lucha unida de todos, comencé
a reclamar que el Partido Ortodoxo desempeñara
un papel fundamental en la lucha. Así,
cuando volviera la situación
constitucional, este partido tendría
una fuerza nueva, diferente, para la idea de
llevar a cabo la revolución
ulterior.
Katiuska Blanco.
—Por
eso es que el día
16 de agosto, en el aniversario
de la muerte de Chibás,
usted hace un llamado a los
dirigentes del partido. Le voy a leer lo que escribió
entonces en su artículo
«Recuento
crítico
del PPC»,
publicado en el tercero y
último
número
de
El Acusador:
«El
momento es revolucionario y no político.
La política
es la consagración
del oportunismo de los que tienen medios
y recursos. La revolución
abre paso al mérito
verdadero, a los
que tienen valor e ideal sincero, a los que ponen el
pecho descubierto y toman en la mano el estandarte. A un partido
revolucionario debe corresponder una dirigencia revolucionaria,
joven y de origen popular que salve a Cuba».
Fidel Castro.
—Ya
estaba desafiando un poco a la dirección
que no actuaba. No era que hubiera roto con ella, la
estaba presionando, le exigía
que luchara. Pero el 16 de agosto no habían
hecho nada, habían
perdido cinco meses,
¡más
de cinco meses! Entonces comencé
a utilizar dicho lenguaje.
El grupo de jóvenes
anónimos
con los que inicié
tal trabajo tenía
confianza en mí.
Y así,
a partir de cero y con algunos
amigos, comenzamos el trabajo. Yo diría
que de los 1200 jóvenes
que llegaron a integrar el movimiento, conocía
solo a 20 o 30, muy pocos, entre ellos Gildo Fleitas, Raúl
de Aguiar,
Ñico
López;
al resto, no los conocía.
Es decir, que la gente era totalmente nueva y procedían
de las filas del Partido del Pueblo;
era juventud humilde, que no tenía
todavía
una conciencia de clase, una conciencia socialista o marxista, pero
culpaba al gobierno de todos los robos, las inmoralidades;
gente rebelde que sentía
odio hacia Batista, por lo que significaba; gente
imbuida de una
ética.
En sí,
yo trabajé
dentro de ese marco, con Abel, Montané
y los que fuimos conociendo después.
Buscaba gente joven que no fuera conocida; que no
fueran líderes,
ni cuadros, gente de fila, la más
honesta que existía,
espontánea
y sana.
También
trabajé
siempre con personas de similares cualidades
cuando aspiré
a representante, cuando tenía
las 8000 direcciones de los contribuyentes. Todo mi trabajo
era con los espontáneos,
con quienes no aspiraban a nada, no buscaban
nada y eran capaces de luchar. Comprendía
el estado anímico
de la masa, de todo el pueblo y de aquella
muchedumbre joven: se entremezclaban irritación,
frustración,
amargura.
Emprendí
el camino sin contar con la dirección
del partido ni con la Universidad, no se podía
contar con ella, no se podía
contar con nadie allí,
no tenía
más
que enemigos y, en todo caso, alguna gente me miraba
—los
auténticos—
como culpable del golpe, y los estudiantes con grandes
celos de que alguien les fuera a arrebatar su revolución.
En verdad, la Universidad adquirió
mucho prestigio y además
fue inmune, la policía
no entraba, se convirtió
en centro de reunión
de todo el mundo. Yo no la usaba, porque tal
método
no era bien visto; pero bueno, cuando empezamos a
reclutar y a organizar gente, ya para entonces en la
Universidad jugaban un poco a la revolución
—jugando
sin saber, no de mala fe—,
mientras llegaba
«la
tremenda»,
como le decían
a la hora definitiva, la gran revolución,
que se suponía
harían
los políticos,
los líderes,
los partidos o los propios estudiantes
universitarios.
Finalmente, no sé
cómo
se consiguieron un fusil Springfield,
una ametralladora Thompson y una carabina M-1, que
es taban en el Salón
de los Mártires
de la Universidad. En tales
días
conocí
a Pedrito Miret, quien nos apoyó
para entrenar a la gente. Aquellos muchachos no habían
visto nunca un fusil, no sabían
manejar un arma. A través
de distintos compañeros
fui mandando gente a la Universidad porque allí
entrenaban a todo el que iba. Existían
muchas organizaciones y la FEU era
reconocida. Alguna gente como Abel, Montané,
Ñico,
iban con una célula
y les enseñaban
a manejar el Springfield, el M-1...
Eso era en la propia Universidad, que tenía
autonomía,
porqueBatista, vestido de cordero, queriendo dar una
imagen de hombre no represivo y de político
responsable, todavía
no había
invadido la Universidad ni tenía
necesidad de hacerlo, porque
era un centro de agitación,
pero de ahí
no pasaba a más.
Fue un campo de entrenamiento lo que montaron en el
Salón
de los Mártires,
allí
enseñaban
a manipular un fusil a todo el que quisiera.
Los grupitos empezaron a adquirir prestigio: Abel,
Montané,
Ñico,
todos los que yo mandaba, porque eran muy serios.
Llevaban gente joven, que no eran comecandelas,
habladores, sino gente disciplinada, más
bien parca. Aquello crecía
y Pedrito fungía
de instructor, posiblemente sin saber que todos
ellos tenían
relaciones conmigo.
Sí
recuerdo que en un momento dado, más
que reclutar, conquistamos a Pedrito. Ya le habíamos
mandado algunos grupos, entonces realmente hice la gestión
para conquistarlo del todo. El emisario para captarlo fue
Ñico
López.
Era muy importante porque Pedrito era el jefe de la
instrucción
dentro de la Universidad. Era un anónimo,
un fanático
obsesivo, estudiaba ingeniería.
Cuando yo organicé
la rebelión
en La Pelusa contra el desalojo,
él
trabajaba en Obras Públicas
para ganarse la vida como muchos otros estudiantes
universitarios. Hacía
trabajos de telemetría
cuando la gente se sublevó
y se acabó
todo aquello.
Él
decía
que yo le había
echado a perder el trabajo.
Pedrito es de Santiago de Cuba, de familia
santiaguera. Muy pronto me di cuenta de que tenía
un carácter
serio por la responsabilidad con que se dedicó
al entrenamiento de todo el que llegaba a la Universidad, y por tal razón
nosotros conquistamos su apoyo. Cuando lo hicimos, ya teníamos
la llave del entrenamiento en la Universidad, un santuario
por la autonomía
de que disfrutaba. Batista seguía
haciendo el papel de bueno, no se metía
ni le preocupaba lo que hacían
los estudiantes; porque conocía
que ellos tampoco tenían
armas ni dinero ni nada.
A decir verdad, Batista se mostraba preocupado por
el antiguo gobierno, que contaba con dinero: Prío,
los auténticos,
entre ellos Aureliano. Batista vivía
con temores porque Aureliano
fue adquiriendo prestigio. La situación
era muy difícil
y la gente, tan desesperada, se mostraba dispuesta a
admirar y a aplaudir a Aureliano, aquel de la polémica
con Chibás,
con
tal de que luchara contra Batista o con tal de que
existiera algo contra Batista.
Al ganarnos a Pedrito, nuestro jefe de instrucción
—uno
solo en la Universidad—,
se abrió
la válvula
del movimiento nuestro; pasamos por allí
a 1200 hombres, no sé
en cuántos
meses, puede haber sido en menos de seis meses.
Claro,
íbamos
seleccionando quién
tenía
más
interés,
más
habilidad y más
condiciones.
Todos los líderes
universitarios que no querían
que yo fuera por la Universidad por problemas de celos ni
siquiera imaginaban que les había
pasado y entrenado 1200 hombres por
allí,
y mucho menos que ya teníamos
creado un movimiento. Los
únicos
que hicieron un uso sistemático
y correcto de tales posibilidades fuimos nosotros.
Si Pedrito tenía
alumnos era porque nosotros se los mandábamos.
La Universidad creía
que tenía
un ejército,
porque allí
entrenaban 20, 30 o 40 hombres por día
con regularidad, sin que yo apareciera por ninguna parte.
En aquellos tiempos, no teníamos
armas, y yo,
¿dónde
trabajaba fundamentalmente? Ya me encontraba un poco
más
legalizado y me había
convertido en un cuadro profesional,
por primera vez fui un cuadro profesional de la
Revolución.
Era sostenido por Montané
y por Abel. Montané
tenía
algún
dinerito guardado por ser bastante ahorrativo, 2000
pesos, algo así;
Abel ganaba un buen sueldo, los dos disponían
de un
buen salario. Ellos, dentro de sus posibilidades, me
ayudaron: sacaron el carro de los problemas, siguieron pagando
la letra, el alquiler de la casa y la comida.
Era un paria, no tenía
casa; entonces la señora
del Partido Ortodoxo que me ayudó
a raíz
del golpe, me prestó
por un tiempito una casa en Guanabo. No recuerdo
exactamente en qué
mes fue, ya estábamos
en plena organización,
porque entre junio y julio, Abel, Montané
y yo, y creo que
Ñico
también,
teníamos
círculos
de estudios marxistas. Imbuido de
las ideas marxistas-leninistas, desde antes del 10
de marzo, a alguna gente como
Ñico,
Montané,
Abel y otros compañeros,
les venía
hablando de esto a menudo, les formaba así
una conciencia. Ellos eran terreno muy fértil,
y les fui trasmitiend mis
ideas, las ideas revolucionarias, las ideas
socialistas, las ideas marxistas-leninistas.
Cuando entré
en contacto con Abel y los demás,
les expliqué
lo que era la sociedad, los problemas, cuáles
eran sus causas fundamentales, las clases, la explotación
de que eran víctimas
los obreros; todo el bagaje que tenía
y traía
conmigo desde hacía
tiempo. Como ya trabajábamos
en la conspiración,
en la lucha, me franqueé
con ellos. Rápidamente
Ñico,
Montané
y Abel se convirtieron a la misma idea. Claro, se
trataba de un núcleo
muy pequeño.
Sabía
a quiénes
les podía
hablar así.
Algunos compañeros
sentían
mayores preocupaciones políticas
e ideológicas;
otros eran más
bien hombres de acción,
que querían
luchar y ansiaban la acción;
confiaban pero no se preocupaban
mucho de la cuestión
política,
ideológica;
para ellos la lucha era para derrocar a Batista.
En Guanabo hicimos algunos círculos
de estudio y recuerdo que uno de los libros que utilizamos
—en
un esfuerzo para introducir la historia de Marx, su vida y
pensamiento—,
fue la biografía
[Carlos Marx y los primeros tiempos de la
Internacional]
escrita por Franz Mehring, bastante conocida.
Desde mucho antes
—como
ya señalé—,
adquiría
libros en la librería
del Partido Socialista Popular en la calle Carlos
III. Contaban con muchas ediciones de las obras de Marx,
Engels y Lenin impresas en Moscú,
en lengua española.
No sé
cómo
las conseguirían,
pero hacía
mucho tiempo me proveía
allí.
Como tenía
buenas relaciones con ellos, aunque no era un
miembro del partido, gustosamente me facilitaban libros y me
daban crédito
para comprarlos. Creo que Carlos Rafael [Rodríguez]
era quien tenía
que ver con eso. Como yo vivía
del crédito
en aquel período
—tenía
créditos
en la tienda, en la carnicería,
en el garaje, en todas partes—,
para no variar tenía
crédito
también
en la librería.
Me suministraban títulos
de todas clases, y luego se los prestaba a Abel, a Montané,
a
Ñico.
Las ideas revolucionarias, socialistas, marxistas, caían
en la mente de dichos compañeros
como una llama en pólvora
seca.
En un período
de mi vida en que empecé
a persuadir a mucha gente de estas ideas, pude darme cuenta de que no
hacía
falta mucho tiempo para convertir en comunista a un
hombre honrado.
Este grupo pequeño,
y muchos con los que hablé,
se convirtieron en excelentes revolucionarios casi súbitamente.
En la situación
que vivía
nuestro país,
las ideas eran tan fuertes,
tan lógicas,
tan atractivas, que apenas les daba una explicación
a los compañeros
del panorama, de los conceptos, y enseguida
se convertían.
Cuando se produjo el ataque al Moncada, el Ejército
ocupó
una serie de libros de Marx, Engels, Lenin, sobre
todo, muchos de Lenin. Sus escritos esenciales, los que figuraban
en los volúmenes
de
Obras Escogidas
en dos tomos, los habíamos
estudiado;
El imperialismo, fase superior del capitalismo.
Había
otro muy de moda:
¿Qué
hacer?
Porque mucha gente
pensaba que en el libro de Lenin iba a encontrar la
fórmula
de
¿qué
hacer? No era la colección
completa porque en aquella
época
no me habrían
dado crédito
para una colección
tan grande, solo para una docena de libros más
o menos.
Casi desde el momento en que conocí
a Abel y a Montané,
ya tenía
la fiebre aquella y lo menos que podía
hacer era trasmitirla, aunque no se planteaba de inmediato hacer una
revolución.
Para nosotros la revolución
era el socialismo, para mí
lo era desde hacía
bastante tiempo, pero entonces creo que
trabajamos con la fiebre con que trabaja un
verdadero revolucionario, pensando en una transformación
total de la sociedad.
La señora
que me prestó
la casa de Guanabo se llamaba
Blanquita, no recuerdo el apellido; había
tenido cierta participación
en la lucha contra Machado y también
después.
No sé
muchos datos de ella, pero sé
que era ortodoxa. La familia
seguramente tenía
alguna fortuna; pero en aquel período
es probable que estuvieran arruinados, les quedaban las
costumbres de la burguesía,
pero no el dinero. Era casada y tenía
tres hijos; los muchachos más
mal educados y malcriados que he
conocido. Era una casa de locos porque ellos hacían
lo que les daba la gana, lo destruían
todo, quemaban la casa si era necesario,
hacían
cualquier disparate. Uno de ellos, llamado Erick,
el mayorcito, vino después
entre los mercenarios de Girón.
Recuerdo que cuando fuimos de El Cano para la casa
que nos prestó
en Guanabo, me llevé
algunos muebles que pude rescatar, entre ellos, un juego de sala bastante
modesto. De vez en cuando la señora
iba a la casa con todos los muchachos y
aquello era el infierno; lo mismo agarraban un
cuchillo y rompían
el asiento…
Lo rompían
todo y había
que tolerárselo
porque eran los hijos de la dueña
de la casa.
Un día,
a Fidelito por poco lo mata un automóvil
porque cuando llegaron aquellos muchachos mayorcitos
—9,
10, 11 años
de edad—
armaron un rollo, un desorden, una anarquía
tan grande, que en ese correcorre salió
Fidelito y atravesó
una calle. Estuvo a punto de matarlo un carro, no le
dio, pero por poco lo mata.
Bueno, ya era intolerable, tanto que dije:
«Tengo
que irme a buscar otro lugar.
¡Qué
va, aquí
yo no puedo seguir ya!, bastaba
con que fueran tres días».
Aquello era una catástrofe
intolerable. Decidí
irme aunque no sabía
para dónde.
Pero allá
en Guanabo me ocurrió
algo muy curioso, algo que no se me olvida. Resulta que Abel y Montané
me ayudaban económicamente,
me garantizaban lo fundamental, pero necesitaba
siempre algún
extra. Yo le había
solicitado crédito
a un
árabe
dueño
de un comercio que me suministraba algunos
víveres,
y no tenía
dinero para pagarle antes de irme de allí.
No sabía
qué
hacer, me avergonzaba no poder cumplir pues
él
había
confiado en mí.
Por fin fui a verlo y le dije:
«Mire,
me tengo que ir, me voy a mudar de aquí,
le debo a usted tanto y no tengo dinero para pagárselo
ahora. Me da mucha pena».
El hombre me respondió:
«¿Y
usted necesita algún
dinero, necesita algo más?
¿Dígame
qué
necesita?».
Fue un gesto increíble.
Aquel
árabe
fue el comerciante más
noble que he conocido.
Algún
tiempo después
—lo
anterior había
sido en 1952—,
cuando salí
de la prisión,
en mayo de 1955, pensé:
«Tengo
que ver a alguien, tengo que saludar a alguien y tengo
que darle las gracias a alguien»,
y fui allí
a Guanabo donde estaba el comerciante
árabe,
a saludarlo y decirle:
«Mire,
todavía
no le puedo pagar, pero vengo a darle las gracias otra vez».
Apenas salí
de la cárcel
pensé
que tenía
que ir sin falta a verlo para agradecerle
su gesto una vez más.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el comerciante que recuerda
tan nítidamente
se llamaba
Ángel
Chaljup Barquet, le decían
el Turco, pero era libanés
de nacimiento. Su bodega estaba en
la esquina de la casa donde usted se alojó
en Guanabo, en la bifurcación
de las calles 5.a
y 480. La vivienda de Blanquita se
ubicaba en la misma calle 5.a
,
pero entre 478 y 480. Según
la viuda del Turco, Altagracia Cala, a quien todos
llamaban Gazita, usted fue a visitarlos cuando salió
de la cárcel
porque les debía
50 pesos. Ella decía
que su esposo le pidió
a usted que se olvidara de aquel asunto.
Toda esta historia la hilvanaron los investigadores
Elsa Montero, Guillermo Alonso y Juan José
Pujol, de la Oficina de Asuntos Históricos,
quienes consiguieron localizar los datos
en 1986, por un registro de comerciantes de la
época.
El testimonio de Gazita narraba que usted volvió
a visitarlos tras el triunfo de la Revolución,
el 23 de febrero de 1959. El Turco
le brindó
coñac
Napoleón
de una botella que guardaba especialmente
para usted.
Él
murió
en 1963, a la edad de 63 años.
Antes de fallecer le encomendó
a su esposa que entregara al
Estado una casa de huéspedes
de su propiedad, allí
mismo en Guanabo.
Fidel Castro.
—Recuerdo
como si fuera hoy que en cuanto salí
de la cárcel
fui a verlo para agradecerle su gesto una vez más.
Al marcharme de la casa de Blanquita en Guanabo fui
a vivir al hotel Andino, frente a la Universidad. Creo que a
crédito
también,
alquilé
una habitación
como en el cuarto o quinto piso. Fue en pleno verano de 1952. Vivíamos
Myrta, Fidelito y yo en un cuartito donde hacía
mucho calor; recuerdo que en la despensa solo tenía
un queso Roquefort. Aunque de mi
casa ya no recibía
ayuda económica,
yo conservaba la amistad con unos comerciantes almacenistas de La Habana
Vieja, suministradores de las tiendas de Birán.
Ellos mantenían
buenas relaciones con mi padre y yo podía
ir alguna que otra vez allí
y adquirir algún
vino, también
vendían
quesos importados. El caso es que en ese verano conseguí
un poco de vino español
y un maloliente queso Roquefort que puse sobre una
gaveta. Al menos eso tenía.
Por entonces viví
un día
muy difícil,
muy triste, quizás
porque reparé
en la situación
tan desventajosa en que me encontraba,
frente a la gran contienda que debía
afrontar. |