02
Batista: el golpe, deducirlo y no
poder denunciarlo, lucha armada, la noticia, clandestino,
«¡Revolución
no, zarpazo!»,
las armas:
único camino,
sin nada y solo frente a sus
adversarios
Katiuska Blanco.
—En
varias oportunidades le escuché
decir a usted que llegó
a sospechar que Batista conspiraba y podía
dar
un golpe de Estado, pero
¿cómo
lo intuyó?
¿Qué
elementos le descifraron tal posibilidad? Y entonces,
¿qué
hizo?
¿Habría
podido evitarlo?
Fidel Castro.
—Primero,
Batista había
sido electo como senador
en los comicios de junio de 1948, con una elevada
votación,
por la provincia de Las Villas. Se conocía
que regresaría
a fines de año.
Postulado por partidos tradicionales de derecha,
creó
posteriormente el PAU (Partido de Acción
Unitaria) para introducirse nuevamente de lleno en la política,
o más
bien en el rejuego político.
Batista tenía
partidarios, gente que recibió
privilegios, favores. Hasta pudo ganar algunos electores de buena fe,
porque creó
algunos cientos de escuelas rurales en las que nombró
sargentos como profesores, y disponían
de libros y material escolar del que carecían
muchas escuelas rurales en Cuba.
También
participó
en el Frente Amplio, impulsado por el movimiento
comunista internacional años
antes de la Segunda Guerra Mundial. El movimiento obrero alcanzó
algunas conquistas legales y salariales para los obreros. En virtud de
los privilegios que concedió
al Ejército,
muchas familias del sector militar simpatizaban con
él.
Contaba con el apoyo de una
clientela política
no desdeñable,
que podía
elevarse entre el 10 y el 15% de la población,
o quizás
un poco más,
unido a las capas ricas y privilegiadas de la sociedad.
Creo que también
Batista se benefició
con el hecho de que, a pesar de la represión
de la década
posterior al gobierno provisional
revolucionario de Guiteras, los gobiernos de Grau y
Prío,
entonces en apariencia revolucionarios, resultaron
tan desastrosamente malos, que cuando Batista regresó
de Estados Unidos, al cabo de casi cinco años,
en plena Guerra Fría,
se había
vestido con el ropaje de hombre respetuoso de la
Constitución
demócrata
y civilista que había
entregado el gobierno a su adversario Ramón
Grau San Martín
en el año
1944. Volvió
realmente disfrazado de cordero. Fue perfilando su
figura, sobre todo porque los opositores en el gobierno, tan
corrompidos como
él,
propiciaron la anarquía,
el caos, la corrupción,
la violencia.
El conjunto de tales factores le permitió
a Batista aspirar a senador y obtener el respaldo de una parte de la
población.
En las encuestas presidenciales era la segunda
figura nacional. Los ortodoxos habían
ganado una gran popularidad. Chibás
siempre tuvo en las encuestas una popularidad y un
apoyo mucho mayor que Batista, podía
obtener el doble de votos por
encima de
él.
Con la muerte de Chibás,
el Partido Ortodoxo adquirió enorme fuerza, y su candidato debía
sacar el doble de los votos
de Batista; digamos, si el candidato ortodoxo tenía
el 30%
—habría
que estudiar las encuestas de aquella
época—,
Batista podría
tener el 15% o algo así.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en diciembre de 1951, muerto
Chibás,
la prensa publicó
el siguiente
survey
del momento:
Roberto Agramonte, el sustituto de Chibás:
29.20%; Carlos Hevia, candidato auténtico:
17.53%; Fulgencio Batista: 14.21%.
Según
Carteles,
para la región
oriental los datos se modificaban
un poco más
favorablemente a Batista, pero siempre por debajo
del candidato ortodoxo: Agramonte: 25.75%; Batista:
23.14% y Hevia: 18.95%. Era lógico,
si Batista nació
en Banes, probablemente, con su lenguaje demagógico,
conseguía
en dicha región
mayor ascendencia. En fin, los números
corroboran exactamente lo que usted recuerda de memoria.
Fidel Castro.
—Batista
no tenía
ninguna posibilidad de ganar las
elecciones al Partido del Pueblo Cubano, ni la más
remota posibilidad. La revista
Carteles
no era un
órgano
de opinión
serio, y Agramonte no era ni la sombra de Chibás.
Yo sabía
que
él
era un hombre tipo vanidoso, autosuficiente;
tenía,
en cambio, gran influencia en los soldados. Durante
su anterior gobierno había
concedido una serie de privilegios
al Ejército,
a la Policía,
a la Marina, a todos. El gobierno de
Grau, sin embargo, no aplicó
una política
con relación
a los militares. Yo me percataba de todo cuando iba a Birán.
Conocía
algunos militares por allá,
iban por mi casa, conversaban
con nosotros. Nunca dialogué
con un militar que no fuera batistiano,
que no hablara exclusivamente de Batista y del orden
que propugnaba. Ellos recordaban con nostalgia la
época
de su gobierno.
No tenía,
sin embargo, ninguna posibilidad de ganar las
elecciones, pero no se resignaba a la derrota; no se
podía
resignar, estaba también
claro para mí.
Yo veía
que gastaba dinero, cada vez comprometía
más
dinero y recursos en aquella campaña.
Él
ya había
perdido una cantidad de su capital
—robado
con anterioridad—
porque se divorció
y tuvo que compartir sus bienes gananciales, de modo que su fortuna mermó
considerablemente. Se estaba arruinando y tenía
por delante una campaña
en una batalla política
con muy pocas posibilidades
de
éxito.
Me dije:
«Este
hombre, que dispone de influencia
considerable en las fuerzas armadas y aspira a
presidente, no tiene otra alternativa que el golpe de Estado».
Era mi apreciación.
La lógica
me indicaba que Batista no tenía
otra alternativa. Algo que no haría
mientras Chibás
estuviera vivo, porque era el
único
adversario capaz de garantizar una sangrienta
resistencia que lo conduciría
al fracaso. Era un hombre astuto y
experimentado, pero en el fondo cuidadoso y cobarde.
El Partido del Pueblo Cubano [Partido Ortodoxo]
experimentaba un auge creciente, sobre todo, después
de la muerte dramática
de su fundador y líder.
No existía
ninguna posibilidad de que Batista ganara las elecciones; yo veía
con toda claridad que en tales circunstancias no tenía
otra alternativa que el golpe de Estado. Eran cálculos
elementales, deducciones lógicas,
no se trataba de pruebas.
En dicha situación
se dio una circunstancia que fue la siguiente:
en medio de mis inquietudes, Rafael Díaz-Balart,
que ya era mi cuñado,
me hizo una pregunta muy significativa
que despertó
o, mejor aún,
acrecentó
las sospechas un día,
a fines de diciembre de 1951 o más
bien en enero de 1952.
Él
había
sido miembro del Partido Ortodoxo cuando ingresó
en la Universidad. Después,
por las relaciones de su padre como
abogado de una empresa yanqui en Banes
—donde
nació
también
Batista—,
nuestras relaciones familiares no se alteraron,
pues a mí
no me importaba su posición
política.
Incluso, lo ayudé
en los repasos cuando estudiábamos
en la misma carrera. Era poco estudioso y yo lo ayudaba. La
única
vez que reclamé
una nota fue precisamente porque el profesor de
Derecho Penal, Fernando Concheso, catedrático
de dicha asignatura, que había
sido embajador de Batista en la Alemania nazi, antes
de la Segunda Guerra Mundial, lo favoreció
a
él
porque eran del mismo partido y le concedió
el máximo
por el examen, mientras que a mí,
que había
ido el día
anterior a la casa de Rafael a explicarle la materia
—porque
no sabía
nada de ella y el día
del examen cuando respondíamos
por escrito las preguntas tuve que explicarle algunos detalles—,
no me dio sobresaliente, sencillamente porque yo era ortodoxo.
Inconforme le dije al profesor que quería
hablarle y me respondió
que lo fuera a ver al Vedado Tennis Club. Fui a
verlo y le dije:
«Mire,
profesor, mis notas son, en general, muy buenas,
sé
cuándo
hago un buen examen, un examen completo
—no
le dije que le había
dado sobresaliente a otro estudiante—,
y a mí
me extraña
mucho que habiendo hecho un buen examen
usted no me haya dado sobresaliente»,
a lo que me respondió
con desfachatez las razones de
índole
política
por las cuales me había
rebajado injustamente la nota:
«Mira,
tú
has hecho un excelente examen, pero como eres dirigente
estudiantil reaccioné
en contra de eso; aunque en verdad hiciste un examen
muy bueno. Voy a revisar tu nota».
Finalmente me dio la que merecía.
¡Era
el colmo del descaro! Fue la
única
vez en mi vida, repito, que reclamé
una nota porque, aunque yo no
estaba suspenso, sí
me sentía
indignado por la deshonestidad
de aquel profesor.
Es decir, que Díaz-Balart
y yo nos tratábamos
a pesar de las diferencias. En el fondo era oportunista, le
gustaba el dinero, le preocupaban los bienes materiales. Cuando Batista
decidió
regresar y se postuló
para senador,
él
vio una oportunidad de hacer carrera política,
porque Batista tenía
sus seguidores y su padre era batistiano, entonces se afilió
a la juventud batistiana.
Él
era buen orador y Batista necesitaba gente nueva,
así
que lo recibió
con beneplácito,
con satisfacción,
por lo que era: un joven que venía
de la Universidad, anterior miembro
del Partido Ortodoxo, inteligente, que hablaba bien
y tenía
facilidad de palabra. Adquirió
un lugar de cierta prominencia,
fungía
como vocero de Batista.
Ya después,
aunque Batista era candidato de la oposición
y
él
se adhería
a su partido, no hubo rompimiento de las relaciones
familiares entre nosotros. Sabía
que
él
tenía
sus ambiciones. Por entonces había
—estoy
hablando del año
1950, 1951—
oposición
ortodoxa, oposición
comunista, oposición
batistiana al gobierno de Prío.
Se produjeron algunas actividades entre los
estudiantes de la oposición
contra aquel gobierno; sucedieron
algunos actos coordinados de las distintas fuerzas
contra el gobierno; es decir, que las juventudes de los
partidos comunista, ortodoxo y batistiano, organizaban conjuntamente
algunas acciones, a pesar de las diferencias que
existían.
Katiuska Blanco.
—¿Fue
por aquella
época
que lo llevaron a usted a Kuquine, la finca de Batista? Me lo contó
hace un tiempo, cuando le comenté
que, sin previo aviso, llevaron allí
a Alfredo Guevara y le propusieron ser líder
de la juventud del Partido de
Acción
Unitaria (PAU).
Fidel Castro.
—No
me consta que Guevara recibiera una proposición
semejante, y estoy seguro de que jamás
la habría
aceptado. Es cierto lo que te conté
hace algún
tiempo, que una vez me llevaron a Kuquine. Ello ocurre después
que Batista había sido electo senador en 1948 por la antigua provincia
de Las Villas, donde obtuvo la mayor votación
entre todos los aspirantes,
por lo cual regresó
posteriormente al país.
Calculo que el regreso debe haberse producido a finales del año
1949 o principios de 1950. Han transcurrido por lo menos 60 años
desde entonces, y no es fácil
recordar los detalles. Ya yo había
avanzado considerablemente hacia la ideología
marxista-leninista y mis relaciones con la juventud comunista, que
siempre fueron buenas, se habían
estrechado. El gobierno del Partido
Auténtico
estaba asesinando valiosos e insustituibles líderes
obreros comunistas, lo que no había
hecho Batista en la
época
del Frente Antifascista, antes y durante la
última
guerra mundial. Había
acatado, por el contrario, los resultados adversos
en la elección
presidencial de 1944, que dio el triunfo a Grau
San Martín.
Washington no había
desatado todavía
la Guerra Fría.
Batista se había
ido a su residencia de Daytona Beach en
la Florida, con decenas de millones de dólares
mal habidos. La juventud comunista, siguiendo la línea
del partido, que tenía
el hábito
de buscar la unidad táctica
de las fuerzas que se oponían
al gobierno, promovió
entre los estudiantes la idea de
coordinar las acciones de oposición
al gobierno. Aunque el personaje
no me gustaba un
ápice
por sus antecedentes de abuso,
fraudes y represión,
no convertí
el asunto en causa de división
entre los cuadros estudiantiles de la juventud
comunista y yo. Un día
promovieron una reunión
del grupo con Batista, candidato postulado por los partidos de derecha. Fundó
posteriormente el PAU, que ocupaba el segundo lugar entre los líderes
de la oposición
al gobierno para las elecciones presidenciales
de 1952. Pude observarlo con extremo cuidado, era
exactamente igual al personaje demagogo, politiquero, simulador
y ambicioso que había
imaginado, aunque con gran experiencia
y sumamente astuto; un enemigo al que no se podía
subestimar. Pienso que el propio Partido Socialista Popular
pronto se percató
de que Batista y el imperialismo yanqui eran la
misma cosa. Yo, por mi parte, había
llegado a una idea estratégica
que se ajustaba a la historia y las características
peculiares de nuestro país.
Aquella idea pronto se convertiría
en una concepción
revolucionaria correcta. El
éxito
posterior fue fruto de la enorme
avidez con que leía
a Martí
y los patriotas cubanos que llenaron
de proezas nuestra difícil
y casi imposible lucha por la independencia.
Lo demás,
como toda obra humana, fue fruto del
azar, que reduce a cero las razones para la
autosuficiencia y el envanecimiento de las personas que han desempeñado
algún
papel en los acontecimientos históricos.
Por entonces estaba inmerso en mi trabajo político.
Tras la muerte de Chibás,
un ciego veía
que Batista electoralmente no
tenía
ningún
porvenir político.
Acopiando datos, la lógica
me decía
que a Batista no le quedaba otra alternativa que
conspirar, pero las evidencias aún
no las tenía,
fueron las que reuní
unas semanas antes del golpe del 10 de marzo.
Entonces, volviendo a la idea que venía
contando, Díaz-Balart se preocupó
desde el punto de vista familiar, pensando
tal vez en la hermana, y un día,
conversando conmigo, se le ocurrió
hacerme una pregunta absurda, de tipo material, se
mostró
interesado, como alguien que se preocupa por el
camino en que uno está.
Él
no sabía
lo que yo pensaba, es decir,
desconocía
cuáles
eran mis planes ni yo se los iba a decir tampoco,
porque meditaba
íntimamente
sobre toda la situación
de Cuba, pero desde que
él
pertenecía
a aquel partido no le tenía
igual confianza que antes, y en tales circunstancias
me preguntó:
«Ven
acá,
¿qué
porvenir tienes tú
en eso que estás
haciendo?».
Capté
enseguida el sentido, se trataba de una
pregunta muy sospechosa.
Él
me conocía
bien, sabía
que a mí
no se me podía
presionar ni comprar con nada ni con cargos
ni con dinero ni con nada; y, sin embargo, me hizo
la pregunta como preocupado por mi futuro, las perspectivas, la
familia, todo.
¿Qué
porvenir tenía?
Yo podía
haberle dicho:
«El
que no tiene ningún
porvenir, en absoluto, eres tú».
Podía
haberle dicho eso. Pero me preguntó
cuál
era mi porvenir, y yo me quedé
callado porque aquello era bien raro.
Pensaba que quien no tenía
ningún
porvenir político
era
él
ni Batista, a quien se había
aliado. Como
él
estaba ubicado en posiciones suficientemente altas en tales círculos,
y ya la lucha política
en Cuba avanzaba, me di cuenta de que en la
mente de aquel grupo de líderes
batistianos estaba la idea de
la conspiración,
la idea del golpe de Estado. Fue uno de los
primeros elementos que capté
en la conversación
que sostuvo conmigo. No dije nada, pero me quedé
pensando, tuve la primera evidencia de que aquel grupo conspiraba y Díaz-Balart,
de repente, me trasmitió
una preocupación
que solo podía
estar relacionada con un cambio político
en Cuba que no se iba a dar por las vías
electorales sino por la vía
del golpe de Estado.
Él
no me dijo nada, nada, ni siquiera imaginó
mi alarma.
Pero, bien, avanzada la campaña
con los artículos
en
Alerta,
en medio de la batalla que libraba, otro batistiano
me proporcionó
una nueva evidencia. Fue un dirigente de
la juventud batistiana, Jorge Ernesto Clark se
llamaba. Años
después
se enroló
en la invasión
mercenaria por Girón.
¿De
dónde
conocía
a Clark? De la expedición
de Cayo Confites, en el año
1947, antes de que
él
fuera batistiano. Siempre me saludaba como al veterano de la expedición
de Cayo Confites; como yo me había
escapado y había
entrado por la bahía
de Nipe,
él
sabía
todo aquello. El caso es que un día
va Clark a la casa de 23, yo estaba enfrascado en toda la
descomunal campaña
política.
Me estaba afeitando
—no
me dejaba barba—,
«Clark
te quiere ver»,
me avisaron. Con cierta astucia
dejaba que los tipos, cuando querían
hablar conmigo, hablaran. Yo estaba en aquel momento muy sospechoso de
él.
Clark se mostraba muy urgido de verme
—algunas
semanas antes del golpe del 10 de marzo—,
y dije:
«Que
pase Clark, el viejo expedicionario».
Yo estaba apurado porque tenía
que ir para un mitin ortodoxo en la Víbora
y me estaba arreglando con premura como siempre. Me dijo que venía
de parte de Figueroa
—un
importante personaje batistiano—,
y que quería
hablar conmigo. Le respondí:
«¿Para
qué
voy a hablar? No tiene sentido que hable con ese batistiano,
¿para
qué
voy a hablar con Figueroa?».
Todo me parecía
muy extraño,
que un importante, un eminente batistiano
—con
el que yo no tenía
relaciones—,
que conocía
bien mi carácter,
quisiera tener una entrevista conmigo.
Me di cuenta de que aquel tipo no pensaría
comprarme, ofrecerme nada, había
un abismo completo entre los dos. A mí
me pareció
un poco extraño
aquello. Dije:
«No
creo que haga falta,
¿para
qué?».
Pero Clark se veía
angustiado, un poco ansioso y quería
seguir hablando conmigo. Yo me tenía
que ir para el acto. Le dije:
«Bueno,
Clark, me voy para el acto, si quieres, móntate
conmigo».
En todo el viaje
él
continuaba ansioso, como buscando
algo, y me dijo:
«¿Por
qué
tú
atacas a Batista?
¿Por
qué
lo atacas tan fuerte por la radio, por todo?
¿No
te das cuenta de que si un día
Batista es presidente, tú
te puedes buscar un problema
muy serio?».
Cuando Clark me dijo eso, Batista tenía
la mitad de los puntos de que disponía
el candidato ortodoxo y ninguna posibilidad de recuperarse de tal crisis.
Clark me preguntaba como amigo, como alguien con quien
simpatizaba, y repitió:
«¿Por
qué
vas a ser enemigo de Batista, tú
no te das cuenta de que Batista puede ser presidente?».
Me sonreí
y le dije:
«Bueno,
tú
sabes que a mí
esas cosas no me importan, no me preocupan; tú
me conoces bien».
Fue la segunda cuestión
que me planteó
aquella noche, hasta que vio que yo no quería
entrevistarme con Figueroa y me preguntó
muy directamente si yo tenía
alguna denuncia contra Batista como la que estaba haciendo contra Prío:
«Mira,
Clark
—le
respondí—,
tú
debes comprender que si yo tuviera alguna denuncia no te lo iba a decir».
Me percaté
de que no era fortuita su visita llena de ansiedad
ni aquellos tres planteamientos. Habían
enviado a Clark a sondearme. Batista estaba nervioso.
Por aquellos días
también
se produjo el asesinato de un
concejal o representante de La Habana
—se
llamaba [Alejo] Cossío
del Pino—,
víctima
de las mafias que actuaban con impunidad.
Katiuska Blanco.
—El
atentado fue el 11 de febrero de 1952, lo leí
en una crónica
del periodista Ciro Bianchi Ross.
Fidel Castro.
—Me
acuerdo que fui a la funeraria en la calle Infanta.
Aquel hombre era el dueño
de la estación
de radio por donde hablaba Pardo Llada, pero tenía
relaciones amplias, y yo fui al
entierro. En el velorio se reunió
toda clase de gente, y como yo estaba en mi campaña,
muchas personas que militaban en
distintos grupos y partidos se me acercaban y me
contaban cosas. Entre ellos recogí
la información
de que Batista tenía
un plan para desatar una serie de atentados con
bombas y así
crear el caos; estaba conspirando.
Aquel día
acopié
una serie de informaciones y, efectivamente,
se habían
producido acontecimientos extraños:
algunas bombas, algunas muertes que incrementaron la sensación
de caos y anarquía.
Todo lo cual, por la gente que lo dijo y por
el tipo de cosas que plantearon, multiplicó
las evidencias acumuladas sobre la existencia de una conspiración.
Entonces, recuerdo que hablé
con Pardo Llada un día,
y le dije:
«Pardo
Llada, después
del entierro he oído
esto, dicen que Batista está
conspirando».
«Sí,
eso dicen»,
me ratificó
Pardo Llada.
Cuando terminé
de recoger todas esas evidencias y empaté
—no
recuerdo ahora qué
fue primero, si la conversación
con Clark o la muerte de este político—,
llegué
a la convicción
de que Batista estaba conspirando, que iba a dar un
golpe de Estado. Llegué
a aquella certidumbre total por lógica,
por evidencia, porque recogí
información,
capté
desazones y conocí
pequeños
detalles que despertaron mis suspicacias.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
parece inconcebible que usted
no recibiera el apoyo de su partido para denunciar
lo que tramaba Batista.
Fidel Castro.
—Yo
tenía
el periódico
Alerta
como magnífica
tribuna de denuncia,
¿pero
qué
ocurría?
Que Vasconcelos había
sido batistiano y, aunque militaba como ortodoxo y
denunciaba al gobierno, por las propias características
de algunos de estos políticos,
mantenía
ciertos recuerdos de aquel tiempo.
Pardo Llada no lo atacaba y Vasconcelos mantenía
cierto respeto por Batista, quizás
algunos cálculos
fríos
sobre el futuro y las posibilidades que sobrevendrían.
De manera que a mí
no se me ocurrió
planteárselo
a Vasconcelos porque lo conocía
bien, a pesar de que me abrió
las puertas de su periódico
de par en par y me trató
excelentemente, con simpatía,
no podía
utilizar su periódico
para hacer una denuncia sin contar con
las pruebas. Y para frenar aquello, había
que descubrirlo públicamente.
Analicé
la situación.
Si yo hacía
la denuncia por
Alerta,
tendría
impacto, pero la vieja amistad de Vasconcelos con
Batista no me lo permitiría,
no me dejaría.
Si yo la realizaba por mi hora de radio, una estación
local, la conocería
la provincia de La Habana, pero no todo el país.
Recibí
hasta nombres de algunos de los militares que se
decía
conspiraban. Decidí
entonces ir a la dirección
del Partido Ortodoxo y hablé
con Agramonte, con el grupo de dirigentes,
de profesores, y les pedí
que me cedieran la hora de radio
a las 8:00 de la noche. Les aseguré
que Batista estaba conspirando;
les di todos los elementos.
Reitero que cuando llegué
a la dirección
del Partido Ortodoxo planteé
que tenía
la seguridad de que Batista conspiraba
y preparaba un golpe de Estado y que había
que denunciarlo para frenarlo y desmantelar el golpe. Ellos me
escucharon con mucho interés
y dijeron:
«Bueno,
vamos a averiguar».
Eso fue en el mismo 1952, poco antes del golpe,
probablemente ya en febrero. Pudo ser unas tres semanas antes del
golpe.
¿Qué
ocurría?
Algunos de estos profesores universitarios
como García
Bárcenas
y otros, porque dictaban conferencias
en algunos cuarteles o en centros de estudios
militares, tenían
relaciones con ellos. Algunos como profesores
universitarios prestigiosos, tenían
contactos y refirieron:
«No,
tenemos contactos y vamos a averiguar».
Como, además,
se trataba del posible partido victorioso, tales circunstancias
se prestaban para utilizar sus contactos. Me respondieron que
iban a investigar para tomar una decisión,
y como a los dos o tres días
fui allí,
y la dirección
del Partido Ortodoxo me respondió:
«No,
hemos hecho una investigación,
hemos hablado con todos nuestros contactos y no hay nada
absolutamente, todo está
tranquilo, no hay conspiración»;
me lo aseguraron, fue la respuesta que me dieron. Realmente vinieron con
la tesis de que no había
una conspiración
de Batista, que todos los contactos
lo revelaron
—yo
no sabía
cuáles
eran los contactos.
Eso tuvo dos efectos: por un lado, me frenó
un poco, me tranquilizó
un poco puesto que me desinformaron, aseguraron que no existía
el menor indicio de conspiración
dentro del Ejército.
Segundo, que yo seguí
pensando en la lógica
y me propuse continuar investigando. Ellos decían
que no existía
el menor indicio, pero yo no estaba convencido, tenía
la impresión
de que no era inminente y pensé
que tendría
algunos días
para seguir penetrando y averiguando. Seguramente
sus contactos eran con oficiales de alta graduación,
y Batista conspiraba con capitanes y oficiales de baja graduación
con mando de tropas.
Yo estaba enfrascado también
en la investigación
de todas las propiedades de los auténticos,
de la gente del gobierno. Ya
tenía
escrita la quinta denuncia y preparaba la sexta, que
sería
espectacular, se trataba de las pruebas del pago de
un asesinato ordenado por la presidencia de la República,
tramitado por el secretario de la presidencia. Me dediqué
menos a investigar sobre el golpe de Estado de Batista
—que
ya se preludiaba—,
porque creí
que disponía
de más
tiempo, y fue en esa circunstancia
que se produjo el golpe del 10 de marzo, 50 días
antes de las elecciones.
Se lo advertí
a Pardo Llada, a Agramonte, a la dirección
del Partido Ortodoxo. Les dije:
«Están
conspirando».
Era evidente que ellos se confiaron a partir de las seguridades
que les expresaron sus contactos de intelectuales con
oficiales de alta graduación.
Vaya usted a saber cómo
fue que indagaron, con quiénes
hablaron; pero cuando avisé
me dijeron que todo es taba tranquilo y que no existía
el menor indicio de conjura.
Si me hubieran concedido la oportunidad de alertar
en la hora de radio del partido que se escuchaba en todo
el país,
si los líderes
de aquel partido hubieran tenido un poco de sentido
común,
un poco de previsión,
y yo hubiera hecho la denuncia
contra la conspiración
de Batista, no habría
habido golpe de Estado.
Si ellos oían
hablar por radio de que existía
un complot, se habrían
desmoralizado y así
se desmantelaba la trama. Tengo
la más
absoluta convicción
de que hubiera sido así
porque aquello estaba prendido con alfileres. A pesar de
que Batista contaba en general con la simpatía
de los militares y organizó
la confabulación,
dependía
de unos cuantos capitanes, de
unos pocos jefes ubicados en ciertos puntos claves,
eran quienes iban a abrir las puertas de Columbia, donde hoy está
la Ciudad Escolar.
También,
entre los propios militares, dentro del Ejército,
había
oficiales que simpatizaban con los ortodoxos. La
denuncia los habría
movilizado y les habría
permitido estar alertas. Por otro lado, habría
desmoralizado a todos los capitanes
y tenientes involucrados en el plan golpista. No
eran muchos, pero formaban un grupo muy nervioso hasta el
último
momento.
Cuando se produjo el golpe del 10 de marzo, la
amargura que sufrí
fue infinita, por el hecho de haberme dado cuenta de que Batista efectivamente urdía
su zarpazo, haberlo advertido,
y que a pesar de todo el golpe sorpresivo sucediera.
Una de las amarguras más
grandes que he sentido en mi vida fue ese
día,
el 10 de marzo de 1952.
Katiuska Blanco.
—En
esa fecha mi mamá
era una niña
de siete años.
Ella toda la vida recordó
aquella mañana,
porque bien temprano llegó
a la casa una tía,
se abrazó
a mi abuela, y mientras lloraba repetía
una y otra vez que Batista había
dado un golpe de Estado. Tal vez en casa sintieron miedo por
mi abuelo guiterista.
René
Rodríguez,
en un testimonio que guarda la Oficina
de Asuntos Históricos,
recuerda que el domingo 9 de marzo
usted había
regresado tarde a su pequeño
apartamento, en el segundo piso del edificio de la calle 23 Nº
1511, e/ 24 y 26, en el Vedado. Me pregunto cómo
supo la noticia, cuál
fue su reacción,
adónde
fue, qué
sintió,
si temió
por su familia, qué
decidió
hacer de inmediato.
¿Podría
trazar el itinerario de sus
emociones y horas de entonces?
Fidel Castro.
—Sí,
aquel día
regresé
tarde, venía
de
Alerta.
Dejé
mi
última
e inflamatoria denuncia allí,
y esperaba las reacciones al otro día,
lunes 10 de marzo, cuando saldría
el diario. Había
cumplido con mi faena. La locomotora estaba a todo
vapor, a todo tren en aquellos días;
los planes marchaban excelentemente
bien.
En horas más
o menos de la madrugada, serían
sobre las 5:00 de la mañana,
antes del amanecer, me despertaron unos golpes
terribles en la puerta de la calle:
¡Pam,
pam, pam!; pero unos golpes tremendos, de alguien desesperado. Me levanté
y abrí,
a ver qué
pasaba, quién
era:
¡Rafael
Díaz-Balart!
Había
venido a avisarme, a advertirme sobre lo que ocurría.
Fue un gesto, digamos, positivo de su parte, porque estaba muy preocupado,
y dijo:
«¡Batista
está
en Columbia, tomó
Columbia; Salas Cañizares
es el jefe de la policía
y Casals es jefe de la motorizada!».
Se refería
a los policías
que yo tenía
acusados y procesados por asesinato, a los cuales los tribunales les pedían
30 años.
Luego creo que me propuso:
«Bueno,
si tú
quieres vamos a Columbia».
Lo mandé
para el diablo. Reaccioné
con gran irritación
e indignación
y lo mandé
para casa del diablo. Me pareció
un crimen, una traición
tan grande que yo ni siquiera le di las
gracias porque me hubiera venido a avisar, un poco
porque temía
quizás
por mi vida. También
sentí
una amargura tremenda porque yo lo había
advertido, me había
dado cuenta de que Batista estaba conspirando y si me hubieran
permitido denunciarlo no se hubiera producido el golpe. A Díaz-Balart
no lo vi más
después
de aquel día.
Entonces sí
hubo una ruptura total y definitiva.
Lo que hice fue que me vestí,
salí
antes del amanecer, no se lo dije a nadie. Fui para la casa de Lidia, a
unas dos cuadras de mi apartamento. Allí
me sorprendió
el amanecer mientras
escuchaba continuamente las noticias, observaba y
analizaba los acontecimientos. Quería
ver si existía
alguna reacción,
y si una parte del Ejército
se levantaba. Vi un trasiego de gente
armada en carros de todo tipo, soldados y policías
en automóviles,
a toda velocidad, por la calle 23, en una dirección
y en otra. Oí
alguna noticia de que en Palacio se habían
producido unos incidentes al amanecer y la noticia de que Prío
se retiraba,no hacía
resistencia.
En los primeros momentos, muchos de los auténticos,
Masferrer y toda aquella gente, fueron a la
Universidad, en una supuesta actitud de oposición.
Allí
se reunieron los grupos armados e hicieron cierto bullicio.
Estuve observando los acontecimientos. Me pasé
el día
escuchando las noticias. Se hablaba hasta el mediodía
de una posible resistencia en Oriente, que la guarnición
de Santiago de Cuba se mantenía
leal a la Constitución,
que Conte Agüero
habló
allá
por no sé
qué
lugar. Un sargento del Palacio Presidencial
disparó
contra una perseguidora, pero ninguna unidad
del Ejército
hizo resistencia. Yo estuve hasta
última
hora observando dónde
esta se organizaba, consciente de que aquel
gobierno estaba totalmente desmoralizado, que no
resistía.
El jefe del regimiento de Oriente fue el
único
en mantenerse firme hasta que, aproximadamente al mediodía,
los tenientes y sargentos que oyeron que Batista había
recibido el apoyo de todos los mandos militares, desarmaron a la jefatura
y se sumaron también
al golpe.
Masferrer y mucha de la gente de Prío,
agrupados en la Universidad temprano en la mañana,
a las 6:00 de la tarde estaban
en el campamento de Columbia ofreciéndole
respaldo a Batista. Los grupos auténticos
reunidos con armas en la Universidad,
finalmente la abandonaron y fueron para Columbia.
Fue repugnante el oportunismo generalizado.
Todas las unidades militares se plegaron, Prío
no hizo resistencia.
Aquel mismo día
comencé
a pensar por qué
no hubo resistencia de nadie: el Partido Ortodoxo, todo el mundo quieto.
La dirección
ortodoxa no estaba preparada para un golpe. El que
tenía
que resistir, el gobierno, no resistió;
Prío,
se asiló
en una embajada; los grupos gangsteriles que lo apoyaban
terminaron sumándose
al golpe de Batista; la
única
unidad militar que ensayó
cierta resistencia duró
nada más
hasta el mediodía.
En horas de la noche, Batista tenía
el control total del país.
Y yo ni siquiera un arma, nada; ni un cuchillo tenía
el 10 de marzo. No se podía
concebir momento más
amargo y crítico.
Estaba sin un centavo en absoluto
—como
siempre—,
sin un arma, clandestino, y con mis enemigos en el gobierno y en la jefatura
de la policía,
sedientos de poder y llenos de ambiciones.
¿Cuál
iba a ser la próxima
reacción?
Realmente no tenía
ni a dónde
ir, casi no tenía
dónde
esconderme. A aquellas al turas ni siquiera sabía
si me andaban buscando. Lo suponía
por aquel teniente esbirro, Salas Cañizares,
recién
nombrado jefe de la policía
de Batista. Debía
suponer que aquella gente rezumaba odio y ansia de venganza contra mí.
Pero, afortunadamente, se sentían
tan contentos con la proeza realizada y
con el
éxito
alcanzado, estaban tan felices que no se acordaron
mucho de mí.
Tal fue la situación
en medio de la cual se inició
la nueva etapa.
Katiuska Blanco.
—Para
colmo, a Batista se le ocurrió
decir que se trataba de una revolución,
la revolución
libertadora del 10 de marzo.
Fidel Castro.
—Sí,
por eso en lo primero que pensé
fue en un manifiesto en contra de esas consignas que lanzó
Batista. Al otro día,
René
Rodríguez
me recogió
en el hotel Andino, donde estaba desde la noche anterior. Ya René
había
estado haciendo averiguaciones, se reunió
con un grupo de ortodoxos, y estuvo en la casa de Agramonte sin que se acordara
nada en concreto. Entonces fuimos para la casa de Eva Jiménez,
miembro del Partido Ortodoxo, donde comencé
a redactar el manifiesto:
«¡Revolución
no, zarpazo!».
Yo le había
pedido a René
que tratara de traerme papel y la máquina
de escribir de la casa, pero fue imposible, allí
estaban Díaz-Balart
y unos policías
que no le permitieron tocar nada.
Por la noche, mi hermano Raúl
también
se refugió
en casa de Eva. Todo el día
12 me lo pasé
escribiendo. No obstante, la tirada del manifiesto se demoró
por la censura de prensa en
los diarios. Fue Raúl
de Aguiar, también
ortodoxo, quien logró
imprimirlo clandestinamente con la ayuda de
Ñico
López
y Raúl.
Eva consiguió
reproducir varios centenares.
Lo firmé
yo mismo, sin utilizar seudónimo:
«¡Revolución
no, zarpazo!»;
«Patriotas
no, liberticidas, usurpadores, retrógrados,
aventureros sedientos de odio».
Recuerdo de memoria algunos fragmentos, algunos pedacitos:
«No
fue un cuartelazo contra el presidente Prío,
fue un cuartelazo contra el pueblo [...]. Su asalto al poder carece de
principios que lo legitimen».
Admito la teoría
de la sublevación
justificada, quería
expresar que puede haber principios que la
legitimen.
«La
hora es de sacrificio y de lucha, si se pierde la
vida, nada se pierde; vivir en cadenas es vivir en oprobio y
afrenta sumidos. Morir por la patria es vivir».
Fue la primera vez que hice un manifiesto. Lo
distribuí
junto a la tumba de Chibás,
donde todos los meses nos reuníamos
los ortodoxos. Con motivo del golpe nos reunimos allí.
Ante la tumba arengué
un poco y luego repartí
el documento. Se metió
la policía,
se metió
todo el mundo. Los golpistas
adujeron que Prío
estaba conspirando, que iba a dar un golpe
de Estado, razón
por la cual Batista se le adelantó,
afirmando que se trataba de una revolución.
Por eso dije la frase que lo sentenció:
«¡Revolución
no, zarpazo!».
Muchos ortodoxos la escucharon allí
por primera vez. Entre ellos Melba y Abel, a quienes conocí
en aquella manifestación,
entre la masa de gente nueva.
Recuerdo que cuando llegué
al cementerio, el 16 de marzo,
fue muy interesante porque la gran multitud trataba
de protegerme, porque allí
eran miles y miles de personas, y la llegada
mía
fue de una gran expectación
y esperanza, se solidarizaron
conmigo más
que con ningún
otro. Se puede decir que aquella
masa estaba más
bien protegiéndome,
preocupada por mí.
La policía
permanecía
un poco neutralizada por la gran multitud
concentrada en el lugar.
Allí
puse en situación
embarazosa a los tribunales de la
república
que aceptaron el golpe, después
que Batista había
violado todas las leyes. En aquella
época,
ya tenía
la teoría
de que la revolución
era fuente de derecho, por eso decía
que esa no era una revolución.
Argumenté
mi posición:
«No
basta con que los alzados digan ahora tan campantes, que la
revolución
es fuente de derecho. [...] Esos serán
siempre delincuentes comunes».
Katiuska Blanco.
—Es
la primera vez que conozco al detalle esta
historia. Del artículo
[«¡Revolución
no, zarpazo!»]
que usted menciona recuerdo invariablemente un fragmento que
augura lo que sobrevendría.
Busqué
el párrafo,
dice:
«Pero
la verdad que alumbre los destinos de Cuba y guíe
los pasos de nuestro pueblo en esta hora difícil,
esa verdad que ustedes no permitirán
decir, la sabrá
todo el mundo, correrá
subterrá
nea de boca en boca en cada hombre y mujer, aunque
nadie lo diga en público
ni la escriba en la prensa, y todos la creerán
y la semilla de la rebeldía
heroica se irá
sembrando en todos los corazones; es la brújula
que hay en cada conciencia…».
Fidel Castro.
—El
día
24 de marzo presenté
ante el Tribunal de Urgencia de La Habana un recurso de
inconstitucionalidad contra el régimen
de Batista que acababa de instaurarse. Fue
ya una acción
legal. En ese recurso recordé
todo lo que Batista había
hecho, todo lo robado, y me pregunté
qué
diferencia existía
entre Prío
y Batista, para responderme:
«Ninguna».
Era enemigo de todo el mundo; entre todas las
cuestiones, hacía
una y otra vez la misma interrogante,
¿qué
diferencias hay?
Un día
salió
una hoja suelta firmada por Pardo Llada con un
discurso panfletario; pero, bueno, creo que las dos
cosas más
importantes fueron el manifiesto
«¡Revolución
no, zarpazo!»
y la denuncia ante el Tribunal de Urgencia. Claro,
nadie me hizo ningún
caso, dirían:
«Este
está
loco»;
y yo, sin prestar atención
a lo que dijeran, iba preparando las bases jurídicas
y políticas
de la lucha armada contra Batista.
En los primeros tiempos también
escribí
para un periodiquito,
El Acusador.
Katiuska Blanco.
—Leí
su artículo
«Yo
acuso»,
publicado en ese periódico
el 16 de agosto de 1952. Usted firmó
con el nombre de Alejandro.
Fidel Castro.
—Lo
hacía
más
bien para incitar la repulsa popular
y la denuncia; porque yo denunciaba continuamente,
como diciendo: Bueno, cuando los revolucionarios tienen
que defenderse por estar conspirando,
¿qué
moral tienen los tribunales?
Creo que ya esto sentó
las bases. Lo que acontecía
era inusitado. Había
una situación
totalmente nueva que cambió
el cuadro político
del país.
Desde el punto de vista ideológico
impugné
el golpe; establecí
un fundamento político,
legal, incluso, de la lucha contra Batista con el empleo de la
fuerza. Yo no pensé
nunca más
en ninguna otra fórmula.
Hasta entonces tenía
toda una estrategia, todo un programa
revolucionario, pero con el golpe cambió
radicalmente.
Supuse que las distintas fuerzas políticas
del país
se unirían
para volver a restablecer la situación
anterior; es decir, para restablecer la Constitución,
que desde el 10 de marzo había
desaparecido.
En aquel momento cuando tenía
ya una estrategia revolucionaria,
con toda una serie de ideas muy claras y muy
precisas de cómo
tomar el poder revolucionariamente para hacer
la Revolución,
me encontré
de repente con que Batista había
usurpado el poder para llevar a cabo una profunda
contrarrevolución.
Entonces pensé
que la respuesta natural de la población
sería
unirse; en primer lugar, pensé
en el Partido Ortodoxo que era mayoritario, pensé
en los demás
partidos políticos desalojados del gobierno y en todas las fuerzas
sociales ante un regreso oprobioso de Batista y su golpe
reaccionario contra la Constitución;
esta, a pesar de que nunca se aplicó
plenamente, era progresista, bastante avanzada. La Carta Magna y
las normas constitucionales tenían
un gran prestigio en nuestro
país.
Se podría
decir que eran algo acatado por todos, es
decir, apoyado por todos, frente a los largos períodos
de violencia, asesinatos, crímenes
de la tiranía
impuesta a Cuba por el imperialismo. En esencia la Constitución
se mantenía
y el proceso político
también
durante un breve período
de tiempo. Prío
no habría
podido dar un golpe porque no tenía
fuerzas para hacerlo, no lo seguía
ni el 5% de la población.
No tenía
ningún
prestigio en los cuerpos armados, no tenía
Ejército,
no tenía
pueblo. Batista contaba con el apoyo de una pequeña
parte de la población,
la peor y más
reaccionaria, entre un 15% y un 20% de apoyo del pueblo y el Ejército,
y, sobre todo, el apoyo del imperialismo en plena Guerra Fría.
Prío
habría
tenido que esperar a que llegara el final de su mandato
después
de las elecciones de junio de ese año,
para las cuales faltaban solo algo más
de dos meses y medio.
El proceso institucional y las elecciones eran ya
una realidad en nuestro país.
Aunque la mayor parte de la prensa era
reaccionaria, los medios de difusión
masiva estaban en manos de propietarios privados y tenían
una línea
maccarthista, anticomunista, reaccionaria; un individuo como yo
podía
ha blar por una hora de radio y escribir en un periódico:
había
un partido político,
un cauce legal. Es decir, existía
un proceso no agotado, que un día
no lejano se agotaría,
cuando un movimiento popular con mucha más
conciencia, con mucha más
fuerza y bien dirigido rompiera los cánones
legales.
La anterior estrategia concebida por mí
antes del golpe se producía
en medio de una situación
en la que el proceso político
estaba bastante maduro para producir, con las masas,
un enfrentamiento con el sistema económico
y político
impuesto a Cuba. El golpe de Estado obligaba a crear de nuevo
el mínimo
de condiciones necesarias para unir al pueblo y
llevar la lucha por otras vías.
La Constitución
era entonces el
único
factor capaz de unir al pueblo para llevarlo a la
lucha por la Revolución.
Fue lo que ocurrió.
Pensé,
como lo más
elemental, que todas las fuerzas del
país
reaccionarían
contra el golpe para conseguir el restablecimiento
de la Constitución
del país.
Es decir, destruir el golpe
de Estado se convertiría
en el factor fundamental para la
unión
del pueblo.
Existían
fuerzas suficientes
—a
mi modo de ver, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), los obreros
explotados, los campesinos sin tierras, los estudiantes y la inmensa
mayoría
del pueblo, que vivían
en las más
horribles condiciones—,
que se convertirían
en los factores fundamentales de aquella lucha.
Otra cuestión
importante: la dirección
obrera
—una
di rección
oficial, puesto que los gobiernos auténticos
de Grau y Prío
habían
desalojado por la fuerza a los comunistas de las
direcciones sindicales y asesinado a numerosos líderes
honestos y prestigiosos como Jesús
Menéndez,
para imponer dirigentes corruptos que obedecían
la línea
oficial—,
aquella CTC impuesta por la corrupción
y la fuerza, era instrumento del partido del
gobierno de Prío.
La dirigencia corrompida de la CTC se pasó
rápidamente
al bando de Batista. Batista controlaba el Estado,
las fuerzas armadas, los medios de difusión
masiva; estableció
la censura y controlaba, además,
la dirección
sindical, que no representaba a la clase obrera.
Pensé
que las fuerzas obreras, estudiantiles, campesinas y
todos los políticos
honestos del país,
se unirían
en una lucha por recuperar la Constitución
de la nación.
Escribí
los manifiestos porque estaba preparando condiciones para la lucha
armada revolucionaria, pero no tenía
ni un centavo ni un fusil ni un arma, ni siquiera el Partido Ortodoxo, porque
aquel partido, muerto su fundador, carecía
de una dirección
fuerte. Yo era ya bastante conocido, tenía
un determinado prestigio ante
las masas, sobre todo ante las masas de aquel
partido, pero nada más.
Comencé
a trabajar para una lucha que imaginaba
se daría
por parte de todas las organizaciones y partidos
opuestos al golpe de Estado de Batista.
Pensé
en los líderes
oficiales del partido y los demás
líderes
políticos.
Me preguntaba:
¿Qué
hará
ahora Millo Ochoa?, ¿qué
hará
Agramonte?,
¿qué
harán
todos los líderes
políticos?,
¿qué
hará
Pardo Llada que todavía
era vocero? Claro, no esperaba
mucho de Pardo Llada, pero bueno, en tales
circunstancias, dicho en el buen sentido del honor elemental, de la
dignidad elemental, comenzaría
a luchar en contra de Batista,
porque no se concebía
que nuestro pueblo pudiera resignarse
a un golpe de Estado, a una vulgar dictadura
proyanqui.
Inmediatamente, casi todos los sectores, los ricos,
las asociaciones de empresarios, dueños
de centrales azucareros, las
empresas norteamericanas, todos aplaudieron a
Batista y lo apoyaron.
Batista hablaba del orden, usaba un lenguaje
anticomunista. Empezó
a usar ese lenguaje, tan grato a los sectores
propietarios de industrias, fincas, tierras,
viviendas, negocios, comercios. Porque, efectivamente, el gobierno de Prío
se había
caracterizado por la anarquía,
el caos, la violencia; y Batista enarboló
la bandera del orden, tan agradable a los
oídos
de todos los burgueses y explotadores contra los
obreros, las huelgas, y todo ese tipo de acciones. De aquella
forma recibió
el apoyo de la burguesía
nacional, los terratenientes y
los ricos.
Estados Unidos:
¡encantado,
feliz!; porque aunque el Partido
del Pueblo no era un partido comunista, aquellas
fuerzas populares no les gustaban a los gobiernos
norteamericanos; todo lo que fuera popular les resultaba sospechoso e
inconve niente. Un gobierno como el de Batista era más
seguro para los intereses de Estados Unidos.
Entonces se planteó
ante el pueblo un desafío,
aunque ya en la conciencia de nuestro país
lo hecho por Batista no se aceptaba de ningún
modo.
Era un momento de indefensión
total, yo estaba convencido
de que el pueblo no aceptaría
jamás
aquel golpe, aquel zarpazo, aquella traición.
Nuestro pueblo no tenía
una conciencia avanzada, socialista, marxista; pero, por lo menos,
tenía
una conciencia política
y democrática
suficientemente desarrollada, tradiciones de libertad demostradas
durante mucho tiempo como para resignarse de forma apacible
al golpe de Estado de Batista.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
entonces su situación
política
era vastamente compleja.
¿Usted
confiaba aún
en que el partido asumiera su papel?
Fidel Castro.
—Yo
estaba en una situación
muy especial, porque Batista era mi enemigo y los auténticos
—el
gobierno derrocado—
también
lo eran, y me culpaban del golpe de Estado, me
culpaban de haber socavado el gobierno de tal manera
que se facilitó
el golpe. Yo no contaba con nadie, era enemigo de
todas aquellas fuerzas, miembro de un partido del cual no
era líder,
dirigido por gente muy pusilánime,
muy pacífica;
sin embargo, consideré
que el partido iba a luchar, me parecía
que sus dirigentes tenían
un mínimo
de compromiso con el pueblo y que tendrían
que responder ante Batista de la
única
forma que se podía
responder: mediante la lucha armada y el empleo de
la fuerza contra Batista. No veía
otro camino que la lucha armada,
pero concebí
que dicha lucha iba a ser dirigida por los
líderes
de aquellos partidos. Comprendí,
además,
que Batista venía
para quedarse, para saquear otra vez al país
y establecer un régimen
de fuerza indefinido.
Era lo que estaba meditando en aquel momento, no
pensaba en dirigir una revolución,
en hacer una revolución,
sino luchar dentro del partido..., porque en esa situación
en que todas las reglas cambiaron, una persona sola, en las
condiciones mías,
estaba totalmente desprovista de capacidad de acción:
no tenía
partido ni dinero ni recursos ni un
órgano
de prensa, nada en absoluto, solo contaba con los
simpatizantes de siempre. Aunque habría
que decir la verdad: muchos
de aquellos simpatizantes tenían
la seguridad, tenían
desde el primer momento la esperanza de que actuaría
conforme a mis principios, que no admitiría
la situación.
Fue lo que me permitió
que no resultara difícil
mi tarea, cuando comencé
a organizar las primeras unidades de combate
entre los simpatizantes del Partido Ortodoxo para
luchar unidos con las demás
fuerzas políticas
dispuestas a enfrentarse a Batista. Aparecieron pronto gentes valiosas como
Abel Santamaría,
como Montané
y otros, que se acercaron a mí
para ofrecerme su apoyo. Había,
como siempre pensé,
gente muy valiosa en aquella masa anónima
del Partido Ortodoxo. En general, como regla, varios dirigentes
estudiantiles muy celosos de sus prerrogativas, pensaban que se
iba a repetir otra vez la historia de 1933 en la lucha contra
Machado, y que la Universidad iba a ser la que la dirigiera.
Entonces se desató
un sentimiento muy fuerte de celo contra mí
entre los líderes
de la FEU. Antes del golpe del 10 de marzo tenían
buenas relaciones conmigo, pero después
se produjeron reacciones psicológicas
que complicaban la tarea que me había
propuesto llevar a cabo.
Entonces, tenía
en contra a Batista en el poder, a los desa
lojados del gobierno que me culpaban del golpe, y a
dirigentes universitarios, a los que les dio por pensar que yo
podía
hacerles sombra. Reaccionaron con temor de que pudiera surgir
alguien que ocupara el liderazgo.
A partir de estos factores, me vi obligado a
comenzar de cero. Tuve que actuar casi clandestino con relación
a los auténticos,
que disponían
de todos los recursos; filtrarles las
organizaciones, filtrarles las fuerzas. No querían
ni oír
hablar de mí.
Un número
de líderes
universitarios, por su parte, no querían
sombra de ninguna clase; querían
ser ellos los dirigentes de la revolución;
yo era
«un
político»,
afirmaban para descalificarme.
El Partido Socialista Popular, el
único
con una concepción
social revolucionaria, aunque siempre en la
Universidad me trató
con deferencia, nunca, con seguridad, dejaron de ver
en mí
al hijo de un terrateniente y al joven graduado de
bachiller en un colegio aristocrático
donde estudiaban los hijos de
los ricos. Ellos tenían
larga experiencia política
para trazar su propia línea.
De su librería
recibía,
sin embargo, los créditos
para los libros de Marx y Lenin y otros autores, con
los que adquirí
mis conocimientos teóricos
cuando era estudiante universitario, sin los cuales no habría
sido un verdadero revolucionario
en nuestra
época.
Todos aquellos fenómenos
los percibí
casi repentinamente después
del 10 de marzo; hacían
mucho más
difícil
el problema, a partir del cual había
que iniciar la lucha.
No estaba pensando entonces en dirigir una revolución,
mi posición
era desinteresada; no aspiraba a un liderazgo ni
a una jefatura. Analizaba cómo
podía
contribuir a la lucha común
para liquidar a Batista; cómo
ayudar al desarrollo del espíritu
revolucionario dentro del partido en que estaba
enrolado desde su inicio. Yo imaginaba lo que debía
hacer y cómo:
estaría
unido a todas las fuerzas en acción.
Renunciaba a toda pretensión
de jefatura, de liderazgo de
la revolución,
estaba dispuesto a sumarme a todos los que lucharan
para derrocar al régimen
de Batista. Aquella fue mi actitud,
no podía
ser más
desinteresada; sin embargo, en aquel
instante mucha gente estaba pensando en términos
de futuro,
en cargos, vanidades o intereses. Sí
firmaba mis manifiestos, porque consideraba la necesidad de mostrar la posición
que tenía,
no de ocultarla. Era imperioso, además,
orientar a la gente; si nadie decía
nada, yo tenía
que hacerlo.
Los primeros días
tuve que actuar con prudencia, no podía
hacerlo libremente, porque no sabía
cuál
iba a ser la reacción
de Batista, cuál
la de sus esbirros, porque ellos veían
en mí
a un potencial enemigo.
Pero ellos estaban tan eufóricos
por su
éxito,
por su fácil
triunfo, por su poder de nuevo, que incluso
quisieron dar una impresión
moderada. Batista, que tenía
la experiencia de 11 años,
conocía
la psicología
de nuestro pueblo, es indiscutible
que dio instrucción
inicial de mano suave. Mucho autobombo,
mucho autoelogio, exaltación
del patriotismo, mucha exaltación
de Batista, el hombre, el salvador, el que salvó
a la patria del río
de sangre, el hombre democrático,
el hombre bueno, el hombre que estaba contra la violencia, contra el
odio…
aunque suprimió
las libertades constitucionales, los derechos
individuales y todo lo demás.
Estaban tratando de vender el golpe
de Estado al pueblo como una cosa buena y en los
inicios no se caracterizaron por la represión.
Digamos que hasta los mismos
policías
que yo había
acusado, mostraron cierto respeto
por mí;
más
que con odio, reaccionaron con respeto y mostraron
generosidad.
«No
eran gente de sangre, no eran gente
de venganza»,
porque Batista acusaba a Prío
de ser hombre de
venganza, y
«Batista
quería
estar en paz con todos, no tenía
odio contra nadie, no buscaba venganza contra nadie».
Era la imagen que favorecían.
Tenían
todo el poder. En una primera fase llevaron a cabo
una política
moderada, cuidadosa, no represiva. Los estudiantes
organizaron manifestaciones de protesta y los
batistianos no tomaron la Universidad, no penetraron en la
Universidad, no violaron la autonomía
universitaria, respetaron todo eso al
principio. Fueron cuidadosos para tratar de sumar,
confundir y calmar, porque ellos sabían
que habían
cometido un acto muy grave y muy difícil
de asimilar por nuestro pueblo.
Creo que Batista subestimaba al pueblo y yo no lo
sobrestimaba, sino lo juzgaba con objetividad.
Las primeras semanas, e incluso podríamos
decir los primeros meses, se caracterizaron por una gran moderación
de los golpistas, en un intento de calmar las
protestas, aplacar el disgusto, envueltos con sus partidarios en una atmósfera
de felicidad por el
éxito.
No reaccionaron con violencia a las primeras
muestras de desacato popular a la dictadura, al
golpe. Aquello, desde luego, ayudó,
porque aunque me estaban buscando, no se sabía
muy bien por qué.
Se inició
un período
en que no podía
seguir en la casa: no podía
vivir allí,
además,
no podía
pagarla. Entonces me fui primero a casa de mi
hermana Lidia, luego a otros lugares con mi familia.
En una etapa vivimos allá
por El Cano, en las afueras de La
Habana, en la casa de una señora
también
ortodoxa y amiga mía.
Ella tenía
unos muchachos muy malcriados. Allí
estuve con Myrta y Fidelito unas semanas después
del golpe, era una casa grande, en una finquita: pero ya yo salía,
me movía,
hacía
contactos e iba por distintos lugares, andaba con
cuidado pues el Ejército
me estaba buscando. Por entonces había
muchas delaciones. Quizás
una de las cosas más
terribles en tales circunstancias
era que la gente, cuando no estaba bien definida,
se acobardaba y delataba. A veces eran oportunistas.
El caso es que no sé
quién
informaría
que yo estaba en la casa en El
Cano y un día
que yo había
salido llegó
el Ejército
y se llevó
a Myrta y a Fidelito, que era chiquito, se los
llevaron a los dos para Columbia y los tuvieron allí
presos algunas horas.
Luego empecé
a actuar con más
naturalidad, no muy abiertamente, sino tanteando la situación;
es decir, desde el primer momento me moví
mucho, pero clandestino, y después,
un poco más
abiertamente. Creo que ayudó
la idea del gobierno de crear un clima de garantía
para todo el mundo. Otra circunstancia difícil
que sobrevino fue que ya no tenía
más
crédito;
porque ante la situación
nueva totalmente, no tenía
nada que ofrecerle ni al bodeguero ni a nadie. Lo
único
que les podía
decir era que esperaran para ver cuándo
yo les podía
pagar las deudas; pero no podía
pedir más
nada. Me quedé
sin casa, sin dinero, sin crédito,
sin nada, nada. Era la situación
que vivía
entonces. |