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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 13.

 
 
 
TOMO II

02 Batista: el golpe, deducirlo y no poder denunciarlo, lucha armada, la noticia, clandestino, «¡Revolución no, zarpazo!», las armas: único camino, sin nada y solo frente a sus adversarios

 

Katiuska Blanco. En varias oportunidades le escuché decir a usted que llegó a sospechar que Batista conspiraba y podía dar un golpe de Estado, pero ¿cómo lo intuyó? ¿Qué elementos le descifraron tal posibilidad? Y entonces, ¿qué hizo? ¿Habría podido evitarlo?

Fidel Castro. Primero, Batista había sido electo como senador en los comicios de junio de 1948, con una elevada votación, por la provincia de Las Villas. Se conocía que regresaría a fines de año. Postulado por partidos tradicionales de derecha, creó posteriormente el PAU (Partido de Acción Unitaria) para introducirse nuevamente de lleno en la política, o más bien en el rejuego político.

Batista tenía partidarios, gente que recibió privilegios, favores. Hasta pudo ganar algunos electores de buena fe, porque creó algunos cientos de escuelas rurales en las que nombró sargentos como profesores, y disponían de libros y material escolar del que carecían muchas escuelas rurales en Cuba. También participó en el Frente Amplio, impulsado por el movimiento comunista internacional años antes de la Segunda Guerra Mundial. El movimiento obrero alcanzó algunas conquistas legales y salariales para los obreros. En virtud de los privilegios que concedió al Ejército, muchas familias del sector militar simpatizaban con él. Contaba con el apoyo de una clientela política no desdeñable, que podía elevarse entre el 10 y el 15% de la población, o quizás un poco más, unido a las capas ricas y privilegiadas de la sociedad.

Creo que también Batista se benefició con el hecho de que, a pesar de la represión de la década posterior al gobierno provisional revolucionario de Guiteras, los gobiernos de Grau y Prío, entonces en apariencia revolucionarios, resultaron tan desastrosamente malos, que cuando Batista regresó de Estados Unidos, al cabo de casi cinco años, en plena Guerra Fría, se había vestido con el ropaje de hombre respetuoso de la Constitución demócrata y civilista que había entregado el gobierno a su adversario Ramón Grau San Martín en el año 1944. Volvió realmente disfrazado de cordero. Fue perfilando su figura, sobre todo porque los opositores en el gobierno, tan corrompidos como él, propiciaron la anarquía, el caos, la corrupción, la violencia.

El conjunto de tales factores le permitió a Batista aspirar a senador y obtener el respaldo de una parte de la población. En las encuestas presidenciales era la segunda figura nacional. Los ortodoxos habían ganado una gran popularidad. Chibás siempre tuvo en las encuestas una popularidad y un apoyo mucho mayor que Batista, podía obtener el doble de votos por encima de él.

Con la muerte de Chibás, el Partido Ortodoxo adquirió enorme fuerza, y su candidato debía sacar el doble de los votos de Batista; digamos, si el candidato ortodoxo tenía el 30% habría que estudiar las encuestas de aquella época, Batista podría tener el 15% o algo así.

Katiuska Blanco. Comandante, en diciembre de 1951, muerto Chibás, la prensa publicó el siguiente survey del momento: Roberto Agramonte, el sustituto de Chibás: 29.20%; Carlos Hevia, candidato auténtico: 17.53%; Fulgencio Batista: 14.21%. Según Carteles, para la región oriental los datos se modificaban un poco más favorablemente a Batista, pero siempre por debajo del candidato ortodoxo: Agramonte: 25.75%; Batista: 23.14% y Hevia: 18.95%. Era lógico, si Batista nació en Banes, probablemente, con su lenguaje demagógico, conseguía en dicha región mayor ascendencia. En fin, los números corroboran exactamente lo que usted recuerda de memoria.

Fidel Castro. Batista no tenía ninguna posibilidad de ganar las elecciones al Partido del Pueblo Cubano, ni la más remota posibilidad. La revista Carteles no era un órgano de opinión serio, y Agramonte no era ni la sombra de Chibás.

Yo sabía que él era un hombre tipo vanidoso, autosuficiente; tenía, en cambio, gran influencia en los soldados. Durante su anterior gobierno había concedido una serie de privilegios al Ejército, a la Policía, a la Marina, a todos. El gobierno de Grau, sin embargo, no aplicó una política con relación a los militares. Yo me percataba de todo cuando iba a Birán. Conocía algunos militares por allá, iban por mi casa, conversaban con nosotros. Nunca dialogué con un militar que no fuera batistiano, que no hablara exclusivamente de Batista y del orden que propugnaba. Ellos recordaban con nostalgia la época de su gobierno.

No tenía, sin embargo, ninguna posibilidad de ganar las elecciones, pero no se resignaba a la derrota; no se podía resignar, estaba también claro para mí.

Yo veía que gastaba dinero, cada vez comprometía más dinero y recursos en aquella campaña.

Él ya había perdido una cantidad de su capital robado con anterioridad porque se divorció y tuvo que compartir sus bienes gananciales, de modo que su fortuna mermó considerablemente. Se estaba arruinando y tenía por delante una campaña en una batalla política con muy pocas posibilidades de éxito. Me dije: «Este hombre, que dispone de influencia considerable en las fuerzas armadas y aspira a presidente, no tiene otra alternativa que el golpe de Estado». Era mi apreciación. La lógica me indicaba que Batista no tenía otra alternativa. Algo que no haría mientras Chibás estuviera vivo, porque era el único adversario capaz de garantizar una sangrienta resistencia que lo conduciría al fracaso. Era un hombre astuto y experimentado, pero en el fondo cuidadoso y cobarde.

El Partido del Pueblo Cubano [Partido Ortodoxo] experimentaba un auge creciente, sobre todo, después de la muerte dramática de su fundador y líder. No existía ninguna posibilidad de que Batista ganara las elecciones; yo veía con toda claridad que en tales circunstancias no tenía otra alternativa que el golpe de Estado. Eran cálculos elementales, deducciones lógicas, no se trataba de pruebas.

En dicha situación se dio una circunstancia que fue la siguiente: en medio de mis inquietudes, Rafael Díaz-Balart, que ya era mi cuñado, me hizo una pregunta muy significativa que despertó o, mejor aún, acrecentó las sospechas un día, a fines de diciembre de 1951 o más bien en enero de 1952. Él había sido miembro del Partido Ortodoxo cuando ingresó en la Universidad. Después, por las relaciones de su padre como abogado de una empresa yanqui en Banes donde nació también Batista, nuestras relaciones familiares no se alteraron, pues a mí no me importaba su posición política. Incluso, lo ayudé en los repasos cuando estudiábamos en la misma carrera. Era poco estudioso y yo lo ayudaba. La única vez que reclamé una nota fue precisamente porque el profesor de Derecho Penal, Fernando Concheso, catedrático de dicha asignatura, que había sido embajador de Batista en la Alemania nazi, antes de la Segunda Guerra Mundial, lo favoreció a él porque eran del mismo partido y le concedió el máximo por el examen, mientras que a mí, que había ido el día anterior a la casa de Rafael a explicarle la materia porque no sabía nada de ella y el día del examen cuando respondíamos por escrito las preguntas tuve que explicarle algunos detalles, no me dio sobresaliente, sencillamente porque yo era ortodoxo.

Inconforme le dije al profesor que quería hablarle y me respondió que lo fuera a ver al Vedado Tennis Club. Fui a verlo y le dije: «Mire, profesor, mis notas son, en general, muy buenas, sé cuándo hago un buen examen, un examen completo no le dije que le había dado sobresaliente a otro estudiante, y a mí me extraña mucho que habiendo hecho un buen examen usted no me haya dado sobresaliente», a lo que me respondió con desfachatez las razones de índole política por las cuales me había rebajado injustamente la nota: «Mira, tú has hecho un excelente examen, pero como eres dirigente estudiantil reaccioné en contra de eso; aunque en verdad hiciste un examen muy bueno. Voy a revisar tu nota». Finalmente me dio la que merecía. ¡Era el colmo del descaro! Fue la única vez en mi vida, repito, que reclamé una nota porque, aunque yo no estaba suspenso, sí me sentía indignado por la deshonestidad de aquel profesor.

Es decir, que Díaz-Balart y yo nos tratábamos a pesar de las diferencias. En el fondo era oportunista, le gustaba el dinero, le preocupaban los bienes materiales. Cuando Batista decidió regresar y se postuló para senador, él vio una oportunidad de hacer carrera política, porque Batista tenía sus seguidores y su padre era batistiano, entonces se afilió a la juventud batistiana. Él era buen orador y Batista necesitaba gente nueva,  así que lo recibió con beneplácito, con satisfacción, por lo que era: un joven que venía de la Universidad, anterior miembro del Partido Ortodoxo, inteligente, que hablaba bien y tenía facilidad de palabra. Adquirió un lugar de cierta prominencia, fungía como vocero de Batista.

Ya después, aunque Batista era candidato de la oposición y él se adhería a su partido, no hubo rompimiento de las relaciones familiares entre nosotros. Sabía que él tenía sus ambiciones. Por entonces había estoy hablando del año 1950, 1951 oposición ortodoxa, oposición comunista, oposición batistiana al gobierno de Prío. Se produjeron algunas actividades entre los estudiantes de la oposición contra aquel gobierno; sucedieron algunos actos coordinados de las distintas fuerzas contra el gobierno; es decir, que las juventudes de los partidos comunista, ortodoxo y batistiano, organizaban conjuntamente algunas acciones, a pesar de las diferencias que existían.

Katiuska Blanco. ¿Fue por aquella época que lo llevaron a usted a Kuquine, la finca de Batista? Me lo contó hace un tiempo, cuando le comenté que, sin previo aviso, llevaron allí a Alfredo Guevara y le propusieron ser líder de la juventud del Partido de Acción Unitaria (PAU).

Fidel Castro. No me consta que Guevara recibiera una proposición semejante, y estoy seguro de que jamás la habría aceptado. Es cierto lo que te conté hace algún tiempo, que una vez me llevaron a Kuquine. Ello ocurre después que Batista había sido electo senador en 1948 por la antigua provincia de Las Villas, donde obtuvo la mayor votación entre todos los aspirantes, por lo cual regresó posteriormente al país. Calculo que el regreso debe haberse producido a finales del año 1949 o principios de 1950. Han transcurrido por lo menos 60 años desde entonces, y no es fácil recordar los detalles. Ya yo había avanzado considerablemente hacia la ideología marxista-leninista y mis relaciones con la juventud comunista, que siempre fueron buenas, se habían estrechado. El gobierno del Partido Auténtico estaba asesinando valiosos e insustituibles líderes obreros comunistas, lo que no había hecho Batista en la época del Frente Antifascista, antes y durante la última guerra mundial. Había acatado, por el contrario, los resultados adversos en la elección presidencial de 1944, que dio el triunfo a Grau San Martín. Washington no había desatado todavía la Guerra Fría. Batista se había ido a su residencia de Daytona Beach en la Florida, con decenas de millones de dólares mal habidos. La juventud comunista, siguiendo la línea del partido, que tenía el hábito de buscar la unidad táctica de las fuerzas que se oponían al gobierno, promovió entre los estudiantes la idea de coordinar las acciones de oposición al gobierno. Aunque el personaje no me gustaba un ápice por sus antecedentes de abuso, fraudes y represión, no convertí el asunto en causa de división entre los cuadros estudiantiles de la juventud comunista y yo. Un día promovieron una reunión del grupo con Batista, candidato postulado por los partidos de derecha. Fundó posteriormente el PAU, que ocupaba el segundo lugar entre los líderes de la oposición al gobierno para las elecciones presidenciales de 1952. Pude observarlo con extremo cuidado, era exactamente igual al personaje demagogo, politiquero, simulador y ambicioso que había imaginado, aunque con gran experiencia y sumamente astuto; un enemigo al que no se podía subestimar. Pienso que el propio Partido Socialista Popular pronto se percató de que Batista y el imperialismo yanqui eran la misma cosa. Yo, por mi parte, había llegado a una idea estratégica que se ajustaba a la historia y las características peculiares de nuestro país.

Aquella idea pronto se convertiría en una concepción revolucionaria correcta. El éxito posterior fue fruto de la enorme avidez con que leía a Martí y los patriotas cubanos que llenaron de proezas nuestra difícil y casi imposible lucha por la independencia. Lo demás, como toda obra humana, fue fruto del azar, que reduce a cero las razones para la autosuficiencia y el envanecimiento de las personas que han desempeñado algún papel en los acontecimientos históricos.

Por entonces estaba inmerso en mi trabajo político. Tras la muerte de Chibás, un ciego veía que Batista electoralmente no tenía ningún porvenir político. Acopiando datos, la lógica me decía que a Batista no le quedaba otra alternativa que conspirar, pero las evidencias aún no las tenía, fueron las que reuní unas semanas antes del golpe del 10 de marzo.

Entonces, volviendo a la idea que venía contando, Díaz-Balart se preocupó desde el punto de vista familiar, pensando tal vez en la hermana, y un día, conversando conmigo, se le ocurrió hacerme una pregunta absurda, de tipo material, se mostró interesado, como alguien que se preocupa por el camino en que uno está. Él no sabía lo que yo pensaba, es decir, desconocía cuáles eran mis planes ni yo se los iba a decir tampoco, porque meditaba íntimamente sobre toda la situación de Cuba, pero desde que él pertenecía a aquel partido no le tenía igual confianza que antes, y en tales circunstancias me preguntó: «Ven acá, ¿qué porvenir tienes tú en eso que estás haciendo?». Capté enseguida el sentido, se trataba de una pregunta muy sospechosa. Él me conocía bien, sabía que a mí no se me podía presionar ni comprar con nada ni con cargos ni con dinero ni con nada; y, sin embargo, me hizo la pregunta como preocupado por mi futuro, las perspectivas, la familia, todo. ¿Qué porvenir tenía? Yo podía haberle dicho: «El que no tiene ningún porvenir, en absoluto, eres tú». Podía haberle dicho eso. Pero me preguntó cuál era mi porvenir, y yo me quedé callado porque aquello era bien raro.

Pensaba que quien no tenía ningún porvenir político era él ni Batista, a quien se había aliado. Como él estaba ubicado en posiciones suficientemente altas en tales círculos, y ya la lucha política en Cuba avanzaba, me di cuenta de que en la mente de aquel grupo de líderes batistianos estaba la idea de la conspiración, la idea del golpe de Estado. Fue uno de los primeros elementos que capté en la conversación que sostuvo conmigo. No dije nada, pero me quedé pensando, tuve la primera evidencia de que aquel grupo conspiraba y Díaz-Balart, de repente, me trasmitió una preocupación que solo podía estar relacionada con un cambio político en Cuba que no se iba a dar por las vías electorales sino por la vía del golpe de Estado. Él no me dijo nada, nada, ni siquiera imaginó mi alarma.

Pero, bien, avanzada la campaña con los artículos en Alerta, en medio de la batalla que libraba, otro batistiano me proporcionó una nueva evidencia. Fue un dirigente de la juventud batistiana, Jorge Ernesto Clark se llamaba. Años después se enroló en la invasión mercenaria por Girón.

¿De dónde conocía a Clark? De la expedición de Cayo Confites, en el año 1947, antes de que él fuera batistiano. Siempre me saludaba como al veterano de la expedición de Cayo Confites; como yo me había escapado y había entrado por la bahía de Nipe, él sabía todo aquello. El caso es que un día va Clark a la casa de 23, yo estaba enfrascado en toda la descomunal campaña política. Me estaba afeitando no me dejaba barba, «Clark te quiere ver», me avisaron. Con cierta astucia dejaba que los tipos, cuando querían hablar conmigo, hablaran. Yo estaba en aquel momento muy sospechoso de él. Clark se mostraba muy urgido de verme algunas semanas antes del golpe del 10 de marzo, y dije: «Que pase Clark, el viejo expedicionario». Yo estaba apurado porque tenía que ir para un mitin ortodoxo en la Víbora y me estaba arreglando con premura como siempre. Me dijo que venía de parte de Figueroa un importante personaje batistiano, y que quería hablar conmigo. Le respondí: «¿Para qué voy a hablar? No tiene sentido que hable con ese batistiano, ¿para qué voy a hablar con Figueroa?».

Todo me parecía muy extraño, que un importante, un eminente batistiano con el que yo no tenía relaciones, que conocía bien mi carácter, quisiera tener una entrevista conmigo. Me di cuenta de que aquel tipo no pensaría comprarme, ofrecerme nada, había un abismo completo entre los dos. A mí me pareció un poco extraño aquello. Dije: «No creo que haga falta, ¿para qué?».

Pero Clark se veía angustiado, un poco ansioso y quería seguir hablando conmigo. Yo me tenía que ir para el acto. Le dije: «Bueno, Clark, me voy para el acto, si quieres, móntate conmigo». En todo el viaje él continuaba ansioso, como buscando algo, y me dijo: «¿Por qué tú atacas a Batista? ¿Por qué lo atacas tan fuerte por la radio, por todo? ¿No te das cuenta de que si un día Batista es presidente, tú te puedes buscar un problema muy serio?». Cuando Clark me dijo eso, Batista tenía la mitad de los puntos de que disponía el candidato ortodoxo y ninguna posibilidad de recuperarse de tal crisis. Clark me preguntaba como amigo, como alguien con quien simpatizaba, y repitió: «¿Por qué vas a ser enemigo de Batista, tú no te das cuenta de que Batista puede ser presidente?». Me sonreí y le dije: «Bueno, tú sabes que a mí esas cosas no me importan, no me preocupan; tú me conoces bien».

Fue la segunda cuestión que me planteó aquella noche, hasta que vio que yo no quería entrevistarme con Figueroa y me preguntó muy directamente si yo tenía alguna denuncia contra Batista como la que estaba haciendo contra Prío: «Mira, Clark le respondí—, tú debes comprender que si yo tuviera alguna denuncia no te lo iba a decir».

Me percaté de que no era fortuita su visita llena de ansiedad ni aquellos tres planteamientos. Habían enviado a Clark a sondearme. Batista estaba nervioso.

Por aquellos días también se produjo el asesinato de un concejal o representante de La Habana se llamaba [Alejo] Cossío del Pino, víctima de las mafias que actuaban con impunidad.

Katiuska Blanco. El atentado fue el 11 de febrero de 1952, lo leí en una crónica del periodista Ciro Bianchi Ross.

Fidel Castro. Me acuerdo que fui a la funeraria en la calle Infanta. Aquel hombre era el dueño de la estación de radio por donde hablaba Pardo Llada, pero tenía relaciones amplias, y yo fui al entierro. En el velorio se reunió toda clase de gente, y como yo estaba en mi campaña, muchas personas que militaban en distintos grupos y partidos se me acercaban y me contaban cosas. Entre ellos recogí la información de que Batista tenía un plan para desatar una serie de atentados con bombas y así crear el caos; estaba conspirando.

Aquel día acopié una serie de informaciones y, efectivamente, se habían producido acontecimientos extraños: algunas bombas, algunas muertes que incrementaron la sensación de caos y anarquía. Todo lo cual, por la gente que lo dijo y por el tipo de cosas que plantearon, multiplicó las evidencias acumuladas sobre la existencia de una conspiración.

Entonces, recuerdo que hablé con Pardo Llada un día, y le dije: «Pardo Llada, después del entierro he oído esto, dicen que Batista está conspirando». «Sí, eso dicen», me ratificó Pardo Llada.

Cuando terminé de recoger todas esas evidencias y empaté no recuerdo ahora qué fue primero, si la conversación con Clark o la muerte de este político, llegué a la convicción de que Batista estaba conspirando, que iba a dar un golpe de Estado. Llegué a aquella certidumbre total por lógica, por evidencia, porque recogí información, capté desazones y conocí pequeños detalles que despertaron mis suspicacias.

Katiuska Blanco. Comandante, parece inconcebible que usted no recibiera el apoyo de su partido para denunciar lo que tramaba Batista. 

Fidel Castro. Yo tenía el periódico Alerta como magnífica tribuna de denuncia, ¿pero qué ocurría? Que Vasconcelos había sido batistiano y, aunque militaba como ortodoxo y denunciaba al gobierno, por las propias características de algunos de estos políticos, mantenía ciertos recuerdos de aquel tiempo. Pardo Llada no lo atacaba y Vasconcelos mantenía cierto respeto por Batista, quizás algunos cálculos fríos sobre el futuro y las posibilidades que sobrevendrían. De manera que a mí no se me ocurrió planteárselo a Vasconcelos porque lo conocía bien, a pesar de que me abrió las puertas de su periódico de par en par y me trató excelentemente, con simpatía, no podía utilizar su periódico para hacer una denuncia sin contar con las pruebas. Y para frenar aquello, había que descubrirlo públicamente.

Analicé la situación. Si yo hacía la denuncia por Alerta, tendría impacto, pero la vieja amistad de Vasconcelos con Batista no me lo permitiría, no me dejaría. Si yo la realizaba por mi hora de radio, una estación local, la conocería la provincia de La Habana, pero no todo el país.

Recibí hasta nombres de algunos de los militares que se decía conspiraban. Decidí entonces ir a la dirección del Partido Ortodoxo y hablé con Agramonte, con el grupo de dirigentes, de profesores, y les pedí que me cedieran la hora de radio a las 8:00 de la noche. Les aseguré que Batista estaba conspirando; les di todos los elementos.

 Reitero que cuando llegué a la dirección del Partido Ortodoxo planteé que tenía la seguridad de que Batista conspiraba y preparaba un golpe de Estado y que había que denunciarlo para frenarlo y desmantelar el golpe. Ellos me escucharon con mucho interés y dijeron: «Bueno, vamos a averiguar». Eso fue en el mismo 1952, poco antes del golpe, probablemente ya en febrero. Pudo ser unas tres semanas antes del golpe.

¿Qué ocurría? Algunos de estos profesores universitarios como García Bárcenas y otros, porque dictaban conferencias en algunos cuarteles o en centros de estudios militares, tenían relaciones con ellos. Algunos como profesores universitarios prestigiosos, tenían contactos y refirieron: «No, tenemos contactos y vamos a averiguar». Como, además, se trataba del posible partido victorioso, tales circunstancias se prestaban para utilizar sus contactos. Me respondieron que iban a investigar para tomar una decisión, y como a los dos o tres días fui allí, y la dirección del Partido Ortodoxo me respondió: «No, hemos hecho una investigación, hemos hablado con todos nuestros contactos y no hay nada absolutamente, todo está tranquilo, no hay conspiración»; me lo aseguraron, fue la respuesta que me dieron. Realmente vinieron con la tesis de que no había una conspiración de Batista, que todos los contactos lo revelaron yo no sabía cuáles eran los contactos.

Eso tuvo dos efectos: por un lado, me frenó un poco, me tranquilizó un poco puesto que me desinformaron, aseguraron que no existía el menor indicio de conspiración dentro del Ejército. Segundo, que yo seguí pensando en la lógica y me propuse continuar investigando. Ellos decían que no existía el menor indicio, pero yo no estaba convencido, tenía la impresión de que no era inminente y pensé que tendría algunos días para seguir penetrando y averiguando. Seguramente sus contactos eran con oficiales de alta graduación, y Batista conspiraba con capitanes y oficiales de baja graduación con mando de tropas.

Yo estaba enfrascado también en la investigación de todas las propiedades de los auténticos, de la gente del gobierno. Ya tenía escrita la quinta denuncia y preparaba la sexta, que sería espectacular, se trataba de las pruebas del pago de un asesinato ordenado por la presidencia de la República, tramitado por el secretario de la presidencia. Me dediqué menos a investigar sobre el golpe de Estado de Batista que ya se preludiaba, porque creí que disponía de más tiempo, y fue en esa circunstancia que se produjo el golpe del 10 de marzo, 50 días antes de las elecciones.

Se lo advertí a Pardo Llada, a Agramonte, a la dirección del Partido Ortodoxo. Les dije: «Están conspirando». Era evidente que ellos se confiaron a partir de las seguridades que les expresaron sus contactos de intelectuales con oficiales de alta graduación. Vaya usted a saber cómo fue que indagaron, con quiénes hablaron; pero cuando avisé me dijeron que todo es taba tranquilo y que no existía el menor indicio de conjura. Si me hubieran concedido la oportunidad de alertar en la hora de radio del partido que se escuchaba en todo el país, si los líderes de aquel partido hubieran tenido un poco de sentido común, un poco de previsión, y yo hubiera hecho la denuncia contra la conspiración de Batista, no habría habido golpe de Estado.

Si ellos oían hablar por radio de que existía un complot, se habrían desmoralizado y así se desmantelaba la trama. Tengo la más absoluta convicción de que hubiera sido así porque aquello estaba prendido con alfileres. A pesar de que Batista contaba en general con la simpatía de los militares y organizó la confabulación, dependía de unos cuantos capitanes, de unos pocos jefes ubicados en ciertos puntos claves, eran quienes iban a abrir las puertas de Columbia, donde hoy está la Ciudad Escolar.

También, entre los propios militares, dentro del Ejército, había oficiales que simpatizaban con los ortodoxos. La denuncia los habría movilizado y les habría permitido estar alertas. Por otro lado, habría desmoralizado a todos los capitanes y tenientes involucrados en el plan golpista. No eran muchos, pero formaban un grupo muy nervioso hasta el último momento.

Cuando se produjo el golpe del 10 de marzo, la amargura que sufrí fue infinita, por el hecho de haberme dado cuenta de que Batista efectivamente urdía su zarpazo, haberlo advertido, y que a pesar de todo el golpe sorpresivo sucediera. Una de las amarguras más grandes que he sentido en mi vida fue ese día, el 10 de marzo de 1952.

Katiuska Blanco. En esa fecha mi mamá era una niña de siete años. Ella toda la vida recordó aquella mañana, porque bien temprano llegó a la casa una tía, se abrazó a mi abuela, y mientras lloraba repetía una y otra vez que Batista había dado un golpe de Estado. Tal vez en casa sintieron miedo por mi abuelo guiterista.

René Rodríguez, en un testimonio que guarda la Oficina de Asuntos Históricos, recuerda que el domingo 9 de marzo usted había regresado tarde a su pequeño apartamento, en el segundo piso del edificio de la calle 23 Nº 1511, e/ 24 y 26, en el Vedado. Me pregunto cómo supo la noticia, cuál fue su reacción, adónde fue, qué sintió, si temió por su familia, qué decidió hacer de inmediato. ¿Podría trazar el itinerario de sus emociones y horas de entonces?

Fidel Castro. Sí, aquel día regresé tarde, venía de Alerta. Dejé mi última e inflamatoria denuncia allí, y esperaba las reacciones al otro día, lunes 10 de marzo, cuando saldría el diario. Había cumplido con mi faena. La locomotora estaba a todo vapor, a todo tren en aquellos días; los planes marchaban excelentemente bien.

En horas más o menos de la madrugada, serían sobre las 5:00 de la mañana, antes del amanecer, me despertaron unos golpes terribles en la puerta de la calle: ¡Pam, pam, pam!; pero unos golpes tremendos, de alguien desesperado. Me levanté y abrí, a ver qué pasaba, quién era: ¡Rafael Díaz-Balart! Había venido a avisarme, a advertirme sobre lo que ocurría. Fue un gesto, digamos, positivo de su parte, porque estaba muy preocupado, y dijo: «¡Batista está en Columbia, tomó Columbia; Salas Cañizares es el jefe de la policía y Casals es jefe de la motorizada!». Se refería a los policías que yo tenía acusados y procesados por asesinato, a los cuales los tribunales les pedían 30 años.

Luego creo que me propuso: «Bueno, si tú quieres vamos a Columbia».

Lo mandé para el diablo. Reaccioné con gran irritación e indignación y lo mandé para casa del diablo. Me pareció un crimen, una traición tan grande que yo ni siquiera le di las gracias porque me hubiera venido a avisar, un poco porque temía quizás por mi vida. También sentí una amargura tremenda porque yo lo había advertido, me había dado cuenta de que Batista estaba conspirando y si me hubieran permitido denunciarlo no se hubiera producido el golpe. A Díaz-Balart no lo vi más después de aquel día. Entonces sí hubo una ruptura total y definitiva.

Lo que hice fue que me vestí, salí antes del amanecer, no se lo dije a nadie. Fui para la casa de Lidia, a unas dos cuadras de mi apartamento. Allí me sorprendió el amanecer mientras  escuchaba continuamente las noticias, observaba y analizaba los acontecimientos. Quería ver si existía alguna reacción, y si una parte del Ejército se levantaba. Vi un trasiego de gente armada en carros de todo tipo, soldados y policías en automóviles, a toda velocidad, por la calle 23, en una dirección y en otra. Oí alguna noticia de que en Palacio se habían producido unos incidentes al amanecer y la noticia de que Prío se retiraba,no hacía resistencia.

En los primeros momentos, muchos de los auténticos, Masferrer y toda aquella gente, fueron a la Universidad, en una supuesta actitud de oposición. Allí se reunieron los grupos armados e hicieron cierto bullicio.

Estuve observando los acontecimientos. Me pasé el día escuchando las noticias. Se hablaba hasta el mediodía de una posible resistencia en Oriente, que la guarnición de Santiago de Cuba se mantenía leal a la Constitución, que Conte Agüero habló allá por no sé qué lugar. Un sargento del Palacio Presidencial disparó contra una perseguidora, pero ninguna unidad del Ejército hizo resistencia. Yo estuve hasta última hora observando dónde esta se organizaba, consciente de que aquel gobierno estaba totalmente desmoralizado, que no resistía. El jefe del regimiento de Oriente fue el único en mantenerse firme hasta que, aproximadamente al mediodía, los tenientes y sargentos que oyeron que Batista había recibido el apoyo de todos los mandos militares, desarmaron a la jefatura y se sumaron también al golpe.

Masferrer y mucha de la gente de Prío, agrupados en la Universidad temprano en la mañana, a las 6:00 de la tarde estaban en el campamento de Columbia ofreciéndole respaldo a Batista. Los grupos auténticos reunidos con armas en la Universidad, finalmente la abandonaron y fueron para Columbia. Fue repugnante el oportunismo generalizado.

Todas las unidades militares se plegaron, Prío no hizo resistencia.

Aquel mismo día comencé a pensar por qué no hubo resistencia de nadie: el Partido Ortodoxo, todo el mundo quieto. La dirección ortodoxa no estaba preparada para un golpe. El que tenía que resistir, el gobierno, no resistió; Prío, se asiló en una embajada; los grupos gangsteriles que lo apoyaban terminaron sumándose al golpe de Batista; la única unidad militar que ensayó cierta resistencia duró nada más hasta el mediodía. En horas de la noche, Batista tenía el control total del país. Y yo ni siquiera un arma, nada; ni un cuchillo tenía el 10 de marzo. No se podía concebir momento más amargo y crítico. Estaba sin un centavo en absoluto como siempre, sin un arma, clandestino, y con mis enemigos en el gobierno y en la jefatura de la policía, sedientos de poder y llenos de ambiciones.

¿Cuál iba a ser la próxima reacción? Realmente no tenía ni a dónde ir, casi no tenía dónde esconderme. A aquellas al turas ni siquiera sabía si me andaban buscando. Lo suponía por aquel teniente esbirro, Salas Cañizares, recién nombrado jefe de la policía de Batista. Debía suponer que aquella gente rezumaba odio y ansia de venganza contra mí. Pero, afortunadamente, se sentían tan contentos con la proeza realizada y con el éxito alcanzado, estaban tan felices que no se acordaron mucho de mí. Tal fue la situación en medio de la cual se inició la nueva etapa.

Katiuska Blanco. Para colmo, a Batista se le ocurrió decir que se trataba de una revolución, la revolución libertadora del 10 de marzo.

Fidel Castro. Sí, por eso en lo primero que pensé fue en un manifiesto en contra de esas consignas que lanzó Batista. Al otro día, René Rodríguez me recogió en el hotel Andino, donde estaba desde la noche anterior. Ya René había estado haciendo averiguaciones, se reunió con un grupo de ortodoxos, y estuvo en la casa de Agramonte sin que se acordara nada en concreto. Entonces fuimos para la casa de Eva Jiménez, miembro del Partido Ortodoxo, donde comencé a redactar el manifiesto: «¡Revolución no, zarpazo!». Yo le había pedido a René que tratara de traerme papel y la máquina de escribir de la casa, pero fue imposible, allí estaban Díaz-Balart y unos policías que no le permitieron tocar nada.

Por la noche, mi hermano Raúl también se refugió en casa de Eva. Todo el día 12 me lo pasé escribiendo. No obstante, la tirada del manifiesto se demoró por la censura de prensa en los diarios. Fue Raúl de Aguiar, también ortodoxo, quien logró imprimirlo clandestinamente con la ayuda de Ñico López y Raúl. Eva consiguió reproducir varios centenares.

Lo firmé yo mismo, sin utilizar seudónimo: «¡Revolución no, zarpazo!»; «Patriotas no, liberticidas, usurpadores, retrógrados, aventureros sedientos de odio». Recuerdo de memoria algunos fragmentos, algunos pedacitos: «No fue un cuartelazo contra el presidente Prío, fue un cuartelazo contra el pueblo [...]. Su asalto al poder carece de principios que lo legitimen». Admito la teoría de la sublevación justificada, quería expresar que puede haber principios que la legitimen. «La hora es de sacrificio y de lucha, si se pierde la vida, nada se pierde; vivir en cadenas es vivir en oprobio y afrenta sumidos. Morir por la patria es vivir».

Fue la primera vez que hice un manifiesto. Lo distribuí junto a la tumba de Chibás, donde todos los meses nos reuníamos los ortodoxos. Con motivo del golpe nos reunimos allí. Ante la tumba arengué un poco y luego repartí el documento. Se metió la policía, se metió todo el mundo. Los golpistas adujeron que Prío estaba conspirando, que iba a dar un golpe de Estado, razón por la cual Batista se le adelantó, afirmando que se trataba de una revolución. Por eso dije la frase que lo sentenció: «¡Revolución no, zarpazo!». Muchos ortodoxos la escucharon allí por primera vez. Entre ellos Melba y Abel, a quienes conocí en aquella manifestación, entre la masa de gente nueva.

Recuerdo que cuando llegué al cementerio, el 16 de marzo, fue muy interesante porque la gran multitud trataba de protegerme, porque allí eran miles y miles de personas, y la llegada mía fue de una gran expectación y esperanza, se solidarizaron conmigo más que con ningún otro. Se puede decir que aquella masa estaba más bien protegiéndome, preocupada por mí. La policía permanecía un poco neutralizada por la gran multitud concentrada en el lugar.

Allí puse en situación embarazosa a los tribunales de la república que aceptaron el golpe, después que Batista había violado todas las leyes. En aquella época, ya tenía la teoría de que la revolución era fuente de derecho, por eso decía que esa no era una revolución. Argumenté mi posición: «No basta con que los alzados digan ahora tan campantes, que la revolución es fuente de derecho. [...] Esos serán siempre delincuentes comunes».

Katiuska Blanco. Es la primera vez que conozco al detalle esta historia. Del artículo [«¡Revolución no, zarpazo!»] que usted menciona recuerdo invariablemente un fragmento que augura lo que sobrevendría. Busqué el párrafo, dice: «Pero la verdad que alumbre los destinos de Cuba y guíe los pasos de nuestro pueblo en esta hora difícil, esa verdad que ustedes no permitirán decir, la sabrá todo el mundo, correrá subterrá nea de boca en boca en cada hombre y mujer, aunque nadie lo diga en público ni la escriba en la prensa, y todos la creerán y la semilla de la rebeldía heroica se irá sembrando en todos los corazones; es la brújula que hay en cada conciencia…».

Fidel Castro. El día 24 de marzo presenté ante el Tribunal de Urgencia de La Habana un recurso de inconstitucionalidad contra el régimen de Batista que acababa de instaurarse. Fue ya una acción legal. En ese recurso recordé todo lo que Batista había hecho, todo lo robado, y me pregunté qué diferencia existía entre Prío y Batista, para responderme: «Ninguna».

Era enemigo de todo el mundo; entre todas las cuestiones, hacía una y otra vez la misma interrogante, ¿qué diferencias hay?

Un día salió una hoja suelta firmada por Pardo Llada con un discurso panfletario; pero, bueno, creo que las dos cosas más importantes fueron el manifiesto «¡Revolución no, zarpazo!» y la denuncia ante el Tribunal de Urgencia. Claro, nadie me hizo ningún caso, dirían: «Este está loco»; y yo, sin prestar atención a lo que dijeran, iba preparando las bases jurídicas y políticas de la lucha armada contra Batista.

En los primeros tiempos también escribí para un periodiquito, El Acusador.

Katiuska Blanco. Leí su artículo «Yo acuso», publicado en ese periódico el 16 de agosto de 1952. Usted firmó con el nombre de Alejandro. 

Fidel Castro. Lo hacía más bien para incitar la repulsa popular y la denuncia; porque yo denunciaba continuamente, como diciendo: Bueno, cuando los revolucionarios tienen que defenderse por estar conspirando, ¿qué moral tienen los tribunales?

Creo que ya esto sentó las bases. Lo que acontecía era inusitado. Había una situación totalmente nueva que cambió el cuadro político del país. Desde el punto de vista ideológico impugné el golpe; establecí un fundamento político, legal, incluso, de la lucha contra Batista con el empleo de la fuerza. Yo no pensé nunca más en ninguna otra fórmula.

Hasta entonces tenía toda una estrategia, todo un programa revolucionario, pero con el golpe cambió radicalmente.

Supuse que las distintas fuerzas políticas del país se unirían para volver a restablecer la situación anterior; es decir, para restablecer la Constitución, que desde el 10 de marzo había desaparecido.

En aquel momento cuando tenía ya una estrategia revolucionaria, con toda una serie de ideas muy claras y muy precisas de cómo tomar el poder revolucionariamente para hacer la Revolución, me encontré de repente con que Batista había usurpado el poder para llevar a cabo una profunda contrarrevolución.

Entonces pensé que la respuesta natural de la población sería unirse; en primer lugar, pensé en el Partido Ortodoxo que era mayoritario, pensé en los demás partidos políticos desalojados del gobierno y en todas las fuerzas sociales ante un regreso oprobioso de Batista y su golpe reaccionario contra la Constitución; esta, a pesar de que nunca se aplicó plenamente, era progresista, bastante avanzada. La Carta Magna y las normas constitucionales tenían un gran prestigio en nuestro país. Se podría decir que eran algo acatado por todos, es decir, apoyado por todos, frente a los largos períodos de violencia, asesinatos, crímenes de la tiranía impuesta a Cuba por el imperialismo. En esencia la Constitución se mantenía y el proceso político también durante un breve período de tiempo. Prío no habría podido dar un golpe porque no tenía fuerzas para hacerlo, no lo seguía ni el 5% de la población. No tenía ningún prestigio en los cuerpos armados, no tenía Ejército, no tenía pueblo. Batista contaba con el apoyo de una pequeña parte de la población, la peor y más reaccionaria, entre un 15% y un 20% de apoyo del pueblo y el Ejército, y, sobre todo, el apoyo del imperialismo en plena Guerra Fría. Prío habría tenido que esperar a que llegara el final de su mandato después de las elecciones de junio de ese año, para las cuales faltaban solo algo más de dos meses y medio.

El proceso institucional y las elecciones eran ya una realidad en nuestro país. Aunque la mayor parte de la prensa era reaccionaria, los medios de difusión masiva estaban en manos de propietarios privados y tenían una línea maccarthista, anticomunista, reaccionaria; un individuo como yo podía ha blar por una hora de radio y escribir en un periódico: había un partido político, un cauce legal. Es decir, existía un proceso no agotado, que un día no lejano se agotaría, cuando un movimiento popular con mucha más conciencia, con mucha más fuerza y bien dirigido rompiera los cánones legales.

La anterior estrategia concebida por mí antes del golpe se producía en medio de una situación en la que el proceso político estaba bastante maduro para producir, con las masas, un enfrentamiento con el sistema económico y político impuesto a Cuba. El golpe de Estado obligaba a crear de nuevo el mínimo de condiciones necesarias para unir al pueblo y llevar la lucha por otras vías. La Constitución era entonces el único factor capaz de unir al pueblo para llevarlo a la lucha por la Revolución. Fue lo que ocurrió.

Pensé, como lo más elemental, que todas las fuerzas del país reaccionarían contra el golpe para conseguir el restablecimiento de la Constitución del país. Es decir, destruir el golpe de Estado se convertiría en el factor fundamental para la unión del pueblo.

Existían fuerzas suficientes a mi modo de ver, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), los obreros explotados, los campesinos sin tierras, los estudiantes y la inmensa mayoría del pueblo, que vivían en las más horribles condiciones, que se convertirían en los factores fundamentales de aquella lucha.

Otra cuestión importante: la dirección obrera una di rección oficial, puesto que los gobiernos auténticos de Grau y Prío habían desalojado por la fuerza a los comunistas de las direcciones sindicales y asesinado a numerosos líderes honestos y prestigiosos como Jesús Menéndez, para imponer dirigentes corruptos que obedecían la línea oficial, aquella CTC impuesta por la corrupción y la fuerza, era instrumento del partido del gobierno de Prío. La dirigencia corrompida de la CTC se pasó rápidamente al bando de Batista. Batista controlaba el Estado, las fuerzas armadas, los medios de difusión masiva; estableció la censura y controlaba, además, la dirección sindical, que no representaba a la clase obrera.

Pensé que las fuerzas obreras, estudiantiles, campesinas y todos los políticos honestos del país, se unirían en una lucha por recuperar la Constitución de la nación. Escribí los manifiestos porque estaba preparando condiciones para la lucha armada revolucionaria, pero no tenía ni un centavo ni un fusil ni un arma, ni siquiera el Partido Ortodoxo, porque aquel partido, muerto su fundador, carecía de una dirección fuerte. Yo era ya bastante conocido, tenía un determinado prestigio ante las masas, sobre todo ante las masas de aquel partido, pero nada más. Comencé a trabajar para una lucha que imaginaba se daría por parte de todas las organizaciones y partidos opuestos al golpe de Estado de Batista.

Pensé en los líderes oficiales del partido y los demás líderes políticos. Me preguntaba: ¿Qué hará ahora Millo Ochoa?, ¿qué hará Agramonte?, ¿qué harán todos los líderes políticos?, ¿qué hará Pardo Llada que todavía era vocero? Claro, no esperaba mucho de Pardo Llada, pero bueno, en tales circunstancias, dicho en el buen sentido del honor elemental, de la dignidad elemental, comenzaría a luchar en contra de Batista, porque no se concebía que nuestro pueblo pudiera resignarse a un golpe de Estado, a una vulgar dictadura proyanqui.

Inmediatamente, casi todos los sectores, los ricos, las asociaciones de empresarios, dueños de centrales azucareros, las empresas norteamericanas, todos aplaudieron a Batista y lo apoyaron.

Batista hablaba del orden, usaba un lenguaje anticomunista. Empezó a usar ese lenguaje, tan grato a los sectores propietarios de industrias, fincas, tierras, viviendas, negocios, comercios. Porque, efectivamente, el gobierno de Prío se había caracterizado por la anarquía, el caos, la violencia; y Batista enarboló la bandera del orden, tan agradable a los oídos de todos los burgueses y explotadores contra los obreros, las huelgas, y todo ese tipo de acciones. De aquella forma recibió el apoyo de la burguesía nacional, los terratenientes y los ricos.

Estados Unidos: ¡encantado, feliz!; porque aunque el Partido del Pueblo no era un partido comunista, aquellas fuerzas populares no les gustaban a los gobiernos norteamericanos; todo lo que fuera popular les resultaba sospechoso e inconve niente. Un gobierno como el de Batista era más seguro para los intereses de Estados Unidos.

Entonces se planteó ante el pueblo un desafío, aunque ya en la conciencia de nuestro país lo hecho por Batista no se aceptaba de ningún modo.

Era un momento de indefensión total, yo estaba convencido de que el pueblo no aceptaría jamás aquel golpe, aquel zarpazo, aquella traición. Nuestro pueblo no tenía una conciencia avanzada, socialista, marxista; pero, por lo menos, tenía una conciencia política y democrática suficientemente desarrollada, tradiciones de libertad demostradas durante mucho tiempo como para resignarse de forma apacible al golpe de Estado de Batista.

Katiuska Blanco. Comandante, entonces su situación política era vastamente compleja. ¿Usted confiaba aún en que el partido asumiera su papel?

Fidel Castro. Yo estaba en una situación muy especial, porque Batista era mi enemigo y los auténticos el gobierno derrocado también lo eran, y me culpaban del golpe de Estado, me culpaban de haber socavado el gobierno de tal manera que se facilitó el golpe. Yo no contaba con nadie, era enemigo de todas aquellas fuerzas, miembro de un partido del cual no era líder, dirigido por gente muy pusilánime, muy pacífica; sin embargo, consideré que el partido iba a luchar, me parecía que sus dirigentes tenían un mínimo de compromiso con el pueblo y que tendrían que responder ante Batista de la única forma que se podía responder: mediante la lucha armada y el empleo de la fuerza contra Batista. No veía otro camino que la lucha armada, pero concebí que dicha lucha iba a ser dirigida por los líderes de aquellos partidos. Comprendí, además, que Batista venía para quedarse, para saquear otra vez al país y establecer un régimen de fuerza indefinido.

Era lo que estaba meditando en aquel momento, no pensaba en dirigir una revolución, en hacer una revolución, sino luchar dentro del partido..., porque en esa situación en que todas las reglas cambiaron, una persona sola, en las condiciones mías, estaba totalmente desprovista de capacidad de acción: no tenía partido ni dinero ni recursos ni un órgano de prensa, nada en absoluto, solo contaba con los simpatizantes de siempre. Aunque habría que decir la verdad: muchos de aquellos simpatizantes tenían la seguridad, tenían desde el primer momento la esperanza de que actuaría conforme a mis principios, que no admitiría la situación.

Fue lo que me permitió que no resultara difícil mi tarea, cuando comencé a organizar las primeras unidades de combate entre los simpatizantes del Partido Ortodoxo para luchar unidos con las demás fuerzas políticas dispuestas a enfrentarse a Batista. Aparecieron pronto gentes valiosas como Abel Santamaría, como Montané y otros, que se acercaron a mí para ofrecerme su apoyo. Había, como siempre pensé, gente muy valiosa en aquella masa anónima del Partido Ortodoxo. En general, como regla, varios dirigentes estudiantiles muy celosos de sus prerrogativas, pensaban que se iba a repetir otra vez la historia de 1933 en la lucha contra Machado, y que la Universidad iba a ser la que la dirigiera. Entonces se desató un sentimiento muy fuerte de celo contra mí entre los líderes de la FEU. Antes del golpe del 10 de marzo tenían buenas relaciones conmigo, pero después se produjeron reacciones psicológicas que complicaban la tarea que me había propuesto llevar a cabo.

Entonces, tenía en contra a Batista en el poder, a los desa lojados del gobierno que me culpaban del golpe, y a dirigentes universitarios, a los que les dio por pensar que yo podía hacerles sombra. Reaccionaron con temor de que pudiera surgir alguien que ocupara el liderazgo.

A partir de estos factores, me vi obligado a comenzar de cero. Tuve que actuar casi clandestino con relación a los auténticos, que disponían de todos los recursos; filtrarles las organizaciones, filtrarles las fuerzas. No querían ni oír hablar de mí.

Un número de líderes universitarios, por su parte, no querían sombra de ninguna clase; querían ser ellos los dirigentes de la revolución; yo era «un político», afirmaban para descalificarme.

El Partido Socialista Popular, el único con una concepción  social revolucionaria, aunque siempre en la Universidad me trató con deferencia, nunca, con seguridad, dejaron de ver en mí al hijo de un terrateniente y al joven graduado de bachiller en un colegio aristocrático donde estudiaban los hijos de los ricos. Ellos tenían larga experiencia política para trazar su propia línea. De su librería recibía, sin embargo, los créditos para los libros de Marx y Lenin y otros autores, con los que adquirí mis conocimientos teóricos cuando era estudiante universitario, sin los cuales no habría sido un verdadero revolucionario en nuestra época.

Todos aquellos fenómenos los percibí casi repentinamente después del 10 de marzo; hacían mucho más difícil el problema, a partir del cual había que iniciar la lucha.

No estaba pensando entonces en dirigir una revolución, mi posición era desinteresada; no aspiraba a un liderazgo ni a una jefatura. Analizaba cómo podía contribuir a la lucha común para liquidar a Batista; cómo ayudar al desarrollo del espíritu revolucionario dentro del partido en que estaba enrolado desde su inicio. Yo imaginaba lo que debía hacer y cómo: estaría unido a todas las fuerzas en acción.

Renunciaba a toda pretensión de jefatura, de liderazgo de la revolución, estaba dispuesto a sumarme a todos los que lucharan para derrocar al régimen de Batista. Aquella fue mi actitud, no podía ser más desinteresada; sin embargo, en aquel instante mucha gente estaba pensando en términos de futuro,  en cargos, vanidades o intereses. Sí firmaba mis manifiestos, porque consideraba la necesidad de mostrar la posición que tenía, no de ocultarla. Era imperioso, además, orientar a la gente; si nadie decía nada, yo tenía que hacerlo.

Los primeros días tuve que actuar con prudencia, no podía hacerlo libremente, porque no sabía cuál iba a ser la reacción de Batista, cuál la de sus esbirros, porque ellos veían en mí a un potencial enemigo.

Pero ellos estaban tan eufóricos por su éxito, por su fácil triunfo, por su poder de nuevo, que incluso quisieron dar una impresión moderada. Batista, que tenía la experiencia de 11 años, conocía la psicología de nuestro pueblo, es indiscutible que dio instrucción inicial de mano suave. Mucho autobombo, mucho autoelogio, exaltación del patriotismo, mucha exaltación de Batista, el hombre, el salvador, el que salvó a la patria del río de sangre, el hombre democrático, el hombre bueno, el hombre que estaba contra la violencia, contra el odio aunque suprimió las libertades constitucionales, los derechos individuales y todo lo demás. Estaban tratando de vender el golpe de Estado al pueblo como una cosa buena y en los inicios no se caracterizaron por la represión. Digamos que hasta los mismos policías que yo había acusado, mostraron cierto respeto por mí; más que con odio, reaccionaron con respeto y mostraron generosidad. «No eran gente de sangre, no eran gente de venganza», porque Batista acusaba a Prío de ser hombre de  venganza, y «Batista quería estar en paz con todos, no tenía odio contra nadie, no buscaba venganza contra nadie». Era la imagen que favorecían.

Tenían todo el poder. En una primera fase llevaron a cabo una política moderada, cuidadosa, no represiva. Los estudiantes organizaron manifestaciones de protesta y los batistianos no tomaron la Universidad, no penetraron en la Universidad, no violaron la autonomía universitaria, respetaron todo eso al principio. Fueron cuidadosos para tratar de sumar, confundir y calmar, porque ellos sabían que habían cometido un acto muy grave y muy difícil de asimilar por nuestro pueblo.

Creo que Batista subestimaba al pueblo y yo no lo sobrestimaba, sino lo juzgaba con objetividad.

Las primeras semanas, e incluso podríamos decir los primeros meses, se caracterizaron por una gran moderación de los golpistas, en un intento de calmar las protestas, aplacar el disgusto, envueltos con sus partidarios en una atmósfera de felicidad por el éxito. No reaccionaron con violencia a las primeras muestras de desacato popular a la dictadura, al golpe. Aquello, desde luego, ayudó, porque aunque me estaban buscando, no se sabía muy bien por qué. Se inició un período en que no podía seguir en la casa: no podía vivir allí, además, no podía pagarla. Entonces me fui primero a casa de mi hermana Lidia, luego a otros lugares con mi familia.

En una etapa vivimos allá por El Cano, en las afueras de La Habana, en la casa de una señora también ortodoxa y amiga mía. Ella tenía unos muchachos muy malcriados. Allí estuve con Myrta y Fidelito unas semanas después del golpe, era una casa grande, en una finquita: pero ya yo salía, me movía, hacía contactos e iba por distintos lugares, andaba con cuidado pues el Ejército me estaba buscando. Por entonces había muchas delaciones. Quizás una de las cosas más terribles en tales circunstancias era que la gente, cuando no estaba bien definida, se acobardaba y delataba. A veces eran oportunistas. El caso es que no sé quién informaría que yo estaba en la casa en El Cano y un día que yo había salido llegó el Ejército y se llevó a Myrta y a Fidelito, que era chiquito, se los llevaron a los dos para Columbia y los tuvieron allí presos algunas horas.

Luego empecé a actuar con más naturalidad, no muy abiertamente, sino tanteando la situación; es decir, desde el primer momento me moví mucho, pero clandestino, y después, un poco más abiertamente. Creo que ayudó la idea del gobierno de crear un clima de garantía para todo el mundo. Otra circunstancia difícil que sobrevino fue que ya no tenía más crédito; porque ante la situación nueva totalmente, no tenía nada que ofrecerle ni al bodeguero ni a nadie. Lo único que les podía decir era que esperaran para ver cuándo yo les podía pagar las deudas; pero no podía pedir más nada. Me quedé sin casa, sin dinero, sin crédito, sin nada, nada. Era la situación que vivía entonces.

 

 
 
 
 

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