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México:
un destino desde la historia y la Revolución,
tras los pasos del Apóstol
en Estados Unidos,
estrechez económica,
rancho Santa Rosa, Alberto
Bayo, Gino Donne, Che al mando,
perfil del argentino, Emparan Nº
49 y Casa Bonita, el Cuate,
acechanzas, armas, casas-campamento, tirar bien,
detenido, un jefe mexicano amigo, polémica
del Che, México
brinda amparo
Katiuska Blanco.
—Comandante,
la primera vez que viajé
a México
lo hice por mar. Un grupo de jóvenes
salimos de la bahía
de
La Habana y navegamos por el golfo de México
hasta bordear por el sur las Islas Verdes. Luego de un amanecer
que opacó
las luces del faro Santiaguillo arribamos al puerto
de Veracruz, el 20 de noviembre de 1992.
Íbamos
a la nación
azteca con el
afán
de reembarcarnos por Tuxpan apenas cinco días
después
y recorrer de regreso la ruta legendaria del
Granma
en una expedición
a la historia. Entonces no pude visitar el Distrito
Federal. Emprendí
viaje al D.F. en noviembre de 2004. Recuerdo
que me impresionó
avistar desde el cielo los míticos
volcanes de picos nevados. En ambas oportunidades
recordé
algo que José
Martí
confesó
en sus cartas a María
Mantilla:
«Y
yo, temblar de miedo de que tú
no me quieras como aquí
me quieren».
Debieron amarle con fervor en México,
donde el bueno de Manuel Mercado y las niñas
de la casa le colmaron de atenciones. Comandante,
¿pesó
en usted la historia para irse a México?
¿Qué
ruta siguió
para llegar?
¿Cuáles
fueron sus impresiones?
¿Se
estableció
desde el comienzo en el Distrito
Federal?
Fidel Castro.
—Yo
diría
que en lo primero que pensé
entonces para definir México
como lugar de destino fue en la tradición
histórica
de relaciones entre las revoluciones cubana y
mexicana desde la
época
de las luchas por la independencia. José
Martí
y Julio Antonio Mella son figuras simbólicas
en dicha relación.
Los cubanos encontramos siempre hospitalidad allí,
además,
simpatizábamos
con la política
internacional mexicana de solidaridad con la causa democrática,
de lucha contra la tiranía
que tuvo su expresión
más
alta a raíz
de la Guerra Civil Española.
México
fue el
único
país
que mantuvo durante mucho tiempo después
de terminada la guerra, las relaciones
con la República
Española
y no reconoció
al régimen
de Franco; es decir, ejercía
una política
internacional seria.
No hay que olvidar que México
era el país
donde se hizo una gran revolución
en la segunda década
del siglo xx, revolución
que tuvo mucho prestigio, dejó
pensamientos progresistas en dicho país
y un gobierno estable; mientras que en las
demás
naciones del
área
se sucedían
las tiranías.
En tal etapa, en Santo Domingo mandaba Trujillo;
Jamaica no era un país
independiente; en Centroamérica
prevalecían
las dictaduras militares reaccionarias, y solo en
Costa Rica, una pequeña
nación,
existía
un gobierno democrático,
el de Figueres, pero con el cual no teníamos
relaciones.
Además,
influyó
la proximidad geográfica
y cultural de México.
Es un país
grande y, aunque no teníamos
relaciones con los políticos
mexicanos, confiábamos
en los tradiciona les vínculos
históricos
y en la política
mexicana. Contábamos
con la segura hospitalidad de su pueblo.
No esperábamos
cooperación
del gobierno de México:
tampoco pensábamos
realizar actividades abiertas que lo
comprometieran; no teníamos
lazos ni conocidos; pero no los
necesitábamos.
Lo que requeríamos
era un lugar donde trabajar,
reunir nuestro grupo, entrenarlo, que fuera el punto
de partida, donde pudiéramos
obrar discretamente, de forma
clandestina. Sin pretenderlo, violaríamos
la ley mexicana desde un punto de vista formal o técnico,
pero confiábamos
en la legitimidad moral de nuestras acciones, de
acuerdo con los ideales de ambas revoluciones: la mexicana y la
cubana, a lo largo del tiempo.
Era la primera vez que visitaba México,
lo conocía
por los libros, por la historia, por la revolución
y sentía
simpatía.
Claro, no conocía
a nadie allí,
de modo que me encaminé
a un mundo nuevo desde el punto de vista humano. Los
mexicanos tenían
sus preocupaciones cotidianas, en la mente de
ellos no estaban los problemas de Cuba, sabían
que había
un gobierno militar, no simpatizaban con tal gobierno,
pero eran decenas de millones de mexicanos enfrascados en sus
problemas, mientras yo llevaba en la mente un objetivo
único:
preparar la expedición.
Creo que fue Víctor
Hugo quien habló
una vez de una tempestad bajo el cráneo,
nosotros llevábamos
la revolución
bajo el cráneo,
pero aquel era un asunto nuestro.
Los mexicanos estaban en lo suyo, para ellos
éramos
extraños,
éramos
desconocidos, quizás
habían
oído
hablar algo de los sucesos del Moncada.
Salí
de La Habana en un avión
DC-6, pequeño,
de dos motores que parecía
un avión
lechero, porque iba parando en todos
los aeropuertos. Al cabo de una hora y media o dos
horas llegué
a Mérida,
porque esos aparatos iban muy despacio, tal
vez volaban a 200 kilómetros
por hora. Después
del aterrizaje me bajé
para ver el ambiente, fue la primera región
que conocí.
Luego viajamos a Ciudad del Carmen y no recuerdo a
cuántos
lugares más,
por lo menos, a tres aeropuertos a lo largo de
la península.
Ya al atardecer llegamos a Veracruz. En aquellos
lugares se veía
una naturaleza tropical: ríos,
lagunas, bosques espesos. En casi todas partes vendían
camarones
—parece
que era rica aquella zona en camarones—,
recuerdo que vendían
cócteles
de camarones picantes. En Veracruz busqué
un hotel económico
y allí
me hospedé.
Llevaba alrededor de 100 o 150
pesos.
Veracruz me recordaba un poco el puerto de La
Habana, la arquitectura española,
el ambiente español;
estuve por los muelles, el puerto. Ya yo estaba viendo puertos,
porque desde el primer momento tenía
que pensar por dónde
iba a salir de México
para regresar a Cuba.
En todas aquellas cosas iba pensando cuando
observaba la geografía
de Yucatán,
la vegetación
tropical, los ríos,
los distintos puntos, si estaba o no poblado, las vías
de comunicación,
etcétera.
Al principio pensé
que saldríamos
tal vez de Yucatán,
la península
más
cercana a Cuba; por eso analizaba
su geografía.
No pensaba trabajar allí
porque habría
sido difícil
hacer lo que nosotros pretendíamos.
El Distrito Federal de México
era una gran ciudad, donde resultaba más
fácil
llevar a cabo nuestras actividades; pero al final tendríamos
que buscar un punto de partida, ya yo iba observando todo
aquello. En Veracruz también
estudié
el puerto, cómo
eran los lugares. Recuerdo que localicé
a Fidalgo, un escultor cubano que
residía
allí
luego de haber sido atropellado por el régimen
de Batista en Cuba.
Katiuska Blanco.
—Sí,
a comienzos de 1953, Fidalgo esculpió
unas estatuillas con motivo del centenario del Apóstol,
al pie de las cuales se leía:
«Para
Cuba que sufre»,
y por tal razón
la policía
batistiana allanó
su estudio; entonces usted lo visitó
y preparó
un reportaje de denuncia que apareció
poco después
en las páginas
de la revista
Bohemia.
Chenard Piña
fue quien captó
las fotografías.
El material causó
gran impacto en la opinión
pública,
según
recuerda la periodista Marta Rojas.
Fidel Castro.
—Sí,
desde entonces conocía
a Fidalgo y fui a verlo, pero estuve realmente poco tiempo en Veracruz. Creo
que entre 24 y 48 horas, no más,
porque sentía
impaciencia por llegar a Ciudad de México
para estudiar la situación
y ponernos a trabajar; ya Raúl
estaba allá
con otros compañeros
y yo debía
entrar en contacto con ellos.
Por la mañana
temprano salí
en un
ómnibus
por carretera, son tal vez de 400 a 500 kilómetros,
iba observando con mucha curiosidad todo el paisaje, la población,
las costumbres, la arquitectura, los pueblos. La vía
era estrecha, no era una autopista lo que existía
entonces. La carretera iba subiendo
a la cordillera.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
sé
del esplendor vegetal de aquella región.
Nosotros hicimos el camino
únicamente
hasta la ciudad de Orizaba, muy próxima
al pico de igual nombre. A José
Martí
también
le impresionó.
Él
describió
maravillosamente el paisaje de la Gran Sierra Madre Oriental que
observó
desde la ventanilla de un tren en que viajaba con
igual rumbo que usted: la ciudad capital. Al escribir una
carta a su amigo Manuel Mercado habló
de la cordillera y del pintor que
había
sido novio de Ana, la hermana querida.
«Manuel
Ocaranza haría
en ese camino mucha falta: los que sienten la
naturaleza tienen el deber de amarla; las alboradas y las
puestas son el verdadero estudio de un artista; un pintor en
su gabinete es un
águila
enferma. Dígale
V. que es muy bella la salida
de Orizaba, y que la contemplación
de estas purezas haría
a su alma un bien incalculable. El hombre se hace inmenso
contemplando la inmensidad».
Fidel Castro.
—Sí,
la recuerdo como una sierra abrupta y de mucha
espesura, un paraje asombroso. Al cabo de siete u
ocho horas, ya al atardecer, llegué
a Ciudad de México.
Otra vez se repetía
la historia de la primera vez que salí
de Birán
para ir a Santiago; la primera vez que salí
de Oriente para llegar a La
Habana y, así,
aquella era la primera vez que salía
de Cuba para ir a México;
iba con mucha curiosidad hacia la famosa ciudad
azteca, de la cual había
oído
hablar tantas veces. Pasamos por
distintos pueblos, entre ellos, uno que se llama
Cholula, que tiene 365 iglesias; muchas iglesias, creo que dicha
ciudad tenía
una iglesia por cada día
del año.
Todo eso me lo contaban y me llamaba extraordinariamente la atención.
Ahora no recuerdo si en México
me esperaban o si fui directamente
hacia la casa de María
Antonia, donde ya radicaba un grupo de cubanos. Era un ciudadano del mundo que
recorría
aquellos lugares en medio de una gran soledad, pero
con mucho interés
en todas las cosas y, además,
tranquilo, sin preocupación;
tenía
la idea de lo que quería
hacer, convencido de que lo
íbamos
a hacer, pero primero debíamos
adaptarnos al medio, a la nueva situación,
a la ciudad, al país
y a sus costumbres.
Quizás
Veracruz se parecía
un poquito a la ciudad de La
Habana o a Santiago de Cuba, si se quiere. México
D.F. era otra cosa, una gran ciudad, la población
no era igual a la nuestra, con otra composición:
india, blanca y mezcla de españoles
con indios. El paisaje humano en Ciudad de México
no era similar al de ciudades de la isla: quizás
el nuestro es más
vivo porque la gente es más
ruidosa; en México
es más
callada, se refleja más
el carácter
de la población
indígena,
autóctona
de ese país.
Una ciudad ubicada en la altura, fría;
incluso la ropa que vestía
la gente era diferente. Se usaban sobretodos, muchas
mantas alrededor del cuerpo; se veía
una arquitectura y una población
diferentes. Una ciudad donde la vida era dura; pero
existía
también
la riqueza.
Había
un gran contraste entre la población
que tenía
que trabajar duramente para poder vivir y los grandes
edificios, la excelente arquitectura, moderna, rica, muy variada.
En México
era ventajoso tener dólares,
porque con un dólar
se conseguían
12 pesos y medio, y el valor del dólar
se elevaba. Era una política
del país
para atraer el turismo; yo tuve
eso en cuenta al viajar. El que llevaba dólares
consigo podía
comprar un poco más
barato.
En aquella
época
el turismo era una de las fuentes más
importantes de ingreso de México,
no tenía
las grandes cantidades de petróleo
que encontraron en
épocas
más
recientes.
A pesar de todo lo que había
hecho la Revolución
Mexicana, porque, en realidad, la población
mexicana había
crecido sostenidamente a un alto ritmo y por grande que
hubiese sido el esfuerzo de desarrollo que, efectivamente, hizo
la revolución
y que significaba un progreso indiscutible para México,
los niveles de vida de las grandes masas eran
relativamente bajos. Eso se podía
apreciar a simple vista. Las condiciones de
vida eran duras, más
duras que las de un trabajador cubano en
la ciudad o el campo.
En realidad nos agradaba la ciudad, la gente de México;
es decir, existía
entre nosotros un sentimiento de simpatía
hacia los mexicanos a pesar de que
éramos
extranjeros. Eran gente muy humilde, noble; es el recuerdo que tengo de la
población.
La lucha por la vida era dura, y esa lucha crea
cierto espíritu,
porque obliga a la gente a hacer muchos esfuerzos
para poder sobrevivir.
En el tiempo en que llegué
a México,
en 1955, me llamaron la atención
las carreteras, una gran cantidad de carreteras y
de hoteles, una excelente red de comunicaciones.
Pienso que asociada, desde luego, al turismo, su principal
fuente de ingreso en divisas en aquella
época.
También
habían
construido un gran número
de presas e hidroeléctricas;
se notaba un gran esfuerzo en la esfera hidráulica,
tanto para la electricidad como para el riego, y en la ciudad se veían
unas cuantas industrias importantes, grandes, desarrolladas; algunas
mexicanas y otras propiedad de las transnacionales. Todas las
empresas de automóviles
tenían
sucursales, industrias de ensamblaje;
las transnacionales tenían
igualmente una participación
en México.
Se podía
percibir un gran sentimiento nacional, sólido,
fuerte; un sentimiento patriótico,
orgullo nacional y, sobre todo, eran evidentes dos cosas: el orgullo por la
revolución
y un sentimiento de hostilidad hacia Estados Unidos
mucho más
grande que el existente en Cuba. Desde aquella
época
yo podía
apreciar la historia de las relaciones entre los dos
países,
la invasión,
la ocupación
de más
de la mitad de su territorio
y las intervenciones de Estados Unidos en México.
Todo eso creó
antipatía
hacia Estados Unidos, que se podía
apreciar fácilmente
en los ciudadanos mexicanos.
Los mexicanos vivían
orgullosos de la revolución
y reflejaban simpatía
y respeto por Lázaro
Cárdenas,
una figura política
que gozaba de gran reconocimiento popular.
Por entonces, Lázaro
Cárdenas
contaba con el apoyo unánime
en todos los sectores sociales, un gran prestigio
—no
estaba ya en el gobierno—,
pero se apreciaba un gran respeto
hacia su figura, todo el mundo se sentía
orgulloso de Cárdenas.
Mucha gente de pueblo hablaba de
él
y lo hacían
muy elogiosamente por su actitud patriótica,
nacionalista y por haber sido el autor de la nacionalización
del petróleo.
Claro, México
tenía
petróleo,
no sé
si exportaba algo en aquel tiempo, un poco, pero disponía
de petróleo
para el autoabastecimiento,
y, por supuesto, ya Ciudad de México
se caracterizaba por la existencia de un gran número
de automóviles,
unos importados, otros ensamblados en México,
y de turismo. Ya se veían
muchos hoteles, moteles, lo pude apreciar a lo largo de la carretera de Veracruz. El
turismo fundamentalmente era norteamericano; visitaban México
buscando el clima, el paisaje, la riqueza arqueológica,
la rica cultura mexicana, sus costumbres y playas.
No pude conocer todo eso, porque nunca fui, por
ejemplo, a Acapulco. No me interesaba por las atracciones turísticas,
mi pensamiento estaba concentrado en el trabajo que había
ido a hacer allí
y en la preparación
de nuestra expedición,
permanecía
al tanto de las noticias que llegaban de Cuba, del
trabajo revolucionario; no era el momento de disfrutar, como
habría
podido hacerlo en otras condiciones, de todas las
cosas maravillosas e interesantes de México,
porque es un país
que tiene muchas cosas extraordinarias: pintura, historia,
cultura, arquitectura, arte, arqueología,
y también
paisajes y lugares naturales muy bonitos. Incluso, hasta la comida
mexicana es muy rica, pero con mucho picante. A mí
me agradaba la comida mexicana.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en el 2004 probé
los tacos de huitlacoches que, según
María
Antonia, a usted le fascinaban.
Ella aseveró
una vez que ustedes los compraban en los quioscos
o tianguis a la salida de los toros.
Fidel Castro.
—Es
cierto que comprábamos
tacos en los quioscos, a mí
me gustaban mucho, los vendían
en todas partes, es algo muy peculiar, una comida típica
mexicana.
El toreo era algo totalmente nuevo para nosotros, a
Raúl
le gustaba ir y hasta quiso aprender a torear. Por
primera vez en la vida presenciábamos
un espectáculo
de tal
índole.
Realmente nos impresionaba, nos agradaba, era muy variado, de
mucho colorido, de intensas emociones. No sé
si los toreros eran buenos o malos. A nosotros, naturalmente, nos
parecía
que sabían
hacer su oficio a la perfección,
y la gente se entusiasmaba muchísimo.
Fuimos varios domingos a ver la corrida
de toros.
Pero en realidad, el recuerdo que guardo es el de un
país
muy interesante, de larga y rica historia. Para
nosotros aquel lugar era donde teníamos
la misión
de preparar la Revolución.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
de aquellos tiempos en México
usted escribió:
«Vivo
en un pequeño
cuartico y el tiempo que dispongo libre lo dedico a leer y estudiar […].
»La
norma básica
de mis pasos aquí,
es y será,
siempre, suma cautela y absoluta discreción;
tal como si estuviésemos
en Cuba».
En otra carta usted escribió:
«Los
primeros días
se pasan buscando dónde
acomodarme y adaptándome
al nuevo ambiente. Voy ordenándome
y pisando firme. En cuanto a recursos,
yo voy sosteniéndome
con los
últimos
fondos. Mis gastos personales son muy módicos
pero también
[cargo] con la comida a dos o tres buenos cubanos en esta. Se cocina en
casa de una señora
cubana. Nos alcanza con cualquier cosa. Llevo
una administración
rígida
de los centavitos que traje y espero
que con este sistema nadie pase hambre ni ahora ni
después.
El alojamiento cada cual lo tiene más
o menos resuelto a su manera».
Al leer sus palabras tengo la certeza de una cierta
estrechez económica
durante sus días
de México
y me pregunto,
¿cómo
consiguieron sobrevivir allí
durante tanto tiempo?
¿Cómo
hicieron para alquilar las casas-campamento, adquirir las
armas, sostener a los combatientes y adquirir el barco?
Todo parecía
un objetivo inalcanzable.
Fidel Castro.
—Sinceramente,
en los primeros tiempos teníamos
una situación
económica
muy apretada. Recuerdo que necesitábamos
imprimir y distribuir unos manifiestos y no teníamos
dinero. Para tal tarea tuvimos que hipotecar algunas
cosas.
Nunca pasamos hambre porque comíamos
en casa de María
Antonia. Estuvimos casi sin dinero, pero no fue un
período
demasiado prolongado. Pudo ser durante las primeras
semanas, los primeros meses; después
no teníamos
abundancia de dinero pero no vivíamos
una situación
de hambre o de mendicidad. El grupo aumentaba, de Cuba mandaban fondos, las
recaudaciones se elevaban, y aquello nos permitía
ir resolviendo lo esencial para vivir; además,
llevábamos
una vida austera, dedicados por entero a la causa.
La vida en México
no era muy cara y quien llevaba dólares
salía
beneficiado por un intercambio modestamente
favorable; como los salarios eran bajos, las cosas no eran muy
caras y el que llevaba un dólar
compraba mucho más
en México
que en Cuba, o adquiría
con un dólar
mucho más
en México
que en Estados Unidos. Nosotros teníamos
la ventaja que de Cuba nos mandaban dólares
y eso nos ayudaba.
Éramos
un grupo no mayor de 20, no era mucho el gasto.
El más
significativo fue el de adquirir algunas armas y las
prácticas
de tiro; pero ni siquiera resultó
tan caro. La casa de María
Antonia era el sitio de encuentro conocido.
Íbamos
y almorzábamos
allí
casi todos los días.
María
Antonia cocinaba arroz, frijoles; yo también
a veces cocinaba. Recordando mis hábitos
en la prisión,
de vez en cuando preparaba los frijoles negros, arroz y también
mis espaguetis. Pero había
un problema: como México
está
a una altura de dos mil y pico de metros, a tal altura el agua no
hierve a los 100 grados, hierve a los 90 grados, entonces
cuesta más
trabajo cocinar el arroz, había
que freírlo
primero, era una técnica
que aplicaban los mexicanos por las características
del país.
Al principio me hospedé
en un cuartico chiquitico en un
local cercano. Allí
estaba solo; pero iba a comer a casa de María
Antonia. Aquel cuarto era muy pobrecito, estaba en
un edificio donde el alquiler salía
más
barato.
Cuando ya fuimos un grupo más
numeroso y trabajábamos
activamente, tuvimos que alquilar apartamentos o
viviendas en distintos lugares, una especie de casas de
seguridad más
caras. El alquiler era una de las cosas que más
nos costaba. Nuestra gente a medida que crecía
vivía
en grupos y, en general, las ofertas de viviendas eran para capas
medias de población.
Resultaba muy difícil
encontrar otro tipo de residencia.
Se trataba de edificios de apartamentos en barrios
de clase media, algunos nos convenían
porque tenían
garaje y así
íbamos
directamente al garaje si había
que sacar un arma y transportarla. Se necesitaban determinadas
condiciones: garaje y cierto aislamiento.
La comida no era cara; las armas sí,
pero las comprábamos
en armerías
a precio comercial, porque no se trataba de
armas de guerra sino que nosotros mismos las convertíamos
en eso. También
gastábamos
en municiones y alquiler de algunos
autos. La gasolina no resultaba cara y el alquiler
de automóvil
tampoco. No comprábamos
automóviles,
puesto que para nuestras actividades era mejor cambiar de
carro. Claro, al principio no disponíamos
de ninguno; ya cuando contábamos
decenas de hombres y movíamos
armas, sí
disponíamos
de vehículos,
pero rentados, algo más
seguro.
En realidad, los principales gastos no eran la
alimentación
y la ropa, eran las viviendas, ubicadas en
área
residencial por las razones que expliqué.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el hecho de que México
fuera el lugar ideal para la preparación
de la expedición,
no quería
decir que ustedes estuvieran exentos de peligro.
¿Es
así?
Fidel Castro.
—A
pesar de ser el
ámbito
propicio, no carecíamos
de peligros; nos acechaban perennemente. De ello se
encargaba la legación
diplomática
batistiana allí,
que disfrutaba a su vez de múltiples
ventajas en dicha nación.
De acuerdo con las dimensiones del país
y lo populoso, no resultaba difícil
atentar contra nuestras vidas, tal como había
ocurrido mucho antes con Mella, a quien asesinaron sicarios enviados
desde Cuba por Machado. Allí
era de algún
modo natural la violencia, porque
México
había
sido y seguía
siendo un país
estremecido por ese mal. Ello nos obligaba a extremar las medidas de
precaución
contra posibles agresiones. Debíamos
cuidarnos de los agentes de Batista, porque podían
denunciar nuestras actividades ante
las autoridades mexicanas o agredirnos. Teníamos
que andar con sumo cuidado. La situación
nos obligaba a vivir en la clandestinidad,
eso para nosotros no era tan difícil,
perfectamente adaptados como estábamos
porque ya lo habíamos
hecho en Cuba bajo el gobierno de Batista. Actuábamos
con extremo cuidado, con mucha discreción.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
como para los cubanos revolucionarios,
México
era lugar de refugio de hombres y mujeres
progresistas de todas partes: republicanos españoles,
guatemaltecos, puertorriqueños
independentistas, italianos insurgentes,
norteamericanos de izquierda…
¿Tal
circunstancia de hospedaje solidario puede considerarse como un fruto
de la Revolución
Mexicana?
Fidel Castro.
—México
es un país
de tradición
hospitalaria para la gente democrática
y progresista de Latinoamérica
y del mundo, aunque no todos los períodos
políticos
de su historia fueron iguales. Tras la Revolución
Mexicana se fortaleció
dicha tradición
de acogida. La mexicana fue una revolución
profunda, una revolución
antifeudal, una revolución
social de gran trascendencia.
Cuando llegamos, ya los mexicanos habían
nacionalizado el petróleo,
otra medida de gran significado; su Constitución
era la más
avanzada de toda la región;
el movimiento campesino mexicano había
sido el de mayor prestigio continental; la
Revolución
Mexicana fue el acontecimiento más
trascendente después
de la independencia de América
Latina, pienso que fue la revolución
más
radical que hasta entonces se viviera en
nuestra región.
Por aquellos días
en que estábamos
allí
se reunieron en México
muchos grupos de latinoamericanos, en
cuyos países
se había
entronizado la dictadura militar: dominicanos,
cubanos, venezolanos, peruanos, nicaragüenses
y guatemaltecos, gente de todas partes; porque México
fue un lugar de asilo de los perseguidos políticos
de América
Latina, y tenía
un gobierno estable desde la consolidación
de la revolución.
Claro, en cierto momento tuvimos dificultades en México;
si al fin y al cabo hubiera sido imposible trabajar
allí,
habríamos
tenido que buscar otro sitio, tal vez Costa Rica, o
algún
otro país.
Pero el lugar ideal y además
próximo
a Cuba era México,
aunque surgieron dificultades serias y tuvimos que
modificar los planes. Por ejemplo, inicialmente pensábamos
recaudar el dinero con la colaboración
de la población,
pero no pudimos reunir ni todo el dinero ni todos los
hombres que necesitábamos.
El problema era más
bien de recursos, y a pesar de que la
idea concebida no era en modo alguno exagerada, no
pudimos realizarla. Fue un bello plan, no tan ambicioso.
Katiuska Blanco.
—Unos
meses después
de su llegada a México,
usted realizó
su segundo viaje a Estados Unidos. Otra vez me
viene a la memoria José
Martí,
su labor como delegado del Partido
Revolucionario Cubano y su amplio periplo por
ciudades estadounidenses para reunirse con los emigrados. Le
anticipo mi mirada: le reconozco a usted como alguien de
solemnidades entrañables,
fiel a lo heredado del alma patriótica.
Tengo la sensación
de que seguía
los pasos del Apóstol.
Iba como rindiéndole
tributo con la movilización
por Cuba,
¿estoy
en lo cierto?
Fidel Castro.
—Sí,
en el viaje a Estados Unidos reconozco una
cierta influencia histórica,
el recuerdo de la lucha de Martí
mientras organizaba a los emigrados cubanos para
alcanzar la independencia de Cuba.
Los hombres muchas veces queremos repetir la
historia, aunque las condiciones sean muy diferentes. Pensaba
que existían
cubanos, unas cuantas decenas de miles de cubanos,
quizás
más,
que vivían,
más
o menos, en los mismos lugares
que en la
última
guerra de independencia. Todos ellos habían
salido de Cuba como emigrados económicos,
la inmensa mayoría
lo era. Me parecía
elemental organizar a los emigrados,
para que nos dieran apoyo político
y económico
en la lucha revolucionaria. Pesa el elemento histórico;
más
de una vez influyó
en nosotros, durante la guerra. En cierto momento
tratamos, por ejemplo, de reeditar la invasión
desde Oriente hasta Occidente, hasta que me percaté
de que no era la estrategia
correcta.
Los acontecimientos históricos
tienen siempre mucha influencia, sobre todo en la gente joven, cuando
todavía
está
muy deslumbrada por las hazañas
de nuestros próceres,
y no se toman en cuenta las diferencias entre una
época
y otra.
Viajé,
efectivamente, por los lugares donde estuvo Martí:
Nueva York, Filadelfia…
Conmigo iba Juan Manuel Márquez,
quien se había
sumado al Movimiento cuando salimos de la
prisión.
Era un líder
de la ortodoxia en Marianao. Un muchacho
muy valioso.
Además
del impulso patriótico
de seguir los pasos de José
Martí,
existía
la necesidad objetiva de recaudar fondos; aunque
finalmente no pudimos reunir grandes cantidades,
pero alguna ayuda recibimos. Los emigrados cubanos cubrieron
nuestros gastos para que pudiéramos
realizar lo que nos habíamos
propuesto al viajar a Estados Unidos. En realidad no
se podía
esperar que aquella gente reuniera mucho dinero; no
obstante, lograron discretos recursos y nos ayudaron. Cuando
los cubanos daban un peso tenían
que hacer un sacrificio muy
grande, la vida allí
era muy cara y los salarios no muy altos.
Trabajaban en hoteles, restaurantes, fábricas,
industrias, e indiscutiblemente ganaban poco; no podían
ayudar con mucho dinero, pero fueron generosos, espléndidos,
dondequiera que llegábamos.
No pudimos hablar uno por uno con todos
los que estaban allí,
quizás
hablamos con unos cuantos cientos
de cubanos y dejamos organizado el Movimiento, sobre
todo, con vistas a que contribuyeran posteriormente al
esfuerzo revolucionario, tanto en el terreno político
como en el económico
y en el reclutamiento de personal.
Podríamos
decir también
que mi viaje tenía
el objetivo de dar a conocer un poco más
la situación
en nuestro país.
También
desde Estados Unidos había
más
comunicación
con Cuba que desde México;
por otro lado, siempre repercutía
más
lo que se hacía
en Estados Unidos que lo realizado en México;
además,
existía
una comunicación
mayor con nuestra gente en la isla.
No son muchos los detalles que recuerdo de aquel
viaje, sí
sé
que estuve en Nueva York, Filadelfia, en Cayo Hueso
y en Miami; creo que fue de Miami que regresé
a México
otra vez, no me acuerdo en qué
línea
aérea.
Hubo en Nueva York, por parte de los cubanos, una
gran acogida; parábamos
y comíamos
en sus casas. Ellos organizaron
una serie de actos y crearon los primeros grupos de
colaboración
con el 26 de Julio, porque el Movimiento era una
organización
nueva. Un poco imitábamos
lo que había
hecho Martí
en su
época,
creando grupos; seguíamos
la misma forma de organización,
nuclear grupos de cubanos que apoyaran
al Movimiento 26 de Julio. Fueron surgiendo los
primeros grupos con aquellas familias simpatizantes, algo
parecido a los clubes revolucionarios que tenía
el Partido Revolucionario Cubano de Martí.
El trabajo fue fundamentalmente político:
buscar el apoyo, proyectar también
la campaña
revolucionaria con relación
a Cuba y reunir algunos fondos, si no en aquel
momento, en los meses futuros. A mí
me daba mucha pena pedirles a aquellos
cubanos; desde luego, se les solicitaba una pequeña
contribución,
pero eran en su mayoría
muy pobres.
Visitamos a mucha gente en distintas partes, se
realizaron actos a los que, aunque no eran muy masivos, a veces
asistían
unas cuantas decenas de cubanos, y en algunos de
ellos, cientos de compatriotas.
Pronuncié
discursos y sostuve conversaciones personales
con otras personas. En realidad, pude darme cuenta
de que los cubanos llevaban condiciones de vida muy duras; eran
gente muy humilde, muchos procedentes del interior del país,
al gunos de La Habana, familias emigradas por razones
económicas.
Claro, en aquella
época,
antes del triunfo de la Revolución,
existía
un riguroso límite
al número
de cubanos que podía
entrar a Estados Unidos, alrededor de 5000 al año,
tal vez menos, no recuerdo la cifra exacta; era una cantidad
reducida la de los que podían
entrar y establecerse en Estados Unidos, y la cifra
de cubanos que deseaban vivir en Estados Unidos y
buscar allá
el trabajo que tanto escaseaba aquí,
era muy grande; pero entonces no existía
una revolución,
Estados Unidos no tenía
interés
en atraer el mayor número
de cubanos posible, para privar al país
de esos recursos como ocurrió
después.
En general, era gente muy modesta, que debía
trabajar muy duro; muchos de los cuales necesitaban hasta dos
empleos para poder vivir. Casi todo su tiempo lo absorbían
las interminables horas dedicadas al trabajo, el
esfuerzo de trasladarse de donde residían
a los lugares de trabajo en el metro;
realmente, llevaban una vida difícil
y se dolían
mucho de que en su propio país
no pudieran encontrar ocupación.
El desempleo, fundamentalmente, expulsó
a aquella gente hacia Estados Unidos; vivían
en Nueva York, New Jersey, y una vez que estaban allí
trataban de llevar a los familiares.
Pero no se adaptaban a esa vida fatigosa.
Una parte de aquellos cubanos después
vino para Cuba; algunos se quedaron en Estados Unidos, pero eran
simpatizantes de la Revolución.
Las emigraciones anteriores, las viejas
emigraciones, eran simpatizantes de la Revolución.
Los que se fueron después,
al menos una parte utilizó
como pretexto la Revolución
para que les dieran permiso de entrada a Estados
Unidos.
Pero en todas partes, tanto en Nueva York como en
New Jersey, en Filadelfia, en Cayo Hueso, en Miami, nos
recibieron con entusiasmo. En Filadelfia era un grupo más
reducido. Aquella ciudad era famosa desde la
época
de la Guerra de Independencia y por eso llegamos allá.
En aquel período
organizamos los primeros grupos y reclutamos militantes del
Movimiento.
Lógicamente,
yo disponía
de una visa por un tiempo limitado
en Estados Unidos. Todavía
no me explico cómo
me dieron la visa después
del Moncada y del discurso
La historia me absolverá,
en lugar de impedirme la entrada. No sé,
tal vez el gobierno de Estados Unidos nos subestimó
en tal momento, o nos catalogó
como unos idealistas, románticos,
sin ninguna perspectiva de alcanzar el gobierno. Posiblemente
consideraban a Batista un gobierno sólido,
inconmovible; se preocupaban
por los grandes partidos políticos,
porque si internamente los grandes líderes
políticos
nos subestimaron antes del ataque
al Moncada, era evidente que en Estados Unidos no le
dieron ninguna trascendencia a dicho episodio y
consideraban que nuestro grupo era indigno de que se le prestara
atención.
Observé
allí
un clima político
reaccionario, anticomunista, pero en relación
conmigo me ignoraron; en realidad me
alegraba de que no me hicieran ningún
caso, de que me olvidaran por completo. Era lo más
conveniente para nosotros. Por
suerte, no le dieron ninguna importancia al
Movimiento; incluso, al final de nuestra guerra tampoco se la dieron,
aunque ya habían
elaborado planes para eliminarme. Para ellos fue una
circunstancia extraña.
Estaban preocupados por otros problemas.
Después
del triunfo de la Revolución
siguieron subestimándonos.
Al principio no era de esperar que en fecha tan
temprana como en el mes de octubre de 1955, el grupo de
cubanos exiliados en México
que habían
recorrido Estados Unidos, pudieran
constituir algún
peligro para el gobierno de Batista y
menos para los intereses de la nación
norteña
en la isla.
No salíamos
ni en los periódicos,
de nosotros no se ocupaba nadie, ni el gobierno ni la prensa de Estados
Unidos. Si acaso salía
alguna noticia sobre nosotros, era en algún
periodiquito pequeño
de habla española
con una breve declaración.
No aparecíamos
en los grandes cintillos de los diarios; quizás
alguna foto, alguna noticia de los cubanos. Y, además,
una parte de dicha prensa estaba a favor de Batista, una
parte de los periódicos
editados en español
recibía
dinero de Batista.
Cuba era un país
demasiado sometido a Estados Unidos y
en extremo dependiente de
él,
para que alguien pensara que
alguna vez se podía
hacer una verdadera revolución
aquí.
Tal es mi apreciación
del pensamiento de ellos en aquel momento.
Cuando se me venció
la visa regresé
a México,
nunca pensé
quedarme en Estados Unidos, bajo ningún
concepto, porque me sentía
mucho más
seguro en México.
Sabía
que en Estados Unidos no podría
organizar una expedición
a Cuba, era muy difícil
y remota la posibilidad de hacerlo, por los
problemas del idioma y muchos otros factores: con seguridad ya
entonces existía
bastante maccarthismo en Estados Unidos.
Probablemente, mientras estuve allí
chequearon mis actividades,
pero no tuve dificultades; de manera normal cumplílo previsto hasta que terminó
el recorrido y regresé
a México.
Lo hice muy contento, muy satisfecho de la recepción
que tuvimos, la acogida, el apoyo de los cubanos. Fue muy bueno
el recorrido.
Aquel viaje fue un
éxito
grande desde el punto de vista político
y modesto en lo económico
porque acudimos a personas muy pobres, gente humilde. Creo que la suma que
recaudamos fueron 1000 dólares
o algo así.
En México
tuvimos que usar el crédito,
al igual que lo hicimos antes del Moncada, porque al comprar las armas,
entrenar a los hombres, sostener la vida cotidiana de la
gente, alquilar las casas, se incurría
en gastos.
Finalmente, regresamos 82 hombres con una sola arma
automática,
después
nos quedamos con mucho menos, porque
éramos
un grupito chiquitico. Esto demuestra que nuestras
ideas eran correctas, porque si usted supone que va
a iniciar una lucha armada guerrillera con 300 hombres y 300
armas automáticas,
y la comienza con 82 hombres y un arma automática,
y después
solo reúne
siete armas otra vez, puede llevar
a cabo la lucha y obtener la victoria; entonces,
nuestras ideas eran muy correctas, al menos no excesivamente
optimistas. La realidad es que resultaron mucho más
optimistas que las elaboradas por nosotros estando en la prisión.
Claro, esta idea de llevar a cabo la guerra irregular en las montañas
nació
de las concepciones elaboradas cuando el Moncada como
alternativas previstas si el gobierno de Batista podía
sostenerse, a pesar del golpe tremendo que pensábamos
asestarle el 26 de julio de 1953.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
cuando visité
Ciudad de México
en noviembre de 2004, acompañada
por Antonio del Conde (el Cuate), de quien seguramente usted nos
hablará
después,
recorrí
muchos lugares que anhelaba conocer desde
hacía
tiempo: Emparan N.o
49, el bosque de Chapultepec, el
edificio de Pedro Baranda, el Monumento de la
Revolución,
las avenidas Reforma e Insurgentes, algunas de las
direcciones de las casas-campamento, la tienda de abarrotes Las
Antillas, Xochimilco, la casa bonita de los Jardines de San
Ángel
donde en otro tiempo residían
Orquídea
Pino y Alfonso Gutiérrez
(Fofo); la armería
del Cuate, los volcanes Popocatépetl
e Iztaccíhuatl,
la casa de Arsacio Vanegas y el rancho Santa
Rosa, entre otros…
El día
de la visita al rancho Santa Rosa en Chalco,
almorzamos en un pequeño
establecimiento conocido como la Casa de
los Quesos. Recuerdo que en las paredes del local
había
grabados, ilustraciones y mapas que mostraban imágenes
antiguas de Ciudad de México.
Algunos explicaban cómo
en otro tiempo fluían
las aguas de las montañas
hacia el lago Texcoco. No olvido los doilis de papel cromado con estampas y
recuentos de las posadas mexicanas, fiestas que son una vieja
costumbre popular con procesiones, plegarias y canto de
villancicos. Poniendo el recuento de dicha tradición
a la vista de los comensales
intentan rescatarlas del olvido. Allí
fue donde el Cuate me habló
de Alberto Bayo y de su gestión
para conseguir el alquiler del rancho San Miguel, al que los futuros
expedicionarios llamaban Santa Rosa como una medida de seguridad.
Fue legendaria la presencia de los jóvenes
cubanos en la localidad y la de un argentino. Allí
todavía
se cuentan historias verdaderas
e imaginadas sobre ellos.
Fidel Castro.
—Alberto
Bayo era un republicano español
captado por nosotros para trasmitir conocimientos y
experiencias guerrilleras. Era militar, pero también
en un tiempo pasado había
luchado en Marruecos contra los independentistas
marroquíes,
quienes usaban tácticas
de lucha guerrillera, y así
fue como
él
adquirió
bastante experiencia. Además
era un hombre muy entusiasta. Efectivamente, a través
de un conocido suyo rentamos el rancho para los entrenamientos.
Siempre he dicho que tenía
cosas de Quijote y, al mismo tiempo,
la filosofía
mundana de Sancho Panza; era un hombre de gran
espíritu,
carácter,
voluntad y disciplina, muy conversador, en
fin: un español
de pura cepa.
Katiuska Blanco.
—Fueron
muy pocos los extranjeros que ustedes
reclutaron.
¿Es
así,
Comandante?
Fidel Castro.
—A
nuestros combatientes, los reclutaba el Movimiento
en Cuba. Al inicio contábamos
con un grupo que era del 26, incluso, algunos llegaron a México
antes que yo. Muy pocos eran extranjeros, el Che fue una excepción;
al igual que Zelaya, el mexicano que nos pareció
un muchacho bueno, entusiasta.
También
reclutamos a Pichirilo [Ramón
Emilio Mejía
del Castillo], un dominicano, navegante, que yo había
conocido en la expedición
de Cayo Confites. Realmente esos fueron
los
únicos
tres extranjeros. Después
supe por ti del italiano aquella vez que me preguntaste por
él.
Katiuska Blanco.
—Sí,
Comandante, el italiano venía
como un cubano más,
comisionado por el 26 de Julio desde Cuba, y por
eso quizás
no supo entonces de su nacionalidad. Recuerdo
nuestra conversación
en enero de 1994, usted consultó
primero al
«jefe
de los veteranos»
como llamó
a Jesús
Montané,
y luego al investigador Pedro
Álvarez
Tabío
para conocer datos de la historia y el paradero del italiano
expedicionario del
Granma.
Conoció
así
que el partisano Gino Donne Paro
logró
evadir el cerco del Ejército
batistiano tras la dispersión
en Alegría
de Pío
y, unos años
después,
en 1961, cuando la invasión
por Playa Girón,
escribió
una carta a Celia en la cual
expresaba su disposición
de venir a nuestra patria a defenderla
de la agresión
yanqui. En 1994, Gino vivía
en la Florida y precisamente por eso, de nuestra parte se guardaba
discreción
sobre su paradero para ahorrarle hostilidades en su
lugar de residencia. Tal fue la razón
por la que nunca escribí
sobre
él,
a pesar de que desde Italia me llegaron datos
recopilados por un periodista llamado Gianfranco Ginestri, quien
forma parte de los movimientos de solidaridad con Cuba;
él
se dio a la tarea de investigar y localizar a los parientes
del
único
europeo enrolado en la
«Aventura
del Siglo»
como denominara el Che a la expedición
del yate
Granma.
Ginestri, gentilmente, me hizo llegar siempre los resultados de sus
pesquisas y toda la información
recopilada. Sé
que Gino ya murió,
pero antes estuvo una
última
vez en nuestro país,
ocasión
en que se le reconoció
como viejo compañero
de armas y expedicionario.
Fidel Castro.
—En
realidad, para una acción
como la que
íbamos
a hacer nosotros, era mejor escoger cubanos.
Incluso, los cubanos en aquella
época,
no querían
que los mandara nadie que no fuera cubano.
Recuerdo que una vez designamos al Che como
responsable en una casa donde había
balas, armas y entrenamiento. Lo
seleccionamos por su seriedad, su sentido de la
responsabilidad, y algunos cubanos no estuvieron de acuerdo. Se
presentó
el problema de que como era extranjero, los
combatientes no asimilaban tener que cumplir sus
órdenes.
Katiuska Blanco.
—Sí,
fue en el rancho Santa Rosa. El comandante
Ramiro Valdés
me contó
la historia.
Él
fungía
allí
como segundo del Che y recuerda cómo
este por su parte se sorprendió
y consideró
inmerecido el nombramiento, pues entre
los hombres que mandaba había
moncadistas a quienes consideraba con una trayectoria combatiente más
destacada. Tal manera de ver las cosas ratificaba su valía,
¿verdad,
Comandante?
Fidel Castro.
—Claro,
yo apoyé
al Che y les hice una crítica
muy fuerte a los compañeros
porque no querían
que un extranjero les diera
órdenes.
En un movimiento político,
nacional, revolucionario, siempre será
preferible contar con los propios
ciudadanos del país,
porque son más
fáciles
las relaciones, la organización,
la subordinación,
la obediencia.
En general, a la gente no le gusta que le den
órdenes,
pero las aceptan un poco mejor si se las está
dando un compatriota, que si se las da un extranjero. Nuestra gente no era
suficientemente avanzada en aquella
época.
Después
no, después
nadie dudaba de luchar junto al Che y recibir
órdenes
de
él,
después
que alcanzó
un prestigio como buen soldado, como hombre
valiente; pero al principio, cuando no se le conocía
—lo
nombré
más
bien por su disciplina, por su cultura, por su
conciencia política—,
y entonces, no fue tan fácil
que lo aceptaran.
Para una tarea como la que nosotros
íbamos
a llevar a cabo, en las circunstancias en que la
íbamos
a realizar, lo más
adecuado era trabajar con los nacionales, porque aquella no
era una misión
internacionalista o una misión
como las brigadas internacionales en la Guerra Civil Española,
sino una misión
nacional, en el territorio nacional, y para eso lo
mejor era utilizar al personal cubano.
Muchas veces nos enviaban a compañeros
que tenían
problemas para actuar en la clandestinidad. Los
compañeros
del 26 en Cuba seleccionaron, en general, gente muy
buena y decidida. Al final también
tuvimos en cuenta algunas características
físicas
de acuerdo con nuestro criterio sobre la capacidad
combativa, como todos no podían
venir en la expedición,
algunos tuvieron que quedarse en México.
Otros estaban presos en el momento de la salida como Pedrito Miret.
En el barco no cabíamos
todos, los fuimos seleccionando
por categoría,
contando con los que más
se habían
destacado en el entrenamiento, y ya después,
quedaba una
última
categoría:
el peso. Entre los que no se habían
destacado notablemente, tuve que escoger a los que eran más
bajitos y más
flaquitos para poder embarcar una mayor cantidad de
hombres. Puede que hayan sido alrededor de ocho los que se
escogieron por el peso.
Pienso que entre los 82 había
alrededor de 40 que tenían
condiciones de jefes y se habrían
destacado como tal. La otra
mitad no tenía
las mismas condiciones, pero estaba entrenada
y dispuesta a venir.
A algunos como Camilo, que estaba por California, lo
enviaron a México
en los
últimos
días.
La selección,
en lo fundamental, la había
hecho el Movimiento en Cuba, y el Movimiento
también
escogía
a veces hombres que ya estaban corriendo riesgos
en Cuba .
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en la estremecedora carta de
despedida que le dejó
el Che,
él
recuerda el día
que lo conoció
en casa de María
Antonia y, muy breve pero magistralmente,
traza un perfil de su personalidad, pero usted,
¿cómo
recuerda al joven que conoció
en casa de María
Antonia?
¿Por
qué
razones lo admitió
en el Movimiento en una sola pero larga
conversación?
Fidel Castro.
—Cuando
llegué
a México,
ya los compañeros
allí
conocían
al Che. Recuerdo que Raúl
y
Ñico
López
hablaban de
él,
del médico
argentino que había
estado en Guatemala.
Cuando lo conocí,
él
andaba sin dinero y pasando mucho
trabajo. Tenía
un empleo modesto en un hospital, donde hacía
algunos experimentos, desarrollaba investigaciones
como médico;
pero también
recorría
las calles del D.F. como fotorreportero
deportivo de una agencia latina.
Lo recuerdo vestido muy humildemente. Padecía
de asma y era, en realidad, muy pobre. Para entonces sentía
una gran indignación
por la invasión
de los yanquis a Guatemala, y a
demás
de eso, todos los domingos se iba para el volcán
Popocatépetl
a tratar de subirlo.
Tenía
un carácter
afable y era muy progresista, realmente
marxista, aunque no se encontraba afiliado a ningún
partido. Desde que escuché
hablar del Che me percaté
de la simpatía
que despertaba en la gente. Con estos antecedentes
lo conocí
y lo conquisté
para que se uniera a la expedición
del
Granma,
a nuestro grupo revolucionario.
Era una persona muy modesta, amistosa y noble; con
todas aquellas cualidades despertaba simpatía
y se hablaba del Che con cariño.
Nadie sabía
entonces que iba a hacer después
todo lo que hizo y convertirse en lo que es hoy: un
símbolo
universal.
Era un bohemio latinoamericano, había
salido a conocer el mundo, a correr su suerte en los caminos, una
gente joven, progresista, revolucionaria, que venía
de Guatemala indignado por lo que ocurrió
allí.
Lo reclutamos como médico
de nuestra expedición,
era el propósito
principal.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿y
cómo
se organizó
en México
la acción
clandestina?
¿Dónde
se realizaban las reuniones?
Fidel Castro.
—Sí,
primero las citas, casi todas tenían
lugar en casa de María
Antonia, en Emparan N.o
49, y luego en la de Alfonso Gutiérrez
López
(Fofo) y su esposa Orquídea
Pino, en San
Ángel.
Fueron las casas más
utilizadas por nosotros.
Claro que existieron otras muchas, porque necesitábamos
ocultar armas, y en numerosas ocasiones cambiarlas
de un sitio a otro. Además,
utilizamos lo que llamábamos
casascampamento, donde residían
por grupos los jóvenes
que se preparaban para la expedición.
A no ser aquellas dos casas, centros para reunirnos
y cambiar impresiones, todas las demás
eran solo conocidas por quienes permanecían
avecindados, y no se empleaban para
establecer contactos ni como sitio de reunión,
pues debíamos
mantenerlos en la clandestinidad; unas para mayor
seguridad de nuestros compañeros,
y otras para seguridad del armamento
que conseguíamos,
las que solo muy pocos y compartimentadamente
conocían.
Todo el que llegaba de Cuba iba a la de María
Antonia
—no
a la de Fofo, en San
Ángel—,
donde luego vivieron mis hermanas
y Fidelito por un tiempo.
En una
época
no tuvimos dificultades con la policía
y en otra sí.
Tal circunstancia diferenció
nuestra vida en México,
la cambió
radicalmente. Desde el comienzo tuvimos que andar
con cuidado, pero después
debimos extremar las precauciones,
pues los agentes de Batista nos seguían
los pasos. Existía
el riesgo de que secuestraran y hasta asesinaran a
alguno de nosotros. Era una realidad latente. También
podían
utilizar en aquel empeño
elementos delictivos propiamente mexicanos,
mafiosos, gente del país
dispuesta a todo. Por tales razones
debíamos
actuar con suma discreción.
Todo lo relacionado con las armas y las municiones
lo compartimentamos. Unos compañeros
conocían
algunos lugares y otros conocían
otros. Nadie sabía
la ubicación
de todos los arsenales. El
único
que sí
sabía
todos los detalles, dónde
estaban las armas, cuántos
éramos
en total, en qué
casas se ubicaban los grupos, etcétera,
era yo y algunos que permanecían
junto a mí,
como Cándido
[González]
y [Jesús]
Chuchú
Reyes que escoltaban o conducían
el vehículo.
Cándido
era de Camagüey
y un excelente cuadro de esa provincia.
También
debíamos
proteger a nuestra gente. En mi caso,
se suponía
que cualquier acción
planeada por Batista iba a estar
fundamentalmente dirigida contra mí
que no estaba clandestino; por tal razón,
tras las primeras semanas de estancia
en México,
nunca más
viví
solo. Yo iba a casa de María
Antonia y a todos los lugares, pero me movía,
cambiaba de lugar; y siempre vivía
alguien conmigo. Después
que Montané
se casó
con Melba, yo vivía
con ellos.
Tampoco podíamos
portar armas sino con extremo cuidado,
porque llevarlas nos podía
acarrear problemas, aunque en
cierto momento lo hicimos porque la situación
se tornó
muy peligrosa, no sabíamos
si alguien iba a atentar contra mí,
y ante cualquier autoridad tampoco teníamos
certeza de que en verdad se tratara de una acción
del gobierno mexicano, pues
aun siendo una persona oriunda del país
y con cargo de policía,
podía
tratarse de un agente de Batista.
Las medidas que adoptamos fueron insistir más
en la discreción,
cambiar frecuentemente de lugar donde dormir. Nos
movíamos
de una casa a otra. A veces
íbamos
en dos autos por si pasaba algo, pero casi todo el tiempo estuvimos
expuestos a la agresión
de agentes de Batista o a algún
conflicto con la policía
mexicana; sobre todo a partir de que tuvimos algunos
tropiezos.
Katiuska Blanco.
—Cuando
estuve en México
insistí
en visitar el campo de tiro Los Gamitos, pero esa instalación
ya no existe y la gran ciudad se estableció
en sus predios. Sé
que remaban en el lago del bosque Chapultepec, ascendían
cerros y caminaban por las amplias plazoletas del Monumento de la
Revolución;
también
que tenían
entrenadores como Arsacio Vanegas y el
esposo de María
Antonia, Dick Medrano. Comandante,
¿podría
referirse más
ampliamente a los entrenamientos?
¿Cómo
se desarrollaron sin alarmar a nadie, especialmente
los de tiro?
Fidel Castro.
—Realmente,
los entrenamientos físicos
y de tiro los desarrollamos dentro de la ley como el resto de
las actividades. Existía
el campo de tiro Los Gamitos, adonde acudíamos
habitualmente.
Después
dispusimos una finca no lejos de la costa, al norte
de Tuxpan... Ya ni me acuerdo bien de los nombres.
Fueron los tres principales lugares de entrenamiento. Aparte de
que Bayo daba cursos de guerrilla a un grupo, entre los
cuales estaban el Che, Raúl
y otros compañeros.
Los Gamitos se ubicaba a las afueras de Ciudad de México,
donde los deportistas aficionados al tiro iban a
disparar en varias modalidades
—tiro
al pollo, a 100 metros; tiro al guajolote,
a 200 metros, y tiro al cordero, a 300 o 400 metros—;
existían
varios de aquellos campos. Tenía
una altura, luego un valle, después
otras alturas; un lugar muy bonito.
Nosotros nos hacíamos
pasar por deportistas aficionados
al tiro. Allí
conocimos a alguna gente, y también
tipos de armas y mirillas telescópicas.
A veces participábamos
en los disparos al pollo, al guajolote, al cordero; no dejaba de ser
un tiro difícil,
porque sin fijar el arma, a pulso, es difícil.
Hacíamos
un tiro de guerra, de francotiradores. Casi nunca tirábamos
a los animales; disparábamos
a unos platos a 100, 300, 400 y hasta
a 800 metros. Principalmente hacíamos
disparos de francotiradores
con el arma apoyada. Con la mirilla telescópica
conseguía
romper un plato de perfil a 600 metros. Llegamos a
adquirir experiencia y habilidad en el tiro. El Che
era también
buen tirador.
Cuando llegaba la gente nueva de Cuba, los llevábamos
al campo de tiro, era una de las primeras cosas que hacíamos:
el entrenamiento.
Queríamos
que la gente fuera especialista en tiro, para
el tipo de guerra que pensábamos
desarrollar, sobre la cual,
por cierto, no teníamos
gran experiencia, solo ideas. Pronto
conocimos que era muy difícil
conseguir armas automáticas,
muy difícil;
las
únicas
armas con que podríamos
contar serían
armas de caza de alto poder. La posibilidad de
adquirir armas automáticas
fue una de las primeras
«ilusiones
perdidas»,
creo que así
se titulaba una de las novelas de Balzac. Pensábamos
disponer de un número
de fusiles con mirilla, y convertimos
a cada uno de nuestros hombres en un francotirador,
en un especialista en tiro. Pudimos ir adquiriendo
algunas armas de este tipo, de cacería;
de las que usaría
Hemingway en
África
para cazar elefantes, búfalos,
leones, armas con mirilla telescópica;
es decir, convertimos armas deportivas en armas
de guerra.
Cuando, por ejemplo, venía
alguna gente nueva, para inspirarle
confianza, yo ponía
a un compañero
de Oriente, de la provincia de Holguín;
su nombre era Miguel Sánchez,
pero le llamaban el Coreano porque decía
que había
combatido en la guerra de Corea o algo de eso, pero estaba contra
Batista.
El Coreano no era alguien de mucho pensamiento, sino
un muchacho al que le gustaba la acción
y, por lo menos, tenía
una gran confianza en nosotros como tiradores. Poníamos
al Coreano a un pie de distancia de una botella, es
decir, a 12 pulgadas de la botella estaban las piernas del
Coreano y yo le disparaba a la botella. La nueva gente que llegaba
se queda ba asombrada de aquello. Claro, lo hacía
con mucho cuidado, usaba el mismo fusil, me cercioraba de que los
órganos
de puntería
estuvieran correctos y usaba el mismo tipo de bala
para descartar cualquier variación
y, entonces, disparaba desde
un punto apoyado, en posición
de francotirador. Nunca un disparo dio entre la botella y las piernas del
Coreano. Lo hice decenas de veces, lógicamente,
para demostrar la eficacia de
aquella arma a la gente que llegaba nueva; o cuando
poníamos
un plato a 800 metros, o lo poníamos
de perfil a 600 metros,
¡de
perfil!, rompíamos
el plato de perfil. Habíamos
logrado con dichos fusiles una precisión
absoluta y aspirábamos
a una buena efectividad en el tiro entre nuestros hombres,
a quienes inspirábamos
confianza así.
El Coreano quería
poner la botella entre las dos piernas,
quería
pararse con la botella en el medio, pero eso sí
no lo acepté
nunca.
Íbamos
casi todos los días
a Los Gamitos; tres, cuatro horas,
transcurrían
casi sin darnos cuenta. Al final, los problemas
nos obligaron a buscar otros campos de
entrenamiento, sitios no tan conocidos o frecuentados, porque si no
la policía
hubiera estado chequeándonos
y al tanto de que seguíamos
organizando y entrenando a nuestros hombres.
No imaginas el peligro que era aquella gente con
tales armas. Si se hubiera querido disparar contra alguien, a 600
metros no se hubiera fallado; incluso a más
distancia, hasta a 800 metros,
los disparos eran certeros. Nosotros habíamos
adquirido una nueva especialidad, la especialidad en el manejo de
fusiles con mirilla telescópica
de francotiradores. Yo diría
que era el punto en el que estábamos
más
avanzados; es decir, en la capacidad
de hacer blanco sobre cualquier cosa a cualquier
distancia. Claro, nosotros pensábamos
en la guerra de guerrillas.
Recuerdo que después
del ataque al Moncada, cuando tratábamos
de llegar a las montañas
para continuar la lucha, las
armas con las que contábamos
eran unos fusiles 22 y unas escopetas
con las que no podíamos
alcanzar a los soldados relativamente
a poca distancia de nosotros. Si entonces hubiéramos
tenido el tipo de armamento que conseguimos en México,
habría
implicado una ventaja tremenda.
Pusimos, por eso, más
énfasis
en la puntería
de la gente, en su entrenamiento como francotiradores. Si no teníamos
armas de guerra automáticas,
teníamos
que compensarlo con un máximo
de eficacia en el uso de las armas. Después
conseguimos dos fusiles antitanques de la Segunda Guerra
Mundial, pero nada más
teníamos
cinco balas. No era tan fácil
conseguir municiones para aquel armamento. Fue una gestión
de Antonio del Conde,
el Cuate,
pseudónimo
con el que lo trataba para evitarle riesgos.
El Cuate, el mexicano que nos ayudó
en la adquisición
de las armas, era dueño
de una armería
y, por tanto, un buen conocedor.
Además,
tenía
relaciones en aquel mundo.
En Los Gamitos y otros lugares nadie sospechaba que
éramos
revolucionarios, y a los que estaban allí
no les importábamos
para nada. No reparaban en nosotros. Así
fue largo tiempo. Parecíamos
gente de dinero, fanática,
porque
éramos
clientes asiduos del campo de tiro, y así
la instalación
prosperaba. Iban conmigo seis, siete, ocho o diez compañeros,
grupos pequeños
que rotaban para no llamar la atención.
El Cuate nos fue muy
útil,
nos ayudó
mucho.
Él
nos facilitó
la adquisición
de las mirillas telescópicas,
50 mirillas belgas compramos una vez. La mayor parte de los fusiles se
los compramos a
él
o a través
de
él;
compramos también
algunos fusiles semiautomáticos,
serían
como 10 Remington; teníamos
un fusil Garand semiautomático
igualmente, una Thompson calibre 45,
única
arma automática
de la que disponíamos.
Aspirábamos
a que cada uno de los combatientes tuviera
una mirilla telescópica,
o casi todos; el que no tuviera un arma
automática
que contara con una mirilla telescópica,
pero tuvimos dificultades y perdimos algunas cantidades de
armamento; al final embarcamos en el yate 52 mirillas telescópicas.
Eran nuestras armas más
temibles, de una precisión
absoluta, y en las que yo más
confiaba. Aunque era bueno disponer de algunas
armas semiautomáticas,
pero, en aquellas condiciones
pudimos adquirir muy pocas. Lo ideal habría
sido tener, quizás,
un 80% de fusiles automáticos
y un 20% de mirillas telescópicas,
más
o menos, si hubiéramos
podido escoger.
Pero al no disponer de armas automáticas,
las más
peligrosas que teníamos
en nuestras manos, las más
eficientes, eran los fusiles de mirilla telescópica,
y los compramos con la colaboración
de aquel armero mexicano a quien ganamos
para la causa y que se portó
con mucha lealtad y seriedad.
También
participó
en la compra del barco y la casa en Santiago
de la Peña,
en Tuxpan.
Ya
él
sabía
que
éramos
revolucionarios, pero colaboró
con nosotros, aunque las armas eran su negocio,
él
no lo hacía
solo por eso, sino por amistad personal con
nosotros. También
nos ayudó
a comprar los dos fusiles antitanques.
Habíamos
pensado trasladar algunas armas desde
Estados Unidos, adquirirlas allí,
pero se hizo muy difícil;
sobre todo, a partir del momento en que
éramos
chequeados constantemente por la policía
mexicana.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
a pesar de todas las medidas
que tomaron para no llamar la atención,
a usted y a otros compañeros
los detuvieron y estuvieron presos varios
días.
¿Podría
narrar tales hechos?
Fidel Castro.
—Nosotros
actuábamos
clandestinamente, y cualquier actividad de tal
índole
no es tolerada por las autoridades
de un país,
por sus propias leyes internas y por
sus obligaciones internacionales. Muchos mexicanos
podían
sentir simpatía,
pero existían
relaciones diplomáticas
oficiales entre el gobierno de México
y el de Cuba; la tolerancia por parte de México
de esa clase de actividades
habría
parecido una violación
de la ley, de las normas internacionales,
una forma de intervención
en los asuntos internos de Cuba; de modo que el gobierno mexicano,
las autoridades mexicanas, estaban obligados a hacer
cumplir las leyes mexicanas y las leyes, las normas y las
obligaciones internacionales; y sobre todo su política,
entonces muy celosa, de lo que se conoce como no intervención
en los asuntos internos de otros estados.
De modo que la policía
o el gobierno mexicano no necesitaban
que Batista los estimulara para actuar con severidad
en relación
con nosotros, en primer lugar. En segundo
lugar, en México
existían
varias policías,
unas más
estrictas que otras, más
serias que otras, más
eficientes que otras; la de más
fuerza y más
profesionalidad era la Federal, una
dependencia del Gobierno Federal. También
existía
una Policía
Secreta. Batista logró
alguna penetración
en la policía
secreta, mediante sobornos y distintas formas;
alguna gente del lugar trabajaba para
él.
Batista disponía
de algunos espías
entre los cubanos radicados en México,
y yo sentía
mucha desconfianza de alguna de aquella gente. Después
se comprobó
que uno de los que trataba de relacionarse con nosotros
—y
tenía
vínculos
personales con algunos de nuestros compañeros,
porque se hacía
presentar como muy buen amigo—,
era un
agente de Batista, que había
sido policía
en la Universidad de La Habana y asesinado a un teniente de la policía;
estaba en México,
y yo le tenía
mucha desconfianza, por determinada
observación
psicológica
en su forma de actuar.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿usted
se refiere a Evaristo Venereo?
Fidel Castro.
—Sí,
él
había
estado el día
del golpe de Estado de Batista en Columbia, después
se hizo pasar por revolucionario
en La Habana, luego mató
a un teniente de la policía
universitaria y se fue, cayó
preso, se escapó
extrañamente
de prisión.
Era, indiscutiblemente, un individuo hábil
para hacerse presentar como amigo de la gente. Tal vez era ya agente de
Batista cuando públicamente
apareció
en Columbia, la mañana
del 10 de marzo.
Batista tenía
la cooperación
de alguna gente en la Policía
Secreta de México,
pero no en la Federal. Afortunadamente,
tuvimos el incidente con la Policía
Federal, lo cual consideré
bastante casual.
Ya entonces teníamos
noticias de algunos planes de Batista,
chequeos que no sabíamos
si se trataba de la policía
mexicana o gángsteres
mexicanos pagados por Batista con el fin de
secuestrarme, y adoptamos ciertas medidas de
seguridad. Estábamos
en estado de alerta. Cierta vez, en una casa de
seguridad, se observaron algunos movimientos extraños,
decidimos no salir en el carro, sino a pie de la casa, porque
teníamos
que movernos. Avanzamos como dos o tres cuadras
hacia una avenida donde un carro tenía
que recogernos antes de cruzarla.
Vimos algo extraño
por allí
y le dijimos al chofer del carro:
«Sigue».
La oscuridad era grande. Entonces continuamos por
la misma calle después
de cruzarla. Ya era casi de noche.
Claro, no iba solo, nos repartimos, yo iba delante
con otro compañero,
detrás
iba Ramirito como a 50 metros; pero parece
que por allí,
por alguna casualidad, andaban uno o dos carros
de la Policía
Federal y les pareció
extraño
aquel movimiento. Entonces, cuando el otro compañero
y yo
íbamos
llegando a otra esquina donde había
una casa en construcción,
vimos un carro que venía
en la dirección
contraria, frenó
ruidosamente y de
él
se bajaron varios hombres; me puse detrás
de una columna para impedir lo que parecía
un secuestro, suponía
a Ramirito detrás
de mí,
y fui a sacar una pistola automática
con peine de 20 tiros.
Creía
contar con Ramirito a 50 metros detrás.
¿Qué
hizo la Federal de Seguridad? Operó
de forma perfecta, parece que
llegaron en dos carros: uno lo situaron delante, al
llegar a la esquina bajó
a los hombres; el otro venía
detrás,
a 80 metros más
o menos del primero, capturó
a Ramiro y bajó
a sus hombres. En el momento en que yo estaba sacando el arma, un
hombre de la Federal me puso la pistola en la nuca y
no me permitió
moverme. Estaban bien entrenados los hombres de
aquella institución.
Yo estaba bien posesionado tras las co
lumnas del edificio en construcción.
Era un barrio de ricos, casi despoblado. Este episodio lo conté
en detalles al comandante nicaragüense
Tomás
Borge, aparece en el libro
Un grano de maíz.
Fue mucho mejor que las cosas ocurrieran así,
porque si se produce el combate, habríamos
podido matar a tres o cuatro
hombres de la Federal, creyendo que se trataba de
unos gángsteres
o agentes de Batista.
¡Qué
clase de problema habríamos
creado! Fue muy peligroso aquel momento, tanto
porque pudieron matarnos como porque habríamos
podido matar a varios policías
mexicanos que demostraron ser cumplidores
y serios.
Inicialmente, las autoridades creyeron que se
trataba de gente fuera de la ley, de eso sí
pude percatarme; pensaron que
éramos
una organización
de contrabando en negocios ilícitos,
una agrupación
no política
sino delictiva. Fue su primera
idea, y cuando comenzaron a interrogarnos y a
identificarnos, comprobaron que
éramos
cubanos y se dieron cuenta de que
no se trataba de delincuentes comunes en actividades
ilícitas,
sino de revolucionarios en misiones políticas,
comenzaron a vernos con mucho más
respeto.
Un día
te expliqué,
Katiuska, que cuando nos arrestaron en
México
en el año
1956, hace ahora más
de cinco décadas
y media, el problema de la droga no existía
allí.
Entonces la Policía
Federal de Investigaciones luchaba contra el
contrabando de mercancías
en la frontera de México
con Estados Unidos. Era su principal problema. Batista no tenía
influencia alguna en tal institución.
Por el contrario, la Policía
Secreta era corrupta, la tiranía
batistiana tenía
influencia en ella y la utilizaba para tratar
de conocer las actividades de los revolucionarios
cubanos en tierra azteca.
Por puro azar, fue la Policía
Federal la que nos capturó
allí.
Aquella vez te expliqué
en detalles la singular historia que
puso en riesgo nuestro colosal esfuerzo
revolucionario. No deseo alargar mucho este recuento; pero es necesario
agregar que hoy, el creciente tráfico
de estupefacientes y de armas
sofisticadas
—estas
últimas
procedentes de Estados Unidos—
constituye un terrible problema que cuesta la vida a
miles de mexicanos cada año.
Ambos fenómenos
fueron creados por la vecina nación
del Norte.
Pero bueno, en 1956, al lado del contrabando de
mercancías,
las actividades políticas
de los revolucionarios cubanos
carecían
totalmente de importancia.
Claro, los de la Federal buscaron todo, registraron
todo. A quienes tenían
encima algún
papelito les seguían
exhaustivamente la pista; si conocían
una dirección,
rápidamente
enviaban un equipo de hombres a investigar; si
encontraban a alguien perteneciente a la organización
lo arrestaban; si hallaban armas consideraban que su tarea constituía
un
éxito.
Se percataban de que habían
descubierto algo importante.
En mi opinión,
y sigo pensando así,
nuestro incidente con la Policía
Federal de Seguridad fue casual, fortuito, porque
seguí
y vi cada reacción
de ellos. Claro, cuando creyeron que tenían
algo importante a mano, como Policía
Federal se sintieron en la obligación
de actuar y, como consecuencia, en la prensa
salieron noticias de carácter
espectacular: una gran conspiración
contra el gobierno de Batista, alijos de armas,
actividades, etcétera;
la prensa empezó
a agitar en relación
con los hechos. Batista feliz, por supuesto, con tales
informaciones.
La Policía
Secreta de México,
corrompida hasta la médula,
estaba ayudando o propiciándolo
todo. Fue una suerte que se
tratara de la Policía
de Seguridad la que actuara, sobre todo
por dos razones: primero, esta era una policía
más
seria, más
profesional, con más
sentido de su función
institucional; segundo, porque en ella figuraba un hombre que después
resultó
ser amigo nuestro; el hombre que nos capturó,
el capitán
que por pura casualidad realizó
la acción
y dirigió
la investigación.
Primero, ellos querían
que nosotros les diéramos
datos; no se los dimos, como era de suponer. Todo el mundo
permaneció
muy firme, nadie dijo nada.
Ellos hicieron ver que nos iban a torturar; en
cierto momento nos llevaron a cuartos separados, empezaron
interrogatorios con simulacro de torturas: ponga los brazos así,
haga así,
qué
sé
yo, lo hacían
para atemorizarnos, y vieron a todos
preparados para resistirlo.
Parece que les impresionó
la serenidad de nuestra gente,
con una mentalidad muy diferente a la del
delincuente común,
debido a la motivación
revolucionaria; les impresionó,
les inspiró
respeto y, a medida que pasaban las horas e incluso,
los días,
fueron sintiendo más
respeto, más
consideración
por nosotros. Ahora, eso sí,
se mostraban interesados en desenredar
aquello completamente, capturar hasta el
último
cubano y la
última
arma. Y bueno, a decir verdad, a partir de nosotros
no pudieron apresar a ningún
cubano, los que arrestaron fue
porque encontraron pistas, bastaba una dirección,
un número
telefónico,
cualquier cosa.
Raúl
y un grupo se dieron cuenta de que estábamos
presos y pasaron a la clandestinidad, entonces a una parte
importante de la gente no la pudieron capturar. Pero en Chalco,
en el rancho Santa Rosa, teníamos
un grupo como de 15 o 20 compañeros,
allí
era donde se encontraba el Che. Ellos sabían
de antemano la existencia del campamento, por
papeles y otras evidencias; preguntaban, preguntaban y no
conseguían
ninguna información.
Estaban empeñados,
ya por orgullo profesional,
en capturarlo todo, aún
sabiendo que
éramos
revolucionarios que nos organizábamos
para actuar contra Batista.
Entonces fueron atando cabos y encontraron algunas
casas con armas; y atando cabos otra vez, descubrieron dónde
estaba el rancho, dónde
se encontraba un grupo con armas que cumplía
una etapa de entrenamiento.
A una parte importante de nuestro personal no la
pudieron apresar, y la mayor parte de las armas tampoco;
sobre todo un lugar que conocíamos
Cándido
y yo nada más,
donde se escondía
el grueso de las armas; no vivía
nadie allí
y estaban ocultas decenas de armas. Varios lugares no cayeron,
y la casa donde estaba el mayor número
de armas tampoco, a pesar de
que a mí
me habían
agarrado el papelito que Cándido
me puso con el teléfono
de la casa, en un bolsillo de mi saco, donde
quedó
olvidado. Y como no me acordaba de aquello, llevaba
como tres o cuatro días
o más
con aquel papel guardado, y
cuando la policía
me capturó
me lo quitó.
Nunca como norma he tenido papeles ni libreta ni direcciones, nada,
¡jamás!,
era mi costumbre; por eso, cuando vi que la policía
tenía
el papel, y como siempre ellos seguían
meticulosamente cada detallito,
cada dirección,
cada nombre, cada cosa; yo creí
que iban a encontrar la casa, pero fue tal vez la
única
pista que no siguieron, a pesar de que me la encontraron a mí
en el bolsillo. Debieron averiguar a quién
pertenecía
aquel número
de teléfono,
mas no lo hicieron. Y una policía
meticulosa, rigurosa, que siguió
todas las pistas, no siguió
aquella que yo llevaba en el bolsillo.
Bueno, fue mi preocupación,
realmente, durante muchas horas, durante muchos días,
hasta que comprobé
que no habían
seguido dicha pista. Hay que decir que cada vez que
encontraban algún
arma, se estimulaban más
a seguir buscando.
Empatando cabos y completando piezas, descubrieron
el rancho donde estaban el Che y su grupo, y dijeron:
«Ya
sabemos
».
Porque ellos me preguntaban veinte cosas. Hasta
apostaba con ellos, yo le decía
al capitán:
«No,
no saben».
Hasta que me dijeron:
«Está
en tal punto, en tal lugar
—el
lugar exacto—,
y ahora vamos para allá».
Les pedí:
«Yo
quiero ir, porque si ustedes se presentan allí
puede tener lugar un tiroteo y
no nos conviene, a ustedes ni a nosotros, que eso
suceda. Me dejan a mí
ir delante y garantizo que no habrá
resistencia, que no se va a entablar un tiroteo».
¡Y
hasta eso!, porque nuestra gente estaba armada a las
órdenes
del Che, y de repente, si los
rodeaban, lo más
probable era que hicieran resistencia; se habría
armado un tiroteo y habría
sido muy grave.
Al final quedamos un grupo como de veintitantos
presos, el resto no fue capturado. Caería
quizás
un tercio de las armas, hasta 40%, es decir, un poquito más
de un tercio, pero entre el 60% o 70% de las armas, entre ellas las más
importantes, no fueron capturadas. Estuvimos presos unas cuantas
semanas.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
tengo fotocopias de las páginas
de algunos diarios mexicanos de entonces. Elsa
Montero, especialista de la Oficina de Asuntos Históricos
del Consejo de Estado, y yo buscamos esas publicaciones en la
hemeroteca de la Universidad Nacional Autónoma
de México,
en noviembre de 2006. Algunos titulares afirmaban: En el diario
Excelsior
[del 26 de junio de 1956]:
«Desbarata
México
la revuelta contra Cuba y apresa a 20 jefes. Todo el arsenal de
los conjurados, recogido»,
y otros titulares, por aquellos días:
«Siete
comunistas cubanos presos aquí
por conspirar contra Batista.
Recogen Armas»,
«Serán
deportados a la Argentina los esposos
Guevara»,
«Obtuvieron
amparo los 25 cubanos detenidos»,
«No
son rojos sino nacionalistas los cubanos».
Fidel Castro.
—La
prensa publicó
la noticia de un hallazgo de
armas, se suscitó
un escándalo
en cada oportunidad. Seguramente
Batista estimuló
aquel sensacionalismo inicial; seguramente
ejerció
presiones diplomáticas
para que se tomaran medidas contra nosotros, es de suponer.
Pasaron cosas interesantes. Los policías
que nos capturaron terminaron haciéndose
nuestros amigos. Desde los primeros
momentos en que ellos creyeron que no
éramos
una pandilla de delincuentes comunes, comenzaron a
vernos con simpatía
y a ser amigos nuestros. Tuvimos la suerte de que el
jefe de la Federal, Fernando Gutiérrez
Barrios, se comportara como un caballero, un hombre honorable. Nos presionó
y
él
mismo se dio cuenta de que no iba a conseguir
ninguna declaración
por la fuerza. Era capitán,
bastante joven, un hombre honrado, alguien que no podía
ser sobornado por gente de Batista. Gutiérrez
Barrios se dio cuenta del sentido de nuestra
lucha, de quiénes
éramos,
qué
hacíamos,
y considero que aunque siguió
actuando como oficial cumplidor de su deber,
trataba de investigarlo todo; fue muy respetuoso y
cumplió
con la tarea que le fue asignada, era evidente que
lamentaba lo que estaba haciendo, y llegó
a sentir aprecio por nosotros y
por toda la gente del Movimiento. Fue uno de los fenómenos
que se produjo en medio de tal desastre; nació
una relación
de amistad y de respeto con el principal jefe de la
Policía
Federal. Dichas relaciones de amistad las mantuvimos hasta
que murió,
hace pocos años.
Había
seguido después
su carrera, ascendió
profesionalmente, fue viceministro... Creo que hasta
gobernador de un Estado; un hombre excelente, un
caballero.
Claro, ellos siguieron la investigación,
pero nos respetaron, no nos golpearon, no nos torturaron, es la verdad.
Entregaron todas las pruebas acopiadas a los tribunales y nos
enviaron a la cárcel.
Pasó
de todo en aquellos días.
Bayo, el español,
creyó
que todo había
fracasado y estuvo haciendo declaraciones. Como
él
había
participado en varias expediciones y tenía
experiencia, salió
a relucir su nombre; no lo capturaron porque se les
escondió,
pero lo entrevistaron. Había
estado en tantas guerras, ayudando
a expediciones contra Somoza y contra no sé
qué
otros, entonces publicó
un artículo
en el periódico
dando nuestra expedición
como una aventura fallida más,
decía:
«Mi
fracasada expedición
a Cuba, o de conspiración
contra Batista».
Realmente yo estaba irritado porque Bayo diera por
fracasado todo. Estaba muy molesto cuando leí
el periódico
y sus declaraciones.
Después,
incluso, el sensacionalismo de la prensa fue
sustituido por cada vez más
objetivos y favorables reportes acerca
de nuestra situación.
En los propios titulares de
Excelsior
se aprecia esa tendencia. Así
fue como sucedió,
primero la prensa mexicana publicó
las versiones de la policía
o de la embajada cubana, pero tan pronto como la verdad se abrió
paso, algunos periodistas honestos reaccionaron a favor nuestro.
Recuerdo artículos
de
Excelsior,
Últimas
Noticias
y
La Prensa,
y otros
órganos
mexicanos de prensa que no eran batistianos ni
enemigos nuestros. Estaban simplemente obligados a publicar
las noticias que emanaban de nuestro arresto.
En determinado momento el propio Che complicó
un poco más
la situación
con su carácter
rebelde; estaba muy irritado
con la policía
y la amenaza de deportarlo. En una oportunidad,
cuando lo interrogaban, en lugar de ser discreto,
entabló
una polémica,
se declaró
marxista-leninista y estuvo discutiendo
con la policía,
los jueces mexicanos y con todo el mundo sobre
las diferencias entre capitalismo y marxismo.
Convirtió
el arresto en un campo de batalla político-ideológica
al declarar su ideología,
que yo compartía
desde antes del Moncada, al
entablar aquella polémica.
¡Imagínate!,
ellos agarraban todas aquellas declaraciones y las publicaban en los periódicos;
se complicaba la situación,
porque decían:
«Grupos
de comunistas, que qué
sé
yo y qué
sé
cuando...».
Las autoridades judiciales estaban también
medio irritadas con el Che; no lo
maltrataron, lo trataron con respeto al igual que a
todos los demás,
pero se sentían
humillados por las declaraciones que
hizo y las polémicas
que desató.
El Che me contó
después
que
él
discutió
hasta sobre los fenómenos
del culto a la personalidad, porque en aquellos días
ya habían
aparecido las primeras declaraciones de Jruschov
o de no sé
quién
más,
denunciando el culto a la personalidad
de Stalin.
¡Jueces
y policías
discutían
con
él
hasta la cuestión
del culto a la personalidad!, y el Che, en una línea
ortodoxa, explicó
en qué
consistía
tal fenómeno
y la crítica
a tal negativa tendencia.
¡Consideró
un deber discutir con la policía
y los jueces! Y nosotros preocupados por los problemas de
Cuba, la organización
del regreso a Cuba y la expedición,
la misión
que queríamos
salvar de todas formas; a medida que ya lo habíamos
logrado con las armas, con los compañeros
que no fueron capturados, pensábamos
que de una forma o de otra resolveríamos
las dificultades para salir adelante. Recordarlo hoy
más
bien me divierte.
Estuvimos varias semanas en la cárcel,
y cuando ya habían
liberado a todo el mundo, nos dejaron al Che, a
Calixto García
y a mí
presos; a mí
por jefe y al Che por sus furibundas
declaraciones marxistas-leninistas; debido a eso el
Che y yo estuvimos muchos días
juntos. No sé
por qué
retuvieron a Calixto García,
no puedo explicarme por qué
lo dejaron, a no ser porque fuera negro, la
única
razón
para hacerlo. Pero el Che, argentino, además,
había
hecho aquellas declaraciones
y complicó
las cosas, lo cual retardó
nuestra salida. |