08Meditar
La historia me absolverá,
la raíz
mambisa
y marxista, prudencia y esencia en
las palabras, mensajes escritos con zumo
de limón,
apoyo
del Partido Comunista, cartas de amor
y dolor, una protesta frente a Batista, aislado y
sin luz, toda la vida para el 26
Katiuska Blanco.
—Comandante,
sus palabras en el juicio del
Moncada me recuerdan aquellas otras suscritas por
José
Martí
y Máximo
Gómez
en el
Manifiesto de Montecristi:
«La
revolución
de independencia, iniciada en Yara después
de preparación
gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo
período
de guerra»
y
«En
la guerra que se ha reanudado en
Cuba no ve la revolución
las causas del júbilo
que pudiera embargar
el heroísmo
irreflexivo, sino las responsabilidades que
deben preocupar a los fundadores de los pueblos».
La historia me absolverá
constituye hoy uno de los documentos
más
importantes de nuestra historia y creo que, al igual
que el Manifiesto, expresa las esencias de una realidad
y un sueño
para Cuba. Han sido muchas las valoraciones que he
leído
en relación
con su alegato de defensa, pero
¿podría
escucharle a usted sus propias apreciaciones?
¿Podríamos
conversar sobre este tema?
Fidel Castro.
—Es
cierto que la raíz
mambisa alentó
nuestra lucha, inspirada en la búsqueda
heroica de nuestro pueblo por
la independencia y la justicia a lo largo del
tiempo. El inmenso caudal martiano de ideas y principios fluía
en nosotros en el centenario del nacimiento del Apóstol.
En aquel discurso, justifiqué
y fundamenté
el derecho a la insurrección,
a la luz, incluso, de toda la filosofía
liberal: la que imperó
en la Revolución
Francesa, la que imperó
en la revolución
en Estados Unidos, el derecho a la rebelión
frente a la tiranía,
defendido desde mucho antes por los enciclopedistas y los filósofos
en Europa. La revolución
socialista
—que
latía
en todo lo expresado—
no es en modo alguno una negación
de la filosofía
de la Revolución
Francesa. El socialismo y las ideas socialistas son
una continuación
en otra
época
histórica
de las ideas de la propia Revolución
Francesa, muchas de las cuales son reivindicadas
por el socialismo: los conceptos de libertad,
igualdad y fraternidad. La revolución
burguesa no permitió
que se alcanzaran, que se desarrollaran plenamente, eso fue lo que dio
lugar a la necesidad de la revolución
socialista. La verdadera igualdad no
existe en la sociedad capitalista, sino en el
socialismo; la verdadera fraternidad y la verdadera libertad solo son
alcanzables en el socialismo para la inmensa mayoría
del pueblo. Si existe desigualdad, no existe fraternidad. Si existe opresión
económica
y opresión
política,
no existe libertad. Solo en el socialismo
se pueden enarbolar las tres grandes banderas de la
Revolución
Francesa. Es la razón
por la cual no hay contradicción.
En cierta forma, los filósofos
de la Revolución
Francesa y de la propia revolución
burguesa
—todos
aquellos pensadores, Juan Jacobo Rousseau y los otros eran gente bastante
radicales en su pensamiento; los enciclopedistas; los mismos que
inspiraron la lucha por la independencia de Estados Unidos—,
todos ellos negaban, por ejemplo, el origen divino del poder,
negaban la monarquía;
planteaban que el poder emana del pueblo y solo
puede emanar del pueblo, y, entonces, postulaban el
derecho a la rebelión
contra la tiranía,
el derecho a la insurrección.
Katiuska Blanco.
—Sí,
y sus seguidores abogaban por crear el
templo de la razón,
y de hecho lo hicieron en la Basílica
de Sena-Saint Denis, sitio sagrado de la monarquía
absolutista en París.
Fidel Castro.
—En
La historia me absolverá
hay una correspondencia
entre el pensamiento socialista y la fundamentación
política
e histórica
del derecho a la insurrección,
parte esencial de la doctrina socialista, que es el derecho a la
rebelión
frente a la opresión
y frente a la explotación.
Aunque no era todavía
un programa socialista, la parte
económica
y la parte social son bien claras, se inspiran en un
pensamiento socialista, lo preside tal pensamiento.
En mi autodefensa empleé
una imagen bíblica:
No se puede adorar a
«los
becerros de oro»
—como
aquellos del
«Antiguo
Testamento»—
esperando los milagros de los becerros
de oro, los milagros del capitalismo, los milagros
de los ricos. Mi rechazo se expuso a través
de una imagen bíblica,
con un lenguaje para ser mejor comprendido y llegar a una
población
que en su gran mayoría
todavía
no asimilaba un mensaje marxista
por su insuficiente preparación
cultural y el maccarthismo imperante. No digo que el pueblo son los
terratenientes ni los ricos ni los industriales.
«¡Ese
es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear
con todo el coraje!».
A ese pueblo, cuyos caminos de angustias estaban
empedrados de engaño
y falsas promesas, no le
íbamos
a decir:
«Te
vamos a dar»
sino:
«Aquí
tienes, lucha ahora con todas
tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la
felicidad».
Cualquiera que leyera bien el alegato, quien lo
hiciera cuidadosamente, podía
percatarse de que se trataba de un programa
socialista, donde se ponía
de manifiesto un pensamiento de
tal carácter,
porque afirmé
que no creía
en la ley de la oferta y la demanda, en la solución
espontánea;
planteé
que había
que utilizar los recursos e invertirlos en un programa
para el desarrollo del país
en beneficio del pueblo, que no se podía
creer en los becerros de oro, como los del
«Antiguo
Testamento»,
que no hacían
milagros; que no se podía
creer en los ricos, en los capitalistas. Había,
indiscutiblemente, una crítica
al capitalismo, a las ideas capitalistas, al sistema.
Katiuska Blanco.
—Pero
fue un programa creado con prudencia,
¿verdad?
Martí
—en
relación
con sus propósitos
de entonces—
siempre señaló
el peligro que representaba para la Revolución
el hecho de apresurarse en los decires, de adelantar
las palabras a los acontecimientos. Por ello, en su carta a
Manuel Mercado apuntó:
«...ya
estoy todos los días
en peligro de de dar mi vida por
mi país,
y por mi deber
—puesto
que lo entiendo y tengo
ánimos con que realizarlo—
de impedir a tiempo con la independencia
de Cuba que se extiendan por las Antillas los
Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más,
sobre nuestras tierras de América.
Cuanto hice hasta hoy, y haré,
es para eso. En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente, porque hay
cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de
proclamarse en lo que son, levantarían
dificultades demasiado recias para
alcanzar sobre ellas el fin».
Fidel Castro.
—La
historia me absolverá,
como programa revolucionario,
fue ciertamente escrito con prudencia. Sí,
lo pronuncié
primero y lo escribí
después
con cuidado. No empleé
una terminología
marxista; sí
las ideas marxistas, su esencia. Diría
que el alegato es una síntesis
de ideas martianas y marxistas.
Hay una continuidad de pensamiento de las ideas de
Martí
y las ideas marxista-leninistas, que corresponden a
esta
época
donde existe el imperialismo, donde existe el
capitalismo, cuando no es solo un fenómeno
en Cuba sino un fenómeno
en el mundo entero. Y si Martí
fue capaz de tener aquel pensamiento
en aquella
época,
hoy Martí
sería
marxista-leninista, sería
comunista, no hay la menor duda. En su
época
y su entorno era imposible, pero era un pensamiento avanzado,
luminoso. Asombra que un hombre en sus circunstancias fuera
capaz de concebir ideas tan avanzadas como las suyas.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
pienso que la vida en Birán,
las experiencias que vivió
allí
desde niño,
influyeron notable mente en el contenido económico
del programa, en las leyes revolucionarias y en cómo,
incluso, aborda el problema de la
tierra, tan señalado
y crucial en América
Latina hasta nuestros días.
¿No
es así?
Fidel Castro.
—Sí,
lo anterior se aprecia en especial en la segunda
ley revolucionaria, que concedía
la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos los colonos,
subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas…
y en la cuarta ley revolucionaria
—la
agrícola—
que confería
a todos los colonos el derecho a participar del 55% del rendimiento de
la caña
y cuota mínima
de 40 000 arrobas...
Todas las leyes propuestas eran de gran relevancia:
«La
primera ley revolucionaria devolvía
al pueblo la soberanía
y proclamaba la Constitución
de 1940 […],
y a los efectos de su implantación
y castigo ejemplar […]
no existiendo
órganos
de elección
popular para llevarlo a cabo, el movimiento
revolucionario, como encarnación
momentánea
de esa soberanía,
única
fuente de poder legítimo,
asumía
todas las facultades que le son inherentes a ella».
La revolución
triunfante asumiría
las facultades que fueran inherentes a la soberanía
«excepto
la de modificar la propia Constitución
—este
era un principio muy acatado, de mucho prestigio—:
facultad de legislar, facultad de ejecutar, y facultad de juzgar».
Este programa cabía
dentro de nuestra Constitución,
bastante avanzada.
«…un
gobierno aclamado por la masa de combatientes
recibiría
todas las atribuciones necesarias para proceder a la
implantación
efectiva de la voluntad popular y de la verdadera
justicia. A partir de ese instante, el Poder
Judicial, que se ha colocado desde el 10 de marzo frente a la
Constitución
y fuera de la Constitución,
recesaría
como tal Poder y se procedería
a su inmediata y total depuración
[…].
Sin estas medidas previas, la vuelta a la legalidad, poniendo su
custodia en manos que claudicaron deshonrosamente, sería
una estafa, un engaño
y una traición
más».
«La
tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros y
empleados el derecho de participar del treinta por
ciento de las utilidades en todas las grandes empresas
industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros».
Pensé
mucho si lanzar, incluso, en aquel período
esta idea, pero la nacionalización
de todas las empresas parecía
mucho, y lo planteé
en aquel momento. Ese asunto había
sido muy discutido en el pensamiento político,
y en la historia de las doctrinas revolucionarias se había
discutido si era correcto o no. A pesar de que tenía
mis reservas, también
prefería
la nacionalización,
pero como la opinión
pública
aún
no estaba preparada para comprenderla, planteé
solo la participación
de la sociedad, lo que equivalía
al 30% de las utilidades.
«La
quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación
de todos los bienes a todos los malversadores de
todos los go biernos, y a sus causahabientes y herederos […]
de procedencia mal habida[…]».
La mitad de ese dinero iba a ser destinada
a la caja de los retiros obreros, la otra mitad para
hospitales, asilos y casas de beneficencia.
Una vez concluida la guerra, a estas leyes seguirían
una serie de leyes y medidas también
fundamentales como la reforma
agraria. Es decir, estas cinco se decretaban de
inmediato, después
lo sería
la reforma agraria, la reforma integral de
la enseñanza,
la nacionalización
del trust eléctrico
y el trust telefónico
—dos
grandes monopolios símbolos
de las inversiones extranjeras y de la explotación
de Estados Unidos a nuestro
país—.
Eran los que cobraban en exceso y burlaban el pago
al fisco, a la hacienda pública.
Todas estas medidas pragmáticas
y otras se inspiraban en el cumplimiento estricto de dos artículos
esenciales de nuestra Constitución,
uno de los cuales proscribía
el latifundio. A los efectos de su desaparición,
la ley señalaba
el
«máximo
de extensión
de tierra».
Fue lo que la Revolución
hizo después
exactamente.
Otro principio constitucional ordenaba categóricamente
al Estado
«emplear
todos los medios a su alcance para proporcionar
ocupación
a todo el que carezca de ella y asegurar a
cada trabajador manual o intelectual una existencia
decorosa. Ninguna de ellas podrá
ser tachada por tanto de inconstitucional.
El primer gobierno de elección
popular que surgiere inmediatamente después,
tendría
que respetarlas, no solo porque tuviese un compromiso moral».
El programa analizaba:
«El
problema de la tierra, el problema
de la industrialización,
de la vivienda
—los
problemas de siempre—,
del desempleo, de la educación
y la salud del pueblo».
Es lo mismo que nos proponemos hoy, pero lo
diferente son las premisas de que partimos, nuestros esfuerzos
estarían
concentrados en aquellos puntos y
«en
la conquista de las libertades públicas
y la democracia política».
A las propuestas de trabajar en
ámbitos
como los deportes, la cultura, las investigaciones científicas,
uní
la denuncia de lo que ocurría.
Dije:
«Quizás
luzca fría
y teórica
esta exposición,
si no se conoce la espantosa tragedia que está
viviendo el país
en estos seis
órdenes,
sumada a la más
humillante opresión
política».
Señalé:
«El
ochenta y cinco por ciento de los pequeños
agricultores está
pagando renta […].
Más
de la mitad de las mejores tierras de producción
cultivadas, está
en manos extranjeras
—a
buen entendedor pocas palabras—.
En Oriente, que es la provincia más
ancha, las tierras de la United Fruit
Company y la West Indies unen la costa norte con la
costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas que no tienen
una vara de tierra donde sembrar una vianda para sus
hambrientos hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de
poderosos intereses, cerca de trescientas mil caballerías
de tierras productivas. Si Cuba es un país
eminentemente agrícola,
si su población
es en gran parte campesina, si la ciudad depende
del campo, si el campo hizo la independencia […],
¿cómo
es posible que continúe
este estado de cosas?».
Impugné
realidades dramáticas
en nuestro país.
«Salvo
unas cuantas industrias alimenticias, madereras y
textiles, Cuba sigue siendo una factoría
productora de materia prima. Se exporta azúcar
para importar caramelos
—eso
era muy gráfico—,
se exportan cueros para importar zapatos,
se exporta hierro para importar arados... Todo el
mundo está
de acuerdo en que la necesidad de industrializar el
país
es urgente, que hacen falta industrias metalúrgicas,
industrias de papel, industrias químicas,
que hay que mejorar las crías,
los cultivos, la técnica
y elaboración
de nuestras industrias alimenticias
para que puedan resistir la competencia ruinosa
que hacen las industrias europeas de queso, leche
condensada […],
que el turismo podría
ser una enorme fuente de riquezas;
pero los poseedores del capital exigen que los
obreros pasen bajo las horcas caudinas
—esa
es una frase romana, de la
época
de Roma con los derrotados, los vencidos—,
el Estado se cruza de brazos y la industrialización
espera por las calendas griegas».
Cuestioné
también
la lógica
absurda de estas interrogantes:
En un campo donde el guajiro no es dueño
de la tierra,
¿para
qué
se quieren escuelas agrícolas?
En una ciudad donde no hay industrias,
¿para
qué
se quieren escuelas técnicas
e industriales?
Y enfatizaba el carácter
injusto del destino de muchos:
«De
tanta miseria solo es posible librarse con la
muerte; y a eso sí
los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento
de los niños
del campo está
devorado por parásitos
[…].
La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el
asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente
ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y
miles de niños
que mueren todos los años
por falta de recursos. […]
Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses al año,
¿con
qué
puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? […].
»Con
tales antecedentes,
¿cómo
no explicarse que desde el mes de mayo al de diciembre un millón
de personas se encuentren sin trabajo y que Cuba, con una población
de cinco millones y medio de habitantes, tenga actualmente más
desocupados que Francia e Italia con una población
de más
de cuarenta millones cada una?».
Katiuska Blanco.
—Comandante,
indiscutiblemente el programa
se corresponde con la ideología
marxista-leninista, aunque ustedes no militaran en el Partido Comunista. Pero
¿llegaron
a contar con su apoyo en ese entonces o fue mucho
después?
Fidel Castro.
—El
propio
Manifiesto Comunista
expresa que el
Partido Comunista debe luchar junto a las fuerzas más
progresistas de la sociedad, aunque no sean comunistas. El Mani
fiesto aconseja la alianza. Y nosotros
éramos,
sin duda, una de las fuerzas más
progresistas, aunque no apareciéramos
como un movimiento marxista en aquel momento.
A ellos les llevaba tiempo, desde luego. Todavía
en abril de 1958, la fuerza de que yo disponía
en la Sierra Maestra sumaba
algo menos de 300 hombres, y antes de la huelga de
abril,
éramos
pocos los combatientes; el Partido Comunista
trabajaba y colaboraba con nosotros, era aliado
nuestro. Claro, discutía
bastante con la dirección
en el llano y las ciudades,
con la dirección
del Movimiento 26 de Julio y sus grupos de
acción
y sabotaje, porque a su vez tenían
mucha desconfianza
—y
no le faltaban razones—,
pues nuestras fuerzas no eran
homogéneas
en modo alguno. Existían
entre nosotros quienes tenían
prejuicios y resentimientos con el partido, como fue
el caso de Carlos Franqui, antiguo militante del PSP
[Partido Socialista Popular], reclutado por no sé
quién
entre la gente del llano y que había
renegado del partido, y estaba lleno de odio
hacia
él,
según
pude observar más
tarde. Algunas de aquellas cosas provocaban que existiera cierta desconfianza
por parte de ellos. Pero con nosotros, en el Primer Frente de
la Sierra Maestra, se mostraban bastante confiados, a decir
verdad; ya con nuestra gente en la montaña
había
confianza, y conversábamos
bastante cuando enviaban algún
cuadro de la dirección
del partido a conversar conmigo.
Éramos
amigos desde finales de la década
de los años
40.
Antes de la expedición
del
Granma
también
tuvimos contacto, y existían
dos ideas diferentes: nosotros creíamos
que debíamos
partir, ellos creían
que no estaban creadas todavía
las condiciones subjetivas, y eran partidarios de
que esperáramos.
Eso me comunicó
en nombre de su dirección
Flavio Bravo, quien mantuvo siempre excelentes relaciones conmigo.
Así
que en el momento, en la oportunidad de volver a
iniciar la acción,
no estábamos
de acuerdo, no existía
unidad de criterio. Pero nos lo decían
con mucha honestidad:
«Lo
creemos por esto, por esto».
Tuvimos bastante contacto, y después
lo continuaron cuando ya
éramos
algunos cientos de combatientes,
ni siquiera una gran fuerza, antes de la huelga de
abril.
En México,
en el año
1956, ya estábamos
en condiciones muy difíciles.
Habíamos
sido denunciados por Batista, quien
a través
de agentes llegó
a conocer algunas de las actividades
que forzosamente debía
realizar un grupo de casi 100 combatientes
por muy discretos que fueran.
Un día,
por puro azar, varios agentes de la Federal de
Investigaciones se percataron de ciertos pasos de algunos de los
hombres que se ocupaban de mi seguridad personal,
los vieron sospechosos y procedieron a nuestro arresto. Lo
hicieron con gran habilidad. En ese momento estaba
anocheciendo. Uno de los nuestros me acompañaba.
Ambos estábamos
armados. Otro compañero
armado que nos custodiaba
—caminando
a varios metros de nuestras espaldas—
fue capturado por los bien entrenados hombres de la Federal de
Seguridad Mexicana que ocuparon ese lugar. Cuando el otro
compañero
y yo nos estábamos
parapetando tras las columnas de una casa en
construcción
para defendernos de los ocupantes del vehículo
que se detuvo ruidosamente ante la edificación,
los de la Federal, que venían
detrás,
nos colocaron las pistolas en el cráneo,
por detrás.
Habíamos
tomado aquellas medidas al observar
extraños
movimientos de vehículos
alrededor del carro en que viajaba. Pensé
que se trataba de un intento de asesinato
por parte de los esbirros que Batista tenía
contratados en México.
La Federal luchaba en realidad contra el contrabando
en las fronteras con Estados Unidos. El tráfico
de drogas prácticamente
no existía
entonces. La Policía
Secreta de México
era la aliada de Batista y no la Federal, pero el
arresto de nosotros desató
numerosas detenciones de los revolucionarios cubanos
y la búsqueda
y captura de armas que complicó
seriamente nuestra tarea. Todo lo acontecido implicó
un gran escándalo
y la investigación
exhaustiva de nuestras actividades. Quiso el
azar que afortunadamente, aquel
órgano
de seguridad lo integraran hombres más
profesionales bajo la jefatura de un militar
de academia. Estaban muy recientes todavía
el gobierno de Lázaro
Cárdenas
y el espíritu
de la Revolución
Mexicana. Pronto comprendieron que los arrestados eran
revolucionarios de convicciones profundas. Nos trataron con respeto
y no pocas veces discutieron con nosotros.
A pesar de las difíciles
condiciones creadas, un mexicano
ilustre, el general Lázaro
Cárdenas,
nos ayudó
a salir de la prisión
y continuamos desarrollando nuestro trabajo, aunque
en circunstancias mucho más
difíciles.
Yo sostenía
el criterio de que en un país
como Cuba, sometido a una situación
de pobreza y dependencia permanentes, las condiciones
subjetivas para una revolución
podían
desarrollarse plenamente. No se
podía
esperar todo el tiempo.
Hoy, más
de 50 años
después,
estaría
más
convencido todavía
de que no se podía
esperar todo el tiempo. Por tanto,
pienso que fue absolutamente correcta la decisión
de partir afrontando los riesgos pertinentes.
Dos años
más
tarde, el líder
comunista Carlos Rafael Rodríguez
subió
a la Sierra Maestra, a mediados de 1958, durante
la
última
ofensiva de Batista. Casualmente, esta había
comenzado ya, y estaba por ver si resistíamos
la avalancha de soldados que envió
Batista contra nosotros. Así
que no fue para la Sierra en un momento de victoria, sino en un
momento de revés
del Movimiento, después
de la huelga de abril.
Antes de que la huelga se desatara, Osvaldo Sánchez
y Enrique Olivera, dirigentes del PSP que se
encontraban en la Sierra, no estaban conformes, incluso, me
advirtieron que los responsables del M-26 estaban organizando la
huelga de forma inadecuada. Ellos tenían
el criterio de que el manifiesto
escrito por mí
a partir de la información
recibida era de masiado radical. Estuve de acuerdo con la
sugerencia, acepté
la idea e incluso hice otro manifiesto más
amplio, fue el que sacó
de la Sierra una de las muchachas mensajeras de
nuestro Ejército
Rebelde. Tomé
en cuenta algunos puntos de vista que
me plantearon ellos. Me comentaron también
aquel día:
«Hay
que preparar más
la huelga, no está
preparada»,
y en eso, indiscutiblemente,
tenían
razón.
Katiuska Blanco.
—A
partir de la concepción
de que el poder emana del pueblo y solo puede emanar del pueblo, era
particularmente importante qué
usted entendía
como tal.
¿No
cree?
Fidel Castro.
—Sí,
fíjate
que yo digo:
«Cuando
nosotros llamamos pueblo, estoy pensando en los obreros, en los
campesinos, en los estudiantes...».
Con un estilo propio y una forma que
pudiera ser inteligible para la gente, para la
población,
en
La historia me absolverá
hice un ataque y una crítica
fuerte a los latifundistas, a los ricos, a toda la política
colonial. Se veía
claramente la revolución
del pueblo.
Sin embargo, el programa no creó
inquietudes en tal sentido,
en mi opinión,
lo que pasó
fue que la gente estaba muy
impresionada por los hechos, por la denuncia de los
crímenes,
identificada con propósitos
justos, y si alguien podía
tener reservas de tipo social o asustarse por ese tipo de
planteamientos
—en
los que incluía
todos los presupuestos de una revolución
socialista, sin utilizar la terminología—,
si alguien podía
alarmarse con tal lenguaje, posiblemente no le prestó
mucha atención
creyendo que se trataba de ideas de gente joven,
pensando en numerosos programas anteriormente trazados y
nunca cumplidos en Cuba. Es posible. Me he preguntado en
reiteradas ocasiones por qué,
incluso, los sectores burgueses vieron
con simpatía
el programa. Probablemente pensaron que muchas
de aquellas ideas eran irrealizables, sueños
de juventud, delirios de un soñador
impetuoso.
La concepción
martiana y marxista de nuestra lucha estaba
muy clara en el programa, por supuesto, hay que
leerlo despacio para apreciar un pensamiento socialista,
incluso un pensamiento marxista, que fluye natural, sin usar la
terminología
marxista, porque hago una definición
de la sociedad dividida en clases, y algo más,
digo:
«El
pueblo es este, todos esos sectores a los que siempre han engañado
con promesas de todo tipo, con el que nunca han cumplido […].
A ese pueblo no le vamos a decir te vamos a dar, sino aquí
tienes, lucha con toda tu fuerza para defender tu derecho a la vida […].
No les vamos a hacer promesas, les vamos a dar esto».
Era nuestra idea en el Moncada, cuya culminación
contaba con la participación
del pueblo como protagonista.
Por supuesto, cuando decidí
asumir mi propia defensa, trabajé
intensamente en la preparación
del alegato, yo contaba con las principales ideas, la estrategia, los
conceptos, la denuncia; me parecía
fundamental la explicación
de los hechos, el programa, la fundamentación
legal, moral, política,
filosófica
de toda la acción,
y al final
—al
revés
de lo que piden los abogados: la absolución—,
yo pedí
que me condenaran.
Katiuska Blanco.
—Su
hermana Enma me contó
por qué
no existen los originales de las cartas o mensajes en
que usted reprodujo sus palabras de
La historia me absolverá.
Ella, poco antes de partir hacia México
en el año
1956, los escondió
dentro de un libro de música,
en el colegio religioso donde estudiaba.
Una empleada del lugar los encontró
accidentalmente y los llevó
a su casa. Un día,
mientras la policía
registraba las proximidades, la persona se asustó
y los quemó.
Así
sucedió
con innumerables documentos valiosos de nuestra
historia.
Comandante,
¿podría
hablarme de aquel esfuerzo?
¿Dedicó
muchas horas a aquella tarea?
¿Cómo
se las arregló
para sacar los apuntes de la prisión?
Fidel Castro.
—Todo
corría
el riesgo de perderse, pues no pude
grabar mis palabras ni tomar notas de ellas;
entonces tuve que reconstruirlas. Como estaba en prisión,
ello consistió
en un meticuloso trabajo de escribir entre líneas
de las cartas con zumo de limón,
para poder burlar la censura.
Le concedí
importancia al rescate del discurso, su publicación
y distribución,
y también
a todo lo que constituyera una denuncia.
Tuve que escribir las misivas con limón,
tú
sabes que el jugo de limón
se seca y luego cuando planchas el papel sale lo
escrito
—es
increíble
que no hubiera falla—.
Lo escribí
con jugo de limón,
en un papel de cartas. Escribía,
por ejemplo, una carta a Enmita:
«Querida
Enmita, estoy bien, estudiando...»,
o cualquier otro tema, cuatro o cinco líneas,
un telegrama era lo que le mandaba, y ahí
mismo empezaba yo a escribir con
limón;
tenía
que aprovechar la luz y la hora adecuada.
Es muy difícil,
porque a medida que avanzas, desaparece
el texto.
¿Cómo
continuar escribiendo, si apenas se veía
la línea
en que uno se quedó?
Tenía
que poner línea
por línea,
con lápiz,
y después
comenzar a escribir, cuando tenía
la línea
completa, iba marcando. Llenaba la hoja por ambas
caras, y en el medio, la inocente carta, breve, a Enmita, a
Lidia. Nunca se ha dicho más
literalmente:
«era
un mensaje entre líneas».
Permanecía
atento por si un día
se les ocurría
hacer la prueba. Nunca lo descubrieron, fue increíble.
¡Ni
se sabe los mensajes que escribí!
En tal sentido, contamos también
con el secreto total de la gente que recibía
los mensajes con tinta invisible,
el grupo donde estaban Lidia, Myrta, Haydée,
Melba, ellas nunca dijeron una palabra, porque nunca, jamás,
en los dos años
interceptaron un mensaje, y a pesar de estar
incomunicado, la correspondencia era copiosa. Cuando los compañeros
los recibían,
ponían
el papel en el horno o le pasaban
la plancha para que apareciera el mensaje.
Por entonces mis padres ya estaban viejos, sobre
todo mi padre. No viajaban prácticamente
nunca a La Habana. Para ellos un viaje a Isla de Pinos era casi un viaje a
España.
Ya no salían
de Birán.
Nosotros mismos les sugerimos siempre que
no fueran. Además,
había
otra razón
de tipo práctico:
los pocos contactos que teníamos
eran para comunicaciones, los
utilizábamos
en eso; en las visitas, que eran una vez al mes. Si
venían
de mi casa, yo no iba a poner a mi padre y a mi
madre a realizar actividades de tal
índole.
Para nosotros la visita era
una oportunidad de comunicación
con el exterior.
¡Es
increíble
cómo
pudimos mantener aquella comunicación
durante dos años
y que Batista no lo descubriera!
También
utilizaba un papel muy finitico, de cebolla, ahí
sí
todo lo escribía
con tinta, con letra chiquitica. Con una letra
chiquitica pero clara, escribía
completa una hoja grande, la
doblaba, la volvía
a doblar, la aprisionaba y la metíamos
dentro de una caja de fósforos
que tenía
doble fondo, yo la hacía
del tamañito
exacto. Eran un poquito más
grandes que las cajitas de fósforos
que se distribuyen en la actualidad.
Era un trabajo minucioso de una persona que pasa
horas encerrada y se torna meticulosa y paciente en
cualesquiera de las labores que realice o en lo que se proponga.
¡Ni
se sabe las páginas
que escribí
con esa letrica tan chiquitica, en papel
fino, de cebolla!
Aunque estaba aislado, tenía
la posibilidad de salir al patio,
y metía
la cajita en una pelota, la envolvíamos
con esparadrapo y la tirábamos
de un patio a otro. Si la pelota se quedaba
arriba, la gente reclamaba:
«Oye,
se ha quedado la pelota en el techo...».
Al otro lado estaban Pedrito y los demás.
Como ellos tenían
visitas sin una pared que los separara, llevaban
cajas de fósforos.
Les iban dando la mano a las mujeres, les daban
cigarros, fumaban, y les entregaban la caja de fósforos
a un familiar, a una madre, a otro. A veces yo mandaba varias cajas
en una visita, y se las daban a Lidia, porque ella
era una de las receptoras de todas estas cosas. Una parte fue así
y otra importante fue con limón.
Pero
La historia me absolverá
no fue el
único
mensaje que mandamos. Montones de mensajes enviábamos
con el método
del limón.
Todos los días
escribíamos
y, sin duda, el correo funcionaba bien, puesto que las cartas llegaban y no
tuve que repetir ni una sola página.
Todo salió
perfecto, organizado, de forma que no hubo una sola falla, no faltó
un solo dato. Pero el esfuerzo era muy grande, había
que hacer línea
por línea,
una por una, y que no se me olvidara una palabra, una
frase. Fue un trabajo realmente laborioso y tuve que dedicar
tiempo a muchos mensajes y a diversos asuntos.
Cuando salió
el folleto
La historia me absolverá,
se publicó
por todas partes, se trasmitió
de mano en mano. Fuimos creándole
a Batista una situación
en que tuvo que ponernos en
libertad.
Nosotros sabíamos
que Batista tenía
que liberarnos, y ya contábamos
con un plan de lo que
íbamos
a hacer cuando saliéramos,
ya ese plan había
sido elaborado. Pensé
en todo eso, pero estaba solo con Raúl.
No volví
a reunirme con los demás
hasta que salimos de la cárcel.
Mantenía
la comunicación
por aquí
y por allá,
entre los dos patios aquellos; pero Raúl
estaba conmigo, sobre todo en los
últimos
meses que estuvimos en la prisión.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en las cartas a su papá
usted asegura que el Presidio Modelo no es la prisión
de Boniato. Percibo en esa afirmación
el deseo de tranquilizarlo, pero pienso
que allí
también
su suerte estaba en perenne asedio desde muchos
puntos de vista,
¿no
es así?
Fidel Castro.
—Fue
una prisión
riesgosa, porque el conflicto con
el gobierno y las autoridades fue permanente, estábamos
a merced de ellos; pero yo diría
que fue una prisión
digna y que no se puede comparar con la que han pasado otros
revolucionarios; no fuimos torturados en ningún
momento
—expliqué
los factores que pudieron haber influido en eso—,
se nos trataba con respeto, lo inspirábamos
a nuestros enemigos por la moral superior, pero no había
paz. Y, claro, el respeto de que
hablo es relativo. Ellos trataron, incluso, durante
un tiempo, de llevar buenas relaciones con nosotros, pero
nuestra actitud hizo imposible que aquellas se desarrollaran, se
hizo absolutamente imposible.
Para lo que en Cuba se conocía,
la cárcel
fue dura, pero en relación
con la experiencia universal actual, no puedo decir
que estar casi dos años
presos haya sido un gran sacrificio.
Al final tuvimos un radiecito y nos dedicábamos
a escuchar las noticias. Claro, a veces nos lo ponían
y después
nos lo quitaban.
Al principio tuvieron cierta consideración,
hasta pabellón
familiar permitían.
Intentaban mantener buenas relaciones
con nosotros, pero estábamos
muy irritados y no admitíamos
el más
mínimo
de coexistencia pacífica;
éramos
nosotros, realmente, los que complicábamos
la situación.
El primer conflicto allí
fue con el director, el comandante Capote, el día
mismo que llegué.
A mí
me estaban esperando, y ellos tenían
un régimen
carcelario donde cada cual respondía
a una escala de mando entre los propios presos. Al jefe le decían
mayor, era el responsable de todo. Es decir, para mantener la
disciplina utilizaban a los mismos presos. Cuando llegué,
me llamó
el director y me dijo:
«Usted
va a ser mayor».
A mí
no me gustó
mucho aquello y dije:
«No,
¿por
qué?
¿Para
qué
hace falta eso?».
«Bueno,
aquí
hace falta que uno sea el responsable
de la disciplina y represente a la gente».
Le dije:
«Correcto».
Como a los dos o tres días
de estar allí,
le digo:
«Yo
soy el mayor, represento a los demás»
—me
sentía
como un dirigente sindical—.
Proseguí:
«Lo
primero que voy a decirle es que
apaguen las luces por la noche, porque el calor de
los focos molesta mucho y uno está
todo el tiempo despierto, y lo se
gundo es que nos den patio, que no tenemos».
El comandante se mostró
muy arrogante y me dijo:
«Bueno,
las luces tienen que estar encendidas. Ustedes no saben lo que es la
prisión,
las luces tienen que estar encendidas, porque el
problema...».
Dio a entender que era para evitar la sodomía
entre los presos. Le riposté:
«¿Se
va a suponer que usted tenga que tomar esas
medidas en relación
con nosotros?»,
y fue cuando me dijo:
«Es
que ustedes no saben lo que es la prisión,
la prisión
es muy dura».
Entonces yo le contesté:
«Óigame,
comandante, yo he observado que en los cuarteles, por la noche, las
luces están
apagadas,
¿eso
significa que los soldados practican la sodomía?
».
¡Se
quedó
frío!
Y repitió:
«Ustedes
verán,
ustedes no saben lo que es la prisión».
Así
que ellos empezaron nombrándome
mayor, lo cual fue una cosa, en cierta forma, amable. En realidad, la
gran complicación,
la más
seria, surgió
a partir del momento en que
Batista visitó
la prisión.
Estábamos
con un espíritu
intransigente, y cada día
26 y 27 hacíamos
dos cosas, una conmemoración
de lucha y de luto, de recuerdo a los que cayeron. Por ejemplo, un día
no comíamos,
otro permanecíamos
en silencio. Adoptábamos
medidas colectivas de tal tipo durante los dos o tres meses
que estuve con el resto del grupo en el mismo pabellón.
El día
de Nochebuena, el comandante Capote se jactaba
de tener una administración
eficiente y de que la comida era
buena. Negociaba con todo, ponía
a los presos a producir alimentos
y entonces
él
recogía
la cosecha y se la vendía
al Estado. Le interesaba que los presos comieran bien, porque
era el dueño
de todas las producciones agrícolas,
donde los empleaba como fuerza de trabajo. En ello se basaba su
prestigio de eficiente administrador y de bondadoso, porque les daba buena
comida. Eran miles los presos comunes y un pequeño
grupo de revolucionarios. La comida no era mala, y ellos
vivían
muy orgullosos de eso. Un militar de orden, eficiente,
pero un militar muy ladrón;
y sus intereses coincidían,
en este caso, con los de los presos, porque así
ellos recibían
una buena comida.
También
era dueño
de la tienda. A numerosos presos, sus
familiares les mandaban algún
dinero, y, como
él
era el dueño
de la tienda, las ganancias eran para
él;
por lo tanto, los presos, si tenían
dinero y estaba depositado en la prisión,
podían
comprar. Por supuesto, los negocios del hombre nos
convenían.
Vendía
cualquier cosa: tabacos, cigarros, fósforos,
latería
de cualquier cosa, hasta aceite de oliva, granos, lo
que quisiéramos
comprar; era un negocio de los militares.
Llegaba fin de año
y se jactaba de que la cárcel
ofrecía
una buena comida festiva, el día
de Nochebuena, y nosotros decíamos:
«No
comemos»,
le despreciábamos
la buena comida de fin de año
siempre. Y después,
día
de Año
Nuevo, y nosotros le despreciábamos
la buena comida del Año
Nuevo. Todo los ofendía
mucho y los irritaba.
Por otro lado, parece que a Batista le gustaba ir
por la Isla de Pinos
—como
entonces se llamaba—.
A veces iba en un yate, pescaba, tenía
una casa por allá,
y un día
fue a visitar la prisión
porque quería
inaugurar una pequeña
planta eléctrica
de unos 100 o 150 kilowatts, que sería
para darle electricidad a la
prisión
cuando se iba el fluido eléctrico.
Comenzó
entonces un ambiente de gran acontecimiento,
una atmósfera
de que iba Batista, el murmullo que la propia
dirección
del penal propiciaba, un clima de alegría,
«gran
honor
»
porque Batista iba a estar allí
y había
que organizarle una recepción
con letreros y todo:
«Bienvenido,
Batista, a la prisión
».
«Batista,
los presos te saludan».
Cosas por el estilo. Entonces
les afirmamos a las autoridades que no le tributaríamos
honor alguno a Batista y menos le daríamos
la bienvenida, y que protestábamos
por su presencia, que no lo saludaríamos,
que estábamos
en desacuerdo. Empezamos a expresar
nuestro descontento y a protestar en contra de
aquella atmósfera
creada. Claro, ahora lo veo más
natural y pienso que, a pesar de todo, a aquel comandante, director de la
prisión,
no le quedaba más
remedio que organizar la bienvenida; pero
nosotros siempre desarrollábamos
las contradicciones como parte de nuestra lucha: hicimos constar nuestra
protesta.
Katiuska Blanco.
—¿Cómo
fue que transcurrió
la visita de Batista a la prisión?
Ustedes se habían
manifestado muy rebeldes en relación
con esta desde el principio.
Fidel Castro.
—Aquel
día,
posiblemente coincidió
con el hecho de que no teníamos
patio: pero yo creo que nos encerraron.
Un policía
andaba con una pistola y con un palo, le decían
Pistolita, tenía
fama de bravo, de matón,
y fue al que pusieron de guardia por fuera en nuestro pabellón,
con la reja cerrada. Almeida vigilaba para ver cuándo
Batista entraba en la planta
eléctrica,
en un edificio próximo
al pabellón
donde nos encontrábamos.
De repente nos alertó:
«¡Ya
entró
Batista, ya llegó!».
Entonces nos sentamos todos a esperar. Almeida nos
avisó:
«¡Ahora
está
saliendo!».
Y cuando salió,
empezamos a entonar:
«Marchando
vamos hacia un ideal...»,
la marcha del 26 de Julio.
Batista, un tipo al que le gustaba hacer teatro,
sonrisa para todas partes, salió
de la planta aprisa, y oyó
en aquel instante el himno:
«Marchando...»,
se estaba riendo, creyó
que se trataba de un homenaje más,
y le dijo a quienes lo acompañaban:
«Espérense,
espérense»,
y se detuvo muy risueño
a oír
el homenaje de un coro celestial que acariciaba sus oídos,
creyó
que le estaban cantando una loa:
«Marchando
vamos hacia un ideal, sabiendo que hemos de triunfar...»,
y cuando el himno dice:
«...limpiando
con fuego que arrase con esa plaga infernal
de gobernantes indeseables y de tiranos insaciables
que a Cuba han hundido en el mal».
Batista iba muy entretenido y feliz,
caminaba, y a medida que reparaba en lo que decía
la marcha se fue quedando serio, cada vez más
serio, y cuando escuchó:
«...esa
plaga infernal de gobernantes indeseables y de
tiranos insaciables...»,
el hombre, según
nos contaba el observador, puso una cara terrible.
A todas estas, mientras cantábamos
de aquel lado, próximo
al lugar por donde pasaba Batista, Pistolita abrió
la puerta de rejas y entró,
llegó
por el pasillo con el tolete:
¡Pa,
pa, pa!, golpeando el suelo, y nosotros alto, muy alto,
continuamos el himno. Nadie sabía
en ese minuto si Pistolita iba a sacar la pistola
e iba a empezar a matar gente. Pero,
¡qué
va!, Pistolita era más
fanfarronería
que otra cosa, cuando llegó
su hora ni sacó
la pistola ni mató
a nadie, y nosotros sí
disparamos, cantamos completo aquel himno sin que Pistolita hiciera
absolutamente nada.
Aquella segunda protesta fue la que puso más
furioso al comandante Capote. Dos o tres días
después
me llamaron, me llevaron a la dirección
y el tipo me insultó,
tuvo un arrebato de cólera,
y me dejaron aislado, condición
en la que permanecí
el resto del tiempo. Como la planta eléctrica
quedaba justo al lado del lugar donde permanecíamos
presos, por una coincidencia
así,
en aquella inmensa prisión,
tuvimos la necesidad de protestar y aquello me costó
la incomunicación.
Fue una declaración
de guerra.
También
se llevaron a Cartaya, el autor del himno, y a
muchos de los nuestros les dieron golpes. A mí
me separaron y a los demás
los castigaron; se puso serio el encierro.
Me pusieron frente a la funeraria, allí
solo había
movimiento y ruido cuando traían
a los muertos, fueron mi
única
compañía
durante largo tiempo. Como nos ubicaron en el
área
del hospital para no mezclarnos con los presos
comunes, en aquella parte de la instalación
carcelaria radicaba una capilla
ardiente. Además,
me hicieron una trampa. Entró
uno de los carceleros, se llamaba Perico; un tipo alto, flaco,
narizón
y de malas pulgas, fuerte, era teniente de la policía.
Llegó
con unos presos, una escalera y cambiaron el bombillo.
Les pregunté:
«¿Qué
pasa con el bombillo?».
Respondió:
«Lo
vamos a cambiar».
No tuvieron el valor de decirme que me quitaban la
luz. Pusieron un bombillo fundido. No tuvieron valor
para decirme:
«Oiga,
lo vamos a dejar sin luz».
Como nosotros no les temíamos,
sino que sentíamos
un gran desprecio por lo que ellos hacían,
no podían
amenazarnos ni asustarnos. Les
demostrábamos
continuamente que no les teníamos
miedo. Eran ellos los que temían
nuestras protestas y por eso no me lo
dijeron. Cuando fui a encenderlo no funcionó,
y cuando avisé
que el bombillo estaba sin luz no me prestaron
ninguna atención.
Me tuvieron muchos días
aislado y sin luz. Fueron cerca
de dos meses sin luz.
Katiuska Blanco.
—Fue
cuando, atento al desvanecimiento de
la luz al oscurecer, usted se fabricó
sus propias, temblorosas y pálidas
iluminaciones de aceite. He visto esa imagen en mi
pensamiento. La cama estrecha cubierta por el
mosquitero, la luz parpadeante bajo la gasa y usted inclinado,
leyendo.
Fidel Castro.
—La
cama era estrecha y no tenía
luz; pero lo verdaderamente
incómodo
en el presidio eran los mosquitos, una
nube me sobrevolaba persistentemente, un infierno;
unos mosquitos implacables exigían
que a una hora del día,
de forma invariable, tuviera que poner el mosquitero. Dormía
bastante bien, todo lo bien que se puede dormir en una prisión,
donde de vez en cuando uno sueña
con que está
en la calle y se despierta otra vez en aquel dichoso lugar. Es una de
las experiencias más
amargas.
Aquellos militares no podían
entendernos. Nosotros pensábamos
como gente que tiene la razón.
Teníamos
una posición
moral más
fuerte que ellos, y ellos, a su vez, sentían
la inferioridad en que se encontraban en tal sentido;
eran más
débiles
que nosotros moralmente. Era algo habitual entre
nosotros por el sentido y justeza de nuestra lucha, inspirada
en valores
éticos
martianos, esencialmente.
Katiuska Blanco.
—Hace
poco más
de una década
atrás,
leí
en el periódico
español
ABC
unas maravillosas cartas de amor que
le atribuían
a usted. Pensando que dicho rotativo es algo así
como un
Diario de la Marina
en la Península,
intuyo que fueron publicadas para denostarlo, pero muy contrariamente
a tal propósito,
las cartas solo mostraban a la luz un hombre de
exquisita espiritualidad. Poco después
usted respondió
a unos periodistas aquí
en Cuba:
«Eran
mis cartas de amores platónicos…
».
Pienso que se trata de joyas literarias.
Fidel Castro.
—Sí,
escribí
esas cartas a Naty Revuelta. Recuerdo
que una vez, en la prisión,
me las cambiaron de destinatario
deliberadamente. Fue una de las cosas sucias que me
hicieron, algo desleal: me cambiaron las cartas de mis amores
platónicos.
Realmente, yo actuaba de una manera natural y espontánea;
así
mismo escribía
y expresaba los sentimientos que me
embargaban. Pero el problema era que estaba preso y
me censuraban las cartas, debía
emplear imágenes.
Tenía
que ser muy cuidadoso al escribir y expresar mis sentimientos,
hacerlo sin que los enemigos se dieran el gusto de estar
conociendo los sentimientos de uno, y por eso empleaba un lenguaje
figurado, un poco poético.
Reconozco mi vocación
poética,
pero las circunstancias obligaban también.
No obstante, ellos se percataron
de que yo tenía
un intercambio de comunicaciones
ilegales, ciertas relaciones sentimentales
extramatrimoniales pero que eran muy sanas, podrían
considerarse una especie de
deslealtad espiritual, pero realmente no pasaban de
eso, en dicho período
las relaciones eran puramente platónicas
y desinteresadas. Se trataba de alguien que me había
ayudado mucho desde el punto de vista revolucionario, ella me
enviaba libros a la prisión,
yo no había
querido mezclar en absoluto aquellas
dos cuestiones, la actividad revolucionaria y la
personal. Tuve una conducta intachable, pudiéramos
decir; no quise que se mezclaran mi vida política
y mi vida personal. Tales relaciones
surgieron al calor de la actividad revolucionaria y
la conspiración.
No tenían
algo torcido, sucio, nada de que tuviera que
abochornarme, afirmo que eran platónicas.
Le escribí
varias cartas con un lenguaje poético,
literario.
Entonces un día
conspiraron contra mí
y me cambiaron las cartas; lo hicieron también
para crear problemas, fueron
sucios, muy sucios. Una de mis cartas para Myrta se
la enviaron a Naty y viceversa, una de aquellas cartas que yo
escribí
a esa dama, la pusieron en la correspondencia a Myrta.
Actuaron con una falta de hidalguía
tremenda, no obstante que las
cosas escritas por mí,
más
o menos, eran literarias, poéticas,
sentimentales, románticas
y platónicas.
Había
mucho de reconocimiento, de gratitud por la
colaboración
y un sentimiento de amor también,
un sentimiento de amor absolutamente puro y que había
sido objeto de una total disciplina y corrección.
Nunca fui un Don Juan ni estaba haciendo ningún
papel de Don Juan. El vínculo
tenía
relación
con la causa revolucionaria,
y era sano, no hubo deslealtad, nada en absoluto;
pero era lógico
que mi esposa se molestara, ellos lo hicieron para
provocar un conflicto.
¿Cómo
lo hicieron? Bueno, yo nunca me
dediqué
a vengarme de los agravios en este mundo, no averigüé
nada, seguí
en la revolución
que era en lo que yo estaba,
ni siquiera me preocupé
de averiguar quién
demonio me había
cambiado las cartas y por qué
lo había
hecho.
Bueno, realmente, creo que el gobierno cometió
otra gran infamia y, sobre todo, la familia de Myrta se portó
muy mal. Si hubieran querido ayudarla
—porque
hubo una situación
muy difícil,
casi de hambre—,
lo hubieran hecho. No a mí,
no lo necesitaba en absoluto ni les hubiera aceptado
ninguna ayuda, ellos lo sabían.
Indiscutiblemente, se aprovecharon de la
situación
difícil
de tipo económica,
el problema del niño
y otras: peligro, hambre, sobresaltos; porque yo solo
tenía
lo esencial, muy poquito, y ellos empezaron a conspirar
para destruir la armonía.
No sé
en qué
momento fue, si antes del Moncada o después,
el hecho es que, bajo el pretexto de ayudarla
—y
no hay duda de que fue algo deliberadamente pensado para
crear un conflicto porque, desde el momento en que se produjo
el golpe de Estado del 10 de marzo, aun antes del ataque al
Moncada, las relaciones con aquella familia se tornaron muy
malas, totalmente malas, y me convertí
en una especie de problema porque algunos de sus miembros ocupaban posiciones
importantes en el gobierno de Batista; me convertí
en una preocupación—,
su hermano Rafael puso a Myrta en la nómina
de un ministerio donde
él
trabajaba
—era
viceministro de Gobernación—a devengar un sueldo de un cargo que no desempeñaba,
un modesto salario; eso
—conocido
como botella—
era una cuestión
muy criticada en Cuba. Ellos sabían
que yo no lo habría
aceptado bajo ningún
concepto.
Bueno, no sé
si Myrta sabría
cómo
era que percibía
aquel salario ni me he preocupado nunca de preguntar ni de
hablar sobre aquello; pero el hecho es que hicieron constar
su nombre en una nómina
del Ministerio de Gobernación
por un sueldito.
La familia de ella sabía
que yo no aceptaría
semejante cosa, no podía
aceptarla jamás.
Fue una grave ofensa que me
hicieron, y ellos se valieron de una situación
de dificultades económicas
muy grandes, de desamparo.
Katiuska Blanco.
—Precisamente,
tengo la carta que usted envió
el 17 de julio de 1954 a Myrta en tales
circunstancias, entre los papeles que utilicé
para preparar este encuentro, dice:
«Myrta:
»Acabo
de oír
por el noticiero de la CMQ (11:00 de la noche)
“que
el Ministro de Gobernación
había
dispuesto la cesantía
de Myrta Díaz-Balart…”.
Como no puedo creer bajo ningún
concepto, que tú
hayas figurado nunca como empleada de ese
Ministerio, procede que inicies inmediatamente una
querella criminal por difamación
contra ese señor,
dirigida por Rosa Ravelo o cualquier otro letrado. Quizás
han falsificado tu firma o quizás
alguien haya estado cobrando a tu nombre pero todo
se puede demostrar fácilmente.
Si tal situación
fuera obra de tu hermano Rafael, debes exigirle sin alternativa
posible que dilucide públicamente
esa cuestión
con Hermida aunque ello le cueste el cargo y aunque fuera la vida. Es tu
nombre lo que está
en juego y no puede rehuir la responsabilidad que
tiene que saber muy grave para con su
única
hermana, huérfana
de madre […]
cuyo esposo está
preso […].
»Considero
que tu pena y tu tristeza sean grandes, pero
cuenta incondicionalmente con mi confianza y mi cariño».
Fidel Castro.
—Es
la carta que le envié
a Myrta. Yo sabía
que ella estaba siendo víctima
de su familia, de su hermano que la utilizó
sin escrúpulos,
yo quería
que todo se aclarara porque ella
había
estado colaborando con nosotros, sabía
que estaba haciendo grandes sacrificios y por ninguna razón,
después
de los trabajos que pasó,
yo la hubiera abandonado.
Nunca me he puesto a averiguar realmente cómo
fue, cuándo
lo hicieron, en qué
fecha ni me ha importado averiguarlo.
El hecho es que así
estaban pretendiendo darle una
ayuda. Yo no sabía
nada. Si me hubieran dicho que el padre
le dio 50 pesos o le dio 100 pesos un día,
no me habría
negado ni lo habría
visto mal. Probablemente no me habría
gustado o habría
mostrado desacuerdo; pero, bueno, me habría
parecido un poco lógico,
tenía
cierta lógica
que dijera:
«Como
padre te doy una ayuda»,
una pequeña
ayuda, si quería
dársela,
para ella y para el niño.
Yo no sabía
absolutamente nada ni siquiera
podía
imaginarme semejante cosa.
El hermano me conocía
bien. Pienso que cuando hizo esto
—y
no sé
en qué
momento, en qué
período
después
del golpe lo hizo—
estaba buscando crear un conflicto, porque no tenía
sentido ni pies ni cabeza que procediera así.
Fue una provocación
de las grandes.
Entonces,
¿qué
ocurrió?
En un momento determinado, no
sé
qué
protesta pública
tuvo lugar, qué
denuncia, por las condiciones
de los presos, no sé
qué
declaración
de protesta hizo Myrta, y entonces Hermida, ministro de Gobernación
del mismo ministerio donde el hermano de ella era
viceministro, hizo una declaración
afirmando que la había
cesanteado. En medio de un conflicto alrededor de los presos, este hombre
acudió
a tal bajeza, a una especie de venganza.
Él
sabía
que Myrta figuraba con un puesto allí
y lo expresó
en público,
indiscutiblemente para ofenderme, para herirme, para atacarme, o
para atacarla a ella. No recuerdo bien las
circunstancias, pero ella había
hecho una declaración
de protesta por el trato a los
presos. Ella tuvo una actitud muy solidaria todo el
tiempo, nos visitaba en la prisión,
todo lo sentía
perfectamente bien; pero indiscutiblemente que el hermano y la familia la
embarcaron al concederle esa
«ayuda»,
que debió
ser inaceptable, y luego la colocó
en un lugar embarazoso y de desventaja moral.
Qué
le dijeron a ella, o qué
sabía
ella, yo no sé,
realmente tampoco me puse a averiguar ni a hacer preguntas
sobre dicho problema.
Por entonces ya se había
producido también
la conspiración
de las cartas y la familia casi se apoderó
de Myrta; porque cuando hicieron la declaración,
ella supo que se había
creado un problema conmigo, supo que para mí
se trataba de algo muy grave. La familia le cayó
encima. Ella pudo pensar que
yo no aceptaría
lo ocurrido bajo ningún
pretexto, bajo ninguna justificación,
pudo pensarlo. Fue un momento muy difícil
para ella.
En mi caso creo que yo habría
tenido al respecto una reacción
muy fuerte, muy dura. Aún
teniendo en cuenta mi antagonismo
con el gobierno, mi lucha total, mi odio, mi repudio
a la dictadura; no lo consideraría
un problema insoluble, habría
podido superarse con más
calma, con más
sangre fría
y tomando en cuenta todas las circunstancias. Habría
podido solucionarse sin el divorcio. Desde luego que se creaba un
problema serio, muy serio en el caso real de que ella supiera eso,
que figuraba en un puesto de ese ministerio, pero no hubo
oportunidad de discutirlo. Ya la familia, apenas se publicó
la noticia, prácticamente
se apoderó
de ella. Debieron utilizar todos los demás
argumentos: las cartas, las dificultades, etcétera;
deben de haber presentado un cuadro muy negativo, difícil,
y la cuestión
es que decidieron
—y
ella aceptó—
salir al extranjero con el niño.
Resultó
que, en tal situación
en que yo estaba preso, ella salió
al extranjero con el niño.
Entonces, desde mi punto de vista, cayó
en manos de su familia. No hubo una conversación
ni una explicación,
nada. Fue la forma en que ocurrieron
los hechos.
Salió
la noticia y a los pocos días
nombraron un abogado, usaron todo el poder de la familia y todo el poder
del Estado para obtener tal resultado. Ellos querían
separarnos y, efectivamente,
lo lograron; además,
para infligir una herida, una
ofensa grande y llevarse a la madre y también
al niño,
los mandaron a ambos para Estados Unidos. Fue una acción
muy sucia, realizada por el gobierno y por la familia. Ellos
consumaron su conspiración,
y realmente no había
ningún
fundamento, tuvieron que haber utilizado el argumento de las cartas, en
parte, pero eso lo sabía
yo nada más.
En dicha etapa me lastimaba más
la ofensa política
que la personal, porque, además,
yo veía
en todo aquello las maquinaciones
del gobierno y de los batistianos, de los cuales tenía
un pésimo
concepto, de los batistianos y de sus métodos.
Ellos habían
hecho cosas peores, porque habían
matado a decenas de compañeros
míos,
los torturaron y asesinaron brutalmente.
Ellos habían
hecho cosas peores, instauraron una tiranía
sobre nuestro país.
Tenía
entonces agravios mucho más
fuertes que aquel, tenía
motivaciones mucho más
fuertes, porque estaba contra
dicho régimen,
luchaba y estaba concentrado hasta el
último
acto de mis energías
y de mi vida a tal batalla. Tenía
una terrible opinión
de Batista y de todos los batistianos. Pero también
me dolía
en lo personal, como es lógico.
Mi irritación
era fundamentalmente política,
por lo que habían
hecho; la forma sucia, innoble, grosera en que
actuaron. Tuve motivaciones adicionales fortísimas
para repudiar aquel régimen,
del cual tenía
un concepto pésimo.
De modo que toda aquella cuestión
política
hizo que disminuyera mucho la estrictamente personal.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted expresa dicho sentimiento
en una carta que me causó
gran impresión:
«Vivo
porque creo que tengo deberes que cumplir. En
muchos momentos de los terribles que he tenido que
sufrir en un año,
he pensado cuánto
más
agradable sería
estar muerto. Considero al 26 de Julio muy por encima de mi
persona y en el instante que sepa que no pueda ser
útil
a la causa por la que tanto he sufrido me quitaría
la vida sin vacilar, con más
razón
ahora que no me queda siquiera un ideal privado al
cual servir. Lo poco que he hecho con suma infinita de
sacrificios y noble ilusión
no lo podrán
destruir destruyendo mi nombre. […]
»Trabajo
me cuesta alejar de mi pecho los odios mortales
que quieren invadírmelo.
No sé
si habrá
hombre que haya sufrido lo que yo en estos días
pasados; han sido de terrible
y decisiva prueba, capaz de apagar en el alma hasta
el
último
átomo
de bondad y pureza, pero me he jurado, a mí
mismo, perseverar hasta la muerte […]».
Fidel Castro.
—Puede
ser que haya escrito algunas cartas denunciando
lo que hicieron en aquel momento, era amargo en
lo personal; pero, me había
enfrentado a problemas mucho
más
duros, más
amargos; de ninguna manera iba a subordinar
a mi situación
personal los asuntos políticos
de la revolución.
A decir verdad, me sentía
consagrado a mi tarea política
y revolucionaria, y me irritaba el golpe bajo que habían
querido darme.
En mi estado, tal vez magnificaba un poco el
problema; más
de 50 años
después
veo las cosas con más
calma. Pude magnificar la ofensa hecha por el gobierno y hecha a
la familia, veía
como algo atroz lo hecho; pero creo, a pesar de
todo, que me repuse relativamente rápido,
y es explicable: seguí
en la lucha, creo que todo aquello multiplicó
mi espíritu
de lucha.
Y todo aquel asunto pudo tener solución,
pudo no producirse el divorcio, no era inevitable, yo hubiera podido
comprender hasta qué
punto la convirtieron en una víctima
de toda aquella manipulación
e intriga.
A Myrta la volví
a ver después
en Miami, mientras yo estaba
en los inicios del exilio en México,
hablamos, pero no de eso. Tuve siempre mi idea de lo que había
ocurrido, y la idea de que la habían
hecho víctima.
En realidad lo hicieron. Cuando vi la cosa clara, fríamente,
comprendí
que la hicieron víctima
en una situación
muy difícil,
en que prácticamente
estaba pasando hambre y estaba el niño
chiquito, y tú
sabes la influencia que tienen en una madre los problemas
del hijo y de la seguridad del hijo, todas esas zozobras y
angustias.
La familia la utilizó,
se aprovecharon de las circunstancias
especiales en que se encontraba, la situación
de pobreza y de necesidades materiales tremendas. Ellos habrían
podido ayudarla limpiamente, nadie la hubiera podido censurar; si la
hija no tenía
a nadie que la ayudara, la podían
ayudar limpiamente, si no era tanto lo que necesitaba.
Si a mí
me consultan, naturalmente, yo digo que no, hubiera
estado opuesto; pero desde el punto de vista de la
familia, habría
comprendido que era lo mejor. De una manera limpia,
si hubieran querido darle 50 o 100 pesos todos los
meses, cuando se quedó
sola. Tú
no le puedes cuestionar a la familia, a un
padre, que quiera ayudar a la hija, a un hermano
ayudar a la hermana.
Katiuska Blanco.
—Toda
esa historia me recuerda otras difíciles
y dolorosas en la vida de Martí
y en la de Mella. Tengo entendido
que Hermida, el ministro de Gobernación
que declaró
que Myrta recibía
un salario en el Viceministerio, lo visitó
luego en la prisión,
¿es
cierto?
Fidel Castro.
—Sí,
un día
visitó
la cárcel.
A mí
no me consultaron antes, de repente se abrió
la celda y entró.
Creo que Raúl
estaba conmigo entonces, no sé
si
él
me acompañaba
donde yo me encontraba o si estaba solo allí;
porque yo viví
primero aquel período
de soledad, aislamiento total, sin patio, sin
nada; después
fue mejorando mi situación:
derecho a ir al patio, en que podía
comunicarme con el de al lado, y después
un período
en que enviaron a Raúl
para el lugar de mi confinamiento. Es decir, no recuerdo si
él
estaba allí
o no en aquel momento, pero el hecho es que abrieron las rejas y
entró
el ministro de Gobernación,
me saludó
y entonces le reproché
lo que había
hecho, le reproché
las declaraciones.
Él
trató
de dar una excusa, me habló
y me dijo:
«Bueno,
yo también
fui revolucionario
»,
dijo una cosa:
«Yo
también
estuve preso, porque puse bombas contra Machado».
Aquel hombre fue casi a rendirme tributo, porque me
dijo:
«Bueno,
yo fui preso también,
yo comprendo lo de ustedes,
porque fui revolucionario. Estuve preso, puse
bombas, y, mira, ahora estoy aquí».
Casi quiso decir que
él
entendía
lo que hacíamos,
que
él
lo había
hecho también
y que algún
día
no estaríamos
ahí.
Realmente fue casi a rendirme un tributo,
a decirme
—reitero—
que
él
también
había
estado preso, que comprendía.
Fue todo lo que dijo, no fue a decirme nada ni a
proponerme nada ni a conversar nada. Quería
verme, parece que tenía
curiosidad de ir a verme y entró.
Era el ministro de Gobernación,
el dueño
de las cárceles,
y yo era un prisionero.
Le reproché
además
en breves palabras las arbitrariedades
de la prisión.
Él
dio alguna explicación,
realmente trató
de hacerse simpático.
Pero yo comprendía
que era un problema moral de todos ellos: se sentían
inferiores frente a nosotros,
se sentían
desmoralizados. Incluso, tenían
curiosidad por ver cómo
éramos.
Es otra manifestación
de la inferioridad moral de toda aquella gente frente a nosotros. |