05Traslado
de las armas, recuerdos de Raúl,
Renato Guitart, los elegidos, planear
las acciones, plano del cuartel, detalles, secreto,
viajar de La Habana a Santiago, Teodulio
Mitchell, la vida para la Revolución
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en julio de 2003 Raúl
me contó
cómo
José
Luis Tassende fue quien le avisó
de la hora cero. Tassende lo llamó
a las 8:00 de la noche del viernes 24 de julio
[de 1953] y sin referirse a nada más,
le pidió
que se reunieran en el punto L (casa de Léster,
en las proximidades de la
Universidad), donde recogieron el
último
cargamento de armas
para dirigirse después
a la estación
de ferrocarril y tomar el tren central rumbo a Oriente. Llevaban las
maletas cargadas con escopetas desarmadas.
Él
me aseguró
que en aquel momento, incluyéndolo
a
él,
se reunieron en la estación
de trenes 18 combatientes, claro, otros compañeros
hicieron el mismo audaz trayecto, pero en otros momentos. Creo
que algunos llegaron a Santiago aquel mismo viernes. Raúl
y sus acompañantes
arribaron a la ciudad capital de Oriente el sábado
25 de julio. En un diario, escrito en el presidio de
Isla de Pinos en 1954 y luego publicado en la revista
Bohemia
en el año
1963,
él
anotó:
«Nada
dormimos en el viaje; el alba de
aquel sábado
caluroso se presentaba con esa tranquilidad que
precede a los grandes acontecimientos. En realidad,
era un amanecer como otro cualquiera, pero a mí
se me ocurrió
pensar que ese era diferente».
Parece una novela el relato de Raúl.
Comandante,
¿cómo
fue que organizaron el traslado de las armas?
¿Reclutaron
hombres allá
en Santiago de Cuba?
Fidel Castro.
—Solo
reclutamos a un hombre en Santiago de
Cuba: Renato Guitart; lo conocimos en enero de 1953
a través
de Pedrito Miret. No queríamos
adherir gente de allí
para no levantar la más
mínima
sospecha, para que no existiera ninguna
organización,
para evitar el menor riesgo de filtración
acerca de las actividades que realizábamos.
El plan se concibió
sobre la base de no reclutar a nadie allí
antes del 26 del julio, la idea era trasladar nuestras fuerzas. Había
que extremar las medidas de precaución.
El movimiento había
sido organizado en la capital, en Santiago estaba todo tranquilo. Me
pareció
que si reclutábamos
20, 30 o 40 hombres allá,
corríamos
el peligro de que se levantaran sospechas en relación
con la acción
armada. Solo contamos con Renato, quien realizó
un excelente trabajo. Con
él
pasó
como con Miret, era un muchacho
muy activo, muy entusiasta y lo conquistamos.
Él
fue la clave en Santiago de Cuba, incluso, compró
algunas armas allí.
Cuando se aproximaba el momento, enviamos a Abel
para Santiago como responsable de una granja de pollos en
Siboney. Según
su cobertura, Abel era también
un burgués,
un comerciante que había
establecido una granja avícola
en las afueras de Santiago de Cuba. Debía
recepcionar las armas y reservar las habitaciones en los hoteles y casas de
huéspedes
para 120 personas. Algunos fueron directo, pero
llegaron a distintas horas, en
ómnibus,
en tren, y había
que garantizarles el hospedaje. Abel y Renato hicieron un brillante
trabajo;
fueron los que prepararon la recepción
del personal, recibieron las armas, poco a poco primero, y el
último
día,
el 25 de julio, la gran cantidad de armas.
A la distancia de 1000 kilómetros,
nosotros pudimos sincronizar
las acciones. La llegada de los hombres y las armas
se produjo unas horas antes del ataque,
¡a
1000 kilómetros
de distancia!
¡Qué
tarea! Fue verdaderamente asombroso hacerlo
en la clandestinidad, pese a todos los confidentes,
los policías
y la vigilancia de Batista. Fue una misión
realmente dura y arriesgada. Así
que el entrenamiento de la gente, la adquisición
de las armas, su traslado, la transportación
de los compañeros,
todo lo que parecía
muy difícil,
salió
perfecto. Ya disponíamos
de un grupo que funcionaba como un reloj,
gente muy consagrada a la lucha.
En toda la historia de la Revolución
las tareas más
complejas que resolvimos fueron las que precedieron al 26 de
julio, porque aquí
todos los intentos revolucionarios se descubrían
apenas empezaban. Nosotros mismos tuvimos
dificultades al principio para tener un mimeógrafo,
una estación
de radio y para imprimir un periódico.
Aprendimos rápido.
Adoptamos las medidas para hacer todo aquel enorme movimiento
en absoluto secreto. Desde luego, la gente iba dispuesta a
cumplir su misión,
pero nadie sabía
cuál
era:
«Usted
va a tal punto, aquí
tiene los pasajes».
«Usted
llega a tal punto, lo esperan en
tal lugar»,
y la gente cumplía
su parte disciplinadamente.
Katiuska Blanco.
—No
logro imaginarme cómo
consiguieron trasladar todas aquellas armas sin levantar
sospechas.
¡Qué
intrepidez!
¡Qué
aplomo! Parece algo de películas.
Fidel Castro.
—En
aquel traslado de armas trabajaron varios
compañeros.
Melba y Yeyé
—así
le decíamos
a Haydée
Santamaría,
hermana de Abel—
desempeñaron
un papel muy importante en la misión,
porque en cada una de aquellas maletas
que llevaban como si fuera su equipaje iban cinco
escopetas, seis escopetas, y pesaban. Creo que fue Yeyé
la que le pidió
ayuda a un soldado y el hombre ayudó
a cargar la maleta. Nuestra
gente era así,
en general muy temeraria. Eran compañeros
escogidos porque yo observaba mucho sus cualidades.
Pienso que, además,
lo importante era el jefe de la célula;
cuando era bueno, la célula
era buena. Entonces, observando siempre
quiénes
eran los más
firmes, los más
entusiastas, los más
preparados, los que tiraban mejor, los más
deseosos, se hizo la selección
de los mejores. Había
otras células
donde sus miembros no tenían
la misma fe, la misma confianza, y otras que a
veces hacían
contacto con otras organizaciones.
Claro, a los que fuimos seleccionando les dimos un
entrenamiento más
intenso. No mandamos a los 1200 a tirar en los
campos de tiro, sino a la gente más
rigurosa. Aquellos hombres se acostumbraron a moverse sin preguntar a dónde
iban. Las medidas se adoptaron teniendo en cuenta que alguien
podía
infiltrarse entre nosotros. Eran medidas en verdad
muy es trictas. Nuestros compañeros
estaban acostumbrados a estar
siempre listos para entrar en acción
y se les había
comunicado que no sabrían
ni la hora ni el lugar, sencillamente tenían
que moverse disciplinadamente hacia donde se les
indicara.
Así
logramos seleccionar a los mejores; más
bien por las células
que por los hombres. Siempre le decíamos
al jefe de célula:
«Si
tú
notas que algún
hombre no está
muy firme, por las razones que sea, lo descuentas, no lo movilices».
Y seleccionamos a los jefes mediante averiguaciones que se hacían
con los propios miembros de cada célula,
en relación
con la actitud del jefe.
Entre los elegidos muy pocos eran estudiantes porque
yo conocía
a estos muy bien. Sabía
que eran entusiastas, hacían
manifestaciones y luchaban siempre; pero, en
general, no se caracterizaban entonces por la modestia del obrero y
del campesino cubano. Nuestra Universidad era una Universidad
pequeñoburguesa.
El estudiantado siempre fue muy rebelde y
muy valiente, pero menos disciplinado, menos
adaptable a la disciplina del obrero y del campesino. Era una
característica
muy peculiar del estudiante. Además,
por los problemas que había
en la Universidad de La Habana entonces, yo no quería
reclutarlos. Consideraba que principalmente los
estudiantes tenían
menos cualidades de soldado, menos disciplina. Al
trabajador, al obrero, al campesino, la vida los obligaba a ser
más
disciplinados y eran entonces, generalmente, de
extracción
más
humilde, más
proletaria que el estudiante que tenía
muy buenas cualidades para la lucha: rebelde, valiente,
desafiante a la policía
en una manifestación,
pero no era muy susceptible al
tipo de disciplina que nosotros requeríamos.
El estudiante era un poco más
intelectual y el otro un poco más
proletario; es la verdad. Yo me percataba de la diferencia entre los
hombres, las características
de cada grupo y tenía
todo en cuenta a la hora de seleccionar.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
¿y
cómo
concibieron tomar el cuartel?
¿Es
cierto que pensaban retrasmitir por la radio durante
las primeras horas el discurso
El
último
aldabonazo
de Chibás?
Fidel Castro.
—La
idea era tomar la fortaleza vestidos con el uniforme
militar del Ejército,
para crear la confusión,
para que no supieran quiénes
eran los que atacaban, para producir el caos
y la confusión
más
absoluta.
Íbamos
a usar el uniforme con la insignia de sargento, porque producía
cierta influencia en los soldados y, además,
porque inicialmente no
íbamos
a decir que se trataba de un movimiento de civiles;
precisamente para crear la confusión
en las filas militares.
Íbamos
a decir que era un movimiento de sargentos dentro del Ejército.
Existía
un antecedente en el movimiento del que emergió
el propio Batista en el año
1933. De manera que no habría
parecido nada insólito,
nada extraño,
sino algo ya acontecido en otro tiempo.
Pensaba capturar a un grupo de sargentos verdaderos
dentro de la fortaleza e, incluso, hacerlos
suscribir algunas declaraciones como si fueran parte del Movimiento,
con el propósito
de provocar un efecto paralizante en todo el Ejército
y ganar un número
de horas. Entonces, todo tendría
lugar en los primeros momentos: llamar a las guarniciones
subordinadas al regimiento y decirles que los sargentos tomaran
el mando del cuartel. Al inicio haríamos
silencio, pero luego, de inmediato, nos pondríamos
en contacto con las figuras políticas
de Santiago de Cuba y con todo el mundo.
Nacionalmente no
íbamos
a empezar haciendo discursos,
sino que, aquel día,
en determinado momento, trasmitiríamos
por las estaciones de radio el discurso de Chibás
en su propia voz; de manera que no se iban a dar noticias por las
emisoras de radio, sino que iban a empezar a repetir el
discurso todo el tiempo como un mensaje a la población.
Cuando comenzaran a circular los rumores por el hecho de que estuviera
saliendo aquel discurso
—el
que mencionas, claro, el de
El
último
aldabonazo
del líder
ortodoxo—
por las emisoras radiales, sin
dar noticias, sería
como un mensaje al pueblo de que se estaba
produciendo una revolución
popular, organizada y dirigida
por hombres del Partido Ortodoxo.
Es decir: primero, la confusión
dentro del Ejército;
después,
un mensaje a la población
en el que se comunicaba indirectamente
que algunos acontecimientos muy importantes estaban teniendo lugar, sin saber cuáles
eran. Todo esto permitiría
ganar tiempo para reunir a la población
y evacuar el cuartel. Luego, le hablaríamos
al pueblo ante la toma de la fortaleza
de Santiago para provocar el levantamiento de la
ciudad, y llamaríamos
a la huelga general y a la promulgación
por decreto de una serie de leyes revolucionarias,
que después
planteé
en
La historia me absolverá.
Es decir, sería
un movimiento que significaba una revolución
popular, que iba a llamar al pueblo entero a sumarse. Todo lo anterior
conjugado podía
liquidar al régimen
de Batista.
Estoy seguro de que existía
la posibilidad de que paralizáramos
el país,
¡estoy
seguro de que podíamos
detener el país!
Los hechos habrían
sido de tal impacto que el país
se habría
conmovido, se habría
paralizado.
Ahora, desde el punto de vista militar, esperaba la
peor variante: que tomáramos
la fortaleza, ocupáramos
todas las armas y tuviéramos
que soportar un contraataque de las fuerzas
de Batista. Entonces resistiríamos
por las dos vías
principales de comunicación
con Oriente, por las que podían
enviar tropas: la Carretera Central y el ferrocarril. No
existía
ninguna otra. Por aire no podían
llegar, porque el aeropuerto lo obstaculizaríamos.
Nosotros pensábamos
librar la resistencia en el río
Cauto, bien atrás,
a 200 kilómetros
de Santiago por la Carretera Central.
Ideamos volar el puente de la Carretera Central
sobre el
río
Cauto, en el tramo del Cauto a Holguín.
Y en Santiago de Cuba, a varios kilómetros
de la ciudad, en la zona de San Luis y
en algunos puntos estratégicos,
resistiríamos
el contraataque por ferrocarril. Si las cosas no salían
como nosotros pensábamos,
organizaríamos
la resistencia en el ferrocarril central y en
la Carretera Central, dos puntos estratégicos,
dos puntos claves, dos puntos importantes; los dos
únicos
puntos por donde podían
llegar las tropas. Así
daríamos
tiempo al desarrollo del movimiento en la ciudad en los días
siguientes, de manera que les impidiera tomarla. Tendríamos
armas de guerra ocupadas al Ejército
para organizar la resistencia en muchos lugares.
La otra variante era que en caso de que fuera
imposible destruir el contraataque ni sostener la ciudad, saldríamos
hacia la Sierra Maestra con 2000 o 3000 hombres para llevar a
cabo allí
la guerra irregular, con las armas ocupadas y los
hombres que nos siguieran. Nosotros calculábamos
tomar de 2000 a 3000 armas.
¡Habría
sido una fuerza tremenda empezar la guerra
irregular en la Sierra Maestra con todas aquellas
armas!
Pienso que la historia probó
después
que las premisas eran absolutamente correctas. Fue justo lo que hicimos
algunos años
más
tarde, en un orden inverso y en unas circunstancias
más
difíciles,
porque nosotros después
del desembarco del
Granma,
reanudamos la lucha en la Sierra Maestra con siete
fusiles y siete hombres. Antes, incluso, yo me quedé
solo,
éramos
tres hombres y dos fusiles. Así
que lo que habríamos
hecho después
del Moncada con 2000 o 3000 hombres, tuvimos
que iniciarlo con siete hombres y siete armas. No
hay comparación
posible.
Katiuska Blanco.
—El
plan era prácticamente
perfecto, Comandante. Siempre recuerdo algo que usted escribió
después
desde la cárcel:
«Para
mí
el momento más
feliz de 1953, de toda mi vida, fue aquel en que volaba hacia el combate,
como fue el más
duro cuando tuve que afrontar la tremenda adversidad
de la derrota…».
¿Podría
contar en detalle cómo
ocurrieron los hechos?
¿Qué
determinó
que no fuera posible el factor sorpresa?
¿Qué
no resultó?
Fidel Castro.
—A
medida que avanzaban los preparativos
íbamos
creando todas las condiciones. Teníamos
a la gente lista, las armas,
entonces comenzamos a pensar en qué
fecha haríamos
la acción.
Lo decidimos cuatro o cinco semanas antes, queríamos
que fuera lo más
rápido
posible porque si el tiempo se dilataba,
aumentaban los riesgos de que se descubriera el
plan. En aquel período
ya estábamos
camuflados, muy camuflados en la oficina
de Juanito Sosa, el batistiano. Por entonces
nosotros no hacíamos
manifestaciones como la del 28 de enero ni acción
alguna que pudiera ponernos en conflicto con la
policía,
con la fuerza represiva. El día
exacto estuvo determinado por el
grado de avance de los preparativos.
Recuerdo que para la selección
de la fecha tuvimos en cuenta el carnaval, pues teníamos
que hacer una movilización grande para alquilar los cuartos, garantizar todo
sin levantar sospechas, y en aquellos días
los festejos tradicionales acaparaban
la atención
de las autoridades.
Como aquel fue el factor determinante, nos pareció
la fecha perfecta. Pudo decidirse el día
exacto que tendría
lugar la acción
cuatro semanas antes, cinco, seis, quizás;
incluso, desde antes trabajábamos
para dicho día.
Cumplimos la fecha exacta en que planeamos el Moncada, y así
fue también
cuando el
Granma;
incluso, la fecha exacta en que tomamos Santiago
de Cuba fue la prevista con anterioridad. Recuerdo
una carta que le mandé
a [Juan] Almeida [Bosque] cuando se organizaba
la
última
ofensiva de Batista contra la Sierra. Le dije:
«Alrededor
del 1º
de enero estaremos en Santiago de Cuba».
Claro, no fue una fecha señalada,
fue un cálculo;
pero la fecha del Moncada y la del
Granma
las escogimos unas cuantas semanas
antes, y las cumplimos.
Hasta ahora tenemos un buen récord
en cumplir los planes revolucionarios en la fecha exacta.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
no olvido nunca lo que escribió
desde el presidio al padre de Renato Guitart:
«…usted
tiene […]
sobradas razones para poder estar eternamente
orgulloso de
él.
Un deseo formulo para Cuba desde lo
íntimo
de mi alma: que tenga siempre hombres como usted y como
él».
¿Fue
Renato quien facilitó
el plano del Moncada y se arriesgó
durante meses haciendo las observaciones hacia la fortaleza
militar?
Fidel Castro.
—Sí.
Nosotros estudiamos detalladamente el plano
físico
del cuartel, facilitado por Guitart y sus
observaciones: cómo
eran las postas, cómo
era la entrada, cómo
era todo a grandes rasgos. No era muy minucioso; lo que nos
interesaba era dónde
estaba el puesto de mando, dónde
las armerías,
dónde
los dormitorios; es decir, no necesitábamos
un plano exacto. Guitart fue el que reunió
la mayor información
porque Abel, aunque también
aportó
datos, no vigilaba todo el tiempo
para no despertar sospechas. No podíamos
utilizar a mucha gente, por lo que nos guiamos por la información,
por la observación;
toda la distribución
podía
verse desde el hospital, desde algunos edificios altos, desde la audiencia.
Conocíamos
lo esencial para la operación
y ello nos lo puso en las manos
Renato. Cumplió
con su trabajo con una discreción
absoluta, fue fiel a la confianza que depositamos en
él
hasta el final.
Yo recorrí
los alrededores durante los preparativos, muchas
semanas antes de la acción.
Di la vuelta, analicé
las distintas direcciones porque sabía
que tenía
que concentrar a la gente en un punto, debía
definirlo:
¿en
la dirección
de El Cobre para venir de la Carretera Central, en la dirección
de El Caney, en la dirección
del Morro, en cinco o seis direcciones diferentes?
Escogí
la dirección
que veía
más
directa, con menos tránsito,
menos tiempo dentro de la ciudad, es decir, menos
tramo a recorrer. Elegí
la más
próxima
a la salida de la ciudad, en un
lugar donde fuera más
fácil
realizar el camuflaje de la granja. Estudié
los distintos puntos, y en tal dirección
vi que existían
lugares adonde se llegaba más
rápido,
y había
más
posibilidades para alquilar casas, casas de vacaciones, porque era
una dirección
que iba a la playa. Parecía
más
discreto, más
fácil
para llevar a la gente de noche y concentrarla y,
además,
para salir al amanecer. Aquellos lugares los estudié
y escogimos, sin duda, el mejor: con la carretera que llegaba por
el campo y desembocaba en la ciudad, cinco o seis cuadras antes
de llegar al cuartel, para atacarlo por un flanco.
No podía
meterme dentro del cuartel ni pararme por el
edificio aledaño
porque era relativamente bien conocido. Si
me veían
mirando para un cuartel iban a descubrir los planes.
¡Valga
que no hice la exploración
personalmente! Estudié
los alrededores; además,
conocía
la ciudad. Entonces, tratamos de buscar una finca en la dirección
que venía
de las playas, adonde iba la gente de Santiago: la playa de
Siboney y otras playas.
Por entonces existía
un camino que llevaba a la Gran Piedra.
De todos los lugares de Santiago de Cuba era el más
disimulado, el lugar perfecto.
En Santiago estaba todo arreglado. En La Habana
conseguimos una parte de las armas en las armerías,
cuya mera existencia hizo posible que las adquiriéramos.
También
por aquellos días
reunimos el resto de los uniformes para enviar
a Santiago. Algunos se confeccionaron por nosotros
en casa de Melba y otros los compramos. También
logramos adquirir muchos con algunos militares de baja graduación.
Con ellos también
nos hicimos de gorras, galones de sargento e,
incluso, algunas armas; todo dentro de la estratagema
preparada para tomar el cuartel y crear la confusión
en las filas del Ejército.
Desplegamos un trabajo febril. En los
últimos
días
de la semana y durante el propio fin de semana acabamos de
adquirir todas las armas, y remitir hasta Santiago de Cuba el
grueso del cargamento por distintas vías
y distintos lugares. El plan
era enviarlas todas a Santiago de Cuba.
En el más
absoluto secreto seleccionamos a los combatientes
y dimos instrucciones a los jefes de células
que iban a participar y organizar la movilización
desde La Habana hasta Santiago de Cuba. Tuvimos que alquilar alrededor de
20 automóviles
en que viajarían
varios grupos. Lo hicimos en La Habana
también
por medio de créditos.
Disponíamos
de cuadros preparados que establecieron relaciones con las
casas que arrendaban automóviles;
y, claro, padecíamos
la misma escasez de recursos que para la adquisición
de las armas.
Todos los carros que participaron fueron de La
Habana para allá,
arrendados. Cada célula
en un carro; algunas de mucha confianza las enviamos por
ómnibus,
otras las mandamos por ferrocarril y el grueso lo enviamos por
carretera. Se seleccionaron los hombres, los choferes. Un
grupito muy pequeño
organizaba todo: la hora exacta en que tenían
que recoger a los combatientes y la hora exacta de donde
tenían
que salir, los puntos específicos
donde tenían
que llegar, los lugares precisos, quién
los recibía.
Ellos no sabían
que aquel era el día
de la acción
final porque los movilizamos muchas veces; se
habían
educado en la disciplina de que no se sabría
cuál
sería
el día
de la acción
final ni dónde
sería.
Ellos nunca vieron un arma, nunca vieron un almacén
de armas, como hacían
los auténticos;
pero tenían
confianza, tenían
fe en que lo que se hacía
era correcto, serio, aunque nunca se utilizó
el ardid de enseñarles
20 armas juntas. Nosotros logramos reunir armas
y 160 hombres casi de la nada para las acciones de
Bayamo y Santiago de Cuba.
Recuerdo un día
duro, relativamente tenso, tuve que soportar
algunas cosas. Fue unas semanas antes del Moncada.
Iba en mi carro por la calle Reina…
Aquel carro caminó
40 000 kilómetros
antes del 10 de marzo y en el período
del 10 de marzo a unos días
previos al 26 de julio, otros 40 000 kilómetros;
le dio la vuelta al mundo, más
o menos, por las distancias que
recorrí
mientras organizaba el Movimiento y lo del Moncada.
El plan estaba muy adelantado, todo marchaba a la
perfección,
cuando, por alguna razón
del tránsito,
doblé
sin hacer la seña
a un oficial de la policía
que estaba cerca y el policía
dobló
detrás
de mí
y me siguió.
Dos cuadras más
adelante paré,
me comporté
como cualquier otro ciudadano, el policía
me manoteó,
me dio algunos golpes, casi me abofeteó,
y yo con una sangre fría
tremenda le dije:
«Perdóneme,
señor
policía.
No quise ofenderle, no se altere; excúseme,
señor».
El policía
furioso, era un oficial, estaba ofendido por una
bobería
del tránsito.
Le aguanté
todo aquello diciendo para mis adentros:
«No
se preocupe, no tardará
mucho tiempo antes de que pueda
responderles».
En otra ocasión
íbamos
por Boyeros y una perseguidora
nos hizo señas
para que nos detuviéramos;
no recuerdo en qué
misión
estábamos.
Íbamos
en un carro de los alquilados
porque ya el mío
se había
fundido. El caso es que nos dieron
la orden de detener la marcha para investigarnos, no
sabíamos
el motivo por el cual nos dieron el alto, no teníamos
armas, siempre anduvimos desarmados; precisamente para no
levantar sospechas.
¿Qué
sería
aquello?
¿Habrían
descubierto algo?
¿Iban
a arrestarme? Fue un momento tenso. Bien, nos
identificamos, nos hicieron unas observaciones,
verificaron algunas cuestiones y nos dijeron:
«¡Sigan!».
Faltaban horas para la acción
del Moncada, era verdaderamente muy extraño
todo aquello, casi culminaba el plan previo al
asalto. Aquel viernes 24 de julio fue decisivo.
Personalmente vi a los cuadros que se trasladarían,
indiqué
lo que cada uno de ellos debía
hacer, di todas las instrucciones.
Casi fui el
último
en salir, o al menos estuve entre los
últimos.
Los carros se movieron por la Carretera Central con
las in signias del partido de Batista y las banderitas del
10 de marzo. A muchos batistianos les gustaba poner la banderita
del 10 de marzo y calcomanías
alegóricas
a Batista en los carros, y todos
los nuestros las llevaban. Como era gente
desconocida y tenía
que recorrer una ruta de más
de 1000 kilómetros,
para cualquier incidente del tránsito,
cualquier imprevisto, era una
gran ayuda tener los letreritos, la bandera del 4 de
septiembre, la bandera y las consignas de Batista en el carro.
Bueno, se tomaron todas las medidas. Se determinó
el momento en que se moverían,
dónde
podían
bajarse, la obligación
de salir en grupos, la prohibición
de que nadie podía
abandonar el carro; en fin, las instrucciones
concretas.
A su vez, todo el mundo viajó
por separado. Uno salía
ahora, otro media hora después,
dos horas después.
Fueron saliendo desde el viernes por la noche. Los carros
no llevaban armas para evitar cualquier incidente en el camino.
El
único
carro que no llevaba la banderita de Batista era el
mío,
pero por una razón
muy sencilla: yo, de cierta forma, era
conocido en este país.
Todo el mundo sabía
que yo no tenía
nada de batistiano, aunque trabajara en la oficina
de un batistiano. Los que me conocían
bien sabían
que no habría
podido convertirme en un batistiano, por tanto, si alguien
me veía
por la Carretera Central con un letrerito de Batista
o del 4 de septiembre sería
muy sospechoso, muy extraño.
Así
que no fue por prejuicio que no llevaba ninguna alegoría
batistiana; como no tuve prejuicio en ponerme un uniforme de
sargento.
Fui de los
últimos
en emprender el viaje desde la capital,
creo que con algún
carro detrás
por si acontecía
algún
problema o desperfecto en el que yo viajaba, que me pudieran
apoyar. Debí
salir en horas de la noche del viernes hacia la
madrugada del sábado.
Recuerdo que ya de día
me acordé
de que tenía
un poco de miopía
y compré
unos espejuelos en una
óptica
de Santa Clara. Seguí
rumbo a Camagüey,
y ya de noche, el día
25, en medio de los carnavales, llegué
a Santiago de Cuba. Allí
estaban Abel, Guitart, los del grupo de Santiago.
Katiuska Blanco.
—Fui
muy afortunada en mi niñez
porque conocí
la historia de su recorrido hasta Santiago de
primera mano. Mi madre fue compañera
de trabajo y amiga de Teodulio
Mitchell Barbán,
el chofer que conducía
el auto Buick 52 en que usted viajó.
Yo tendría
unos siete u ocho años
cuando le escuchaba muy atenta todas las anécdotas.
Según
él,
ambos salieron de La Habana, desde Jovellar N.o
107, en las
últimas
horas de la noche del 24 de julio. El itinerario de
sus recuerdos puede leerse detalladamente en un reportaje
publicado por la periodista Susana Lee en 1977, cuando el
aniversario 24 del ataque. Muchos años
después
supe que usted consideraba, en
términos
generales, casi exacto el recuento de Teodulio. Era
un negro alto, muy querido en mi casa y admirado, no
solo por moncadista, sino porque había
perdido a su esposa y se encargaba con esmero de cuidar a sus hijos. Quizás
no era tan alto, pero como yo era una niña
lo veía
muy grande en todos los sentidos, por su estatura y la epopeya vivida.
Para mí,
su narración
era sorprendente, pero especialmente la parte en
que contaba cómo,
tras eludir la persecución
durante unos 15 días,
lo detuvieron en su pueblo.
Él
era de Palma Soriano. Allí
le hicieron la prueba de la parafina en las manos
para saber si tenía
restos de pólvora,
lo cual querría
decir que había
disparado. Le confieso que fue lo que más
me impresionó
entonces,
¿cómo
era posible saber tantos días
después
si alguien había
tirado con un arma? No conseguía
explicármelo
y era algo enigmático,
un asunto casi de magia. Fue una sensación
como la que García
Márquez
evoca en un pasaje de su novela
solitaria, al ver por primera vez el hielo.
Todavía
me conmueve recordar a aquel hombre humilde
y bueno que pasaba por la vida de forma tan
sencilla, luego de haber tenido la gloria y la responsabilidad de
trasladarlo a usted hasta Santiago. Era un héroe
al alcance de mis ojos y desde siempre me sentí
feliz de tener la suerte y el privilegio
fortuitos de conocerlo.
Fidel Castro.
—En
realidad me sorprendió
la nitidez con que aquel hombre, recordaba casi todos los detalles, 24
años
después.
No hubo ningún
tropiezo serio en el camino, y ya en Santiago
estaban dispuestas las armas, la casa habilitada.
Todo lo que hicimos en Santiago lo ejecutamos igual en
Bayamo, pero en pequeña
escala, la gente estaba expectante, ubicada en va rios hoteles. Abel había
separado el alojamiento para cada uno
de nosotros y todo el programa se cumplió
sin percances. Hice todo lo planeado, di las instrucciones: cubrí
el otro tramo de Santiago hasta la granja avícola,
y una vez allí,
nos reunimos. Todo el mundo tenía
la impresión
de que había
llegado la hora de la acción,
que un viaje de 1000 kilómetros
no se daba para una práctica.
Recuerdo que durante el recorrido desde La Habana
iba siguiendo de cerca los registros, la actitud de la
policía,
del Ejército;
si estaban en guardia, si existía
alguna sospecha. Observaba mucho por todo el tránsito
el estado anímico
de la gente. Al llegar a Santiago de Cuba, todo el
mundo estaba de fiesta en pleno carnaval, en el cenit del
carnaval. Por eso nuestra gente pudo entrar sin dificultad a la ciudad
porque era una fecha perfecta; había
mucha fiesta, muchas personas,
gran tomadera; y un grupo de gente disciplinada,
alrededor de 120 hombres, llegó,
se hospedó
en distintos lugares, descansó,
se movilizó
y se concentró
otra vez.
Fue una operación
perfecta. No cometimos un solo fallo en
todo aquel período,
ni por accidente.
Abel esperó
a numerosos compañeros
que transportaban armas por ferrocarril; muchos llegaron al atardecer
del sábado
25, unas horas antes de la acción.
Claro, algunas armas ya estaban allí,
las que Abel enterró
en el pozo, en distintos lugares,
en la granja avícola.
Como en Tizol teníamos
un asesor
en materia de cría
de pollos y aquella era una granja avícola,
se construyeron las instalaciones de manera que los
automóviles
no se vieran desde la carretera. Todo fue organizado
así,
hasta que yo llegué
a las 2:00 de la madrugada; pudo ser unas cuatro
horas antes del ataque al cuartel Moncada. Hablé
a la gente y di las instrucciones de repartir los uniformes, las
armas, las municiones.
Las horas transcurrieron de modo muy especial. Existía
ya un estado anímico
de exaltación
pausada entre quienes se organizaron,
se entrenaron y prepararon durante meses, compañeros
muy persuadidos y con una gran confianza en todo.
Y de repente llegó
el momento de la acción,
el momento más
emocionante para todo el mundo, cuando efectivamente
vieron por primera vez las armas, excepto unas pocas con
las que antes habían
hecho prácticas.
Fuimos distribuyéndolas
según
las misiones y el entrenamiento de cada cual. Las
mejores armas las pusimos en manos de los más
entrenados. También
repartimos los uniformes con prontitud. Todo se
dispuso de modo muy serio. La atmósfera
influía
en los combatientes, en la idea de lo que
íbamos
a hacer como una misión.
Conocíamos
al detalle las decisiones que debíamos
adoptar. Separé
a quienes irían
conmigo y nombré
a los jefes de las otras acciones;
mandé
a Abel para el Hospital Civil; a otro grupo, donde
estaba Léster
con Raúl,
a la misión
de tomar el Palacio de Justicia;
seleccionamos todos los grupos, los carros, e
impartimos las instrucciones. Nos referimos a cómo
utilizar la sorpresa, y enfatizamos la idea de tirar solo en caso
indispensable.
Realmente, si nosotros
íbamos
disfrazados de soldados, si
tomábamos
la posta y el puesto de mando, el enemigo no podía
reaccionar. Nosotros pensábamos
hacer prisionera a la guarnición;
incluso, buscar la colaboración
de alguna gente, de ser posible
—por
lo menos, los nombres de los principales y
verdaderos sargentos—,
y utilizarlos para las primeras comunicaciones con
las unidades militares, además,
distribuir pequeñas
proclamas de militares firmadas por los sargentos prisioneros.
Era una operación
totalmente dirigida a las distintas unidades,
porque teníamos
la intención
de rendir las capitanías
de la provincia de Oriente.
Íbamos
a tratar de neutralizar, rendir y dar instrucciones a todas y crear una gran
confusión
en el Ejército;
por lo tanto, nuestra idea fundamental era
hacer prisioneros a los soldados y, desde luego,
neutralizarlos si hacían
resistencia. La sorpresa y el desconcierto serían
tan grandes, que no podrían
reaccionar, y con ello nos proponíamos
evitar bajas, lo mismo de un lado que de otro.
Nuestros cálculos
eran correctos, absolutamente correctos, ya que
ellos no habrían
podido hacer nada desde el momento en que vieran una
masa de casi 100 hombres y sargentos insubordinados.
Sería
anonadante para gente que plácidamente
dormía
en un día
de carnaval, antes del amanecer, en el mes de julio, en
que aclara más
temprano.
Habíamos
estudiado bien a qué
hora amanecía,
a qué
hora se levantaban los soldados, y la idea era tomar
el cuartel unos 40 minutos antes de despuntar el día.
Entonces habríamos
ocupado el puesto de mando y todas las entradas de
las barracas. Si hacían
resistencia, teníamos
que neutralizarlos.
Hoy estoy convencido de que se habría
producido una balacera descomunal, contrariamente a lo que nos proponíamos.
Porque si bien el plan era un plan correcto, las
premisas eran correctas, la gente era muy decidida y muy valiente;
también
a nuestra fuerza le faltaba experiencia. Es decir,
tal misión,
si se desarrolla con quienes han estado en combate
en varias ocasiones y son veteranos, la puedes garantizar
porque los combatientes, incluido el jefe, mantienen un control
sobre los acontecimientos.
Digo esto por lo que ocurrió.
Cuando sonó
un disparo, todo el mundo disparó,
pero no estábamos
dentro del cuartel. Con experiencia combativa ante tensiones, habrían
estado preparados para esperar; pero sonó
un tiro, el primero, y todo
el mundo atacó.
Era difícil
que se produjera la fórmula
perfecta de que hiciéramos
prisionera a la guarnición,
que era lo previsto; pero no la acción
de neutralizarla sin ninguna vacilación.
La gente iba muy decidida.
Cuando hablé
en la granjita, no tenía
mucha necesidad de arengar a nuestros hombres, sino la de inspirarles
confianza en que había
llegado el momento, que era la hora; impulsar
un poco más
sus energías,
darles seguridad en la operación,
insistir en lo que debía
hacer todo el mundo y cumplir las instrucciones.
En aquel momento crucial hice hincapié
en la idea de no disparar a menos que fuera imprescindible. En la
solemnidad de la hora de la acción
invoqué
pasajes de nuestra historia. Recuerdo
que un pequeño
núcleo
de los estudiantes que procedían
de la Universidad se asustó.
Eran los que siempre estaban
pidiendo más
acción,
un pequeño
grupo de valientes
—tres
o cuatro, de los 120 hombres—,
que cuando llegó
la hora de la acción
fueron los
únicos
que desistieron. Les dijimos:
«No
se apuren, quédense
y después
que salgamos todos nosotros, salen
ustedes».
No pudimos ni reprochárselo.
Así
que la gente fue muy consciente.
Nítidamente
recuerdo que cuando hablé,
me referí
a la página
que escribiríamos
en nuestra historia e infundí
seguridad en los combatientes.
También
recuerdo que sucedió
algo con mi reloj, y que hubo cierto momento en que nos vimos muy apretados
con el tiempo disponible para cumplir el plan previsto. Fue
en aquellas cuatro horas cuando debimos repartir los uniformes,
las armas, y organizarlo todo; tuvimos que actuar
febrilmente, con mucha premura. Tal vez debimos haber empezado
una hora antes porque fue un cúmulo
grande de cosas por hacer:
busca las armas, sácalas
del pozo, identifícalas
una por una, entrégalas
a cada grupo, distribuye las municiones. En un
momento dar todas las
órdenes:
entra el núcleo
tal, sale; entra otro núcleo,
sale. Hablé
a todos, pero además,
distribuí
a los grupos en los carros: tal grupo aquí,
tal grupo allá.
Para tomar la posta solicité
voluntarios. Fueron voluntarios
los que marcharon conmigo y los del primer carro, yo
iba en el segundo auto.
Salieron primero los que iban hacia los lugares
menos peligrosos, donde previsiblemente la misión
era más
fácil,
pero tenían
que llegar de manera simultánea.
Yo entraría
al Moncada cuando estaba calculado que la gente del hospital iría
entrando por el edificio al fondo del hospital; y cuando los
que iban para el Palacio de Justicia estuvieran llegando allí.
Habíamos
estudiado los lugares para hacerlo todo simultáneamente
y calculé
el tiempo que debía
darles a los carros que iban delante.
Con Abel iban combatientes movilizados en tres
carros. Otro tenía
que salir para tomar el Palacio de Justicia. Cuando
saliera el primer carro le seguiría
el mío
a unos 100 metros, y después
el resto de la caravana: los que
íbamos
a tomar la posta y el cuartel, los que
íbamos
a penetrar dentro del cuartel.
Claro, a Melba y Haydée
queríamos
protegerlas. Les dijimos que podían
ir, pero al hospital como enfermeras, a ayudar
a los heridos porque, en cierta forma, pensábamos
mandar al hospital a nuestros heridos. El hospital no solo era
un objetivo
que había
que tomar porque estaba al fondo del cuartel, allí
el doctor Mario Muñoz
ayudaría
a Melba y Yeyé
en la atención
a los heridos de uno u otro grupo.
Sabía
que la misión
era muy arriesgada, de un riesgo enorme,
no lo desconocía,
pero realmente me sentía
feliz; pocas veces en mi vida me he sentido tan feliz como me
sentí
en aquel momento, cuando después
de 16 meses del golpe de Estado
de Batista
íbamos
a emprender la acción.
Tenía
una gran confianza en la operación.
Todo el esfuerzo desplegado culminaba sin una sola
falla, habíamos
resuelto los infinitos problemas que se presentaron
a lo largo del camino y ya avanzábamos
hacia el objetivo. Iba uno con un gran impulso, con una
íntima
alegría
de que se hubiera logrado hacer todo sin un solo fallo, que
sorprenderíamos
totalmente a Batista, al Ejército,
a todo el mundo. Diría
que fueron los momentos más
emocionantes y más
felices de mi vida. Y sabía
del riesgo pero, al lado de lo que significaba
la realización,
la culminación
de un esfuerzo como aquel, tan
laborioso, durante tanto tiempo, tan motivado por la
lucha, tan motivado por los objetivos que nosotros perseguíamos,
tan motivado por el espíritu
de todos los civiles que se lanzaban a
asaltar la fortaleza sin ser militares; al lado de
aquello, el riesgo resultaba despreciable. Pensaba en la acción,
en lo que había
que hacer, sin ninguna preocupación
en absoluto, porque tenía
confianza en la operación.
Lo que recuerdo como si fuera ahora mismo es que era
muy feliz en el recorrido hacia el Moncada.
El cuartel está
a unos cuantos kilómetros
de donde nos encontrábamos,
a unos cuantos minutos. En el trayecto había
muy poco tránsito,
casi nada, solo un yip por allá
lejos, y tuvimos que parar por esa razón.
A ese yip lo siguió
el carro delantero, luego el carro de Santiago, doblamos y entramos. Eso
lo viví
como un momento de mucha tensión,
de mucha emoción,
un momento extraordinario. No recuerdo otro igual.
Cuando desembarcamos en el
Granma
—al
llegar por fin a Cuba el 2 de diciembre de 1956—,
fue otro momento especial, una circunstancia
parecida porque fue un viaje largo, un poco más
dilatado con los incidentes al arribar a nuestras
costas. Pero, no, no recuerdo ningún
otro momento como aquel, porque se
cumplió
un deseo acariciado durante mucho tiempo, un trabajo
desarrollado durante mucho tiempo, un esfuerzo
gigantesco, una idea. El instante en que nosotros
íbamos
a tomar la fortaleza implicaba que el Movimiento
—ya
bajo nuestra responsabilidad,
sin auténticos,
sin nadie, con armas propias y
a partir de la decisión
adoptada unos cuantos meses antes—,
asumía
la responsabilidad de la Revolución.
Tales razones pueden dar la idea de lo tremendo que fue el golpe, de lo
duro que fue el hecho de que no hayamos podido alcanzar el
objetivo.
Katiuska Blanco.
—Su
hermana Angelita me contó
que en los días
previos al asalto al Moncada, usted, Raúl
y otros jóvenes, amigos cercanos, se reunían
a puertas cerradas en su casa del
reparto Nicanor del Campo. Ella y Myrta se
preguntaban continuamente sobre qué
hablaban, en cuál
asunto andaban que requería
tanto misterio. Estando en Birán,
luego del asalto, cuando escuchó
hablar de un problema en Santiago, enseguida
pensó
que usted y Raúl
y todos los demás
estaban involucrados.
¿Tampoco
Myrta sabía
nada? Teodulio Mitchell, al
evocar el comienzo del viaje hacia Santiago, decía
que usted pasó
por allí,
recogió
una guayabera y un libro, se los entregó
para que los guardara dentro del carro y le dijo:
«Deja
ir a besar a mi hijo, no sé
cuándo
lo vuelva a ver otra vez».
Y
él,
que estaba lejos de imaginarse que la acción
esperada era ya inminente, le respondió:
«¡Qué
va, doctor, seguro lo ve la semana
que viene!».
Comandante,
¿no
sintió
temores por su familia en aquel momento?
¿Cómo
pudo sobreponerse?
Fidel Castro.
—Puse
en mi vida a la Revolución
y al futuro de la Revolución
por encima de todo lo demás;
era casi natural, algo entendido y sobreentendido por todos en casa, en Birán
y en mi pequeño
hogar. Fidelito era aún
muy pequeño
para comprender, pero Myrta sabía
que yo estaba consagrado a la lucha,
me conocía
demasiado bien y no era ningún
tipo de sorpresa para ella mi sacrificio. Confieso que me dolía,
me preocupaba
—creo
que a todos los hombres, en todas las
épocas,
tales disyuntivas tienen que preocuparles—,
pero tenía
una motivación
muy fuerte, una profunda convicción.
Decidido a sa crificarlo todo, uno se siente tranquilo con su
conciencia porque le parece que obra según
lo que debe hacer y es correcto;
entonces uno puede soportar tales contradicciones
del alma, no sufre en exceso porque lo da por entendido entre
quienes lo rodean desde hace mucho tiempo. Puede sentir
personalmente pena
—no
lo niego—,
pero no tiene ninguna duda moral,
ninguna duda humana sobre lo que debe hacer. Uno lo
sabe y renuncia a todo.
Son infinitos los hombres que en otras
épocas
y otras circunstancias, en nuestra propia historia, todos los grandes
patriotas, los grandes luchadores, toda la gente que era modelo
para nosotros
—Martí,
Maceo, Mella y todos los demás
patriotas y luchadores—
vivieron lo mismo como si fuera una fórmula
de la revolución.
No se puede poner uno a pensar en los asuntos
personales, en la vida; si se pone a pensar en toda
la situación,
dichos factores prevalecen y no se actúa.
Uno percibe de forma consciente los riesgos, personalmente, no tiene
ninguna duda de que está
haciendo lo correcto, está
cumpliendo el deber, haciendo lo más
honorable que puede hacer. En mi casa
nadie tuvo idea de que aquel era el momento de la
acción,
no podía
despedirme, no podía
conducirme con dramatismo. No digo que sin esfuerzo, pero de la manera más
normal y natural posible salí
y emprendí
el viaje.
En realidad fue difícil
partir y, además,
no informar ni el más
mínimo
detalle a la familia; pero para garantizar la acción
había
que cumplir de manera estricta lo establecido.
Ciertamente, no se violó
ninguna norma; los que participaron en la
acción
sabían
solo lo que tenían
que saber y nada más.
Nadie tenía
que conocer algo que no tuviera que ver con su misión
y su trabajo. No recuerdo que alguien haya violado ese
principio. Parece que la técnica
empleada, la educación
en una disciplina, en que todo el mundo debía
estar siempre preparado para
la acción,
que no se podía
preguntar nada, que no sabrían
el día
exacto, la forma en que se movilizaba la gente, que
nunca conocía
si se trataba de una práctica
o la acción
misma, la calidad de la selección,
el estado anímico
y psicológico
de todos; tales factores, entre otras cosas, fueron
fundamentales para el
éxito.
Sin duda fue absoluto el
éxito
de toda la preparación
hasta la noche previa al momento del ataque. |