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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 16.

 
 
 
TOMO II

05Traslado de las armas, recuerdos de Raúl,

 Renato Guitart, los elegidos, planear las acciones, plano del cuartel, detalles, secreto, viajar de La Habana a Santiago, Teodulio Mitchell, la vida para la Revolución

 

Katiuska Blanco. Comandante, en julio de 2003 Raúl me contó cómo José Luis Tassende fue quien le avisó de la hora cero. Tassende lo llamó a las 8:00 de la noche del viernes 24 de julio [de 1953] y sin referirse a nada más, le pidió que se reunieran en el punto L (casa de Léster, en las proximidades de la Universidad), donde recogieron el último cargamento de armas para dirigirse después a la estación de ferrocarril y tomar el tren central rumbo a Oriente. Llevaban las maletas cargadas con escopetas desarmadas. Él me aseguró que en aquel momento, incluyéndolo a él, se reunieron en la estación de trenes 18 combatientes, claro, otros compañeros hicieron el mismo audaz trayecto, pero en otros momentos. Creo que algunos llegaron a Santiago aquel mismo viernes. Raúl y sus acompañantes arribaron a la ciudad capital de Oriente el sábado 25 de julio. En un diario, escrito en el presidio de Isla de Pinos en 1954 y luego publicado en la revista Bohemia en el año 1963, él anotó: «Nada dormimos en el viaje; el alba de aquel sábado caluroso se presentaba con esa tranquilidad que precede a los grandes acontecimientos. En realidad, era un amanecer como otro cualquiera, pero a mí se me ocurrió pensar que ese era diferente». Parece una novela el relato de Raúl. Comandante, ¿cómo fue que organizaron el traslado de las armas? ¿Reclutaron hombres allá en Santiago de Cuba? 

Fidel Castro. Solo reclutamos a un hombre en Santiago de Cuba: Renato Guitart; lo conocimos en enero de 1953 a través de Pedrito Miret. No queríamos adherir gente de allí para no levantar la más mínima sospecha, para que no existiera ninguna organización, para evitar el menor riesgo de filtración acerca de las actividades que realizábamos. El plan se concibió sobre la base de no reclutar a nadie allí antes del 26 del julio, la idea era trasladar nuestras fuerzas. Había que extremar las medidas de precaución. El movimiento había sido organizado en la capital, en Santiago estaba todo tranquilo. Me pareció que si reclutábamos 20, 30 o 40 hombres allá, corríamos el peligro de que se levantaran sospechas en relación con la acción armada. Solo contamos con Renato, quien realizó un excelente trabajo. Con él pasó como con Miret, era un muchacho muy activo, muy entusiasta y lo conquistamos. Él fue la clave en Santiago de Cuba, incluso, compró algunas armas allí.  Cuando se aproximaba el momento, enviamos a Abel para Santiago como responsable de una granja de pollos en Siboney. Según su cobertura, Abel era también un burgués, un comerciante que había establecido una granja avícola en las afueras de Santiago de Cuba. Debía recepcionar las armas y reservar las habitaciones en los hoteles y casas de huéspedes para 120 personas. Algunos fueron directo, pero llegaron a distintas horas, en ómnibus, en tren, y había que garantizarles el hospedaje. Abel y Renato hicieron un brillante trabajo;  fueron los que prepararon la recepción del personal, recibieron las armas, poco a poco primero, y el último día, el 25 de julio, la gran cantidad de armas.

A la distancia de 1000 kilómetros, nosotros pudimos sincronizar las acciones. La llegada de los hombres y las armas se produjo unas horas antes del ataque, ¡a 1000 kilómetros de distancia! ¡Qué tarea! Fue verdaderamente asombroso hacerlo en la clandestinidad, pese a todos los confidentes, los policías y la vigilancia de Batista. Fue una misión realmente dura y arriesgada. Así que el entrenamiento de la gente, la adquisición de las armas, su traslado, la transportación de los compañeros, todo lo que parecía muy difícil, salió perfecto. Ya disponíamos de un grupo que funcionaba como un reloj, gente muy consagrada a la lucha.

En toda la historia de la Revolución las tareas más complejas que resolvimos fueron las que precedieron al 26 de julio, porque aquí todos los intentos revolucionarios se descubrían apenas empezaban. Nosotros mismos tuvimos dificultades al principio para tener un mimeógrafo, una estación de radio y para imprimir un periódico. Aprendimos rápido. Adoptamos las medidas para hacer todo aquel enorme movimiento en absoluto secreto. Desde luego, la gente iba dispuesta a cumplir su misión, pero nadie sabía cuál era: «Usted va a tal punto, aquí tiene los pasajes». «Usted llega a tal punto, lo esperan en tal lugar», y la gente cumplía su parte disciplinadamente. 

Katiuska Blanco. No logro imaginarme cómo consiguieron trasladar todas aquellas armas sin levantar sospechas. ¡Qué intrepidez! ¡Qué aplomo! Parece algo de películas.

Fidel Castro. En aquel traslado de armas trabajaron varios compañeros. Melba y Yeyé así le decíamos a Haydée Santamaría, hermana de Abel desempeñaron un papel muy importante en la misión, porque en cada una de aquellas maletas que llevaban como si fuera su equipaje iban cinco escopetas, seis escopetas, y pesaban. Creo que fue Yeyé la que le pidió ayuda a un soldado y el hombre ayudó a cargar la maleta. Nuestra gente era así, en general muy temeraria. Eran compañeros escogidos porque yo observaba mucho sus cualidades. Pienso que, además, lo importante era el jefe de la célula; cuando era bueno, la célula era buena. Entonces, observando siempre quiénes eran los más firmes, los más entusiastas, los más preparados, los que tiraban mejor, los más deseosos, se hizo la selección de los mejores. Había otras células donde sus miembros no tenían la misma fe, la misma confianza, y otras que a veces hacían contacto con otras organizaciones.

Claro, a los que fuimos seleccionando les dimos un entrenamiento más intenso. No mandamos a los 1200 a tirar en los campos de tiro, sino a la gente más rigurosa. Aquellos hombres se acostumbraron a moverse sin preguntar a dónde iban. Las medidas se adoptaron teniendo en cuenta que alguien podía infiltrarse entre nosotros. Eran medidas en verdad muy es trictas. Nuestros compañeros estaban acostumbrados a estar siempre listos para entrar en acción y se les había comunicado que no sabrían ni la hora ni el lugar, sencillamente tenían que moverse disciplinadamente hacia donde se les indicara.

Así logramos seleccionar a los mejores; más bien por las células que por los hombres. Siempre le decíamos al jefe de célula: «Si tú notas que algún hombre no está muy firme, por las razones que sea, lo descuentas, no lo movilices». Y seleccionamos a los jefes mediante averiguaciones que se hacían con los propios miembros de cada célula, en relación con la actitud del jefe.

Entre los elegidos muy pocos eran estudiantes porque yo conocía a estos muy bien. Sabía que eran entusiastas, hacían manifestaciones y luchaban siempre; pero, en general, no se caracterizaban entonces por la modestia del obrero y del campesino cubano. Nuestra Universidad era una Universidad pequeñoburguesa. El estudiantado siempre fue muy rebelde y muy valiente, pero menos disciplinado, menos adaptable a la disciplina del obrero y del campesino. Era una característica muy peculiar del estudiante. Además, por los problemas que había en la Universidad de La Habana entonces, yo no quería reclutarlos. Consideraba que principalmente los estudiantes tenían menos cualidades de soldado, menos disciplina. Al trabajador, al obrero, al campesino, la vida los obligaba a ser más disciplinados y eran entonces, generalmente, de extracción  más humilde, más proletaria que el estudiante que tenía muy buenas cualidades para la lucha: rebelde, valiente, desafiante a la policía en una manifestación, pero no era muy susceptible al tipo de disciplina que nosotros requeríamos. El estudiante era un poco más intelectual y el otro un poco más proletario; es la verdad. Yo me percataba de la diferencia entre los hombres, las características de cada grupo y tenía todo en cuenta a la hora de seleccionar.

Katiuska Blanco. Comandante, ¿y cómo concibieron tomar el cuartel? ¿Es cierto que pensaban retrasmitir por la radio durante las primeras horas el discurso El último aldabonazo de Chibás?

Fidel Castro. La idea era tomar la fortaleza vestidos con el uniforme militar del Ejército, para crear la confusión, para que no supieran quiénes eran los que atacaban, para producir el caos y la confusión más absoluta. Íbamos a usar el uniforme con la insignia de sargento, porque producía cierta influencia en los soldados y, además, porque inicialmente no íbamos a decir que se trataba de un movimiento de civiles; precisamente para crear la confusión en las filas militares. Íbamos a decir que era un movimiento de sargentos dentro del Ejército. Existía un antecedente en el movimiento del que emergió el propio Batista en el año 1933. De manera que no habría parecido nada insólito, nada extraño, sino algo ya acontecido en otro tiempo.

Pensaba capturar a un grupo de sargentos verdaderos dentro de la fortaleza e, incluso, hacerlos suscribir algunas declaraciones como si fueran parte del Movimiento, con el propósito de provocar un efecto paralizante en todo el Ejército y ganar un número de horas. Entonces, todo tendría lugar en los primeros momentos: llamar a las guarniciones subordinadas al regimiento y decirles que los sargentos tomaran el mando del cuartel. Al inicio haríamos silencio, pero luego, de inmediato, nos pondríamos en contacto con las figuras políticas de Santiago de Cuba y con todo el mundo.

Nacionalmente no íbamos a empezar haciendo discursos, sino que, aquel día, en determinado momento, trasmitiríamos por las estaciones de radio el discurso de Chibás en su propia voz; de manera que no se iban a dar noticias por las emisoras de radio, sino que iban a empezar a repetir el discurso todo el tiempo como un mensaje a la población. Cuando comenzaran a circular los rumores por el hecho de que estuviera saliendo aquel discurso el que mencionas, claro, el de El último aldabonazo del líder ortodoxo por las emisoras radiales, sin dar noticias, sería como un mensaje al pueblo de que se estaba produciendo una revolución popular, organizada y dirigida por hombres del Partido Ortodoxo.

Es decir: primero, la confusión dentro del Ejército; después, un mensaje a la población en el que se comunicaba indirectamente que algunos acontecimientos muy importantes estaban teniendo lugar, sin saber cuáles eran. Todo esto permitiría ganar tiempo para reunir a la población y evacuar el cuartel. Luego, le hablaríamos al pueblo ante la toma de la fortaleza de Santiago para provocar el levantamiento de la ciudad, y llamaríamos a la huelga general y a la promulgación por decreto de una serie de leyes revolucionarias, que después planteé en La historia me absolverá. Es decir, sería un movimiento que significaba una revolución popular, que iba a llamar al pueblo entero a sumarse. Todo lo anterior conjugado podía liquidar al régimen de Batista.

Estoy seguro de que existía la posibilidad de que paralizáramos el país, ¡estoy seguro de que podíamos detener el país! Los hechos habrían sido de tal impacto que el país se habría conmovido, se habría paralizado.

Ahora, desde el punto de vista militar, esperaba la peor variante: que tomáramos la fortaleza, ocupáramos todas las armas y tuviéramos que soportar un contraataque de las fuerzas de Batista. Entonces resistiríamos por las dos vías principales de comunicación con Oriente, por las que podían enviar tropas: la Carretera Central y el ferrocarril. No existía ninguna otra. Por aire no podían llegar, porque el aeropuerto lo obstaculizaríamos.

Nosotros pensábamos librar la resistencia en el río Cauto, bien atrás, a 200 kilómetros de Santiago por la Carretera Central. Ideamos volar el puente de la Carretera Central sobre el  río Cauto, en el tramo del Cauto a Holguín. Y en Santiago de Cuba, a varios kilómetros de la ciudad, en la zona de San Luis y en algunos puntos estratégicos, resistiríamos el contraataque por ferrocarril. Si las cosas no salían como nosotros pensábamos, organizaríamos la resistencia en el ferrocarril central y en la Carretera Central, dos puntos estratégicos, dos puntos claves, dos puntos importantes; los dos únicos puntos por donde podían llegar las tropas. Así daríamos tiempo al desarrollo del movimiento en la ciudad en los días siguientes, de manera que les impidiera tomarla. Tendríamos armas de guerra ocupadas al Ejército para organizar la resistencia en muchos lugares. La otra variante era que en caso de que fuera imposible destruir el contraataque ni sostener la ciudad, saldríamos hacia la Sierra Maestra con 2000 o 3000 hombres para llevar a cabo allí la guerra irregular, con las armas ocupadas y los hombres que nos siguieran. Nosotros calculábamos tomar de 2000 a 3000 armas. ¡Habría sido una fuerza tremenda empezar la guerra irregular en la Sierra Maestra con todas aquellas armas!

Pienso que la historia probó después que las premisas eran absolutamente correctas. Fue justo lo que hicimos algunos años más tarde, en un orden inverso y en unas circunstancias más difíciles, porque nosotros después del desembarco del Granma, reanudamos la lucha en la Sierra Maestra con siete fusiles y siete hombres. Antes, incluso, yo me quedé solo, éramos tres hombres y dos fusiles. Así que lo que habríamos hecho después del Moncada con 2000 o 3000 hombres, tuvimos que iniciarlo con siete hombres y siete armas. No hay comparación posible.

Katiuska Blanco. El plan era prácticamente perfecto, Comandante. Siempre recuerdo algo que usted escribió después desde la cárcel: «Para mí el momento más feliz de 1953, de toda mi vida, fue aquel en que volaba hacia el combate, como fue el más duro cuando tuve que afrontar la tremenda adversidad de la derrota…». ¿Podría contar en detalle cómo ocurrieron los hechos? ¿Qué determinó que no fuera posible el factor sorpresa? ¿Qué no resultó?

Fidel Castro. A medida que avanzaban los preparativos íbamos creando todas las condiciones. Teníamos a la gente lista, las armas, entonces comenzamos a pensar en qué fecha haríamos la acción. Lo decidimos cuatro o cinco semanas antes, queríamos que fuera lo más rápido posible porque si el tiempo se dilataba, aumentaban los riesgos de que se descubriera el plan. En aquel período ya estábamos camuflados, muy camuflados en la oficina de Juanito Sosa, el batistiano. Por entonces nosotros no hacíamos manifestaciones como la del 28 de enero ni acción alguna que pudiera ponernos en conflicto con la policía, con la fuerza represiva. El día exacto estuvo determinado por el grado de avance de los preparativos.

Recuerdo que para la selección de la fecha tuvimos en cuenta el carnaval, pues teníamos que hacer una movilización grande para alquilar los cuartos, garantizar todo sin levantar sospechas, y en aquellos días los festejos tradicionales acaparaban la atención de las autoridades.

Como aquel fue el factor determinante, nos pareció la fecha perfecta. Pudo decidirse el día exacto que tendría lugar la acción cuatro semanas antes, cinco, seis, quizás; incluso, desde antes trabajábamos para dicho día. Cumplimos la fecha exacta en que planeamos el Moncada, y así fue también cuando el Granma; incluso, la fecha exacta en que tomamos Santiago de Cuba fue la prevista con anterioridad. Recuerdo una carta que le mandé a [Juan] Almeida [Bosque] cuando se organizaba la última ofensiva de Batista contra la Sierra. Le dije: «Alrededor del 1º de enero estaremos en Santiago de Cuba». Claro, no fue una fecha señalada, fue un cálculo; pero la fecha del Moncada y la del Granma las escogimos unas cuantas semanas antes, y las cumplimos.

Hasta ahora tenemos un buen récord en cumplir los planes revolucionarios en la fecha exacta.

Katiuska Blanco. Comandante, no olvido nunca lo que escribió desde el presidio al padre de Renato Guitart: «…usted tiene [] sobradas razones para poder estar eternamente orgulloso de él. Un deseo formulo para Cuba desde lo íntimo de mi alma: que tenga siempre hombres como usted y como él». ¿Fue Renato quien facilitó el plano del Moncada y se arriesgó durante meses haciendo las observaciones hacia la fortaleza militar?

 Fidel Castro. Sí. Nosotros estudiamos detalladamente el plano físico del cuartel, facilitado por Guitart y sus observaciones: cómo eran las postas, cómo era la entrada, cómo era todo a grandes rasgos. No era muy minucioso; lo que nos interesaba era dónde estaba el puesto de mando, dónde las armerías, dónde los dormitorios; es decir, no necesitábamos un plano exacto. Guitart fue el que reunió la mayor información porque Abel, aunque también aportó datos, no vigilaba todo el tiempo para no despertar sospechas. No podíamos utilizar a mucha gente, por lo que nos guiamos por la información, por la observación; toda la distribución podía verse desde el hospital, desde algunos edificios altos, desde la audiencia. Conocíamos lo esencial para la operación y ello nos lo puso en las manos Renato. Cumplió con su trabajo con una discreción absoluta, fue fiel a la confianza que depositamos en él hasta el final.

Yo recorrí los alrededores durante los preparativos, muchas semanas antes de la acción. Di la vuelta, analicé las distintas direcciones porque sabía que tenía que concentrar a la gente en un punto, debía definirlo: ¿en la dirección de El Cobre para venir de la Carretera Central, en la dirección de El Caney, en la dirección del Morro, en cinco o seis direcciones diferentes? Escogí la dirección que veía más directa, con menos tránsito, menos tiempo dentro de la ciudad, es decir, menos tramo a recorrer. Elegí la más próxima a la salida de la ciudad, en un lugar donde fuera más fácil realizar el camuflaje de la granja. Estudié los distintos puntos, y en tal dirección vi que existían lugares adonde se llegaba más rápido, y había más posibilidades para alquilar casas, casas de vacaciones, porque era una dirección que iba a la playa. Parecía más discreto, más fácil para llevar a la gente de noche y concentrarla y, además, para salir al amanecer. Aquellos lugares los estudié y escogimos, sin duda, el mejor: con la carretera que llegaba por el campo y desembocaba en la ciudad, cinco o seis cuadras antes de llegar al cuartel, para atacarlo por un flanco.

No podía meterme dentro del cuartel ni pararme por el edificio aledaño porque era relativamente bien conocido. Si me veían mirando para un cuartel iban a descubrir los planes. ¡Valga que no hice la exploración personalmente! Estudié los alrededores; además, conocía la ciudad. Entonces, tratamos de buscar una finca en la dirección que venía de las playas, adonde iba la gente de Santiago: la playa de Siboney y otras playas.

Por entonces existía un camino que llevaba a la Gran Piedra. De todos los lugares de Santiago de Cuba era el más disimulado, el lugar perfecto.

En Santiago estaba todo arreglado. En La Habana conseguimos una parte de las armas en las armerías, cuya mera existencia hizo posible que las adquiriéramos. También por aquellos días reunimos el resto de los uniformes para enviar a Santiago. Algunos se confeccionaron por nosotros en casa de Melba y otros los compramos. También logramos adquirir muchos con algunos militares de baja graduación. Con ellos también nos hicimos de gorras, galones de sargento e, incluso, algunas armas; todo dentro de la estratagema preparada para tomar el cuartel y crear la confusión en las filas del Ejército.

Desplegamos un trabajo febril. En los últimos días de la semana y durante el propio fin de semana acabamos de adquirir todas las armas, y remitir hasta Santiago de Cuba el grueso del cargamento por distintas vías y distintos lugares. El plan era enviarlas todas a Santiago de Cuba.

En el más absoluto secreto seleccionamos a los combatientes y dimos instrucciones a los jefes de células que iban a participar y organizar la movilización desde La Habana hasta Santiago de Cuba. Tuvimos que alquilar alrededor de 20 automóviles en que viajarían varios grupos. Lo hicimos en La Habana también por medio de créditos. Disponíamos de cuadros preparados que establecieron relaciones con las casas que arrendaban automóviles; y, claro, padecíamos la misma escasez de recursos que para la adquisición de las armas.

Todos los carros que participaron fueron de La Habana para allá, arrendados. Cada célula en un carro; algunas de mucha confianza las enviamos por ómnibus, otras las mandamos por ferrocarril y el grueso lo enviamos por carretera. Se seleccionaron los hombres, los choferes. Un grupito muy pequeño organizaba todo: la hora exacta en que tenían que recoger a los combatientes y la hora exacta de donde tenían que salir, los puntos específicos donde tenían que llegar, los lugares precisos, quién los recibía. Ellos no sabían que aquel era el día de la acción final porque los movilizamos muchas veces; se habían educado en la disciplina de que no se sabría cuál sería el día de la acción final ni dónde sería. Ellos nunca vieron un arma, nunca vieron un almacén de armas, como hacían los auténticos; pero tenían confianza, tenían fe en que lo que se hacía era correcto, serio, aunque nunca se utilizó el ardid de enseñarles 20 armas juntas. Nosotros logramos reunir armas y 160 hombres casi de la nada para las acciones de Bayamo y Santiago de Cuba.

Recuerdo un día duro, relativamente tenso, tuve que soportar algunas cosas. Fue unas semanas antes del Moncada. Iba en mi carro por la calle Reina Aquel carro caminó 40 000 kilómetros antes del 10 de marzo y en el período del 10 de marzo a unos días previos al 26 de julio, otros 40 000 kilómetros; le dio la vuelta al mundo, más o menos, por las distancias que recorrí mientras organizaba el Movimiento y lo del Moncada. El plan estaba muy adelantado, todo marchaba a la perfección, cuando, por alguna razón del tránsito, doblé sin hacer la seña a un oficial de la policía que estaba cerca y el policía dobló detrás de mí y me siguió. Dos cuadras más adelante paré, me comporté como cualquier otro ciudadano, el policía me manoteó, me dio algunos golpes, casi me abofeteó, y yo con una sangre fría tremenda le dije: «Perdóneme, señor policía. No quise ofenderle, no se altere; excúseme, señor». El policía furioso, era un oficial, estaba ofendido por una bobería del tránsito. Le aguanté todo aquello diciendo para mis adentros: «No se preocupe, no tardará mucho tiempo antes de que pueda responderles».

En otra ocasión íbamos por Boyeros y una perseguidora nos hizo señas para que nos detuviéramos; no recuerdo en qué misión estábamos. Íbamos en un carro de los alquilados porque ya el mío se había fundido. El caso es que nos dieron la orden de detener la marcha para investigarnos, no sabíamos el motivo por el cual nos dieron el alto, no teníamos armas, siempre anduvimos desarmados; precisamente para no levantar sospechas. ¿Qué sería aquello? ¿Habrían descubierto algo? ¿Iban a arrestarme? Fue un momento tenso. Bien, nos identificamos, nos hicieron unas observaciones, verificaron algunas cuestiones y nos dijeron: «¡Sigan!». Faltaban horas para la acción del Moncada, era verdaderamente muy extraño todo aquello, casi culminaba el plan previo al asalto. Aquel viernes 24 de julio fue decisivo.

Personalmente vi a los cuadros que se trasladarían, indiqué lo que cada uno de ellos debía hacer, di todas las instrucciones. Casi fui el último en salir, o al menos estuve entre los últimos.

Los carros se movieron por la Carretera Central con las in signias del partido de Batista y las banderitas del 10 de marzo. A muchos batistianos les gustaba poner la banderita del 10 de marzo y calcomanías alegóricas a Batista en los carros, y todos los nuestros las llevaban. Como era gente desconocida y tenía que recorrer una ruta de más de 1000 kilómetros, para cualquier incidente del tránsito, cualquier imprevisto, era una gran ayuda tener los letreritos, la bandera del 4 de septiembre, la bandera y las consignas de Batista en el carro.

Bueno, se tomaron todas las medidas. Se determinó el momento en que se moverían, dónde podían bajarse, la obligación de salir en grupos, la prohibición de que nadie podía abandonar el carro; en fin, las instrucciones concretas.

A su vez, todo el mundo viajó por separado. Uno salía ahora, otro media hora después, dos horas después. Fueron saliendo desde el viernes por la noche. Los carros no llevaban armas para evitar cualquier incidente en el camino.

El único carro que no llevaba la banderita de Batista era el mío, pero por una razón muy sencilla: yo, de cierta forma, era conocido en este país. Todo el mundo sabía que yo no tenía nada de batistiano, aunque trabajara en la oficina de un batistiano. Los que me conocían bien sabían que no habría podido convertirme en un batistiano, por tanto, si alguien me veía por la Carretera Central con un letrerito de Batista o del 4 de septiembre sería muy sospechoso, muy extraño. Así que no fue por prejuicio que no llevaba ninguna alegoría batistiana; como no tuve prejuicio en ponerme un uniforme de sargento.

Fui de los últimos en emprender el viaje desde la capital, creo que con algún carro detrás por si acontecía algún problema o desperfecto en el que yo viajaba, que me pudieran apoyar. Debí salir en horas de la noche del viernes hacia la madrugada del sábado. Recuerdo que ya de día me acordé de que tenía un poco de miopía y compré unos espejuelos en una óptica de Santa Clara. Seguí rumbo a Camagüey, y ya de noche, el día 25, en medio de los carnavales, llegué a Santiago de Cuba. Allí estaban Abel, Guitart, los del grupo de Santiago.

Katiuska Blanco. Fui muy afortunada en mi niñez porque conocí la historia de su recorrido hasta Santiago de primera mano. Mi madre fue compañera de trabajo y amiga de Teodulio Mitchell Barbán, el chofer que conducía el auto Buick 52 en que usted viajó. Yo tendría unos siete u ocho años cuando le escuchaba muy atenta todas las anécdotas. Según él, ambos salieron de La Habana, desde Jovellar N.o 107, en las últimas horas de la noche del 24 de julio. El itinerario de sus recuerdos puede leerse detalladamente en un reportaje publicado por la periodista Susana Lee en 1977, cuando el aniversario 24 del ataque. Muchos años después supe que usted consideraba, en términos generales, casi exacto el recuento de Teodulio. Era un negro alto, muy querido en mi casa y admirado, no solo por moncadista, sino porque había perdido a su esposa y se encargaba con esmero de cuidar a sus hijos. Quizás no era tan alto, pero como yo era una niña lo veía muy grande en todos los sentidos, por su estatura y la epopeya vivida. Para mí, su narración era sorprendente, pero especialmente la parte en que contaba cómo, tras eludir la persecución durante unos 15 días, lo detuvieron en su pueblo. Él era de Palma Soriano. Allí le hicieron la prueba de la parafina en las manos para saber si tenía restos de pólvora, lo cual querría decir que había disparado. Le confieso que fue lo que más me impresionó entonces, ¿cómo era posible saber tantos días después si alguien había tirado con un arma? No conseguía explicármelo y era algo enigmático, un asunto casi de magia. Fue una sensación como la que García Márquez evoca en un pasaje de su novela solitaria, al ver por primera vez el hielo.

Todavía me conmueve recordar a aquel hombre humilde y bueno que pasaba por la vida de forma tan sencilla, luego de haber tenido la gloria y la responsabilidad de trasladarlo a usted hasta Santiago. Era un héroe al alcance de mis ojos y desde siempre me sentí feliz de tener la suerte y el privilegio fortuitos de conocerlo.

Fidel Castro. En realidad me sorprendió la nitidez con que aquel hombre, recordaba casi todos los detalles, 24 años después. No hubo ningún tropiezo serio en el camino, y ya en Santiago estaban dispuestas las armas, la casa habilitada. Todo lo que hicimos en Santiago lo ejecutamos igual en Bayamo, pero en pequeña escala, la gente estaba expectante, ubicada en va rios hoteles. Abel había separado el alojamiento para cada uno de nosotros y todo el programa se cumplió sin percances. Hice todo lo planeado, di las instrucciones: cubrí el otro tramo de Santiago hasta la granja avícola, y una vez allí, nos reunimos. Todo el mundo tenía la impresión de que había llegado la hora de la acción, que un viaje de 1000 kilómetros no se daba para una práctica.

Recuerdo que durante el recorrido desde La Habana iba siguiendo de cerca los registros, la actitud de la policía, del Ejército; si estaban en guardia, si existía alguna sospecha. Observaba mucho por todo el tránsito el estado anímico de la gente. Al llegar a Santiago de Cuba, todo el mundo estaba de fiesta en pleno carnaval, en el cenit del carnaval. Por eso nuestra gente pudo entrar sin dificultad a la ciudad porque era una fecha perfecta; había mucha fiesta, muchas personas, gran tomadera; y un grupo de gente disciplinada, alrededor de 120 hombres, llegó, se hospedó en distintos lugares, descansó, se movilizó y se concentró otra vez.

Fue una operación perfecta. No cometimos un solo fallo en todo aquel período, ni por accidente.

Abel esperó a numerosos compañeros que transportaban armas por ferrocarril; muchos llegaron al atardecer del sábado 25, unas horas antes de la acción. Claro, algunas armas ya estaban allí, las que Abel enterró en el pozo, en distintos lugares, en la granja avícola. Como en Tizol teníamos un asesor  en materia de cría de pollos y aquella era una granja avícola, se construyeron las instalaciones de manera que los automóviles no se vieran desde la carretera. Todo fue organizado así, hasta que yo llegué a las 2:00 de la madrugada; pudo ser unas cuatro horas antes del ataque al cuartel Moncada. Hablé a la gente y di las instrucciones de repartir los uniformes, las armas, las municiones.

Las horas transcurrieron de modo muy especial. Existía ya un estado anímico de exaltación pausada entre quienes se organizaron, se entrenaron y prepararon durante meses, compañeros muy persuadidos y con una gran confianza en todo. Y de repente llegó el momento de la acción, el momento más emocionante para todo el mundo, cuando efectivamente vieron por primera vez las armas, excepto unas pocas con las que antes habían hecho prácticas. Fuimos distribuyéndolas según las misiones y el entrenamiento de cada cual. Las mejores armas las pusimos en manos de los más entrenados. También repartimos los uniformes con prontitud. Todo se dispuso de modo muy serio. La atmósfera influía en los combatientes, en la idea de lo que íbamos a hacer como una misión. Conocíamos al detalle las decisiones que debíamos adoptar. Separé a quienes irían conmigo y nombré a los jefes de las otras acciones; mandé a Abel para el Hospital Civil; a otro grupo, donde estaba Léster con Raúl, a la misión de tomar el Palacio de Justicia; seleccionamos todos los grupos, los carros, e impartimos las instrucciones. Nos referimos a cómo utilizar la sorpresa, y enfatizamos la idea de tirar solo en caso indispensable.

Realmente, si nosotros íbamos disfrazados de soldados, si tomábamos la posta y el puesto de mando, el enemigo no podía reaccionar. Nosotros pensábamos hacer prisionera a la guarnición; incluso, buscar la colaboración de alguna gente, de ser posible por lo menos, los nombres de los principales y verdaderos sargentos, y utilizarlos para las primeras comunicaciones con las unidades militares, además, distribuir pequeñas proclamas de militares firmadas por los sargentos prisioneros.

Era una operación totalmente dirigida a las distintas unidades, porque teníamos la intención de rendir las capitanías de la provincia de Oriente. Íbamos a tratar de neutralizar, rendir y dar instrucciones a todas y crear una gran confusión en el Ejército; por lo tanto, nuestra idea fundamental era hacer prisioneros a los soldados y, desde luego, neutralizarlos si hacían resistencia. La sorpresa y el desconcierto serían tan grandes, que no podrían reaccionar, y con ello nos proponíamos evitar bajas, lo mismo de un lado que de otro. Nuestros cálculos eran correctos, absolutamente correctos, ya que ellos no habrían podido hacer nada desde el momento en que vieran una masa de casi 100 hombres y sargentos insubordinados. Sería anonadante para gente que plácidamente dormía en un día de carnaval, antes del amanecer, en el mes de julio, en que aclara más temprano.

Habíamos estudiado bien a qué hora amanecía, a qué hora se levantaban los soldados, y la idea era tomar el cuartel unos 40 minutos antes de despuntar el día. Entonces habríamos ocupado el puesto de mando y todas las entradas de las barracas. Si hacían resistencia, teníamos que neutralizarlos.

Hoy estoy convencido de que se habría producido una balacera descomunal, contrariamente a lo que nos proponíamos. Porque si bien el plan era un plan correcto, las premisas eran correctas, la gente era muy decidida y muy valiente; también a nuestra fuerza le faltaba experiencia. Es decir, tal misión, si se desarrolla con quienes han estado en combate en varias ocasiones y son veteranos, la puedes garantizar porque los combatientes, incluido el jefe, mantienen un control sobre los acontecimientos.

Digo esto por lo que ocurrió. Cuando sonó un disparo, todo el mundo disparó, pero no estábamos dentro del cuartel. Con experiencia combativa ante tensiones, habrían estado preparados para esperar; pero sonó un tiro, el primero, y todo el mundo atacó.

Era difícil que se produjera la fórmula perfecta de que hiciéramos prisionera a la guarnición, que era lo previsto; pero no la acción de neutralizarla sin ninguna vacilación. La gente iba muy decidida.

Cuando hablé en la granjita, no tenía mucha necesidad de arengar a nuestros hombres, sino la de inspirarles confianza en que había llegado el momento, que era la hora; impulsar un poco más sus energías, darles seguridad en la operación, insistir en lo que debía hacer todo el mundo y cumplir las instrucciones.

En aquel momento crucial hice hincapié en la idea de no disparar a menos que fuera imprescindible. En la solemnidad de la hora de la acción invoqué pasajes de nuestra historia. Recuerdo que un pequeño núcleo de los estudiantes que procedían de la Universidad se asustó. Eran los que siempre estaban pidiendo más acción, un pequeño grupo de valientes tres o cuatro, de los 120 hombres, que cuando llegó la hora de la acción fueron los únicos que desistieron. Les dijimos: «No se apuren, quédense y después que salgamos todos nosotros, salen ustedes». No pudimos ni reprochárselo. Así que la gente fue muy consciente.

Nítidamente recuerdo que cuando hablé, me referí a la página que escribiríamos en nuestra historia e infundí seguridad en los combatientes.

También recuerdo que sucedió algo con mi reloj, y que hubo cierto momento en que nos vimos muy apretados con el tiempo disponible para cumplir el plan previsto. Fue en aquellas cuatro horas cuando debimos repartir los uniformes, las armas, y organizarlo todo; tuvimos que actuar febrilmente, con mucha premura. Tal vez debimos haber empezado una hora antes porque fue un cúmulo grande de cosas por hacer:  busca las armas, sácalas del pozo, identifícalas una por una, entrégalas a cada grupo, distribuye las municiones. En un momento dar todas las órdenes: entra el núcleo tal, sale; entra otro núcleo, sale. Hablé a todos, pero además, distribuí a los grupos en los carros: tal grupo aquí, tal grupo allá. Para tomar la posta solicité voluntarios. Fueron voluntarios los que marcharon conmigo y los del primer carro, yo iba en el segundo auto.

Salieron primero los que iban hacia los lugares menos peligrosos, donde previsiblemente la misión era más fácil, pero tenían que llegar de manera simultánea. Yo entraría al Moncada cuando estaba calculado que la gente del hospital iría entrando por el edificio al fondo del hospital; y cuando los que iban para el Palacio de Justicia estuvieran llegando allí. Habíamos estudiado los lugares para hacerlo todo simultáneamente y calculé el tiempo que debía darles a los carros que iban delante.

Con Abel iban combatientes movilizados en tres carros. Otro tenía que salir para tomar el Palacio de Justicia. Cuando saliera el primer carro le seguiría el mío a unos 100 metros, y después el resto de la caravana: los que íbamos a tomar la posta y el cuartel, los que íbamos a penetrar dentro del cuartel.

Claro, a Melba y Haydée queríamos protegerlas. Les dijimos que podían ir, pero al hospital como enfermeras, a ayudar a los heridos porque, en cierta forma, pensábamos mandar al hospital a nuestros heridos. El hospital no solo era un objetivo  que había que tomar porque estaba al fondo del cuartel, allí el doctor Mario Muñoz ayudaría a Melba y Yeyé en la atención a los heridos de uno u otro grupo.

Sabía que la misión era muy arriesgada, de un riesgo enorme, no lo desconocía, pero realmente me sentía feliz; pocas veces en mi vida me he sentido tan feliz como me sentí en aquel momento, cuando después de 16 meses del golpe de Estado de Batista íbamos a emprender la acción. Tenía una gran confianza en la operación.

Todo el esfuerzo desplegado culminaba sin una sola falla, habíamos resuelto los infinitos problemas que se presentaron a lo largo del camino y ya avanzábamos hacia el objetivo. Iba uno con un gran impulso, con una íntima alegría de que se hubiera logrado hacer todo sin un solo fallo, que sorprenderíamos totalmente a Batista, al Ejército, a todo el mundo. Diría que fueron los momentos más emocionantes y más felices de mi vida. Y sabía del riesgo pero, al lado de lo que significaba la realización, la culminación de un esfuerzo como aquel, tan laborioso, durante tanto tiempo, tan motivado por la lucha, tan motivado por los objetivos que nosotros perseguíamos, tan motivado por el espíritu de todos los civiles que se lanzaban a asaltar la fortaleza sin ser militares; al lado de aquello, el riesgo resultaba despreciable. Pensaba en la acción, en lo que había que hacer, sin ninguna preocupación en absoluto, porque tenía confianza en la operación.

Lo que recuerdo como si fuera ahora mismo es que era muy feliz en el recorrido hacia el Moncada.

El cuartel está a unos cuantos kilómetros de donde nos encontrábamos, a unos cuantos minutos. En el trayecto había muy poco tránsito, casi nada, solo un yip por allá lejos, y tuvimos que parar por esa razón. A ese yip lo siguió el carro delantero, luego el carro de Santiago, doblamos y entramos. Eso lo viví como un momento de mucha tensión, de mucha emoción, un momento extraordinario. No recuerdo otro igual. Cuando desembarcamos en el Granma al llegar por fin a Cuba el 2 de diciembre de 1956, fue otro momento especial, una circunstancia parecida porque fue un viaje largo, un poco más dilatado con los incidentes al arribar a nuestras costas. Pero, no, no recuerdo ningún otro momento como aquel, porque se cumplió un deseo acariciado durante mucho tiempo, un trabajo desarrollado durante mucho tiempo, un esfuerzo gigantesco, una idea. El instante en que nosotros íbamos a tomar la fortaleza implicaba que el Movimiento ya bajo nuestra responsabilidad, sin auténticos, sin nadie, con armas propias y a partir de la decisión adoptada unos cuantos meses antes, asumía la responsabilidad de la Revolución. Tales razones pueden dar la idea de lo tremendo que fue el golpe, de lo duro que fue el hecho de que no hayamos podido alcanzar el objetivo.

Katiuska Blanco. Su hermana Angelita me contó que en los días previos al asalto al Moncada, usted, Raúl y otros jóvenes, amigos cercanos, se reunían a puertas cerradas en su casa del reparto Nicanor del Campo. Ella y Myrta se preguntaban continuamente sobre qué hablaban, en cuál asunto andaban que requería tanto misterio. Estando en Birán, luego del asalto, cuando escuchó hablar de un problema en Santiago, enseguida pensó que usted y Raúl y todos los demás estaban involucrados. ¿Tampoco Myrta sabía nada? Teodulio Mitchell, al evocar el comienzo del viaje hacia Santiago, decía que usted pasó por allí, recogió una guayabera y un libro, se los entregó para que los guardara dentro del carro y le dijo: «Deja ir a besar a mi hijo, no sé cuándo lo vuelva a ver otra vez». Y él, que estaba lejos de imaginarse que la acción esperada era ya inminente, le respondió: «¡Qué va, doctor, seguro lo ve la semana que viene!». Comandante, ¿no sintió temores por su familia en aquel momento? ¿Cómo pudo sobreponerse?

Fidel Castro. Puse en mi vida a la Revolución y al futuro de la Revolución por encima de todo lo demás; era casi natural, algo entendido y sobreentendido por todos en casa, en Birán y en mi pequeño hogar. Fidelito era aún muy pequeño para comprender, pero Myrta sabía que yo estaba consagrado a la lucha, me conocía demasiado bien y no era ningún tipo de sorpresa para ella mi sacrificio. Confieso que me dolía, me preocupaba creo que a todos los hombres, en todas las épocas, tales disyuntivas tienen que preocuparles, pero tenía una motivación muy fuerte, una profunda convicción. Decidido a sa crificarlo todo, uno se siente tranquilo con su conciencia porque le parece que obra según lo que debe hacer y es correcto; entonces uno puede soportar tales contradicciones del alma, no sufre en exceso porque lo da por entendido entre quienes lo rodean desde hace mucho tiempo. Puede sentir personalmente pena no lo niego, pero no tiene ninguna duda moral, ninguna duda humana sobre lo que debe hacer. Uno lo sabe y renuncia a todo.

Son infinitos los hombres que en otras épocas y otras circunstancias, en nuestra propia historia, todos los grandes patriotas, los grandes luchadores, toda la gente que era modelo para nosotros Martí, Maceo, Mella y todos los demás patriotas y luchadores vivieron lo mismo como si fuera una fórmula de la revolución. No se puede poner uno a pensar en los asuntos personales, en la vida; si se pone a pensar en toda la situación, dichos factores prevalecen y no se actúa. Uno percibe de forma consciente los riesgos, personalmente, no tiene ninguna duda de que está haciendo lo correcto, está cumpliendo el deber, haciendo lo más honorable que puede hacer. En mi casa nadie tuvo idea de que aquel era el momento de la acción, no podía despedirme, no podía conducirme con dramatismo. No digo que sin esfuerzo, pero de la manera más normal y natural posible salí y emprendí el viaje.

En realidad fue difícil partir y, además, no informar ni el más mínimo detalle a la familia; pero para garantizar la acción  había que cumplir de manera estricta lo establecido. Ciertamente, no se violó ninguna norma; los que participaron en la acción sabían solo lo que tenían que saber y nada más. Nadie tenía que conocer algo que no tuviera que ver con su misión y su trabajo. No recuerdo que alguien haya violado ese principio. Parece que la técnica empleada, la educación en una disciplina, en que todo el mundo debía estar siempre preparado para la acción, que no se podía preguntar nada, que no sabrían el día exacto, la forma en que se movilizaba la gente, que nunca conocía si se trataba de una práctica o la acción misma, la calidad de la selección, el estado anímico y psicológico de todos; tales factores, entre otras cosas, fueron fundamentales para el éxito. Sin duda fue absoluto el éxito de toda la preparación hasta la noche previa al momento del ataque.

 

 
 
 
 

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