09Estudiar
es luchar, dubitaciones, una costumbre
antes de dormir,
«el
hábito
hace al
monje y yo soy pobre»,
amnistía,
gratitud, viajar a
la isla grande, cálido
recibimiento, estrategia y realidad
reafirmadas, un juramento con Cuba
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted escribió
desde la cárcel:
«…la
inquietud de saber más,
de poder más,
de ser más,
renueva
al hombre incesantemente»
y
«En
esta prisión
mi vida
es pensar y estudiar. En algo tengo que invertir mis
energías
y
mis ansias. Estudiar es luchar».
Pienso que su temperamento intranquilo, bohemio y hasta desordenado en pequeñas
cosas
cotidianas como echar las cenizas del tabaco en
cualquier parte cuando fumaba, halló
cauce al concentrarse en la lectura.
Entender el estudio como una forma de lucha le dio
sentido a su vida en la prisión.
Prueba de sus dubitaciones son
estas palabras:
«Me
había
dormido acabando de leer la
Estética
Trascendental del Espacio y del Tiempo
[…].
Kant me hizo recordar a Einstein, su teoría
de la relatividad del espacio y
tiempo, y su fórmula
famosa de la energía
E=mc²
(masa por el cuadrado de la velocidad de la luz); la relación
que pudiera haber entre los conceptos de uno y otro quizás
en oposición;
la convicción
de aquel de haber encontrado criterios definitivos
que salvaban a la Filosofía
del derrumbe, vapuleada por las
ciencias experimentales, y los imponentes resultados
de los descubrimientos de este.
¿Le
habría
ocurrido a Kant lo mismo que a Descartes cuya filosofía
no pudo resistir la prueba de los
hechos, porque contradecía
las leyes probadas de Copérnico y Galileo? Pero Kant no trata de explicar la
naturaleza de las cosas sino los conocimientos mediante los cuales
llegábamos
a ella; si es posible conocer o no conocer y según
ello cuándo
son aquellos acertados o erróneos;
una filosofía
del conocimiento, no de los objetos del conocimiento. Según
esto, no debe haber contradicción
entre
él
y Einstein. Sin embargo ahí
están
sus conceptos de espacio y tiempo, puntos básicos
para elaborar su sistema filosófico.
¿Cabría
la contradicción?
Claro que no será
difícil
cerciorarse, pero mientras me hacía
esta pregunta, igual que otras muchas que
continuamente nos asedian, pensaba en lo limitado de nuestros
conocimientos y en la vastedad inmensa del campo que el hombre ha
labrado con su inteligencia y su esfuerzo a través
de los siglos. Y aun, la misma relatividad de esos conocimientos entristece […].
Y en medio de todo esto, no dejaba de pensar si valdría
la pena invertir mi tiempo estudiando muchas de esas cosas y su
posible utilidad con vista a resolver los males presentes…».
Pienso que usted concluyó
que sí,
que valía
la pena sumergirse en los libros como si lo hiciera en un océano
insondable. Ya mencionó
algunos volúmenes
de contenido político
consultados para preparar el alegato; pero sé
de la existencia de muchos otros que le permitieron crecer
intelectualmente para lo porvenir, espantar la soledad y ser libre en el
encierro. Hace algún
tiempo reconocí
una parte de esa colección
en la Oficina de Asuntos Históricos,
guardada en un escaparate de caoba y cristal. Le confieso, Comandante, que sentí
una tremenda emoción:
los leí
allí
mismo en varias jornadas de estudio.
Recuerdo
Magallanes
y la biografía
Balzac
por Stefan Zweig.
El encuentro con sus libros fue mágico,
me transportó
a los momentos vividos por usted mientras leía:
primero los vi, luego los toqué,
los revisé,
vi sus iniciales en la primera página,
leí
los apuntes y las frases que subrayó
entonces. Allí
encontré
la edición
que reunía
las cartas enviadas desde Alaska
por el padre misionero Segundo Llorente, hermano de
su profesor en el Colegio de Belén,
aquellas que le fascinaban y tuvo
la oportunidad de escuchar porque se las leían
a los alumnos. Siempre anhelé
conversar con usted sobre sus lecturas del
presidio, las considero vitales en su vida.
Fidel Castro.
—El
aliado más
importante que uno tiene en la
prisión
es la lectura. Subrayar frases y hacer alguna que
otra anotación
ha sido siempre costumbre mía.
Así
destaco ideas esenciales, sobre todo cuando es más
intenso el interés
por lo narrado o expuesto en el libro; soy más
metódico,
más
sistemático.
Mientras leo voy subrayando ideas; a veces un párrafo
entero si me parece interesante por algún
motivo.
Si inicio un libro sobre asuntos conocidos, lo leo rápido,
depende del tipo de obra; a veces cuando se trata de
literatura científica,
subrayo algunos puntos.
En otras ocasiones hago una primera lectura con la
intención
de volver a leer
—siempre
que tengo tiempo—,
porque ya en la segunda lectura capto mucho mejor el contenido
y voy anotando. Primero exploro el contenido, el valor de
lo que se dice, y cuando se trata de algo más
complejo, algo técnico
por ejemplo, lo retomo y hago como un resumen.
Si uno realmente quiere sacar de un libro una mayor
esencia, tiene que volver sobre
él.
Pero, claro, no siempre se dispone
de tiempo.
Todas las noches antes de dormir leo una o dos
horas, en dependencia del cansancio que tenga.
Katiuska Blanco.
—Hace
poco, usted me comentó
que había
terminado de leer la biografía
de Barack Obama,
Los sueños
de mi padre,
y más
recientemente me habló
de su costumbre de leer antes de dormir, en ese momento acaparaba su
interés
La obra del artista: Una visión
holística
del universo,
de Frei Betto.
Fidel Castro.
—Sí,
siempre tengo varios libros en espera de que
pueda leerlos y ahora, más
que nunca, me doy cuenta de la
importancia de las horas dedicadas a la lectura en
la cárcel.
Al inicio, principalmente leía
lo esencial, textos relacionados con
la defensa, era el objetivo primordial. Cuando me
llevaron al Presidio Modelo con los demás
compañeros,
intentamos hacer estudios sistemáticos
y fundamos la Academia Abel Santamaría
para todos los combatientes presos. Allí
realizábamos
estudios sistemáticos
de distintas materias, incluida la Filosofía.
Creo que yo era profesor de Filosofía
y Montané
de Inglés.
Pedrito Miret enseñaba
otra asignatura. Nuestro propósito
era elevar el nivel de todos los compañeros.
Al poco tiempo hacíamos
lecturas de tipo histórico,
político,
que en cierta forma se mezclaban también
con las de carácter
filosófico;
y, además,
incluíamos
biografías
y obras de la literatura universal. Estas
últimas
son un poco más
recreativas en cierto modo.
Recibí
Juan Cristóbal,
de Romain Rolland, una obra enorme,
notable, maravillosa, en una edición
de diez tomos.
Creo que en ese período
volví
a leer
Los miserables,
de Víctor
Hugo; releí
algunos de esos libros. También
El Quijote.
Katiuska Blanco.
—Recuerdo
que una vez, usted consideró
maravillosa la descripción
de la batalla de Waterloo que hace Víctor
Hugo. A renglón
seguido me preguntó
qué
parte prefería
de
Los miserables.
Le confesé
que a mí
me conmovía
el final desolado de Jean Valjean al ser olvidado por
Cosette. Entonces reparó
—de
algún
modo admirado—
en el contraste: mientras usted se asombraba del recuento de una gran
batalla de la historia, yo me detenía
en el drama humano de los protagonistas.
Sé
que le fascinan los libros y evoco la
última
carta que escribió
desde la prisión
a su hermana Lidia [el 2 de mayo de 1955],
como decálogo
de los principios que seguiría
con rectitud toda su vida:
«Valdré
menos cada vez que me vaya acostumbrando
a necesitar más
cosas para vivir, cuando olvide que es posible
estar privado de todo sin sentirse infeliz. Así
he aprendi do a vivir y eso me hace tanto más
temible como apasionado defensor de un ideal que se ha reafirmado y
fortalecido en el sacrificio. Podré
predicar con el ejemplo que es la mejor elocuencia.
Más
independiente seré,
más
útil,
cuanto menos me aten las exigencias de la vida material.
»¿Por
qué
hacer sacrificios para comprarme guayabera,
pantalón
y demás
cosas? De aquí
voy a salir con mi traje gris
de lana, desgastado por el uso, aunque estemos en
pleno verano.
¿No
devolví
acaso el otro traje que yo no pedí
ni necesité
nunca? No vayas a pensar que soy un excéntrico
o que me haya vuelto tal, es que el hábito
hace al monje, y yo soy pobre, no
tengo nada, no he robado nunca un centavo, no le he
mendigado a nadie, mi carrera la he entregado a una causa.
¿Por
qué
tengo que estar obligado a ponerme guayaberas de
hilo como si fuera rico, o fuera un funcionario o fuera
un malversador? Si nada gano en estos instantes, lo que tenga me lo
tendrán
que dar, y yo no puedo, ni debo, ni aceptaré
ser el menor gravamen de nadie. Mi mayor lucha ha sido desde que
estoy aquí
insistir y no cansarme nunca de insistir que no
necesito absolutamente nada; libros solo he necesitado y los
libros los tengo considerados como bienes espirituales […].
El deseo de que mis libros estén
arreglados y en orden para cuando yo
llegue, me conforta, me alegra y me hace más
feliz que todas las demás
cosas, y no me entristece ni me apena, ni me
apesadumbra. Yo no puedo tener debilidades, si las tuviera hoy, por pequeñas
que fuesen, mañana
no podría
esperarse nada de mí».
Comandante, siento hermosa y espartana la actitud
que guió
sus luchas hasta hoy. Está
claro que no le interesaba nada
material, solo sus libros lo reconfortaban.
¿Quién
se los enviaba?
¿Cómo
pudo conformar aquella pequeña,
pero valiosa, biblioteca?
Fidel Castro.
—Una
parte de los libros yo los pedía
a familiares y a distintas personas. Los demás
me los enviaban sin que yo los
solicitara.
La compañera
que trabajó
con nosotros en asuntos de la
revolución,
a quien escribí
las cartas mencionadas antes, tenía
muy buen gusto para escoger los libros y me envió
muchos de los que leí
en tal etapa.
Ella tenía
ciertas posibilidades económicas
y nos ayudó
también
en lo del Moncada. Era militante del Partido
Ortodoxo, una de las colaboradoras que más
nos ayudó.
Mientras estuvimos presos nos suministró
muy buenos libros. De la casa también
nos enviaron, en especial Lidia, otras amistades
y compañeros
de lucha, porque libros yo sí
pedía;
solicitamos a mucha gente y nos llegaban por diferentes vías.
Nuestro problema era que los dejaran entrar en la
prisión.
Por ejemplo,
El capital,
de Carlos Marx, entró
sin problemas; por ser un libro que se llamaba
El capital,
no hubo ningún
obstáculo
para que lo recibiera. En cambio, un día
mandaron un libro que yo conocía,
lo había
leído
ya una vez y no le di gran valor, pues, a no ser desde el punto
de vista literario, no lo tenía
para mí
en la práctica
político-social,
se llamaba
Técnica
del golpe de Estado,
de Curzio Malaparte; un libro
de ficción
que pretende explicar la técnica
con que se realizó,
en 1917, la Revolución
de Octubre. Pero era una fantasía,
solo eso. Tal parecía
que la toma del poder era una cuestión
técnica
y no política,
pero como el libro se titulaba
Técnica
del golpe de Estado,
me lo retuvieron.
Otro que alguien me mandó,
una biografía
de Stalin, por León
Trotski, también
lo retuvieron; era considerado subversivo,
material prohibido.
Katiuska Blanco.
—Sí,
y al final usted se hizo amigo de Mariano
Rives, el censor, y según
tengo entendido logró
influir sobre
él
a favor de ustedes.
¿No
es así,
Comandante?
Fidel Castro.
—Yo
establecí
cierta relación
amable con el censor, el señor
Rives, y logré
influir sobre
él.
Como aquellos militares sabían
muy poco de literatura, historia, economía
o filosofía,
colocaron en aquel puesto a un funcionario más
preparado. Le expliqué
que era ridículo
que retuvieran
Técnica
del golpe de Estado,
un libro que conocía
y no tenía
ningún
valor, pues se trataba de una fantasía;
también
le argumenté
que la biografía
de Stalin había
sido escrita en su contra por su más
irreconciliable y feroz enemigo, debido a lo cual no tenía
sentido que prohibiera pasar dicho volumen solo porque
llevara su nombre. Utilicé
tales asuntos de pretexto para fastidiar,
ridiculizar un poco la prohibición
y exigir que me entregaran los libros, y sobre todo para defender el derecho de
que me mandaran libros.
En general, no hubo dificultades para recibir
cientos de volúmenes.
Tenía
los libros de Balzac, las obras completas
de Dostoievski
—tuve
realmente el mal gusto de leer todos
los libros de Dostoievski en la prisión,
porque no es el mejor lugar; son excelentes libros, maravillosos libros—,
todos los libros de Tolstoi, excepto
La guerra y la paz,
los tenía
allí.
El máximo
de tiempo lo dediqué
a leer y a escribir mensajes relacionados
con la Revolución.
Ahora, parte de la lectura era recreativa, desde
luego, pero toda
útil.
Claro, psicológicamente,
siempre en el prisionero hay cierta dosis de amargura, no voy a decir que son
las condiciones ideales perfectas para el estudio,
porque uno tiene que hacer un esfuerzo de abstracción.
Pero no hay duda de que fue provechoso. Rives también
nos ayudó
con la correspondencia, estuvo siempre de nuestro lado.
Katiuska Blanco.
—Ya
abordamos, hasta cierto punto, el tema
del tiempo que dedicó
a la correspondencia, incluidos los
mensajes secretos que eran invisibles gracias al método
del limón.
Pero aquí
tengo una carta, Comandante, que me parece
importantísima
en relación
con las tareas y las instrucciones
que desde la cárcel
usted hacía
llegar a los compañeros
en la calle, le voy a citar un fragmento:
«Me
han dicho el entusiasmo tan grande con que están
luchando; solo siento la inmensa
nostalgia de estar ausente. Quiero poner en
consideración
de ustedes algunas cosas que considero importantes».
Entonces cita la propaganda, que según
usted mismo dice, es el alma de
la lucha; apunta la coordinación
que debe haber entre la gente
de aquí
y la del extranjero, e insiste en no desanimarse por
nada ni por nadie, como hicieron en los más
difíciles
momentos.
¿Fue
como una reorganización
del Movimiento, verdad?
Fidel Castro.
—Desde
que estuvimos juntos otra vez en la prisión
comenzamos a reorganizarnos con el espíritu
de continuar la lucha. Primero trabajamos en el juicio y, después,
ya en la Isla de Pinos
—como
se llamaba entonces—
hicimos un programa de preparación
de toda la gente nuestra allí
encarcelada. Creamos una nueva dirección
con una parte de los compañeros
en prisión
y una parte de los que estaban en la calle. En
realidad, el Movimiento empezó
a trabajar rápidamente
dirigido desde la prisión,
porque la mayoría
de los compañeros
estábamos
presos y nosotros
éramos,
en esencia, el Movimiento.
Katiuska Blanco.
—Considero
que el Movimiento 26 de Julio nació
en Prado N.o
109, en aquel lugar donde usted reclutaba a
los hombres y los enviaba a la Universidad para que
recibieran entrenamiento…
Fidel Castro.
—Sí.
Luego de la acción
del Moncada, poco a poco se nos fueron sumando otros compañeros.
A Melba y Haydée
las integramos como parte de la dirección
del Movimiento y trazamos la estrategia de lucha desde la prisión.
La primera misión
era denunciar todos los crímenes,
fue la idea número
uno; la segunda, dar a conocer el programa
del Movimiento a través
de escritos y artículos
de denuncia. Nosotros ya habíamos
revelado los crímenes
en los tribunales cuando nos enjuiciaron, denunciamos a Batista y a
los jefes militares; pero necesitábamos
que la opinión
pública
conociera ampliamente los hechos y, además,
nuestro programa e ideas. Era muy importante la reconstrucción
del discurso del Moncada porque facilitaba el cumplimiento de estos
dos objetivos, por eso le dediqué
tiempo y energías
para sacarlo de la cárcel
e imprimirlo clandestinamente.
Al principio nos rodeaba el silencio, casi nadie en
el país
se atrevía
a hablar. Batista se creía
consolidado en el poder por
mucho tiempo e inició
la preparación
de una campaña
para elegirse presidente; por ello hubo cierto momento en
que se abrieron otra vez las posibilidades para la
prensa y la radio; volvieron los comentaristas radiales: Pardo Llada,
Conte Agüero.
Cesó
la censura de prensa, pero la gente se
autocensuraba, existía
mucho temor a hablar de los sucesos del Moncada
y a denunciar los crímenes.
Muchos lo sabían,
pero nadie se atrevía
a hacer la denuncia directa, abierta, de todo lo
ocurrido. Nosotros
íbamos
divulgándolo
en los manifiestos.
Era posible que la gente en la calle subestimara a
quienes permanecíamos
presos, porque aunque existía
una gran simpatía
por nosotros, por el hecho de que habíamos
salvado de alguna manera el honor del país
en la lucha contra Batista, estábamos
condenados a muchos años
de cárcel
y no veían
posibilidades de acción.
Los
únicos
confiados
éramos
nosotros. Preparamos nuestros
planes de denuncia y divulgación.
Para ello nos apoyamos en amigos y manifiestos clandestinos. La estrategia
era movilizar a la opinión
pública
a favor de nosotros y obtener
nuestra libertad por la presión
de esta. Que el pueblo exigiera
la liberación
de los presos. De cierta forma, esto coincidía
con el interés
batistiano de normalizar y dar una apariencia legal
a su situación,
lo cual formaba parte de su táctica;
Batista quería
pasar por un hombre que ostentaba el poder como
resultado de unas elecciones, legalizar su golpe de Estado, su
regreso al poder.
Lo mismo había
ocurrido otras veces, formaba parte de
la tradición
anterior: que Batista durante un número
de años
ejerciera el gobierno de facto, no desde la
presidencia, sino como jefe del Ejército:
quitaba y ponía
gobiernos. Y más
tarde, al calor de la situación
que se produjo después
de la [Segunda] Guerra Mundial y de la ola democrática,
de la gran propaganda por la democracia realizada en la lucha contra el
fascismo, Batista se montó
en aquel tren y, en el año
1940 promovió
una constitución
y se postuló
para la presidencia; porque
él
estaba en el tren de la democracia, era aliado de Estados
Unidos, entonces, así
fue presidente electo aquel año.
Él
volvía
a proyectar un dominio de la política
del país
por muchos años,
primero, como presidente de facto; después,
como presidente electo en unas elecciones amañadas,
donde estaba ausente la oposición,
excepto la representada por el
Partido Auténtico,
con Grau San Martín
como candidato. Una oposición
mediatizada era la que tenía
frente a sí
entonces.
Él
tenía
interés
en crear un clima de aparente normalización,
pero frente a tal idea se interponían
los hechos, la represión,
los crímenes
cometidos y los presos.
En la medida en que denunciáramos
todos aquellos crímenes
y se incrementara el apoyo de la población
a los presos revolucionarios,
la estrategia de Batista encontraría
dificultades más
grandes y no podría
llevar adelante sus planes sin ponernos
en libertad, porque como resultado de nuestras
denuncias y de nuestra lucha comenzó
a surgir un clamor exigiendo la libertad
de los presos políticos,
de los presos del Moncada. Entonces
Batista decía
que sí,
que estaba dispuesto a hacer una
amnistía,
excepto a los presos del Moncada.
Desde luego, ya teníamos
el Movimiento andando; a todos
los amigos, a todos los simpatizantes les dábamos
instrucciones: organizar núcleos
de simpatizantes en todas partes, reclutar
gente y seguir una línea.
Otras veces he reconocido que el investigador Mario
Mencía
entendió
y expresó
muy bien toda esta estrategia nuestra
en su libro
La prisión
fecunda.
Muchas veces planteé:
«No
pactar con las otras organizaciones,
que en las demás
organizaciones no se podía
confiar, en los viejos partidos no se podía
confiar».
Le planteé
a la gente que ni siquiera habían
denunciado los crímenes
cometidos en el Moncada, que nosotros
éramos
la vanguardia, la fuerza, que
teníamos
que tener paciencia, que era imprescindible seguir
un programa, desarrollar una ideología,
una organización,
y priorizar la batalla por nuestra libertad.
Desde la prisión
dirigimos la batalla, y el Movimiento
creció.
A pesar del aislamiento y de todo, nosotros nos las
arreglamos para romper la incomunicación.
Elaboré
muchos mensajes e instrucciones e insistí
en las mismas ideas básicas:
la denuncia y el programa revolucionario. Así
fue creciendo el apoyo a nuestra causa.
Yo conocía
la psicología
de nuestro pueblo, que odiaba la
tiranía
y la represión,
y, en la misma medida en que odiaba a
aquel régimen,
simpatizaba con quienes habían
luchado contra este.
La línea
seguida condujo a tales extremos que, en la campaña
electoral, Batista llegó
a las elecciones con una oposición
hecha a la medida: el contendiente, Ramón
Grau, expresidente del primero de los desprestigiados gobiernos auténticos.
Pero aún
así
Batista no hubiera estado dispuesto a hacer unas
elecciones limpias, y lo que hizo Grau, candidato
del Partido Auténtico
que era el del gobierno derrocado por Batista con el
golpe del 10 de marzo de 1952, fue retirarse unos días
antes de las elecciones.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
el periodista Ciro Bianchi Ross
mencionó
en una de sus crónicas
que en Matanzas
—territorio
considerado perdido por Batista para las elecciones
del 1º de noviembre de 1954—,
de los seguidores de Grau, 500 fueron
detenidos en días
previos a los comicios. Además,
poco antes de la fecha señalada,
Batista declaró
a la revista
Bohemia:
«No
admito la hipótesis
de perder frente a Grau».
Fidel Castro.
—Batista
consiguió
ser el
único
candidato. Recuerdo que en Santiago de Cuba, la oposición
tolerada organizó
un mitin, la multitud reunida coreaba una consigna:
«¡Fidel,
Fidel, Fidel!».
Y se dio el caso de un gran mitin de la oposición
legal, y la multitud clamaba el nombre de aquel que
estaba en la prisión
en lucha contra Batista.
¡Impresionante!
Habían
transcurrido muchos meses de nuestro encierro cuando ocurrió,
claro, fue en medio de la campaña
electoral de Batista en 1954. Lo
escuché
por la radio.
Finalmente ganamos la batalla. Cuando Batista efectuó
sus elecciones estábamos
presos, pero el país
no se normalizaba, continuaba complicándose
más
y más;
entonces, como mismo
él
había
hecho campaña
y levantado calumnias contra
nosotros en el juicio del Moncada, cuando dijo que
habíamos
asesinado a los soldados y a los pacientes del
hospital, en aquel momento. Tuvo que convencer a sus soldados de
amnistiarnos, porque si no lo hacía,
políticamente
no se le normalizaba el país,
crecía
la oposición
y la demanda de que nos pusieran
en libertad. Y, al final, en un esfuerzo por
apaciguar o sedar al país,
decidió
decretar la amnistía
e incluirnos también.
Batista, prepotente y altanero, después
de aplastar la rebelión
en el Moncada, se sentía
ya consagrado. Para
él,
nosotros, un grupo de civiles, sin armas y sin dinero, no
significábamos
nada. Nos subestimó,
lo que era algo previsible para mí.
Katiuska Blanco.
—Pero
se manejó
darles la libertad con la condición
de que abandonaran la lucha.
¿No
es así,
Comandante?
Fidel Castro.
—Así
fue, pretendieron condicionar nuestra liberación
al hecho de que renunciáramos
a la lucha armada.
Como respuesta, escribí
una carta pública.
Afirmé:
«No
queremos amnistía
al precio de la deshonra [...].
¡Mil
años
de cárcel
antes que la humillación!
¡Mil
años
de cárcel
antes que el sacrificio del decoro!».
Y la rechacé
del todo. Lo hice por principios y porque estaba seguro de ganar la
batalla.
Cada mensaje dado a conocer conmovía
más
a la opinión
pública
e incrementaba la admiración
por la gente que permanecía
presa. Llegó
un momento en que Batista no podía
ignorarnos y no se le
«aquietaba
el país»
sin decretar la amnistía.
Él
pensó
que ganaría
más
liberándonos,
porque así
se hacía
de una apariencia benevolente; calculó
los beneficios que le reportaría
la decisión,
y terminó
subestimándonos.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
anteriormente usted me comentó
que ya en los
últimos
días
de prisión,
su hermano Raúl
fue trasladado a su celda aunque los mantenían
incomunicados en relación
con el resto de los moncadistas. Antes, fueron 90
días
aislado, en solitario. Me estremecieron las palabras
de usted, Comandante, en diversos momentos de la cárcel,
cuando apuntaba:
«Ya
tengo luz; estuve cuarenta días
sin ella y aprendí
a conocer su valor, no lo olvidaré
nunca como no olvidaré
la hiriente humillación
de las sombras; contra ellas luché
logrando arrebatarles casi doscientas horas con una lucecita
de aceite pálida
y temblorosa, los ojos ardientes, el corazón
sangrando de indignación.
De todas las barbaridades humanas, la
que menos concibo es el absurdo…».
O aquellas que expresan el desconcierto y la
angustia existenciales, aun en el afán
de sobreponerse:
«Tú
no sabes cómo
consume energías
esta soledad. A veces estoy agotado. En esos
instantes en que uno se cansa de todo, no hay
refugio contra el hastío.
La sensibilidad se embota y los días
pasan como en un letargo. Es verdad que siempre estoy haciendo
algo e inventando mundos, pensando y pensando, pero precisamente
por eso es que me agoto a veces.
¡Cómo
me han reducido! Días
atrás
me llevaron al juzgado. Hacía
mucho tiempo que no veía
campos ni horizontes abiertos. Aquí
el paisaje es muy hermoso, lleno de luz y radiante sol. Allí
estuve un rato conversando con los empleados del Juzgado de Instrucción,
personas muy amables, sobre asuntos nacionales. Cuando volví
otra vez a la celda me sentía
extraño,
molesto. Meditaba sobre las opiniones
que había
dado, rápidas,
precisas, pero me di cuenta que
había
hablado maquinalmente. Sentí
la sensación
de que la luz, el paisaje, el horizonte, todo, me afectaba
como un mundo extraño,
lejano, olvidado…».
Si uno solo lee sus cartas de
índole
política
no puede ni imaginar la difícil
situación
anímica
en que se debatía
su espíritu
en la prisión.
Otras no podrían
leerse al pie de la letra, pues
el mensaje verdadero está
oculto, escrito con zumo de limón,
y lo que se lee es una ironía
o burla a las restricciones impuestas
por las autoridades carcelarias. En los mensajes a
sus compañeros
de causa solo vuelca afanes de lucha; su preocupación
por el futuro del Movimiento resulta más
fuerte que todo. No hay espacio para el dolor o el abatimiento, usted
mismo no se lo permite. Aquí
tengo una carta que envió
a Melba y Haydée
donde les aconseja:
«...que
siempre es necesario saber esperar
el momento oportuno».
Voy a leer algunos fragmentos:
«Sigo
sin ninguna fe en los auténticos
y convencido de que no han hecho más
que chapucear y perder el tiempo. Los
últimos
acontecimientos me han venido a dar la razón.
¿A
quién
se le ocurre llevar en una maleta la lista de todos
los comprometidos? Ahora los veo en franco proceso de desintegración,
carecen de ideales y de moral, están
corrompidos hasta la médula
de los huesos [...].
»Recuerden
que no podrá
intentarse nada hasta que nosotros
salgamos y que siempre es necesario saber esperar el
momento oportuno. La misión
de ustedes es ir preparando
el camino, mantener firme los elementos de valor
[...]. Deben tomarse todas las medidas de precaución
para que no descubran ningún
depósito,
ni detengan a nadie».
Fidel Castro.
—¡Ah,
sí!,
porque aquella era una situación
muy compleja, los auténticos
seguían
tratando de captar a nuestra
gente, por suerte no hubo traición.
Todos nuestros colaboradores
se mantuvieron firmes.
La historia me absolverá,
por ejemplo, salió
completa de la prisión
sin dificultades, al igual que los demás
mensajes.
Katiuska Blanco.
—En
otra misiva usted advertía:
«El
único
propósito
de ellos es el poder, el nuestro, la verdadera
revolución
[...]. No puede hacerse ningún
acuerdo sin la aceptación
previa de nuestro programa, no porque sea nuestro,
sino porque
él
significa la
única
revolución
posible…».
Sé
que aquel día,
Comandante, 12 de mayo de 1954, cumplía
90 días
solo. Y en medio de todo, sus cartas eran reportes
de prensa, noticias de una guerra muy peculiar.
Fidel Castro.
—Sí,
cuando estaba discutiéndose
la amnistía
hice una carta tan arrogante que era un desafío
a Batista, la saqué
de la prisión
y la publicaron en
Bohemia
el 27 de marzo de 1955.
¡Hasta
me amenazaron de muerte!
Katiuska Blanco.
—Sí,
el 19 de marzo de 1955 escribió:
«...hoy
se pretende desmoralizarnos ante el pueblo o
encontrar un pretexto para dejarnos en prisión.
»No
me interesa en absoluto demostrarle al régimen
que debe adoptar esa amnistía,
ello me tiene sin cuidado alguno;
lo que me interesa es demostrar la falsedad de sus
planteamientos, la insinceridad de sus palabras, la maniobra ruin y
cobarde que se está
llevando a cabo con los hombres que están
en prisión
por combatirlo.
»Han
dicho que son generosos porque se sienten fuertes,
pero son rencorosos porque se sienten débiles.
Han dicho que no albergan odios y, sin embargo, lo han ejercido
sobre nosotros como no se ejerció
jamás
contra un grupo de cubanos.
»Habrá
amnistía
cuando haya paz. [...] Después
de veinte meses nos sentimos firmes y enteros como el primer día.
No queremos amnistía
al precio de la deshonra. No pasaremos
bajo las horcas caudinas de opresores innobles. Mil
años
de cárcel
antes que la humillación.
Mil años
de cárcel
antes que el sacrificio del decoro. [...]
»Si
lo que hace falta en esta hora son cubanos que se
sacrifiquen para salvar el pudor cívico
de nuestro pueblo, nosotros
nos ofrecemos gustosos. Somos jóvenes
y no albergamos ambiciones bastardas...».
Fidel Castro.
—¡Tremenda
carta! Fue la que costó
una gran bronca con el comandante Capote, que amenazó
con matarme. Sí,
sí,
estaba furioso, muy furioso. Parece que Batista lo
criticó
duramente. Porque, bueno, cuando salió
publicado aquello fue terrible. Batista se puso furioso y Capote se
sintió
ridiculizado; mostró
un odio, una furia terrible, me quería
matar. Me dijo que no volviera a hacerlo porque me iba a
matar.
Escribí
de inmediato otro artículo
tremendo, denunciándolo
todo, pero Quevedo, director de
Bohemia,
no se atrevió
a publicarlo. Pudo pensar que a lo mejor me mataban
y no la publicó.
El caso es que le pusimos malo el ambiente a
Batista,
él
sabía
que tenía
que sacarnos. Y ya contábamos
con un plan de lo que
íbamos
a hacer fuera de la cárcel.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en mi memoria pervive nítidamente
el 11 de agosto de 1997, cuando conversé
con el compañero
Jesús
Montané
sobre unas cartas que usted escribió
a los padres de
él:
Sergio y Zenaida. Ellos vivían
desde siempre en la Isla de Pinos y su presencia allí
fue apoyo constante para todos los combatientes del Moncada presos y en
especial para usted. La relación
llegó
a ser familiar, muy afectuosa.
Tengo aquí
aquellas misivas, escritas por separado el mismo
día
10 de mayo de 1955, cuando faltaba poco para la
salida del Presidio Modelo. Deseo citar algunos fragmentos
porque se aprecia la exaltación
que provocaba en su espíritu
la posibilidad de reencontrarse con sus compañeros
de lucha y salir en libertad y porque, además,
son como un recuento de lo
áspero
vivido y de su ternura inextinguible a pesar de las
adversidades.
«Querido
Sergio:
»Esta
mañana
lo vi un poco triste. No trabé
conversación
con usted para evitar que nos llamasen la atención,
pero me alegré
mucho de verlo. Cuando nos
íbamos
en el
ómnibus
pedí
permiso para saludarlo con la mano. Quizás
haya estado usted un poquito preocupado por las apreciaciones que le
hice en mi anterior carta sobre la Ley o es tal vez la enorme
impaciencia de vernos libres [...]
»Dieciséis
meses hace ya que no veo a mis compañeros
y estoy a solo unos metros de ellos. Tan difícil
serán
de creer estas cosas como de comprenderlas cuando las veamos a
distancia. Imagino el presente como un veloz meteoro que se
alejará
velozmente de nuestro recuerdo, disipándose
como las estelas que deje tras sí
el barco que nos lleve a Cuba. Me refiero a
lo que pueda tener de incomprensible y amargo el
presente, jamás
al recuerdo de aquellos que con su desvelo trataron
de hacernos más
llevaderas las cadenas. Fáciles
serán
de recordar porque han sido muy pocos...».
Y más
adelante apunta:
«Bueno
viejo, se me acaba el papel y no estará
usted en estos momentos para largas misivas. Se me olvidaba
decirle que necesito tres o cuatro
ámpulas
de vitamina C porque me quiere caer catarro. No deje tampoco de mandarme las
toronjas. Perdóneme
esta lata de
última
hora. Reciba un abrazo de Fidel».
A Zenaida le responde [el 10 de mayo de 1955] y
confiesa:
«No
sé
lo que habrán
pensado ustedes de que yo les haya escrito
tan pocas veces; he vivido en la creencia de que no
era necesario hacerlo con frecuencia para que tuvieran
ustedes la seguridad de mis sentimientos; como otras veces les
he dicho, para con mi propia familia.
¿Por
qué
escribo tan pocas veces? Es tal vez el modo que tiene uno de aislarse contra
los recuerdos del mundo que está
más
allá
de la raya divisoria. Siempre
que he estado sumergido en un libro me ha costado
mucho trabajo dejarlo para escribir una carta. Leyendo, la
mente se evade de la prisión
que queda olvidada durante horas enteras;
al escribir una carta, en cambio, todo nos la
recuerda y la recuerdan sobre todo aquellos a quienes las
dirigimos y que por nosotros sufren. Hay en esta actitud nuestra un
poco de egoísmo,
pero hay también
algo de generosidad, deseamos no
sufrir pero deseamos también,
y bastante, que otros ni sufran
ni se molesten por nosotros.
»En
su carta he comprendido toda la emoción
que la embarga estos días.
La guardaré
como una estampa viva de ansia
y amor de madre. Conmueve todo cuanto me dice de la
es pera a la salida de la prisión,
y de los arreglos en la casa para
recibirnos».
Comandante, quisiera saber cómo
aconteció
todo,
¿a
qué
hora salieron del presidio?,
¿adónde
se encaminaron?,
¿qué
fue lo primero que hicieron después?,
¿con
quiénes
se reunieron…?,
en fin, cómo
transcurrieron las primeras horas y días
que siguieron a su liberación.
Fidel Castro.
—Salimos
de la cárcel
el 15 de mayo en tres grupos:
el primero, a las 11:30 de la mañana;
el segundo, que era el mío,
al mediodía;
y poco después,
el tercero. Allí,
a las puertas del presidio nos reunimos con una parte de nuestros
familiares que esperaban la hora señalada.
Con ellos nos fundimos en un abrazo. Recuerdo que al salir, en la misma
puerta del presidio estreché
cordialmente al teniente Róger
Pérez
Díaz,
un militar pundonoroso a quien después
agredieron de palabra, sometieron a persecuciones y represalias y
finalmente detuvieron y dieron de baja del cuerpo de las
fuerzas armadas. En aquel mismo lugar ofrecí
declaraciones a la prensa.
De allí
me dirigí
precisamente a la casa de Montané.
Los demás
compañeros
se dispersaron, fueron a visitar a personas
conocidas, a recorrer la finca El Abra, o
simplemente a caminar por la ciudad. Estuve un rato en la casa de
Montané
y luego salí
a pie hasta el hotel Isla de Pinos, en la principal
calle de Nueva Gerona, donde tuvo lugar la conferencia de
prensa y di a conocer el contenido de un
«Manifiesto
al pueblo de Cuba»,
firmado por todos los combatientes y publicado al día
siguiente por el periódico
La Calle.
Antes, casi al llegar a casa
de Montané,
había
mandado a buscar a uno de los hombres
que custodiaba mi celda en el presidio, a Conrado
Sellés,
una persona decente y amable. A
él
le regalé
el radio por el que escuchaba
las noticias. Fue ese domingo al mediodía.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
25 años
después,
Sellés
aún
lo conservaba.
Fidel Castro.
—Luego
salí
con rumbo al hotel Isla de Pinos,
donde tuvo lugar la conferencia de prensa. De ahí
regresé
a casa de los padres de Montané,
donde me encontré
con Mariano Rives, el censor amigo. Cuando estuvimos reagrupados
todos los combatientes, ya al anochecer, salimos
otra vez a pie hacia el muelle en el río
Las Casas, para embarcar en
El Pinero
con destino a La Habana. Ocupé
un camarote en el barco, creo
que el número
18.
Katiuska Blanco.
—En
el
«Manifiesto
al pueblo de Cuba»,
usted considera la amnistía
como la gran victoria del pueblo en
aquellos tres años
y el
único
aporte de paz en el horizonte nacional,
pues en realidad, gracias a la presión
popular fue que tuvieron que concederla sin condiciones indecorosas
como las que intentaron imponer. Ya usted se había
dirigido al pueblo en otras ocasiones; pero entonces, luego de la acción
armada y 22 meses de encierro, proclamó
que seguirían
luchando; sin embargo, ratificó
lo ya expresado anteriormente de que si se
producía
un cambio de circunstancias y un régimen
de positivas garantías
que exigieran un cambio de táctica
en la lucha, lo harían
en acatamiento a los supremos intereses de la nación.
¿Confiaban
realmente en tal posibilidad? Creo que usted me
dijo antes que dicha postura respondía
a una estrategia trazada desde el presidio.
¿Es
ciertamente así?
Fidel Castro.
—La
idea
—concebida
en la prisión—
era preparar desde fuera una expedición,
desembarcar en Cuba con 300
hombres más
o menos; no estaba pensando en artillería
ni en morteros, sino en armas automáticas
como medio de neutralizar la aviación.
Pero había
que desarrollar primero una tarea
política
muy importante: demostrar que con Batista no existían
posibilidades de una solución
pacífica.
Se trataba de una cuestión
vital. También
formaba parte de la historia y la tradición
cubanas demostrar al pueblo que, si se utilizaban
las armas, era porque no había
otro camino.
Por otro lado, nosotros fuimos puestos en libertad
por una gran demanda de la población
y dentro de un clima de búsqueda
de la paz, por lo que no podíamos
aparecer desde el primer instante levantando el estandarte de la lucha
armada, queríamos
dejar bien claro que si no había
una solución
política,
no era por culpa nuestra sino de Batista.
La estrategia consistió
precisamente en mostrarnos dispuestos
a seguir la lucha política,
cívica,
con un mínimo
de garantías
indispensables. Fue uno de los primeros plantea
mientos que hice, porque tenía
la convicción
de que no había
ninguna posibilidad, pero quería
demostrar ante el pueblo de
Cuba que era así,
que no
éramos
fanáticos
de la guerra; que si se daban las garantías
necesarias, estábamos
dispuestos a seguir la vía
de la lucha cívica.
Pero la verdad, no teníamos
esperanza. Batista no estaba dispuesto en lo más
mínimo
a ceder. Inicialmente su posición
fue subestimarnos; es decir, si
nosotros seguíamos
otra vía
de lucha nos derrotaría,
él
pensaba que podía
hacerlo, y desde el punto de vista político
no estaba dispuesto a hacer concesiones.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
poco después
de dar a conocer aquel manifiesto subió
a bordo de
El Pinero.
¿Cómo
fue el viaje marítimo?
Sé
que el recibimiento en La Habana fue apoteósico.
¿Qué
impresión
tuvo entonces?
Fidel Castro.
—Cuando
salimos a la calle existía
una gran efervescencia. A nuestro regreso a la capital mucha gente fue a
recibirnos. Desde la Isla de Pinos hicimos la travesía
en el barco
El Pinero
hasta el puerto de Batabanó.
Recuerdo que el viaje duró
muchas horas, veníamos
todos los presos y los familiares
que nos habían
estado esperando allá
a las puertas del presidio.
Después
del arribo, tomamos un tren hacia La Habana.
Una multitud se reunió
en la estación
de ferrocarril el día
de nuestra llegada. La muchedumbre me sacó
en hombros de allí,
y por fin llegué
a la casa. Como tantas otras veces, en aquel
momento de mi vida estaba desarmado y sin dinero.
Una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar
al
árabe
de Guanabo, aquel comerciante al que no pude pagarle
mi deuda un tiempo antes del Moncada. Fui a saludarlo,
a darle las gracias y decirle que no le podía
pagar, pero que algún
día
lo haría.
El hombre se emocionó
mucho, ya en aquel momento yo tenía
una gran popularidad y lo conmovió
el hecho de que fuera a verlo, a darle nuevamente las gracias
por ayudarme. Entonces, volvió
a preguntarme si necesitaba algo, pero no
le pedí
dinero prestado, aunque su ofrecimiento fue un gesto
de generosidad que nunca olvidé.
Después
fui para la casa de Lidia en la calle 23. Aquello
fue tremendo. Una multitud inquieta entraba y salía,
nosotros permanecíamos
muy serenos, muy pacíficos;
pero, por supuesto, inmediatamente comenzamos a denunciar los problemas.
Tenía
un millón
de ojos sobre mí,
y uno tras otro aparecían
los obstáculos
para defender nuestras ideas. En el
periódico
que tenía
Luis Orlando Rodríguez,
La Calle,
denuncié
todo aquello,
¡imagina
la repercusión
que tuvo!
Los estudiantes querían
organizar un acto en la escalinata
universitaria; el gobierno lo prohibía
y rodeaba la Universidad. Pude hacer algunas declaraciones a la prensa,
serenas, ecuánimes,
sobre tal estado de cosas y denuncias sobre lo
acontecido cuando el Moncada. Pude conceder algunas
entrevistas.
Cuando en el periódico
La Calle
se publicaron las denuncias
acusando al Ejército,
acusando a Chaviano, acusando a
Batista de todos los crímenes
cometidos, fue espectacular.
Para entonces yo era prácticamente
intocable, no se atrevían
a tocarme; me protegía
el gran apoyo popular, porque todo
había
causado gran conmoción
entre la gente.
Intenté
hablar por la hora de radio del partido y no me lo
permitieron. Fui a hablar por la televisión
y no me dejaron. No clausuraban los programas, sino que trataban de
silenciarme, prohibir mis alocuciones; era una restricción
específicamente
aplicada a mí.
Para entonces contaba con una larga trayectoria
de desafíos:
en el juicio, en la prisión,
en todas partes. El régimen
temblaba y por eso no podían
permanecer sin hacer algo. Lo
último
fue que también
clausuraron el periódico
La Calle.
Ya estaba claro: no había
el mínimo
de garantías
para la lucha cívica;
si no podía
realizar un acto público,
si no me permitían
hablar por radio ni por televisión,
si clausuraban el
único
periódico
donde podía
escribir, estaba ocurriendo todo lo que
sabía
que iba a ocurrir, se demostraba todo lo que yo quería
demostrar.
Al mismo tiempo, la policía
comenzó
a crear una atmósfera
de persecución:
si estallaba una bomba por algún
lugar, culpaban a la gente del 26 de Julio; acusaron a Raúl
y a algunos compañeros.
Entonces puse en marcha el plan previsto: empecé
a sacar gente, y a uno de los primeros que mandé
para México
fue a Raúl.
En aquellos momentos era más
firme mi convicción
de que en Cuba no había
solución
política
alguna, y de que no existía
otro camino que la lucha armada para derrocar a
Batista.
Desde la prisión
sabía
que trabajar dentro de Cuba sería
muy difícil,
el régimen
iba a mantener un completo y perenne
chequeo sobre mí
y no podría
volver a repetir las circunstancias
previas al Moncada. Nuestra idea era salir del país,
viajar a México,
porque en Cuba era una tradición
desde las guerras de independencia. México
era el país
donde siempre se habían
refugiado los revolucionarios cubanos.
Katiuska Blanco.
—Me
trae a la memoria algo que dijo Martí:
«México
es tierra de refugio donde todo peregrino
ha hallado hermano».
Fidel Castro.
—En
realidad, México
gozaba de mucho prestigio por su política
exterior independiente. Fue también
el
único
país
del hemisferio que reconoció
a la República
Española
y mantuvo relaciones con ella durante muchos años
de su existencia.
Nuestra idea era organizar allí
una fuerza capaz de enfrentar
a la tiranía
mediante la lucha armada. Ya para entonces
pensaba nuclear alrededor de 300 hombres, adquirir
igual número
de armas automáticas,
realizar una expedición
y reanudar la lucha en la Sierra Maestra.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
sé
que Raúl
estuvo en Birán
antes de marcharse a México.
Él
me contó
que su papá
al principio se mostraba renuente, no quería
que se fueran tan lejos. Conversaron largamente. Solo consiguió
convencerlo después
de que el viejo escuchó
por la radio que lo culpaban de
la colocación
de una bomba en el cine Tosca, un lugar que su
hermano Raúl
desconocía
totalmente. Entonces don
Ángel
se resignó
a la idea de su ausencia pues prefería
que sus vidas estuvieran a salvo. Poco después
Raúl
se asiló
en la embajada de la nación
azteca. Comandante, imagino que fue difícil
para usted no poder despedirse de sus padres antes de salir
hacia México.
Fidel Castro.
—Sí,
fue muy difícil.
La atención
se concentraba sobre mí
fundamentalmente, y consideré
que, de visitar a mis padres, podrían
recaer en ellos las represalias y arbitrariedades
del gobierno. Cuando comprobé
que empezaban a ser ciertos
los peligros para algunos de nuestros compañeros
—Raúl
entre ellos—,
de los cuadros buenos que teníamos,
los empecé
a mandar al exilio, lo cual era parte del plan: ir
enviando a los cuadros del Moncada y a la gente más
probada hacia México.
Por aquellos días
también
se unieron a nuestro Movimiento,
Armando Hart y Faustino Pérez,
del Movimiento Nacional Revolucionario organizado por García
Bárcenas.
Al sumarse ese grupo, y otra mucha gente, el 26 de Julio se
amplió
considerablemente. Sostuvimos reuniones y creamos una nueva
dirección
con ellos y con gente que aún
estaba en prisión.
Libré
durante 53 días
una batalla moral tremenda, porque,
como en los tiempos universitarios, si portaba un
arma me colocaba fuera de la ley y les daba un pretexto
para dete nerme. Mantenía
un desafío
similar al de los tiempos previos
al 10 de marzo, cuando andaba desarmado por la
ciudad. Solo existía
una diferencia: ahora ya no estaba solo. Mis
adversarios estaban en una evidente impotencia moral; no podían
ni matarme. Entonces, cuando ya no podía
escribir ni hablar ni hacer
absolutamente nada, fui tranquilamente y saqué
el pasaporte, conseguí
un boleto y viajé
en un avión
hacia México.
Katiuska Blanco.
—En
aquella etapa previa al viaje fue que usted
conoció
también
a Juan Manuel Márquez,
¿es
así,
Comandante?
Fidel Castro.
—Sí,
él
era un dirigente ortodoxo de prestigio, muy
buen orador; se unió
a nosotros después
que salimos de prisión
y denunciamos una golpiza que la policía
batistiana le dio. Lo visité
en la clínica
donde lo ingresaron
—se
llamaba Santa Emilia, en Marianao—
y conversamos largamente. A partir de
entonces se sumó
a nuestras filas y su participación
fue vital en los preparativos de la expedición
en México.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
usted salió
en un avión
con rumbo inicial a Mérida,
el 7 de julio de 1955. En sus declaraciones
a la prensa antes de partir expresó:
«Ya
estoy haciendo la maleta para marcharme de Cuba,
aunque hasta el dinero del pasaporte he tenido que
pedirlo prestado, porque no se va ningún
millonario, sino un cubano que todo lo ha dado y lo dará
por Cuba. Las puertas adecuadas
a la lucha civil me las han cerrado todas. Como
martia no, pienso que ha llegado la hora de tomar los
derechos y no pedirlos, de arrancarlos en vez de mendigarlos. La
paciencia cubana tiene límites.
»Residiré
en un lugar del Caribe.
»De
viajes como este no se regresa, o se regresa con la
tiranía
descabezada a los pies».
Tal compromiso fue como un juramento, me recuerda el de Bolívar
en el Monte Sacro.
Fidel Castro.
—Esa
frase, parafrasea un pensamiento de José
Martí
al referirse precisamente a Bolívar,
me refiero a la expresión
sobre la idea de la tiranía
descabezada.
Fue muy breve mi declaración.
Asumí
en aquel instante un tremendo compromiso.
«De
viajes como este no se regresa,
o se regresa con la tiranía
descabezada a los pies».
Cuando entré
a La Habana, el 8 de enero de 1959, apenas
tres años
y medio después
de mi partida, regresaba con la tiranía
destruida. Lo dije con una gran convicción.
Fue, sí,
un juramento que hice conmigo mismo y con Cuba. |