04Cine,
Historia Sagrada, leer la Guerra Civil Española,
amistad con el cocinero Manuel García,
discursar, memoria, carta a Roosevelt, enamorarse de lejos, estudiar y pensar, fantasía,
leyenda de la memoria
Katiuska Blanco.
—Comandante,
cada
época
tiene su olor, su música,
su voz, su película,
libro, artista o personalidad histórica para la memoria. Para los mayores de mi casa, la
melodía de un bandoneón
y la tristeza en las letras de los tangos eran como la banda sonora de sus años
juveniles. A usted,
¿qué
rumor le llega de los años
30 y 40?
¿Qué
voz portentosa?
¿Qué
aroma?
¿Cuál
perfil de la historia?
¿Qué
artista maestro?
¿Qué
imágenes
en 24 cuadros por segundo?
Fidel Castro.
—Creo
que en toda aquella primera etapa de la enseñanza primaria: segundo, tercero, hasta quinto grados, no tenía
un gran gusto por las películas.
Me refiero a que mi gusto era el común
de un niño
deslumbrado ante el cine, no el de un conocedor. Me agradaban las películas
de vaqueros
—era la
época
de Tom Mix y de Bull Jones, no sé
si eran los nombres de los artistas—,
los episodios y las películas
del Oeste, y me gustaban algunas de ciencia ficción,
porque en aquella
época había
también
filmes sobre luchas interplanetarias, que eran el preludio de la guerra de las galaxias y de
los escudos antimisiles. Me gustaban las películas
y las canciones de Libertad Lamarque, los tangos de Carlos Gardel
—entonces estaban de moda los artistas argentinos—;
también
algunas canciones mexicanas. Era la
época
de María
Félix,
Agustín Lara, Jorge Negrete.
Vi la película
La carga de los 600,
una de las más
famosas, relacionada con acciones del siglo xix en la India.
En mi niñez
sentía
predilección
por las películas
cómicas. Las que más
recuerdo son las de Chaplin y las de Cantinflas, pero claro, Cantinflas fue después.
Entre las películas
de mis grandes actores preferidos en todas las edades, ahora mismo, están
las de Charles Chaplin y las de Cantinflas, desde que vi la primera, en aquel período
y por siempre.
Después
iban siendo otras las películas
que prefería
y, por supuesto, también
me atraían
las de Tarzán.
Admiraba lo que Tarzán
hacía
con los animales. Luego supe que tales filmes podían influir negativamente, pero a mí
no me hicieron ningún daño
definitivo.
Las películas
del Oeste me gustaron siempre, con la diferencia que de niño
las tomaba en serio, pero de joven, sobre todo de adulto, las veo como películas
humorísticas,
me río mucho viendo aquellas barbaridades, y las cosas que
de muchacho consideraba serias.
Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial tengo 13 años. Surge un gran número
de películas
y documentales desarrollados en Occidente, sobre todo de la guerra: distintos
episodios, de antes de la guerra y de la Guerra Civil Española,
que ocuparon considerablemente mi atención
en dicho período.
Ya desde mi
época
de estudiante universitario surgieron algunos largometrajes como
Lo que el viento se llevó,
una película que recuerdo mucho.
En toda esta etapa siguen apareciendo filmes de
Cantinflas y de Chaplin.
Entonces, no proyectaban filmes soviéticos,
casi no ponían películas
de Europa en los cines. Casi todas las que veía en el bachillerato, incluso en la Universidad, eran
norteamericanas. Las de la
época
del bachillerato y aun después,
en la década
del 40 al 50, estaban muy influidas por la guerra y, más
adelante, por la Guerra Fría.
Hubo dos fases: el período de la guerra y los años
subsiguientes a esta. En el período
de la Guerra Fría,
en general, predominaba la superficialidad, las películas
eran simplistas.
No existía
un cine más
serio, más
profundo, de carácter histórico,
psicológico.
Tengo la impresión
de que aquellas películas
aparecieron posteriormente, en los
últimos
setenta y tantos años,
porque recuerdo que en la primera etapa de Batista, vi
Candilejas,
de Chaplin, una de las que más
valoro siempre. Ya Chaplin había
sido, por cierto, expulsado de Estados Unidos.
Él
era un hombre progresista.
Más
tarde sobreviene un período
en el que vi muy pocas películas.
Diría
que desde 1953 al sesenta y tanto, durante diez años,
apenas ninguna. Estuve todo el tiempo en las
prisiones, en el exilio, en la Sierra Maestra, después
de la Segunda Guerra
Mundial. Es decir, que estuve separado del cine
durante diez años
o más.
Katiuska Blanco.
—Usted
hablaba de
Candilejas,
la música
es protagonista de los filmes, también
de las emisoras de radio de entonces…
Fidel Castro.
—En
la primera etapa de mi vida no teníamos
ni radio. En mi casa solo existía
un fonógrafo
muy viejo, con unos discos; había
que darle cuerda cada vez que sonaba. Realmente no tuve mucho contacto con la música,
a pesar de que mi madrina era profesora de piano, y casi todo el día
estaba oyéndola practicar las notas musicales. Nunca toqué
ni siquiera el piano y nadie me estimuló
a ello. En aquella
época
de la que estamos hablando, lo poco que nos enseñaban
era a entonar algunos himnos y, después,
en la escuela, un poco de música sacra, canciones religiosas, nada más.
Una vez me pusieron en el coro de la escuela, pero
siempre fui muy desentonado, tenía
muy mal oído
musical, en realidad. En una oportunidad escucharon que alguien desafinaba
y nos pusieron a prueba individualmente, me dijeron
que cantara solo aquellas notas y me descalificaron, porque
mientras formaba parte del grupo más
o menos pasaba, pero cuando tuve que hacerlo solo, el hermano director del coro
me sacó. Aquello me ocurrió
como en tercer grado.
No demostré
poseer grandes condiciones para la música
y, si tenía
alguna, nadie me ayudó
a desarrollarla. Eso, en cuan to a mis condiciones como cantante, lo cual no
influyó
en mi gusto por la música.
Katiuska Blanco.
—¿Qué
lecturas le apasionaban?
Fidel Castro.
—De
los libros de la
época,
para mí
el más
fabuloso era la
Historia Sagrada
porque hablaba de los orígenes
del mundo, de la vida, del universo, del hombre, el
Diluvio Universal, el Arca de Noé,
los animales mitológicos,
la historia de Moisés,
el cruce del mar Rojo, las Tablas de la Ley. Incluía
las narraciones de guerras y combates: las proezas de
Josué
frente a Jericó
haciendo llevar las trompetas, la fuerza hercúlea de Sansón,
quien lograba derribar un templo. Me parecía
algo maravilloso. Todos los años
nos daban clases sobre
Historia Sagrada
ampliada, que viene a ser el
«Antiguo
Testamento», donde se cuentan cosas tan fabulosas que siempre me
llamaron la atención.
No tenía
oportunidad de leer la
Ilíada,
la
Odisea, Don Quijote de la Mancha
o algunas de tales obras clásicas.
Entonces, me llamaban mucho más
la atención
la Geografía y la Historia, en general, lo mismo la de Cuba que
la universal, por todos los acontecimientos que narran. Pienso que a casi todo el mundo le gustaban aquellas
asignaturas. Soportaba la Gramática;
no me asustaba la Matemática,
la entendía perfectamente bien, solía
tener buenas notas en Matemática o Aritmética,
como le llamaban entonces. Era bueno para los dibujos geométricos,
que había
que realizarlos con círculos, con cálculos
matemáticos
e, incluso, me otorgaban premios.
Era malo en la pintura de los paisajes. Ya la
naturaleza me estaba negando sus cualidades: un buen oído
musical y una buena habilidad para la pintura de los paisajes. Los
dibujaba: una casa, un horizonte, los
árboles;
pero estaba probado que no disponía
de una especial vocación,
si tenía
alguna, nadie fue capaz, realmente, de estimularme. En cambio, obtenía
premios, tanto en el trazado como en la pintura de los
dibujos geométricos,
que practicábamos
bastante. Pero creo que la lectura era mi mayor pasión.
A mí
me fascinaban todas las tiras cómicas.
Me daban cinco centavos para comprar un magacín
cómico
que venía
desde la Argentina porque ni siquiera en Cuba existía
uno. A decir verdad, llegaba con mucha puntualidad a los
estanquillos. No recuerdo una sola vez que se retrasara. Además,
algunas novelas del Oeste, de acción,
me acuerdo que una de las que leí
con mucho interés
se llamaba
De tal palo, tal astilla.
No tenía
acceso a la literatura. En general los libros a
nuestro alcance eran los textos que nos enseñaban
en las aulas. En los comedores, a la hora de almuerzo y de comida,
nos leían algunas novelas, algunas historias; una sección
de lectura pública, por lo cual teníamos
que comer en silencio. Más
o menos la mitad del tiempo se dedicaba a la lectura, y era
yo uno de los alumnos escogidos para leer aquella literatura
de un cierto sentido religioso.
Así
que cuando estaba en la primaria, entre los 7 y los
11 años,
tanto en el Colegio La Salle como en el Colegio
Dolores, la literatura suministrada no era universal, sino más
bien religiosa: historias de santos y mártires,
y de epopeyas mágicas.
La prensa sí
me interesaba. Mientras estudiaba la enseñanza primaria, regularmente seguía
los acontecimientos, sobre todo los internacionales. Incluso, cuando iba a Birán
en las vacaciones, allí
aún
no existía
radio pero los periódicos
sí
los llevaban y yo los leía.
Recuerdo que estuve al tanto de acontecimientos históricos: la guerra de Etiopía,
entonces llamada Abisinia [iniciada en 1935]; la invasión
de los italianos. Sería
en 1936, cuando se inicia la Guerra Civil Española,
yo tendría
alrededor de diez años
y seguía
de cerca la descripción
de los combates más
importantes y las
últimas
noticias. Seguí
completa la Batalla de Teruel, una batalla fuerte. Como García,
el cocinero español, no sabía
leer, yo era su lector de noticias, le leía
los periódicos todos los días
por la mañana.
A veces me estaba una hora u hora y media junto a
él.
El cocinero estaba a favor de la República y con mucha impaciencia esperaba que yo le leyera
los periódicos
todos los días
en las vacaciones del verano.
Ahora, a mi casa llegaban como cuatro o cinco periódicos, entre estos, el
Diario de la Marina,
muy reaccionario y pro franquista. En sus páginas
a los republicanos les decían
«los rojos»,
«los
comunistas»,
y a la gente de Franco la llamaban
«los
rebeldes»,
«los
patriotas»,
«los
nacionalistas»,
y las
noticias eran muy contrarias a los republicanos. Al
cocinero, republicano furibundo, yo de todas maneras, trataba
de consolarlo, de explicarle los combates, que no iban tan mal.
Claro, otros periódicos
no eran tan reaccionarios. Los diarios
El Mundo, Información
y
El País
daban noticias más
objetivas. Un periódico
de Santiago, creo que se llamaba
Diario de Cuba,
y algunos otros diarios de la capital, eran como
cinco o seis, también
eran más
realistas. No había
ningún
periódico de izquierda, todos eran de derecha o de centro,
pero el más
militante era el
Diario de la Marina,
así
que yo tenía
que estarle leyendo a García
una prensa bastante parcializada, no muy objetiva.
Mi padre decía
que el cocinero era comunista; para
él
todos los que estaban con la República
eran comunistas. Se parecía un poco a la historia del cura y del alcalde que
aparece en la obra
Don Camilo
del italiano Giovanni Guareschi, ese tipo de relaciones en que se hacían
bromas. Era un antagonismo amistoso entre los partidarios de la República
y los de Franco; los españoles
allí
estaban divididos más
o menos a partes iguales. Discutían
mucho, pero no pasaba de ahí
la polémica. No había
guerra en Birán
con motivo de la diversidad de criterios entre los españoles.
En aquella
época,
sentía
gran afición
por la prensa. Era, digamos, lo más
serio que leía,
por lo cual estuve muy informado de casi todos los acontecimientos de entonces.
También
estudiábamos
historia de Cuba, pero en la escuela no se nos suministraba literatura cubana, ni sobre
las guerras de independencia. Se explica porque eran sacerdotes de
órdenes francesas o jesuitas españolas
que, en realidad, no se preocuparon en lo más
mínimo
de inculcar lo que pudiéramos
llamar amor a las tradiciones y a los conocimientos amplios
sobre la historia de Cuba. Aquella literatura la pude
adquirir y leer por mi cuenta, pero mucho después,
a lo largo de mi vida.
Pienso que a esa edad fui privado de la posibilidad
de leer numerosos libros maravillosos, los cuales, estoy
seguro, me habrían encantado porque todo lo que caía
en mis manos sobre historia, sobre literatura o cualquiera de esos
temas, siempre me despertaba un enorme interés,
pero no hubo una orientación en tal sentido.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
en Birán,
en el trajín
vaporoso y oliente de la cocina, usted leía
en voz alta las noticias de la Guerra Civil Española
al cocinero Manuel García,
su amigo malgenioso que arrastraba una pierna y las angustias
del dolor reumático.
Luego, con textos de sentido religioso, también leía
para sus condiscípulos
en el comedor del colegio, circunstancias que evocan a los lectores de tabaquerías.
¿Piensa
que tales vivencias influyeron en sus conocimientos, su
expresión oral, sus dotes como orador?
Fidel Castro.
—A
mí
me escogieron para leer en el comedor porque parece que tenía
buena pronunciación
y cierto
énfasis,
cierto acento, cierta declamación,
y por el interés
que ponía en la lectura de los materiales, de manera natural.
En la escuela no dictaban clases de oratoria.
Cuando le leía
al cocinero, en realidad estaba leyéndole
a tres personas: al español,
a quien yo veía
sufrir, tenía
un interés enorme, a pesar de ser un campesino analfabeto y
también un enfermo, en cierta forma; al hombre ignorante,
que no sabía leer; y, además,
al cocinero, que antes había
sido vaquero y que tenía
muy mal genio.
No recuerdo cómo
empezó
nuestra amistad. Indiscutiblemente, yo también
tenía
interés
por las noticias, y como venía
de la escuela y sabía
leer, pues allí
estaba hasta leerle la
última
novedad, el
último
cable de la Guerra Civil Española
y, sin duda, venían
muchos. Yo leía
todas las informaciones de la contienda, a
él
no le interesaban otras noticias.
Desde entonces yo mostraba un gran interés
por la historia, y de la misma forma seguí
de cerca la Segunda Guerra Mundial y casi todos sus episodios. En la
época
de la guerra de Etiopía,
de la guerra de España,
acontecía
una tercera guerra, la chino-japonesa. Desde 1935 hasta más
allá
de 1940 tenían lugar varios acontecimientos históricos
en el mundo.
Por las cuestiones de Cuba ni siquiera me interesaba
tanto; las noticias eran de rutina, corrientes.
Claro que tuve que ejercitar un poco mientras leía
porque realmente nunca recibí
clases de declamación
ni de oratoria.
A lo sumo, recitaba algún
poema o escenificaba alguna obra teatral muy sencilla, preparada para la ocasión
de fin de curso.
En la comunicación
con las personas repudié
siempre la forma de expresarse que fuera abstracta, confusa,
pomposa y aparentemente docta, como lo era la de Belaúnde
San Pedro, un profesor del Instituto del Vedado, su libro era
el texto de Enseñanza
Cívica
en Belén.
Considero que la forma de expresarse de cada persona forma parte de su personalidad y mentalidad.
Lo habitual en mí
ha sido tratar de comunicar lo comprendido de manera sencilla. Puede haber habido un período
en que la forma fuera una traba para las ideas. Quizás
cuando en la enseñanza de la Literatura, la Retórica
y el Discurso, la formalidad de hacer estuviera un poco prevaleciendo sobre la
idea
—se decía
que un discurso tenía
que tener una introducción,
una hipótesis,
una tesis, una demostración
y una conclusión—,
a medida que estudiaba, a medida que progresaba, que
aprendía la forma de expresarse. Es decir, al estudiar nos
enseñaban cómo
se explicaban las diversas cuestiones, así
como aspectos formales de la comunicación.
Creo que cuando me libré
totalmente de los aspectos formales de las explicaciones, me
olvidé
de la forma y pude expresarme con más
soltura, algo que tal vez caracterizó
mi oratoria, que es como decir la expresión
en voz alta.
Cuando era un estudiante de bachillerato hacía
mis exá
menes, respondía
las preguntas y explicaba lo que creía
haber entendido. Es posible que a veces usara en lo
escrito algunas expresiones formales: brillante, elocuente escritor,
una prosa bella, digamos, un poco lo que el profesor decía.
Por ejemplo, el de Literatura hablaba así
de los poetas y literatos españoles. Era un buen profesor, rendía
un buen culto a los escritores de su lengua, podría
ser desde Cervantes hasta Lope de Vega, y yo, a veces
—quizás
como un pequeño
truquito—,
usaba algunos de los adjetivos del profesor. Recuerdo que, por
cierto, le halagaba mucho cuando escribía
mi respuesta y empleaba casi el vocabulario empleado por
él.
No estoy muy seguro de que mis adjetivos, mis elogios y mi caracterización
de los personajes fueran muy correctos, pero creo que bastaba con que
fueran elogiosos y al profesor Rubino, de Literatura, le
gustaran. Me daba el máximo
de puntos.
Creo que otras materias
—había
distintas, podían
ser Historia, Geografía,
Literatura; bueno, la Literatura es más
genérica, más
abstracta, no es como un examen de Matemática
en que le plantean un problema y usted tiene que
solucionarlo, bien porque tiene fórmulas
que le han enseñado
para resolver una ecuación
o un problema determinado, o bien, como yo hacía
a veces, por deducción,
si no tenía
la fórmula—,
digamos, Geometría,
Física,
Química
—que
tienen fórmulas
exactas—, no se prestan mucho a hacer teorías
sobre ellas, pero descubrí
que hasta la Geografía
admitía
cierta posibilidad de
usar la Literatura, un poco la imaginación.
Lo sé
porque una vez hubo un examen de Geografía
donde un solo alumno obtuvo 90 puntos y no sé
si eran 100 o más
de 100 alumnos. En el examen del instituto, un estudiante podía
obtener hasta 100 puntos, y fui yo el que sacó
sobresaliente con 90 puntos. Cuando la escuela protestó
por las notas, los profesores del instituto dijeron que el texto por el cual habían
estudiado no era bueno y, entonces el colegio argumentaba:
«Hay
un alumno que estudió
por el mismo texto y sacó
90 puntos»;
era sobresaliente.
En realidad,
¿qué
hice en aquel examen? Posiblemente el texto no se adaptara mucho al programa, y haya
utilizado la imaginación;
me extendí,
hice algunos análisis,
algunas cosas, y parece que aquello fue factor determinante para
que obtuviera 90 puntos. Es decir, quizás
la forma de expresar las ideas, de trasmitirlas y de usar la imaginación,
determinó
que entre los más
de 100 alumnos me hubieran dado los 90 puntos, a
pesar de que había
estudiado por el mismo texto que los demás.
En las materias de letras
—en
Literatura—
utilizaba un poco el vocabulario. Más
bien era un examen dirigido a la psicología del profesor y a la simpatía
del profesor. Además,
era feliz cuando yo le daba una respuesta que le
mostraba el carácter español,
la riqueza del idioma, la gran imaginación
y todo eso. Habría
que ver cómo
me expresaba en dichos exámenes, para explicar algo tengo que entenderlo, o creer que
lo entiendo.
Rechacé
siempre palabras o discursos que no dijeran nada; un rechazo, una repugnancia natural. Puedo haber
tenido en las primeras exposiciones públicas,
quizás,
un poco de atadura a lo formal, porque en los comienzos creía
que un discurso era una alocución
que debía
empezar por algo y decir unas palabras tales y más
cuales, poner un
énfasis
y buscar un efecto. Cuando más
adelante me olvidé
de todo eso y me consagré
a trasmitir una idea sin importarme qué
palabras usaba, dónde ponía
el
énfasis
o dónde
no, dónde
ponía
el acento o no, dónde
exclamaba o no exclamaba, dónde
declamaba y dónde no declamaba; cuando me olvidé
de todo eso, cuando me olvidé
de la retórica
y la declamación,
de las frases, de las palabras efectivas y me dediqué
a trasmitir una idea, fue cuando adquirí
realmente un estilo de comunicación
con las masas. Ya no declamaba, podía
enfatizar una palabra porque sentía
que debía
hacerlo, no porque viera en el
énfasis
un instrumento, sino porque consideraba que la idea expresada merecía
ser destacada.
Desde que era estudiante universitario hacía
frases, trasmitía ideas, pero todavía
le daba a la expresión,
a la palabra, a la frase, digamos, en una primera etapa, algún
énfasis.
Luego, poco a poco, iba diciendo lo que sentía.
Todo eso es una evolución,
¿no?
Mi oratoria hoy es como una vida vivida, todo un
proceso de gradual cambio y maduración…
A veces me pregunto, ¿dónde
estuvo el límite?
Cuando me gradué
de abogado,
¿hacía frases? Creo que ya no hacía
frases, aunque tal vez me ocupaba todavía
un poco de la elegancia, de la expresión,
pero, fundamentalmente, ya trasmitía
ideas básicas.
En tal período,
cuando estudio y ya tengo una formación marxista, entiendo los problemas, comprendo los fenómenos de mi alrededor. Entonces, al escribir, al hablar,
era mucho más
natural. Me olvidaba cada vez más
de las formas, de las palabras elegantes, de las frases, iba a la esencia
de las cosas.
Creo que el día
en que empecé
a hablar y a escribir, en la misma forma que era capaz de conversar, adquirí
plenamente dicho estilo.
Cuando la Revolución
triunfó
y tuve que hablarle al pueblo y explicarle todos los problemas, creo que nunca más
en mi vida volví
a usar una frase ni a acordarme de la forma. Al hablarle al pueblo, justamente podía
estar hablando, lo mismo con 100, que con 10 personas, que con una
sola, que con 1 000 000. El secreto fue, sencillamente,
conversar con 100 000, 500 000 o 1 000 000 de personas, de la
misma forma que podía
estar haciéndolo
con una sola.
La madurez plena la alcancé
cuando me vi en la necesidad de explicar problemas y temas muy serios ante el
pueblo, ante las masas, cuando llegué
simplemente a tener las ideas como base de lo que tenía
que decir, jamás
las palabras ni los gestos ni las frases ni la búsqueda
de un efecto.
Hay, es cierto, quien busca un efecto,
،se
agita, se estremece, se conmueve! Pienso que hay mucha gente que cuando
habla hace un poco de teatro. Creo que cuando logré
deshacerme de todo tipo de teatro, declamación
y todo lo demás,
llegué
a ser diferente. De modo que, precisamente, me
fijaba en la idea, nunca me acordaba de las palabras, iban
saliendo solas en la medida en que trataba de explicar algo. De
cualquier discurso, lo
único
que tenía
presente eran las ideas, nada más.
Y si lograba captar la atención
del público,
una hora, hora y media, dos horas, hasta tres horas, no se debía
solo al mérito
de lo que se estuviera diciendo, sino a que ese público
estuviera interesado, condicionado totalmente a escuchar con
interés lo que se decía.
Además,
si tras quien discursa no existe una historia, una autoridad, un prestigio, es posible
que quienes escuchen se aburran. De modo que el hecho de que el
auditorio preste atención,
no se debe solo al contenido del discurso, sino a la autoridad o al prestigio que tenga la
persona que lo está
diciendo. Quizás
cualquier otro individuo se pone, en ese mismo lugar, dice las mismas cosas y puede ocurrir
que los demás
estén
aburridos a los diez minutos. Es decir, la atención del público
no está
solo en dependencia de lo que usted está
diciendo, sino de quién
lo está
diciendo. Con la oratoria sucede como con el tiempo y el espacio: son
relativos.
Puede venir una persona, incluso, con más
carisma personal, a la que nadie conoce, en la que nadie tiene razones
para confiar porque no se sabe quién
es, dice las mismas cosas, puede decirlas hasta mejor, y la gente empieza a
decir:
¿Y
este quién
es?,
¿quién
se ha creído
que es?,
¿por
qué
está
diciendo esto ahora?,
¿por
qué
habla tanto?,
¿para
qué
se mete en tantos problemas?,
¿qué
tiene que estar hablando de problemas internacionales?,
¿quién
lo ha metido a hablar de la historia de la Revolución?
Eso puede ocurrir, diciendo las mismas cosas, pueden atenderlo 10 minutos, 15, y después
dicen:
¿Qué
se ha creído
este tipo, que va a enseñarnos
a nosotros que llevamos tantos años
de Revolución,
que tenemos tantos méritos,
tanta historia? Puede ser que hasta se sientan ofendidos
ante un brillante orador.
Creo que en la posibilidad de influir en el público,
de captar su atención,
intervienen muchos elementos que son independientes del contenido de lo que se dice. Si ya usted tiene
autoridad, prestigio, confianza, el interés
de las personas, además tiene las mejores condiciones para explicar algo, y
puede decir cosas de cierta importancia, de una manera sencilla,
entonces la gente lo atiende.
Otra cuestión
a tener en cuenta es cuando uno mismo empieza a cansarse de lo que está
diciendo, y se aburre y le parece a uno mismo que ya lo esencial está
dicho, los problemas importantes, y que se está
extendiendo innecesariamente. Cuando discursaba podía
observar mi propio cansancio, y no el de los oyentes. Además,
me ocurría
otra cosa: me costaba
un enorme trabajo repetir las mismas ideas, decir
algo hoy, ir mañana
a decir casi lo mismo a otro lugar. Me parecía
un fraude decir una cosa aquí
y mañana
lo mismo allá.
Por fortuna conocí
la
época
de los medios masivos, la radio, la televisión para millones de personas, y no la experiencia que
padecieron muchos políticos,
que tenían
que pronunciar un discurso diez veces al día.
Podía
hablar diferente cinco veces, pero era raro, muy raro, que dijera las mismas cosas la segunda
vez, la tercera..., de lo contrario me parecía
que era algo que había
oído. Para mí
resultaba intolerable decir a unos las mismas cosas dichas con anterioridad a otros. El efecto que
percibía
era que estaba repitiendo lo mismo, lo cual me parecía
un engaño.
Fue mi impresión
de siempre y evité
totalmente tal desconcierto. Claro, cuando uno habla para millones de personas
porque tiene la radio y la televisión,
no se ve obligado a hacerlo en muchos lugares diferentes para decir las mismas
cosas. Pero, cuando por una razón
o por otra he tenido que hacerlo, me he explicado de distinta forma, con ideas y argumentos
nuevos.
Cada contacto mío
con una o más
personas es un motivo de nueva inspiración,
y lo hago así:
explicando de la forma más
sencilla lo que tenga que decir. Le hablaría
exactamente igual al público
con el cual estoy reunido, que a quien me dirijo cuando escribo una Reflexión.
Para mí
es una conversación en silencio, un discurso cercano, el tono de voz va
en las palabras escritas.
A veces, la cuestión
se me hacía
más
difícil.
Se podía
hablar familiarmente con 100 o 1 000 personas
—en
un teatro, incluso, podía
hablar familiarmente con 4000 o 5000 personas—; pero cuando uno tenía
reunidos en un acto a 1 000 000 de personas, ya era un poco más
difícil,
si se perdía
el contacto
íntimo
se creaba más
distancia de la gente. Por eso a mí
no me gustaba que las tribunas estuvieran alejadas de la
masa, porque necesitaba ver de cerca aunque fuera una pequeña
masa ahí,
próxima,
con la cual conversar. Me costaba más
trabajo conversar en abstracto con una enorme multitud y
necesitaba un poco la cercanía,
percibir, ver los rostros, recibir la reacción de la gente a la que estaba hablándole.
Lograr la atención
de 1 000 000 de personas, requería
un esfuerzo y cierta técnica
especial. Las circunstancias me obligaban a poner acento, a hacer
énfasis,
y tratar de buscar un efecto. Un discurso en una plaza pública
delante de 1 000 000 de personas, puede salir bien y puede ser fluido,
puede ser creativo y puede ser fruto de aquel encuentro, pero
siempre será
menos familiar que el hablar en un teatro con 5000
personas, entre otras razones porque usted tiene que hacer un esfuerzo físico
mucho mayor ante 1 000 000 de personas.
No hay sistema de audio que sea suficientemente
eficiente para que todos escuchen al mismo tiempo.
Muchas veces, cuando hablaba en la Plaza de la
Revolución, decía
una frase con energía
y, cuando terminaba y guar daba silencio, continuaba oyendo mis propias
palabras, el eco de los distintos altoparlantes, lo cual me obligaba
a un ritmo y a un esfuerzo físico
tremendo. Las circunstancias de un público tan grande, tan enorme, le quitaba un poco de
familiaridad, de comunicación,
de cercanía,
e instintivamente, uno buscaba la técnica
como apoyo, pero sin salirse nunca del principio de explicar lo que entendía
con claridad, con sencillez.
Recuerdo ocasiones en que tuve que hablar casi 15 o
20 horas, casi dos días,
era más
difícil;
en un informe como el del Primer Congreso del Partido, era toda la
historia del país. Nunca lo olvido.
No recuerdo nunca haber visto un público
que se me empezara a dormir, a cansar. Además,
existía
algo, cuando hablaba más
tiempo era porque me resultaba imprescindible,
debido a que abordaba temas o puntos no muy conocidos.
Ahora escribo Reflexiones, algunas muy breves, otras más
extensas, tal como el asunto y su complejidad lo exijan.
Considero que uno es siempre más
libre cuando habla que cuando escribe. Pero algunos discursos escritos
tienen la ventaja de que la técnica
de escribir es distinta y la expresión
puede llegar a ser más
precisa, más
exacta.
El discurso escrito tiene la ventaja, incluso, de la
traducción simultánea.
Es un riesgo muy grande hacer un discurso que no sea escrito, porque los traductores sufren;
son cinco o siete idiomas. Es necesario, si usted quiere mayor
precisión, mayor rigor, emplear menos tiempo, ser más
exacto en las expresiones, entonces, hacerlo escrito.
En un discurso hablado usted va elaborando la
expresión, las palabras, las oraciones mientras habla. Por eso,
el discurso hablado es más
tenso, porque usted está
bajo una tensión
mucho mayor, la del esfuerzo general para convertir en
palabras todas las ideas y trasmitirlas. Cuando usted tiene
un discurso escrito no hace más
que leer, no tiene que pensar, no tiene que elaborar ideas, no tiene que buscar palabras,
sino simplemente leer. Para el que tiene que ir a la tribuna es mucho
más cómodo.
A mí
me parece que en informes grandes, como son temas variados, siempre se puede lograr un interés
en cada tema. En realidad, no es un discurso, son muchos
discursos, y cada uno de ellos puede tener datos, cifras, que aporten
un razonamiento y trasmitan también
un sentimiento emotivo. Un informe grande como para presentar ante un congreso
es una suma de muchos discursos.
Ahora, lo que he observado: al público
le gusta mucho más el parto de las ideas, le gusta ver al hombre en ese
momento de elaborar, le gusta esa batalla, el esfuerzo que
hace, ver al hombre ante ese reto. Igual con un poeta, un cantante que
improvisa, que tiene que elaborar, buscar la palabra, la idea,
la rima, también
al público
le gusta ver al hombre en ese esfuerzo de crear, de expresar, de explicar algo. Además,
tiene más
con fianza en lo que se habla que en lo que se escribe,
porque dice:
«Bueno,
eso lo escribió
tranquilo y fríamente,
por la noche, por la madrugada».
Si es un tema científico,
por ejemplo, y usted lleva un discurso escrito, todo el mundo está
pensando que alguien se lo hizo, un asesor, un experto. Si usted utiliza un
razonamiento, una argumentación
técnica,
científica,
si emplea datos, ellos creen que usted no sabe nada de tales datos y que
está
repitiendo como una cotorra lo que alguien le escribió
para que dijera. Sobre todo, cuando usted se reúne
con grupos profesionales, médicos,
científicos,
todos tienen la tendencia a creer que el político
no sabe absolutamente nada de eso,
،que
no sabe nada de eso! Entonces, no confían,
no tienen fe.
Si usted conoce el tema
—y
a mí
no me gusta hablar de temas que no domino—,
la gente comprende inmediatamente que usted lo domina y que está
diciendo cosas que conoce, que ha estudiado, tiene una influencia mucho mayor en la
audiencia e, incluso, los profesionales, los técnicos,
los especialistas en la materia, tienen la tendencia benevolente de
admirarse de que aquel político
conozca algo de lo que está
diciendo.
Por otro lado, he visto muchas veces hombres públicos hablando, leyendo un discurso escrito, y adivino en
el acto si el hombre sabe lo que está
diciendo, si domina el tema o si no lo domina. A veces los asesores obligan a los
hombres públicos a pronunciar vergonzosos discursos porque emplean un
modo
de expresión
que la persona que lo está
pronunciando no tiene absolutamente nada que ver con ese vocabulario. He
visto presidentes, destacados dirigentes, pronunciando
discursos con un vocabulario que no tiene nada que ver con su
léxico habitual, sobre temas, que se ve claro, que no
tienen ningún dominio. Realmente, no me gusta nunca hacer eso. Si
fuera a pronunciar un discurso en tales condiciones, diría:
bueno, con la ayuda de los asesores, he elaborado algunas
ideas sobre esto, sobre esto, sobre esto. Me costaría
mucho trabajo hablar de un tema que no entendiera. Son los mismos
principios que sigo en mis palabras escritas y publicadas en
los diarios digitales y de papel en este tiempo. Si antes
pronunciaba discursos como si sostuviera una conversación,
hoy redacto las Reflexiones como si escribiera cartas a alguien
cercano.
Nunca recibí
clases de oratoria y lo aprendido fue sobre la marcha. La educación
recibida en la enseñanza
primaria estaba muy lejos de ser una educación
integral, resultaba muy dogmática.
La asignatura principal, desde luego, era Historia Sagrada, para nosotros muy apasionante.
La Historia Sagrada es un recuento de luchas,
combates y guerras. El
«Antiguo
Testamento»
es una historia de guerras. Me llamaba fabulosamente la atención,
sobre todo, digamos, desde el Diluvio Universal en adelante: la
construcción
del Arca, los 40 días
lloviendo, los animales en aquel
ámbito mítico.
Aquella historia, además,
estaba escrita con imágenes. No solo se trataba de la narración
de los hechos, sino de las ilustraciones que acompañaban
las parábolas,
las gestas, los relatos. Todo libro que recoge imágenes
de los acontecimientos, despierta en los niños
mucho interés.
Del mismo modo pueden ser fotografías,
paisajes, retratos, mapas o dibujos. La gráfica
siempre ejerce una influencia grande en la imaginación del niño,
es un método
didáctico
impresionante. Solo cuando somos adultos podemos trabajar a partir de conceptos
e ideas abstractas.
Siento que no me hayan enseñado
las historias antiguas de otros pueblos. En realidad, recibíamos
una fuerte dosis de la historia antigua del pueblo hebreo y de sus
leyendas, que siempre consideré,
y todavía
hoy las considero, magníficas historias, interesantes, fabulosas, pero estábamos
muy limitados. Pudimos ser mucho mejor ilustrados.
Todas las experiencias vividas en mi infancia, como
estudiante de primaria y secundaria, y a lo largo de toda mi
vida, influyeron mucho en mi preocupación
por la educación,
y en todo lo que después
concebí
que debíamos
hacer en esas materias.
Siempre me he interesado y preocupado por la ciencia
y la educación,
precisamente por no haber recibido una enseñanza científica.
A lo largo de mi vida elaboré
muchas ideas y puntos de vista críticos
acerca de la educación
que recibimos.
Ese análisis
me ayudó
a desarrollar muchas de las concepciones aplicadas después
del triunfo de la Revolución.
En nuestro país,
la educación
es uno de los campos donde más
fabulosamente hemos avanzado. Todavía
seguimos desarrollando ideas y conceptos nuevos relacionados con este campo.
Pienso que en algún
momento ulterior podremos hacer un recuento de toda la evolución
de nuestro pensamiento en materia de educación.
Por ejemplo, la educación
sexual, una de las materias considerada hoy de gran importancia para la formación
de los niños
y adolescentes, en las escuelas donde nosotros
estudiamos era un tabú,
un tema del cual no se podía
ni siquiera hablar. Por lo tanto, la escuela que recibíamos
era la escuela de la calle. A falta de una educación
científica
sobre tales asuntos, recibíamos
la educación
tradicional. Se daba la trasmisión
oral de todas las ideas y de la escuela de la calle, rica
y muchas veces llena de machismo y de prejuicios, de los cuales
también estábamos
imbuidos. Recuerdo que en una asignatura como Historia Natural, se estudiaban elementos de Botánica,
Zoología. El origen de la vida, como se sabe, era bíblico
totalmente, jamás
se nos dijo una sola palabra sobre la Teoría
de la Evolución. Darwin era un hombre maldecido, algo así
como un señor
muy profano. Debía
estar morando en los peores sitios del infierno, sencillamente, por concebir y defender
la Teoría de la Evolución;
porque el origen
único
que podían
tener la
naturaleza y la vida era el origen bíblico.
Siempre me interesó
mucho la Botánica,
la Zoología,
las plantas, es decir, todos los elementos de las
Ciencias Naturales.
Existían
tres Geografías:
una Geografía
General, una Universal y otra de Cuba. La General empezaba por abordar el universo: los planetas, las estrellas, la Luna, el
movimiento de traslación
y rotación,
ya se hablaba de la velocidad de la luz, y en Física,
desde luego, un poco más
adelante, se nos hablaba del sonido y de su velocidad. La Geografía
Universal hablaba del universo y algunos de sus principios generales me
interesaban extraordinariamente; la conocí
por primera vez en quinto grado. Y ya en el Colegio Dolores me encuentro con
la Geografía General, aquella geografía
del espacio. Rápidamente
se me prendieron todas aquellas nociones, fabulosas, algo
increíble; entonces, estábamos
muy lejos de los viajes espaciales. Sería en el año
1937 y se hablaba, como una ciencia ficción,
de los viajes a la Luna, a Marte. Principalmente en los
propios libros de lectura, y en el cine también,
en algunas películas
de ciencia ficción.
Algo se hablaba ya del rayo láser
porque algunas de las armas, los fusiles, las pistolas, eran armas que
funcionaban con un rayo.
De las leyes y los fenómenos
del universo, los astros y el espacio tuve conocimientos realistas desde bien
temprano. Lo aprendí
en quinto grado y no se me olvidó
nunca más.
Puedo decir que todas las asignaturas me
interesaban, aunque me parecía
pesada la Gramática:
sus leyes, nombres, pronombres, verbos, conjugaciones, reglas cambiantes
impuestas por la Real Academia de la Lengua Española.
Me cuesta trabajo adaptarme a los cambios de letras y acentos
determinados por la Academia. No estoy seguro de que llegara a
estudiarlas con la debida profundidad, sin embargo, recomiendo a maestros y alumnos prestar a la Gramática
la atención
que yo no pude en mis azarosos años
escolares.
Katiuska Blanco.
—Comandante,
no pongo en duda que considerara densas las gramáticas
de los distintos idiomas porque ciertamente lo son; pero, a pesar de ello, las
aprendió
muy bien. Usted escribe en español
con pulcritud, con apego a la sintaxis y la concordancia, y lo más
difícil:
consigue armonía entre la forma y la esencia; idea y belleza ensartan
sus palabras.
Fidel Castro.
—Aprendí
las reglas de ortografía,
dónde
iban los acentos, sé
perfectamente el uso de la v corta, de la b, todas las reglas posibles, aunque al final hay palabras
que escapan a toda regla, es cuestión
de recursos nemotécnicos
saber cómo se escriben. Desde luego, no estoy siempre
absolutamente seguro de no cometer algún
error con alguna palabra. En tales casos de duda me auxilio del diccionario o, si tengo
a alguien muy erudito cerca de mí,
resuelvo mis dudas haciendo alguna pregunta sobre la ortografía
de una palabra. Suelo tener buena ortografía,
pero no puedo garantizar ciento por ciento que no
cometa alguna falta. Me cuesta trabajo, y hasta me
niego a quitarle la p a la palabra septiembre, y si la Academia me
obligara un día
a quitar la h a la palabra bahía,
me rebelaría
contra ella.
En el Colegio La Salle nos pusieron a aprender
temprano los elementos del francés,
y en el colegio de los jesuitas, aprendimos a estudiar inglés.
Desde luego, cuando estudiaba la Gramática
Inglesa la percibía
mucho más
sencilla y mucho más
fácil:
las conjugaciones de los verbos, la dificultad
estaba solamente en la tercera persona del singular, en que
había
que añadir
una modesta
«s»,
los adjetivos eran neutros; empecé
a ver un idioma un poco más
práctico,
más
técnico,
más
sencillo.
En el francés
teníamos
todos los problemas de las conjugaciones, y algo que no teníamos
en el español,
su pronunciación. En el inglés
existen más
facilidades para las conjugaciones en las oraciones. Sin embargo, también
resulta un gran problema la pronunciación
porque pensé,
pienso y seguiré
pensando siempre que la fonética
inglesa es ilógica
y, además,
ininteligible, estoy por completo convencido de ello. Al fin y al
cabo me quedo con el idioma español,
a pesar de su ortografía
y de sus verbos, porque sencillamente es un idioma con mucho
de lógica, y cada letra tiene un sonido, como creo que debieran
ser todos los idiomas, no solo el español,
sería
mucho más
fácil
y no tendríamos
los problemas de la pronunciación.
Cuando estudié
la
Biblia
aprendí
que el origen de los idiomas estaba en el intento loco de los hombres de
construir una torre de Babel para llegar al cielo. Ahora me doy
cuenta de que mucho antes de que en la Comuna de París
y en los tiempos modernos los comunistas quisieran alcanzar el cielo,
ya los hombres, desde la
época
bíblica,
lo habían
intentado construyendo una torre, por culpa de la cual se decía
que surgieron los idiomas como castigo de Dios para crear la
confusión entre los hombres. Aunque creo que no habría
hecho falta inventar los idiomas para crear confusión
entre los hombres porque muchas veces, hablando el mismo idioma, los hombres están
confundidos y, en otras ocasiones, hablando
distintos idiomas, los hombres se entienden. Pero bueno,
aquella fue la primera noción
que tuve del origen de los idiomas. Ya para mí
era muy sencillo todo. Después
que estudié
la
Biblia,
sabía cuál
era el origen, no solo el origen de la vida, sino el
supuesto origen de los idiomas. Pasé
trabajo con las pronunciaciones y con la Gramática,
pero, a decir verdad, no tenía
malas notas en las asignaturas de idioma y no me desagradaban.
Recuerdo que mientras estudiaba en el Colegio
Dolores escribí
una carta a [Franklin Delano] Roosevelt en inglés,
una buena prueba de mis grandes avances en ese idioma y,
sobre todo, de mi gran atrevimiento, de mi gran audacia al
tomar la decisión
de cartearme con Roosevelt, para mí
uno de los personajes más
famosos y prestigiosos en aquella
época.
No me acuerdo bien, pero creo que le hice dos cartas.
Yo creo que esto coincidió
con el inicio de la guerra, en 1939. Nos enseñaban
inglés,
no sé
si en quinto, sexto o séptimo
grado; fue en tal etapa. El habla inglesa era considerada
la segunda lengua y no creo que fuera negativo. Sin que podamos
evitarlo, el inglés
es un idioma muy importante, resultado del
colonialismo y del imperio británico.
Le hice dos cartas a Roosevelt: en una primera
ensayaba mi inglés
y lo saludaba. En primer lugar, los norteamericanos eran mirados siempre con respeto, incluso, se les
presentaba como a los que nos habían
traído
la independencia. En esto se mezcla una tergiversación
de la historia,
،increíble!,
y no se mostraban los hechos objetivos.
En Historia nos enseñaban
que los grandes benefactores de Cuba eran los norteamericanos, cuando realmente
nosotros nos convertimos en una neocolonia económica,
cultural y política
de Estados Unidos. A pesar de que mis profesores eran españoles,
porque entonces estudiaba en Dolores, ellos se adaptaban en tal sentido a la línea
oficial, es decir, respetaban los programas escolares y la historia oficial del país.
Andaban más
preocupados por otros aspectos, no propiamente por el político
en sí,
sino el religioso. Yo diría
que se interesaban por el sistema social en su conjunto, para que no
cambiara. Estudiar inglés
no estaba en contradicción
con el sistema social imperante. Las clases sociales dominantes y
todos los factores que se movían
dentro de aquel
status quo,
no estaban en absoluto contra el sistema social existente. Pudiéra mos decir que nuestros profesores jesuitas por
entonces eran de derecha, no de izquierda; tampoco pertenecían
a la Teología de la Liberación,
que aún
no existía.
Eran bien derechistas. Ya había
tenido lugar la guerra de España,
ellos eran jesuitas, y casi todas las
órdenes
religiosas estaban, como regla, al lado de los que llamaron nacionalistas españoles,
al lado de Franco y contra la República,
a la que calificaban de roja, de comunista y otras cosas.
En aquel tiempo nos decían
que los republicanos eran comunistas, rojos, aliados de la Unión
Soviética.
En general, era la República
española
y la democracia española
frente al fascismo. Pero, en realidad, más
bien todos estos sectores religiosos en España
estaban al lado del fascismo por distintas razones: por su anticomunismo, entre otros factores.
Si ellos iban a criticar a los norteamericanos no
los iban a criticar por ser derechistas, sino en todo caso por
ser antifascistas. Pero bueno, ya se había
desatado la Segunda Guerra Mundial y, a decir verdad, Roosevelt, aunque no
estaba en guerra, contaba con simpatía
dentro y fuera de Estados Unidos. Ya el hecho de ser norteamericano le daba cierta
simpatía. Pero, realmente, [Franklin Delano] Roosevelt para América
Latina fue un presidente progresista frente a los
anteriores gobiernos republicanos, que aplicaban la diplomacia del gran garrote, de las cañoneras,
de [Teodoro] Roosevelt, el que intervino en Cuba en la
última
Guerra de Independencia e impuso la Enmienda Platt. Franklin D. ensaya otra
política, la del buen vecino, una política
más
paternalista hacia América Latina. Además,
asume la presidencia de Estados Unidos [en 1933] durante la gran crisis de los años
30.
En aquellos años,
1932, 1933, a raíz
de la gran crisis económica del capitalismo en Estados Unidos, había
una crisis tremenda en Cuba y en América
Latina,
época
de sufrimiento, hambre y pobreza, bajos precios del azúcar.
Roosevelt llevó
a cabo una política
anticrisis, apoyándose
en el principio keynesiano de elevar la capacidad adquisitiva de las masas. La
recuperación de la economía
de Estados Unidos después
de la gran crisis de los años
30 fue acompañada
de cierta recuperación económica
también
de los países
latinoamericanos.
Cuba tenía
una dependencia económica
total de Estados Unidos
—su
producción
fundamental era el azúcar,
el mercado principal estaba allí,
casi todas las empresas eran norteamericanas, las azucareras, las de servicios públicos, los ferrocarriles, la electricidad, los teléfonos,
las minas, los grandes latifundios—,
cuando la economía
norteamericana empezó
a mejorar, ocurrió
lo mismo con la economía
cubana. Fue saliendo poco a poco de una situación
catastrófica
a otra menos dramática.
Mejoran los precios del azúcar
y eso se atribuye a la política
de [Franklin Delano] Roosevelt.
En 1934, formalmente, se liquida la Enmienda Platt,
que le daba derecho a Estados Unidos a intervenir en
Cuba, donde existía
un sentimiento de rechazo muy grande a aquella
prerrogativa estadounidense. No necesitaban, además,
ninguna enmienda para intervenir en cualquier país.
Yo, que no sabía
nada de política,
simpatizaba con aquel Roosevelt de rostro noble y voz cálida,
que era inválido
y se movía
en una silla de ruedas. Era una especie de héroe
en nuestro país.
Entonces, a mí,
que estaba estudiando inglés,
se me ocurrió
escribirle una carta a Roosevelt cuando tendría
13 o 14 años,
cursaba, creo, el sexto o séptimo
grado, me parece que fue antes de Pearl Harbor. Estaba en el Colegio
Dolores y estudiábamos
inglés
usando un texto llamado
La familia Blake,
que nos enseñaba
sobre la vida de una familia: casa, comedor, comida, escuela, madre, padre, hermanos.
Estábamos estudiando el dinero, y se me ocurre solicitarle
a ten dollar bill green.
Hablé
del hierro de los Pinares de Mayarí
para construir acorazados y otras cosas por el estilo.
Fue un desafío
a mi inglés
porque yo mismo redacto la carta de acuerdo con el inglés
subdesarrollado que se nos impartía. Lo hago sin participación
de nadie. Hice la carta y la eché
en el correo. Al poco tiempo se escucha un gran escándalo
en la escuela y digo:
«¿Qué
es lo que ha pasado?».
Me responden que Roosevelt ha contestado la carta. En realidad no fue
él
sino un departamento, una sección
de la embajada que, como norma habitual de cortesía,
respondía
las cartas, decía
que ha recibido la mía
enviada al presidente y daba las gracias. Aquello se convierte en un gran acontecimiento. Ponen en un
cuadro la respuesta de Roosevelt, o la de los representantes
suyos, a mi carta. Fue un fenómeno
que yo le hubiera escrito a Roosevelt y que me hubiera contestado porque representaba un
honor, una gloria para la escuela. Muchos años
más
tarde, en Estados Unidos, donde se guardan todos los papeles, alguien
buscó
y publicó
la carta. Algunos dicen que si Roosevelt me hubiese enviado los diez dólares,
yo no le habría
dado tantos dolores de cabeza a Estados Unidos. Hace muy poco tiempo
publicaron el facsímil
en la página
web de la BBC; creo que cuando cumplí
los 80.
Lo cierto es que recibí
respuesta y me convertí
en la escuela en un personaje importante que se carteaba con
Roosevelt. Era un adolescente y casi me estaba ofreciendo para
combatir en la guerra. Había
en Cuba una especie de patriotismo cubano y norteamericano. Era la educación
que se daba a los niños de la burguesía
cubana.
،Qué
suerte la mía
por haberme librado de tanta ignorancia! Pienso, sin embargo, que
Franklin Delano Roosevelt fue, como Abraham Lincoln, uno de
los pocos presidentes de Estados Unidos dignos de consideración
y respeto. Tal vez no habría
desatado nunca la Guerra Fría.
Supo desarrollar buenas relaciones con la URSS.
Ya desde la primaria me atreví
a escribir una carta en inglés y, luego, conseguí
también
hablar bastante en ese idioma. De vez en cuando leí
algún
libro en inglés,
de vez en cuando
hice un esfuerzo por mejorar mi vocabulario porque
me interesaba, no tanto para hablarlo, comprendo que no es tan fácil pronunciarlo, sino para leerlo y tener acceso a los
libros en inglés,
tomando en cuenta que la inmensa mayoría
de los libros están
escritos en esa lengua y, en realidad, comprendo también
su importancia como idioma y como medio de
comunicación internacional. En lo personal pienso que algún efecto psicológico
nocivo causó
la pugna con los presidentes de Estados Unidos y dejé
de hablarlo. También
influyeron la falta de contactos, relaciones y de ocasiones para
practicarlo. En un tiempo practiqué
el inglés
leyendo dos o tres biografías de Lincoln, un material que conozco, con ayuda de un
diccionario, llevando el recuento de una serie de palabras y términos. Requería
un esfuerzo sistemático
que no he podido hacer con frecuencia y, a decir verdad, como tengo el
privilegio de mandar a traducir los documentos e, incluso, libros,
me he quitado la obligación
de hacerlo personalmente, lo cual me ha facilitado el trabajo pero disminuido mis
posibilidades de mejorar el idioma.
El imperio británico
primero y el norteamericano después, fueron las causas de que el idioma inglés
se haya convertido en un idioma universal. A veces digo que la
única
cosa
útil
que a muchos países
nos dejó
el colonialismo fue el idioma porque nos ofreció
un medio de comunicación
con otros países.
Es una de las muy pocas cosas positivas que nos dejó
el colonialismo.
Sin duda, el inglés
es el más
universal de todos los idiomas. He luchado mucho en Cuba para que nuestras antipatías
con relación
al colonialismo y al imperialismo, en especial al
imperialismo norteamericano, no se traduzcan en un abandono del estudio del idioma, y he tenido que defenderlo
para que no se descuide su estudio. Paradójicamente,
he tenido que ser defensor del mantenimiento y del desarrollo de los
conocimientos del inglés,
puesto que entiendo y diría
que cada compatriota, cada científico,
cada médico,
cada técnico,
además de su idioma, debe conocer el inglés
y, si es posible, aunque sea mucho más
difícil,
conocer el ruso, el francés
y otros idiomas.
No se le puede negar al idioma inglés
su carácter
universal, por lo tanto, es un idioma que debe ser estudiado.
Creo, además,
que es un idioma que se presta para la ciencia y la técnica,
por ser bastante concreto y preciso. Tengo la
impresión de que para los estudios científico-técnicos
—no
conozco el alemán
ni el ruso, del alemán
me aterrorizan las palabras interminables que se construyen sumando un concepto
con otro—,
el idioma inglés,
indiscutiblemente, es un medio adecuado de comunicación,
y tengo presente que casi todos los libros más
importantes de ciencia y técnica,
de economía,
incluso de literatura, que se escriben en Japón,
Francia, Italia, España,
Rusia, Alemania y China, y de otros muchos países…
se traducen inmediatamente al inglés.
En ocasiones, me encuentro con el hecho de que muchos valiosos libros de
literatura, de historia, de ciencia están
escritos en inglés
y no en español.
Katiuska Blanco.
—Soy
testigo de su memoria prodigiosa, pero esa capacidad,
¿es
natural o entrenada?
Fidel Castro.
—Gané
cierta fama de tener mucha memoria, lo cual me gustaría
reafirmar y ratificar. Creo que tenía
una buena retentiva, como la tienen muchas personas, sobre
todo, para las cosas que me interesaban. Todavía
tengo buena memoria para los asuntos que me interesan. Si no me
interesan, puedo olvidarlos inmediatamente. Me pueden dar un
teléfono y se me olvida, un nombre un poco extraño,
igual; pero si es un tema de mi interés,
me lo dicen una vez y puedo recordarlo durante mucho tiempo. En tal sentido, las materias
que me importaban las recordaba fácilmente.
Con un esfuerzo era capaz de retener las materias que no me interesaban
mucho.
Por ejemplo, la Anatomía
en el segundo año
de bachillerato, tenía
que estudiar no solo los músculos,
también
los huesos. No existían
láminas
de cómo
estudiar los huesos, todo eran definiciones escritas y, lo peor, sin un hueso;
o tal vez el profesor utilizó
algún
libro cuando dictaba sus clases, pero posiblemente yo no le prestara mucha atención.
Cuando debía estudiar los huesos para el examen, tenía
que hacerlo a pulso: las costillas, el cúbito,
el radio, la tibia, el peroné,
los dedos, las manos, la cabeza, el frontal, el
occipital, el parietal, la clavícula,
la cadera…
¿Y
qué
tenía
que hacer?, recordar unas definiciones abstractas y enhebrar algunas
palabras: la pequeña
protuberancia interna de la cara anterior o
posterior de la extremidad superior del hueso.
Cuando llegaba la hora de ir a examen y no disponía
de una lámina
ni de un hueso ni de un profesor que me explicara lo que yo debí
haber aprendido cuando daba la explicación y yo andaba pensando posiblemente en otra cosa, tenía
que aprenderme todas las definiciones del hueso, pedazo
por pedazo, protuberancia por protuberancia, arista por arista,
orificio por orificio; los incidentes y accidentes del hueso.
Cuando me encontraba ante una tarea así,
no me quedaba más
remedio que hacer uso de la imaginación,
forzar las células del cerebro y quedarme con las definiciones de
memoria. Pero no era fácil,
tenía
que darle dos, tres y hasta cuatro lecturas y romperme la cabeza, imaginarme un hueso,
fabricarlo, construirlo para saber lo que era. Al final me sabía
los huesos, pero en abstracto, y para qué
sirve realmente conocer los nombres de los huesos del organismo, si uno no
va a ser médico;
aunque comprendo que es bueno que cuando a uno le dicen que se ha partido un hueso o que alguien se ha
quebrado uno, usted sepa más
o menos qué
hueso es y dónde
está.
Si era un libro de Historia de Cuba, Universal o
Sagrada, de Geografía:
sobre los astros, la naturaleza, si se decía
que la Luna está
a más
de 300 000 kilómetros
de la Tierra y el Sol dista 150 millones de kilómetros
de la Tierra, nunca lo olvidaba. La primera vez que leí
eso nunca más
lo olvidé:
o que la
luz viaja a una velocidad de 300 000 kilómetros
por segundo, la misma velocidad de las ondas de radio, ese dato
no se me olvidó
nunca; o que la Tierra da vueltas alrededor del Sol,
y la Luna alrededor de la Tierra, y a su vez existen los
planetas y las estrellas, y que la estrella más
próxima
está
a cuatro años luz, tenía
que conocerlo o estudiarlo una sola vez y ya no se
me borraba nunca más.
Cuando las cosas las veía,
las entendía,
las comprendía,
eran ideas y conceptos razonados, bastaba con que los leyera una vez, si acaso dos veces. Y hoy me
pasa exactamente igual.
En la Geografía:
las características
de los ríos,
los valles, las montañas,
las mesetas, los cabos, las bahías,
los golfos, los puertos, las islas, las capitales de cada uno de los
países,
los Estados. En aquella
época
no existían
tantos países
independientes, eran unas cuantas decenas, y uno sabía
más
o menos dónde estaban y cuál
era la capital. Hoy es más
difícil,
porque hay casi 200 países,
hay que saber dónde
está
cada uno de ellos, cómo
es, dónde
está
la capital, quiénes
son sus dirigentes, qué
sistema político
rige en cada uno.
En aquella
época
aparecían
unos mapas con el territorio inglés
en rojo; en amarillo, el francés;
en verde, el español; todo aparecía
en colores, con el Imperio del Sol Naciente, que ya ocupaba una parte de China. No era muy difícil
la geografía, pero eran temas de mucho interés
y podía
estudiarlos todos sin problemas, se me grababan perfectamente bien en
la me moria. La Geografía,
la Historia, las Ciencias Naturales, las leía una vez, dos veces, tres veces, según
el tema, según
la cantidad de datos, según
la terminología.
En general, tuve que ser autodidacta, no era un
alumno que prestara mucha atención
al profesor. Como regla, no tuve profesores que hubieran captado mi atención
o me dejaran maravillado con sus explicaciones, con lo cual me
habrían ayudado muchísimo.
Como resultado, cuando llegaba el momento del examen debía
estudiar por los textos, aunque reconozco que algunas materias me interesaban más
y les prestaba más
atención
en clase. Tenía
profesores que lograban captar más
la atención
del alumno, y en esos casos me resultaba muy fácil,
pero en otros, tenía
que estudiar por mí
mismo.
Más
adelante, no solo debía
estudiar por mí
mismo la Anatomía,
sino también,
la Física,
la Química,
la Matemática, la Biología,
la Geometría,
asignaturas y temas complejos, los teoremas, por ejemplo. Me bastaba el libro de texto
con toda la teoría.
Cuando estaba cerca el examen, parece que se me
excitaban las neuronas del cerebro y entendía
perfectamente la Geometría,
la Biología,
la Matemática,
la Química
y la Física, por los libros de texto o por las conferencias.
En verdad puedo decir que todo el tiempo que asistí
a clases lo perdí.
Habría
que sacar la cuenta de cuántas
horas pasé
en clases sin saber lo que el profesor estaba
diciendo. La imaginación mía
era capaz de volar por todas partes. Siempre me gustaba inventar juegos, conversar con los vecinos o
pensar en otra cosa. Pensaba en todo. Desde muy temprano,
de vez en cuando, pensaba en las muchachas, un amor platónico,
algunas novias platónicas.
A veces, me enamoraba de personas que eran mayores, como la joven Rizet Mazorra Vega,
la hija del comerciante español
de la casa en que vivía.
No me podía atrever a decírselo,
porque no me habrían
hecho ningún
caso, me hubieran dado un coscorrón,
cualquier cosa hubiera podido pasar. Tenía
una cierta tendencia romántica
desde muy temprano. Ese es un elemento que estaba siempre
presente.
Pero la fantasía
mía
también
iba hacia la historia, los acontecimientos, las guerras. En la
Biblia
lo primero que me enseñaron
fueron contiendas, guerras, epopeyas. En Historia Sagrada, se pasaron todo el tiempo hablándome
de guerras, y yo también
era un guerrero que participaba en todos esos combates. Claro, no en clases, me ponía
a pensar en mil y tantas cosas: en el deporte, en el juego de básquet,
en el fútbol,
en el mar, en la pesca, en una muchacha, en toda clase
de cosas. Cuando estaba en las clases, o estaba jugando o
inventaba un juego de estos con la letra, el número
de guerras navales mediante los cuadritos. Yo trataba de jugar con el de al lado
o con el de atrás.
Todo eso podía
pasar.
Más
adelante, ya pensaba mucho en los deportes, en las competencias, en todo tipo de cosa. Lo peor era
cuando me ponían a estudiar obligado. Estaba en quinto grado cuando
me obligaban a estudiar dos horas por la noche,
encerrado en un cuartico caluroso con un libro de Geografía,
de Historia, de Matemática,
de Gramática
o de cualquier cosa. A mí
me gustaba inventar juegos, y yo mismo hacía
unas peloticas de papel, organizaba ejércitos,
los ponía
a combatir unos con otros, los movía
por aquí,
por allá,
al azar. Fabricaba juegos de ese tipo, que creo que todos los muchachos lo habrán
hecho. Entonces sí
tenía
que emplear bastante la fantasía
porque era una hora, hora y media que me encerraban para que estudiara y
yo no estudiaba nada. Perdieron el tiempo en la casa del
comerciante español
donde viví
esa experiencia.
Si me hubieran dado buenos libros y no me hubieran
obligado, desde muy temprano habría
podido leer una enorme cantidad de textos, pero tenía
que invertir el tiempo en inventar juegos y en la manera de entretenerme de cualquier
forma. Así
que la fantasía
la empleaba de distintas formas, según
la clase, en otras ocasiones.
En el aula había
cierta vigilancia, había
más
problemas, pero era peor cuando me quedaba solo una hora u hora
y media conmigo mismo, encerrado en un cuartico, y ya no tenía muñequitos
que leer ni a nadie que ver, lo que tenía
era que inventar cosas para pasar el tiempo. Por eso digo
que tenía una imaginación
incansable, podía
pasarme toda la clase sin darme cuenta. Pero eran muchos temas, muchas cosas
en las que pensaba.
Había
un campeonato muy importante. Entonces, me pasaba el tiempo pensando en el próximo
partido de básquet
o el próximo
juego de béisbol
que tenía,
quiénes
eran, cómo
eran, cuánto
iba a batear, cuánta
gente iba a ponchar, cuántos
goles iba a meter, qué
tiempo iba a hacer. En
épocas
de deporte dedicaba bastante tiempo a todo eso. Y siempre había
alguna muchachita, algún
amor platónico.
En fin, no se sabe el tiempo que perdí
asistiendo a clases, y luego tuve que estudiar todas las materias por mí
mismo; aunque algunas clases las atendí, no quedaba más
remedio, como las de inglés,
para conocer las palabras y su pronunciación.
Sin embargo, estoy convencido, y es lo que aconsejo
a los estudiantes, que no se debe perder el tiempo en
las clases. Atender al profesor es una ayuda extraordinaria,
aunque existan textos impresos, aconsejo a los estudiantes
leerse el libro completo antes de recibir la clase, hacer una
exploración por la materia, prestar atención
en clases y dedicar el tiempo a consolidar los conocimientos y a ampliarlos. Es lo
que yo haría si tuviera la experiencia de ahora, porque me habría
ayudado extraordinariamente.
Fui capaz de resolver los problemas y sacar buenas
notas, a veces excelentes notas, pero no aproveché
bien mi tiempo. Creo que se pasa más
rápido
el tiempo escuchando al profesor y discutiendo con
él.
Se asimilan más
las lecciones de una clase teniendo noticias previas sobre el material que le
están
expli cando, y se les sacaría
mucho más
provecho a los años
escolares utilizando así
el tiempo, dedicando el resto a consolidar y ampliar los conocimientos. Por lo tanto, lo que
hice merece mi más
severa autocrítica
y no se lo aconsejo absolutamente a nadie, todo lo contrario.
Pienso que los maestros deben tener la suficiente
habilidad técnica
para captar la atención
de los alumnos y deben cerciorarse de que todos estén
atendiendo en la clase y no pensando en otra cosa, por la fantasía
tremenda de los adolescentes. Considero antinatural y casi como un castigo
sentarse durante cuatro horas por la mañana,
más
cuatro horas por el mediodía, y dos o tres horas al atardecer o en la noche, en un
aula, a la edad de 10, 11, 12, 14 años
porque el hombre no evolucionó, realmente, en su naturaleza biológica,
para estar 10 o 12 horas sentado a esa edad; por lo tanto, es muy importante
también combinar el estudio con el trabajo, con el deporte,
con las actividades físicas
y la exploración.
Desde luego, la escuela donde estudié
estaba muy lejos de ser la escuela ideal, y yo tampoco en aquel tipo de
escuela era el estudiante ideal. Pero estoy convencido, por
completo, de que hubiera podido ser totalmente conquistado por
profesores capaces, en un tipo adecuado de escuela. No hay duda
de que las escuelas como las nuestras de una gran
diversidad combinatoria: estudio-trabajo-taller-servicio social-deportes…
me habrían
gustado mucho porque me parecen más
naturales.
El problema no es el número
de horas que usted obligue a un alumno a estar sentado frente al profesor y
frente a la pizarra, sino la calidad de la enseñanza,
la intensidad con que usted utilice dichas horas y las combine, para
mantener siempre una sed de conocimientos, una ansiedad de
conocimientos. Me parece que el tipo de escuelas cárceles
que conocí,
de escuelas de tortura, no eran para mí
ni para ningún
otro muchacho el tipo ideal de institución.
En tal sentido, en la Revolución hemos tratado de crear el tipo de escuela ideal y
hemos trabajado mucho por disponer de las mejores
instituciones y los mejores profesores.
Como yo no era un muchacho especialmente terrible ni muy indisciplinado, no era tan distraído,
creo que lo que ocurrió
es que mi carácter
y mi manera de ser chocaba con el tipo de escuela. Pero aún
así,
si hubiera tenido buenos profesores, habría
aprovechado mejor el tiempo.
Existe una leyenda de que me aprendía
la página
de un libro con leerla una sola vez, y que luego la
arrancaba, pero
¿qué
ocurrió
realmente? Estaba en el bachillerato, a pesar de que prestaba poca atención
a clases mis notas eran muy buenas; hacía
deportes y, después,
en la fase final estudiaba muy duro, incluso, disminuía
las horas de sueño
y, como resultado, sacaba buenas notas. Los exámenes
eran en el instituto porque, aunque yo estaba en una escuela privada, el programa
era el mismo de las escuelas públicas.
Mis notas eran muy buenas,
en no pocas ocasiones por encima de las alcanzadas
por los alumnos que ocupaban los primeros lugares. Tenía
como un honor lograr buenas calificaciones.
Un día,
cuando cursaba el primer semestre, hago un examen más
o menos bueno y me dan 60 puntos, el mínimo
necesario para aprobar, en una asignatura llamada Cívica,
de aquel programa que incluía:
Lógica,
Psicología,
Filosofía,
Economía Política.
Belaúnde
San Pedro era el profesor de aquellas asignaturas en el Instituto del Vedado como ya señalé,
y autor de los correspondientes libros de texto que los
estudiantes debíamos adquirir. Cada libro de estos respondía
a un programa, eso no es malo si el texto es bueno, pero,
posiblemente, las ganancias del profesor como autor de libros eran
mayores que las percibidas como maestro. El libro grueso, de
muchas páginas, no sé
si 400 o 500, abarcaba mucha materia y, a mi juicio, las respuestas eran pobres, muy abstractas.
Viene entonces el segundo semestre, fin de curso.
Acostumbrado a sacar buenas notas, estaba molesto por la
calificación baja. Me preguntaba por qué
este hombre me ha dado 60 puntos si había
respondido más
o menos bien. Cuando llegó
el momento de estudiar esa asignatura, dije: me la
voy a estudiar de memoria, al pie de la letra. Eran unas 300 páginas,
debí
de haberlas leído
como cuatro veces, tal vez cinco. Estábamos más
o menos al final del curso: leía
la primera vez, la segunda, la tercera, en la
última
ocasión
ya me sentía
rabioso con el
profesor, con la asignatura y con todo el mundo.
Estaba por allá
por un campo de fútbol,
por la tarde, leyendo debajo de unos
árboles,
y cuando le di la
última
leída
al libro fui arrancando página
por página,
como una reacción
de dignidad. Me sabía
de memoria las 300 páginas,
todavía
me acuerdo de algunas, por ejemplo:
«Cuando
en un pueblo brotan potentes los ideales de
nacionalidad y pugnan por emanciparse de las tutelas que estorban a su libertad de autodeterminarse políticamente,
pronto se ven plasmados sus anhelos en una enseña
que los simboliza y esa enseña
es la bandera».
Todo eso para decir lo que era la bandera,
،qué
manera de decir qué
es una bandera!,
،qué
cosa horrible era aquella asignatura!, y yo:
،Ra!,
،ra!,
pero no en la primera leída,
eso fue como en la quinta leída,
cuando debí
saberme la asignatura al ciento por ciento. Podía
sacar sobresaliente con tres lecturas, ya con cuatro podía
sacar 100, pero para saberme todos los detalles, cinco lecturas. Llevaba el ritmo, de 20 a
30 páginas por hora, entonces decía:
300 páginas,
de 10 a 15 horas; tres lecturas, tres o cuatro días.
Aquella vez sentí
desprecio por el profesor, por dicha asignatura de letras. Pero yo no
hacía
eso todos los días,
porque no tenía
por qué
romper los libros.
Tal es el origen real de la leyenda. Parece que la
gente me vio antes del examen arrancando y botando hojas, y
ahí
quedó
la leyenda.
Al final fui a examen, me pusieron las preguntas, no
sé
cuántas
eran, las contesté
al pie de la letra y me dieron 60 puntos otra vez, la misma nota. No leyó
el examen, el hombre no tenía
tiempo de leer los exámenes.
Le escribí
al pie de la letra lo que
él
decía
en el libro, como si tuviera el libro delante y lo estuviera leyendo, y me dio 60 puntos. Mira cómo
era la gente en el pasado de nuestro país.
¿Qué
es lo que hacía
aquel hombre? Tenía
un programa para hacer el libro y
él
debía
llenarlo, mientras más
basura hablara, más
tonterías
escribiera, más
disparates dijera, más grande fuera el libro, más
caro se vendía,
más
dinero ganaba y más
trabajo para nosotros. Todas esas cosas absurdas las
viví. He sido víctima
de aquel terrible, increíble
sistema de educación existente en el capitalismo. Pero
—ya
lo he aseverado otras veces—
me estoy desquitando históricamente,
me estoy vengando cabalmente con el esfuerzo hecho en la
educación, que ha colocado a Cuba en uno de los primeros países
del mundo en tal campo y no estamos más
que a mitad de camino, la educación
será
cada vez de más,
más
y más
calidad. He tomado cabal venganza histórica
de lo que tuve que sufrir con toda aquella enseñanza,
aquellos profesores y aquellas cosas.
En la experiencia personal de todo lo que viví,
sufrí
y padecí
está
la esencia del interés
absoluto, enorme que tengo en la educación
y los esfuerzos realizados por la educación,
porque no quiero que nuevas generaciones de jóvenes
en este país
sufran lo que sufrí,
y ojalá
sea posible en otros lugares, otros países,
aunque algunos, desde luego, no tienen ni escuelas
ni profesores ni libros ni libretas, no tienen
absolutamente nada.
Por cierto, fue una experiencia dura. La conocí
en la escuela pública
y en la privada, secundaria y en la universidad. Sé
de memoria los problemas de aquel sistema de educación.
Así
que existe una explicación
objetiva, clara, de la leyenda que no quiero cultivar, aunque me convendría
decir: sí,
los libros me los leía
una vez. No tengo una memoria de esas fotográficas que se le queda todo grabado al pie de la letra.
Ahora bien, si me da un dato que me interese, no se me
olvida, y basta con que lo vea una sola vez para retenerlo mucho
tiempo. Por ejemplo, me da un dato sobre cualquier
índice
de salud pública en el país,
de mortalidad infantil, sobre la economía,
el desarrollo, el crecimiento, las producciones, los
índices
fundamentales, los veo una vez y no se me olvidan. Conozco así
todos los datos generales de la economía
del país.
Tampoco almaceno en la cabeza datos inútiles.
Hago una selección
de los que, a mi juicio, tienen interés
e importancia, los retengo perfectamente y eso me ayuda cuando
tengo que hacer un análisis.
Entonces, basta con que sienta interés
y sepa de qué
se trata el asunto, puede ser suficiente una sola
mirada para que retenga los datos. En ocasiones, si acaso,
con un segundo repaso muchos se me quedan y todavía
los recuerdo.
Sería
difícil
que ahora me pudieran obligar a estudiar en abstracto las definiciones de los huesos. Me
parece que ya con el nivel de autonomía
que tengo, de independencia y de libertad del que disfruto, no habría
nadie que me obligara a aprender de memoria los huesos otra vez. Eso lo
pudieron hacer conmigo cuando tenía
14 o 15 años,
pero ya nadie podría nunca más
obligarme a estudiar esos huesos. Ahora, también yo me administro: leo, estudio, aprendo y retengo lo
que me interesa.
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