Fidel en la Sierra Maestra.
Al amanecer del viernes 11 de julio, el mismo día que un obús de mortero 81
hirió mortalmente a Geonel y a Carlitos en la zona de la Comandancia de La
Plata, comenzó a ponerse en práctica el plan elaborado para la captura del
batallón enemigo acampado en Jigüe. Alrededor de las 5:30 de la mañana de ese
día, 20 fusiles rebeldes abrieron fuego contra la formación de soldados que se
preparaban para iniciar el día en el campamento. El tiroteo duró unos 15
minutos, y después, tal como estaba previsto, se hizo silencio desde nuestras
posiciones en la falda del alto de Cahuara, para simular un simple
hostigamiento.
La intención de este ataque era causar bajas entre los guardias que obligaran
al jefe del batallón a evacuar a los heridos hacia la playa. Esa sería la
ocasión que esperaba Guillermo, posicionado con sus hombres sobre el camino
del río, para emboscar la fuerza que acompañara esta evacuación y tratar de
destruirla.
Como supimos después, este ataque ocasionó solamente heridas leves a un
soldado, quien recibió un impacto de bala en el tobillo. No eran realmente
buenos tiradores nuestros bisoños combatientes. Sin embargo, al usar el
hostigamiento, según la impresión de las fuerzas enemigas, el mando del batallón
decidió evacuar al herido a la playa, aprovechando que para ese mismo día estaba
ya planificada la salida de dos pelotones en misión de suministro.
El plan, por tanto, funcionó como lo habíamos concebido. Los dos pelotones
emprendieron el camino de la playa, y apenas media hora después de haber salido
del campamento enemigo chocaron con la emboscada de Guillermo, convenientemente
dispuesta a menos de dos kilómetros de distancia. El resultado fue que, a los
pocos minutos de combate -el cual escuchamos desde el alto de Cahuara-, el
personal rebelde ya había logrado hacer varias bajas a la vanguardia, entre
ellas, cinco muertos y dos prisioneros, uno de ellos herido de gravedad, que
murió también poco después, y capturar seis armas y algún parque. El enemigo fue
rechazado y tuvo que regresar al campamento.
Batalla de Jigüe 11 de julio de 1958. Cerco al Batallón
18 al mando del comandante José Quevedo, combate en el río La
Plata.
Batalla de Jigüe 11 de julio de 1958. Cerco al Batallón
18 al mando del comandante José Quevedo, combate en el río La
Plata.
En el momento en que rompieron estas acciones en Jigüe, ya habían quedado
formadas las dos líneas rebeldes en Purialón, encargadas de detener y, de
ser posible, destruir a los refuerzos que enviara el enemigo desde las costa en
auxilio del batallón cercado.
Abajo, en el río, y sobre las faldas que dominaban el camino que subía de la
playa, estaban posicionados los 40 hombres de los pelotones de Andrés Cuevas y
Lalo Sardiñas, provistos de buen número de fusiles semiautomáticos y dos
ametralladoras calibre 30 de trípode.
A su vez, emboscado en el firme de Manacas, relativamente lejos del camino,
permanecía el personal de Ramón Paz, cuya misión sería bajar rumbo al río una
vez iniciado el combate, para cortar la retirada del refuerzo, coparlo y
destruirlo. Tal concentración relativa de fuerzas obedecía al plan de propinar
el golpe principal precisamente a los refuerzos.
En la zona del cerco, mientras tanto, se mantuvieron fuerzas rebeldes en
número reducido, que esa mañana realizaron fuego esporádico sobre el campamento
enemigo, desde las respectivas posiciones de las distintas patrullas formadas
con ese propósito. No obstante, me preocupaba el hecho de que esas fuerzas tan
reducidas no aguantaran un movimiento enemigo en dirección al alto de Cahuara,
en un posible intento de romper el cerco en esa dirección. Por otra parte,
podría ser necesario incrementar nuestro poder de fuego sobre la tropa sitiada
para aumentar la presión psicológica y física.
Como medida de reforzamiento de nuestras posiciones en la falda de Cahuara,
esa misma mañana le había pedido al Che que, después de valorar la situación en
su sector, y si llegara a la conclusión de que no había peligro inmediato por
esa zona, me enviara una escuadra de 11 hombres de la gente de Camilo que habían
combatido junto a él en Meriño. El Che, además, me había informado que Curuneaux
estaba camino a Jigüe con su ametralladora calibre 50, tal como yo había
solicitado. Al mediodía del propio día 11, le pedí que trasladara al pequeño
grupo al mando de Rogelio Acevedo con su ametralladora calibre 30 hacia la zona
donde me encontraba, con lo cual reforzaría la línea rebelde en la falda del
alto de Cahuara y completaría el poder de fuego en el cerco al campamento
enemigo.
El combatiente rebelde Braulio Curuneaux, experto
tirador de la ametralladora calibre 50.
Al Che también le indiqué que ordenara a Ramiro Valdés situar 15 combatientes
de la Columna 4, bien armados, para cuidar el camino de Palma Mocha a Santo
Domingo a la altura del mismo firme de la Maestra, en la posición que, como se
recordará, había ocupado gente de Cuevas antes de su traslado a la zona de
Meriño, y donde antes permaneciera Almeida con varios de sus hombres. Esta era
una posición estratégica por dos razones: en primer lugar, porque la tropa
rebelde situada allí podría impedir la toma del firme por cualquier fuerza
enemiga que intentase sorprender con un movimiento, bien desde el Norte, de la
zona de Santana, como desde el Sur, desde el río Palma Mocha; en segundo
lugar, porque desde allí ese personal podría acudir, en caso necesario, en ayuda
de nuestras líneas, tanto en la zona de Santo Domingo como en el propio
Jigüe.
En cuanto a otras posiciones del cerco, en la noche del 11, El Vaquerito, en
cumplimiento de una orden mía, ocupó un lugar más cercano al norte del
campamento enemigo, en la misma falda del alto de El Pino. La escuadra de Hugo
del Río, a su vez, que hasta ese momento había permanecido en El Naranjal, se
situó el día 12 en el mayor de los estribos que caían sobre el río La Plata, al
nordeste de los guardias. En mensaje de esa fecha a Hugo, le indicaba que debía
actuar de pleno acuerdo con El Vaquerito y le decía:
Tienen que irse aproximando cada vez más a los
guardias y ganar terreno cuando la lucha se reanude aquí. Los tenemos
completamente rodeados. Ahora hay que irles quitando cada vez más terreno y no
dejarlos ni comer ni dormir.
En un mensaje anterior al Che, al mediodía del propio primer día de
las acciones en la zona de Jigüe, le reiteraba mi propósito con la operación
iniciada, y le explicaba en los términos siguientes el sentido de todas estas
disposiciones:
Si las circunstancias lo llegasen a requerir,
podría ser conveniente trasladar el personal de la Escuela, desguarnecer la
mina [Minas de Frío], atrincherar la Maestra más acá del Pino [el alto llamado
también del Cake, entre Minas de Frío y Mompié], y trasladar acá la mayor
cantidad posible del personal ocupado en aquella zona. Nuestra estrategia debe
ser, a mi entender, desangrar y diezmar los refuerzos enemigos, mientras
debilitamos, reducimos y rendimos la tropa sitiada. El ejército está obligado a
un gran esfuerzo en un momento en que luce estarse agotando. Me preocupa un poco
el lado de Palma Mocha, que con unos pocos hombres podrá fortalecerse mucho. Con
reservas aquí en el alto de Cahuara no me inquieta el lado de la Magdalena y el
Mulato. Por Meriño me luce difícil que entren otra vez.
Y más adelante volvía sobre el tema táctico: “Yo estoy calculando
que esta tropa hará algunos intentos de escapar. Cuando sea rechazada por dos o
tres partes quedará destruida moralmente y fácil de aniquilar”.
El resto de la mañana de este primer día, los grupos rebeldes del cerco se
mantuvieron realizando disparos esporádicos contra el campamento enemigo para
hostigar a los guardias e impedirles un momento de distensión. Sin embargo, a
partir de las 2:30 de la tarde, aproximadamente, en cumplimiento de una orden
mía, cesó todo el fuego, y se hizo el más absoluto silencio en nuestras
posiciones de la falda de Cahuara. La idea era dar la sensación al mando
enemigo de que nos habíamos retirado después del efectivo golpe matutino. Con
ello perseguíamos el propósito de crear un ambiente de relativa confianza entre
los oficiales del batallón cercado, que los indujera en algún momento, quizás al
día siguiente, a realizar alguna exploración o una nueva salida del campamento,
ocasión en la cual los estaríamos esperando para golpearlos de nuevo lo más
duramente posible.
A estas alturas ya se me había ocurrido la posibilidad de utilizar, como otra
pieza en el combate contra la tropa cercada, los altoparlantes de Radio Rebelde.
Llegado el momento en que los guardias comenzaran a sentirse desmoralizados ante
su imposibilidad de romper el sitio, me parecía indudable que tendría un efecto
psicológico importante para ellos escuchar desde el monte las trasmisiones que
realizábamos con el Himno Nacional, las exhortaciones a la rendición con plenas
garantías para sus vidas y, tal vez, hasta la utilización, igual que en Santo
Domingo, de las canciones pegajosas y de letras tan intencionadas del Quinteto
Rebelde.
Al mediodía de esa misma primera jornada mandé a buscar a La Plata los
altoparlantes y la pequeña planta eléctrica de la Comandancia, junto con parte
del personal técnico y los locutores, y les orienté que esperaran en Mompié
nuevas instrucciones. Esa misma noche, Camilo me informó desde La Plata de la
salida de los equipos y el personal solicitado hacia ese punto. Y el
Quinteto fue movilizado hacia Jigüe por orden mía en la mañana del día 14. Otro
elemento importante en esta acción psicológica era la posibilidad de disponer de
las claves y del equipo de comunicación, por la microonda capturada en Santo
Domingo. Nos dimos cuenta de que no existía comunicación entre el batallón
sitiado y la playa donde permanecía la Compañía G-4 de esa unidad. Lo
significativo era que hasta el mediodía del 13 de julio no había aparecido en
escena ni un solo avión enemigo.
Por el prisionero ileso en el combate sostenido esa mañana en el río, que fue
remitido de inmediato por Guillermo a mi puesto de mando en el alto de Cahuara,
conocí los primeros detalles acerca de la tropa cuyo cerco y captura habíamos
decidido. Averiguamos que se trataba de dos compañías del Batallón 18, que
contaban con dos morteros -uno de 81 milímetros y otro de 60- y una bazuca como
armas de apoyo, y que los suministros de boca escaseaban. Por este prisionero
supe, además, que esta era la tropa estacionada en Maffo antes del inicio de la
ofensiva, y que el jefe de la unidad era el comandante José Quevedo Pérez,
antiguo compañero de estudios universitarios.
Curuneaux llegó al alto de Cahuara en la madrugada del día 12, e
inmediatamente se ubicó en un estribo, desde el que dominaba con el fuego de su
ametralladora 50 todo el campamento enemigo. Llevaba instrucciones de
mantener el silencio que había sido respetado escrupulosamente por nuestros
hombres desde el mediodía anterior. Mi convicción absoluta era que el mando del
batallón, confundido por esta conducta, intentaría muy pronto una nueva salida
hacia la costa en busca de suministros, lo cual le haría caer de nuevo en la
emboscada de Guillermo.
Batalla de Jigüe 14 de julio de 1958. Se cierra el
cerco al Batallón 18, combate en el río La Plata.
Batalla de Jigüe 14 de julio de 1958. Se cierra el
cerco al Batallón 18, combate en el río La Plata.
Esta fuerza rebelde, por tanto, era la que estaba llamada a asumir, por
segunda vez, la responsabilidad mayor. Después de la acción de la mañana del 11,
las posiciones de Guillermo fueron consolidadas con la ocupación de los firmes
laterales que dominaban los flancos de su emboscada principal sobre el camino
del río. Al amanecer del día 12, por otra parte, el personal del pelotón de
Jaime Vega, incorporado al cerco, ya había tomado un estribo de la falda de
Cahuara, desde donde podía no solo hostigar al campamento enemigo cuando se
diera la orden de hacerlo, sino, también, acudir en apoyo a Guillermo por el
flanco derecho del avance de los guardias, en caso de que atacaran con fuerza
las posiciones rebeldes en el río. En última instancia, si el enemigo lograse
romper la línea y proseguir su avance río abajo, o si ocurriese la eventualidad
de que se filtrase alguna tropa en esa misma dirección por cualquier otro punto,
Guillermo -según las instrucciones recibidas- debía perseguirla para atraparla
en Purialón con el apoyo de los hombres de Lalo y Cuevas. De esta manera, todas
las posibilidades quedaban previstas.
Sin embargo, el enemigo no realizó movimiento alguno durante los días 12 y 13
de julio. Ambas jornadas fueron invertidas por nosotros en perfeccionar el
dispositivo del cerco. Por una mala interpretación inicial de mis mensajes,
Acevedo y su escuadra de la ametralladora 30 no recibieron la orden de
trasladarse a Jigüe sino hasta la noche del 12, y llegaron al alto de Cahuara en
la tarde del día siguiente. En ese momento contábamos ya en las distintas
posiciones del cerco con unos 80 combatientes, entre los integrantes de los
pelotones o escuadras de Ramón Fiallo y Raúl Podio, Jaime Vega, Curuneaux,
Acevedo, El Vaquerito, Hugo del Río e Ignacio Pérez; este último incorporado
también a los efectivos que ocupaban diversas posiciones en la falda del alto de
Cahuara. Guillermo disponía de más de 40 hombres en la emboscada del río,
mientras que Lalo, Cuevas y Paz reunían en Purialón un fuerte dispositivo de
alrededor de 75 combatientes en total.
A la altura del mediodía del 13 de julio, la inactividad enemiga me tenía
impaciente. Habíamos logrado mantener el silencio en nuestras líneas, pero yo
había tomado la decisión de abrir fuego con la ametralladora de Curuneaux al día
siguiente, si antes no ocurría algún movimiento. Otra medida fue el nuevo
estrechamiento del cerco mediante la ocupación de todos los pequeños altos que
circundaban el campamento de los guardias, con la intención expresa de llegar a
impedirles, incluso, el acceso a cualquiera de los dos ríos, entre los cuales
estaba situado -el de La Plata y el de Jigüe, afluente del anterior-, y
obstaculizar la provisión de agua: ”[...] para no dejarlos ni respirar”,
como le decía en un mensaje a Paz el día 13.
A cada momento era mayor mi convicción de que el golpe combinado que
pensábamos dar en esta batalla -la rendición del batallón cercado y la
destrucción de los refuerzos- tendría una significación determinante en el curso
de la guerra y, por tanto, en el fin de la tiranía. En mis mensajes de esos días
a los distintos capitanes que participaban en la operación, les machacaba con la
idea de que estábamos enfrascados en una acción decisiva. A Lalo Sardiñas el día
14, por ejemplo, le decía: “Hay que hacer un esfuerzo grande, porque esta
batalla puede ser el triunfo de la Revolución”. Ese mismo día 14 ocurrió el
segundo episodio mayor de la contienda. El mando del batallón enemigo
decidió finalmente enviar un segundo contingente a la playa en busca de
suministros y para evacuar los heridos de acciones anteriores. Esta vez se
trataba de una compañía completa -la 103-, compuesta por tres pelotones y
alrededor de un centenar de hombres. La marcha se organizó con muchas
precauciones para evitar el desastre anterior. Un pelotón avanzaba por el firme,
y otro a media falda de la margen izquierda del río, mientras que el tercero iba
por el camino con los mulos y los heridos. La partida se fijó para el mediodía,
alrededor de las 2:00 de la tarde, con la esperanza de que a esa hora las
posibles emboscadas rebeldes estuvieran menos alertas, acostumbradas a que todos
los movimientos de los guardias tuvieran efecto al amanecer.
Sin embargo, apenas a la hora de haberse marchado esta fuerza del campamento
enemigo, de donde la vimos salir, se produjo de nuevo el contacto con la
emboscada de Guillermo en el río y en el firme (mapa p. 818).
Batalla de Jigüe 17 de julio de 1958. Combate en
Purialón contra el primer refuerzo procedente de la playa. Notable victoria
rebelde.
Batalla de Jigüe 17 de julio de 1958. Combate en
Purialón contra el primer refuerzo procedente de la playa. Notable victoria
rebelde.
El combate resultó intenso, y se prolongó durante toda la tarde y parte de la
noche, hasta que los guardias se replegaron una vez más hacia su campamento de
partida en Jigüe. Solamente unos 10 ó 12 soldados lograron filtrarse entre las
líneas de Guillermo y escapar hacia el Sur, pero la mayoría de ellos, así como
algunos mulos y sus arrieros que dejaron pasar durante el tiroteo, cayeron en
manos de los hombres de Lalo y Cuevas, río abajo, en Purialón. Uno de estos
grupos de guardias escapados dio muerte al día siguiente al combatiente Eugenio
Cedeño, de la tropa de Lalo Sardiñas, quien se sumaba así a la corta lista de
los rebeldes caídos durante el rechazo a la ofensiva enemiga.
El resto del batallón cercado no hizo intento alguno por acudir en auxilio de
sus compañeros durante este combate. Por nuestra parte, desde el comienzo de la
acción despaché un grupo de hombres con armas semiautomáticas, al mando de Jaime
Vega, por uno de los estribos que bajaban hasta el río, con la misión
de cortar el regreso de los guardias, pero no encontraron posiciones
adecuadas.
Desde el punto de vista material, el resultado de este segundo Combate en el
río La Plata fue muy significativo. El enemigo sufrió no menos de cinco muertos
y más de 10 heridos, 21 prisioneros, perdió seis arrieros que apresamos y,
además, 39 mulos -de los cuales 32 fueron capturados vivos-, y más de 20 armas,
entre ellas, varios fusiles semiautomáticos Garand y un fusil Browning
automático. Pero mayor aún que el impacto material fue el efecto psicológico y
moral de este combate. Nadie mejor que el propio jefe de la fuerza sitiada, el
comandante José Quevedo, para explicarlo:
Ya no quedaban dudas de que estábamos cercados
y de que el cerco era completo, porque recibíamos incesante fuego de
hostigamiento por todas direcciones. Sólo nos quedaba una alternativa de las dos
siguientes: todo el batallón tratar de romper el cerco y escapar hacia la playa,
o resistir el máximo de tiempo posible en espera de refuerzos. La decisión era
difícil, pero no tuvimos dudas en cuanto a tomar la que consideramos más
acertada, o sea, la segunda.
Quevedo argumentó, en favor de esta decisión, primero, que tratar de romper
el cerco constituiría una indisciplina porque significaba desobedecer
inconsultamente la orden recibida de llegar a la cárcel rebelde de Puerto
Malanga y al firme de la Maestra; y, segundo, el intento de romper el cerco
tenía muy pocas probabilidades de éxito. Sin duda, el razonamiento era sensato.
Al jefe del batallón cercado, cada vez en condiciones más precarias, solo le
quedaba aguardar por el refuerzo que debía venir a salvarlo en cualquier
momento, según era lógico suponer.
En cuanto a las posibilidades de dicho refuerzo, lo sorprendente, a estas
alturas de los acontecimientos, era que el mando enemigo no hubiese aún dado
ningún paso para auxiliar a su batallón cercado. Durante esos primeros días de
la batalla, no hubo presencia alguna de la aviación, ni siquiera de la avioneta
de observación. Sabíamos que el jefe del batallón no tenía manera de comunicarse
con su compañía de retaguardia en la costa y, mucho menos, con el puesto de
mando en Bayamo o alguna otra unidad en operaciones, por lo que solo podía
hacerlo por medio de la avioneta, cuando esta sobrevolara el campamento. Por
tanto, era razonable suponer que el mando enemigo no estaba del todo consciente
de la muy difícil situación de su Batallón 18, lo cual hacía más increíble el
hecho de que no se preocupara siquiera por establecer contacto mediante la
avioneta.
Después de concluida la batalla, supimos que el comandante Quevedo resolvió
en cierta forma esta situación. Envió a uno de sus prácticos en la noche del
14 de julio hacia la costa, con el objetivo de filtrarse entre nuestras líneas e
informar al jefe de la Compañía G-4 del estado de la fuerza sitiada para que lo
comunicara al puesto de mando. Este emisario, al parecer, logró rodear esa noche
nuestras posiciones, tanto las del río como las de Purialón, o evadir a nuestros
centinelas en esos lugares, y llegar a la playa. También hay que recordar que
algunos de los guardias del pelotón desarticulado por Guillermo en el segundo
combate del río lograron alcanzar la playa. El resultado directo fue que en la
mañana del día 15 apareció por primera vez la aviación enemiga sobre Jigüe.
Llegó primero el aparato de reconocimiento y, tras él, los aviones de
combate: una primera oleada compuesta por dos bombarderos B-26 y dos
cazabombarderos F-47, relevada por otra y, luego, por otra. Desde las 6:00 de la
mañana hasta alrededor de la 1:00 de la tarde, la aviación sometió nuestras
posiciones a un violentísimo ataque, en el que incluyeron bombas incendiarias de
napalm. Quevedo narró de manera muy elocuente lo ocurrido esa mañana:
[...] nosotros aumentábamos el volumen de
fuego sobre las posiciones enemigas y aquello era realmente impresionante. El
picar de los aviones entrando en los desfiladeros entre montañas, el estruendo
de las explosiones, con la caja de resonancia que producen las alturas y el eco
sordo de las mismas, las explosiones de las granadas y el fuego cruzado de
la fusilería y armas automáticas, daban a aquel espacio de tierra cubana un
carácter infernal. Pero, ante cada ataque o ametrallamiento de la aviación, en
vez de apagar el fuego enemigo, parecía que lo acrecentaba, parecía que nada les
hacía, y que nadie retrocedía. Los rebeldes estaban enardecidos y nos gritaban
todo tipo de improperios, a la vez que disparaban sus armas, nosotros les
contestábamos el fuego y las palabras.
En la noche del 14 de julio yo había dado la orden a todas las posiciones
rebeldes de romper el silencio que durante 72 horas habíamos mantenido
rigurosamente, y abrir fuego discrecional sobre el campamento enemigo. Al
oscurecer, casi todas nuestras líneas se movieron e hicieron más estrecho el
cerco. Por eso, la descripción que hizo el comandante Quevedo del fuerte tiroteo
del día 15 es hasta cierto punto exacta, aunque me da la impresión de que se
exageró el volumen de fuego recibido por los guardias, ya que nuestros hombres,
si bien tenían autorización para disparar, habían recibido instrucciones muy
precisas de ahorrar el parque y hacer fuego cuando tuviesen blancos definidos o
para mantener un estado de hostigamiento permanente sobre las posiciones
enemigas.
Yo tenía mi puesto de mando en un pequeño firme, desde cuyo extremo Este se
podía observar el campamento del Batallón 18, muy próximo al río Jigüe, de
poco caudal; la instalación estaba ubicada en una verdadera hondonada entre
montañas.
Al revés de lo que siempre ocurría después de los primeros disparos del
combate, no apareció la aviación. El batallón de Quevedo estaba sin comunicación
con el mando superior ni con la Compañía G-4 en la playa y esperaba
infructuosamente el vuelo de la avioneta.
El enemigo se concentraba en la zona de Santo Domingo y otros frentes.
Durante cuatro días completos no aparecieron los aviones. Cuando descubrieron lo
ocurrido, atacaron con inusitada fuerza. El quinto y sexto días del cerco, una
pesada bomba cayó a 40 metros del lado norte del firme donde, en el lado sur, yo
tenía mi puesto de mando en el bosque. Una lluvia de piedras y palos cayó sobre
nosotros. Minutos después llegó Pedrito, precedido de la noticia de que había
sido herido. Pensé que lo traían en camilla, pero llegó caminando con una mano
en el pecho. Estaba en el punto de observación dentro de una trinchera y una
bala ligera del ametrallamiento aéreo le dio de rebote en el esternón sin
penetrarle en el pecho. Fue pura casualidad. No hubo imprudencia alguna ni
derroche de balas.
Afortunadamente, esta intensa actividad de la aviación enemiga solo produjo
en nuestras filas la baja de Pedrito Miret.
A la altura de este quinto día de asedio, la situación de los cercados en el
campamento de Jigüe era cada vez más difícil. Por los prisioneros sabíamos
que la comida se había acabado y los soldados pasaban hambre. Por otra parte, el
fuego esporádico de nuestros fusileros y de las dos ametralladoras
emplazadas en la falda de Cahuara obligaba a los guardias a mantenerse todo el
día dentro de sus trincheras, con la consiguiente incomodidad resultante de la
estrechez, el calor y la inacción. Los soldados se veían obligados a hacer hasta
sus necesidades fisiológicas dentro de sus propias trincheras, para no correr el
riesgo de ser blanco de nuestros disparos. Para mí, la rendición de la tropa
sitiada era cuestión de dos o tres días más, siempre que fuéramos capaces de
mantener esa presión sobre el campamento e impedir la llegada de los
refuerzos.
Rodeado por los guerrilleros, el cadete Evelio Laferté,
prisionero de las tropas rebeldes, responde a las preguntas del
Che.
Este martes 15 de julio, de tanta actividad en la zona del cerco, estuvo
también marcado por las noticias poco favorables procedentes del sector de Minas
de Frío. Desde el día 13 las fuerzas enemigas estacionadas en San Lorenzo habían
comenzado a avanzar en dirección a las Minas, y el 15, después de la tenaz
resistencia de los escasos grupos rebeldes de los que disponía el Che para
defender ese sector, lograron ocuparla. Pero no dieron un paso más. El avance de
los guardias en esa dirección nos mantuvo alertas durante todos esos días a las
posibles variantes que pudiera aplicar el mando enemigo, sobre todo, si
realizaban algún intento de acudir desde el noroeste en apoyo de la fuerza
sitiada en Jigüe. Ya veremos, en su momento, las disposiciones adoptadas o
previstas.
En medio de la compleja situación planteada, yo confiaba en que a los
guardias les sería imposible franquear las líneas de contención que podríamos
interponer en El Roble, La Magdalena, El Coco o Mompié, por mencionar solamente
algunos de los puntos por donde el enemigo podría tratar de penetrar en
dirección a Jigüe. Durante todo ese tiempo procuré mantener una comunicación
constante y minuciosa con el Che, a quien le informaba en detalle de la marcha
de la operación, y de quien recibía pormenorizados informes de lo que iba
sucediendo en su sector. Por eso, cuando el Che me comunicó en la mañana del
propio martes 15 que el enemigo no había podido ocupar Meriño de nuevo supe,
entonces, a ciencia cierta, que la crisis por ese sector y la consiguiente
amenaza a nuestra operación principal quedaban prácticamente resueltas, pues
aunque los guardias pudieran llegar a las Minas les sería casi imposible
continuar su avance. Minas de Frío, en efecto, cayó en la tarde del propio día
15, pero el enemigo quedó inmovilizado allí.
Junto a la presión del fuego y la fijación sobre el campamento enemigo, ese
mismo día 15 decidí utilizar los otros recursos de guerra psicológica
planificados. Terminado el bombardeo y ametrallamiento de la aviación di la
orden de instalar los equipos de Radio Rebelde en un punto escogido previamente,
fuera del alcance del fuego enemigo, desde donde podrían ser escuchados sin
dificultad por los guardias sitiados.
A la 1:00 de la madrugada del día 16, los montes y las laderas en torno al
campamento enemigo en Jigüe retumbaban de nuevo, pero esta vez no como resultado
del fuego de las armas, sino por las voces de nuestros locutores. Aparte del
contenido de las arengas y los mensajes que comenzaron a trasmitirse sin
interrupción, el otro efecto que se buscaba era frustrar el descanso de los
soldados para, de otra manera, seguir minando su disposición a la resistencia.
Era la segunda vez que usábamos este recurso en la Sierra Maestra, pero aquí en
Jigüe la impresión resultaba verdaderamente sobrecogedora, y tuvo que causar un
impacto enorme en los guardias.
Dentro de las trasmisiones de esa madrugada se incluyó la lectura de la
siguiente carta preparada por mí para el jefe del batallón cercado, comandante
José Quevedo, un compañero de estudios universitarios:
Con profunda tristeza he sabido, por los
primeros prisioneros, que Ud. es el jefe de la tropa sitiada. Sabemos que Ud.
es un militar caballeroso y culto Oficial de Academia, doctor en Derecho. Ud.
sabe que la causa por la que están sacrificándose y muriendo esos soldados y Ud
mismo no es una causa justa.
Ud., militar de honor y conocedor de las
leyes, sabe que la Dictadura es la violación de todos los derechos
constitucionales y humanos de su pueblo. Usted sabe que la Dictadura no tiene
derecho a sacrificar a los soldados de la República, para mantener al Régimen
que oprime a la Nación, arrebata las libertades y se mantiene bajo el terror y
el crimen; no tiene derecho a enviar a los soldados de la República a combatir
contra sus propios hermanos, que solo reclaman vivir con libertad y dignidad.
Nosotros no estamos en guerra contra el Ejército, estamos en guerra contra la
Tiranía. Nosotros no queremos matar soldados; nosotros lamentamos profundamente
cada soldado que muere, defendiendo una causa innoble y vergonzosa.
Creemos que el Ejército es para defender la
Patria, no la Tiranía.
Los políticos ladrones, los Ministros, los
Senadores y los Generales, están en La Habana, sin correr riesgos ni pasar
trabajos, mientras sus soldados están sitiados por un cerco de acero, pasando
hambre y al borde de la destrucción. A Ud, y a los soldados los han enviado a
morir, conduciéndolos a una verdadera trampa, situándolos en un hueco de donde
no tienen escapatoria alguna, sin mover un solo soldado para tratar de
salvarlos. Morirán de hambre o morirán de bala, si la batalla se
prolonga.
Sacrificar a esos hombres en una batalla
perdida, en aras de una causa innoble, es un crimen que un hombre de
sentimientos no puede cometer.
Carta del Comandante en Jefe Fidel Castro a José
Quevedo, jefe del Batallón 18, acampado en Jigüe, en la que le ofrece una
decorosa rendición, 15 de julio de 1958.
En esta situación le ofrezco una rendición decorosa y digna. Todos sus
hombres serán tratados con el mayor respeto y consideración. Los oficiales
podrán conservar sus armas. Acéptelas, que no se rendirá usted a un enemigo de
la patria, sino a un revolucionario sincero, a un combatiente que lucha por el
bien de todos los cubanos, hasta de los mismos soldados que nos combaten, a un
compañero de las aulas universitarias, que desea para Cuba lo mismo que para
Ud. También se leyó esa noche la carta dirigida por uno de nuestros médicos,
el doctor René Vallejo, a su colega de la fuerza cercada, doctor Charles Wolf,
quien había sido, igualmente, su compañero de estudios de Medicina en la
Universidad de La Habana:
He sabido que eres el oficial médico de esa
tropa que está sitiada y sin esperanza de salvación. Todos los soldados que han
tratado de salir han sido capturados por nosotros. Como médico y persona decente
que me consta tú eres y por la obligación en que estamos por nuestra
profesión de salvar vidas humanas, te exhorto para que aconsejes a tus
compañeros que se rindan. Te doy mi palabra de honor que todos serán respetados
y tratados como seres humanos. No vaciles en hacerlo en la seguridad de que
estarás cumpliendo un sagrado deber para con la patria y tus
compañeros.
Junto a estas dos comunicaciones se dio lectura, además, a otros mensajes, y
hablaron algunos de los prisioneros, quienes confirmaron el trato humano
recibido hasta ese momento y lo inútil de prolongar la resistencia ante la
imposibilidad de romper el cerco tendido por nosotros. Cito completo, a
continuación, el texto del mensaje redactado por mí y dirigido a los soldados,
en que exponíamos en detalle las condiciones para la rendición de la tropa
sitiada:
El ejército rebelde, seguro de que toda
resistencia es inútil y solo conduciría a mayores derramamientos de sangre con
esta batalla que dura ya 5 días, y por tratarse de una lucha entre cubanos, os
ofrece las siguientes condiciones de rendición.
1. Solamente se ocuparán las armas. Todas las
demás pertenencias personales, serán respetadas.
2. Los heridos serán entregados a la Cruz
Roja como se está haciendo con los soldados prisioneros heridos de la
batalla de Santo Domingo. 3. Los prisioneros todos, soldados, clases y
oficiales serán puestos en libertad en un plazo no mayor de 15 días. 4. Los
heridos, hasta que sean recogidos por la Cruz Roja, serán atendidos en nuestros
hospitales por médicos y cirujanos capacitados. 5. Todos los miembros de esa
tropa sitiada recibirán cigarros, alimentos y todo lo que necesiten de
inmediato. 6. Ningún prisionero será interrogado, maltratado o humillado de
palabra o de obra, y recibirán el trato generoso y humano que han recibido
siempre de nosotros los soldados prisioneros. 7. Enviaremos noticias
inmediatas por radio a las esposas, madres, padres y familiares de cada uno de
ustedes, que en estos momentos lloran desesperados, por tener noticias ni saber
la suerte que pueden correr. 8. Si se aceptan estas condiciones, envíen un
hombre con bandera blanca y diciendo en voz alta: Parlamento,
Parlamento.
En el mismo sentido de exhortar a los guardias sitiados a la rendición, pero
en un tono algo diferente, se leyó, también, el siguiente mensaje dirigido a los
soldados de fila:
Soldado: Si tus jefes te obligan a
sacrificarte en una batalla que está perdida y sin la menor esperanza de
salvación para ninguno de ustedes, ríndete a discreción. Puedes avanzar de día
con los brazos en alto y el arma a la espalda, en cualquier dirección que
camines te encontrarás con nuestras fuerzas.
Si es de noche, avanza solo hacia estos
altoparlantes diciendo en voz alta: no disparen, soy soldado y acepto deponer
las armas.
Mensaje de Fidel a los soldados del Batallón 18, donde
los conmina a una honorable rendición. (1 de 2)
Mensaje de Fidel a los soldados del Batallón 18, donde
los conmina a una honorable rendición. (2 de 2)
Consecuentemente con estas exhortaciones, anunciamos por los altoparlantes,
en la mañana del día 16, que a las 12:00 meridiano suspenderíamos el fuego desde
todas nuestras posiciones durante un lapso de tres horas, a partir de las
cuales, si no se habían rendido ni había indicios de que fuera esa la intención,
se reanudaría el combate. Di las instrucciones pertinentes a todos nuestros
grupos en los distintos sectores del cerco, incluida la prohibición terminante
de disparar sobre ningún soldado enemigo que saliera de las trincheras y quedara
al descubierto durante esas tres horas.
Así ocurrió, en efecto, y los guardias aprovecharon la tregua para estirar
los músculos, coger un poco de sol, limpiar sus trincheras, conversar con sus
compañeros y pasear por el campamento, sin que ocurriese ningún incidente.
Tengo entendido que, incluso, hubo contactos personales con algunos de nuestros
hombres que ocupaban posiciones más próximas.
Esta tregua siguió a una mañana en la que la aviación enemiga arremetió con
mucha fuerza. De nuevo fueron utilizadas contra nuestras posiciones bombas de
500 libras, napalm, cohetes y abundante fuego de ametralladoras, que convertían
todos los alrededores en un verdadero infierno. Pero una vez más la aviación
demostraría su ineficacia en la montaña cuando actuaba contra fuerzas
guerrilleras incorporadas al monte y provistas de trincheras y refugios
competentes. A estas alturas de la guerra, ya la inmensa mayoría de nuestros
combatientes había aprendido la lección y perdido el miedo a los aviones y a sus
descargas aparentemente mortíferas.
Entonces comenzamos a aplicar el ya referido engaño a la aviación enemiga
mediante el empleo del equipo de comunicación de que disponíamos, que en manos
de Curuneaux se convertía en un efectivo instrumento de desinformación, a partir
de la probabilidad de que el equipo del jefe del batallón cercado estuviese roto
o carente de alimentación. La idea era interferir la comunicación entre este y
los aparatos de observación para indicarles que concentraran su ataque
precisamente en las posiciones de los guardias. Yo le había dado las
instrucciones pertinentes a Curuneaux desde la noche anterior, y en realidad, el
truco funcionó en alguna medida, pues algunos de los aviones descargaron
sus bombas dentro o muy cerca del perímetro del campamento enemigo. Pero no
parece que esta maniobra haya surtido efectos concretos, sino más bien
psicológicos.
Cuando nos convencimos de que los guardias no tenían aún intención de
acogerse a nuestras condiciones de rendición, di la orden a través de los
altoparlantes de reanudar el fuego una hora después de vencido el plazo, es
decir, a las 4:00 de la tarde. Este desenlace estaba previsto. Era muy
improbable que, por muy desmoralizada que estuviese esa tropa, un jefe tan tenaz
como Quevedo fuera a rendirse a la primera oportunidad. Como le había escrito en
uno de mis numerosos mensajes al Che, en este caso en la madrugada del 16 de
julio, casi 12 horas antes de la tregua:
No me hago ilusiones. Hay [que] apretarlos más
todavía pero ya están en condiciones muy desventajosas. Mandé preparar
posiciones por el único lado que les queda fuera del alcance de nuestro fuego.
Se les han acabado los víveres hace días. No tienen ya ni un grano de sal
siquiera. Están virtualmente muertos de hambre.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Misiva de Fidel al Che donde lo felicita por sus
esfuerzos, le cursa ins- trucciones y lo pone al tanto de los acontecimientos y
de sus planes en Jigüe, 16 de julio de 1958.
Hasta ese momento, el hostigamiento contra el campamento enemigo había sido
mantenido básicamente por el fuego esporádico de las dos ametralladoras -la
calibre 50 de Curuneaux y la calibre 30 de Acevedo- y de unos 25 fusiles
repartidos entre las posiciones de la falda de Cahuara y las escuadras de
Ignacio Pérez y El Vaquerito. Para poder apretar más el cerco había, en primer
lugar, que permitir un volumen un poco mayor de fuego desde esas mismas
posiciones y, en segundo lugar, ocupar posiciones aún vacías. Para una de estas
-en la ladera del firme de Manacas que miraba sobre el campamento enemigo desde
el Este, al otro lado del río La Plata-, le pedí a Almeida y a Ramiro que
mandaran algún personal de sus reservas. Pero la medida más importante en el
estrechamiento del cerco hasta sus últimas consecuencias ya había sido tomada
por mí antes de redactar el mensaje al Che. Esa misma madrugada ordené a
Guillermo que abandonara su emboscada aguas abajo en el río -ya sin
significación militar alguna desde el momento en que el mando de la tropa
sitiada no estaba en condiciones de intentar una nueva salida hacia la playa-, y
que cerrara el cerco desde el Sur colocándose encima del enemigo en las faldas
que dominaban directamente sus posiciones del otro lado del río La Plata. De
esta forma, el objetivo de impedir a los guardias llegar siquiera al agua se
cumplía en su totalidad, con lo que el cerco adquiría el carácter de un
estrangulamiento inexorable. Ahora solo cabía esperar. Como le escribí también
al Che en el mensaje antes citado: “[...] creo que si logramos impedir la
llegada de refuerzos en 48 horas, se rinden irremisiblemente”. Tocaba al fin el
momento del combate contra el refuerzo.
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