Fidel en la Sierra Maestra
En contra de lo que cabía prever razonablemente, las dos compañías del
Batallón 18 enemigo, llegadas en la tarde del jueves 26 de junio a Jigüe, no
prosiguieron de inmediato su penetración río arriba, sino que se dedicaron a
establecer campamento en ese lugar y fortificar sus posiciones. Esa misma noche
fueron tiroteados por los hombres de Raúl Podio y Fernando Chávez. El primero,
como se recordará, cuidaba el firme de Cahuara, encima de la posición enemiga; y
el segundo asumía el mando del personal rebelde en el río La Plata desde la
noche anterior, en sustitución de Pedro Miret y René Rodríguez.
La llegada de esta tropa a Jigüe y su establecimiento en ese lugar nos
permitía preparar las condiciones para ejecutar el plan que ya habíamos empezado
a elaborar. De lo que se trataba era de encerrar a la fuerza enemiga en un cerco
del que no pudiera escapar, mantenerla inmovilizada hasta lograr su rendición,
detener y, si fuese posible, destruir los refuerzos que se enviasen en su
auxilio. Para ello, el teatro de operaciones en Jigüe y en el curso inferior del
río La Plata reunía condiciones topográficas ideales. El campamento enemigo,
metido en el centro del sector meridional del territorio controlado por
nosotros, estaba rodeado por todas partes de firmes y altos que podían ser
ocupados con facilidad, por nuestro personal, y desde los cuales podía
mantenerse, con una cantidad relativamente pequeña de combatientes, la presión,
el bloqueo de suministros y el hostigamiento necesarios para sostener un cerco
efectivo. La única vía que tendría el enemigo para reforzar a la tropa sitiada
era la del río, por el camino que subía desde la playa, y a lo largo del cual
existían decenas de lugares en los que se podían crear emboscadas eficaces
contra cualquier refuerzo.
En este caso funcionaba nuestro conocimiento íntimo del terreno, una de las
prioridades del guerrillero y una de las cuestiones a las que prestamos mayor
atención desde el inicio de la lucha en la Sierra Maestra. Ese conocimiento era
lo que nos había dado pie para concebir el plan de acción, y era, además, lo que
nos permitía llegar a la convicción de que el lugar que más se prestaba para el
combate contra los refuerzos, por sus características topográficas y por su
distancia relativa, tanto de la costa como de la tropa que sería sitiada, era
Purialón.
El 28 de junio, apenas día y medio después de la llegada del Batallón 18 a
Jigüe, orienté a Paz las primeras órdenes preparatorias del cerco y del
establecimiento de la línea defensiva contra los eventuales refuerzos.
Mensaje del Comandante Fidel Castro al capitán Ramón
Paz, en que le comunica las posiciones más actualizadas de las fuerzas rebeldes
en varios puntos, y le cursa instrucciones, 28 de junio de 1958 (8:30 am).
(1-3)
Mensaje del Comandante Fidel Castro al capitán Ramón
Paz, en que le comunica las posiciones más actualizadas de las fuerzas rebeldes
en varios puntos, y le cursa instrucciones, 28 de junio de 1958 (8:30 am).
(2-3)
Mensaje del Comandante Fidel Castro al capitán Ramón
Paz, en que le comunica las posiciones más actualizadas de las fuerzas rebeldes
en varios puntos, y le cursa instrucciones, 28 de junio de 1958 (8:30 am).
(3-3)
En cuanto a lo primero, reforcé la posición de Podio en el alto de Cahuara
con la escuadra de Ramón Fiallo, que antes cubría algunos de los puntos de la
costa al oeste del río La Plata, y envié desde Mompié una pequeña escuadra de
reserva, al mando de Arturo Pérez, a copar el sendero que ascendía de frente
desde Jigüe al alto llamado de El Pino y a la zona de Mayajigüe. En cuanto a lo
segundo, le pedí a Paz que mandara un explorador a verificar si no habían
quedado guardias en Purialón. Yo contaba con la inminente llegada de Camilo y su
personal a La Plata para enviarlo a esa posición crucial, mientras que los
combatientes de Paz serían los que se encargarían del cerco a la fuerza enemiga
principal.
En esa fecha, mi atención estaba centrada en la preparación del golpe a la
tropa estacionada en Santo Domingo. Pero, incluso, esta planificación tenía que
tomar en consideración la posibilidad de que, al iniciarse el combate en Santo
Domingo en la forma prevista -al día siguiente-, la fuerza enemiga acampada en
Jigüe recibiera la orden de avanzar hacia el alto de La Plata para ir en auxilio
de sus compañeros, atacados del otro lado del firme de la Maestra. Así se lo
hice saber a Paz para que estuviera preparado, ya que esa podía ser su
oportunidad de dar el buen golpe que esperábamos con tanta ansiedad.
El capitán Ramón Paz, de “probada inteligencia,
iniciativa y decisión”
Sin embargo, durante todo el desarrollo de la primera Batalla de Santo
Domingo, entre los días 28 y 30 de junio, el Batallón 18 no se movió de su
campamento de Jigüe. Según testimonio posterior del comandante Quevedo, la
primera acción concreta de su personal fue la exploración realizada río arriba
por la Compañía 103, una de las dos integrantes de la fuerza acampada, que no
arrojó resultado alguno. Todo indica que esta incursión no se alejó mucho de
Jigüe, pues ni siquiera se acercó a las posiciones de Paz en El Naranjal, a
menos de cuatro kilómetros del campamento de Quevedo.
El 2 de julio, el jefe del Batallón 18 envió dos pelotones de su fuerza en
misión de abastecimiento a la playa. Esta hubiese sido una buena oportunidad
para golpear al enemigo, pero todavía no contábamos con el personal suficiente
para cerrar el cerco.
Otras dos ocasiones se presentaron al día siguiente, la primera, por la
mañana cuando regresaron a Jigüe los dos pelotones custodiados por otros dos de
la Compañía G-4, que integraba el Batallón 18, y que, como se recordará, había
permanecido en la desembocadura de La Plata; y la segunda, por la tarde, cuando
esta última fuerza volvió a su base en la playa.
Al fin, el enemigo se movió el sábado 5 de julio. Esa mañana salieron del
campamento de Jigüe cuatro pelotones y parte de las armas de apoyo del Batallón
18 -una bazuca y un mortero de 60 milímetros- en dirección a las cabezadas del
río La Plata, a lo largo de su curso superior. Como era de esperar, poco después
chocaron con la emboscada de Paz en El Naranjal.
El combate comenzó exactamente a las 10:20 de la mañana. Desde el día
anterior yo me había movido a la zona de Meriño para organizar el cerco que
planeaba tender a la fuerza enemiga llegada el día 3 a ese lugar. Allí me llegó
un primer aviso de Camilo desde La Plata informándome que escuchaba un fuerte
tiroteo en dirección a la playa, confirmado pocos minutos después por un recado
similar del Che desde Mompié. No fue sino hasta las 2:00 de la tarde cuando
Camilo me comunicó haber recibido un primer mensaje de Paz en el que informaba
que los guardias avanzaron en dos direcciones sobre su posición, y que había
tenido que abrirles fuego antes de que llegaran a las minas colocadas en el
camino.
El Che en la Sierra Maestra
En realidad, ya a esa hora Paz había rechazado el avance de los guardias
después de un intenso combate de más de tres horas de duración. Los pocos más de
30 combatientes rebeldes, parapetados en buenas trincheras, decididos a resistir
y actuando con inteligencia, fueron capaces de frustrar el empuje de más de 150
soldados enemigos, apoyados por un mortero, provistos de parque abundante y bajo
el mando de un jefe habilidoso. Junto a los hombres de Paz combatieron en la
decisiva acción de El Naranjal las escuadras de Hugo del Río, Joel Pardo,
Fernando Chávez y Vivino Teruel, así como el personal de la ametralladora 50
operada por Fidel Vargas.
La importancia del Combate de El Naranjal no estuvo dada por la cantidad de
material ocupado o las bajas sufridas por el enemigo. En cuanto a lo primero,
solamente pudo ocuparse un fusil Springfield, varios cientos de tiros y algunas
granadas de fusil. Las bajas enemigas reconocidas ascendieron a ocho heridos,
aunque Paz afirmó en sus partes haber dado muerte a no menos de cuatro soldados.
Radio Rebelde informó después cinco guardias muertos. Sin embargo, el hecho
tenía la enorme significación de haber liquidado de manera definitiva la amenaza
planteada por la tropa enemiga en su avance desde el Sur. No solo se impidió al
enemigo alcanzar su objetivo y se le rechazó de regreso a su campamento base,
sino que se le propinó un golpe psicológico demoledor, como lo demostraron los
acontecimientos posteriores. Vale la pena citar aquí la valoración realizada por
el propio jefe del Batallón 18, el comandante José Quevedo:
[...] el saldo más doloroso para nuestros
hombres era moral: se notaba la decepción en todos y cada uno de ellos.
Sin comentarios sabíamos, que no era tanto por
el fracaso, sino por el abandono constante de que se veían objeto por parte del
puesto de mando y del alto mando militar. Sabían que para la operación habíamos
pedido apoyo aéreo y no se nos había brindado; sabían de los compañeros heridos,
de que habíamos solicitado un helicóptero para evacuarlos y no se nos había
enviado; sabían por los comentarios de sus compañeros, que los jefes de Bayamo
hablaban de que los prisioneros estaban mal custodiados, y más aún de que
estaban de acuerdo con los custodios, al extremo de que dichos jefes hablaban de
que no se explicaban cómo era posible que hasta el momento no los habíamos
rescatado, y que al salir a cumplir una misión tan “sencilla” se encontraran
ante un enemigo poderoso, que contaba con abundantes armas automáticas,
inclusive hasta con ametralladoras calibre 50.
Está claro que en este análisis omitió una consideración
fundamental: no se trataba tanto de una pretendida superioridad rebelde en armas
y parque -que nunca existió- ni del supuesto abandono del que fueron objeto los
guardias por parte de los altos mandos de la tiranía -que sí existió en
alguna medida-, sino de la evidente calidad moral del guerrillero en relación
con la pobre moral combativa del guardia, por un lado y, por otro, del buen
conocimiento y adecuado aprovechamiento del terreno por nuestros hombres, lo
cual les confería una ventaja adicional de mucha importancia.
El propio Quevedo reconoció que entre los factores que lo hicieron retirarse
de nuevo hacia Jigüe figuró la consideración de que los rebeldes desarrollaban
el combate en el terreno escogido por ellos y en posiciones “inexpugnables”.
Según el jefe del Batallón 18, otros elementos tomados en cuenta fueron la
necesidad de evacuar sus heridos y el peligro de que su retaguardia se viera
envuelta por las fuerzas rebeldes.
Esta última mención es interesante, pues era precisamente lo que yo hubiese
dispuesto si en ese momento contáramos con los hombres suficientes para
hacerlo.
Se recordará que desde el 26 de junio, cuando Fernando Chávez recibió la
misión de preparar la defensa rebelde en el río más abajo de Jigüe, y retirarse
si tuviese que hacerlo hacia el alto de Cahuara, ya estaba concebida por
nosotros la variante de atacar con esa fuerza al enemigo por la retaguardia, en
caso de que los guardias llegados a Jigüe prosiguieran su avance y chocaran con
la emboscada de El Naranjal. Pero después fue necesario llevar a Chávez a ese
punto para reforzar las posiciones de Paz, y quedaron en el alto de Cahuara solo
las escuadras de Podio y Fiallo. Por otro lado, la maniobra era casi imposible
desde el momento en que el enemigo dejó parte de su fuerza en Jigüe, cuidando,
precisamente, su propia retaguardia.
Al día siguiente del Combate de El Naranjal, mi decisión estaba tomada:
concentrar un dispositivo lo bastante numeroso como para poder desarrollar con
todo éxito la operación de cerco y la destrucción de refuerzos que habíamos
concebido. Como parte de la preparación del cerco, mandé a buscar ese día a
Guillermo García, quien con su pelotón estaba posicionado desde antes en el
camino de San Francisco, con el propósito de tapar la entrada al curso superior
del río Yara desde El Cacao o El Verraco. Después de la contención del enemigo
en Santo Domingo, era muy improbable que en esa dirección fuese a surgir una
amenaza de consideración. Guillermo llegó a La Plata el 7 de julio, el mismo día
del Combate de Meriño, y partió hacia la zona de Jigüe el día 8, luego de
recibir detalladas instrucciones mías.
Rebeldes en la cima del pico Turquino, Sierra
Maestra.
Este personal hizo dos cosas al llegar a Jigüe, después de una dura caminata
por el firme de Manacas para rodear el campamento enemigo. La primera fue
explorar toda la zona para conocer en detalle las posiciones que ocupaban los
guardias y las medidas defensivas que habían tomado. La segunda, llenar de
trincheras toda la falda del firme de Manacas, de cara al campamento enemigo, y
la del firme de Cahuara.
Otra medida de reforzamiento del dispositivo rebelde en Jigüe fue el traslado
de la ametralladora 50 de Curuneaux hacia la posición de Paz, quien se había
mantenido en El Naranjal después del combate, en espera de nueva ubicación.
Curuneaux, como se verá en el capítulo siguiente, había participado el día 8 en
el Combate de Meriño.
Yo había decidido ocuparme personalmente de la dirección general de toda la
operación de Jigüe, teniendo en cuenta su carácter complejo y la significación
decisiva que pudiera tener una victoria rebelde contundente en el desenlace, no
solo de la ofensiva enemiga, sino también, en el desarrollo ulterior de toda la
guerra. Esto no quería decir que carecíamos de jefes capaces de hacerlo. No
tenía la menor duda de que Camilo o el Che, por mencionarlos solamente a ellos
dos, tenían capacidad sobrada. Pero a mi juicio, la consideración principal era
que el jefe que dirigiera la operación debía tener la mayor autoridad sobre un
grupo numeroso de capitanes, a quienes durante los próximos días se les exigiría
el máximo, y debían, a su vez, exigir el máximo a sus hombres.
Tal decisión suponía mi traslado físico al teatro de operaciones durante todo
el tiempo que durase la batalla, y mi dedicación casi completa a su
desarrollo. Para ello tenía que resolver el mando de los otros dos sectores del
frente, en cada uno de los cuales todavía estaban planteadas amenazas
concretas.
En el caso del sector de Santo Domingo, la presencia de Sánchez Mosquera
seguía siendo un elemento a tener en cuenta. Yo estaba seguro de que aún el
sanguinario jefe enemigo no había hecho su última movida en el intento de
alcanzar el firme de la Maestra en la zona de La Plata. De enfrentar esa amenaza
quedaría encargado Camilo, a quien de hecho ya había convertido en jefe de todo
el sector desde mi traslado a la operación de Meriño, la noche del 3 de
julio.
En el caso del sector noroccidental, continuaría el Che organizando la
defensa del territorio rebelde en los alrededores de Minas de Frío y las Vegas
de Jibacoa, como lo había estado haciendo generalmente hasta entonces.
Aquí la amenaza estaba planteada, en primer lugar, por la presencia del
fuerte contingente enemigo en San Lorenzo y la posibilidad de que intentara el
asalto al firme de la Maestra en la zona de Minas de Frío; en segundo lugar, por
la continua ocupación de las Vegas de Jibacoa por el Batallón 19 y el peligro de
que esa tropa pudiese forzar el acceso a la Maestra por la zona de Mompié o de
las propias Minas. Sin embargo, contar con estos dos lugartenientes me ofrecía
confianza más que suficiente para poder ocuparme de la operación de Jigüe, y
dejar en sus respectivas manos el cuidado de tan importantes accesos al corazón
del territorio rebelde.
Estábamos convencidos de que la rendición de un batallón completo y la
destrucción de los importantes refuerzos que, sin duda, enviaría el mando
enemigo en auxilio de la tropa sitiada, serían golpes demoledores para la
tiranía, tanto en el orden moral como en el material. Ciertamente, ya habíamos
logrado detener el empuje enemigo y la iniciativa había pasado en la práctica a
nuestras manos. Pero no podía, ni con mucho, decirse en ese momento que la
ofensiva ya había sido derrotada. Lo sería a partir del momento en que el
batallón que pensábamos cercar en Jigüe se rindiera.
Si fuéramos a dividir en etapas los setenta y tantos días que duró la
ofensiva enemiga, tendríamos que señalar un primer momento de desarrollo de
dicha ofensiva, en el que la iniciativa correspondió totalmente al enemigo,
enmarcado entre el 25 de mayo y el 28 de junio, es decir, entre el comienzo de
la operación de la toma de Las Mercedes y el inicio de la primera Batalla de
Santo Domingo, con el Combate de Pueblo Nuevo. A partir de este momento se abrió
una segunda etapa que pudiera caracterizarse como de contención de la ofensiva,
en la cual el enemigo recibió los primeros reveses de consideración, y se le
inmovilizó o impidió avanzar en dos de los tres sectores. La única excepción era
la entrada de los guardias en Meriño, pero el resultado de esa maniobra fue tan
desastroso para el enemigo que la excepción no basta para invalidar la regla.
Esta etapa se prolongó tal vez hasta el 11 de julio, fecha en que comenzó la
Batalla de Jigüe, a partir de la cual se inició la etapa que pudiera denominarse
de contraofensiva rebelde, durante la cual la iniciativa nos perteneció por
entero. Hay también una excepción: la ocupación de Minas de Frío por el enemigo
el 15 de julio, pero tampoco fue suficiente para impedir la caracterización de
este momento.
Concluida con un resultado bastante favorable la operación de Meriño, regresé
de Minas de Frío a Mompié, y en la noche del 9 de julio me trasladé al alto de
Cahuara, encima del campamento enemigo en Jigüe, adonde llegué al amanecer del
día siguiente. Había decidido establecer en este lugar mi puesto de mando
mientras durase la operación contra el Batallón 18 y los refuerzos, lo cual
significaba regresar a la etapa seminómada de la guerrilla, con campamentos en
el monte. No era posible dirigir una operación de esa envergadura por control
remoto, era vital hacerlo desde la misma línea de combate.
Lalo Sardiñas en la Sierra Maestra
Antes de salir de las Minas, me reuní con Lalo Sardiñas y Andrés Cuevas, y
les expliqué en detalle la misión que debían cumplir. En su caso debían formar
en Purialón la línea principal de contención y rechazo de los refuerzos que
vinieran desde la playa en apoyo de la tropa que cercaríamos en Jigüe. A estos
dos capitanes les correspondería la tarea más importante en toda la operación
planificada. El arrojo y la capacidad combativa que habían demostrado en las
semanas anteriores justificaban plenamente la confianza que depositábamos en
ellos y en los hombres bajo sus órdenes directas.
El esquema táctico se completaba con la misión que tendría Ramón Paz, a quien
pensaba darle la tarea de ubicarse también en la zona de Purialón, con el
objetivo de copar por la retaguardia a los refuerzos, una vez que chocaran con
la emboscada de Cuevas y Lalo. La idea sería no solamente detener y rechazar al
refuerzo, sino destruirlo.
La selección de Paz para esta misión era también obvia. Este capitán había
probado, primero en La Caridad y luego en el Combate de El Naranjal, su
inteligencia, iniciativa y decisión, condiciones que lo convertían en el jefe
idóneo para esta parte de la operación, que requería esas cualidades de quien
fuera a ejecutarla.
Para ello era preciso instruir a Paz, quien aún estaba ubicado en El
Naranjal. Por eso, lo primero que hice al llegar al alto de Cahuara, después de
conocer por Podio y Fiallo la situación de las fuerzas enemigas y las posiciones
ocupadas por sus hombres, fue avisar a Paz que iría a verlo para coordinar con
él las ideas del plan, y pedirle que saliera a mi encuentro por el camino del
hospital de Martínez Páez para que me diera tiempo a reunirme con él, y regresar
esa misma noche a Cahuara. Esto último era crucial para mí, ya que el plan debía
comenzar a ejecutarse en la mañana del viernes 11 de julio, y yo quería estar en
mi puesto en ese momento.
Junto con ese aviso, le pedí a Paz que despachara de inmediato, sin esperar
por mi llegada al encuentro con él, la ametralladora 50 de Curuneaux con su
escuadra de apoyo. Esta era otra pieza clave del plan, pues debía formar parte
esencial del dispositivo de cerco de la tropa enemiga acampada en Jigüe. Otros
elementos de ese dispositivo serían, en un primer momento, las escuadras de
Fiallo y Podio, redistribuidas en la falda del firme de Cahuara, inmediatamente
al oeste y noroeste del campamento de los guardias; la pequeña escuadra de
Arturo Pérez, que llevaba varios días posicionada en la subida hacia el alto de
El Pino, al norte de la posición enemiga; y el personal de Hugo del Río que
estaba junto a Paz en El Naranjal, tendrían que ocupar posiciones en un pequeño
firme al nordeste del campamento del Batallón 18, en dirección hacia El
Naranjal. Este sería el personal destinado inicialmente al cerco, que se iría
completando y reforzando en la medida de lo necesario.
Después del mediodía del jueves 10 de julio emprendí la marcha desde el alto
de Cahuara a encontrarme con Paz. El camino se hacía más largo y difícil a causa
del rodeo que era preciso dar por toda la loma de Jigüe para evadir el
campamento enemigo y poder salir al otro lado. Al poco rato de estar caminando
se sintió el ruido característico de la explosión de una de nuestras minas,
relativamente cerca del lugar por donde iba cruzando el pequeño grupo que me
acompañaba, seguido de un breve pero intenso tiroteo. Tomamos de inmediato las
precauciones debidas y esperamos tensos durante los minutos que duraron los
tiros. Al cesar toda actividad enviamos a uno de nuestros compañeros a explorar
los alrededores, y regresó con la noticia de que no se veía nada, entonces
decidimos continuar la marcha.
Cuando nos topamos con el personal de la escuadra de Arturo Pérez supimos la
causa del tiroteo. Resulta que una patrulla enemiga que subía por el firme, en
dirección al alto de El Pino, tropezó por sorpresa con la posición rebelde. El
Vaquerito, que después de haber terminado su trabajo de ayuda a Celia en las
Vegas de Jibacoa había solicitado ser enviado a la línea de combate, y lo
habíamos asignado a esta escuadra, decidió estallar una mina sin grandes
esperanzas de causar daño a los guardias, sino para amedrentarlos y
ahuyentarlos. Se logró hasta cierto punto el efecto, pues el enemigo dio vuelta
y emprendió una veloz carrera loma abajo, mientras que nuestros hombres abrían
fuego indiscriminado y se lanzaban a su vez, en carrera veloz, loma arriba. El
resultado fue una posición delatada, una mina desperdiciada y varias decenas de
balas gastadas inútilmente.
Días después, por los informes de algunos de los guardias capturados, supimos
que no se trataba ni siquiera de una patrulla, sino de tres o cuatro guardias
que salieron a acompañar hasta su casa en el alto de El Pino al práctico de su
tropa, un campesino llamado Isidro Fonseca. Confirmé, entonces, mi apreciación
inicial de que si la posición rebelde hubiese estado debidamente protegida por
la observación, y si se hubiese actuado con serenidad y decisión al producirse
el encuentro sorpresivo, habría sido posible capturar allí a esos guardias, lo
cual significaría la posibilidad de contar con una apreciable fuente de
información sobre la composición y los planes de la fuerza enemiga que nos
proponíamos hostigar a partir del día siguiente. Este incidente cerca del alto
de El Pino fue sobredimensionado en un primer momento. Al producirse el
encuentro con los guardias y antes de mi llegada al lugar,
Arturo Pérez envió un mensaje alarmista e inexacto en el que daba a entender
que un contingente enemigo importante iba subiendo en dirección al alto de El
Pino, y que sus hombres se habían visto obligados a retirarse. De ser cierta
esta noticia, quería decir que los guardias habían intentado un movimiento
sorpresivo destinado a ocupar el estratégico alto de El Pino, que dominaba la
posición del enemigo en Jigüe, o quizás con el fin de rodear la emboscada de El
Naranjal y seguir hacia las cabezadas del río La Plata y el firme de la Maestra.
En cualquiera de los dos casos, la retirada de la escuadra que protegía esa
dirección dejaba abierto el camino al enemigo, y se podía crear una situación
muy peligrosa.
Por suerte llegué al lugar casi inmediatamente después del incidente, y pude
percatarme de que lo informado por Arturo Pérez no obedecía a la realidad. Pero
a este primer mensaje se añadía poco después la información también fantasiosa
de que los guardias no solo habían rebasado la posición rebelde en la subida de
El Pino, sino que, además, habían alcanzado la zona de Mayajigüe, del otro lado
del macizo, con lo cual podrían amenazar la retaguardia de nuestras posiciones
en El Naranjal y la propia zona de La Plata. El Che recibió las dos
informaciones y también se dio cuenta de que no resultaban muy coherentes. No
obstante, de manera preventiva instruyó por teléfono a Camilo en La Plata para
que enviara un refuerzo a cubrir el camino del hospital.
Una vez que nos dimos cuenta sin duda alguna de lo que había ocurrido tomé la
decisión allí mismo de desarmar a Arturo Pérez y entregar el mando de la
escuadra a El Vaquerito, con la indicación de que debía ahora ocupar nuevas
posiciones más cerca aún del campamento enemigo.
El combatiente rebelde Roberto Rodríguez, El
Vaquerito.
A todas estas, ninguno de mis dos lugartenientes principales sabía que yo
estaba al corriente de lo acontecido. Por el contrario, como conocían de mi
proyecto de trasladarme ese día al encuentro con Paz, les preocupó el hecho de
que no estaba ubicado, y que andaba precisamente por la zona donde se decía que
había ocurrido el combate, con el consiguiente riesgo de ser sorprendido por los
mismos guardias que, se suponía, habían asaltado el alto de El Pino. Pero ya, en
las primeras horas de la noche, todo quedó aclarado, y por la madrugada mandé de
vuelta a donde estaba Camilo al refuerzo enviado por él.
Durante esa noche también quedó armada la trama para el comienzo -al día
siguiente- de la operación contra la tropa enemiga de Jigüe. Ya expliqué la
disposición de la línea organizada en Purialón para esperar y rechazar a los
refuerzos que vinieran de la playa, así como las escasas fuerzas rebeldes que se
ocuparían en una primera fase de mantener el hostigamiento sobre los guardias
sitiados. Un grupo de estos hombres avanzaría en la noche sobre las posiciones
enemigas, y se acercaría al campamento lo suficiente como para abrir fuego al
amanecer sobre los guardias.
La intención de esta primera escaramuza sería causar entre el enemigo algunas
bajas, lo que obligaría al jefe del batallón a evacuarlos hacia la playa;
ocasión que aprovecharía Guillermo, quien estaría posicionado sobre el río en
espera de la columna de guardias que bajase desde Jigüe, para asestarles el
primer golpe de consideración.
Así, según el plan, comenzaría la batalla, para la cual todo había quedado
dispuesto en la madrugada del 11 de julio.
Armas utilizadas por el Ejército Rebelde
Pistola ametralladora Beretta M-38
Bazuca M-1 a1
Ametralladora pesada Browning m-1917 a1. Ametralladora
mediana de fabricación norteamericana utilizada a finales de la Primera Guerra
Mundial. Posee un sistema de enfriamiento por agua en su cañón. Incorporó las
municiones 30.06 de Springfield en cintas de 150 cartuchos.
Ametralladora liviana Browning m-1919 a4. Este equipo
introdujo una variación respecto a su antecesora, la M-1917, que se catalogaba
como pesada. El modelo de la M-1919 incorporó el enfriamiento por aire al cañón
y con ello un considerable aligeramiento del peso. Además de sus usos
convencionales en los combates terrestres, fue adaptada por el Ejército de
Batista a las avionetas de reco- nocimiento con la finalidad de ametrallar desde
el aire las posiciones rebeldes.
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