Fidel y Almeida en la Sierra Maestra
Los días 19 y 20 de junio fueron posiblemente los más críticos de toda la
ofensiva. En el transcurso de esas jornadas, como ya hemos relatado en los
capítulos anteriores, las fuerzas enemigas lograron ocupar Santo Domingo y
las Vegas de Jibacoa, bases de operaciones potencialmente muy importantes para
el posterior asalto al reducto rebelde en el firme de la Maestra, y alcanzaron
una penetración profunda en el territorio rebelde desde el Sur después de ser
rechazadas por la pequeña fuerza de Ramón Paz en La Caridad.
Para nosotros, lo peor durante los dos días, como también hemos visto, fue,
por una parte, la convicción de que al menos en uno de esos frentes -el de las
Vegas- la resistencia no había sido todo lo eficaz y decidida que hubiese hecho
falta, y, por la otra, la incertidumbre ante la carencia de informaciones
precisas de lo que estaba ocurriendo en el Sur. Pero, incluso, ante esta
realidad, que me provocaba, como es de suponer, profunda inquietud, hice un
esfuerzo por evaluar serenamente la nueva situación creada y tomar una serie de
medidas con el fin de aplicar el plan previsto para una eventualidad de este
tipo.
Incluso, en este momento en que el enemigo llevaba la iniciativa táctica,
nuestros planes no contemplaban simplemente la defensa escalonada del territorio
rebelde. En una guerra clásica, pudiera suponerse que en una coyuntura así lo
que procedía era aplicar a plenitud las ideas y estrategias concebidas según las
características del terreno y la disponibilidad de fuerzas propias.
En efecto, una de las líneas dominantes en mis razonamientos estratégicos,
desde el comienzo mismo de la ofensiva enemiga, era el aprovechamiento del
terreno. Específicamente, el empleo en beneficio de nuestros planes de la
topografía característica de la Sierra Maestra, matizada por valles o
depresiones rodeadas de alturas. En la práctica, no me preocupaba mucho que
alguna de las unidades enemigas lograra penetrar en el territorio donde se había
concentrado la defensa rebelde, siempre que la unidad cayera en uno de esos
valles o depresiones. En realidad, no podía dejar de hacerlo, ya que en los
valles de la Sierra es donde se encuentran dos de los elementos más importantes
para el sostenimiento de un contingente relativamente numeroso de tropas, a
saber, el agua y las vías de comunicación más expeditas, que, aun cuando
discurren en parte de su recorrido por los firmes de la montaña, tienden a
buscar el curso de los ríos o arroyos que de manera invariable corren por el
fondo de esas depresiones.
El combatiente rebelde Braulio Curuneaux, experto
tirador de la ametralladora calibre 50.
Una tropa estacionada en un valle de la Sierra Maestra era blanco propicio
para el establecimiento de un cerco a lo largo de las alturas circundantes. Con
una ubicación así -y teniendo en cuenta que un asalto frontal a una altura
es siempre, en todo tipo de guerra, una de las operaciones más difíciles, y más
aún dadas las características montuosas de la mayor parte de las laderas de la
Sierra en aquel momento- la tropa sitiada tenía tanto en teoría como en la
práctica pocas posibilidades de salir de la situación en que se encontrara si no
contaba con apoyo exterior; en otras palabras, si no disponía de refuerzos que
acudieran a romper el cerco desde fuera y ayudar a salir a la tropa cercada.
Como operación militar, el cerco suele ser de carácter netamente ofensivo. Su
intención, por lo general, es lograr la rendición de la tropa sitiada por
hambre, o buscar el agotamiento de sus recursos defensivos mediante acciones de
desgaste, con el fin de poder lanzar al final un asalto a la posición cercada,
en caso que fuese necesario. Pero puede darse otro tipo de cerco, cuyo objetivo
sea solo contener cualquier movimiento ofensivo de la tropa asediada. Este
último da al cerco, más que un carácter ofensivo, uno contraofensivo.
La operación que yo tenía en mente, como primera fase de la respuesta a la
amenaza planteada por la tropa enemiga que logró penetrar en Santo Domingo el 19
de junio, pudiera ser caracterizada como una combinación de estos dos tipos de
cerco.
Desde el día anterior, cuando llegué a la conclusión realista de que no iba a
ser posible impedir la entrada del enemigo en ese lugar, en mi mente comenzó a
conformarse el plan de establecer eventualmente el cerco a la tropa. Pero no
vaya a pensarse que, en ese momento, el objetivo principal a que aspiraba era,
como instancia inmediata, la captura de la fuerza enemiga que iba a ser cercada,
lo cual solo podría lograrse mediante un asalto frontal. Era obvio que a esas
alturas la correlación de fuerzas no nos permitía emprender una acción de tal
naturaleza, que, por otra parte, podría provocar un número considerable de bajas
en nuestras filas. El enemigo mantenía aún la iniciativa y sus tropas se
encontraban más o menos intactas, avanzaba de manera simultánea desde tres
direcciones. Nosotros no estábamos en condiciones de concentrar en una
operación, por un tiempo relativamente prolongado, la cantidad de fuerzas
necesarias para establecer una correlación local adecuada. Eso significaría
debilitar demasiado las líneas defensivas opuestas a las otras direcciones de
ataque del enemigo, lo cual podría traer consecuencias desastrosas.
El Che en la Sierra Maestra
El cerco que tenía en mente, en esta primera fase, era fundamentalmente de
contención. No había sido posible evitar la penetración en el territorio
rebelde. Lo que cabía hacer ahora era no dejar a esa fuerza enemiga dar un paso
más, ni adelante ni atrás. En otras palabras, para utilizar la expresión que yo
mismo empleé en el mensaje al Che del 18 de junio, ya citado, de lo que se
trataba era de “embotellar” al enemigo. O como le escribí a Suñol ese mismo día,
antes de la ocupación de Santo Domingo por los guardias:
Caso que los soldados bajen por el Cacao y
logren entrar en S. D. [Santo Domingo] después de combatir con Paco [Cabrera
Pupo], entonces no los vamos a dejar seguir ni para abajo ni para arriba ni para
adentro de la Sierra, no quedándoles otro camino que regresar por donde han
venido si [no] es que se lo tapamos también, cosa que no resultaría muy fácil
porque ese firme [el alto de El Cacao] está completamente pelado.
No obstante, ese cerco podría desempeñar también un papel ofensivo en la
medida en que fuera capaz de desgastar y desmoralizar al enemigo atrapado en
Santo Domingo, así como, preparar los medios necesarios para golpear o destruir
los refuerzos enviados en su auxilio. De esa manera, tal vez crearían
condiciones propicias para, en una segunda instancia, lograr la rendición de la
tropa sitiada.
En primer plano, de derecha a izquierda, el teniente
Eddy Suñol y el combatiente Fidel Vargas, entre otros rebeldes.
La fluida situación táctica que se produjo el día 19 me obligó a variar
provisionalmente este plan, al menos en lo que se refería al cierre del camino
del río Yara, aguas abajo de Santo Domingo, para el que había pensado utilizar
la pequeña fuerza de Félix Duque, y ya había dado las órdenes pertinentes. No
podía pensarse por el momento en la ocupación del alto de El Cacao, aparte del
hecho de que estuviera “completamente pelado”, mientras existiese aún alguna
tropa enemiga considerable en la zona de El Verraco. Cualquier fuerza rebelde
estacionada en aquel alto quedaría entre tres fuegos: por delante desde Santo
Domingo, por detrás desde la dirección de El Verraco y El Cacao, y por arriba
desde el aire, en un firme donde no había posibilidad de encubrimiento contra un
ataque de la aviación.
Por estas razones, el plan de cercar a la tropa de Santo Domingo no se
ejecutó en su totalidad desde los primeros momentos. Como ya mencioné, la vía
del río quedó descubierta, y lo seguiría estando en los días siguientes por la
necesidad prioritaria de cerrar todos los accesos al firme de la Maestra al
oeste de Gamboa. El alto de El Cacao sería ocupado de nuevo el 29 de junio,
después de que el resto de la tropa enemiga ubicada del otro lado cruzara y se
incorporara a la de Santo Domingo.
En su lugar, lo que se estableció de inmediato fue una línea defensiva de
contención que abarcaba las direcciones por las que no se podía permitir de
ninguna manera un avance ulterior del enemigo. Estas dos direcciones fueron, por
supuesto, la del curso superior del río Yara y la del firme de El Naranjo, que
conducían de manera más o menos directa a una penetración a fondo en el
“territorio básico” rebelde.
En cuanto al firme de El Naranjo, la misión de impedir todo avance ulterior
correspondía, en un primer momento, a la misma tropita de Paco Cabrera Pupo que
combatió en La Manteca, a la que se había incorporado el grupo a las órdenes de
Huber Matos, reforzada ahora por el de Geonel Rodríguez, llegado inmediatamente
después de ese combate. Pero en los días subsiguientes a la entrada del enemigo
en Santo Domingo fui fortaleciendo de manera progresiva esta línea con la
incorporación de nuevas fuerzas extraídas de otras zonas de operaciones.
El capitán Geonel Rodríguez, colaborador del Che en El
Cubano Libre, según Fidel: “combatiente modesto y valeroso”.
Como parte de este reforzamiento defensivo en el área del alto de El Naranjo,
alrededor del día 22, ubiqué personalmente a la escuadra de Dunney Pérez Álamo,
que había estado en la playa de La Plata como parte de las fuerzas de Pedro
Miret y a la que había ordenado permanecer en la zona de la Comandancia de La
Plata después de su retirada en ocasión del desembarco de la Compañía G-4 en ese
lugar el día 20. Las nuevas posiciones de este personal serían en la bajada de
El Naranjo, del otro lado, y muy cerca del firme de La Plata, en el punto donde
entroncaban el camino de El Naranjo con el de Los Mogos. La gente de Álamo debía
cubrir cualquiera de esas dos direcciones en caso necesario. Este grupo, de unos
20 hombres, también permanecería por el momento en condición de reserva para ser
utilizado según las circunstancias y, posteriormente, formaría parte del cerco
en Santo Domingo.
Mandé también a buscar una escuadra perteneciente a las fuerzas de Camilo, la
cual fue separada del resto de esa tropa y quedó en la zona de Agualrevés con
Ramiro; la ubiqué cerca y a la izquierda de la posición de Lalo Sardiñas, al
comienzo del firme de Los Mogos. Esta escuadra, de unos seis o siete hombres,
estaba al mando de Zenén Meriño.
Camilo Cienfuegos
El día 26 envié también al firme de El Naranjo a nuestra principal arma
pesada, la “artillería”: la escuadra de la ametralladora calibre 50 al mando de
Braulio Curuneaux. En los días finales del mes de junio situé al pelotón de René
Ramos Latour, Daniel -quien había llegado el día 23 a La Plata al frente de un
grupo de refuerzo procedente de Santiago de Cuba-, más o menos a mitad de
distancia entre esas posiciones y el alto de la Maestra, como segundo escalón de
reserva que entraría en acción en caso necesario. Esta relativa concentración de
fuerzas demuestra la importancia concedida a la defensa de la subida de El
Naranjo, la vía más directa para el asalto al firme de la Maestra en las
cercanías de La Plata.
Todas las escuadras de la primera línea de contención hubieran estado
subordinadas a Paco Cabrera Pupo, salvo el grupito de Zenén Meriño, que por su
ubicación se subordinaría al mando de Lalo Sardiñas en Pueblo Nuevo. Pero,
precisamente por estos días, Paco Cabrera Pupo enfermó, con un dolor apendicular
agudo en el costado derecho, y tuvo que retirarse; como consecuencia de esto, no
pudo asumir funciones de combatiente durante el resto de la ofensiva. En
ausencia de Paco, no me quedó otra alternativa que confiar el mando general de
esta línea a Huber Matos.
El día 20, el grupo de Paco Cabrera Pupo se había trasladado al otro lado del
arroyo de El Naranjo, y ocupado posiciones en el camino que sube por el arroyo,
un poco más arriba de la casa de Clemente Verdecia, la misma que había servido
hasta pocos días atrás de taller de confección de bombas y reparación de armas.
En ese lugar se podía hacer resistencia tanto en el caso de que los guardias
intentaran subir por el arroyo para ocupar El Naranjo, como en el de que tomaran
hacia el firme, pues ese camino salía unos 100 metros detrás de la posición
ocupada por Paco.
El comandante Raúl Castro Ruz porta una ametralladora Thompson.
Fue de allí de donde Paco Cabrera Pupo se tuvo que retirar el día 22 ó 23
hacia La Plata. Durante esos dos o tres días, el enemigo no intentó entrar por
El Naranjo. Se limitó a hacer algunas exploraciones por las faldas de los
estribos que caen sobre la margen izquierda del Yara, a los lados del arroyo de
El Naranjo.
El comandante Raúl Castro Ruz porta una ametralladora
Thompson.
Después que Huber Matos asumió el mando, di la orden de dividir el grupo en
tres. Una pequeña escuadra de cuatro o cinco hombres, al mando de Paco Cabrera
González, ocupó dos trincheras existentes en el punto donde el camino que subía
al firme de El Naranjo entraba en el monte y comenzaba a ascender, después de
dejar atrás las primeras casas de El Naranjo y un tramo de potrero. La escuadra
de Geonel Rodríguez se ubicó en el mismo alto de la loma de Sabicú, a la
izquierda del camino. Huber Matos, por su parte, se instaló con el resto del
personal en otras trincheras en un punto intermedio de la subida al firme, en
pleno monte de la falda de Sabicú.
La idea de esta distribución era cubrir dos de las posibilidades de avance de
los guardias, en caso de que intentaran subir al firme de El Naranjo, a saber,
por el camino -faldeando la loma de Sabicú- o de frente, a monte traviesa, para
ganar directamente el alto de Sabicú. En cada caso chocarían con los grupos de
abajo y de arriba, respectivamente, mientras que la función del grupo intermedio
de Huber Matos era reforzar arriba o abajo, donde hiciera falta. La escuadra de
Geonel, además, debía prevenir la posibilidad de que el enemigo intentara ganar
el firme por la falda opuesta a El Naranjo, esto es, por la ladera del arroyo de
Los Mogos.
Muchos de nuestros combatientes, a quienes correspondió ocupar posiciones en
esta línea, encontraron sus trincheras ya hechas. Esta falda del firme de El
Naranjo, por su proximidad a las instalaciones de la Comandancia de La Plata,
había sido uno de los lugares donde trabajamos con más intensidad en la
preparación del terreno, con vistas a la defensa del corazón de nuestro
territorio.
Fidel y el Che durante los primeros meses de la guerra
revolucionaria en la Sierra Maestra, 1957.
Colateral al firme de El Naranjo estaba el estribo del firme de Gamboa, que
muere en el río Yara frente a Santo Domingo, allí donde se había situado primero
Paco Cabrera Pupo inmediatamente después del Combate de La Manteca. Al pasar
Paco al estribo de El Naranjo, envié a Félix Duque a cubrir esta otra importante
vía de posible acceso al alto de la Maestra por esta zona. La escuadra de Duque,
que en ese momento contaba con no más de 10 hombres, se ubicó muy cerca de la
mitad del camino entre el río Yara y el alto de la Maestra.
Otra entrada a la propia Maestra que podía ser utilizada por los guardias era
la vía de los lugares conocidos como El Cristo y El Toro, por donde se accedía
al firme de la llamada tiendecita de la Maestra, ubicada en la zona de Jiménez,
entre La Plata y Mompié. Este acceso fue cubierto de inmediato por la escuadra
de Eddy Suñol, cuyas posiciones en Providencia carecían de sentido después de la
entrada del enemigo en Santo Domingo.
En lo que respecta a la segunda vía principal, la de río arriba, desde el 18
de junio, cuando recibí las primeras informaciones no confirmadas -que
resultaron inciertas- de que el enemigo ya había penetrado en Santo Domingo, le
ordené a Lalo Sardiñas que bajara con sus hombres por La Jeringa y se situara lo
más cerca posible de los guardias por el camino del río. Los hombres de Lalo
realizaron a marcha forzada, esa misma noche, la difícil y agotadora caminata
por Loma Azul, y llegaron al río Yara, a la altura de la finca de Gustavo Sierra
en Santana, al amanecer del 19, casi al mismo tiempo en que comenzaban los tiros
en La Manteca. Al día siguiente, ya habían tomado posiciones en la zona de
Pueblo Nuevo, a poco menos de dos kilómetros aguas arriba de la casa de Lucas
Castillo en Santo Domingo, donde Sánchez Mosquera instaló su puesto de
mando.
Cualquier tropa estacionada en Santo Domingo tenía cuatro rutas posibles en
caso de que su intención fuese penetrar más profundamente en el territorio
rebelde. Tres de ellas conducían de forma directa al firme de la Maestra. La más
occidental era la que subía por todo el estribo de Gamboa, cuyo acceso estaba
cubierto por Duque. La seguía hacia el Este, la vía que tomaba por el arroyo de
El Naranjo y la falda de la loma de Sabicú hasta el firme de El Naranjo, y a lo
largo de este hasta el alto de la Maestra, muy cerca de la Comandancia de La
Plata y de las instalaciones de Radio Rebelde. La tercera de estas rutas era un
sendero que salía de Pueblo Nuevo, más allá del arroyo de Los Mogos, y
entroncaba con el camino de El Naranjo cerca del firme de la Maestra. La unión
de estas dos vías era la posición defendida por Álamo. Por último, la cuarta
ruta probable era seguir aguas arriba por el camino del río Yara, con intención
después de desviarse a la derecha hacia el firme, bien por el camino que subía
por Santana o bien por La Jeringa, a ganar la Maestra cerca del alto de Palma
Mocha. La ruta de Gamboa llevaría al enemigo al oeste de la Comandancia; y las
de Santana o Palma Mocha, al este. Conducían directamente a la zona de la
Comandancia los caminos de El Naranjo y de Los Mogos, que se unían, como se ha
dicho, muy cerca del firme.
De pie, de izquierda a derecha, los combatientes
rebeldes: Ignacio Leal Díaz, Ciro Redondo y Camilo Cienfuegos; sentados sobre
unas piedras: Marcelo Fernández Font y el Comandante Fidel
Castro.
La posición que le ordené tomar a Lalo Sardiñas a la altura de Pueblo Nuevo
tenía precisamente como objetivo cubrir, tanto la eventual subida de la tropa
enemiga río arriba, como la posibilidad de un intento de ascender por el camino
de Los Mogos. En un mensaje que le envié al amanecer del día 21, le di
instrucciones expresas a Lalo para que se posicionara más abajo del sendero de
Los Mogos, que sería, además, su vía de retirada en caso necesario, y le
advertí:
Es preciso combatir duro. Cada pedazo de
terreno que se retroceda tiene que ser después de haberlo defendido duramente.
Cuando estés ya en el trillo que sube a la Maestra tienes que parapetarte y no
dejarlos pasar.
A toda costa había que impedir que el enemigo alcanzara el firme de la
Maestra, del cual aparentemente lo separaba solo un paso. Yo estaba convencido
de haber evaluado de un modo certero las intenciones enemigas, y estaba
dispuesto a hacerle pagar bien caro ese paso. Se trata, quizás, del momento más
crítico, en el orden táctico, de toda la ofensiva. No obstante, se mantenía
inalterable mi confianza en la capacidad defensiva de las fuerzas rebeldes en
esa zona. Al Che le informo el propio día 20:
La situación aquí ha mejorado algo pero sigue
todavía imprecisa.
La tropa de la casa de Lucas no se ha movido
un metro hacia arriba o hacia Naranjo donde están nuestras emboscadas
prácticamente dobles [...]. Lalo está ya en Santo Domingo cuidando el camino por
ese lado [...].
Lalo, en definitiva, temiendo que en caso de un encuentro los guardias
pudieran alcanzar una altura en la margen derecha del río desde la cual podrían
batir o envolver la emboscada rebelde, ocupó una posición aproximadamente 200
metros más atrás de la indicada, pero todavía delante del camino de Los Mogos.
Allí había distribuido los 23 hombres de su tropa a los lados del río y del
camino, entre los cafetales cercanos a la casa del colaborador campesino Mario
Maguera. De este lugar a la casa de Lucas Castillo, donde tenía instalado
Sánchez Mosquera su puesto de mando, había unos 1 200 metros por el río.
En aquel momento, el pelotón de Lalo Sardiñas contaba apenas con 11 armas, de
las cuales unas siete se podían considerar más o menos efectivas. Las demás eran
escopetas y mosquetones Máuser. En cuanto a parque, las armas más provistas
disponían de entre 60 y 80 tiros. Uno de los fusiles contaba tan solo con ocho
tiros. El aspecto general de esta pequeña tropa, mal vestida y peor calzada,
provocó que muchos combatientes rebeldes se refirieran a ella como “los
descamisados”. Por otra parte, aunque ya en ese momento la situación había
mejorado considerablemente gracias a la ayuda del propio Mario Maguera y, sobre
todo, de Feliciano Rivero -un haitiano cuyo chalé estaba construido sobre la
margen izquierda del río, unos 600 metros más atrás de la emboscada-, las largas
semanas que permanecieron en la zona de Los Lirios habían sido difíciles para
ellos en cuanto a la alimentación.
Dentro de la disposición operativa prevista en el plan de operaciones del
Ejército, la fuerza de choque al mando del teniente coronel Sánchez Mosquera
estaría compuesta por su batallón -el número 11- y por el Batallón 22, a las
órdenes directas del comandante Eugenio Menéndez. Esta segunda unidad tendría en
un inicio la misión de marchar a la zaga de la otra, para asegurar su
retaguardia y sus líneas de abastecimiento. Después del 12 de junio, al
producirse el cambio de dirección en el avance del Batallón 11, la otra
unidad varió también la ruta de su marcha y siguió la misma que tomó Sánchez
Mosquera. Entre los dos batallones se mantenía siempre una distancia aproximada,
equivalente a dos días de marcha.
El 19 de junio, el Batallón 22 se encontraba en El Verraco. Recibí la
confirmación de esta noticia en un mensaje que me envío Lalo Sardiñas al
llegar a La Jeringa, donde me informaba con bastante precisión que se trataba de
una tropa de 300 hombres. El propio día 19, Almeida también me comunicó sobre la
presencia de esta tropa en El Verraco y apreció, erróneamente, que se movía en
dirección a Estrada Palma.
Esta situación fue motivo de inquietud para nosotros durante los días
críticos del 19 y el 20 de junio. A Lalo le ordené que dejara algunos hombres en
el alto de San Francisco, para prever la posibilidad de que esta fuerza enemiga
intentara el cruce hacia el río Yara por una ruta paralela a la de Sánchez
Mosquera, pero mucho más al Este, con lo cual caería a la retaguardia de la
posición que le había ordenado ocupar al propio Lalo en Pueblo Nuevo y crearía
una situación sumamente complicada. El 20 de junio le comuniqué esta
preocupación al Che. En el mensaje que le mandé califico la probabilidad de ese
movimiento como un “factor nuevo que puede presentarse” y que alteraría otra vez
mi plan. Y al día siguiente, en otro mensaje a Paz, que estaba en el frente sur,
volví sobre el mismo tema:
Por el momento no hay peligro de que suba
tropa desde Santo Domingo hacia la Maestra por el camino de Palma Mocha [el de
Santana], pues la tropa enemiga que llegó a Santo Domingo la tenemos medio
embotellada en casa de Lucas [Castillo], pero ese peligro puede surgir si del
Verraco o del Cacao, entran tropas por San Francisco o la Jeringa hacia los
cabezos del río Yara, Santo Domingo arriba.
Cuando esa situación se presente confío resolverla si Cuevas acaba de
aparecer con su pelotón y los reclutas que llevó. Ni qué decir tiene que si
además llega Camilo entonces vamos a abusar de los guardias.
En realidad, como quedará demostrado por los hechos, mi apreciación acerca
del punto de destino de esta fuerza era correcta. Lo que varió fue la ruta
escogida.
Apenas se resiste la tentación de especular lo que hubiera ocurrido si el
Batallón 22 hubiese intentado hacer el cruce hacia el río Yara por el alto de
San Francisco. Tal vez no lo hicieron porque el mando enemigo consideró que esa
vía estaba muy defendida, cuando lo cierto era que en ese momento no había nadie
cuidando el camino de San Francisco. Lalo no recuerda haber dejado personal en
aquel momento en esa posición.
El 21 de junio, Guillermo García, quien había venido siguiendo una ruta
paralela al enemigo por los firmes desde que se produjo el cambio de dirección,
estaba por la zona de Agualrevés y La Jeringa, e informó que la tropa se
encontraba a la altura de Rancho Claro. Con la llegada del capitán Guillermo a
esta zona se aliviaba un tanto la amenaza táctica, pues los combatientes de que
disponía podían ofrecer una primera resistencia efectiva en caso de que el
enemigo intentara el cruce hacia el río Yara.
Teniendo en cuenta la situación planteada por estas dos fuerzas enemigas, y
previendo además el cerco que yo pensaba tender alrededor de Santo Domingo, le
había ordenado a Andrés Cuevas que se posicionara en la zona de Rascacielo, a
poco más de un kilómetro al este del firme de La Plata. Cuevas llegó a ese lugar
el día 22. Desde allí podía actuar como reserva, en cualquiera de las dos
direcciones en que su presencia como refuerzo fuese necesaria, ya que estaba más
o menos equidistante de Santo Domingo y de La Jeringa. Los hombres de Cuevas
llegaron a Rascacielo después de otra fatigosa jornada desde el alto de La
Caridad. La situación material de esta tropa rebelde era bastante difícil. Como
se recordará, habían perdido sus mochilas en La Caridad, capturadas por los
soldados del comandante Quevedo, el 19 de junio. Cuevas me escribió el día
23:
[...] lo que necesitamos es que nos mande algo
con que abrigarnos, que anoche 9 hombres no pudimos dormir porque hace aquí
mucho frío y no tenemos nada, y sobre los zapatos Ud. sabe que con las caminas
que hemos dado habemos unos cuantos que están descalzos. De mercancías tenemos
un hombre que nos sirve viandas, nos hace falta sal y si no un poco de carne
salada de la de Yeyo [Gello Argelís] que esa nos sirve y también unos
frijoles.
A despecho de estas penurias, la disposición
combativa del bravo capitán rebelde y sus hombres no había decaído: “[...] este
es un buen lugar para esperar los soldados”, me decía Cuevas en el mismo
mensaje.
Salvo pequeñas patrullas de exploración que enviaba a corta distancia de su
campamento, Sánchez Mosquera no realizó ningún movimiento durante varios días
después de su entrada en Santo Domingo. Todo parecía indicar que, de acuerdo con
un plan preconcebido, estaba esperando la llegada del segundo batallón, que
componía su fuerza de asalto, antes de dar el siguiente paso.
Pero no todo era tiempo perdido para este teniente coronel que había ganado
sus estrellas asesinando campesinos. Ante la inminencia de la llegada de los
guardias, Lucas Castillo había abandonado su casa, junto con toda su familia, y
se había refugiado en el monte. Sánchez Mosquera le envió un recado con una de
sus hijas: “Dile al viejo que regrese a su casa, que cómo va a estar pasando
trabajo en el monte, que no tiene nada que temer”.
Lucas Castillo, ingenuamente, confió en esa palabra y se presentó a los pocos
días. Los detalles de lo que ocurrió después nadie puede testimoniarlos a
ciencia cierta. El caso es que tras la presurosa retirada de Sánchez Mosquera a
finales de julio, el cadáver de Lucas Castillo, baleado y bayoneteado, apareció
en una de las decenas de tumbas cavadas en el cafetal contiguo a su propia casa,
que sirvió de improvisado cementerio para las múltiples bajas y víctimas
inocentes de los guardias. Junto con el anciano, fueron masacrados otros cuatro
campesinos, dos de ellos miembros de su familia, con los que el oficial asesino
quiso saciar su vesania o vengar cobardemente su impotencia.
Estos días de inactividad en Santo Domingo coincidieron, en otros frentes,
con el desembarco del grueso del Batallón 18 en la boca de La Plata, y el inicio
de la penetración de esa fuerza enemiga a lo largo de todo el río desde el Sur.
Sin embargo, no será sino hasta el día 26 por la noche cuando llegarán las
tropas de Quevedo a Jigüe y establecerán campamento en ese lugar. En cuanto al
sector noroeste, después de la ocupación de las Vegas de Jibacoa el día 20, las
fuerzas enemigas no habían realizado ningún otro movimiento de
significación.
Por tanto, en los días inmediatamente posteriores al 20 de junio, el peligro
principal, en el orden táctico, estaba planteado por las fuerzas enemigas
ubicadas en Santo Domingo, las que habían penetrado más a fondo y se
encontraban, al parecer, a un paso del corazón del territorio rebelde.
El 24 de junio, cinco días después de la llegada de Sánchez Mosquera a Santo
Domingo, ocurrió un hecho al parecer intrascendente, pero que ejerció una
influencia considerable en los acontecimientos posteriores.
A media mañana de ese día, una patrullita de tres guardias a caballo se
acercó por el río hasta el arroyo de Los Mogos, y comenzó a subir por la margen
izquierda. Al parecer, más que con ánimo de explorar, se habían aventurado hasta
allí, a un kilómetro de las últimas líneas del perímetro del campamento enemigo
en Santo Domingo, en busca de unas reses y unos mulos que, según noticias
recibidas, andaban sueltos por la zona. Este ganado significaba comida para el
campamento, donde nunca venía mal un suplemento alimentario, que se sustraía de
la población campesina y de los rebeldes. Los tres guardias avanzaban confiados;
los fusiles amarrados en las monturas. Evidentemente, no tenían información
sobre la existencia de rebeldes en ese lugar, o no creían probable que
estuvieran tan cerca del campamento enemigo.
Los hombres de Lalo Sardiñas estaban en sus posiciones a lo largo de la
carrera de Júpiter que sube por el lomo del estribo. Llevaban cuatro días allí,
esperando en cualquier momento ver la aparición del batallón completo acampado
en Santo Domingo. Al ver acercarse a los soldados a caballo, uno de los
combatientes de Lalo disparó su arma. Otros rebeldes creyeron que era la señal
para abrir fuego y comenzaron también a disparar.
Los tres guardias, sorprendidos y asustados, viraron grupas y trataron de
escapar. Una de las bestias cayó herida, pero el jinete saltó a tiempo, agarró
su fusil y siguió corriendo loma abajo junto a sus dos compañeros, hasta que se
perdieron en el monte de la orilla del río.
Todavía sonaban disparos cuando a lo largo de la fila rebelde se corrió la
voz de retirada. Al parecer, en la confusión general, alguien creyó que Lalo
había dado la orden. Los combatientes comenzaron a ascender por el arroyo de Los
Mogos y se reunieron en la casa del campesino Nando Alba. Allí les llegó por la
tarde mi orden de que subieran todos a La Plata.
Yo recibí las primeras informaciones sobre este tiroteo apenas dos horas
después. La primera versión que llegó a La Plata estaba magnificada. A tal punto
era así, que a las 11:15 de la mañana del día 24, en un mensaje a Paz, le
escribí:
Ya le hemos dado otro combate a los guardias,
en el mismo Santo Domingo, en casa de Mario [Maguera] y tuvieron que retroceder
de nuevo a casa de Lucas. No hemos abandonado el río.
Sin embargo, poco después, el incidente fue cobrando su verdadera dimensión.
Me fui enterando de que se trató de unos tiros desorganizados a una patrulla de
tres guardias a caballo, que se gastaron balas y no se ocuparon armas ni parque.
Se delató, pues, una posición sin obtener nada a cambio. Pero me enteré, además,
de que el grupo rebelde se había retirado sin justificación, a pesar de mis
constantes exhortaciones, en el sentido de que cada pulgada de terreno tenía que
ser defendida con las uñas y los dientes, y no podía ser cedida más que cuando
no quedara otro remedio. El incidente podía echar a perder el plan de cerco que
ya en ese momento estaba elaborando. No era, por cierto, de buen humor como
mandé buscar a Lalo y a sus hombres.
Fidel en la Sierra Maestra
Supe después que en la Sierra fueron siempre famosos y temidos mis disgustos
ante cualquier manifestación de incompetencia, indisciplina o negligencia.
Supongo que ya se sabía que yo no me mordía la lengua cuando tenía delante al
responsable, aunque, por lo general, media hora después estaba bromeando con él
o -como se dice- suavizando un poco el regaño. Quería hacerlos pensar, hurgar en
su vergüenza, no herirlos; todos eran absolutamente voluntarios y sus
sacrificios eran grandes. En este caso, me consta que los que recibieron mi
reprimenda aquella vez todavía se estremecen al recordarlo. Debe ser que estaba
tan molesto con lo ocurrido que fui particularmente duro.
No recuerdo de manera exacta todo lo que les dije a los miembros del pelotón
de Lalo. Me parece que de lo que menos los acusé fue de ser unos comevacas, un
calificativo muy duro entre los combatientes. Estuve a punto de pasarle las
armas a otros ansiosos por luchar, lo cual constituía el más duro castigo que
podía aplicarse. Pero les manifesté que tendrían que regresar a la misma
posición, y que no podían dejar pasar por allí al enemigo, vinieran cuantos
vinieran; que tenían que fortificar sus posiciones, y que no podían dar un paso
atrás; si los guardias lograban romper la defensa por ese lugar sería porque ya
no quedaría uno solo de ellos; al que subiera en retirada lo estaría esperando
yo con una calibre 50 en el alto. Nunca le hablé así a nadie. ¡Qué trabajo me
costó enviarlos otra vez a aquel punto crítico!
Esperaba a los hombres de Cuevas para darles la tarea, pero no habían llegado
todavía.
A algunos de los combatientes del grupo de Lalo se les llenaron los ojos de
lágrimas de coraje y vergüenza. Otros argumentaron que habían recibido la orden
de retirada, pero que estaban dispuestos a volver a la posición. Al poco rato,
después de haberme calmado un poco, les di algunas balas y dos minas, y los
mandé de regreso.
Los acontecimientos posteriores parecen indicar que el tremendo regaño mío
cumplió su papel. Por lo visto, mis palabras calaron hondo en el amor propio de
aquellos rebeldes. Los combatientes del pequeño grupo de Lalo Sardiñas
regresaron a ocupar sus posiciones dispuestos, en efecto, a morir todos antes
que dar un solo paso atrás.
Algunos de ellos, incluso, según supe después, hicieron un secreto juramento
colectivo de que la próxima vez no habría retirada, aunque la orden fuese
dada.
Lalo no ocupó exactamente la misma posición. Esta vez situó a sus hombres
cerrando el camino del río, a los dos lados, unos 350 metros más atrás. En el
propio cauce del río, donde el camino cae al agua desde la margen derecha en uno
de los innumerables pasos de su serpenteante recorrido, se distribuyeron entre
las piedras Lalo y la mayor parte de sus hombres. Otros se ubicaron entre las
sombras y los troncos del umbroso cafetal de la margen izquierda. Del otro lado,
en el cafetal de la margen derecha, un tercer grupo cerró la U de la emboscada.
Pocos metros más atrás de nuestra línea, asciende hacia el firme de Los Mogos el
camino que entronca arriba con el del firme de El Naranjo.
En el firmecito de la carrera de Júpiter, de la parte izquierda del arroyo,
se ubicó la escuadra de siete hombres al mando de Zenén Meriño, que pertenecía a
la tropa de Camilo. La escuadra había aparecido días antes por la zona de
Agualrevés, y Ramiro me la había enviado a La Plata. Era parte del reforzamiento
de la zona que yo había solicitado y Camilo mandó por delante. Di instrucciones
de ubicarla en un trillo que subía a la Comandancia.
Al otro lado del río, a la altura de la casa del campesino Benito García, los
combatientes de Lalo Sardiñas colocaron una de las minas, cuyo funcionamiento
estaría a cargo de Joaquín La Rosa, desde el cafetal de la izquierda. La
emboscada, así conformada en Pueblo Nuevo, resultaba una trampa mortífera.
Como ya expliqué, a los pocos días de la llegada de los guardias a Santo
Domingo comenzamos a ejecutar el plan de cerco de esa tropa. Decidí aplicar la
táctica de encerrar y hostilizar al enemigo en su campamento, con el fin de
provocar el envío de refuerzos desde fuera o un intento de ruptura del cerco
desde dentro. En cualquiera de los dos casos el enemigo sería sorprendido en
movimiento por las emboscadas convenientemente situadas en todas las vías de
acceso o retirada.
Esta era, por supuesto, la táctica que habíamos ido aplicando y
perfeccionando durante la guerra y que terminaríamos de perfilar en todos sus
detalles en la lucha contra la ofensiva enemiga, hasta alcanzar su éxito más
rotundo y su ejecución más limpia en la Batalla de Jigüe, y hacia el final de la
guerra en la Batalla de Guisa. Pero todavía en este momento, Quevedo no había
penetrado desde el Sur, y las tropas de Las Mercedes y las Vegas no daban nuevas
señales de actividad.
En los días posteriores al 20 de junio, como ya dije, el Batallón 11
representaba el peligro inmediato y más cercano para las posiciones esenciales
del territorio rebelde.
Mi intención inicial, en efecto, era declarar un cerco en toda regla a las
fuerzas enemigas acampadas en Santo Domingo, lo cual provocaría, quizás, el
envío de refuerzos desde Estrada Palma. Ningún ejército puede dejar abandonada
una tropa a su suerte sin correr el riesgo de que su moral combativa y sus
planes concluyan por derrumbarse. Lo que debía lograrse era crear líneas lo
suficientemente sólidas que fuesen capaces, en el caso de que llegaran los
posibles refuerzos, no solo de detenerlos, sino también de destruirlos y, en
cuanto a la tropa sitiada, de mantener una presión apreciable que lograra el
desgaste y la desmoralización del enemigo, y estar en condiciones de darle un
golpe final a la posición cercada si las condiciones fuesen favorables.
A la altura del día 24, cuando ocurrió el incidente de los tres guardias a
caballo, ya estábamos dando los pasos para completar la organización del cerco.
“Estoy planeando una encerrona buena”, le escribí a Paz ese día. En este mismo
mensaje le pedí al capitán rebelde que me enviara para el día siguiente la
ametralladora calibre 50 de Braulio Curuneaux: “[...] para cuyo uso tengo
formidables posiciones y puede decidir el éxito del plan”. A la otra calibre 50
se le partió una pieza que no pudo ser resuelta, pero la de Curuneaux heredó
todas las balas.
Los guardias se habían atrincherado bien alrededor de la casa de Lucas
Castillo. Hacía falta sacarlos de sus cuevas con el fuego pesado de la
“artillería” rebelde.
Desde la loma de Sabicú se dominaba el campamento enemigo, a unos 400 metros
en línea recta y abajo. Curuneaux se instaló el día 26 de junio en el firme de
El Naranjo, unos 100 metros detrás del alto de Sabicú.
El propio día 24 mandé a buscar también la escuadra de Roberto Elías, que
cuidaba el camino de Palma Mocha más arriba de la casa de Emilio Cabrera. Para
ese momento se había determinado que no quedaban guardias en esa dirección. La
escuadra de Elías fue asignada como refuerzo a Duque en el firme de Gamboa.
Al día siguiente, Camilo llegó con 40 hombres a El Descanso, y así me lo
informó: “Siguiendo sus instrucciones voy hacia Santo Domingo”, me escribió,
“[...] vamos un poco lentos, todos estamos agotados, los hombres hacen un
esfuerzo grande, hace 10 noches no dormimos [...]“. Debo decir que recibí esta
noticia con extraordinaria alegría.
Mensaje de Fidel a Camilo en el que le informa sobre la
posibilidad de copar una columna enemiga, y le ordena trasladarse a la zona de
operaciones, 27 de junio de 1958.
Yo sabía bien que con la llegada de Camilo podía contar con un jefe
experimentado, valiente y responsable, y con una tropa decidida y aguerrida cuya
participación en el plan de cerco significaba una inyección de fuerzas
importante. “Me alegro muchísimo de tu arribo”, le contesté a Camilo el día 27
en un mensaje en el que le indicaba que prosiguiera la marcha hasta la casa del
Santaclarero en La Plata, donde yo estaba en ese momento. Y le agregué: “Has
llegado en el momento más oportuno”. El 27, Camilo alcanzó la zona de La
Jeringa, a unas dos leguas de camino de La Plata. Desde allí me escribió: “Todos
queremos nos dé el lugar donde más haya que pelear y le prometo que no subirán,
a no ser cuando se termine el parque, y sabremos ahorrarlo”.
Ese mismo día le ordené a Guillermo García que se moviera con todo su
personal al alto de San Francisco. Una vez allí, esperaría la llegada de otras
fuerzas que estaba reuniendo -algunas de ellas debía enviarlas Almeida- y ocupar
El Cacao. La intención de este movimiento era tener a Guillermo en posición de
cerrar una de las dos vías más probables de llegada de refuerzos a Santo Domingo
desde Estrada Palma. Para la otra ruta, que era el camino del río, tenía pensado
utilizar a Camilo, con una emboscada en Casa de Piedra.
La escasez de fuerzas rebeldes en este sector me obligaba a replantear con
rapidez la disposición de nuestros combatientes para el cerco. A la altura del
27 de junio, estaba considerando mover al personal de Lalo para la zona de La
Manteca, y cubrir las posiciones de Pueblo Nuevo con la gente de Cuevas. A Suñol
le ordené bajar al río Yara y ocupar la región de Leoncito, pues con Camilo en
el camino de Casa de Piedra -hacia donde pensaba mover también a Duque- no
parecía ser necesaria la presencia de aquel personal en la subida de El Cristo.
Con estos movimientos, el cerco de Santo Domingo quedaría casi totalmente
conformado.
Sin embargo, como demostración de lo fluida que resultaba ser la situación
general en estos días finales de junio, ese mismo 27 se produjo la penetración
por parte de la tropa enemiga estacionada en las Vegas de Jibacoa hasta Taita
José, con lo cual -como se verá en detalle en un capítulo posterior- los
guardias no solo podían flanquear las posiciones de Suñol y avanzar en dirección
a La Corea y el firme de la Maestra a la altura de la tiendecita, sino que
también resultarían amenazadas desde la retaguardia las posiciones que se
ocupasen en Casa de Piedra. Por esa razón, Suñol debió mantenerse en El Cristo a
la expectativa.
Guillermo, jefe experimentado, llegó al alto de San Francisco el 28 de junio.
De inmediato dispuso que una de sus escuadras siguiera para El Cacao, me informó
de este movimiento y se mantuvo a la espera de mis órdenes.
Lo había mandado a buscar a la escuadra de Reinaldo Mora, que estaba en El Confín, y aguardaba también la llegada del personal que debía enviar Almeida.
Ese día, sin embargo, los acontecimientos se precipitaron.
Usted puede descargar todas las imágenes del libro en nuestro sitio en Picasa.