En exclusiva para
Cubadebate, publicamos el
ensayo autobiográfico que inicia “La victoria estratégica”, el libro del
Comandante en Jefe Fidel Castro. La obra fue presenta este lunes por su autor en
La Habana, ante un auditorio encabezado por un grupo de guerrilleros que lo
acompañaron en la Sierra Maestra.
Introducción
Dudé sobre el nombre que le pondría a esta narración, no sabía si
llamarla “La última ofensiva de Batista” o “Cómo 300 derrotaron a 10 000″, que
parece un cuento de Las mil y una noches. Me veo obligado, por ello, a
incluir una pequeña autobiografía de la primera etapa de mi vida, sin la cual no
se comprendería su sentido. No deseaba esperar que se publicaran un día las
respuestas a incontables preguntas que me hicieran sobre la niñez, la
adolescencia y la juventud, etapas que me convirtieron en revolucionario y
combatiente armado.
Nací el 13 de agosto de 1926. El asalto al cuartel Moncada de
Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953, se produjo tres años después que me
gradué en la Universidad de La Habana. Fue nuestro primer enfrentamiento militar
con el Ejército de Cuba, al servicio de la tiranía del general Fulgencio
Batista.
La institución armada en Cuba, creada por los Estados Unidos
después de su intervención en la isla durante la segunda Guerra de
Independencia, iniciada por José Martí en 1895, era un instrumento de las
empresas norteamericanas, y la alta burguesía cubana.
La gran crisis económica desatada en los Estados Unidos, durante
los primeros años de la década de 1930, implicó altos niveles de sacrificio para
nuestro país, al que los acuerdos comerciales impuestos por aquella potencia
hicieron totalmente dependiente de los productos de su industria y de su
agricultura desarrolladas. La capacidad adquisitiva del azúcar se había reducido
casi a cero. No éramos independientes ni teníamos derecho al desarrollo.
Difícilmente podían darse peores condiciones en un país de América Latina.
A medida que el poder del imperio crecía hasta convertirse en la
más poderosa potencia mundial, hacer una Revolución en Cuba se tornaba una tarea
bien difícil. Unos pocos hombres fuimos capaces de soñarla, pero nadie podría
atribuirse méritos individuales en una proeza que fue mezcla de ideas, hechos y
sacrificios de muchas personas, a lo largo de muchos años, en muchas partes del
mundo.
Con esos ingredientes se pudo conquistar la independencia plena de
Cuba, y una revolución social que ha resistido con honor más de 50 años de
agresiones y el bloqueo de los Estados Unidos.
En mi caso concreto, sin duda por puro azar, a esta altura de la
vida puedo ofrecer testimonio de hechos que, si tiene algún valor para las
nuevas generaciones, se debe al esfuerzo de investigadores rigurosos y serios,
cuyo trabajo durante decenas de años, reunió datos que me ayudaron a reconstruir
gran parte del contenido de este libro, al que decidí poner el título La
Victoria Estratégica.
Las circunstancias que me llevaron a tales acciones bélicas las
guardo imborrablemente en mi mente. No deja de ser satisfactorio para mí
recordarlas, porque de otra forma no me explicaría por qué llegué a las
convicciones que al fin y al cabo determinaron el curso de mi existencia.
No nací político, aunque desde muy niño observé hechos que,
grabados en mi mente, me ayudaron a comprender las realidades del mundo.
En mi Birán natal, solo había dos instalaciones que no pertenecían
a mi familia: el telégrafo y la escuelita pública. Allí me sentaban en la
primera fila porque no había, ni podía haber, algo parecido a un círculo
infantil. Forzosamente aprendí a leer y a escribir. En el año 1933, cuando no
había cumplido todavía siete años, la maestra, que no recibía siquiera el sueldo
que le debía el gobierno, pretextando la hipotética inteligencia del niño, me
llevó para Santiago de Cuba, donde residía su familia, en una vivienda pobre y
casi sin muebles, que se filtraba por todas partes cuando llovía. En aquella
ciudad, no me enviaron siquiera a una escuela pública como la de Birán.
Después de muchos meses sin recibir clases, ni hacer algo como no
fuera escuchar en un viejo piano la práctica de solfeo de la hermana de la
maestra, profesora de música sin empleo; aprendí a sumar, restar, multiplicar y
dividir, gracias a las tablas impresas en el forro rojo de una libreta que me
entregaron para practicar la caligrafía, y que nadie dictó ni revisó nunca.
En la vieja casa donde inicialmente me albergaron, de una cantina
que llevaban una vez al día, nos alimentábamos siete personas, entre ellas, la
hermana y el padre de la maestra. Conocí el hambre creyendo que era apetito, con
la punta de uno de los dientes del pequeño tenedor pescaba el último granito de
arroz, y con hilo de coser arreglaba mis propios zapatos.
Al frente de la modesta casa de madera donde vivíamos, un
Instituto de Bachillerato permanecía ocupado por el Ejército; vi soldados
golpeando con las culatas de sus fusiles a otras personas. Podría escribir un
libro con aquellos recuerdos. Fue la institución infantil a donde me condujo
aquella humilde maestra, en una sociedad en la que el dinero reinaba de forma
absoluta.
Mi familia había sido engañada, y yo ni siquiera podía percatarme
de aquella situación; el engaño me hizo perder tiempo, pero me enseñó mucho
sobre los factores que la determinaron. Después de varios episodios, cumplidos
los ocho años, fui matriculado en enero de 1935 en el primer grado de una
escuela de los Hermanos La Salle, muy próxima a la primera catedral que los
conquistadores españoles habían erigido en Cuba. Otro rico y nuevo aprendizaje
comenzaba.
Ingresé en aquella escuela como alumno externo, residía en una
nueva vivienda, muy próximo a la mencionada anteriormente, a donde se mudó la
profesora de música, hermana de la maestra de Birán. Llegamos a ser tres
hermanos los que vivíamos con aquella familia: Angelita, Ramón y yo, por cada
uno de los cuales se pagaba una pensión. El padre de ellas había muerto el año
anterior. Ya no existía hambre física, aunque seguí todavía un tiempo obligado a
repasar hasta el cansancio las conocidas reglas aritméticas. Aún así, yo estaba
harto de aquella casa y me rebelé de manera consciente por primera vez en mi
vida; rehusé comer algunos vegetales desabridos que a veces me imponían y rompí
todas las normas de educación formal, sagradas en aquella casa de familia de
exquisita cultura francesa, adquirida en la propia Santiago de Cuba. En la
familia se había insertado el cónsul de Haití, por la vía del matrimonio. Pero
tan insoportable se volvió mi rebelión que me enviaron de cabeza como interno a
la escuela. Me habían amenazado con eso más de una vez para imponerme
disciplina; no sabían que era precisamente lo que yo quería. Lo que para otros
niños era duro, para mí significaba la libertad. ¡Si nunca me llevaron ni
siquiera a un cine! Disfrutaría de las delicias de un alumno interno. Fue el
primer premio que recibí en mi vida. Estaba feliz.
Mis problemas desde entonces serían otros. Había llegado a
Santiago con dos años de adelanto, y entré a la escuela de los Hermanos La Salle
con unos de retraso. Cursé fácilmente el primero y segundo grados. Aquel centro
era una maravilla. Como norma íbamos a Birán tres veces al año: Navidad, Semana
Santa y vacaciones de verano, donde Ramón y yo éramos totalmente libres.
Del tercer grado en la escuela La Salle pasé al quinto como premio
por mis notas, así recuperé el tiempo perdido. Durante el primer trimestre todo
iba bien: buenas notas y excelentes relaciones con los nuevos compañeros de
clases. Recibía el boletín blanco que se daba cada semana a los alumnos por
conducta correcta, con los problemas normales de cualquier discípulo. Sucedió
entonces un percance con uno de los miembros de la congregación, inspector de
los alumnos internos.
La escuela disponía de un amplio terreno al otro lado de la bahía
de Santiago, llamado Renté. Era un lugar de retiro y descanso de la
congregación. Allí llevaban a los alumnos internos los jueves y domingos, días
en que no se realizaba actividad escolar. Había un buen campo deportivo. Además,
hacía deportes, nadaba, pescaba, exploraba. No lejos de la entrada de la bahía
se observaban los rastros de la Batalla Naval de Santiago, en forma de grandes
proyectiles que adornaban la entrada de las edificaciones. Un domingo después
del regreso, tuve un pleito intrascendente con otro de los alumnos internos
cuando viajábamos en la lancha El Cateto, de Renté al muelle de
Santiago. Apenas llegamos a la escuela terminamos de zanjarlo; debido a ello,
aquel autoritario hermano de la orden religiosa me golpeó en la cara con las
manos abiertas y con toda la fuerza de sus brazos. Era una persona joven y
fuerte. Quedé aturdido, con los golpes zumbándome en los oídos. Antes, me había
llamado aparte, ya casi de noche. No me dejó siquiera explicar. En el largo
corredor por donde me llevó nadie nos veía. Transcurridas dos o tres semanas,
intentó de nuevo humillarme con un pequeño coscorrón en la cabeza por hablar en
filas. En esa segunda ocasión yo iba entre los primeros al salir del desayuno
porque los discípulos tratábamos siempre de ocupar un primer lugar en las filas,
para jugar con pelotas de goma, un rato antes de las clases. Un pan con
mantequilla que llevaba en la mano, otra costumbre de los alumnos cuando salíamos del comedor después de ingerir precipitadamente los primeros alimentos
del día, se lo lancé al rostro al inspector, y luego lo embestí con manos y pies
de tal forma, delante de los alumnos internos y externos, que su autoridad y sus
métodos abusivos quedaron muy desprestigiados. Fue un hecho que se recordó en
esa escuela durante bastante tiempo.
Yo tenía entonces 11 años, y me acuerdo bien de sus nombres. No
deseo, sin embargo, repetirlos. De él no supe nada, desde hace más de 70 años.
No le guardo rencor. Del alumno que motivó el incidente, conocí muchos años
después del triunfo revolucionario, que mantuvo una conducta intachable y
seria.
Sin embargo, el hecho tuvo consecuencias para mí. El incidente
había ocurrido semanas antes de la Navidad, en que tendríamos dos semanas y
media de vacaciones. Él seguía como inspector, y yo como alumno; ambos nos
ignorábamos totalmente. Por elemental dignidad mi conducta fue intachable. Al
venir nuestros padres a buscarnos, evidentemente citados por ellos, les
ocultaron la verdad, acusaron a mis dos hermanos y a mí de pésimo
comportamiento. “Sus tres hijos, son los tres bandidos más grandes que pasaron
por esta escuela”, le dijeron a mi padre. Lo supe por lo que contó entristecido
a otros agricultores amigos que a fines de año lo visitaban. Raúl tenía apenas
seis años, Ramón siempre se caracterizó por su bondad, y yo no era un
bandido.
Trabajo me costó que me enviaran de nuevo a Santiago para
estudiar; Ramón y Raúl, que nada tenían que ver con el problema, permanecieron
el resto de ese curso en Birán. Me matricularon en enero de 1938 como alumno
externo en el Colegio Dolores, regido por la Orden de los Jesuitas, mucho más
exigente y rigurosa en materia de estudios, pero más de clase alta y rica que su
rival de los Hermanos La Salle.
En esta ocasión me tocó residir en la casa de un comerciante
español amigo de mi padre; allí, desde luego, no pasé ningún tipo de penuria
material, pero en aquella casa, donde residí hasta finalizar el quinto grado,
era un extraño.
Al inicio del verano, Angelita, la hermana mayor, llegó también a
esa casa con el propósito de preparar su ingreso en el bachillerato. Para darle
clases se contrató a una profesora negra, quien se guiaba por un enorme libro
donde estaba el contenido de la materia a impartir para el examen de ingreso. Yo
asistía a sus clases. Era la mejor profesora y, quizás, una de las mejores
personas que conocí en mi vida. Se le ocurrió la idea de que estudiara a la vez
el material de ingreso y el primer año del bachillerato, con el fin de
examinarme tan pronto alcanzara la edad pertinente para el ingreso en el
bachillerato, un año después. Despertó en mí un enorme interés por el estudio.
Habría sido la única razón por la que estaba dispuesto a soportar la casa del
comerciante español en ese período vacacional, tras finalizar el quinto grado
como externo en Dolores.
Enfermé a fines de ese verano, y estuve ingresado alrededor de
tres meses en el hospital de la Colonia Española de Santiago de Cuba. No hubo
vacaciones de verano ese año. En aquel hospital mutualista, por dos pesos
mensuales, equivalentes a dos dólares, una persona tenía derecho a los servicios
médicos. Muy pocos, sin embargo, podían cubrir ese gasto. Me habían operado del
apéndice, y a los 10 días la herida externa se infestó. Hubo que olvidarse de
los planes de estudio concebidos por la profesora. A fines de ese mismo año,
1938, los tres hermanos nos volvimos a reunir, como alumnos internos en el
Colegio Dolores.
En el sexto grado, con varias semanas de clases perdidas, debí
esforzarme para ponerme al día. Una etapa nueva se iniciaba. Profundizaba los
conocimientos en Geografía, Astronomía, Aritmética, Historia, Gramática e
Inglés.
Se me ocurrió escribirle una carta al presidente de los
Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que con su silla de ruedas, su tono
de voz y su rostro amable despertaba mis simpatías. Gran expectación, una mañana
las autoridades en la escuela anunciaron el gran suceso: “Fidel se cartea con el
presidente de los Estados Unidos”.
Roosevelt había respondido mi carta. Eso creíamos. Lo que llegó
fue realmente una comunicación de la embajada informando que la habían recibido,
dando las gracias. ¡Qué gran hombre, ya teníamos un amigo: el presidente de los
Estados Unidos! A pesar de todo lo que aprendí después, y tal vez por ello,
pienso que Franklin Delano Roosevelt, quien luchó contra la adversidad personal
y adoptó una posición correcta frente al fascismo, no era capaz de ordenar el
asesinato de un adversario, y por lo que se conoce de él, es muy probable que no
hubiese lanzado las bombas atómicas contra dos ciudades indefensas de Japón ni
desatado la Guerra Fría, dos hechos absolutamente innecesarios y torpes.
En aquel colegio de la rancia burguesía en la provincia mayor y
más oriental de Cuba, había más rigor académico y disciplina que en La Salle.
Eran jesuitas, casi en su totalidad de origen español, ungidos como sacerdotes
en una etapa avanzada de su formación, en la que debían ejercer como miembros de
la Orden en alguna tarea o responsabilidad. El prefecto de la escuela era el
Padre García, un hombre recto, pero amable y accesible que compartía con
los alumnos.
Mis vacaciones, mientras transité desde el primer grado de
primaria hasta el último de bachillerato, fueron siempre en Birán, zona de
llanos, mesetas y alturas de hasta casi 1 000 metros, bosques naturales,
pinares, corrientes y pozas de agua; allí conocí de cerca la naturaleza, y fui
libre de los controles que me imponían en las escuelas, las casas de las
familias donde me alojé en Santiago o en la mía de Birán; aunque siempre
defendido por mi madre y con la tutela tolerante de mi padre, a medida que era
ya estudiante con más de seis grados, y por ello disfrutaba de creciente
prestigio en la familia.
Pero este no es el lugar para hablar del tema, solo el mínimo
indispensable para comprender el asunto que abordo en este libro.
Del Colegio Dolores, yo mismo tomé la decisión de trasladarme al
Colegio Belén, en la capital de Cuba. Allí, a la inversa de lo que ocurrió en el
Colegio La Salle de Santiago de Cuba, el responsable más directo de los alumnos internos -más de 100-, el Padre Llorente, no era una persona autoritaria, y
lejos de ser un enemigo se convirtió en un amigo. Español de nacimiento, como
casi todos los jesuitas de aquel colegio, estaba en la etapa previa a la
investidura como sacerdote. Un hermano suyo, mayor que él, ejercía el sacerdocio
entre los esquimales de Alaska, y bajo el título de En el país de los eternos
hielos, escribía narraciones sobre la vida, las costumbres y las actividades de
aquel pueblo indoamericano en una naturaleza virgen, que a los alumnos nos
llenaba de asombro.
Llorente había sido sanitario en la Guerra Civil Española; él
contaba la dramática historia de los prisioneros fusilados al concluir aquella
contienda. Su tarea, junto a otros que hacían la misma función, era certificar
que estaban muertos antes de proceder a darles sepultura. El Padre Llorente no
hablaba de política, ni recuerdo haberlo escuchado nunca opinar sobre el tema.
Era un jesuita orgulloso de su orden religiosa. Estimulaba las actividades que
ponían a prueba el espíritu de sacrificio y el carácter de sus alumnos. Ambos
estuvimos planificando una cacería de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata, donde
había miles de ellos; y en 1945, durante las últimas vacaciones de verano,
organizamos un plan para escalar el Turquino. La goleta que debía llevarnos por
mar, desde Santiago de Cuba hasta Ocujal, no pudo arrancar en toda la noche y no
había otro camino. Hubo que suspender el plan. Recuerdo que llevaba una de las
escopetas automáticas calibre 12 que tomé de mi casa. ¡Cómo me habría ayudado
más tarde aquella excursión cuando me convertí en combatiente guerrillero, cuyo
reducto principal radicaba precisamente en esa zona!
Al graduarme de bachiller en Letras, a los 18 años, era
deportista, explorador, escalador de montañas, bastante aficionado a las armas
-cuyo uso aprendí con las de mi padre-, y buen estudiante de las materias
impartidas en el colegio donde estudiaba.
Me designaron el mejor atleta de la escuela el año que me gradué,
y jefe de los exploradores con el más alto grado otorgado allí. Mi madre se
sintió complacida con los aplausos de todos los asistentes aquella noche de la
graduación. Por primera vez en su vida se había confeccionado un traje de gala
para ir a una ceremonia. Ella fue una de las personas que más me ayudó en el
propósito de estudiar.
En el anuario de la escuela, correspondiente al curso en que me
gradué, aparece una foto mía con las siguientes palabras:
Fidel Castro (1942-1945). Se
distinguió en todas las asignaturas relacionadas con las letras. Excelencia y
congregante, fue un verdadero atleta, defendiendo siempre con valor y orgullo la
bandera del colegio. Ha sabido ganarse la admiración y el cariño de todos.
Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el
libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el artista.
En realidad, debo decir que yo era mejor en Matemática que en
Gramática. La encontraba más lógica, más exacta. Estudié Derecho porque discutía
mucho, y todos afirmaban que yo iba a ser abogado. No tuve orientación
vocacional.
El hecho real es que las escuelas de élite lanzaban a la calle
oleadas de bachilleres carentes de conocimientos políticos elementales. Sobre un
tema fundamental como la historia de la humanidad, nos narraban en primer lugar
las consabidas aventuras bélicas de nuestra especie, desde la época de los
persas hasta la Segunda Guerra Mundial, historias que tanto cautivan a niños y
jóvenes varones.
El negocio de la producción y venta de juguetes de guerra hoy día
es casi tan grande como el comercio de armas. Del sistema social que conduce a
tales locuras y a las propias guerras no se nos enseñó una palabra.
Nos ilustraban sobre la historia de Grecia y Roma, pero
civilizaciones tan antiguas como las de India y China, apenas se mencionaban,
como no fuese para contarnos las aventuras bélicas de Alejandro Magno y los
viajes de Marco Polo. Sin ambos países, hoy resulta imposible escribir la
historia. No podría siquiera soñarse que nos hablaran entonces de las
civilizaciones maya y aimara-quechua, del colonialismo y del imperialismo.
Cuando me gradué de bachiller en Letras, no existía más que una
universidad, la de La Habana, a ella íbamos a parar los estudiantes con nuestra
ausencia de conocimientos políticos. Salvo excepciones, casi todos los
alumnos procedían de familias de la pequeña burguesía, que afanosamente deseaban
mejor destino para sus hijos. Pocos pertenecían a la clase alta, y casi ninguno
a los sectores pobres de la sociedad. Muchos de los de familia pudiente
realizaban sus estudios superiores en los Estados Unidos, si es que no lo hacían
desde el bachillerato. No se trataba de culpabilidades individuales, era una
herencia de clase. La incorporación de la gran mayoría de los estudiantes
universitarios a la Revolución en Cuba, es una prueba del valor de la educación
y la conciencia en el ser humano.
Quizás algunas cosas de las hasta aquí referidas ayuden a
comprender lo que vino después.
No asistí a la universidad desde el primer día, pues rechazaba las
humillantes prácticas de las llamadas novatadas, consistentes en rapar a la
fuerza a los recién llegados. Pedí que me pelaran bien bajito para identificarme
como alumno nuevo.
Después de resolver el complejo problema del alojamiento, me fui
al estadio universitario, buscando cómo incorporarme a los deportes. Había
básquet, pelota, campo y pista, todo lo que me gustaba. Trabajo me costó
liberarme del compromiso con el manager de básquet de Belén. Hacía
tiempo había acordado proseguir como discípulo suyo en ese deporte, pero él era
entrenador de un club aristocrático. Le expliqué que no podía ser estudiante de
la universidad y jugar en otro equipo contra esta. No entendió y rompí con él.
Comencé a entrenar en el equipo universitario de básquet. También la escuela
reclamó que jugara pelota por mi facultad y le dije que sí.
Los líderes de la facultad de Derecho solicitaron que fuera
candidato a delegado por una asignatura, y no tuve objeción.
Me veía obligado a realizar muchas cosas en un día, y residía en
un reparto distante, donde Lidia, la hermana mayor por parte de padre, siempre
atenta y afectuosa con nosotros, decidió vivir al trasladarse de Santiago de
Cuba a La Habana cuando inicié mis estudios universitarios.
Un día descubrí que no me alcanzaba el tiempo ni para respirar.
Sacrifiqué los deportes y decidí cumplir la tarea que me solicitaron los líderes
de la escuela. Luché duro por obtener la representación, como delegado, de la
asignatura de Antropología, lo cual requería especial esfuerzo. En la tarea me
enfrentaba a un antiguo cuadro, para quien un cargo en la dirección de la
escuela significaba una profesión política. Así comenzó mi actividad en esa
esfera.
No había imaginado hasta qué punto la politiquería, la simulación
y las mentiras prevalecían en nuestro país. Pero no lo supe desde el primer día.
Cuando se realizó la elección, obtuve más de cinco votos por cada uno del
adversario, y pude contribuir así al triunfo de los candidatos de nuestra
tendencia en otras asignaturas. Fue de esa forma como, en pocos meses, por el
número de votos obtenidos, me convertí en el representante de los estudiantes
del primer curso, en una de las escuelas más numerosas de la Universidad de La
Habana. Ello me otorgó determinada importancia, pero era muy pronto. No tenía
siquiera idea de los intereses que se movían alrededor de aquella
Universidad.
A medida que me familiarizaba con ella, iba conociendo también su
rica historia. Había sido una de las primeras fundadas en la época de las
colonias. Las ilustres personalidades de la cultura y la ciencia eran recordadas
en figuras de bronce y mármol a las que se rendía tributo, o al bautizar con sus
nombres las plazas, edificios e instituciones universitarias.
Especial admiración se sentía por los ocho estudiantes de
Medicina, fusilados el 27 de noviembre de 1871 por los voluntarios españoles, al
ser acusados de profanar la tumba de un periodista reaccionario que servía al
régimen colonial, un hecho que según se comprobó después, ni siquiera
ocurrió.
Junto a mi escuela, un pequeño parque llamado Lídice -aldea
checoslovaca donde los nazis perpetraron una atroz matanza-, añadía elementos de
internacionalismo.
Los nombres de Martí, Maceo, Céspedes, Agramonte y otros,
aparecían por todas partes y suscitaban la admiración y el interés de muchos de
nosotros, sin que importara su origen social. No era la atmósfera que se
respiraba en la escuela privada de élite donde estudié el bachillerato, cuyos
profesores procedían y se educaban en España, donde se engendró parte importante
de nuestra cultura, pero también la esclavitud y el coloniaje.
En esa etapa, después de las elecciones del 44, el país era
presidido por un profesor de Fisiología, que emergió de la universidad en los
años 30, cuando en medio de la gran crisis económica mundial, fue derrocada la
tiranía de Machado, y se creó, por breves meses, un gobierno provisional
revolucionario. En aquel proceso, dentro del marco de una independencia limitada
por la Enmienda Platt, los estudiantes, junto a la combativa clase obrera cubana
y el pueblo en general, desempeñaron un papel fundamental. El profesor de
Fisiología, Ramón Grau San Martín, fue designado presidente del gobierno en
1933. Un joven revolucionario antimperialista, Antonio Guiteras, representante
de otras fuerzas populares, designado ministro de Gobernación, fue la figura más
destacada de aquellos meses, por las medidas valientes y antimperialistas que
adoptó.
Fulgencio Batista, procedente del sector militar revolucionario de
los sargentos y soldados profesionales, ascendido a jefe del Ejército, captado
más tarde por los sectores reaccionarios y la propia embajada de los Estados
Unidos, derrocó aquel gobierno radical que duró apenas 100 días.
En la caída de Gerardo Machado había sido decisiva la clase
obrera. La huelga general revolucionaria, organizada fundamentalmente por el
pequeño partido de los comunistas, bajo la dirección brillante y vibrante del
poeta revolucionario Rubén Martínez Villena, inició la batalla por el
derrocamiento de la tiranía de Machado. Conviene recordarlo porque la idea de
una huelga general revolucionaria estuvo asociada a nuestra posterior lucha,
desde el ataque al cuartel Moncada. Fue el arma fundamental utilizada tras la
ofensiva final exitosa del Ejército Rebelde, que lo condujo a la victoria total
del pueblo el 1ro. de enero de 1959.
En los años 40 había emergido con fuerza el anticomunismo, la
siembra de reflejos y el control de las mentes a través de los medios de
comunicación masiva. Se habían creado las bases para el dominio militar y
político del mundo. Muy poco quedaba ya en nuestra alta casa de estudios del
espíritu revolucionario de los años 30.
El partido creado por el profesor, que lo llevó a la presidencia
en virtud de pasadas glorias, tomó el nombre que utilizó Martí para organizar la
última Guerra de Independencia: Partido Revolucionario Cubano, al que añadieron
el calificativo de “Auténtico”.
Cuando los escándalos comenzaron a estallar por todas partes, un
senador prestigioso de ese mismo partido, Eduardo Chibás, encabezó la denuncia
al gobierno. Era de cuna rica, pero incuestionablemente honrado, algo no
habitual en los partidos tradicionales de Cuba. Disponía de media hora cada
domingo, a las 8:00 de la noche, en la emisora radial más oída de toda la
nación. Fue el primer caso en nuestra patria de la promoción inusitada que podía
significar ese medio de divulgación masiva. Se conocía su nombre en todos los rincones del país. No existía todavía en Cuba la televisión. De ese modo, a
pesar del analfabetismo reinante, surgió un movimiento político de potencial
masividad entre los trabajadores de la ciudad y el campo, los profesionales y la
pequeña burguesía.
Entre los obreros industriales más avanzados e intelectuales
destacados, las ideas marxistas se abrían paso con más facilidad. Rubén Martínez
Villena murió joven, víctima de la tuberculosis, poco tiempo después de su más
gloriosa obra, el derrocamiento de la tiranía machadista. Quedaron sus poemas,
que continúan recordándose y repitiéndose. Pero los prejuicios anticomunistas,
emanados siempre de los sectores privilegiados y dominantes de la sociedad
cubana, continuaron multiplicándose, desde los días brillantes en que Julio
Antonio Mella creó la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), y junto a
Baliño -compañero de José Martí en su lucha por la independencia- fundó el
primer Partido Comunista de Cuba.
El gobierno corrupto de Grau San Martín era caótico,
irresponsable, cínico. Le interesaba controlar la universidad y los escasos
institutos públicos donde se estudiaba el bachillerato. Su instrumento
fundamental no era la represión, sino la corrupción. La universidad dependía de
los fondos del Estado.
Un sujeto sin escrúpulo resultó designado ministro de Educación.
Muchos millones de dólares fueron malversados. Nada parecido a un programa de
alfabetización se llevó a cabo.
La reforma agraria y otras medidas promulgadas por la Constitución
de 1940 pasaron al olvido. Batista se había marchado del país repleto de dinero
para residir en la Florida. Dejó en Cuba a las Fuerzas Armadas llenas de
ascensos y privilegios, y a un número no desdeñable de seguidores directamente
beneficiados con cargos de elección en el Congreso, los municipios, y empleos en
el aparato burocrático de instituciones sociales y empresas privadas.
Lo peor de todo fue el lastre pseudorrevolucionario que llegó al
poder en Cuba junto con Grau San Martín. Eran gente que de una u otra forma
habían sido antimachadistas y antibatistianos. Se consideraban, por tanto,
revolucionarios. Al peor grupo de estos le asignaron cargos importantes en la
policía represiva, como el Buró de Investigaciones, la Secreta, la Motorizada y
otros cuerpos de esa institución. Se mantuvieron los tribunales de urgencia, con
la facultad de arrestar a un ciudadano sin derecho alguno a la libertad
provisional. En fin, todo el aparato represivo de Batista permaneció
inalterable.
Con distintos nombres surgieron una serie de organizaciones
formadas por personas que tuvieron relaciones con Guiteras y otros prestigiosos
líderes de la lucha contra Machado y Batista. En las filas de aquella
pseudorrevolución existían personas serias y valientes, consideradas a sí mismas
como revolucionarias, una idea y un título que siempre atrajeron en Cuba a los
jóvenes. Los órganos de prensa les asignaban con todo rigor ese calificativo,
cuando en realidad lo transcurrido era una dramática etapa de revolución
frustrada. No había programa social serio, y menos aún objetivos que condujeran
a la independencia del país. El único programa verdaderamente revolucionario y
antimperialista era el del partido fundado por Mella y Baliño, y luego dirigido
por Rubén Martínez Villena. Este joven y valioso líder, lleno de pasión,
proclamó en un poema: “Hace falta una carga para matar bribones, /para acabar la
obra de las revoluciones (…)”. Pero el Partido Comunista de Cuba estaba
aislado.
Entre los muchos miles de estudiantes de la universidad que
conocí, el número de antimperialistas conscientes y comunistas militantes no
pasaban de 50 ó 60, del total de matriculados, que ascendían a más de 12 000. Yo
mismo, un entusiasta de las protestas contra aquel gobierno, me sentía impulsado
por otros valores que más adelante comprendí que estaban todavía distantes de la
conciencia revolucionaria que adquirí después.
Eran miles los estudiantes que repudiaban la corrupción reinante,
los abusos de poder y los males de la sociedad. Muy pocos pertenecían a la alta
burguesía. Las veces que tuvimos necesidad de salir a la calle, no vacilaron en
hacerlo.
Nuestra universidad sostenía relaciones con los exilados
dominicanos en lucha contra Trujillo, con quienes se solidarizaba
plenamente. También los puertorriqueños que demandaban la independencia, bajo la
dirección de Pedro Albizu Campos, contaban con su apoyo. Eran elementos de una
conciencia internacionalista presentes entre nuestros jóvenes, y que también me
movían entonces a mí, a quien habían asignado la presidencia del Comité Pro
Democracia Dominicana y el Comité Pro Independencia de Puerto Rico.
Una etapa de mis estudios universitarios ayudaría a comprender lo
que allí viví. Cuando inicié el segundo año de la carrera, en 1946, conocía
mucho más de nuestra universidad y nuestro país. Nadie tuvo que invitarme a
participar en las elecciones de la escuela de Derecho. Yo mismo persuadí a un
estudiante activo e inteligente, Baudilio Castellanos, que iniciaba su carrera,
para que se postulara por la misma asignatura que yo lo había hecho el año
anterior. Lo conocía bien porque éramos de la misma zona oriental; él había
estudiado el bachillerato en una escuela regida por religiosos protestantes. Su
padre era farmacéutico en el pequeño poblado del central Marcané, propiedad de
una transnacional norteamericana, a cuatro kilómetros de mi casa en Birán.
Seleccionamos entre los estudiantes del primer curso a los más
activos y entusiastas para integrar la candidatura. Contaba con el apoyo total
del segundo curso, donde los adversarios ni siquiera pudieron nuclear alumnos
suficientes para formar una candidatura contra mí. Aplicamos la misma línea del
año anterior y, en las elecciones, nuestra tendencia obtuvo una aplastante
victoria. Contábamos ya con amplia mayoría entre los estudiantes de la escuela
de Derecho, y podíamos decidir quién sería el presidente de los estudiantes de
la facultad, una de las más numerosas de la Universidad de La Habana. Los del
quinto y último año no eran muchos, los del cuarto se correspondían con el año
en que el bachillerato se elevó de cuatro a cinco años, y eran muy pocos los que
habían ingresado en ese curso. No teníamos la mayoría de los delegados, pero sí
la inmensa mayoría de los estudiantes.
En ese tiempo entramos en contacto con el Partido Ortodoxo y,
también, con militantes de la Juventud Comunista, como Raúl Valdés Vivó, Alfredo
Guevara y otros. Conocí a Flavio Bravo, una persona inteligente y capaz, que
dirigía a la Juventud Comunista de Cuba.
Pude dejar las cosas como estaban y esperar un año más. Al fin y
al cabo mis relaciones no eran malas con los delegados de los cursos superiores,
políticamente neutros. Pero pudo más en mí el espíritu competitivo y quizás la
autosuficiencia y la vanidad que suele acompañar a muchos jóvenes, aún en
nuestra época.
Esto no significa que yo habría tenido una nueva oportunidad para
esperar un tercer curso normal. Los compromisos ya contraídos me llevaron por
otros caminos. Pero antes debo señalar que viví los mayores peligros de perder
la vida con apenas 20 años, sin provecho alguno para la causa verdaderamente
noble que descubrí después.
De hecho, nuestra actividad y fuerza llamaron prematuramente la
atención de los dueños de la única universidad del país. Nuestro alto centro de
estudios había adquirido especial importancia por su raíz histórica y su papel
dentro de la república disminuida, que nació de la imposición de la Enmienda
Platt a la nación cubana cuando se liberó de España. La nueva presidencia de la
Federación de Estudiantes Universitarios estaba por decidirse, ya que el
anterior presidente había pasado a ocupar un alto cargo en el gobierno de
Grau.
Dado mi carácter rebelde, le hice frente al poderoso grupo que
controlaba la universidad. Así pasaron días, en realidad semanas, sin otra
compañía que la solidaridad de mis compañeros de primero y segundo cursos de la
escuela de Derecho. Hubo ocasiones en que salí de la universidad escoltado por
grupos de estudiantes que se apretaban alrededor de mí. Pero yo, a pesar de eso,
iba todos los días a las clases y las actividades, hasta que un día declararon
que no me permitirían entrar más a ese recinto.
He contado alguna vez que, al día siguiente, un domingo, me fui a
una playa con la novia, y acostado boca abajo lloré porque estaba decidido a
desafiar aquella prohibición, y comprendía lo que ello significaba. Sabía que el
enemigo había llegado al límite de su tolerancia. En mi mente quijotesca no
cabía otra alternativa que desafiar la amenaza. Podía obtener un arma, y la
llevaría conmigo.
Un amigo militante del Partido Ortodoxo, al que conocí porque le
gustaban los deportes y visitaba con frecuencia la universidad, me contaba las
experiencias del enfrentamiento a las dictaduras de Machado y Batista,
conversaba mucho conmigo, y conocía nuestras luchas, al tener noticias de la
situación creada, y la decisión adoptada por mí, movió cielo y tierra para
evitar lo peor.
Después de esto tuvieron lugar innumerables sucesos que he narrado
en distintas oportunidades, y no deseo añadir a lo que aquí expongo, ya de por
sí extenso; pero siento la necesidad de expresar que desde entonces estuve
decidido a todo y empuñé un arma. Las experiencias de mi vida universitaria me
sirvieron para la larga y difícil lucha que emprendería poco tiempo después como
martiano y revolucionario cubano. Mi pensamiento maduró aceleradamente. Apenas
transcurridos tres años de mi graduación, asaltaba con mis compañeros de ideal
la segunda plaza militar del país. Fue el reinicio de la insurrección armada del
pueblo de Cuba por su plena independencia y por la república de justicia soñada
por nuestro Héroe Nacional José Martí.
Tras el triunfo del 1ro. de enero, conocidos e incansables
historiadores, encabezados por Pedro Álvarez Tabío, y gracias a la iniciativa de
Celia Sánchez, que estuvo presente y cumplió importantes misiones en la defensa
de aquel baluarte revolucionario, recorrieron cada rincón de la Sierra Maestra,
donde se desarrollaron los acontecimientos, y recogieron información fresca de
las personas en cada vivienda y lugar donde estuvimos, archivando datos sin los
cuales nadie y, por supuesto, tampoco yo, podría responsabilizarse con cada
detalle que da total veracidad a lo que aquí expongo.
Por otro lado, solo alguien que fuera conductor y jefe de aquella
fuerza de combatientes bisoños podría responsabilizarse con una historia
rigurosa de los acontecimientos en los 74 días de combate, en que
desesperadamente los revolucionarios logramos destrozar los planes de las
Fuerzas Armadas de entonces, asesoradas y equipadas por los Estados Unidos, y
convertimos lo imposible en posible. No existe otra forma de honrar a los caídos
en aquella gesta. De una contienda así no teníamos antecedentes en nuestra
patria. Las gloriosas luchas por la independencia habían concluido casi medio
siglo antes. Las armas, las comunicaciones, eran todas muy diferentes en otra
época; no existían los tanques, los aviones, las bombas de hasta 500 kilogramos
de TNT. Fue necesario comenzar de cero. Disponía ya desde que me gradué de
bachiller, y a pesar de mi origen, de una concepción marxista-leninista de
nuestra sociedad y una convicción profunda de la justicia.
De la excelente prosa del historiador Álvarez Tabío recogí lo
mejor y depuré lo innecesario. El cartógrafo Otto Hernández Garcini, expertos
militares y diseñadores elaboraron, por su parte, los mapas que contiene este
libro, donde tales planos se requerían para el análisis del tema por los
profesionales de las armas. Aún faltaría por explicar cómo, después de la última
ofensiva enemiga que quebró el espinazo de la tiranía, al decir del Che, de la
Sierra Maestra trasladamos al llano nuestras concepciones de lucha, y en solo
cinco meses destrozamos la fuerza total de 100 000 hombres armados que defendían
al régimen y les ocupamos todas las armas.
Este libro, La Victoria Estratégica, es el preámbulo de ese otro,
aún sin escribir, sobre la rápida y contundente contraofensiva rebelde que nos
llevó a las puertas de Santiago de Cuba y al triunfo definitivo de la Revolución
Cubana.
Pliego fotográfico
(Se ha respetado el pie de fotografía del
libro y el número de la página. Quien desee descargar las imágenes en alta
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