INTRODUCCIÓN
Es
un tema sobre el que prometí escribir. No era fácil hacerlo.
Otros asuntos han ocupado mi tiempo. Ahora cumplo la
promesa.
¿Fue objetivo y justo mi análisis sobre Marulanda y el Partido
Comunista de Colombia en las Reflexiones publicadas el pasado
5 de julio de 2008? Nadie puede asegurar
nunca que sus puntos de vista carecen de
subjetivismo; siempre se puede correr el riesgo
de parecer injusto. Quien afirma algo, debe estar dispuesto
a demostrar lo que dice y por qué lo dice.
Mi
desacuerdo con la concepción de Marulanda se fundamenta
en la experiencia vivida, no como teórico sino como político
que enfrentó y debió resolver problemas
muy parecidos como ciudadano y como
guerrillero, solo que los suyos fueron más complejos y difíciles.
Sería incorrecta la idea de que en Colombia y en Cuba se partía
de las mismas circunstancias. En común compartíamos la
ausencia inicial de una ideología
revolucionaria —ya que nadie nace con ella—
y de un programa para llevar a la realidad más tarde la
construcción del socialismo. No cuestiono en lo más mínimo su
honradez ni la del Partido Comunista de
Colombia; por el contrario, merecen
respeto, porque fueron revolucionarios, luchadores antiimperialistas,
a cuya causa entregaron decenas de años de lucha.
Lo explicaré.
Cuando asesinaron al prestigioso líder popular Jorge Eliécer
Gaitán el 9 de abril de 1948, Pedro Antonio Marín, campesino
pobre que después adoptó el nombre de
Manuel Marulanda en honor a un colombiano
que murió en la guerra de Corea, se incorporó al movimiento
guerrillero liberal. Solo tenía 18 años.
Los
testimonios sobre su vida son escasos, pero suficientes para
satisfacer la curiosidad de un lector que desee información
para aproximarse a los hechos referidos.
He tratado de hurgar en diversas fuentes.
Quien más sistemáticamente habló del famoso guerrillero fue el
historiador colombiano Arturo Alape, cuyo rigor como
investigador pude comprobar por mis
relaciones con él. Es difícil que se le hubiera
escapado un detalle. En varias oportunidades se reunió con
Marulanda y las fuerzas guerrilleras.
Durante meses convivió con ellas para
escrutar los móviles y objetivos de su dura lucha. Puedo valorar
correctamente la información que suministra.
Pero no es la única fuente, están los testimonios de Jacobo
Arenas, intelectual y dirigente comunista enviado por su
partido para atender al sector campesino,
componente indispensable para la
revolución en Colombia.
El
Partido Comunista de ese hermano país, como los otros de
América Latina, grandes o pequeños, fueron miembros
disciplinados de la Internacional mientras
existió formalmente. Seguían la línea del
Partido Comunista de la URSS. En los años de la Guerra
Fría continuaron siendo reprimidos por sus ideas. Los medios
de publicidad imperialistas y oligárquicos
se ensañaron con ellos. El surgimiento de
la Revolución en Cuba, sin vínculo alguno con la URSS
pero basada en las enseñanzas del marxismo-leninismo, suscitó
sentimientos contradictorios pero no antagónicos. En nuestra
patria fueron superados y la unidad se
abrió paso, aunque no sin contradicciones
ni sectarismos, entre los militantes y simpatizantes del
antiguo partido con educación política avanzada y sectores de
la pequeña burguesía radicalizados, pero
permeados por el fantasma del
anticomunismo. Las victorias del Ejército Rebelde, como primeramente
se calificó a las fuerzas guerrilleras, fueron el factor
decisivo en la fase ulterior de la
Revolución. Tal explicación es ineludible
para comprender la esencia de las relaciones de Cuba con los
revolucionarios de América Latina.
Los
que organizamos el movimiento que intentó tomar el poder
el 26 de julio de 1953 teníamos una idea clara de nuestros
objetivos, y de ello quedó constancia. Los
combatientes procedían de los sectores
humildes de nuestro pueblo y ninguno objetaba nuestros proIntroducción
pósitos; el antiguo partido fue nuestro amigo, incluso antes de
aquel intento. Todos los que lucharon
contra la tiranía vertieron finalmente sus
aguas en un solo río.
De
la singular experiencia vivida en la pequeña Isla a 90 millas
de Estados Unidos, con una base militar impuesta en su propio
territorio, nacieron nuestros puntos de
vista con relación a la América Latina. No
teníamos, sin embargo, derecho a inmiscuirnos en los
asuntos internos de cualquier otro país como no fuese con el
inevitable impacto de los acontecimientos.
Infortunadamente, fueron los gobiernos de
los demás países —con excepción de México, todavía
bajo la influencia de su revolución social de principios de
siglo y el brillante papel patriótico y
antiimperialista de Lázaro Cárdenas— los
que, presionados por Estados Unidos, rompieron normas morales
y principios legales y se sumaron a la agresión contra Cuba.
Explotaron la existencia de Cuba revolucionaria para obtener
migajas del imperialismo. Si alguno
ofrecía resistencia era derrocado sin pena
ni gloria.
Estados Unidos organizó bandas armadas y grupos terroristas
suministrados por aire y mar que pusieron bombas, incendiaron
instalaciones sociales y económicas,
incluidos teatros, círculos infantiles,
fábricas, plantaciones de caña, almacenes, grandes tiendas y
otros objetivos, segando vidas o mutilando a cubanos en su
traicionera acción. Incluso, algunos
maestros y jóvenes alfabetizadores fueron
torturados y asesinados. No lo afirma simplemente quien esto
escribe; consta en los documentos desclasificados de la CIA.
Un hecho relevante, notorio, conocido por
todos, es que el 15 de abril de 1961
aviones de combate e instalaciones de nuestra Fuerza Aérea
fueron atacados por aviones que llevaban insignias cubanas;
dos días después, fuerzas mercenarias
escoltadas por la Armada de guerra yanqui
—incluido un portaaviones— y la Infantería de Marina, desembarcaron
por la Bahía de Cochinos. ¿Qué hicieron los gobiernos de
los países de América, con la excepción de México? Apoyar a
Estados Unidos en su guerra genocida
contra el pueblo cubano.
Más
tarde la CIA lanzó virus y bacterias contra nuestra población
y nuestras plantaciones. ¿Qué hicieron los gobiernos de los
países hermanos?
El
gobierno de Estados Unidos puso al mundo al borde de la
guerra nuclear, porque se negaba a renunciar a la idea de
atacar directamente a Cuba con sus
poderosas fuerzas militares, lo que habría
costado una incalculable cifra de vidas y destrucción, pues, como
es sabido, el pueblo cubano resistiría hasta la última gota
de sangre.
Cuando la República Dominicana fue invadida en abril de 1965,
los gobiernos de América Latina también apoyaron a los
agresores.
No
hace falta añadir más para comprender que durante décadas
esa fue la conducta de las tiranías militares que torturaron,
asesinaron y desaparecieron a cientos de
miles de personas en este hemisferio en
complicidad con el imperio que las promovió.
Desde muy temprano, en acto masivo, el pueblo de Cuba envió
su mensaje, en la Primera y la Segunda Declaración de La
Habana, a los pueblos hermanos de América
Latina. A partir de esa realidad es que se
puede explicar el interés con que seguíamos el desarrollo de
los acontecimientos políticos en cualquier país de Nuestra
América.
He
revisado numerosas notas, informes y documentos relacionados
con el tema colombiano, entre ellos relatos de las
conversaciones sostenidas con
personalidades que visitaron a Cuba y con
las que intercambiamos extensamente sobre la paz en Colombia.
En
1950, cuando una guerrilla comunista hizo contacto con él,
Marulanda, que procedía de un grupo gaitanista liberal
integrado en parte por familiares suyos,
había evolucionado hacia posiciones cercanas
a los comunistas; les critica a estos sus excesivos actos de
formalismo militar y determinadas tendencias sectarias en sus
concepciones.
Nuestra idea de la guerrilla como embrión en desarrollo de una
fuerza capaz de tomar el poder, no partía solo de la
experiencia cubana sino también de la de
otros países en América Latina. En
cualquiera de ellos suponía la lucha por los pobres con
independencia de sus niveles de educación,
que en todas partes, como clases
explotadas —obrera o campesina, o jornaleros modestos e incluso
soldados—, era muy baja.
En
Centroamérica, región que fue víctima de las intervenciones
de filibusteros o soldados de Estados Unidos en diversas
épocas, casi todos los países estaban
gobernados por sangrientas dictaduras al triunfo de la Revolución
Cubana. Sin excepción, eran cómplices e
instrumentos del imperialismo contra Cuba.
Los
grupos revolucionarios, en su lucha, estaban divididos en
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Más tarde o más temprano
los militantes comunistas se sumaron a la
lucha armada de los campesinos y la
pequeña burguesía revolucionaria. En todos, con sus
peculiares e ineludibles características siempre presentes,
surgieron tendencias aferradas al concepto
de lucha excesivamente prolongada. El
esfuerzo de Cuba se consagró a la búsqueda de la unidad.
Constan las actas y fotos de los momentos históricos en que
esta se logró. Hubo guerrilleros que perdieron años planeando
triunfos para las calendas griegas. Se
trataba de una concepción que no cabía en
nuestras mentes. Es igualmente cierto que los eternos
pregoneros del capitalismo, manejados por los órganos de
Inteligencia yanqui, sembraron ideas
extremistas en la mente de algunos
revolucionarios.
Centroamérica fue escenario de un choque de ideas. Recuerdo
que en los años de Carter, Bob Pastor, un representante suyo
que realizó numerosas visitas a nuestro
país, más de una vez al reunirse conmigo
exclamó de forma que parecía ingenua: “¿Y por qué tú insistes
tanto en unidad, unidad, unidad?” Yo reía por dentro, al
observar la reacción alérgica de aquel
joven funcionario norteamericano contra la
unidad de los latinoamericanos. Carter, sin embargo, era un
inusual presidente de Estados Unidos con principios éticos,
que partía de su fe religiosa y no planeó
asesinar a Castro. Por eso siempre lo
traté con respeto. Bajo su gobierno, Torrijos alcanzó la soberanía
sobre el Canal, evitando una matanza que después Bush padre
perpetró.
La
historia de Centroamérica requeriría un libro que tal vez alguien
escriba un día. Triunfó la Revolución en Nicaragua, que
significó una esperanza. Reagan le impuso
la guerra sucia, que costó miles de vidas
a ese país; hizo estallar en el viejo continente el gasoducto
de Siberia en complicidad con la Thatcher y el resto de la
OTAN; puso en crisis irrecuperable a la URSS y liquidó el
campo socialista. Se creaba una situación
enteramente nueva.
Hace muy poco escuchaba a Tarek William, destacado poeta
venezolano y hoy gobernador de Anzoátegui, el estado
petrolero más rico de Venezuela, que a una
de sus obras sociales le puso el nombre de
Roque Dalton, poeta prestigioso y revolucionario, miembro
del ERP
[Ejército
Revolucionario del Pueblo],
extrañamente asesinado en El Salvador. Con
dolor expresó el nombre del presunto asesino.
“Me duele mucho” —exclamó— “cuando los yanquis lo envían
aquí para decirnos cómo debemos hacer las cosas en
Venezuela”. Realmente desconocía el
bochornoso hecho que le imputa Tarek.
Había conocido al personaje cuando era militante y jefe del ERP,
una destacada organización revolucionaria, combativa y
resuelta, con magníficos combatientes del
pueblo. Las alusiones a la muerte de Roque
Dalton parecían simples calumnias. Dediqué, personalmente,
decenas de horas en transmitirle experiencias, ideas,
tácticas y principios de la guerra. No
dudó en aplicarlas. Las unidades del ERP
luchaban contra batallones salvadoreños entrenados en Estados
Unidos con las más avanzadas técnicas que habían desarrollado.
Les insistía: no ejecuten a los prisioneros, no rematen a los
heridos, superen esa práctica torpe y estéril, porque así
jamás se rendirá uno de ellos. Debo añadir
que las armas con que combatían los
revolucionarios salvadoreños eran las ocupadas en Saigón, cedidas
a Cuba por Vietnam después de la victoria. Como se verá en
el capítulo IX, militantes revolucionarios integrados en el
Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional (FMLN) llevaron a cabo proezas
sin precedentes en las luchas de liberación de América Latina,
si se tiene en cuenta el número de hombres y el volumen de
fuego de las armas modernas.
Desaparecidos la URSS y el campo socialista, derrotada
electoralmente la Revolución Nicaragüense por la sangría de
la guerra sucia impuesta por Washington,
llegó la hora de tomar decisiones a otros
movimientos en Centroamérica. Pidieron mi opinión.
“Eso sólo lo pueden decidir ustedes”, fue la respuesta, “sólo
sé lo que Cuba haría”. Añado esta vez que
el mencionado jefe del ERP recibió beca en
Oxford, estudió Ciencias Políticas y Económicas.
Por lo que contó el Gobernador de Anzoátegui, ahora es asesor
yanqui sobre el arte de gobernar
revolucionariamente.
El
pueblo de Cuba soportó la desaparición de la URSS sin rendirse
y se dispuso a luchar hasta las últimas consecuencias, para
que —como dijo Rubén Martínez Villena— sus hijos no tengan
que mendigar de rodillas lo que sus padres
conquistaron de pie.
Del
material reunido y analizado salió un pequeño libro. Sus
capítulos pudieron reducirse a partes aproximadamente iguales,
aunque algunos son más extensos y otros más breves. No
deseábamos que la forma prevaleciera sobre
el contenido. Se incluyen textos que son
ineludibles para comprender los problemas. Uso el
método de seleccionar ideas básicas, tal como constan en los
documentos.
Disponer de los elementos de juicio requeridos es un deber de
los que realmente luchan por un mundo mejor y más justo. |