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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Misión en Bagdad Introducción.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

El texto que usted va a leer, no pretende ser la historia de la criminal agresión que los Estados Unidos de América lanzó contra Iraq en marzo del 2003, sino la visión testimonial que de ella captamos desde Bagdad, que aunque fue el epicentro del conflicto, no lo abarcaba todo. Escenarios importantes se desarrollaron también, sobre todo en el período previo al estallido de la guerra, en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York y en otras capitales del mundo. De la parte político-diplomática del conflicto, que demandaría ella sola la redacción de varios libros, incluí lo que aprecié desde Iraq a través de la prensa y otros medios internacionales, que eran limitados.

La narración abarca el período de mi estancia en Bagdad, desde principios de octubre de 2002, hasta el 18 de abril de 2003. Once días después de la entrada de las primeras tropas invasoras en la ciudad nos retiramos, el gobierno nacional iraquí ante el cual estábamos acreditados ya no existía, se había impuesto una «autoridad» ilegal compuesta por fuerzas extranjeras.

Los antecedentes del conflicto se remontaban a muchos años atrás, aunque los más cercanos y tal vez decisivos, podrían encontrarse en torno al año 2000, cuando la organización ultra conservadora estadounidense «Proyecto para el Nuevo Siglo», elaboró un programa para «reconstruir las defensas de los Estados Unidos», que proponía muchas de las acciones ejecutadas después por la administración neofascista de George W. Bush. Una buena parte de los que participaron en la elaboración de aquellas ideas eran superhalcones que pasaron a ocupar cargos en el gobierno republicano, entre ellos: Paul Wolfowitz, Richard Perle, John Bolton, Elio Cohen, Lewis Libby, Dov Zekheim y Stephen Carbone, la mayoría vinculados a Israel y a las ideas sionistas mediante negocios e ideología.

Las nuevas teorías elaboradas por este grupo incluían la concepción de la guerra preventiva, la práctica del unilateralismo que conllevaría al desconocimiento de la ONU cuando esta no se pudiera doblegar y la idea de que para que EE. UU. mantuviera su papel de potencia hegemónica en las próximas décadas, necesitaría controlar la zona del Medio Oriente, considerando esta en su extensión hacia el golfo Pérsico y el mar Caspio, la cual reúne las características de poseer las mayores reservas de petróleo del mundo y ser un importante cruce de comunicaciones con influencia hacia Asia y África. El control de estos recursos, económicos y estratégicos impediría el surgimiento de otra potencia que disputara la hegemonía estadounidense, ya fuera de Europa o de Asia. En el mencionado proyecto se incluía la idea de establecer nuevas bases militares en esas regiones y se identificaba a Iraq, Irán y Corea como regímenes que debían derrocarse a corto plazo, base sobre la cual Bush hijo, considerándose poseído de un mandato divino, proclamó su llamado «eje del mal».

Los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, constituyeron, posiblemente, un hecho decisivo en el camino para instrumentar este plan, cuando era evidente que ya se planeaban las acciones contra Iraq, que de inmediato fue incluido como objetivo de «la guerra global contra el terrorismo», y antes de que concluyeran las operaciones contra Afganistán, ya se había comenzado a crear el dispositivo militar en el golfo preparando la ofensiva contra Bagdad.

Estados Unidos consideraba que era imprescindible cambiar el curso negativo que para sus intereses seguían los acontecimientos en la zona. Iraq, pese al embargo de más de diez años, estaba dando pasos

para reconstruir su economía y había pasado a ser el primer socio comercial de muchos de sus vecinos: Turquía, Siria, Jordania, Egipto y Líbano, y otros iban por el mismo camino. Su aislamiento en la región árabe se deterioraba, sus relaciones políticas se ampliaban e importantes negocios se establecían con Rusia y los países de Europa Occidental. Su potencial económico era enorme y estaba respaldado por

las segundas reservas de petróleo del mundo, ciento doce mil millones de barriles probados y doscientos mil millones de reservas probables. Además, ciento diez millones de millones de pies cúbicos de gas como reserva probada y ciento cincuenta millones de millones de reservas probables. Se estaban estableciendo importantes negocios con compañías petroleras y las más favorecidas eran la Total FinaElf (francesa), la Lukoil, Zabubezneft y Mashinoimport (rusas), la China National Petroleum y la ENI (italiana).

La posición independiente de Iraq ganaba de nuevo influencia y simpatía en un entorno donde la política estadounidense era cada vez más impopular debido a la constante evidencia del doble standard de sus posiciones al proteger por un lado a Israel, que practica el terrorismo de estado, viola y desprecia sistemáticamente las resoluciones de la ONU, y por el otro, acusa a los árabes e islámicos de terroristas y de violadores de los derechos humanos y la legalidad internacional.

Por otra parte, Irán, otro gigante petrolero incluido en el «eje del mal» y otra potencia regional, iba ganando influencia en los últimos años y había reconstruido las relaciones con sus vecinos y los países europeos, sin renunciar a su política independiente y manteniendo su oposición a los planes de EE. UU. e Israel, al igual que Siria y Líbano.

Arabia Saudita –sacudida por los sucesos del 11 de septiembre– estaba entrando en una espiral de contradicciones y desconfianza con el gobierno estadounidense que, unido al creciente sentimiento popular en su contra manifestado en ese país, parecía dudar ya de su confiabilidad política y de su seguridad como primera gran reserva mundial de hidrocarburos –doscientos cincuenta y seis mil millones de barriles– y primer suministrador.

Al parecer, en círculos políticos existían serios temores de que algo parecido y tan desastroso para sus intereses como la caída del Sha en Irán pudiera suceder en el Reino Wahabita (Arabia Saudita), donde habían tenido lugar varios atentados en su contra.

Este escenario se relacionaba directamente con la situación de Palestina y el interés de EE. UU. e Israel en poner fin a la lucha de ese pueblo árabe por alcanzar sus justos derechos y sepultar sus aspiraciones con una solución mediatizada que favoreciera a los sionistas de Tel Aviv. Para ello sería necesario cambiar el panorama regional a través de una fórmula de fuerza que aplastara e intimidara a los contrincantes árabes e islámicos. Iraq, para comenzar este camino, era el escogido.

Las ideas elaboradas por el Nuevo Imperio, incluían llevar «su democracia » a la región, para lo cual Iraq era un magnífico punto de partida por sus características nacionales y sociales, su tradición de estado laico, su nivel de desarrollo cultural y el no tener una población formada en el extremismo religioso. Sería la base ideal para sus proyectos.

El factor petróleo jugaba un papel muy importante en esta decisión dado que el equipo gobernante en Washington estaba muy vinculado a los negocios energéticos. El presidente había tenido su propia compañía, la Bush Exploration; el vicepresidente Cheney integraba el directorio de la Halliburton; Condolezza Rice, consejera de Seguridad Nacional, provenía de la Chevron; el secretario de Comercio presidió la petrolera Tom Brown y la Sharp Drilling; y otros han sido ejecutivos o han estado vinculados a la Exxon y la Enron Corporation. Algunos sospechaban y otros afirmaban, que estos señores podrían estar llevando al país a una aventura bélica, de inciertos y desastrosos resultados, impulsados por los intereses de sus propios bolsillos. El petróleo iraquí serviría para pagar ampliamente los gastos de la guerra, enriquecer a muchas compañías en los negocios de la reconstrucción y financiar otros muchos proyectos de hegemonismo regional. Concebían la operación como el asalto a un gigantesco banco.

Pero también había otros factores que hacían de Iraq la presa favorita del grupo neofascista. Su situación geográfica era muy importante, tenía fronteras con Turquía por el norte, país de la OTAN; salida al golfo en el sur; fronteras con Irán al este; y con Siria al oeste. Estos dos últimos, posibles objetivos estadounidenses en el futuro. Iraq, a pesar de su paulatina recuperación, decaía tras largos años de embargo económico, los conflictos internos por los que había atravesado debilitaron su unidad interna, tenía en el Kurdistán tres provincias fuera del control gubernamental que ofrecían una magnífica base para tratar de desestabilizarlo y desde donde basificar fuerzas para avanzar hacia la capital. Allí, había unos quince mil combatientes de organizaciones opositoras kurdas a quienes EE. UU. y Gran Bretaña protegían desde que estos se sublevaron y lucharon contra el gobierno central de Bagdad. Por otro lado, en el sur, el levantamiento de comunidades chiítas había creado en el pasado una situación difícil en esa parte del país. Los servicios especiales estadounidense y británicos, que venían trabajando durante varios años con organizaciones opositoras en el exterior, estimaban que tanto kurdos como chiítas se sublevarían a su favor en caso de una guerra y que una parte importante de la población, afectada por las desastrosas guerras libradas contra Irán y la ocupación de Kuwait, favorecería el derrocamiento de un gobierno que estaba sancionado por las Naciones Unidas y con pérdida de credibilidad a nivel internacional. Su principal dirigente, Saddam Hussein, había cometido graves errores, y estaba satanizado por los medios de prensa ante la opinión pública occidental.

A pesar de que los inspectores de la ONU para el desarme de Iraq habían trabajado durante diez años antes de ser retirados, EE. UU. Consideraba que podía enarbolar la acusación de que aún poseía armas de destrucción masiva y con ello aterrorizar y manipular a la opinión pública nacional e internacional. El aval de lo sucedido el 11 de septiembre le serviría de base y los grandes consorcios informativos y sus subordinados en todo el mundo se encargarían de «fabricar esta verdad». Desde entonces, algunos medios muy importantes como el Washington Post y la CNN ya no esperaban instrucciones del gobierno para renunciar a su relativa independencia e integrarse a la maquinaria de propaganda oficial.

Iraq, posiblemente desde hacía años, había destruido la capacidad ofensiva que pudiera constituir alguna amenaza para países del entorno, aunque en realidad este peligro nunca existió para EE. UU. o Europa.

Los inspectores de la ONU ya habían certificado la destrucción de los cohetes SCUD y sus lanzaderas. El gobierno iraquí, que en 1990 anunció poseer armamento químico, que según evidencias utilizó a pequeña escala en su guerra contra Irán y los sublevados internos, declaró de manera oficial que ya no poseía tales armas, y los inspectores, tras diez años de trabajo, no encontraron pruebas de su existencia o de que el país mantuviera capacidades para producirla. En la guerra de 1991, Iraq lanzó varias andanadas de cohetes contra Tel Aviv, quien años antes, a su vez, había bombardeado las instalaciones nucleares cerca de Bagdad, pero los misiles no portaban sustancias prohibidas.

Para refrescar la memoria histórica, es bueno recordar que fue el colonialismo británico, en fecha tan temprana como 1919, quien primero utilizó artillería con gases de guerra para reducir una sublevación de la población kurda cerca de Sulaymaniyah, en territorio iraquí.

Posiblemente en la historia política de la humanidad no se haya visto una campaña tan grande de mentiras y de terrorismo mediático como la lanzada para preparar esta guerra. Estaba dirigida no solo contra Iraq sino contra todo el mundo. Ha sido increíble cómo jefes de Estado y de Gobierno de grandes países, dirigentes políticos y gubernamentales que alardean de ética religiosa –entre cuyos principios se incluye el mandamiento: no mentirás han engañado desvergonzada y conscientemente a sus propios pueblos y a la opinión pública internacional.

El presidente estadounidense George W. Bush, el primer ministro británico Tony Blair, y el jefe del gobierno español José María Aznar, entre otros altos dirigentes, son punibles de mentira de estado y de engaño público, además de cometer terrorismo y genocidio. Por ello deberían responder ante sus naciones y los pueblos del mundo.

Lo sucedido en los meses anteriores a la guerra, y durante la guerra misma, también constituye una soberbia lección demostrativa de la clase de libertad de prensa que predomina en la gigantesca estructura mediática occidental, que en los meses previos al conflicto se sumó en buena medida a la guerra psicológica organizada por intereses neocolonialistas y la ideología neofascista, buscando desatar una guerra a la cual se oponía la inmensa mayoría de la opinión pública y de la comunidad internacional, la que arrojaría una incalculable cantidad de víctimas y desgracias humanas, violando otro de los diez mandamientos: no matarás.

Lanzaron la guerra a pesar de los obstáculos. No lograron legalizarla en la ONU, a pesar de haber aplicado todo tipo de presiones y chantajes, lo cual demostró que políticamente el imperio no es omnipotente. No pudieron conformar una coalición fuerte y creíble, tal como habían alcanzado en la anterior guerra para expulsar a Iraq de Kuwait. Tuvieron una fuerte oposición en la zona, lo que los limitó a operar desde un solo frente debido a que Arabia Saudita, Jordania y Turquía no otorgaron permisos, al menos para la entrada masiva de tropas desde sus territorios. Ello impidió la muy necesaria ofensiva terrestre desde el oeste y el norte. Por otra parte, el fuerte sentimiento antiestadounidense a nivel popular en la región, aumentó el temor de regímenes antipopulares, algunos de los cuales devenidos protectorados, se vieron impedidos de ofrecer abierto apoyo a los planes guerreristas. Tampoco se produjo la esperada sublevación interna o el ansiado golpe de estado en Bagdad, hechos que promovieron hasta lo indecible para abaratar los costos de su operación. Tratando de hacer una valoración objetiva, EE. UU. y Gran Bretaña, que ya habían perdido la batalla político diplomática previa a la guerra, se lanzaron a una operación bélica, impulsados por su gran prepotencia, que implicaba altos riesgos militares, pero ello también sugería los extremos a los que serían capaces de llegar.

En el terreno militar, era posible cualquier variante, incluido el genocidio de una parte de la población iraquí para no correr el riesgo de ser derrotados o de perder cantidades considerables de sus fuerzas.

Importantes amigos de EE. UU. en la zona, como los gobiernos de Egipto y Jordania, le aconsejaron que no lanzara la agresión, pues podía traer consecuencias imprevisibles y contradictorias para sus intereses, y provocar acontecimientos incontrolables de negativa repercusión regional.

Los planes estadounidenses fueron favorecidos, sin embargo, por un grupo de factores y de errores de los iraquíes, que aun podrían ser susceptibles de análisis más profundos, en especial por mejores entendidos en materia militar.

A pesar de que los gobernantes de Iraq proclamaban casi a diario que preparaban sus fuerzas para una guerra irregular, no actuaron en consecuencia. Al parecer, no tuvieron una clara concepción del tipo de

guerra que haría el enemigo y cómo debían prepararse para hacerles el mayor daño posible, desgastándolos durante el recorrido de más de 600 km que obligatoriamente debían hacer sus columnas blindadas y sus transportes de tropas desde la frontera hasta la capital por una ruta casi prefijada. No utilizaron adecuadamente las ventajas que esta situación ofrecía. El territorio no fue minado, al menos en forma efectiva, tampoco los caminos de acceso a las ciudades ni los muchos puentes por los que tendrían que atravesar las tropas antes de llegar o entrar en Bagdad.

Los invasores avanzaron casi sin hostigamiento hacia el centro del país y aunque enfrentaron una fuerte resistencia en sus intentos de penetrar y ocupar las ciudades del sur, las tropas que marchaban por el desierto hacia la capital no fueron objeto de operaciones de tropas especiales, quienes hubieran podido aprovechar el conocimiento del terreno para hacerlo.

No tuvieron en cuenta que el casi absoluto dominio del aire y el gran potencial armamentístico de los invasores, obligaba a no ofrecerles blancos fijos ni descubiertos y que era imprescindible dispersar las grandes unidades, asegurar una gran movilidad y un mejor enmascaramiento de tropas y medios. Según informaciones, una buena parte de las unidades de tropas, tanques y otros medios, fueron prácticamente demolidas en sus emplazamientos habituales, muchas de ellas en las afueras de Bagdad, donde se ensañaron los bombarderos pesados B-52, B-1 y B-2, que arrojaron continuamente, desde el primer día de los ataques, incalculables cantidades de bombas, algunas sospechosamente demoledoras y prohibidas

por las convenciones internacionales. La evidencia de ello permanece todavía en nuestros oídos y fue, quizás, uno de los factores que incidió en el rápido desmoronamiento de la defensa de la capital, al crear incomunicación, desconcierto y deserción en algunos de los mandos.

Pocos días antes de la agresión, el país fue dividido en cuatro grandes zonas militares, cada una bajo el mando de los principales dirigentes políticos. Lo que era, tal vez, correcto desde el punto de vista militar para dar autonomía a esas regiones ante la posible interrupción de las comunicaciones, se hizo muy tarde, pues hubiera requerido ser preparado con anterioridad para lograr una mayor cohesión y haber comprobado el funcionamiento de esta estructura.

A pesar de ser proclamada, no hubo una real concepción de la guerra popular de resistencia. Con independencia de que una parte, de la población se pusiera al margen de la guerra y no estuviera dispuesta a participar en la resistencia armada, había decenas y quizás cientos de miles de personas dispuestas a luchar por defender la dignidad nacional y contra el atropello de su soberanía, pues producto de la agresiva política de EE. UU. contra los árabes, de su condición de aliado y soporte principal de Israel, y del ensañamiento mostrado en las sanciones por más de diez años, existía un profundo sentimiento contra la superpotencia que podía canalizarse en una mayor participación y preparación práctica para enfrentar la agresión.

Bagdad no fue preparada consecuentemente para desarrollar allí una efectiva resistencia, lo cual constatamos en los continuos recorridos que hicimos antes de que se lanzara la agresión. Pero aun sin la preparación adecuada del personal y el terreno en la ciudad, decenas de miles de personas armadas hacían guardia en las calles y los lugares importantes una vez que comenzó la agresión. Fuerzas de seguridad, milicias, cuadros y militantes del partido Baas[1] aparecían armados con fusiles, ametralladoras y lanzacohetes ligeros tipo RPG-7. Bajo una dirección inteligente y firme, y con una preparación adecuada hubieran hecho una fuerte resistencia y causado importantes bajas al agresor.

La guerra urbana ofrece muchas posibilidades de improvisación, sobre todo para los que están enraizados en su terreno, conocen sus características y cuentan con el apoyo de la población. Las fuerzas que estaban dentro de la ciudad, desaparecieron poco a poco entre los días 7 y 8 de abril, cuando se desarrollaron los primeros combates y penetraron en ella los tanques estadounidenses. Nos consta que los combatientes, en algunos lugares, recibieron la orden de quitarse el uniforme y guardar el armamento o entregarlo a quienes venían recogiéndolo.

A pesar de que casi todos los días de los cuatro meses anteriores a la agresión, la prensa iraquí reflejaba en su primera plana las reuniones que sostenía el presidente con los mandos militares de todo tipo, ello no se tradujo en medidas concretas y en la implementación de una estrategia y tácticas adecuadas. Al parecer, todo se quedaba en teoría y propaganda. Muchas veces, al recorrer Bagdad y la mayoría de las provincias del país sin ver una preparación consecuente sobre el terreno, pensábamos que quizás los dirigentes podrían estar persuadidos de que no habría guerra.

Se ha hablado e incluso se ha publicado mencionando nombres y cargos, que hubo traición por parte de algunos mandos que participaban en la defensa de Bagdad. Lo que podemos afirmar, como testigos directos, es que solo se combatió en la zona del aeropuerto y de forma limitada en algunos barrios o focos de resistencia que, por ser aislados, fueron rápidamente liquidados.

El 7 de abril presenciamos, con no poca sorpresa, cómo un grupo de tanques penetraba hasta el mismo corazón de la ciudad sin encontrar casi resistencia, después de atravesar kilómetros de calles y avenidas donde el día anterior había quizás miles de combatientes pertrechados con lanzacohetes y disponiendo de cualquier cantidad de minas o granadas. Bien por la traición o por la falta de una dirección y preparación correctas, no se llevó a cabo la resistencia que todos esperábamos.

Muchos de los combatientes, que en aquel momento se diluyeron con sus armas dentro de la población, serán los que organicen y lleven a cabo una nueva etapa de la guerra, la de la resistencia nacional armada contra la ilegal ocupación del gobierno de EE. UU.

Una de las enseñanzas de esta guerra, como actualización de otras contiendas colonialistas anteriores, es que EE. UU. y las grandes potencias disponen de armamentos con una ilimitada capacidad de destrucción y es posible que esto les permita acceder a ocupar territorios en una primera fase, que les sería más o menos costosa en la medida que el pueblo atacado se halle mejor preparado y dirigido. Pero estas potencias son muy débiles cuando se trata de mantener la ocupación de un país cuyo pueblo está cohesionado y decidido a luchar por defender su independencia y dignidad nacional. Para vencer a un pueblo en esas condiciones, no valen la superioridad aérea, los Tomahawk, las bombas inteligentes guiadas por láser, ni las armas nucleares o de destrucción masiva.

Cinco diplomáticos cubanos fuimos testigos, desde Bagdad, de la criminal y despreciable agresión: Reynaldo Mancebo Freyre, Miguel Porto Parga, Fernando Ferreira Díaz, Ernesto García Fiol y el que ha redactado este testimonio, Ernesto Gómez Abascal.

 

[1] Partido del renacimiento socialista árabe (Todas las notas son del autor, salvo especificación).

 

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