BAGDAD, AÑO Y MEDIO DESPUÉS
El 18 de abril de 2003,
cuando llegamos a la frontera jordana estábamos persuadidos de que
Iraq se convertiría en un infierno para los agresores y que sería
muy difícil que estos alcanzaran los objetivos por los que habían
lanzado su criminal invasión. Para prever tales acontecimientos no
era necesario ser adivino, sino solo ser capaz de tener en cuenta el
sentimiento de los pueblos.
A mediados de 2004
regresamos al Medio Oriente e hicimos un recorrido por varios países
de la región durante el cual nos entrevistamos con más de treinta
dirigentes árabes de distintos signos políticos y tuvimos la
oportunidad de confrontar opiniones y análisis sobre lo que sucedió
y sucedía en Iraq. Obtuvimos información de primera mano la cual,
unida al seguimiento de los despachos de prensa y a los artículos de
importantes especialistas en la región, nos ha permitido evaluar la
situación
año y medio después
del inicio de la guerra.
Hacía meses que las mentiras sobre las que se montó la guerra –la
posesión de armas de destrucción masiva y los vínculos con el
terrorismo–, se habían desinflado de forma escandalosa. El
presidente George W. Bush –jefe del grupo neofascista que la
promovió– había sido duramente sacudido, aunque –aferrado a
demagógicos argumentos patrioteros– persistía en que lo hizo velando
por la seguridad de EE. UU., como parte de un mandato divino que le
ordenaba llevar a cabo una cruzada antiterrorista de alcance
mundial. Otro de los tres cabecillas del verdadero “eje del mal”, el
ex presidente español José María Aznar, debió enfrentar la ira de su
pueblo, cuya amplia opinión contra la guerra despreció en su
servilismo hacia Washington. Su partido fue derrotado en las
elecciones de forma estrepitosa.
Los verdaderos objetivos –que muchos en el mundo conocían a despecho
de las campañas manipuladoras de la gran “prensa libre” occidental
plegada a los intereses neofascistas– eran: ocupar Iraq para
controlar las segundas reservas de petróleo del mundo, imponer un
régimen títere con una “democracia modelo”, y poner en práctica su
plan estratégico de cambiar el Medio Oriente y liquidar aquellos
gobiernos que le hacían resistencia a sus ambiciones hegemónicas, en
primer lugar los de Teherán y Damasco.
Estos propósitos estaban y están vinculados a la idea de que
controlando esa región, así como sus grandes reservas de petróleo y
gas, EE. UU. Tendría asegurado el poder mundial en el Nuevo Siglo e
impediría el surgimiento de otras potencias que le discutieran su
supremacía. Poderosos representantes de intereses sionistas
presentes en esta Administración con singular fuerza –en
colusión[39]con la extrema derecha fundamentalista cristiana–,
habían comenzado a instrumentarlos antes del trágico 11 de
septiembre de 2001, que dicho sea de paso, les vino como anillo al
dedo.
Principales y tal vez decisivos impulsores de este conflicto fueron
los sionistas que habían copado importantes cargos en el
Departamento de Defensa: Paul Wolfowitz, Douglas Feith –segundo y
tercer cargo del Pentágono–, Richard Perle, Elliots Abrams y Abram
Shulsky, entre otros. Ha trascendido que ellos crearon una sección
secreta para manipular la información, sobrepasar a la CIA y al
Departamento de Estado y crear las condiciones para justificar la
agresión a Iraq.
La destrucción de Iraq había sido un objetivo largamente acariciado
por Israel y los sionistas, quienes temían a sus capacidades y
potencialidades, y buscaban la ocasión para eliminar la posibilidad
de que este país se opusiera a su dominio del Medio Oriente.
Encontraron la oportunidad (al punto de que algunos especialistas
calificaran a esta como “la guerra para Israel”), y aunque es dudoso
que puedan alcanzar todos su propósitos, ya han infringido graves
daños al país árabe y lo han sumergido en una profunda crisis de
solución todavía incierta.
Inmediatamente después de la invasión, Washington anunció su
proyecto de crear el Gran Medio Oriente, que perseguía progresar en
las mencionadas ideas y posibilitaba a Israel su integración a un
conjunto de países que irían más allá de las fronteras árabes,
buscando un marco para disolver el nacionalismo histórico que los
opone a la expansión sionista. Otra idea básica del mismo proyecto
es la de las llamadas “reformas” que quieren imponer a países de la
región, con el anunciado propósito de modernizar sus sociedades y
“democratizarlas”, pero es evidente que persiguen reducir la
influencia de la cultura nacional islámica, la cual rechaza la
penetración occidental y el hegemonismo de EE. UU. e Israel. Tales
propuestas han sido rechazadas incluso por los gobiernos sobre los
que Washington tiene mayor influencia y es casi seguro que se agoten
y fracasen sin ser llevadas a cabo por la simple razón de que luego
de la invasión a Iraq se ha multiplicado el odio hacia ambos países
en las naciones árabes e islámicas, y no solo a escala popular.
Pero, ¿cuál de estos objetivos ha podido cumplir EE. UU. más de año
y medio después de lanzar su criminal agresión contra Iraq?
El 1° de mayo de 2003, apenas a quince días de la toma de Bagdad, el
presidente George W. Bush anunció “el fin de las operaciones de
envergadura” de forma eufórica y triunfalista, bajo un letrero en el
puente del portaviones
Abraham Lincoln
que rezaba “Misión Cumplida”. Pocos días después, el Consejo de
Seguridad de la ONU avaló por catorce votos a favor con la ausencia
de Siria, mediante la Resolución 1483, el control de Iraq por los
ocupantes que habían destrozado los principios fundamentales de la
Carta de esa organización: velar por la paz y la seguridad internacional,
la solución pacífica de los conflictos y el respeto a la soberanía
de los Estados.
En julio,
luego de complejas negociaciones y con la ayuda del brasileño Sergio
Vieira de Mello, representante del Secretario General de la ONU, los
ocupantes designaron un Consejo de Gobierno interino con una
compleja composición de organizaciones y fuerzas políticas que
habían estado mayormente en el exilio, jefes religiosos, tribales y
de agrupaciones étnicas. Algo más de un mes después, la sede de
Naciones Unidas fue volada en una acción que costó la vida al
diplomático brasileño junto a otras 21 personas, cuando comenzaron a
generalizarse ataques y acciones violentas por buena
parte del país.
Los meses siguientes
se caracterizaron por el surgimiento de una Resistencia armada que
comenzó a poner en crisis la ocupación, evidenciando que el control
de los invasores sobre el terreno era precario.
En diciembre,
en los alrededores de Tikrit, fue capturado el ex presidente Saddan
Hussein, cuyos dos hijos y un nieto habían muerto en combate días
antes. El gobierno de Washington trató de utilizar estas acciones
para levantar el ánimo de sus tropas, ante el creciente desconcierto
que producían las cada vez más efectivas acciones de la Resistencia.
El público y mayoritario rechazo del pueblo iraquí a la ocupación
extranjera se podía ocultar cada vez menos y, a estas alturas,
también había sido destrozada la mentira de que los habían recibido
como libertadores.
A comienzos de 2004,
la guerra que el presidente Bush había dado por finalizada en sus
operaciones principales, tomó cuerpo y comenzó a extenderse por todo
el territorio iraquí. La Resistencia se va organizando y se torna
más efectiva, el número de acciones diarias llega a veces a 50 y la
cifra de bajas entre los ocupantes crece por día, aunque la
información se manipula para no crear el pánico, en especial entre
la opinión pública estadounidense, considerando que se trata de un
año de elecciones, de manera que el Pentágono prohíbe a la prensa mostrar fotos de los ataúdes o
escenas en las que aparezcan sus soldados muertos.
El plan para consolidar las autoridades títeres persiste.
A principios de marzo
el Consejo de Gobierno interino aprobó una Constitución que vio la
luz con una nueva variante de la Enmienda Platt, en la que se repite
el ejercicio llevado a cabo en Cuba a inicios del siglo XX cuando,
bajo ocupación militar, nos impusieron el derecho a intervenir en el
país cada vez que sus intereses los recomendaran, y se prevén
elecciones para principios de 2005. De fondo a estos
acontecimientos, la sublevación de las ciudades de Fallujah y Ramadi
se une
en abril
a combates generalizados contra los ocupantes en las principales
ciudades del sur –en especial en los centros sagrados de la secta
chiíta–, Nayef, Kerbala y Kufa. Bagdad se convierte en un centro de
mortales acciones contra los soldados estadounidenses y casi a
diario son bombardeadas, con fuego de morteros, las oficinas del
administrador colonial, Paul Bremen, en la llamada Zona Verde.
Barrios completos de la capital están bajo el control de la
Resistencia, al igual que en Baquba, Samarra, Tikrit y Mosul. El
Ejército del Mahdi –milicia que dirige el clérigo Moqtada Sadr–,
amplía su presencia no solo en la capital sino en Nassiriyah,
Samawa, Smara y Basrah. Las tropas invasoras –tras desesperados
intentos de reducir la sublevación y a pesar de utilizar
indiscriminadamente su superioridad técnico- militar y masacrar a la
población civil–, pierden la iniciativa y se ven obligadas a
capitular y abandonar importantes barrios y ciudades que quedan bajo
el control de la Resistencia.
A finales de mayo,
luego de no pocas negociaciones y en medio de la guerra de
resistencia popular que se ha establecido en el país y en una
ceremonia que por razones de seguridad se tuvo que hacer en secreto,
el administrador colonial, Paul Bremen, aprueba el designado
Gobierno Provisional integrado por 26 ministros con una composición
muy parecida al anterior Consejo, que ahora queda sin efecto. El
primer ministro designado es el chiíta Iyad Alawi, cuya reputación
lo vincula, desde hace muchos años, a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y a los servicios especiales
británicos. La presidencia recae en Gazi Agil al-Yawar, jefe tribal
sunnita. Por estos días, la “gran prensa libre” occidental repite
machaconamente que se trata del traspaso de la soberanía a las
nuevas autoridades iraquíes. La nación permanece ocupada por cerca
de 140 000 soldados norteamericanos y el nuevo gobierno aprobado y
designado por las autoridades coloniales, en una pirueta formalista,
extiende un documento solicitando que permanezcan en
el país para “ayudarlos en la reconstrucción y pacificación”. El
secretario de Estado, Colin Powell, para que nadie se llame a
engaño, aclara: “el nuevo gobierno no tiene poder de veto en las
decisiones militares de los Estados Unidos”.
Por ese entonces estalla el escándalo de las torturas en las
cárceles iraquíes, –primero por Abu Ghraib, que no es el único
lugar–. La gran prensa se vio obligada a reflejar escenas que
conmovieron la sensibilidad de todo el mundo y sacudieron al imperio
en su hipocresía. Sus criminales acciones no
son algo nuevo, así lo han hecho siempre: con los presos
“invisibles” que han logrado ocultar en la base que ocupan
ilegalmente en Guantánamo, con los prisioneros vietnamitas en las
“jaulas de tigre”, el colonialismo ha aplicado estos métodos
continuamente, pero esta vez algo les falló y las fotos e imágenes
de televisión se difundieron con amplitud. El mundo se estremeció
aterrorizado ante las escenas. El grupo neofacista y sionista –el
gobierno de Washington, el Pentágono y la CIA–, entrenador de los
torturadores y terroristas, es sorprendido por los hechos y trata de
justificarse buscando culpables subalternos, alegando que son solo
casos puntuales. Pero trascendieron evidencias de que las torturas
respondían a una política orientada desde la cúpula del Departamento
de Defensa. Recordamos que Donald Rumsfeld había
visitado Abu Ghraib en septiembre del año anterior y después lo hizo
Wolfowitz y otros de sus principales ayudantes, quienes orientaron
que, a toda costa, se buscaran confesiones con las cuales demostrar
la existencia de vínculos con Al Qaeda; sin embargo, nada les
sucede. Sin poder ocultar lo evidente, la gran prensa informa, pero
luego calla de nuevo, la prolongación del escándalo “puede
perjudicar la seguridad de los Estados Unidos”. El odio es lo único
que se acrecienta en los pueblos del mundo que rechazan el crimen y
la injusticia.
Los “técnicos en interrogatorios” del Mossad y el Shin Bet[40] israelitas, avezados en tales prácticas contra los patriotas
palestinos, han asesorado o participado directamente en los
criminales procedimientos. Ha trascendido que fuerzas sionistas han
tomado parte en la represión en Iraq y que han
asesorado a unidades especiales de los ocupantes en la guerra de las
ciudades. Los indiscriminados ataques contra la población civil de
Fallujah y otras urbes, han sido idénticos a los que ejecutaron y
aún realizan los tanques y la aviación de Israel en Jenin y Rafah,
en Palestina, para citar solo lugares cercanos. Los ocupantes
estadounidenses también utilizan la técnica sionista de operaciones
de castigo como la destrucción de casas en zonas donde la población
se manifiesta abiertamente contra ellos y asesinatos selectivos
contra dirigentes de la Resistencia. Se trata del mismo desprecio
por la vida de árabes y musulmanes, son parte de la misma cruzada
que proclamó el presidente George Bush poco después del 11 de
septiembre. Ambos han proclamado el argumento de velar por “la
seguridad nacional” y de “la lucha contra el terrorismo”, justificación para cometer cualquier tipo de
crimen. Con eso pretenden acallar e intimidar a sus propios pueblos.
El que se oponga es acusado de antisemita por Israel o de
antipatriota por EE. UU.
Pero la represión y la barbarie contra un pueblo, que ha sido vejado
y humillado por la ocupación extranjera, lejos de pacificar el país
ha alimentado el patriotismo y la decisión de luchar y resistir.
Durante los primeros diez meses del año 2004 los ocupantes tuvieron,
como promedio, muchas más bajas que en el 2003. Entre ellos crecen
las señales de agotamiento y fatiga psicológica debido a la labor de
policía represiva que realizan en un medio tan adverso. Los
militares estadounidenses muertos sobrepasan el
millar y el total de bajas, sumando los heridos, rebasan las 9 000,
cifra tan importante que comienza a movilizar la opinión pública y a
incrementar las críticas contra la administración yanqui. Además el
ejército reconoce que han tenido más de 3 000 desertores y se ha
divulgado que unos 20 000 soldados han debido ser retirados de Iraq como “bajas médicas”.
En septiembre de 2004,
se estimaba que unas 20 ciudades de relativa importancia estaban, de
una forma u otra, en poder de la Resistencia, la cual, cada vez más,
daba muestras de ampliar su organización e influencia, que incluía
importantes zonas de la capital donde los ocupantes ya no se sentían
seguros, ni siquiera en la fortificada “Zona Verde” bombardeada casi
a diario con morteros o cohetes. El desconcierto y la incertidumbre
comenzaban a aflorar en las opiniones de importantes dirigentes de
la administración neofascista y algunos hablaban de aumentar el
número de tropas reconociendo que con 140 000 efectivos no les sería
posible un verdadero control sobre el terreno. Otros los acusaban de
falta de previsión y de haberse lanzado a una aventura sin antes
haber concebido una adecuada estrategia de salida. Por esta
fecha, algunos ya se atrevían a opinar sobre una posible retirada.
El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, reconoció por primera vez
que la situación se tornaba difícil y compleja y que se habían
equivocado en sus cálculos, por lo que viajó a Iraq en
octubre de 2004
para darle aliento a las tropas y tratar de impulsar un nuevo plan
represivo contra las principales ciudades y zonas rebeldes con el
objetivo de tratar de controlarlas y “pacificarlas” antes de las
pretendidas elecciones de principios de 2005. El plan había
comenzado en Samarra –importante ciudad y centro histórico islámico
situada al norte de Bagdad–, que fue bombardeada de forma criminal
lo que provocó decenas de bajas entre la población civil. Lo mismo
han estado haciendo en Fallujah, Ramadi, Ciudad Sadr en Bagdad y
otros lugares, logrando, con cada crimen, acrecentar el odio del
pueblo contra ocupantes y colaboradores.
El plan de “pacificación” incluía la creación de una Guardia
Nacional de cerca de 200 000 miembros, la cual serviría de policía
represiva para facilitar a las tropas estadounidenses la retirada
hacia grandes bases en la retaguardia mientras los iraquíes se
mataban entre ellos. Esta idea, sin embargo, no es nueva, se había
practicado en el pasado con pocos resultados, pues los reclutas, que
en su mayoría se enrolan por razones económicas, en muchos casos se
niegan a pelear contra sus hermanos, desertan o se pasan a las filas
de la Resistencia.
Año y medio después
de la invasión y la toma de Bagdad, EE. UU. No solo se encuentra en
un país donde la violencia y la resistencia se han generalizado,
sino que no ha logrado el propósito de hacer grandes negocios con el
petróleo y con la “reconstrucción”, con los cuales esperaban
resarcir los gastos de la contienda además de obtener abundantes
ganancias. El enorme costo de la guerra (151 000 000 000 USD hasta
agosto de 2004), gravita como espada de Damocles sobre el inflado
presupuesto y sobre los contribuyentes estadounidenses. La operación
militar planeada como una colosal y ventajosa inversión, cuya
recuperación inmediata y abundante consideraban asegurada, parece
convertirse en bancarrota. Antes de la guerra, la capacidad de
exportación del crudo iraquí –con una industria deteriorada por más
de diez años de bloqueo– llegaba a unos 2,8 millones de barriles
diarios, aunque el promedio que se lograba era más bajo. Después de
la ocupación, las cifras de extracción son mucho menores y, por
momentos, la exportación se ha visto reducida a alrededor de 500 000
barriles.
La infraestructura petrolera, muy difícil de salvaguardar en un país
en guerra, ha constituido un objetivo básico de la Resistencia, que
ha estado saboteando los oleoductos y otras instalaciones para
impedir que les roben sus riquezas. Las acciones contra técnicos
extranjeros que trabajan en esta industria y en obras de
“reconstrucción”, y que en un principio concurrieron atraídos por
las ventajosas leyes promulgadas por el administrador colonial Paul
Bremen, han paralizado muchos proyectos.
Con un país sacudido por la violencia, en el cual enfrentan una
feroz resistencia que por momentos lo sitúa a la defensiva y en el
que su control es cada vez más precario, EE. UU. ha tenido que
postergar indefinidamente sus planes agresivos contra Irán y Siria,
pues, aunque mantiene capacidad para intentar desestabilizar estos
países, no puede enfrascarse en otras acciones de envergadura que
impliquen tropas terrestres sustanciales. Sucesos en el norte de
Siria con la minoría kurda que habita en esa región tienen el
sello inconfundible de los servicios especiales de Israel y EE. UU.
Impulsada por el grupo sionista más recalcitrante en el Congreso,
entre quienes figura la representante Ileana Ros Lethinen, se aprobó
la Ley de Responsabilidad de Siria, variante de bloqueo contra
Damasco. También se ha ejercido presión sobre Teherán, en especial
buscando crear un incidente para acusar al país persa de trabajar en
un plan de producir armamento atómico violatorio de los acuerdos con
la OIEA. No se puede excluir la posibilidad de ataques limitados
contra objetivos específicos, pero ello solo exacerbaría el odio que
ya existe contra el imperio y su aliado sionista.
Sin euforia o exceso de optimismo, se puede afirmar que el tiempo no
juega a favor de los planes de Washington e Israel en la región. En
Iraq han abierto un camino de violencia y desestabilización con un
alto y terrible costo para su martirizado pueblo, cuyos muertos
civiles son incalculables, aunque algunas fuentes mencionan cifras
superiores a los 30 000. Sin embargo, ellos también tienen que pagar
una elevada cuota por su aventura colonial y habrá que ver hasta
cuándo pueden continuar pagándola. La criminal empresa, lejos de
terminar con el terrorismo, evidentemente lo estimula, ellos lo
saben y lo promueven en un juego macabro que consideran útil a sus
planes hegemónicos.
Es verdad que tienen poder y capacidad técnica militar indiscutible,
pero la historia ha demostrado que los imperios también se desgastan,
pueden ser derrotados y perecen. Estados Unidos podría verse abocado
a una derrota de impredecibles consecuencias en Iraq.
La guerra y la injusticia son el origen del terror, no el ansia de
libertad de los pueblos. La victoria siempre estará del lado de
quienes resisten y defienden sus principios: la verdad, la dignidad
y la justicia.
OCTUBRE
DE
2004.
[39] Acción o efecto de coludir (pactar en daño de terceros).
(N. del E.)
[40] Seguridad interior.
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[Capítulo I]
[Capítulo II]
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