Wilkie Delgado Correa
La ciudad de Baracoa
se localiza en el extremo este de la isla
de Cuba.
Es la ciudad Primada, porque
fue uno de los primeros
puntos de la geografía de
Cuba avistado y explorado, por primera vez,
por el Almirante Cristóbal Colón el 27 de noviembre de 1492, y devino luego la primera villa fundada por los
españoles el 15 de agosto
de 1511.
Próximamente cumplirá los quinientos años desde su
fundación por Diego
Velázquez, donde asentó la primera capital de la
Isla, y desde
esta villa, los españoles iniciaron la colonización del resto de Cuba. Tiene una rica
historia vinculada primero al enfrentamiento por los indios
al proceso exterminador de
la colonización, luego a las luchas por
la independencia de Cuba y, finalmente,
a las luchas de liberación nacional contra la dictadura y la construcción de una nueva sociedad
por
la
Revolución Cubana.
En la novela “Y miro desfilar mi vida” describo
el mundo geográfico y humano, que la caracteriza, de la manera siguiente:
Las cordilleras rodean a la ciudad.
Le atrapan la existencia
callada y humilde que transcurre entre paredes y techos que ascienden
desde las costas hacia las
terrazas. La ciudad se queda
chica, un bultito apenas, entre la vegetación agreste que se desparrama bajo los contornos de las montañas altivas
y descollantes. Las montañas
desafían al cielo, sus picos imponentes
se levantan con pretensiones
de soles. La ciudad mira hacia
arriba. Y las alturas unas veces
se perciben lejos y otras parecen alcanzarse
con las manos. La ciudad siempre mira hacia
arriba. La cordillera siempre
inclina su cabeza para mirar
hacia la ciudad que queda a sus pies.
El mar estás frente
a la ciudad. Gracias al mar nació
la ciudad en aquel recodo del litoral.
Hace varios siglos era una casa, después varias. Con el transcurso
de los siglos le nacieron casas y más casas a la antigua ciudad. El
mar siempre es el mismo. Verde o azul
plomizo, sereno o encrespado, acariciador o azotador de playas y arrecifes, abrazando al cielo en el horizonte lejano, ancho y enorme. El mar también empequeñece
a la ciudad. Pero también le abre
una puerta hacia el mundo. Es su liberación.
El mar mira a la ciudad como
a una hija que acuna en su
regazo. La ciudad se lanza hacia el mar y otea
el horizonte en busca de aventuras.
El río se desploma
desde las montañas, corre travieso entre las rocas, los
barrancos y la tupida vegetación. Las aguas traen un rumor de voces ancestrales, telúricas. Los dos brazos
del río rodean a la ciudad y forman un collar de perlas huidizas que la engalana. Los tibarcones son testigos del
encuentro singular del río con el mar
en los dos extremos de la
ciudad. La gente dice que aquí el río muere
en el mar. Pero también puede afirmarse que en este
lugar transcurre una ceremonia natural de metamorfosis, en la que el río se transforma en mar. Y la
ciudad conoce estos secretos, y las aguas del
río y del
mar son espejos que reflejan la imagen añosa de la ciudad, que no se cansa de vivir y aspira a eternizarse en sus pequeñas y grandes cosas.
El castillo colonial parece un centinela en uno de los extremos
de la ciudad. Se alza en un promontorio que destaca su imagen
altiva y solitaria sobre el nivel del mar y los arrecifes. Sus vetustas paredes
muestran las cicatrices dejadas por las
guerras y las tormentas de los siglos. Sus murallas, almenas y cañones vigilaron el mar y contuvieron las arremetidas de los corsarios y piratas
contra la ciudad. En sus fosos,
celdas y pasadizos se derramó a ríos la sangre de criminales e inocentes, de gente mala y buena, que
se precipitó a la muerte en
un tiempo detenido entre sus muros. Constituye
un enigma que hoy crezca un árbol
frondoso entre las piedras de uno de los torreones
de la fortaleza.
La gente habita la ciudad. Si la ciudad respira, vive y crece es por su
gente. No se concibe
la una sin la otra, ambas se procrean y amamantan, forman una unión indisoluble
más allá de la muerte. En realidad cada ser es como
si fuera una parte vital de la ciudad. Historia y memoria de la ciudad y
la gente, que se suceden desde los
momentos mismas
en que las primeras manos alzaron la pared o el muro de la primera casa, fortaleza o templo,
para dar vida a la ciudad. La gente talla con su obra
la imagen definitiva de la
ciudad y ésta imprime su sello distintivo
para configurar la imagen de su gente.
El tiempo, con su magia telúrica, siembra de pasado, presente y futuro tanto a la ciudad como a su gente.
El enemigo siempre ha acechado a la ciudad, pero para tomarla tendría
que acabar con toda su gente.
Así dicen todos sus
habitantes, y nadie puede pensar que
mienten, porque sus vidas son parte
inseparable de la ciudad. Esta resolución individual y colectiva
es la mayor fuerza con que cuenta la resistencia
de la ciudad. Es su escudo
protector frente a toda conquista imaginable que la amenace.
Para un final, a modo de conclusión, confesaré que en esta ciudad nací, y allí están sembrados
los restos de los míos, y allí
también está mi amor por esa
tierra.
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