Wilkie Delgado Correa
“He comprendido por qué los norteamericanos no saben
hacerse amar y consiguen frecuentemente hacerse detestar por el mundo entero.”
Han transcurridos dos meses y los bombardeos de la “coalición”
de la OTAN
prosiguen cayendo como una maldición sobre instalaciones y poblaciones libias,
amparados en la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, culpable de los
desmanes pero objetivamente transgredida y violada por sus implementadores, y,
a pesar de que los aviones libios no vuelan ni a ras de tierra ni ruedan sobre
las pistas, la sofisticada aviación de los europeos y norteamericanos,
verdaderas máquinas para matar y destruir con el disfrute de una impunidad
total, no parecen tener fin para perpetrar la violación de la soberanía de un
país y disfrazarla impúdicamente con el eufemístico nombre del establecimiento
de una zona de exclusión aérea en aras de proteger la vida de civiles.
Ahora los
aviones tripulados de la OTAN
y los drones no tripulados de los Estados Unidos, teledirigidos por la “inteligencia”
humana y artificial andan como halcones imperiales a la caza de una presa
llamada Gaddafi, que le ha resultado más difícil de lo pronosticado, y que,
además de todos los atributos malvados que les achacan, acumula otro más
perverso, para la visión de los Cameron, Sarkozy, Berlusconi y Obama, el de ser
escurridizo y no dejarse matar. Pues estos personajes, ¡oh, degeneración y
desvergüenza de la política actual!, hablan de la
eliminación de las personas, y lo más indignante es que la practican, como si se tratase de capos dirigentes de las mafias
criminales comunes del pasado y del presente. ¿Alguien
puede entender y justificar este lenguaje moralmente
despreciable en boca de dirigentes de países que se presentan como civilizados?
A estos personajes, ya solos o agrupados, sonrientes
o serios según la ocasión y los escenarios donde se reúnen las cofradías, se
les observa con sus vestimentas caras e impecables, acicalados como vedettes o
personajes del mundo artístico o cinematográfico, en plena actuación
dramatúrgica, con declaraciones ajustadas al libreto teatral, pero siempre con
tono de perdonavidas, mientras sus palabras reflejan el engaño de una
definición contraria al sentido real de las mismas.
Mientras
tanto, a pesar de que sus pueblos no viven los mejores momentos de bienestar, y
protestan con algo de fuerza pero quizás todavía no con toda la posible y
necesaria, ellos viven en la molicie y abundancia que les garantiza su
complicidad y pertenencia a la plutocracia que gobierna delante y detrás del
trono. Bueno sería que las masivas movilizaciones de protestas por las medidas
de corte neoliberal aplicadas alcancen tales dimensiones que sirvan para
ponerlos en ridículo y apuros, en el momento preciso en que andan alebrestados,
alarmados y entrometidos selectivamente por las protestas ocurridas en algunos
de los países árabes, pues ante las que se desarrollan en sus aliados, ellos no
se ocupan, callan y se hacen los ciegos. Sería bueno que quedaran
suficientemente en evidencia en esos países de Occidente la dureza del
corazón de esa clase dirigente y la hipocresía de sus élites.
Cada día se hace realidad las denuncias previas de
que bajo el manto de tan nefasta resolución del Consejo de Seguridad, los
Estados Unidos y los países europeos iban a imponer sus condiciones en la
ejecución de la misma, y sus resultados se caracterizarían no por sus fines
humanitarios, sino por los mortíferos para todo el pueblo libio y en especial
para la parte que apoyara a Gaddafi. De nada valen las voces de países como
Rusia y China, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, tampoco se tiene
en cuenta a la
Organización de la
Unidad Africana ni las voces de otras organizaciones de países,
o de gobiernos independientes, y menos las manifestaciones de organizaciones
sociales y políticas y de personalidades de todo el mundo. La guerra no
declarada contra Libia la mantendrán los poderosos hasta que destruyan todo lo
que consideren necesario para imponer sus intereses, sin importar el costo
humano, material y espiritual del pueblo agredido.
El pueblo de Gran Bretaña debía
recordar los tiempos en que su país recibía los bombardeos sistemáticos de la
aviación nazi. El
pueblo francés debía sentir todavía, en carne doliente, lo que significó la
ocupación alemana de su territorio. El pueblo italiano debía reconocer
el precio que tuvo que pagar por su fascismo y su alianza agresiva con Alemania
durante la
Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ahora los gobiernos de
estos países y otros forman parte de una alianza para agredir a un país que no ha lanzado ni una piedra sobre sus
territorios en un gesto de ofensa, ni ha podido, en defensa propia, causarle
una sola víctima en acciones de riposta a los bombardeos sistemáticos.
No debe olvidarse que los conquistadores de antes y
de ahora, cada vez que alcanzan un palmo de tierra, extienden más los brazos,
también los dedos, en procura de abarcar hasta donde les sea posible, si la
resistencia no les parte los dedos o el brazo.
Es que todos estos países engreídos y soberbios, en
el colmo de su opulencia y poderío, parecen que no pueden despojarse, a pesar
de que el proceso de descolonización puso fin al carácter físico
extraterritorial de los imperios, de las ínfulas que permanecen en sus genes, y
quieren revivir como posible un nuevo reparto del mundo, aunque ahora,
hipócritamente, quieren que los países representados en la
ONU, cuya mayoría obtuvo su independencia de estas potencias a
base del derroche de valentía y de sangre derramada a raudales, les convaliden
sus injerencias y concuerden con este nuevo designio conquistador, mediante un
comportamiento abúlico, cobarde, cómplice y servil.
Albert Camus, escritor francés y Premio Nobel de
Literatura, intuyó muy bien la actitud europea, y, por extrapolación también a
la norteamericana, tal como la describe el protagonista de la novela
“LA CAÍDA”:
Trata un asunto que es de la mayor trascendencia, y
tiene que ver con los destinos de un pueblo o de los pueblos, y el personaje
hace referencia y habla, ante algunos amigos,
“sobre la dureza del corazón
de nuestra clase dirigente y la hipocresía de nuestras élites”.
También dice el personaje en su monólogo:
“Sé
perfectamente que no se puede prescindir de dominar o de ser servido.”
Ante este planteamiento en la obra de Camus, cabe a
la vez que nos
preguntemos: ¿Será esa la filosofía política de nuestros
imperialistas de allá y acullá en este mundo actual del siglo XXI?
Y continúa sus reflexiones el personaje de la “Caída”:
“Hace falta que alguien tenga la última palabra. De lo
contrario, a toda razón siempre se le podría oponer otra, y no se terminaría
nunca. El poder en cambio, lo resuelve todo.
Nos llevó tiempo, pero al final lo comprendimos. Por ejemplo, debe haberlo
notado, nuestra vieja Europa ya filosofa del mejor modo. No decimos más, como en los tiempos
ingenuos: “Yo pienso así, ¿qué objeciones tiene?” Nos
volvimos lúcidos. Hemos reemplazado por el comunicado.
“Esta es la verdad”, decimos. “Siempre la puede
discutir, no nos importa.
Pero
dentro de unos años habrá una policía que le demostrará que tengo la razón”.
Tal parece que esos años ya llegaron, y no se trata
sólo de una policía cualquiera para ejercer su represión en el interior de los
países de Europa, ahora Unión Europea, que la hay, sino de los ejércitos de
mar, aire y tierra de la OTAN,
listos para actuar en cualquier escenario donde crean conveniente desplazarse
para demostrar “su verdad” y que “tienen la razón”.
¿Quieren un panorama más pavoroso para el presente y
futuro de la humanidad si esta filosofía no se ataja y es derrotada antes que
otra cosa sea, es decir, el entronizamiento de la tiranía mundial por una
decena o dos decenas de países endiosados por su poderío?
Al igual que Camus, el escritor Ray Bradbury se
pronunció, como muchos otros escritores norteamericanos famosos, sobre la
realidad de la política y el comportamiento de los norteamericanos, mejor sería
decir de los yanquis, o sea la parte prepotente y engreída de los Estados Unidos,
que incluye a las élites políticas y sociales de ese país, y que miran al resto
de los países del mundo, ya como subordinados o como aliados de menor cuantía.
Recuerdo a un profesor y
economista canadiense, que en una disertación expresó que los norteamericanos
se comportan en muchos terrenos y, en especial en política, como unos elefantes dentro de un laboratorio
repleto de cristalerías.
Debido a esa actitud desde hace mucho tiempo está
presente en el mundo una fobia y un rechazo anti-yanqui, que se origina
en las acciones de amenazas, agresiones y guerras, de proporciones diversas, y
lo cual ha sido tratado en informaciones, artículos de opinión, entrevistas,
ensayos, libros, documentales, películas, etc.
Es una perspectiva que aborda tanto la gente común como
los artistas, escritores, políticos, religiosos y otros actores de la historia
pasada y presente. Y nada indica, si no cambian los gobernantes y la clase o
plutocracia que dirige a ese país, que esa apreciación
y sentimiento no continúe su curso demoledor para el prestigio de los Estados
Unidos y su futuro como
imperio.
El famoso y multipremiado escritor norteamericano Ray
Bradbury declaró en 1968 a
la prensa lo siguiente:
“Recientemente he releído el libro
de Bernard Shaw y he comprendido por qué los norteamericanos no saben hacerse
amar y consiguen frecuentemente hacerse detestar por el mundo entero.
Shaw señala que nosotros
simplificamos demasiado las cosas y las ideas, transformándolas en verdades
absolutas, que pensamos y vivimos a través de juicios convencionales y esquemas
preconcebidos.
Es que no entendemos de matices. Para el norteamericano corriente, los comunistas
tienen que ser necesariamente horribles y malvados, no puede haber
buena gente en Vietnam
o en China Roja. Nada bueno puede haber de positivo en
el comunismo, piensa el hombre del
montón. En ese absolutismo sin matices se cometen
faltas de apreciación y hasta verdaderas estupideces, como siempre que funciona el odio o la
indiferencia humana.
Uno de los problemas es que nos
faltan grandes hombres. Hasta nuestros mejores presidentes fueron una mezcla de bueno y
malo. Roosvelt, por ejemplo, fue óptimo en la política nacional y salvó
a los Estados Unidos de la depresión, pero fue pésimo en política extranjera. Colaboró en la derrota de la
República Española. Kennedy fue satisfactorio en algunas
cosas y funesto en otras, como en la aventura de Bahía de
Cochinos”.
Contemplando la actuación posterior de otros
presidentes se podría añadir, siendo fiel al análisis de Bradbury, que Carter
fue el más ético y progresista en su visión de la política exterior, por cuyas
acciones posteriores fue galardonado con el Premio Nobel de la
Paz, Sin embargo durante su mandato se enzarzó en el apoyo a la
oposición en Afganistán y apoyó al Sha de Irán y luego autorizó la frustrada y
estrepitosa operación de rescate de rehenes en Irán, que fue un factor de su
derrota en su aspiración para un segundo mandato.
Clinton fue un presidente carismático que condujo al
país a una situación económica privilegiada y éxitos en su política exterior,
sin embargo se involucró en la guerra de Kosovo, en escándalos sexuales y
aprobó un engendro de ley estúpida, la ley Helms-Burton contra Cuba y el resto
del mundo, que constituye una barrabasada legislativa y normativa de política
exterior.
Obama prometió grandes cambios después del
período gris, lodoso y genocida de W. Bush, sin embargo prosiguió las mismas
guerras de su predecesor y la extendió a Pakistán y recientemente a Libia y
continúa manteniendo la prisión execrable en Guantánamo. Nada
de lo que prometió acabar si era presidente, lo ha cumplido hasta el momento.
Y a pesar de haber recibido el Premio Nobel de la paz,
más por sus promesas que por sus obras, se comporta como
un equilibrista a fin de garantizar la reelección y un émulo en acciones del abominable W. Bush.
Y continuaba Bradbury en el análisis mencionado: “A
veces me pregunto si no es nuestra falta de virilidad en casa lo que nos hace
tan dictatoriales y destructores en los demás países. Cobardes en el hogar, con
nuestras mujeres, nos desquitamos fuera y pretendemos ser prepotentes con los
demás. Somos un pueblo de varones inmaduros
absolutamente”.
Como vemos, estas opiniones de Bradbury, son una
especie de bisturí que abre y pone al descubierto las entrañas viscerales, la
psicología y el carácter de las ínfulas que muestran al mundo los políticos
norteamericanos, y estos juicios son coincidentes con el de muchos otros
ilustres hombres de ese país, digamos Hemingway, Henry Miller, Noam Chomsky,
Edward Zinn, Mikel Moore, etcétera.
Por tanto los criterios citados de Camus y Bradbury
sobre Europa y los Estados Unidos, actuales socios en guerras iniciadas en un
periodo que abarca diez años, incluyendo Afganistán, Irak, Pakistán y Libia y
otras intervenciones y amenazas de agresiones en otros rincones, sirven para
caracterizar un comportamiento político de naturaleza imperial que amenaza al
resto de los países del mundo, y en particular a la paz y la supervivencia de
la humanidad.
¡Pero qué
magnífica instantánea la de estos dos escritores para un
retrato de la realidad política de Europa y Norteamérica, en sus papeles de
mandamases en el planeta!
El retrato pudiera exhibir como título esta
idea de Bradbury: ¿Por qué ser tan dictatoriales y destructores en los demás
países? O quizás también esta aseveración de Camus, ante la reconocida dureza
del
corazón de la clase dirigente de esos países y la hipocresía de sus élites:
“Si
la lucha es difícil, las razones para luchar son siempre claras.”
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