(Primera Parte)
Sin algunos conocimientos históricos elementales no se comprendería
el tema que abordo.
En Europa habían oído hablar de China. Marco Polo, en el otoño
de 1298, contó cosas maravillosas del singular país al que llamó
Catay. Colón, navegante inteligente y audaz, estaba informado
de los conocimientos que poseían los griegos sobre la redondez
de la Tierra. Sus propias observaciones lo hacían coincidir con
aquellas teorías. Ideó el plan de llegar al Lejano Oriente
navegando hacia el oeste desde Europa. Calculó con excesivo
optimismo la distancia, varias veces mayor. Sin imaginarlo, se le
atraviesa en su ruta, entre el Océano Atlántico y el Pacífico,
este continente. Magallanes realizaría el viaje concebido por él,
aunque murió antes de llegar a Europa. Con el valor de las especias
recogidas se pudo pagar la expedición iniciada con varias
embarcaciones, de las cuales sólo una regresó, como preámbulo de
futuras colosales ganancias.
Desde entonces, el mundo comenzó a cambiar con pasos acelerados.
Viejas formas de explotación volvieron a repetirse, desde
la esclavitud hasta la servidumbre feudal; antiguas y nuevas
creencias religiosas se extendieron por el planeta.
De esa fusión de culturas y hechos, acompañada por los avances
de la técnica y los descubrimientos de la ciencia, nació el mundo
actual, que no podría comprenderse sin un mínimo de antecedentes
reales.
El comercio internacional, con sus ventajas y sus inconvenientes,
se imponía por las potencias coloniales, como España, Inglaterra y
otras potencias europeas. Estas, especialmente Inglaterra,
pronto comenzaron a dominar el suroeste, sur y sureste de Asia, así
como Indonesia, Australia y Nueva Zelandia, extendiendo su dominio
por la fuerza en todas partes. A los colonizadores les faltaba
someter al gigantesco país chino, de milenaria cultura y fabulosos
recursos naturales y humanos.
El comercio directo entre Europa y China se inició en el Siglo XVI,
después que los portugueses establecieron el enclave comercial
de Goa en India y el de Macao al sur de China.
El dominio español de Filipinas facilitó el intercambio acelerado
con el gran país asiático. La dinastía Qin, que gobernaba China,
intentó limitar todo lo posible este tipo de operación comercial no
favorable con el exterior. Lo permitieron solo por el puerto
de Cantón, ahora Guangzhou. Gran Bretaña y España tenían grandes
déficits por la baja demanda del enorme país asiático, relacionados
con mercancías inglesas producidas en la metrópoli, o productos
españoles procedentes del Nuevo Mundo no esenciales para China.
Ambas habían comenzado a venderle opio.
El comercio del opio en gran escala era dominado inicialmente por
los holandeses desde Jakarta, Indonesia. Los ingleses observaron
las ganancias que se aproximaban al 400 por ciento. Sus
exportaciones de opio, que en 1730 fueron de 15 toneladas, se
elevaron a 75 en 1773, embarcado en cajas de 70 kilogramos cada una;
con él compraban porcelana, seda, condimentos y té chino. El opio y
no el oro era la moneda de Europa para adquirir las mercancías
chinas.
En la primavera de 1830, ante el desenfrenado abuso del comercio de
opio en China, el emperador Daoguang ordenó a Lin Hse Tsu,
funcionario imperial, combatir la plaga, y este ordenó la
destrucción de 20 mil cajas de opio. Lin Hse Tsu envió carta a la
Reina Victoria pidiéndole respeto a las normas internacionales y que
no permitiera el comercio con drogas tóxicas.
Las Guerras del Opio fueron la respuesta inglesa. La primera de
ellas duró tres años, de 1839 a 1842. La segunda, a la que se sumó
Francia, cuatro años, de 1856 a 1860. También se les conoce como
las Guerras Anglo‑chinas.
El Reino Unido obligó a China a firmar tratados desiguales, por
medio de los cuales se comprometía a abrir varios puertos al
comercio exterior y a entregarle Hong Kong. Varios países,
siguiendo el ejemplo inglés, impusieron términos desiguales de
intercambio.
Semejante humillación contribuyó a la rebelión Taiping de 1850 a 1864,
la rebelión Bóxer de 1899 a 1901 y, por último, a la caída
de la dinastía Qin en 1911, que por diversas causas ―entre
ellas la debilidad frente a las potencias extranjeras― se había
vuelto sumamente impopular en China.
¿Qué ocurrió con Japón?
Este país, de antigua cultura y muy laborioso, como otros de la
región, se resistía a la “civilización occidental” y durante más
de 200 años ―entre otras causas por su caos en la administración
interna― se había mantenido herméticamente cerrado al comercio
exterior.
En el año 1854, después de un viaje exploratorio anterior con
cuatro cañoneras, una fuerza naval de Estados Unidos al mando
del Comodoro Matthew Perry, amenazando con bombardear a la población
japonesa ―indefensa frente a la moderna tecnología
de aquellos buques―, obligó a los shogunes a firmar, en nombre
del Emperador, el Tratado de Kanagawa, el 31 de marzo de 1854. Así
se inició en Japón el injerto con el comercio capitalista
y la tecnología occidentales. Desconocían entonces los europeos la
capacidad de los japoneses para desenvolverse en aquel campo.
Tras los yanquis, llegaron los representantes del imperio
ruso desde el Extremo Oriente, temiendo que Estados Unidos, a
quienes vendieron después Alaska el 18 de octubre de 1867, se les
adelantaran en el intercambio comercial con Japón. Gran Bretaña
y las demás naciones colonizadoras europeas arribaron rápido a ese
país con los mismos fines.
Durante la intervención de Estados Unidos en el año 1862,
Perry ocupó varias partes de México. El país perdió al final de la
guerra más del 50 por ciento de su territorio, precisamente las
áreas donde se acumulaban las mayores reservas de petróleo y gas,
aunque entonces el oro y el territorio donde expandirse, y no el
combustible, eran el objetivo principal de los conquistadores.
La primera guerra chino-japonesa fue declarada oficialmente el 1º
de agosto de 1894. Japón entonces deseaba apoderarse de Corea, un
Estado tributario y subordinado a China. Con armamento y técnica más
desarrollados, derrotó a las fuerzas chinas en varias batallas
próximas a las ciudades de Seúl y Pyongyang. Posteriores victorias
militares le abrieron el camino hacia territorio chino.
En el mes de noviembre de ese año, tomaron Port Arthur, actual
Lüshun. En la desembocadura del río Yalu y en la base naval de
Weihaiwei, sorprendida por un ataque terrestre desde la península de
Liaodong, la artillería pesada japonesa destruyó la flota del país
agredido.
La dinastía tuvo que pedir la paz. El Tratado de Shimonoseki, que
puso fin a la guerra, fue firmado en abril de 1895. Se obligaba a
China a ceder Taiwán, la península de Liaodong y el archipiélago de
las Islas Pescadores a Japón “a perpetuidad”; pagar además una
indemnización de guerra de 200 millones de taeles de plata y abrir
cuatro puertos al exterior. Rusia, Francia y Alemania, defendiendo
sus propios intereses, obligaron a Japón a devolver la Península de
Liaodong, pagando en cambio otros 30 millones de taeles de plata.
Antes de mencionar la segunda guerra chino‑japonesa, debo incluir
otro episodio bélico de doble trascendencia histórica que tuvo lugar
entre 1904 y 1905 y no puede omitirse.
Después de su inserción en la civilización armada y las guerras por
el reparto del mundo impuestas por Occidente, Japón, que ya había
librado la primera guerra contra China antes señalada, desarrolló su
poderío naval lo suficiente como para asestar tan duro golpe al
imperio ruso, que estuvo a punto de provocar prematuramente la
revolución programada por Lenin al crear en Minsk, diez años antes,
el Partido que posteriormente desataría la Revolución de Octubre.
El 10 de agosto de 1904, sin previo aviso, Japón atacó y destruyó en
Shandong la Flota Rusa del Pacífico. El zar Nicolás II de Rusia,
exaltado por el ataque, ordenó movilizar y zarpar, rumbo al Extremo
Oriente, la Flota del Báltico. Convoyes de buques carboneros fueron
contratados para llevar a tiempo los cargamentos que necesitaba la
Flota mientras navegaba hacia su lejano destino. Una de las
operaciones de traspaso de carbón se tuvo que realizar en alta mar
por presiones diplomáticas.
Los rusos, al entrar en el sur de China, se dirigieron al puerto de
Vladivostok, único disponible para las operaciones de la Flota.
Para llegar a ese punto había tres rutas: la de Tsushima, su mejor
variante; las otras dos requerían navegar al este de Japón, e
incrementaban los riesgos y el enorme desgaste de sus naves y
tripulantes. Lo mismo pensó el almirante japonés: para esa
variante preparó su plan y situó sus barcos de modo que la Flota
japonesa, al dar la vuelta en “U”, todas sus naves, en su mayoría
cruceros, pasarían a distancia aproximada de 6 mil metros de los
buques adversarios, con gran número de acorazados, que estarían al
alcance de los cruceros japoneses, dotados de personal rigurosamente
entrenado en el empleo de sus cañones. Como consecuencia de la
larga ruta, los acorazados rusos navegaban a sólo 8 nudos frente a
los 16 de las naves japonesas.
La acción militar se conoce con el nombre de Batalla de Tsushima.
Tuvo lugar los días 27 y 28 de mayo de 1905.
Participaron, por el imperio ruso, 11 acorazados y 8 cruceros.
Jefe de la Flota: Almirante Zinovy Rozhdestvensky.
Bajas: 4 380 muertos, 5 917 heridos, 21 barcos hundidos,
7 capturados y 6 inutilizados.
El jefe de la Flota Rusa fue herido por un fragmento de proyectil
que le golpeó el cráneo.
Por el imperio japonés participaron: 4 acorazados y 27 cruceros.
Jefe de la Flota: Almirante Heichachiro Togo.
Bajas: 117 muertos, 583 heridos y 3 torpederos hundidos.
La Flota del Báltico fue destruida. Napoleón la habría calificado
de Austerlitz en el mar. Cualquiera puede imaginarse cuán profunda
herida causó el dramático hecho en el tradicional orgullo y
patriotismo rusos.
Después de la batalla, Japón pasó a ser una temida potencia naval,
rivalizando con Gran Bretaña y Alemania y compitiendo con Estados
Unidos.
Japón reivindicó el concepto del acorazado como arma principal en
los años venideros. Se enfrascaron en la tarea de potenciar la
Armada Imperial japonesa. Solicitaron y pagaron a un astillero
británico la construcción de un crucero especial, con la intención
de reproducirlos después en astilleros japoneses. Más tarde
fabricaron acorazados que superaban a sus contemporáneos en blindaje
y poder.
No había sobre la Tierra ninguna otra nación que igualase a la
ingeniería naval japonesa de los años 1930 en diseño de buques de
guerra.
Eso explica la acción temeraria con que un día atacaron a su maestro
y rival, Estados Unidos, que a través del Comodoro Perry los inició
en el camino de la guerra.
Proseguiré mañana.
Fidel Castro Ruz
30 de marzo de 2008
7 y 35 p.m.
2da
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