Antes, como él mismo dijo, visitaba la Isla casi todos
los años. Lo conocí en ocasión del primer aniversario
de la Revolución Sandinista en la casa de Sergio Ramírez,
entonces vicepresidente del país. Digo de paso que este
último de cierta forma me engañó. Cuando leí su libro
Castigo Divino ―excelente narración―, llegué
a creer que era un caso real ocurrido en Nicaragua,
con todos los enredos legales que son habituales
en las antiguas colonias españolas; él mismo me contó
un día que era ficción pura.
También me encontré allí con Frei Betto, hoy crítico aunque
no enemigo de Lula, y con el Padre Ernesto Cardenal,
militante sandinista de izquierda y actual adversario
de Daniel. Los dos escritores procedían de la Teología
de la Liberación, una corriente progresista en la que
siempre vimos un gran paso hacia la unidad
de los revolucionarios y los pobres, más allá de
su filosofía y sus creencias, ajustada a las condiciones
concretas de lucha en América Latina y el Caribe.
Confieso, sin embargo, que veía en el Padre Ernesto
Cardenal, a diferencia de otros en la dirección de
Nicaragua, una estampa del sacrificio y las privaciones cual
monje medieval. Era un verdadero prototipo de pureza. Dejo
a un lado otros que, menos consecuentes, alguna vez fueron
revolucionarios, incluso militantes de extrema izquierda en
Centroamérica y otras áreas, que después se pasaron
con armas y bagajes, por ansias de bienestar y dinero,
a las filas del imperio.
¿Qué tiene que ver lo relatado con Lula? Mucho. Nunca fue
un extremista de izquierda, ni ascendió a la condición
de revolucionario a partir de posiciones filosóficas, sino
de las de un obrero de origen muy humilde y fe cristiana,
que trabajó duramente creando plusvalía para otros.
En los obreros vio Carlos Marx a los sepultureros
del sistema capitalista: “Proletarios de todos los países,
uníos”, proclamó. Lo razona y demuestra con irrebatible
lógica; se complace y se burla demostrando cuán cínicas
eran las mentiras empleadas para acusar a los comunistas.
Si las ideas de Marx eran justas entonces, cuando todo
parecía depender de la lucha de clases y el desarrollo
de las fuerzas productivas, la ciencia y la técnica, que
diera sustento a la creación de bienes indispensables
para satisfacer las necesidades humanas, hay factores
absolutamente nuevos que le dan la razón y a la vez chocan
contra sus nobles objetivos.
Nuevas necesidades surgieron que pueden dar al traste
con los objetivos de una sociedad sin explotadores
ni explotados. Entre estas nuevas necesidades surge la
de la supervivencia humana. Del cambio de clima no había
idea en los tiempos de Marx. Engels y él conocían
sobradamente que un día el sol se apagaría al consumir toda
su energía. Pocos años después del Manifiesto nacieron
otros hombres que profundizarían en el campo de la ciencia
y los conocimientos de las leyes químicas, físicas
y biológicas que rigen el Universo, desconocidas entonces.
¿En manos de quiénes estarían esos conocimientos? Aunque
estos continuaran desarrollándose, e incluso superándose,
y de nuevo se nieguen y contradigan en parte sus teorías,
los nuevos conocimientos no están en manos de los pueblos
pobres, que en la actualidad integran las tres cuartas
partes de la población mundial. Están en manos de un grupo
privilegiado de potencias capitalistas ricas
y desarrolladas, asociadas al imperio más poderoso que
existió jamás, construido sobre las bases de una economía
globalizada, regida por las propias leyes del capitalismo
que Marx describió y desmenuzó a fondo.
Hoy, que la humanidad sufre todavía esas realidades
en virtud de la propia dialéctica de los acontecimientos,
debemos hacer frente a esos peligros.
¿Cómo se comportó el proceso de la revolución en Cuba? Sobre
distintos episodios de esa etapa se ha escrito bastante
en nuestra prensa durante las últimas semanas. Se rinde
tributo a distintas fechas históricas en los días que
corresponde a los aniversarios que cumplen cifras redondas
de cinco o diez años. Eso es justo, pero debemos evitar que
en la suma de tantos hechos descritos por cada órgano
o espacio, según sus criterios, no seamos capaces de verlos
en el contexto del desarrollo histórico de nuestra
Revolución, pese al esfuerzo de los magníficos analistas
de que disponemos.
Para mí, unidad significa compartir el combate, los riesgos,
los sacrificios, los objetivos, ideas, conceptos
y estrategias, a los que se llega mediante debates
y análisis. Unidad significa la lucha común contra
anexionistas, vendepatrias y corruptos que no tienen nada
que ver con un militante revolucionario. A esa unidad
en torno a la idea de la independencia y contra el imperio
que avanzaba sobre los pueblos de América, es a la que
me referí siempre. Hace unos días volví a leerla cuando
Granma la publicó en vísperas de nuestras elecciones, y Juventud
Rebelde reprodujo un facsímil de mi puño y letra sobre
la idea.
La vieja consigna prerrevolucionaria de unidad no tiene nada
que ver con el concepto, pues en nuestro país no existen hoy
organizaciones políticas buscando poder. Debemos evitar
que, en el enorme mar de criterios tácticos, se diluyan
las líneas estratégicas e imaginemos situaciones
inexistentes.
En un país intervenido por Estados Unidos, en medio de
su lucha solitaria por la independencia de la última colonia
española junto a la hermana Puerto Rico ―“de un pájaro
las dos alas”―, los sentimientos nacionales
eran muy profundos.
Los productores reales de azúcar, que eran los esclavos
recién liberados y los campesinos, muchos de ellos
combatientes del Ejército Libertador, convertidos
en precaristas o carentes totalmente de tierras, que
eran lanzados a los cortes de caña en grandes latifundios
creados por compañías de Estados Unidos o terratenientes
cubanos que heredaban, compraban o robaban tierra,
eran materia prima propicia para las ideas revolucionarias.
Julio Antonio Mella, fundador del Partido Comunista junto a
Baliño ―quien conoció a Martí y con él creó el Partido que
conduciría a la independencia de Cuba―, tomó la bandera,
sumó a ella el entusiasmo que emergía de la Revolución
de Octubre, y le entregó a esta causa su propia sangre
de joven intelectual conquistado por las ideas
revolucionarias. La sangre comunista de Jesús Menéndez
se sumó a la de Mella 18 años después.
Los adolescentes y jóvenes que estudiábamos en escuelas
privadas ni siquiera habíamos oído hablar de Mella. Nuestra
procedencia de clase o grupo social con mayores ingresos que
el resto de la población nos condenaba como seres humanos
a ser la parte egoísta y explotadora de la sociedad.
Tuve el privilegio de llegar a la Revolución a través
de las ideas, escaparme del aburrido destino por el que
me conducía la vida. En otros momentos expliqué por qué.
Ahora lo recuerdo sólo en el contexto de lo que escribo.
El odio a Batista por su represión y sus crímenes era tan
grande, que nadie reparó en las ideas que expresé en
mi defensa ante el Tribunal de Santiago de Cuba, donde
incluso un libro de Lenin impreso en la URSS ―que provino
de los créditos de que yo disfrutaba en la librería
del Partido Socialista Popular de Carlos III en La Habana―
encontraron en las pertenencias de los combatientes. “Quien
no lea a Lenin es un ignorante”, les espeté en medio
del interrogatorio en las primeras sesiones del juicio oral,
cuando lo sacaron a relucir como elemento acusatorio.
Todavía me juzgaban junto a los demás prisioneros
sobrevivientes.
No se comprendería bien lo que afirmo si no se tiene
en cuenta que en el momento en que atacamos el Moncada,
el 26 de julio de 1953, acción que fue debida a los
esfuerzos organizativos de más de un año sin contar
con nadie más que con nosotros mismos, prevalecía en la URSS
la política de Stalin, quien murió repentinamente meses
antes. Era un militante honesto y consagrado, quien más
tarde cometió graves errores que lo llevaron a posiciones
sumamente conservadoras y cautelosas. Si una revolución como
la nuestra hubiera tenido éxito entonces, la URSS no habría
hecho por Cuba lo que más tarde hizo la dirección soviética
liberada ya de aquellos métodos oscuros y tortuosos,
entusiasmada con la revolución socialista que estalló en
nuestro país. Eso lo comprendí bien a pesar de las justas
críticas que por hechos sobradamente conocidos en su momento
hice a Jruschov.
La URSS poseía el ejército más poderoso de todos
los contendientes en la Segunda Guerra Mundial, solo que
estaba purgado y desmovilizado. Su jefe subestimó
las amenazas y las teorías belicistas de Hitler. Desde
la propia capital de Japón, un importante y prestigioso
agente de la Inteligencia soviética le había comunicado
la inminencia del ataque, el 22 de junio de 1941. Este
sorprendió al país, que no estaba en alarma de combate.
Muchos oficiales estaban de pase. Aun sin los jefes de
unidades de más experiencia, que fueron sustituidos, de
haber sido alertados y desplegados, los nazis habrían
chocado con fuerzas poderosas desde el primer instante y no
habrían destruido en tierra la mayor parte de la aviación de
combate. Peor todavía que la purga fue la sorpresa. Los
soldados soviéticos no se rendían cuando les hablaban de
tanques enemigos en la retaguardia, como hicieron los demás
ejércitos de la Europa capitalista. En los momentos
más críticos, con frío por debajo de cero, los patriotas
siberianos echaron a andar los tornos de las fábricas
de armamentos que previsoramente Stalin había trasladado
a las profundidades del territorio soviético.
Según me contaron los propios dirigentes de la URSS cuando
visité ese gran país en abril de 1963,
los combatientes revolucionarios rusos, curtidos en la lucha
contra la intervención extranjera en virtud de la cual
se enviaron tropas a combatir la revolución bolchevique,
dejándola posteriormente bloqueada y aislada, habían
establecido relaciones e intercambiado experiencias
con los oficiales alemanes, de tradición militarista
prusiana, humillados por el Tratado de Versalles, que puso
fin a la Primera Guerra Mundial.
Los servicios de Inteligencia de las SS introdujeron
la intriga contra muchos que eran en su inmensa mayoría
leales a la Revolución. Movido por una desconfianza que
se tornó enfermiza, Stalin purgó a 3 de los 5 Mariscales,
13 de los 15 Comandantes de Ejército, 8 de los 9 Almirantes,
50 de los 57 Generales de Cuerpo de Ejército,
154 de los 186 Generales de División, el ciento por ciento
de los Comisarios de Ejército y 25 de los 28 Comisarios
de los Cuerpos de Ejército de la Unión Soviética,
en los años que precedieron a la Gran Guerra Patria.
Aquellos graves errores costaron a la URSS una enorme
destrucción y más de 20 millones de vidas; algunos afirman
que 27.
En 1943 se desató con retraso la última ofensiva
de primavera de los nazis por el famoso y tentador saliente
de Kursk, con 900 mil soldados, 2,700 tanques
y 2,000 aviones. Los soviéticos, conocedores de la
psicología enemiga, esperaron en aquella trampa el seguro
ataque con un millón 200 mil hombres, 3,300 tanques,
2,400 aviones y 20,000 piezas de artillería. Dirigidos por Zhúkov
y el propio Stalin, destrozaron la última ofensiva de Hitler.
En 1945, los soldados soviéticos avanzaron incontenibles
hasta tomar la cúpula de la Cancillería alemana en Berlín,
donde izaron la bandera roja teñida con la sangre de tantos
caídos.
Observo un momento la corbata roja de Lula y le pregunto:
¿esa te la regaló Chávez? Se sonríe y responde: Ahora
le voy a enviar algunas camisas, ya que él se queja de que
el cuello de las suyas está muy duro, y se las voy a buscar
en Bahía para regalárselas.
Me pidió que le diera algunas de las fotos que tomé.
Cuando comentó que estaba muy impresionado por mi salud,
le respondí que me dedicaba a pensar y a escribir. Nunca en
mi vida había pensado tanto. Le conté que, concluida
mi visita a Córdoba, Argentina, donde había asistido a
una reunión con numerosos líderes, entre ellos él, regresé,
y participé luego en dos actos por el Aniversario
del 26 de Julio. Estaba revisando el libro de Ramonet.
Le había respondido todas sus preguntas. No había tomado
muy a pecho la cosa. Creía que era algo muy rápido,
como las entrevistas de Frei Betto y Tomás Borge. Luego
me esclavicé con el libro del escritor francés, ya a punto
de publicarse sin revisión mía con parte de las respuestas
tomadas a vuelo. Por aquellos días casi ni dormía.
Cuando enfermé gravemente la noche del 26 y la madrugada
del 27 de julio, pensé que sería el final, y mientras
los médicos luchaban por mi vida, el jefe de despacho del
Consejo de Estado leía a exigencia mía el texto,
y yo dictaba los arreglos pertinentes.
Fidel Castro Ruz
Enero 22 de 2008