En los apuntes de sus compañeros de guerilla se descubre al hombre
asesinado en La Higuera, el que este 14 de junio hubiera cumplido 84
años
Luis Hernández Serrano
serrano@juventudrebelde.cu
13 de Junio del 2012
El Che dijo en carta a sus padres que algunos lo creían
«aventurero», pero «de los que ponen el pellejo para demostrar sus
verdades». Ese hombre se descubre en sus acciones y en los apuntes
de sus compañeros de la guerrilla boliviana.
En los diarios de Eliseo Reyes Rodríguez (Rolando), Alberto Montes
de Oca (Pacho), Israel Reyes Zayas (Braulio), Octavio de la
Concepción y de la Pedraja (Moro) y en el libro Mi campaña con el
Che, de Guido Álvaro Peredo Leigue (Inti), se descubre a ese hombre.
Durante su etapa en tierras bolivianas se enfermó en 36 ocasiones,
29 con fuertes ataques de asma. Durante más de cinco meses buscó al
grupo de Joaquín (Comandante Vilo Acuña). Estuvo con su tropa 22
días esporádicos sin probar alimento, y todos dependieron de
cacerías en casi 30 ocasiones.
Se empapó en 25 jornadas de torrenciales aguaceros, algunos de 18
horas. Resistió nueve días de intensa frialdad, que congeló el agua
de los ríos, y permaneció otros 38 días aislado sin tomar agua, lo
que los obligó a él y sus compañeros a ingerir la propia orina.
Enfrentó la enfermedad de 14 combatientes. En 79 oportunidades
padeció fiebres muy altas, diarreas constantes, imposibilidad de
caminar y ataques de asma, sin tener ya medicinas.
Sufrió la pérdida de contactos con Cuba y con la tropa de Joaquín y
la caída de las cuevas en poder del enemigo, con todos sus medios y
recursos militares, por delaciones de los desertores. Lo golpearon
el aislamiento, la imposibilidad de reponer las bajas y la falta de
incorporación de los campesinos. El enemigo desató una intensa
campaña de desinformación y métodos coercitivos para convertir a
estos en delatores e impedir su apoyo a la guerrilla. A lo anterior
se sumó el bloqueo de los caminos, la ocupación de los caseríos, el
férreo control de las mercancías en bodegas y almacenes, y de los
medicamentos en las farmacias y postas médicas.
Su guerrilla permaneció cercada durante 11 días en una proporción de
217 soldados por cada guerrillero. En una ocasión vieron pasar —sin
ser detectados— a 236 militares. Cuando eran solo 17 guerrilleros
exhaustos, sedientos, hambrientos y enfermos en su mayoría. El
enemigo los perseguía con casi 4 000 militares en un cerco reducido.
Por modestia no anotó en su Diario otros aportes suyos, pero algunos
compañeros sí: Impartió clases en los campamentos, en grandes
marchas y hasta en los cercos. Preparó desayuno, probó proyectiles
antitanques, dedicó un día entero a la cocina, hizo guardias, fue
ayudante de cocinero, leyó un libro a la tropa, realizó
exploraciones —entre otras tareas— como un simple rebelde.
En medio de condiciones tan complejas criticó la vestimenta
andrajosa, la falta de higiene personal, la comida escasa o
primitiva, la carencia de utensilios domésticos y otras conductas
semisalvajes. Estimuló el espíritu constructivo y creador del
guerrillero.
En una libreta verde de su mochila había copiado los poemas Canto
General, de Neruda; Aconcagua y Piedra de hornos, de Nicolás
Guillén. Cargaba en aquella dos libros sobre el socialismo, 12
rollos fotográficos de 35 milímetros, sin revelar, tirados por él
mismo, dos libros pequeños de clases, mapas actualizados también por
él de diferentes zonas, dos libretas con copias de mensajes
recibidos y enviados, y una con instrucciones y direcciones.
Incluía en su indumentaria dos agendas con los apuntes diarios (una
del 7 de noviembre al 31 de diciembre de 1966 y la otra del 1ro. de
enero al 7 de octubre de 1967), dos relojes Rolex de compañeros
muertos, su pistola alemana de nueve milímetros, sin depósito, la
carabina M-2 inutilizada por un disparo, y un altímetro (con este en
97 ocasiones fijó la elevación alcanzada). Más de la mitad de las
veces andaba entre 600 y 980 metros, y el 72 por ciento entre esa
altura y los 1 400 metros. La máxima a 2 280 metros, en el Abra del
Picacho; y la mínima, de 250 metros, en la zona de Río Grande.
El 8 de octubre de 1967, en la Quebrada del Yuro —ya herido y
prisionero— un soldado enemigo le dio un culatazo en el pecho, y le
preguntó qué hacía allí. Con firmeza el Che le contestó: «¡Estoy
aquí peleando por los pobres!».
Fuentes: Épica hazaña, Luis Neyra Madariaga, Editora Verde Olivo,
2004; Archivo de Juventud Rebelde y del autor. |