Por: Yandrey Lay
Fabregat
14 de Junio de 2009
Manuel de Feria, fotógrafo del periódico Vanguardia, de Villa Clara, conoció
de cerca al Che. Casi cincuenta años después ofrece su
testimonio.
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Manuel de Feria.
(Foto: Cristyan González Alfonso) |
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A mí
no me gusta hablar mucho de esas cosas para que la gente no
piense que me estoy dando «bombo y platillos». Pero sí, yo
conocí al Che. Un tipo de hombre de los que vienen pocos, a
veces cada dos o tres siglos.
Era
una gente en extremo como decimos nosotros «recta». No le
gustaban las peroratas, ni las justificaciones. Mucho menos
la adulonería. En las reuniones ponía el reloj pulsera sobre
la mesa. Se paraban las personas que venían a rendir cuentas.
El Che les decía: «Tienes tres minutos». A los tres minutos
ya no podías seguir hablando porque se te había acabado el
tiempo.
Toda
la historia viene de un concuño mío, Manuel Marzoa Malbesado,
que había pertenecido al Pelotón Suicida. Terminó la guerra
con los grados de capitán y lo ubicaron en una dependencia
del Ministerio de Industrias, bajo los órdenes del Che.
Manolo me llamó porque necesitaban jóvenes revolucionarios.
Fui para La Habana. Allí estuve como dos años. Veía al
Comandante Guevara cada cierto tiempo, en una que otra
reunión.
Atendí la parte de servicios internos en la Industria
Química Básica: comunicaciones, cartas, despachos.
Trabajaban conmigo dos viejitos casi en edad de retirarse. A
menudo se equivocaban al entregar los documentos. Mandaban
para personal lo que debía ir para servicio, para producción
los documentos de transporte. Tremendos líos que se armaban.
Puse
eso en un informe que iba para el Ministerio. El Che vino al
análisis del documento. En un momento determinado leyó mi
parte en el informe. Luego preguntó: «¿Quién atiende aquí
servicios internos?»
Por
esa época yo tenía veintidós años. Al ver mi edad, dijo: «Pero
vós sos el único que no puede hablar de los viejitos --él
siempre hablaba de vos--. Vós seguro sos el más joven del
departamento, ¿no? Pues si hay algún problema vós lo tenés
que resolver.» Esa lección no la olvidé jamás.
Así
eran las cosas con el Che. Una vez invitó a unos compañeros
a una reunión en su oficina. Los citó para los dos de la
mañana y dijo que tenía una sorpresa. Todo el mundo estaba
embulladísimo por la reunión. Cuando llegaron allí se
enteraron que era para un trabajo voluntario.
Tenía tiempo para trabajar hasta las madrugadas. Citaba a
los subordinados para esas horas. Los domingos trabajaba
voluntario. Jugaba ajedrez, atendía a su familia. No perdía
el tiempo.
Iba
a las reuniones a resolver los problemas, no a discutirlos.
En la capital había una planta que se dedicaba a producir
quesos. Un compañero se paró en un consejo y le preguntó al
Ministro qué estaba pasando con el queso. El producto estaba
perdido de la ciudad.
«Nada, que yo sepa», contestó el Che. Después explicó que él
comía queso con bastante frecuencia. El hombre le dijo: «Usted
tiene queso porque es el Che Guevara y se lo llevan a su
casa». El Che se puso rojo y le contestó: «Mira, ahora yo no
tengo razones para explicarte, pero la semana que viene te
voy a dar respuesta».
Efectivamente, pasaron siete días. Antes de comenzar el
encuentro, el Comandante se paró y le dijo al compañero: «Es
verdad lo que tú decías. Me llevaban el queso unos
guatacones, para congraciarse conmigo. Ese problema se
analizó y tomamos las medidas pertinentes. Tú verás como el
queso no va a faltar más.»
Al
Che le gustaban los tabacos. Los aprovechaba hasta el fin.
Parecía que se iba a quemar los dedos. Fumaba tabacos «desechables»,
porque decía que los «buenos» eran para la exportación. Si
no quería fumar más, apagaba el tabaco contra el borde del
jacket
verdeolivo y guardaba el pedacito en la chaqueta. Después lo
sacaba de nuevo.
Una
vez vino a una reunión en Santa Clara. Le entran ganas de
fumar y saca un mochito de aquellos. Había un dirigente que
tenía en el bolsillo dos habanos enteros y le ofreció uno.
El Che lo miró con una cara tremenda. Así, de abajo hacia
arriba, y siguió con su mochito. El hombre aquel se puso
blanco.
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El Che nos enseñó que en nosotros
mismos está la solución para nuestros problemas. |
Más
tarde yo decidí regresar a Santa Clara. Quería casarme,
fundar una familia. La mujer que me gustaba vivía aquí. Dejé
de ver al Che. En una ocasión voy subiendo la escalera del
local donde ahora se ubica la delegación de MINAZ, en pleno
boulevard, y veo un hombre de uniforme que pasa por al lado
mío.
Me
pregunta: «¿Vós que hacés aquí? ¿Dónde dejaste a Marzoa?».
Era el Che que se interesaba por mi concuño. Yo sabía que él
mismo lo había mandado a una misión en el exterior. Se lo
dije. «Ya lo sé, ya lo sé», susurró con el tono irónico que
siempre tenía a flor de labios.
Enseguida me reconoció. Hacía un año y pico que yo no lo
veía. Además no fui un colaborador cercano suyo. Tenía una
memoria gigantesca.
Fue
la despedida. Después vino el Congo, Bolivia. Y la noticia
terrible de que lo habían matado. Tres o cuatro veces hablé
con el Che. Tuvo tiempo de halarme las orejas. Con él
aprendí, en todo caso, que nuestros problemas tenemos que
resolverlos nosotros mismos. |