14 de
junio: 80 cumpleaños del Che
A fines
de diciembre de 1964 y casi todo el primer trimestre de
1965, el Che realizó un periplo por varios países y
participó en más de un evento internacional, representando
oficialmente por última vez al Partido y al Gobierno de
Cuba. En las últimas semanas de ese viaje, el compañero
Arnol Rodríguez, entonces Viceministro de Relaciones
Exteriores, le hizo compañía, y de sus notas de viaje
publicamos estos fragmentos
En Febrero de 1965 había ido a Argel para una reunión con
nuestros embajadores acreditados en África y allí coincidí
con el Che, que había regresado de China para participar en
el Segundo Seminario de Solidaridad Afroasiática, al cual me
invitó.
En aquel evento habló en francés, para que lo entendieran
mejor: "no hay frontera en esa lucha a muerte, no podemos
permanecer indiferentes a lo que ocurre en cualquier parte
del mundo; una victoria de cualquier país sobre el
Imperialismo es una victoria nuestra, así como la derrota de
una nación cualquiera es una derrota para todos".
Y
aquella voz de América, habría de exponer de un tirón, como
quien anda de prisa, sin desesperación, análisis y
definiciones que estremecieron aquel auditorio y tendrían
enorme repercusión en el movimiento progresista
internacional.
El Che veía aquel seminario con sumo interés por su agenda y
porque tendría ocasión para dialogar y hermanarse con sus
compañeros representantes de aquellas tierras, que sentía
como suyas. Preparó su discurso con esmerada dedicación, y
era que Cuba, como dijera al iniciar sus palabras, venía a
"elevar por sí sola la voz de los pueblos de América".
Martilló aquella sala unida a sus palabras por un novedoso
ideario. Fijó nuevas reglas políticas, económicas y sociales,
donde aseveró "¼ deben ponerse en tensión las fuerzas de
los países subdesarrollados y tomar firmemente la ruta de la
construcción de una sociedad nueva —póngasele el nombre que
se le ponga— donde la máquina, instrumento de trabajo, no
sea instrumento de explotación del hombre por el hombre".
Esbozó de sus ideas un mundo nuevo, que surgiría de unas más
honestas relaciones entre los países. Un mundo por el que se
podría estar dispuesto a entregar la vida. Ese mundo por
fraguar y del que él es precursor.
Sus palabras en el Segundo Seminario Económico de Argel se
sembraron, y hoy sedimentan con su pensamiento y acción, su
vida y su muerte, la ideología y la práctica de los
revolucionarios más avanzados.
En esos días realizó una activa y revolucionaria diplomacia.
Hizo tiempo para reunirse con los embajadores cubanos allí
presentes. A cada uno le describió las características de su
trabajo, les mostró aciertos y debilidades y señaló
funciones que debían mejorarse o emprenderse. Se refirió a
la necesidad de vincular periódicamente a los diplomáticos
con la producción directa. Fustigó, estimuló y fortaleció;
en una palabra: educó.
También fueron frecuentes sus entrevistas con dirigentes
argelinos. Recorrió las calles de Argel como un ciudadano
común y en más de una ocasión utilizó taxis para trasladarse.
Ante esos hechos que creíamos riesgosos para su persona, y
saber a ciencia cierta cómo decirle nuestra preocupación, se
me ocurrió entrarle de forma indirecta y, con alguna ironía
comentarle que por lo visto Argelia había alcanzado una
estabilidad política superior a la nuestra, y que allí
existía más seguridad para él que en La Habana.
Me miró extrañado y antes de que hiciera una acotación, le
aclaré: —"aquí lo vemos utilizar automóvil de alquiler y
andar completamente solo, lo que en Cuba no hace".
Cambió su expresión y con su peculiar reticencia, comentó:
"los que pudieran querer hacer algo no tienen condiciones
propicias y los que pueden hacerlo, no creo que tengan
interés". Pienso que se refería a los norteamericanos y
a los franceses.
Durante esos días, visitó poblaciones y centros petrolíferos,
confraternizó con los hombres del desierto y tomó con ellos
su apreciada y sabrosa leche de camella. No perdió ocasión
para dar o recibir experiencia y fijar ideas.
De Argelia salió para la República Árabe Unida, acompañado
por José Manuel Manresa, su Jefe de Despacho, y por mí. Me
había hecho el propósito de ser lo más útil posible, estar
siempre atento y evitar que sus exigencias e ironías (que
las tenía) tuvieran motivos en nuestro proceder, lo que
lamentablemente sucedió más pronto de lo que pude imaginarme,
ya que al llegar al aeropuerto de Argel me vio que llevaba
en una mano el portafolios y el sobretodo y en la otra un
maletín. Airado, me dijo: "¿qué manera de viajar es esa,
cómo rayos tienes las dos manos ocupadas?"; "es para
evitar el exceso de equipaje, respondí. "Así no es la
cosa, hay que llevar el peso reglamentario y viajar
correctamente". Al minuto habíamos salvado la situación
y embarcado el maletín con el resto de las maletas sin
necesidad de pagar exceso. Al poco rato me miró con otra
expresión en el rostro "¿qué, resolviste?, ya ves",
dijo irónicamente, "ahora, como buen diplomático, podrás
darles la mano sin dificultad a tus colegas en El Cairo".
Al montar al avión una de las aeromozas, bella exponente de
mujer egipcia, se vio ganada por la figura del Che, que
vestía su habitual uniforme militar de campaña y al que
trató de buscarle conversación, ofreciéndole candela cuando
iba a encender un tabaco, lo que el Che aceptó, no de buen
talante, aunque sin dejar de ser amable.
Esa escena, con sus variantes, volvió a repetirse, ya que la
nave que nos conducía hizo varias paradas en las cuales el
Che dejaba apagado el tabaco en el cenicero del asiento,
mientras permanecíamos en tierra, para luego encenderlo
nuevamente, al tomar altura el avión.
En una ocasión posterior, el Che muy cortésmente no permitió
la gentileza de la aeromoza, que ofrecía encenderle el
tabaco y le explicaba, ante su afable insistencia, que se lo
impedía su religión.
La muchacha, con femenina curiosidad, le preguntó cuál era
esa religión. "El marximo leninismo", respondió el
Comandante, seguido de un corto diálogo sobre el socialismo,
Cuba y la República Árabe Unida. La muchacha, si no
convencida, parecía complacida.
En El Cairo desplegó una intensa actividad. Con Nasser y los
principales dirigentes egipcios intercambió impresiones;
dialogó con representantes de movimientos revolucionarios;
visitó embajadores acreditados allí; conversó con
científicos, periodistas, escritores; sostuvo reuniones por
separado y en grupo. (Andando el tiempo he tenido la idea de
que en alguno de esos encuentros el Che preparaba su
incorporación a la lucha liberadora en África).
Fue hasta Luxor, junto al Nilo. Visitó distintas fábricas y
dos centrales azucareros. En uno de ellos el recibimiento
fue extraordinario, se repetían las exclamaciones de vivas a
Fidel, Nasser, Cuba, el Che. Se le veía satisfecho del
cariño de los trabajadores. Vimos cortar caña bajo un sol
abrasador, sin camisas y con los pies descalzos. Y nos habló
del esfuerzo de aquellos macheteros y de los nuestros, del
trabajo salvaje que es el corte de la caña y de la necesidad
de la mecanización.
Se recreó y dio vuelos a su imaginación ante las ruinas
antiquísimas de aquellos parajes, en donde vimos la tumba de
Tutankamen.
Permaneció todo un día con el Presidente Nasser, y lo
acompañó durante un acto de su campaña electoral
presidencial, en el que fue invitado a hablar.
Me viene a la mente una de aquellas noches, o mejor,
madrugada, cuando nos encontrábamos en un hotel del desierto
y paseábamos alrededor, haciendo tiempo para buscar el sueño.
El Che hablaba con ternura y a la vez con rigor en los
conceptos, de sus seres más allegados: de Aleida, de sus
hijos, el último de los cuales había nacido por esos días y
aún no conocía; de Fidel, al que ponderaba algunos rasgos de
su grandeza, la condición de dirigente y estadista, su
visión, su sentido de la táctica y la estrategia, su genio
militar. Se notaba a flor de piel que lo quería y admiraba
entrañablemente.
Recibió múltiples regalos, los cuales enseguida entregaba
más adelante; es que no los veía como cosa personal.
Solamente le vimos encariñarse con uno de ellos, un soberbio
gajo repleto de higos que recibió en el desierto y lo trajo
personalmente y a mano hasta Cuba, para Fidel. Cuidaba
celosamente que nada se despilfarrara, no importaba lo que
fuese.
De El Cairo salió para La Habana, vía Praga. En el
aeropuerto de Shanon, Irlanda, permaneció dos días por
desperfectos en el avión. Por su iniciativa fuimos una noche
hasta el pueblo de Shanon en busca de una película de
cowboys, que no encontramos, junto a Osmany Cienfuegos y
Roberto Fernández Retamar, que también habían tomado el
avión en Praga.
Un poco por curiosidad y un poco para matar el tiempo
entramos en una taberna y pedimos una jarra de cerveza para
cada uno. La mía, cuando todavía estaba casi llena, por un
descuido, se la derramé encima. Se sonrió, soltó una ironía
y después de algunos comentarios sobre el incidente,
sazonados por Osmany, pidió otra jarra para que no me
quedara sin tomar cerveza.
Durante las largas horas de regreso a La Habana, en coloquio
conmigo mismo, por la lectura que hice durante el vuelo de
la carta al director del semanario Marcha, de Montevideo,
escrito que había redactado en aquel viaje y que hoy
conocemos por "El Socialismo y el hombre en Cuba" y por la
vivencia de aquellos momentos en su compañía, me percaté de
que había entrado, más concientemente en el conocimiento de
un hombre distinto, en apariencia difícil y a la vez
sencillo, audaz y también algo tímido.
Enemigo de todo convencionalismo, de fina educación, que
sabía ser protocolar cuando se lo proponía. De una voluntad
de granito, de carácter férreo y de sentimientos
genuinamente humanos. De un hombre que, sencillamente, era
lo que se había impuesto ser: un beligerante por el imperio
de la justicia, que se dolía y rebelaba con el dolor en
cuerpo ajeno. Que todo lo que proclamaba tenía el mismo
punto de partida: la exigencia rigurosa consigo mismo. De
una austeridad desconcertante. Viéndole de cerca se sabía
por qué se le admiraba y, entonces, se le quería para
siempre por encima de cualquier circunstancia.
Granma
13-06-2008 |