14 de
junio: 80 cumpleaños del Che
ENRIQUE OLTUSKI
¿Qué
puedo decir del Che que no hayan dicho? ¿Que he imaginado su
muerte? ¿Que he imaginado el cañadón de que hablaban los
cables? ¿Con qué vegetación? Tupida, pero sin definir el
contorno de las hojas ni la forma de los árboles. A ambos
lados las lomas peladas, no muy altas, de laderas
perpendiculares. ¿Haría frío, calor? Probablemente un
frescor agradable bajo los árboles no muy corpulentos, un
arroyo corriendo bajo las ramas, el suelo sin hierbas,
cubierto de hojas que se pudren en la sombra. Hay un
descampado donde la hierba es muy alta, hasta el pecho de un
hombre. Es después del mediodía y la luz es intensa. Un
grupo de hombres avanza por la estrecha pradera hacia los
árboles protectores. Y es de allí precisamente de donde
parten las primeras ráfagas. Las balas atraviesan la carne y
el dolor asoma al rostro bajo la barba rala. Dinstingo
perfectamente la cara, como si estuviese frente a mí: El
ceño se frunce en profundos surcos, destacando aún más las
protuberancias sobre las cejas, la nariz fina y las aletas
distendidas. Los labios se estiran sobre los dientes, pálido
como un rictus. El pelo oscuro, de reflejos castaños, asoma
bajo la gorra.
El
cuerpo cae lentamente al suelo ante la consternación de los
otros. En un primer momento no habrán sabido qué hacer, ante
la magnitud del hecho. Después habrán tratado de avanzar su
cuerpo, brillando en sus ojos la esperanza de encontrarlo
con vida. Imagino la expresión de cada uno de aquellos
rostros. Llueven las balas y los cuerpos enardecidos chocan
con una muralla de plomo. Van cayendo uno aquí, el otro allá
y las caras indianas avanzan y se apoderan de él. ¡Pobres
caras indianas que han muerto a su redentor!
Ahora llegan los oficiales de tez blanca, de elegantes
uniformes ceñidos. Hurgan en las ropas, manosean aquel
cuerpo. ¿Aún late la vida? Descubren quién es. ¿Qué hacer?
Piden instrucciones. Él abre los ojos. Le hacen preguntas.
Entre las caras indianas y españolas hay un hombre que viene
del Norte. Él no contesta, en sus ojos la mirada irónica que
bien recuerdo. Llega la orden de ultimarlo. Han pasado horas.
¿En qué habrán pensado durante tanto tiempo? Mira el cañón
que le apunta. La explosión, la nada. Un helicóptero
transporta el cuerpo, el hombre del Norte dirigiendo. En el
poblado esperan los curiosos, el general y los periodistas.
Lo colocan sobre una tarima, el cuerpo desnudo excepto un
breve pantalón hasta las rodillas. La cabeza algo levantada,
los ojos abiertos, señal de que miró de frente a la muerte.
Lo rodean todos y el dedo del general toca la carne aún
caliente, mostrando algo. ¡Y luce tan desvalido! El soldado
indio lo mira atontado. El general trata de lucir cínico.
Las otras caras comprenden que el momento es excepcional.
Los otros cuerpos yacen sobre el suelo, olvidados. ¿He visto
antes esta escena?
¿Qué
puedo decir del Che que no hayan dicho? Que recuerdo aquella
noche en que lo conocí a la luz de las hogueras.
Que en un tiempo discrepamos sobre cómo alcanzar el futuro y
sin embargo yo lo admiraba.
Que después pedí trabajar precisamente con él. Y un día puse
mi mano sobre su hombro en señal de afecto y me dijo: ¿Y esa
confianza? Y cayó mi mano.
Que pasaron los días y un día me dijo: ¿Sabes? No eres tan
hijo de puta como me habían dicho. Y reímos y ya fuimos
amigos.
¿Qué
puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que una vez le pregunté: ¿Nunca has sentido miedo?
Y
me contestó: Un miedo atroz.
Que una vez alguien criticaba la falta de comida y él dijo
que no era cierto, que en su casa se comía razonablemente.
Quizás recibes una cuota adicional —le dije, medio en serio,
medio en broma.
Al otro día nos llamó para decirnos: Era cierto, hasta ayer
recibíamos una cuota adicional.
¿Qué
puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que recuerdo las madrugadas en los portales del Ministerio
de Industrias cuando bromeábamos esperando la hora de partir
para el trabajo voluntario.
Que venía por las noches a Juceplan y después de las
agotadoras reuniones jugaba una partida de ajedrez con los
escoltas, mientras nosotros lo rodeábamos y él cantaba
bajito y muy desentonado viejos tangos de su niñez.
Que al principio era muy estricto en eso de las mujeres,
pero que después terminó diciendo que no le cuidaba la
portañuela a nadie.
Que recuerdo la noche en que murió mi madre. Recuerdo,
repito, que llegó en la madrugada a la funeraria y me puso
la mano en el hombro, como yo a él aquella vez. Y estuvo
hablando conmigo muchas horas, hasta que ya fue de día.
Que después, cuando ya no trabajaba con él, seguía sintiendo
el deseo de verlo y cada cierto tiempo iba a su oficina y
hablábamos interminablemente. Manresa pedía café. Él se
tiraba al suelo, sobre la alfombra, fumando tabaco. Cuando
el aire acondicionado estaba roto abría las ventanas y se
quitaba la camisa. Arreglábamos el mundo.
—Bueno,
vete, polaquito —me decía.
Pero éramos viejos noctámbulos y yo no me iba hasta que
amanecía y bajábamos juntos el elevador, él quejándose de
que yo le hacía perder el tiempo.
¿Qué
puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que cuando vi las fotos de Bolivia, él tirado sobre la
tarima, con el dorso desnudo, recordé que yacía igualmente
sobre la alfombra de su oficina en el Ministerio de
Industrias, con una mirada que traspasaba las cosas, con un
brillo en los ojos como reflejo de estrellas, de estrellas
del sur.
¿Qué
puedo decir?
Este
trabajo abarca varios testimonios de Enrique Oltuski quien
fuera viceministro del Ministerio de Industrias cuando el
Che era su Ministro. Antes, durante la lucha revolucionaria,
fue clandestinamente el coordinador del Movimiento 26 de
Julio en Las Villas, desde donde mantenía relaciones con el
Guerrillero Heroico.
Granma
06-06-2008 |