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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fragmentos del libro Evocación, publicado por la Casa de las Américas.

 
 
 

C H E  S I E M P R E

 

 

ALEIDA MARCH

De Evocación

Una tarde tomé en mis manos una grabadora para ir desgranando los recuerdos que de pronto me asaltaban. Quise, pero no pude... Hablé sobre esto con mi amiga y colaboradora María del CarmenAriet.

 

Era mucha el agua que había pasado bajo mis puentes. Trabajaba en la creación del Centro de Estudios Che Guevara. Ella y yo habíamosarchivado poco a poco documentos, fotografías, cartas, poesías y otros objetos personales. A partir de ahí, cada vez con más fuerza, pensábamos que teníamos un camino largo por recorrer hasta lograr o casi lograr todas las aspiraciones que anhelamos, y así fue como empezamos a editar cuidadosamente la obra del Che.

 

Queríamos que las nuevas generaciones lo conocieran, los jóvenes lo hicieran cercano a ellos; no sólo como símbolo, sino como hombre vivo que desde temprana edad soñó y que luego hizo realidad esos sueños con espíritu creador.

 

A medida que crece el Centro, donde no sólo aspiramos a estudiar su pensamiento, su obra, su vida, pretendemos trabajar con la comunidad que nos rodea para fomentar en ella una de sus cualidades más importantes, su ética, y que se conozca aquello por lo que luchó: un mundo más justo.

 

Hace unos años el señor Cecconi, delicado y persistente, se me acercó en varias ocasiones, quería que yo aceptara escribir un guión –él realmente se empeñaba en realizar una película–, pero aquella idea no me entusiasmó, sin embargo, casi convencida, pensé que, sobre todo, se lo debía a mis hijos y empecé a dejar constancia de mis recuerdos. Empecé entonces a garabatear lo vivido.

 

En Evocación están mis remembranzas, no tengo vocación de escritora, volqué en blanco y negro mis recuerdos más queridos, espero que los que lean mis notas aprecien cuánto esfuerzo y dejación hice de mis cartas, mis poesías que hasta ahora guardaba dentro, muy dentro de mí…

 

Aleida March

La Habana, 26 de abril de 2007

 

VIII

 

Existen circunstancias en las que las palabras pierden su significado y no sabemos o no podemos explicar la exacta dimensión de lo que nos está ocurriendo. Así me encontraba en el momento de la despedida, la primera de otras que parecerían definitivas. Entonces no sabía que me esperaban encuentros similares, y que siempre me dejarían esa sensación extraña, en que, por encima de cualquier razón, mis instintos primarios trataban de preservarlo, a pesar de que sobradamente conocía que la situación era irreversible. Por eso asimilarlo me costaba tanto, aceptarlo me resultaba muy difícil.

 

Ahora que intento rememorar lo acontecido –lo que como una especie de ostra enquistada me había prometido no contar nunca–, tengo la misma impresión y me asaltan los mismos temores de aquellos días, en los que me aferraba a lo que ya no sería igual.

 

Cuando nos despedimos suponíamos que la comunicación iba a demorar, lo que por suerte no sucedió. Sobre todo en los primeros tiempos pudimos escribirnos con bastante asiduidad, y de esa forma se aminoró la enorme carga de incertidumbre que permanentemente me acompañaba. Nos valíamos de muchos compañeros en función de emisarios que llevaban y traían las cartas: Osmany Cienfuegos, José Ramón Machado Ventura, Ulises Estrada, Oscar Fernández Mell, Emilio Aragonés, entre otros que pasaban o permanecían en el Campamento del Che, en cumplimiento de diversas tareas.

 

Por el contenido de las cartas, que conservo como parte de mis pertenencias más preciadas, podia comprender que no sólo yo me estaba poniendo a prueba, sino que para el Che la separación resultaba extraordinariamente dura y muy difícil. En esto tengo que darle total razón porque al menos yo contaba con el consuelo y la compañía de nuestros hijos, testimonio constante de nuestro amor.

 

Pasados los años, releyendo una vez más las cartas que me envió desde esas lejanas tierras del Congo, puedo medir el enorme sacrificio que significó para el Che dejarnos atrás y, por sobre todas las cosas, la descomunal grandeza de su entrega sin límites a la lucha por alcanzar un mundo más justo y equitativo. En la primera carta enviada sus palabras y su estilo sintetizan mucho mejor que si decidiera explicarlo yo:

Mi única en el mundo:

(Se lo pedí prestado al viejo Hickmet)

¿Qué milagro has hecho con mi pobre y viejo caparazón ya no me interesa el abrazo real y sueño con las concavidades en que me acomodabas y en tu olor y en tus caricias toscas y guajiras?

Esto es otra Sierra Maestra pero sin el sabor de la construcción ni, todavía al menos, la satisfacción de sentirlo mío.

Todo transcurre con un ritmo lento, como si la guerra fuera una cosa para pasado mañana. Por ahora, tu temor de que me maten es tan infundado como tus celos.

Mi trabajo se compone de la enseñanza de francés en varias clases al día, aprendizaje de swahili y medicina. Dentro de unos días comenzaré un trabajo serio, pero de entrenamiento. Una especie de Minas del Frío, de la de la guerra; no la que visitamos juntos.

Dale un beso cuidadoso a cada crío (también a Hildita).

Sácate una foto con todos ellos y mándala. No muy grande y otra chiquita. Aprende francés, más que enfermería y quiéreme.

Un largo beso, como de reencuentro.

Te quiere

Tatu

Con ese seudónimo que significa «el tres», siguiendo la numeración en swahili y que siempre empleó durante el tiempo que permaneció en África, nos mantuvimos en contacto.

 

En esa larga espera, centré mi atención esencialmente en los niños, que aún eran muy pequeños, además de seguir atendiendo algunas tareas de la FMC, aunque no como profesional, porque en esa lucha conmigo misma, en el fondo no quería sentirme atada a ninguna responsabilidad que me impidiera en un futuro unirme de nuevo con el Che, cuando las circunstancias lo permitieran.

 

Esa adaptación no deseada se rebelaba de forma constante, lo que obligaba al Che a pedirme siempre que no me desesperara, a insistir en que estudiara francés para poder comunicarme mejor si llegaba al Congo. En realidad, aunque trataba de llenar los espacios de la mejor manera, no me encontraba preparada para asimilar lo que me estaba  ocurriendo; tenía que pasar un tiempo prudencial para organizar de nuevo mi vida y mi futuro en el que siempre incluía al Che, muy lejos de vislumbrar lo que sucedería a la postre.

 

En el transcurso de su estancia en el Congo, conoció del fallecimiento de su mamá, suceso que le produjo una amarga tristeza pues estaban unidos por un entrañable cariño. Me hizo saber su angustia en una carta, en la que expresaba la esperanza de «que no haya sufrido físicamente y que no haya tenido casi tiempo de pensar en mí».

 

A la memoria de su madre escribió uno de sus más conmovedores relatos, La piedra, en el que dejó volcados sus sentimientos más profundos. Al evocarla, expresó: «la necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz [...] No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese “mi viejo” [...]».

 

Ese era el hombre que, a pesar de su aparente severidad, yo conocía en sus fibras más íntimas, por eso siempre fui consciente del tremendo esfuerzo que hacía para llevar adelante sus proyectos más nobles y puros. A veces tuvo que mostrarse firme, convincente y amoroso a la vez, y mostrarse tal cual yo sabía que era, ante mi insistencia de encontrarnos:

 

No me chantajees. No puedes venir aquí ahora ni dentro de tres meses. Dentro de un año sera otra cosa y veremos. Hay que analizar bien eso. Lo imprescindible es que cuando vengas no seas «la señora» sino la combatiente, y para eso debes prepararte, al menos en francés [...]

Así ha pasado una buena parte de mi vida; teniendo que refrenar el cariño por otras consideraciones y la gente creyendo que trata con un monstruo mecánico. Ayúdame ahora, Aleida, sé fuerte y no me plantees problemas que no se pueden resolver. Cuando nos casamos sabías quién era yo. Cumple tu parte de deber para que el camino sea más llevadero, que es muy largo aún.

Quiéreme, apasionadamente, pero comprensivamente, mi camino está trazado, nada me detendrá sino la muerte. No sientas lástima de ti; embiste la vida y véncela, y algunos tramos del camino los haremos juntos. Lo que llevo por dentro no es ninguna despreocupada sed de aventuras y lo que conlleva, yo lo sé; tú debías adivinarlo [...]

Educa a los niños. No los malcríes, no los mimes demasiado, sobre todo a Camilo. No pienses en abandonarlos porque no es justo. Son parte nuestra.

Te abraza con un abrazo largo y dulce, tu

Tatu

¿Fui lo suficientemente fuerte como me pedía el Che? No lo sé a ciencia cierta. Unas veces me creía Dulcinea y otras Sancho Panza, ambos deseosos de seguir al Quijote de los tiempos modernos con el que me había tocado compartir, y que, semejante al personaje cervantino rebosaba ternura, pero no dudaba en enfrentar a los nuevos molinos, de diferentes texturas pero con propósitos similares.

 

Esperaba, quizás no muy pacientemente, aunque con resignación, el tiempo adecuado para unirme a él. Mientras tanto, los acontecimientos en el Congo se precipitaban y auguraban un desenlace que no era el esperado en los primeros tiempos de la contienda. A pesar de esto, el Che continuaba organizando las fuerzas y las acciones y mantenía sus costumbres como prueba de la disciplina y tesón que mostró a lo largo de su vida. Incrementó el número de lecturas, como siempre hacía, muy abarcadoras y cada vez más profundas. Es extraordinario cómo en medio de tantas dificultades, de lo inhóspito del lugar y con la conciencia clara sobre lo que se avecinaba, seguía sus estudios de filosofía y otras materias que le sirvieran para desarrollar proyectos teóricos válidos para el futuro del socialismo en el Tercer Mundo. El listado de los libros que me pedía, constantemente, habla por sí mismo de su dedicación y su vocación literaria. Junto a los títulos, en ocasiones, ponía algunas especificaciones entre paréntesis:

Himnos triunfales, de Píndaro

Tragedias, de Esquilo

Dramas y tragedias, de Sófocles

Dramas y tragedias, de Eurípides

Comedias completas, de Aristófanes

Los nueve libros de la historia, de Herodoto

Historia griega, de Jenofonte

Discursos políticos, de Demóstenes

Diálogos, de Platón

La república, de Platón

La política, de Aristóteles (este especialmente)

Vidas paralelas, de Plutarco

Don Quijote de la Mancha

Teatro completo, de Racine

La divina comedia, de Dante

Orlando furioso, de Ariosto

Fausto, de Goethe

Obras completas, de Shakespeare

Ejercicios de geometría analítica (del santuario)

 

A pesar del esfuerzo, la lucha en el Congo llegó a su fin y sobre lo acontecido recibí una carta del Che escrita el 28 de noviembre de 1965, cuando ya se encontraba en Tanzania. En ella exponía no solo los hechos, sino también su estado de ánimo y el futuro de sus acciones, tratando una vez más de hacerme entender lo difícil que sería nuestro reencuentro. Creo que sólo una persona como el Che, con su capacidad analítica y sus férreas convicciones, podía llegar a vislumbrar los acontecimientos que se avecinaban, los que sentía como parte de su propia naturaleza:

 

Mi querida:

Alcancé la otra carta que te mandaba. Todo se precipitó en forma contraria a las esperanzas. El desenlace te lo puede contar Osmany; sólo te diré que mi tropa, de la que me sentía orgulloso y seguro los primeros días, se fue diluyendo, o mejor dicho, reblandeciendo como manteca en la sartén y se me escapó de la mano. Volví, por el camino de la derrota, con un ejército de sombras. Ya todo ha pasado y viene la etapa final de mi viaje y la definitiva; sólo me acompañarán ahora un puñado de elegidos con estrellas en la frente (las martianas, no las de comandante).

La separación promete ser larga, tenía la esperanza de poder verte en el tránsito de lo que parecía una guerra larga, pero no fue posible. Ahora habrá entre nosotros una cantidad de tierra hostil y hasta las noticias encarecerán. No te puedo ver antes porque hay que evitar toda posibilidad de ser detectado; en el monte me siento seguro, con mi arma en la mano, pero no es mi elemento el deambular clandestino y tengo que extremar las precauciones.

Ahora viene la etapa verdaderamente difícil para todos y hay que prepararse a soportarla; espero que sepas hacerlo. Tienes que soportar tu cruz con entusiasmo revolucionario. Si llego a destino, cuando lo sepan, harán todo por ahogar la cosa en germen y las medidas profilácticas de aislamiento se harán más rígidas. Siempre encontraré la manera de hacerte llegar unas líneas, pero si no se puede no pienses lo peor; en el punto de destino seré fuerte otra vez, a pesar de la diferencia de medios que tendré al principio.

Me cuesta escribir; o son los detalles técnicos que no deben interesar, o los recuerdos de toda la vida pasada que tardará en volver. Porque has de saber que soy una mezcla de aventurero y burgués, con una apetencia de hogar terrible pero con ansias de realizar lo soñado. Cuando estaba en mi burocrática cueva soñaba con hacer lo que empecé a hacer; y ahora, y en el resto del camino, soñaré contigo y los muchachos que van creciendo inexorablemente. Qué imagen extraña deben hacerse de mí y qué difícil será que algún día me quieran como padre y no como el monstruo lejano y venerado, porque será una obligación hacerlo.

Cuando arranque te dejaré unos libros y notas, guárdalos. Me he acostumbrado anto a leer y estudiar que es una segunda naturaleza y hace más grande el contraste con mi aventurerismo.

Como siempre, te había hecho un versito y, como siempre, lo rompí. Cada vez soy major crítico y no quiero que me pasen accidentes como los de la otra vez.

Ahora, que estoy encarcelado, sin enemigos en las cercanías ni entuertos a la vista, la necesidad de ti se hace virulenta y también fisiológica y no siempre pueden calmarlas Karl Marx o Vladimir Ilich.

Dale el beso especial a la cumpleañera; no le mando nada porque es mejor desaparecer totalmente.  Te vi de poses en una tribuna, estás de lo más bien, casi como en los días felices de Santa Clara. Yo también me aproximé a ese ideal, pero ahora vuelvo a ser el insignificante Sansón Pelao.

Educa a los niños. Siempre me preocupan los hombres, sobre todo, e insístele al viejo para que los visite. Dale un abrazo a los buenos viejos que tienes por allí y recibe el tuyo, no el ultimo pero con todo el cariño y la desesperación como si lo fuera. Un beso.

Ramón

 

En esa fecha, Fidel, que siempre estaba al tanto de nuestra familia, me invitó a participar en el acto de la primera graduación de médicos realizada después del triunfo de la Revolución. Tuvo lugar en el Turquino, la elevación montañosa más alta de nuestro país, situada en la histórica Sierra Maestra, en la antigua provincia de Oriente.

 

La simbología del lugar era muy fuerte y todas las efemérides importantes culminaban allí después de pasar por la prueba de subir cinco picos de la sierra, como constancia de nuestra voluntad y para rememorar una página de nuestra historia más reciente. Al poco rato de llegar, vimos venir a Sergio del Valle, quien había sido ayudante y médico de la Columna 2 comandada por Camilo Cienfuegos, por aquel entonces jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. El objetivo de la visita era informarle a Fidel de la retirada de las tropas comandadas por el Che en el Congo –lo que después el Che me explicó con más detalles en la carta–. También los pormenores de lo acontecido fueron narrados en los Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo, relatos que escribe mientras permanece en Tanzania, utilizando su Diario de campaña, costumbre muy personal y que tenía como antecedente los Pasajes de la guerra revolucionaria, donde narraba la lucha guerrillera en Cuba.

 

Desde el momento en que se conoció la retirada de las tropas en el Congo, tuve el consentimiento de Fidel para encontrarme con el Che. Una vez más mediaba entre nosotros, sólo que esta vez yo confiaba en que no encontraría la misma resistencia de cuando se opuso a que yo viajara para integrarme al grupo que efectuaba el recorrido por los países del Pacto de Bandung.

 

¿Estaría de acuerdo? Por las circunstancias parecía que no, pero para mi regocijo me equivoqué. Tuve la confirmación de mi viaje a Tanzania en diciembre, lo que me hizo extraordinariamente feliz, en uno de los fines de años más esperados de mi vida ante la inminencia de la partida.

 

Enero de 1966 llegó con mucha fuerza. No me acordé de los razonamientos del Che ni de su labor persuasiva, nada me detenía y al parecer la decisión de encontrarnos no le resultó inapropiada, aunque creo que yo lo hubiera hecho sin medir las consecuencias. Alrededor del 15 de enero, no puedo precisarlo del todo, efectué el viaje, haciendo escala en Praga, donde dormí en un apartamento que tiempo después sería utilizado por el Che y otros compañeros, mientras se realizaban los preparativos para su definitivo viaje hacia la América Latina. En un próximo encuentro en Praga, también nos quedamos en ese apartamento.

 

El trayecto lo realicé en compañía de Juan Carretero (Ariel), compañero que pertenecía al Departamento América, dirigido por el legendario combatiente Manuel Piñeiro, uno de los pilares en la coordinación y los vínculos con los movimientos revolucionarios en nuestro Continente. De Praga pasamos a El Cairo y de ahí a Tanzania.

 

Allí me aguardaba el Che, convertido en un personaje casi desconocido para mí, afeitado y vestido sin el inseparable uniforme verde olivo que siempre llevaba en Cuba. Llegué muy nerviosa, en un mar de dudas y con una incógnita mayor que la esfinge que había dejado atrás en El Cairo. Sin embargo, ese estado desapareció de inmediato, al darme cuenta de que era él, y que ya estábamos juntos de nuevo.

 

Para realizar el viaje me habían hecho algunos cambios: llevaba una peluca de cabellos negros y creo que unos espejuelos que en aquella época todavía no tenía que usar, y que me daban un aire de persona mayor; de esa manera nos enfrentamos: con imágenes diferentes, pero, en esencia, los mismos.

 

Creo que fue lo soñado por nosotros durante mucho tiempo; íbamos a estar completamente solos y así sucedió. El encierro voluntario era absoluto por razones de seguridad, lo que no nos importó para nada, yo diría que más bien nos alegró. La ciudad la vi a mi llegada y cuando partí, sólo tuve ojos y oídos para absorber y dar lo que fuimos capaces de entregarnos, no hacía falta más.

 

El lugar escogido no era muy agradable, pero ni en eso reparábamos; solamente existía nuestra dicha. Era una sala-comedor convertida en un lugar para estudiar y conversar y para dormir; una habitación con un baño interior. Ahí el Che revelaba las fotografías que él mismo tomaba con una camarita más profesional, algunas de las cuales tengo en mi poder como constancia de esos irrepetibles días. Hasta puedo decir que instauramos algunos hábitos ya conocidos: después del desayuno yo leía, siempre bajo la guía acostumbrada del Che, y él leía o escribía. En ese tiempo comenzó a impartirme clases de francés. ¡Lo había logrado!

 

Durante esos días, también grabó en su voz unos cuentos para los niños, que a mi regreso les entregué como uno de los tesoros más preciados que su padre les reservaba. Le escribió también una carta a Fidel y me pidió que se la hiciera llegar –recuerdo que eran comentarios sobre la lucha del movimiento de liberación en Guatemala.

 

Conversamos sobre muchos temas, me acuerdo de sus reflexiones sobre el contenido de su carta de despedida leída por Fidel y de que insistía mucho en la importancia que tenía para él. Nunca olvidaré lo diáfano que fue cuando me expresó su convicción de que donde quiera que fuera a luchar después del Congo, incluso allí, su grito de guerra sería siempre el de su revolución, la Revolución Cubana: «Hasta la victoria, siempre Patria o Muerte».

 

[No debe extrañarse el lector ante la presencia de una coma fuera de lugar o que se interprete como un error de mi parte, tampoco pretendo que se cambie el sentido de una frase que ha devenido en grito de rebeldía y esperanza para lo más noble de nuestros pueblos. Decidida a compartir algunos detalles que han dejado honda huella en mí, no puedo dejar de detenerme en este y trasmitirles la fuerza con la que expresó lo que en realidad quiso decir y cuánto lamentó su error al poner la coma donde no debía; lo que quería dar a entender era que cualquiera que fuesen las circunstancias donde se encontrara siempre actuaría al llamado de ¡Patria o Muerte!].

 

Claro que no todo era seriedad, también en tono de broma rememorábamos algún que otro acontecimiento simpático de nuestras vidas y, por supuesto, aclarábamos equívocos o malos entendidos, intrascendentes o no, pero de igual importancia, algo así como un «recuento necesario».

 

Al fin pudimos aclarar el caso de la secretaria que me encontré cuando comencé a trabajar en el INRA, en el ya lejano 1959, y que él siempre supuso que yo le había pedido que se marchara, porque su trabajo no era necesario al ocuparme yo de sus asuntos personales.

 

Cada vez que tratábamos el tema le negaba mi participación en ese hecho, pero ese día, después de seis años, lo reconocí y de una vez por todas le aclaré que no había sido por celos o porque pensara mal de la muchacha, sino porque estaba segura de que desde el punto de vista político no se encontraba a la altura de lo que debía ser una secretaria para él; en pocas palabras, que no era confiable. En definitiva salí de ese «mal entendido» y el Che se sintió satisfecho al estar seguro de que nunca se había equivocado sobre mi participación en esa decisión.

 

Hablábamos también de amigos comunes, de lo sucedido a mi amiga, Lolita Rosell, a la que me unían lazos de afecto muy fuertes, desde los tiempos de la lucha clandestina en mi provincia, en el Movimiento 26 de Julio. Después del triunfo, Lolita se incorporó al trabajo y fue designada presidenta de la FMC en Las Villas. Mientras se desempeñaba en esas funciones, se encontró en dificultades, como consecuencia de los errores que se cometieron en la época del sectarismo en nuestro país en los primeros años de los 60; a tal punto, que le solicitó una reunión al Che, a la que este accedió con la condición de que estuvieran presentes el organizador del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), Emilio Aragonés; el jefe del Ejército en la provincia, William Gálvez, y un miembro de la dirección del antiguo PSP, el compañero Manuel Luzardo, en aquel momento ministro de Comercio Interior.

 

Del resultado de esa reunión, mientras el Che estuvo en Cuba, nunca me enteré, al considerarlo confidencial. Sólo conocía lo que mi amiga me había contado. Sabía que había quedado satisfecha porque había podido decir todo lo que pensaba, pero en Tanzania fue que conocí por el Che más detalles y lo valiente que se había comportado Lolita. Según el Che, la voz cantante siempre fue la de ella, al explicar los errores de la política que se estaba siguiendo y sus preocupaciones por lo que pudiera acarrear respecto a la integridad de la Revolución. Después de esa reunión, Lolita vino para La Habana, a propuesta del Che y como prueba de su confianza, la puso a trabajar en el recién creado Ministerio de la Industria Azucarera.

 

Los planes a ejecutar por el Che apremiaban, ya que a pesar de lo ocurrido en el Congo, no cejaba en su empeño de comenzar la lucha en el punto que había sido por siempre su ideal, como fiel continuador de las ideas de Bolívar y Martí, la América Nuestra.

 

No recuerdo con exactitud la fecha en que salió para Praga o quizás mi mente se rehusó a retenerla; creo que fue en la primera quincena de marzo. Yo quedé una vez más sola, en lo que nos había servido de refugio cómplice. Triste, por supuesto; ni siquiera las lecturas me servían de consuelo. A pesar de las recomendaciones del Che, apenas si alcanzaba a entender parte de lo que leía. Quizás debía haber escrito mis impresiones, pero tampoco lo hice.

 

En mi abatimiento, pensaba nuevamente que era la separación definitiva o por lo menos que pasarían unos cuantos años para encontrarnos en paisajes y entornos diferentes. Sabía que tenía que acostumbrarme y convivir con la sensación perenne de que era la última vez. Casi moría cada vez que eso sucedía y, sin embargo, como ave fénix, volvía a renacer borrando los temores y recuperando mi optimismo cuando me reencontraba con el Che. No sé cuántas veces cumplí con su recomendación de que debía ser fuerte y no sé cuántas veces más tenía la sensación de la frustración y el final.

 

Sabía de antemano que mi futuro estaría siempre lleno de inquietudes, de sobresaltos. Esta vez habíamos experimentado tanta quietud y placer al encontrarnos juntos, que al pensar en lo que vendría –consciente de lo tremendo que sería al no poder saber nada el uno del otro–, me llenaba de una zozobra permanente. Por lo menos en el Congo pudimos comunicarnos mensualmente, pero ahora la duda punzante no acababa, ¿cómo podría saber de él? Nada era ni sería igual.

 

Con esa incertidumbre regresé a Cuba, después de haber permanecido aproximadamente mes y medio. Esta vez, de El Cairo fui a Moscú en compañía de Oscar Fernández Padilla, a quien le habían dado la tarea de acompañarme.

 

A pesar de la pugna interior de mis sentimientos, el reencuentro con mis hijos, la satisfacción de entregarles la cinta con los cuentos grabados por su papá y la tranquilidad de estar entre los míos me devolvió un poco de la paz que tanto necesitaba.

 

Pasados unos días, pude comprender que los dos vivíamos momentos muy difíciles, cuando recibí una llamada para recoger en las oficinas de Fidel una pequeña libreta que me enviaba el Che con apuntes personales. En uno de ellos que tituló «Envío» se puede medir su estado de ánimo y la certeza que tenía en ese entonces de que no nos volveríamos a ver en largo tiempo:

 

Amor: ha llegado el momento de enviarte un adiós que sabe a campo santo (a hojarasca, a algo lejano y en desuso, cuando menos). Quisiera hacerlo con esas cifras que no llegan al margen y suelen llamarse poesía, pero fracasé; tengo tantas cosas íntimas para tu oído que ya la palabra se hace carcelero, cuanto más esos algoritmos esquivos que se solazan en quebrar mi onda. No sirvo para el noble oficio de poeta. No es que no tenga cosas dulces. Si supieras las que hay arremolinadas en mi interior. ¡Pero es tan largo, ensortijado y estrecho el caracol que las contiene,

que salen cansadas del viaje, malhumoradas, esquivas, y las más dulces son tan frágiles! Quedan trizadas en el trayecto, vibraciones dispersas, nada más. […]

Carezco de conductor, tendría que desintegrarme para decírtelo de una vez. Utilicemos las palabras con un sentido cotidiano y fotografiemos el instante.

[…] Así te quiero, con recuerdo de café amargo en cada mañana sin nombre y con el sabor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla, un tabaco de ceniza equilibrista, y un refunfuño incoherente defendiendo la impoluta almohada […]

Así te quiero; mirando los niños como una escalera sin historia (allí te sufro porque no me pertenecen sus avatares), con una punzada de honda en los costados, un quehacer apostrofando al ocio desde el caracol […]

Ahora será un adiós verdadero; el fango me ha envejecido cinco años; sólo resta el ultimo salto, el definitivo.

Se acabaron los cantos de sirena y los combates interiores; se levanta la cinta para mi última carrera. La velocidad será tanta que huirá todo grito. Se acabó el pasado; soy un futuro en camino.

No me llames, no te oiría; sólo puedo rumiarte en los días de sol, bajo la renovada caricia de las balas […]

Lanzaré una mirada en espiral, como la postrera vuelta del perro al descansar, y los tocaré con la vista, uno a uno y todos juntos.

Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y dejáme vivirte para siempre en el perenne instante.

 

En medio de esa cotidianidad placentera que nos proporciona lo siempre amado, hubo tiempo para un adiós no definitivo. Una vez más la vida me sonrió y en el mes de abril de 1966 pude encontrarme de nuevo con el Che, a pesar de sus dudas y mis constantes reclamos, los que ya había detenido por medio de una carta, sin fecha, que me escribiera: «Dos letras. No es verdad que no quiera verte ni que huyera [...] Vine para impulsar las cosas y ya se han impulsado algo; no creí bueno que vinieras porque podrían detectarte (checos o enemigos), porque se notaría nuevamente tu ausencia en Cuba, por que cuesta plata y porque me afloja las patas. Si Fidel quiere que vengas, que los pese él (los factores que pueden interesarle) y decida [...]».

 

Fue Praga la ciudad encantada. No importa que no pudiéramos disfrutarla a plenitud porque debíamos mantener una disciplina estricta y el mayor secreto. A nosotros nos bastaba poder estar juntos.

 

En esa bella ciudad vivimos en dos sitios: el primero era un departamento que ya conocía porque lo había utilizado en tránsito a mi viaje a Tanzania. El lugar era bastante reducido, pues sólo contaba con una sala-habitación y un baño que se empleaba, además, para otros fines: cocina y lavado de ropas. Aquí permanecíamos los días entre semana.

 

El otro lugar era una casa de campo más amplia y agradable, aunque no puedo describirla con exactitud. En la vivienda habitaba la dueña con su hija, que tenía retraso mental. Esta señora era quien nos cocinaba. Convivíamos con algunos de los combatientes que después marcharían con el Che a Bolivia: Alberto Fernández Montes de Oca (Pacho), Harry Villegas (Pombo) y Carlos Coello (Tuma), entre otros que nos visitaban por razones de trabajo.

 

Por las noches, para entretenernos, jugábamos canasta en sesiones no muy afortunadas para mí, pues no era muy ducha en ese juego, y era el Che quien me ayudaba a ganar. Tengo que decir que siempre fue así; cada vez que me encontraba en aprietos salía en mi auxilio. Así sucedía en las practices de tiro que realizábamos; se ponía detrás de mí para rectificarme la posición, y nunca permitió que saliera mal ante cualquier situación en que me ponían a prueba; en eso, como en todo lo demás, me hacía sentir su cariño y apoyo.

 

En esas sesiones de tiro, al único que le lograba ganar era a Coello, increíblemente mucho menos diestro en la materia que yo, pues la habilidad no le hacía falta para nada en esos momentos. Todos disfrutábamos sus bromas y su eterna simpatía y se lo reciprocábamos con nuestro incondicional afecto. Por eso, cuando conversábamos, en esos días que también fueron de mucha alegría, en tono de guasa yo le decía que iba a ocupar su sitio en la futura contienda, y lo recalcaba para ver si me tenían en cuenta.

 

Durante el día, a veces, si el tiempo lo permitía, salíamos a caminar por un bosque de pinos muy cercano a la casa y por las noches, al finalizar el fin de semana, regresábamos a la ciudad con José Luis Ojalvo, el compañero que nos atendía en Praga.

 

Alguna que otra vez rompíamos la disciplina y nos escapábamos. En una de esas contadas ocasiones, recuerdo que fuimos a comer a un restaurante cercano al departamento. Allí nos sucedió algo simpático: por lo general pedíamos bistec de res y ese pedido lo hacía el Che tratando de pronunciarlo lo más parecido al checo, pero un día, confiados en su dominio del francés, decidimos comer algo distinto y cuál no sería nuestra sorpresa cuando vimos al camarero traernos sendos platos de bistec anglisqui, igual a los acostumbrados. Nos reímos muchísimo con el francés tan perfecto del camarero, ¡éramos tan felices! No tengo que decir lo mucho que disfrutamos esas escapadas a solas, incluida la que hicimos al estadio para presenciar un juego de fútbol.

 

Con un poco de nostalgia viene a mi mente un paseo campestre que hicimos y en el que a nuestro regreso visitamos una especie de motel pequeño, muy acogedor. Allí, como siempre, soñamos un poco e hicimos planes para volver en otra ocasión, lo que no ocurrió, porque de «algún lugar» nos llegó la información de que podían detectarlo. Eso nos cortó las alas, porque bajo ninguna circunstancia podíamos poner en riesgo lo que se estaba preparando: era demasiado lo que se ponía en juego. Una vez más posponíamos nuestros pequeños placeres y, por esa razón, tampoco pudimos ver Karlovy Vary, lugar que el Che quería que visitáramos juntos.

 

A finales de mayo, inesperadamente se recibió la noticia de un posible ataque a Cuba por parte de los Estados Unidos, como consecuencia del asesinato de uno de nuestros soldados, encargados de vigilar la Base Naval de Guantánamo, territorio usurpado por los norteamericanos desde nuestra mal llamada independencia en 1902.

 

Ante la gravedad de la situación, el Che adelantó la fecha de mi partida, que habíamos dispuesto para después del 2 de junio, fecha de nuestro aniversario de bodas. Mentiría si digo que deseaba volver, pero las razones eran muy fuertes, tenía que estar al lado de los niños y cumplir con mi deber. Por otra parte, el Che había tomado la determinación de que en caso de un ataque enemigo regresaría a Cuba para luchar junto a su pueblo.

 

Un día antes y sin que él lo supiera, salí a las tiendas y le compré unos yugos –término usado en Cuba para llamar a una especie de broches que se colocan en los puños de las camisas de vestir–. Eran pequeños, pero sabía que siempre los llevaría con él y creo que así lo hizo. Nunca los recuperé y estoy segura de que alguien los conserva como botín de guerra.

 

A su regreso a Cuba, en julio de 1966, para su entrenamiento, fue cuando se enteró de que había sido yo quien se los había regalado. Ese fue otro momento de singular regocijo, porque a pesar de las muchas lágrimas derramadas en el tiempo transcurrido, los momentos de felicidad compartidos nada ni nadie puede borrarlos ni arrebatármelos.

 

El retorno no estaba dentro del cálculo de probabilidades inmediatas pensadas por el Che; sin embargo, fue de nuevo la persuasión de Fidel más fuerte que su reticencia. Una carta memorable le escribió a Praga, en que le proponía que viniera para completar la fase final del entrenamiento, y le garantizaba, por su parte, total discreción:

 

Querido Ramón:

Los acontecimientos han ido delante de mis proyectos de carta [...]

Sin embargo, me parece que, dada la delicada e inquietante situación en que te encuentras ahí, debes, de todas formas, considerar la conveniencia de darte un salto hasta aquí.

Tengo muy en cuenta que tú eres particularmente renuente a considerar cualquier alternative que incluso poner un pie en Cuba, como no sea en el muy excepcional caso mencionado arriba. Eso, sin embargo, analizado fría y objetivamente, obstaculiza tus propósitos; algo peor, los pone en riesgos; dificulta extraordinariamente las tareas prácticas a realizar; lejos de acelerar, retrasa la realización de los planes y te somete, además, a una espera innecesariamente angustiosa, incierta, impaciente.

Y todo eso, ¿por qué? No media ninguna cuestión de principios, de honor o de moral revolucionaria que te impida hacer un uso eficaz y cabal de las facilidades con que realmente puedes contar para cumplir tus objetivos.

Hacer uso de las ventajas que objetivamente significan poder entrar y salir de aquí, coordinar, planear, seleccionar y entrenar cuadros y hacer desde aquí todo lo que con tanto trabajo solo deficientemente puedes realizar desde ahí u otro punto similar, no significa ningún fraude, ninguna mentira, ningún engaño al pueblo cubano o al mundo. Ni hoy, ni mañana, ni nunca nadie podría considerarlo una falta, y menos que nadie tú ante tu propia conciencia. Lo que sí sería una falta grave, imperdonable, es hacer las cosas mal pudiéndolas hacer bien. Tener un fracaso cuando existen todas las probabilidades del éxito [...]

Espero no te produzcan fastidio y preocupación estas líneas. Sé que si las analizas serenamente me darás la razón con la honestidad que te caracteriza. Pero aunque tomes otra decision absolutamente distinta, no me sentiré por eso defraudado. Te las escribo con entrañable afecto y la más profunda y sincera admiración a tu lúcida y noble inteligencia, tu intachable conducta y tu inquebrantable carácter de revolucionario íntegro, y al hecho de que puedes ver las cosas de otra forma no variará un ápice esos sentimientos ni entibiará lo más mínimo nuestra cooperación [...]

 

Tanta prueba de lealtad y respeto confirma lo que para mí ha sido siempre la expresión de una union entrañable, puesta a prueba en muy difíciles condiciones; unión que, a ontrapelo de calumnias y mentiras, ha resistido el tiempo y quedará para la historia como la amistad sin límites de dos guerreros, dos hombres inclaudicables.

 

ANTONIO PÉREZ (ÑIKO): cartel, 1968

Revista Casa de las Américas No. 249 octubre-diciembre/2007 pp. 73-84

 
 
 
 

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