Lectura de tabaquería, Patrimonio Cultural de la Nación Cubana
Ernesto Gómez Abascal • La Habana, Cuba
Santiago de las Vegas estuvo vinculado con la siembra y toda la
cultura de la producción tabacalera, desde mucho antes que saltara a
la historia cubana por ser sede de la sublevación de los vegueros
contra el injusto monopolio de la comercialización de este producto,
el 23 de febrero de 1723. Posiblemente, la primera señal de rebeldía
de los criollos, contra la dominación de la corona española.
A la entrada del pueblo, existe un monumento y un pequeño parque,
erigido para conmemorar y perpetuar la rebeldía de los que se
levantaron y los que murieron en esa fecha, por primera vez machete
en mano, contra el poder colonial, aunque todavía sin una conciencia
propiamente independentista.
A mediados del pasado siglo, sin embargo, la siembra y cultivo del
tabaco se había retirado de lugares más cercanos a la capital, hacia
zonas más al centro de la provincia de La Habana, en los alrededores
de los poblados de San Antonio de los Baños y Güira de Melena, donde
se obtenía (y se obtiene), una hoja de magnífica calidad. Pero en
Santiago de las Vegas, donde nací, por ese entonces se mantenían
trabajando dos grandes “despalillos”, talleres donde decenas de
mujeres ganaban un escaso sustento, quitando el palillo central de
la hoja, que de esta forma quedaba dividida en dos partes, lista
para ser utilizada en la capa o cubierta de los tabacos. En uno de
estos talleres, trabajaba como lector mi abuelo materno, Arturo
Abascal, oficio ahora justamente reconocido como Patrimonio Cultural
de la Nación Cubana.
Por lo general, cuando se menciona al “lector de tabaquería”, se le
ubica en las grandes fábricas de tabacos donde, hasta el triunfo de
la Revolución, solo trabajaban hombres como torcedores, nombre que
reciben quienes fabrican, a mano, los famosos “puros” o tabacos.
Pero el oficio de lector también existió en los talleres llamados “despalillos”,
en los que, por el contrario, eran féminas las únicas operarias.
Varias mujeres de mi familia trabajaron eventualmente en ellos,
donde mi abuelo fue uno de los lectores más reconocidos del pueblo.
Guardo recuerdos muy apreciados y gratos de él aún cuando yo era muy
pequeño. Hombre menudo, de baja estatura, pelo claro pero ya canoso,
y de ojos muy azules, tenía una magnífica voz para ejercer su
oficio. Fue el único trabajo que hizo en su vida, aunque este no se
mantenía durante todo el año y era, gracias al “lavado y planchado
de ropa para la calle” que hacía mi abuela, que la prole de diez
hijos logró sobrevivir y salir adelante. A pesar de la pobreza,
siempre lo vi vestido, aun en los meses de mayor canícula, con “leva
y chaleco”, indumentaria que a veces mostraba la huella de tanto uso
y de haber sido llevada muchas veces a la batea para lucir
impecable. Su estampa era completada por un inseparable sombrero de
pajita.
Arturo, aunque apenas estudió hasta un nivel secundario, era un
hombre culto para su época. Autodidacta y lector insaciable, logró
incluso dominar el idioma inglés escuchando cada noche, a través de
un viejo radio, las clases que emitía la BBC de Londres. Lo pude ver
en no pocas ocasiones golpear maldiciendo sobre el mueble de madera
del aparato, cuya voz se iba y regresaba, interferida a veces por
extraños ruidos de la atmósfera. Cuando no tenía trabajo en el
despalillo, era frecuente escucharlo en algún lugar del pueblo
disertando sobre cualquier tema, rodeado por un pequeño auditorio.
El despalillo, donde trabajó por muchos años, estaba instalado tal
vez en el edificio más grande de Santiago. Construido en 1928 y
conocido popularmente como “el Capitolio”, en los meses de actividad,
reunía a decenas de humildes mujeres, transformadas entonces de amas
de casa en obreras, lo que incidía también en que la mayoría de
ellas ampliaran sus escasos conocimientos a través de lo que
diariamente escuchaban del “lector”.
En el Capitolio, compartían el trabajo dos lectores: Juan Pérez, que
leía la prensa, y mi abuelo Arturo, que leía libros,
fundamentalmente novelas.
Cada mes, él sometía a votación de las despalilladoras, un listado
de títulos que obtenía de la librería La moderna poesía, en La
Habana para que, mediante votación, estas escogieran la lectura
preferida. Mi abuelo no recibía salario alguno de los dueños del
despalillo, pero era retribuido por las propias despalilladoras
quienes, el día de cobro (por lo general los sábados), le pagaban
por sus servicios 20 centavos cada una. Con estos escuálidos fondos
adquiría los libros seleccionados para la lectura.
Lector, sin embargo, no podía ser cualquiera. Al principio y durante
algunos años, esto lo hacía a viva voz, sin ningún tipo de
amplificador, equipo al que después tuvieron acceso, al adquirir un
viejo y defectuoso aparato que no siempre funcionaba bien. Pero
leer novelas requería de arte, además de un buen volumen de voz.
Debía cambiar las entonaciones, hacer las pausas y los suspensos
cuando era requerido, trasmitir los estados de ánimo de los
personajes y darle vuelo a la imaginación, haciendo reír o incluso
llorar a la femenina audiencia, que vibraba muchas veces ante la
apasionada lectura. Escogía el momento adecuado para concluir la
lectura del día, dejándola por lo general en “un suspense”, al igual
que las novelas que se trasmitían por radio, lo cual, a veces,
levantaba la amistosa protesta de la audiencia, que reclamaba
terminar el desenlace de la trama.
Ahora, que se ha reconocido su oficio como Patrimonio Cultural de la
Nación Cubana y se han señalado las fechas del 19 al 26 de noviembre
para conmemorarlo, he considerado justo, con esta breve crónica,
rendir tributo a quien contribuyó con sus lecturas, aun de forma
modesta, a elevar la cultura y la conciencia de la mujer cubana: al
abuelo Arturo Abascal, el lector de tabaquería. |