El
hábito de cumplir los compromisos me llevó a recordar que le había
prometido a Julio Camacho Aguilera, viejo y curtido luchador,
escribir un prólogo al libro elaborado por su esposa Georgina Leyva
Pagán, del que se imprimiría una nueva edición para la Feria del
Libro en febrero de 2014, coincidiendo con el 90 aniversario de su
natalicio en marzo del presente año. Gina es una mujer valiente y
consagrada.
Lo
peor es que no podía alegar que en el año del 55 aniversario del
triunfo de la Revolución yo estaría saturado de trabajo porque,
realmente, tanto Julio como Gina, me habían solicitado el prólogo
hacía muchos meses. Cuando les dije que habían transcurrido más de
60 años desde el 26 de julio de 1953, me enviaron una copia editada
en 2009, es decir, 56 años después. De modo que no me quedó más
remedio que contar lo que recuerdo con total lealtad.
En
el propio libro se muestra que éramos un pueblo pacífico que vivía
en equilibrio con la naturaleza, intercambiando armoniosamente con
ella. Apenas rebasábamos la cifra de ciento veinte mil habitantes.
El
astuto navegante europeo que “nos descubrió” creyó realmente que
había llegado a la India. Nadie sabe cuándo tomó conciencia de su
error. Pese a tener la razón en torno a su teoría sobre la redondez
de la Tierra, no es difícil comprobar, por el rumbo que llevaba, que
no llegaría a la India, sino a China, donde ya en aquellos tiempos
conocían la pólvora, la brújula, los metales duros, y disponían de
ejércitos con decenas de miles de soldados de caballería, alimentos
abundantes, especies y riquezas que Europa ignoraba.
Sin
duda, Colón y sus marinos europeos habrían recibido un trato
exquisito en China. Sus veleros cruzaban por el norte de Cuba y no
lejos del actual territorio yanki, cuando los llamados indígenas
hablaron de una isla mayor situada al sur. Girando hacia el suroeste
llegan a nuestra Isla, toma posesión de ella y poco después, afirma:
“es la tierra más hermosa que ojos humanos vieron”.
Pero,
qué tendrá que ver esto con Camacho Aguilera, se preguntarán
algunos. ¡Mucho! La primera acción revolucionaria de este se produce
en Guantánamo, donde los yanquis poseen una gran base naval, ocupada
por la fuerza, cuatrocientos diez años más tarde, una de las zonas
más importantes para el desarrollo marítimo de nuestro país y que,
en la actual etapa, constituye un centro de tortura donde son
hacinados ciudadanos de cualquier otra nacionalidad del mundo.
Hay
que ver lo que en la actualidad se publica por las agencias de
información más leídas del mundo. En ellas se pueden apreciar los
gravísimos peligros que amenazan la supervivencia del género humano.
Hay días que apenas hablan de otros temas.
Cuando en mi modesta lucha, como la de tantos otros jóvenes cubanos,
tomé conciencia de la necesidad de un cambio radical en nuestro país,
sumábamos ya más de 50 veces el número de personas que habitaban
nuestra Isla, hablábamos el mismo idioma y éramos capaces de
albergar sentimientos similares, aunque la mayoría no supiera leer
ni escribir.
Al
amanecer del 26 de julio de 1953, cuando llevamos a cabo la idea de
tomar la fortaleza del Moncada y el cuartel Carlos Manuel de
Céspedes en Bayamo —16 meses después del golpe de Estado que llevó a
Batista al poder por segunda vez el 10 de marzo de 1952, en vísperas
de unas elecciones presidenciales donde sus posibilidades de triunfo
se reducían a cero—, yo no tenía la menor noticia de la existencia
de Camacho; él estaba igual que otros muchos jóvenes en cualquier
parte del país cansados ya de soportar pobreza, desempleo,
explotación e injusticia, que contrastaba con la vida privilegiada
de una minoría asociada a los propietarios extranjeros. Quien no
entendiera esto no entendería absolutamente nada.
Por
mi cuenta había reclutado ya más de mil jóvenes, militantes del
Partido Ortodoxo, que odiaban los abusos y horrores del régimen
militar de Batista, quien tras el Golpe de los Sargentos el 4 de
septiembre de 1933 usurpó, como sargento taquígrafo del Estado
Mayor, la rebelión de los soldados que culpaban a los oficiales de
los crímenes del “machadato”.
Gerardo Machado, antiguo y casi desconocido oficial del Ejército
Libertador se convirtió, en virtud de los manejos intervencionistas
y las costumbres de los yankis, en presidente del país, donde impuso
un régimen sangriento.
Camacho y Gina, tal vez hasta el 26 de julio de 1953, ni siquiera
habían oído hablar de mí; estudiante que concluía sus estudios como
alumno de la Escuela de Derecho, y vencía también casi la totalidad
de otras asignaturas de Ciencias Políticas y Diplomáticas de nuestra
Escuela. Mis notas habían sido satisfactorias y debía además
autosostenerme. Pero al circular las noticias que se expandieron
rápidamente aquel 26 de julio de 1953, Camacho hizo todo lo posible
para comunicarse conmigo, ofreciéndome sus conocimientos sobre las
experiencias campesinas en el “Realengo 18”, de las que Pablo de la
Torriente Brau había escrito un brillante relato antes de marchar a
España para combatir el golpe traidor de Francisco Franco, el más
fiel servidor de la Alemania nazi al desatarse la guerra genocida y
criminal contra la URSS, primer Estado multinacional y socialista
del mundo.
Pablo de la Torriente Brau murió en una trinchera de primera línea
que defendía uno de los frentes de la República española, donde más
de mil compatriotas cubanos se afirma que participaron en aquella
guerra. Yo había leído varios de sus escritos que ayudaron a forjar
una conciencia política. ¡Qué falta me habría hecho hablar con un
hombre como Pablo de la Torriente, de cuyo libro sobre las luchas en
el “Realengo 18”, ubicado en la región de Guantánamo, extraje
conocimientos tan útiles!
Nadie creería que Camacho se convirtió en un dolor de cabeza
adicional.
Quiéralo o no es una historia larga, y tal vez sin ella carecería de
sentido lo que aquí escribo.
Cuando el Granma llegó a Cuba con 82 hombres a bordo, donde podían
viajar con cierta comodidad 12 tripulantes, había tardado dos días
más de lo previsto y por ello, de puro milagro, no se hundió a lo
largo de más de mil millas, por los “nortes” tempestuosos de la
época; o a 10 o 12 millas de la costa por las cañoneras de la
tiranía. Un combatiente nuestro había caído al agua estando de
guardia, nadie sabe si por casualidad o por cansancio, nos ocupó dos
horas como mínimo a fin de salvarlo. Era de los que atendían el
rumbo de la embarcación. El navegante principal, uno de los
oficiales de la marina con el grado de Comandante, desplazado por
Batista, se había ofrecido gustoso para acompañarnos. El problema es
que en ese momento crítico del desembarco se olvidó de los faros que
indicaban la ruta exacta de la entrada por aquella zona llena de
riesgos, en las proximidades del faro ubicado en el extremo suroeste
de la antigua provincia de Oriente.
El
Granma había dado ya 3 vueltas y el exmilitar estaba solicitando una
cuarta cuando ya amanecía e iba a salir el sol. Le dije con evidente
irritación ¿tú estás seguro de que esa es la costa de Cuba?, más
para fastidiar porque evidentemente era nuestro país: “Enfila a toda
máquina hacia ese punto hasta que penetre la proa en la orilla”.
Hecho esto, un viejo compañero, René Rodríguez Cruz, delgado y
bajito, sin carga alguna, descendió por la proa. Tras él y confiado
desciendo yo con fusil en mano, canana repleta en la cintura, y
mochila en la espalda que pesaba más de 60 libras, incluyendo una
pistola-ametralladora con muchas balas y otras cosas esenciales,
pero a medida que me movía las piernas se enterraban más y más hasta
que estuve a punto de ahogarme. Pude al fin salir auxiliado por
otros compañeros, con fusil, canana, cantimplora, la dotación
correspondiente, y comienzo a caminar. Raúl permanece en la nave
hasta extraer la última arma que traíamos como alijo y comenzamos de
inmediato a marchar. Dos horas tardamos en cruzar aquellos pantanos.
Lo increíble es que estábamos a unos cuantos metros de un muelle,
perfectamente visible, si la embarcación hubiese hecho el recorrido
correcto.
Otro
serio inconveniente fue que al producirse la sublevación de
Santiago, dos días antes, los compañeros de aquella heroica ciudad
no hubiesen cumplido la orden estricta de comprobar nuestra llegada
a la costa antes de convocar al alzamiento, como estaba acordado y
reiterado a una sola persona. Batista, que tenía sus fuerzas
principales de aire, mar y tierra en La Habana, dispuso así de 48
horas para trasladar sus tropas élite a la provincia de Oriente y su
aviación de combate al aeropuerto de Camagüey, desde donde tardaban
apenas 20 minutos en llegar a la zona de operaciones.
Exploramos la zona más próxima al lugar donde habíamos arribado y no
se habían reunido todavía todos los expedicionarios; los aviones
enemigos volaban rasantes en busca nuestra. Al día siguiente,
mientras marchábamos hacia el Este, fui observando bien el área, era
llana a lo largo de varias decenas de kilómetros, propiedad de
importantes empresarios azucareros de la alta burguesía, con caña en
diversos estadios de cultivo que esperaban la próxima zafra que
comenzaría en febrero. La zona cultivable estaba franqueada por una
amplia faja de tierra rocosa cubierta por un bosque denso y tupido
donde no podía sembrarse alimento alguno. Con anterioridad, nuestros
hombres se habían ya reunido y contábamos con más de 50 fusiles con
mira telescópica bien ajustados.
Las
tropas élite fueron enviadas directamente a la región del desembarco
y lo primero que hicieron fue ocupar la línea Niquero-Pilón con
varios batallones para impedir nuestro acceso a la zona occidental
de la Sierra Maestra a lo largo de la costa sur de la provincia de
Oriente. A pesar de eso, el cuartel de Niquero era de madera y no
habría podido resistir los disparos de 82 tiradores si hubiésemos
desembarcado por el muelle que mencioné.
Tres
días habíamos tardado en llegar a Alegría de Pío después que nos
reagrupamos. Tras el rigor de las marchas por los terrenos
pantanosos, después de un largo viaje, la fuerte tensión, el escaso
alimento, y evadiendo los espacios donde la aviación podría
descubrirnos y atacarnos, llegamos a un punto donde ubiqué los 82
combatientes.
Estaban tan agotados algunos compañeros que imaginé no podrían
descansar en aquel terreno rocoso y decidimos ubicar la tropa en un
pequeño bosque, a 100 metros aproximadamente, antes de llegar a ese
punto.
De
haber permanecido en el lugar escogido la noche anterior habríamos
fusilado la unidad militar que nos perseguía por el rastro, pero era
de noche y el enemigo no se movía a esas horas; por lo que di la
instrucción de que el destacamento acampara a pocos metros de aquel
lugar en un pequeño bosque de tierra cultivable, bordeada por caña.
Al
día siguiente no fue inspeccionada la ubicación correcta de nuestra
fuerza, y las postas en la retaguardia no estaban a la distancia
correcta del resto del personal que seguía descansando. Nuestros
hombres comenzaban a subestimar a un adversario demasiado cauteloso.
Muchos dormían plácidamente. Nos faltaban a todos los conocimientos
elementales de un sargento de pelotón.
Próximo al mediodía comenzó el juego aéreo del mando enemigo.
Algunos aviones de combate pasaban por encima de nosotros a 500
metros aproximadamente, pero no disparaban. A medida que avanzaba la
tarde iban volando a menos altura y aumentaban el número de vuelos.
Era ya cuestión de esperar una hora más y dirigirse al bosque rocoso.
No disponíamos de armas antiaéreas y, en tales circunstancias,
habría sido lo más correcto introducirse en el bosque antes de que
el enemigo comenzara el ataque. Pero no hubo ya tiempo, el enemigo
atacó por aire y tierra tan pronto que los que nos perseguían
chocaron con nuestra retaguardia, provocando una gran dispersión.
Yo,
que estaba tendido con el fusil en la mano y la canana con todas sus
balas me moví unos 15 metros, al iniciarse el ametrallamiento por
aire y tierra me desplazo por el cañaveral que está a mi izquierda,
desde la dirección que tomé, y me detengo apuntando hacia delante,
pero ningún soldado enemigo penetró desde aquella dirección. Algunos
compañeros cruzaban rápido por mi lado sin detenerse. Reconozco a
uno de ellos, traía un fusil y varias balas en los bolsillos y se
queda allí conmigo. Poco después llega Faustino Pérez, no trae arma
alguna, pero sí noticias sobre el Che que estaba atendiendo, como
médico, a un compañero mortalmente herido y después se había reunido
con Almeida. La dispersión era total.
Cuando cesaron los disparos del cañaveral nos trasladamos al bosque
que estaba, como dije, a menos de 100 metros. Había visto
desaparecer abruptamente el trabajo de años. Quedaba conmigo un
hombre con fusil, sin canana y varias balas. Tenía la esperanza de
explorar el bosque donde suponía podría encontrar un número de
compañeros bien armados y de buen temple, dispuestos a continuar la
lucha. No hablé una palabra y me tiré a dormir en la paja de caña.
Bien
temprano tuve una amarguísima experiencia. Le explico a Faustino,
que era capitán como jefe de una organización aliada, la idea de
explorar el bosque y él, que no llevaba ni su fusil, me responde
tranquilamente: “¡No!, yo pienso que debemos seguir por aquí donde
está la caña”. En ese instante me indigné tan profundamente que casi
no podía articular palabra. Él provenía del Movimiento Nacional
Revolucionario del profesor Bárcenas. Percibí casi instintivamente
la enorme fuerza del “espíritu pequeño burgués” que en general era
alérgico al marxismo, el leninismo y el socialismo. Aunque no lo
manifestaran en voz alta sus acciones previas y posteriores lo
demostraban así, a tono con esa mentalidad que los yankis habían
extendido por el mundo desde el triunfo de la Revolución de Octubre
en Rusia, lo cual desde luego no le impedía a la pequeña burguesía
oponerse al brutal golpe de Estado que era repudiado por el pueblo.
Me apena decirlo porque Faustino era un hombre valiente, que se
sentía feliz luchando en la clandestinidad. Cuánto aprendí al tener
que tragar de un golpe aquella realidad.
Cuando tuvo lugar el movimiento de Paz Estenssoro en Bolivia, a raíz
de la derrota del ejército boliviano por los mineros cargados de
explosivos, y nosotros guardábamos prisión por los hechos del
Moncada, Faustino se había convertido en barcenista, nombre derivado
del apellido de un profesor de la Universidad, persona realmente
sana, quien le había informado al profesor Agramonte, candidato
sustituto de Eduardo Chibás en las elecciones presidenciales de
1942, que Batista realmente no estaba conspirando, porque todo
marchaba bien entre los sargentos según sus noticias, pero
desgraciadamente no tuvo en cuenta que esta vez la conspiración era
con los capitanes y no con los sargentos.
Escribir la verdad siempre será una tarea amarga. Aquel mismo día,
horas después de la acción enemiga en Alegría de Pío, lleno de
indignación, hice lo que no debía mientras los aviones bombardeaban
y ametrallaban el bosque, cuyas rocas de por sí a veces cortaban los
zapatos de los caminantes como cuchillos afilados. Después que
habíamos caminado tal vez una hora y media o dos, percibimos un
avión civil de veinte o treinta pasajeros que daba vueltas en torno
a nosotros que marchábamos a unos 600 metros del aparato por una
caña recién sembrada. Años después yo, que recordaba la amarga
experiencia, decidí observar desde un avión como aquel a esa
distancia. Créanme si les afirmo que se veían hasta las gallinas y
los pollitos caminando en las inmediaciones de las viviendas
cercanas.
Aquella vez, 15 o 20 minutos más tarde, nos acercábamos a un punto
situado aproximadamente a 25 metros, pero en este caso de un campo
de caña quedada, alta y vigorosa, con una altura de no menos de tres
metros, tras dos cayos de marabú, planta leguminosa pero espinosa y
dura que es difícil de erradicar. Esta vez una avioneta de
exploración daba vueltas en torno a nosotros, y en cuestión de
segundos aparecieron varios aviones de combate de factura yanki, con
cuatro ametralladoras calibre 50 en cada ala. Tres veces pasó la
escuadrilla sobre nosotros cuando, tras cruzar el marabú, estábamos
a pocos metros de la caña quedada. En cada ocasión yo llamaba a los
otros dos compañeros para saber si estaban vivos o muertos.
Después del bombardeo, una avioneta ligera daba vueltas
constantemente en torno a la caña donde nos ocultamos a pocos metros
de la orilla y no podíamos movernos. Un sueño terrible me invadió en
pocos minutos, fue entonces cuando coloqué la punta del cañón del
fusil en la barbilla y en cuestión de minutos me dormí profundamente.
No podía olvidar que después del Moncada, mientras amanecía, la
patrulla de Sarría me había despertado con la punta de sus fusiles.
¿Tendría que soportar dos veces la misma escena? Había conocido ya
aquella experiencia cuando tenía solo 26 años.
Todavía a estas horas no me explico por qué dejaron la avioneta
vigilándonos y por qué sus soldados sedientos de sangre no
registraron el lugar a pesar de las numerosas fuerzas que disponían.
Al
penetrar en el bosque rocoso, Raúl, que era también capitán, se
encontró con no pocos expedicionarios armados entre los cuales pudo
reclutar 5 combatientes más, aumentando a 7 las armas, con las 2 que
yo llevaba, el día que nos encontramos en Cinco Palmas. Entre los
otros expedicionarios había excelentes combatientes, pero no habían
logrado convencer a otros campesinos de creencias pacíficas, que por
cuestiones de conciencia no podían acompañar a combatientes armados
y, en tal caso, tomaron la decisión de esconder los fusiles y
buscarlos después. En esas circunstancias llegaron sin armas a donde
yo estaba; el enemigo se las había ocupado.
El
adversario, dando por liquidada nuestra fuerza, se consagró a la
búsqueda de nuestros restos en cualquier punto de la zona de combate.
Sierra Maestra era el nombre del área occidental de aquella larga
cordillera que se extiende al sur de la antigua provincia de Oriente,
con alturas promedio aproximadas a mil metros, elevaciones de casi
mil quinientos, e incluso de más de mil novecientos en el Pico
Turquino. Varias de ellas se convirtieron en escenarios de
emboscadas y reñidos combates entre las tropas de la tiranía y los
jóvenes patriotas. Pero no era una cuestión de armas y recursos, era
una batalla de ideas.
En
aquel azaroso proceso, una tarde en la que el Che sufrió un fuerte
ataque de asma, lo cual nos obligó a ocultarlo con la mayor
seguridad posible y proseguir la marcha, arribamos a un punto en
horas del mediodía donde era habitual escuchar las noticias en un
radio de pilas que utilizaban comúnmente los campesinos. Ese día el
general Tabernilla, viejo cómplice de Batista y Jefe de su Ejército,
habló por radio tras la visita de Matthews, brillante y capaz
periodista del New York Times que había reportado desde España
noticias sobre la Guerra Civil. El grotesco mensaje del criminal
jefe del ejército de Batista afirmaba: “Quedan doce y no les queda
otra alternativa que rendirse o escaparse si es que pueden… Hay que
darle candela al jarro hasta que suelte el fondo”. Se había
encariñado con tal frase.
Pasé
en ese instante la vista sobre los compañeros y estábamos 12
expedicionarios del Granma; ni uno más ni uno menos. El cínico
general, que a pesar de su cargo nunca visitó a sus tropas en la
Sierra Maestra, había dicho por azar la cifra exacta. En ese momento
exclamé con fuerza: “¡Jamás intentaremos escapar y ninguno se
rendirá nunca!”. Entre ellos estaban Raúl y Camilo.
Se
comprenderá que no podemos olvidar que fue un privilegio y no un
mérito haber vivido esta experiencia, que desentrañarla constituía
una tarea ardua. Todos tenemos siempre una sed insaciable de
comprender el sentido de la vida y cómo serán los tiempos venideros.
Gina, en su libro, me ayudó a recordar y comprender con más
precisión el pensamiento que me impulsaba en aquellos intensos años
que viví, aunque sí estoy consciente de que más que un prólogo estoy
escribiendo un capítulo de la Historia de una gesta libertadora
1952-1958.
El
Comandante de la Sierra Maestra, Julio Camacho Aguilera, y su esposa
Georgina Leiva Pagan, autora y protagonistas del libro ¨Historia de
una Gesta Libertadora 1952-1958¨, durante su presentación , en el
Memorial José Martí, en La Habana, el 31 de enero de 2014.
AIN
FOTO/Marcelino VAZQUEZ HERNANDEZ/
Aquella dura guerra prosiguió a lo largo de dos años y 29 días. Fue
nuestra escuela básica. La experiencia, el azar y la intensidad de
nuestros sentimientos nos condujeron al triunfo. Aquella guerra fue
la escuela donde aprendimos a combatir con eficiencia.
En
la última Ofensiva Estratégica nuestras fuerzas no alcanzaban
todavía 300 hombres con fusiles de guerra, contra los que la tiranía
lanzó 14 batallones de infantería terrestre, vehículos pesados,
obuses, morteros de 82 milímetros, bazucas, numerosos aviones caza y
bombarderos B-26.
Las
tropas enemigas sufrieron más de mil bajas entre muertos, heridos y
prisioneros. Las nuestras se incrementaron a cifras de más de mil
combatientes armados, solo en el Frente número 1 de la Sierra
Maestra.
Han
transcurrido algo más de 56 años desde los primeros combates. Uno a
uno he ido conociendo los nombres de los compañeros que desde el
Moncada y el Granma fueron muriendo, y de otros muchos que
sobrevivieron.
El
comandante Raúl Corzo Izaguirre era uno de los cinco jefes que, bajo
la dirección del general Eulogio Cantillo, dirigió la última
ofensiva que lanzó el Ejército de Batista contra las fuerzas
rebeldes que defendían la zona occidental de la Sierra Maestra y la
estación radial de la jefatura revolucionaria, que jamás alteró un
solo dato, pues era el vehículo de información de todo el país,
norma que aplicaron la totalidad de las emisoras de nuestras
columnas sin excepción alguna.
Entre los más importantes jefes de las tropas adversarias habían
sufrido elevadas bajas, en dependencia de las misiones que les
asignaban. El principal de ellos era Sánchez Mosquera, que comandaba
los paracaidistas inicialmente con el grado de Primer Teniente. En
aquella ocasión el experto oficial —después de nuestro primer
combate victorioso en la Plata—, iba delante de cientos de soldados
de un batallón a cumplir la misión de chocar primero con nosotros.
Por esa razón varios de sus paracaidistas cayeron bajo los disparos
certeros de nuestros tiradores e incrementamos nuestras armas de
guerra.
Mi carta dirigida a Corzo el 10 de septiembre de 1958, escrita de
puño y letra pero inteligible, ya fue publicada en el libro de Gina.
No me queda otra alternativa que incluirla textualmente si realmente
puede ayudar a comprender aquella coyuntura histórica:
Septiembre 10, de 1958, Sierra Maestra.
Estimado señor:
He
sido informado al detalle de cada una de sus palabras. Creo poder
hacerme un juicio bastante exacto de su pensamiento. Me gusta su
franqueza. Habla, sobre todo, muy alto de usted, sin haberse dejado
atolondrar por la propaganda interesada con que hubieran podido
convertir en instrumento fácil a cualquier hombre vanidoso y sin
carácter. Quisieron sustituir con Usted al primero de su curso, cuya
fama, Usted sabe bien, la ganó con mucha ignominia y la perdió sin
mucho valor. Lo que dice Usted del héroe verdadero es noble y justo
de su parte. ¿Quién lo puede saber mejor que usted o nosotros? Yo lo
aprecio a él también muy sinceramente, por la dignidad con que
combatió y el cariño que supo ganar en sus hombres lo que dice mucho
de un Oficial, aunque la fortuna le fue adversa y tal vez por eso
con más razón obliga a nuestra caballerosidad. ¡Qué pena pensar con
las intenciones de Jefes tan innobles y mucho menos considerados con
el compañero al que sacrificaron vergonzosamente, que sus propios
adversarios! De haberse visto Usted en situación similar habría
trocado en infamia los hipócritas honores que les tributaron. Lo
hemos retenido prisionero pensando precisamente en que lo iban a
hacer víctima de alguna canallada. Ya lo fue bastante de los errores
y la incapacidad del mando. Algún día se escribirá la verdad de todo
esto. Lo que a él le pasó, además, ayudó para que se preocuparan
algo más por Usted. También él tiene de Usted un alto concepto que
me ha expresado reiteradamente.
Aunque lo que Usted propuso como solución buena (aquello del Señor
C. M. S.) es algo totalmente inaceptable por nosotros, ello me
revela que Usted se prevenga con sinceridad, y no lo mueven
ambiciones que podrían estar al alcance de sus manos. Pues es muy
cierto lo que Usted afirma de ser el único que cuenta con algo en
este instante.
La
mayor parte de sus compañeros que ostentan mandos han sido tan
indolentes que ni siquiera se han preocupado del cariño de sus
soldados. Y parece ser cierto también que usted es mucho más
decidido. Eso, aparte de ser una apreciación personal es lo que
dicen de Usted los que lo conocen, quienes añaden además, que Usted
es hombre terco, lo que puede ser una virtud en determinadas
circunstancias.
Mi
poca fe en la mayor parte de los militares cubanos está en las
vacilaciones que los caracteriza y la forma in gloriosa con que
suelen caer de sus mandos. Tengo que hacer una excepción muy justa
con el Capitán Ch. Aunque fue desprevenido en demasía. Después han
tratado de cubrir su nombre de infamia con la táctica repugnante y
odiosa de los que no respetan sentimiento alguno.
El
papel de la oficialidad del Ejército no puede haber sido más triste.
No me refiero a las campañas donde los fracasos no son más que
consecuencias lógicas de defender tan funesta e impopular causa.
Ningún Ejército con tradición, madurez y conciencia de su destino se
habría dejado arrastrar a una situación semejante. Manteniendo la
ascendencia en la tropa y el descrédito en los cuadros de oficiales
que se saben sin influencia en los soldados, una Dictadura podía
mantenerse indefinidamente mientras no se viera en la necesidad de
librar una guerra; porque para librar una guerra hace falta algo más
que un instrumento de opresión. La oficialidad no sé ha preocupado
por contrarrestar esa política mientras con ausencia total de
espíritu de cuerpo veían caer una tras otro sus mejores valores.
Usted en cierto sentido, puede agradecernos a nosotros la
oportunidad de haber hecho algo en ese sentido, porque es la guerra,
compartiendo riesgos, privaciones y esfuerzos el ambiente idóneo
para ello.
Ha
sido Usted más previsor que otros.
Al
hacerle estas líneas, ni con muchas ni con pocas esperanzas de que
hayan de ser de alguna utilidad, deseo puntualizar algunas ideas y
conceptos.
Nosotros estamos convencidos de que tenemos la razón en esta guerra.
Personalmente, no lucho por aspiración alguna. Esto casi huelga
decirlo. Tengo, además, muy mala opinión de los hombres vanidosos y
pienso como Martí ‘que toda la gloria del mundo cabe en un grano de
maíz’.
He
vivido en esta lucha muy difíciles momentos sin perder la fe y
momentos de triunfo sin perder la cabeza, desde cuando nos vimos
solamente doce en pie de lucha y apenas podíamos resistir a un
pelotón, hasta que fuimos suficientemente fuertes para rechazar uno
tras otro a los mejores batallones del ejército. En cada una de las
etapas de esta lucha, he procurado tener una idea muy exacta de
nuestra situación y de la situación de los intereses que combatimos.
Soluciones que para nosotros habrían constituido un triunfo hace un
año o más, hoy no pueden satisfacer a nadie, porque los hombres no
mueren en vano.
Se
llegó a la guerra por negársele a la Nación una parte de sus
exigencias y hoy no se puede llegar a la paz si no se acceden a
todas.
No
se nos quiso dar cuartel cuando la suerte nos era adversa.
Tabernilla dijo: ‘Quedan doce y no les queda otra alternativa que
rendirse o escaparse si es que pueden…’. No puede esperarse de
nosotros la menor disposición a darlo cuando todas las
circunstancias nos son favorables.
Cuando la huelga fracasó no se pensó en ofrecer al país una paz
honorable, sino que se lanzó contra nosotros todas las fuerzas para
exterminarnos. La ofensiva terminó en desastre y los que propugnaron
esa torpe e implacable política deben prepararse a cosechar sus
amargos frutos.
¿Por
qué hemos de tener la menor consideración con el Régimen que la
propició, con los Jefes militares que la respaldaron? ¿Cree Usted
que puede devolverse la vida a los cientos de campesinos asesinados
sin razón, rectificación ni excusa posible?
La
Revolución que es un propósito renovador, una aspiración de justicia
en los pueblos, pudo haber sido aplastada hace dos años, si hubiera
existido un poco de previsión, de inteligencia y de sentido
histórico en Batista. Pudo haberlo cedido todo, hasta su cargo, que
ya había disfrutado 5 años, con todos sus gajes y suculentos
beneficios a cambio de un solo compromiso: la intangibilidad de los
cuadros del Ejército. Nadie se habría podido oponer a esa solución,
habría conservado toda su influencia política y militar en el país;
no se le hubiera podido pedir cuentas de todas sus desvergüenzas
pretéritas y presentes; con él se habría salvado hasta su propia
camarilla; porque los pueblos en su afán de paz son capaces de
perdonar muchas cosas; los que deseamos cambios más hondos en
nuestra vida pública nos habríamos visto arrinconados y habríamos
tenido que resignarnos a la podredumbre de la política tradicional,
con la tristeza infinita de ver impunes tanto crimen, en espera de
otra coyuntura.
Tal
vez nos habríamos puesto viejos.
Hoy,
es el reverso por completo. El Ejército ve en peligro su propia
existencia; los soldados están despertando a la realidad; los que se
decían sus amigos han preferido sacrificar los institutos armados
antes de ceder un ápice de sus intereses, sus ambiciones bastardas,
sus apetitos de poder; la paz se ha convertido en un clamor y si la
paz no puede lograrse de otra forma que derrumbando el tambaleante
edificio, nadie estará dispuesto a morir bajo sus ruinas para
sostenerlo.
A
pesar de que un acuerdo entre militares y revolucionarios, es lo que
podría salvar al ejército todavía de su total desintegración, ello
resulta muy difícil por carecer este de un líder de alta jerarquía
con fuerza propia y moral suficiente para hablar a nombre del Cuerpo;
y los militares más conscientes, pero de menor jerarquía,
imposibilitados de vertebrar sus esfuerzos para actuar por su cuenta
propia dentro del Cuerpo, no hacen causa común con la Revolución por
invencibles a virar sus armas contra la tiranía. Como si Batista
fuera el Ejército, como si los Tabernilla, Chaviano, Pilar García y
demás Jefes criminales y ladrones fuesen el Ejército, se llama
deslealtad conspirar contra ellos, se llama traición el derecho y el
deber de revelarse contra la criminal y corrompida autocracia,
aunque no fuese más que para salvar al Ejército de su desintegración
y salvar la vida de tantos soldados que están muriendo y van a morir
en aras de una innoble y vergonzosa causa, si es que no les interesa
para nada el destino de la nación.
Batista está en un callejón sin salida y con él el Ejército. Esta
verdad que hoy es patente lo será más cada día en la misma medida
que vaya siendo cada vez más tarde para remediarla, sobre todo
cuando la falta de previsión es completa y la ceguera absoluta.
El
Ejército se desarticula a ojos vista, sin que nadie lo pueda impedir,
por que los ejércitos nacionales se fundan para fines más nobles que
el crimen, el pillaje y la represión; la actitud de la tropa es de
absoluto desgano; pocos son los oficiales y cada vez menos, con
ánimos de llevar sus unidades al combate, y no por falta de valor,
sino por algo más doloroso e irremediable por falta de aliento
moral, de razón para luchar, porque no puede haber valor sin
convicción. Los nuevos reclutas desertan por cientos. La lucha sin
embargo no ha entrado en su etapa más dura. Sin que ya se pueda
impedir, las columnas rebeldes, se extenderán por todo el territorio
y sabido es que donde quiera que llegan prosperan rápidamente.
Sesenta hombres que partieron de la Sierra Maestra hace seis meses
hacia el Norte de la provincia hoy ocupan un extenso territorio de
miles de kilómetros cuadrados, que es modelo de organización,
administración y orden, en cuyo seno se encierran las riquezas de
diecisiete centrales azucareros, y las reservas de minerales más
valiosas de Cuba. El 95 % de la producción de café se encuentra en
territorio libre. No teníamos cuando empezamos nosotros morteros 81,
ni bazookas, ni cientos de armas automáticas como las ocupadas en la
última ofensiva. La necesidad nos enseñó a luchar con las manos
vacías; pronto lucharemos con las manos llenas.
La
Revolución progresa; la Dictadura retrocede.
El
embargo de armas en E. U. se mantendrá; la compra de equipos a
Israel ha sido impedida por nuestros amigos en el extranjero,
después de estar depositado ya un millón de pesos; el Gobierno se ve
obligado a adquirir armas sin autorización como vulgar
contrabandista. El panorama no puede ser más desolador. Los días
pasan, las garantías continúan suspendidas, la censura no se levanta,
solo hablan los políticos más depravados cuyas voces nadie escucha,
cuyos gritos impotentes de hombres sin pudor ni prestigio nadie
atiende y solo contribuyen a ser más repugnante y asquerosa la
asfixiante atmósfera.
Batista no tiene salida posible. ¿Decide quedarse? Tanto peor para
él y para el Ejército; la rebeldía y la conspiración se triplicaría.
Que decide irse, entregando el poder a la seudo-oposición que le
hace el juego. ¿Cómo podría Batista entregarle el poder a Grau, en
medio de una guerra civil después de haberles estado diciendo a los
soldados durante siete años que el Golpe del 10 de Marzo fue una
necesidad frente a la anarquía y las agresiones de los gobiernos
auténticos a las Fuerzas Armadas? Y cómo Márquez Sterling tiene
todavía menos votos que Grau. ¿Van a poner a los soldados a rellenar
urnas a favor de Márquez Sterling? ¿No le parece a Usted que sería
el colmo de la farsa en medio de tanta sangre derramada? ¿Para eso
han hecho morir a los soldados?
El
pueblo no aceptaría jamás el resultado de esas elecciones donde
están ausentes las fuerzas políticas mayoritarias y sanas del país,
por la falta de garantías, el terror y la desconfianza general. No
hay derecho a condenar la nación al Gobierno de los peores; todos
nuestros males se agravarían. Ninguno de esos políticos tendría
autoridad para restablecer la paz en el país.
No
reconoceremos el resultado de esas elecciones que constituyen una
burla sangrienta. La revolución ofrece algo mejor y distinto para
Cuba, como una esperanza a la que no pueden ser insensibles esos
mismos soldados a los que han llevado a una guerra criminal e
injusta.
Cuando los militares hablan de orden al oponerse a un cambio brusco
piensan tal vez demasiado en la sangre que el pueblo en justa
venganza pueda hacer derramar a la caída de la tiranía.
Todo
espectáculo de muchedumbre enloquecida es deprimente y sirve para
desacreditar y culpar de sus excesos a las revoluciones. Pero los
culpables de que haya desordenes son los que propugnan la impunidad
del crimen y el delito en general, y obligan a los pueblos a tomar
venganza por sus propias manos. A muchos militares les preocupan
ahora esos desordenes, pero no les ha preocupado nada impedir los
asesinatos en masa de infelices campesinos, las torturas espantosas
que sufren los revolucionarios en las cámaras de torturas policíacas,
los crímenes cometidos en todas las ciudades y pueblos de la Isla
por los esbirros del régimen y los gángsteres de Manferrer sujetos
extraídos de las prisiones que para vergüenza de las Fuerzas Armadas
están ejerciendo funciones de orden público. No hay derecho ahora a
invocar el orden como un escudo entre la vindicta del pueblo y las
cabezas de los culpables. Los hombres de orden no toleran el crimen.
Y los que lo han tolerado por impotencia tienen que aceptar también
como inevitable los desgarramientos dolorosos de la
Revolución que es una consecuencia del despotismo, la injusticia y
el crimen.
A la
hora de analizar Usted nuestros puntos de vista debe tener presente
las siguientes consideraciones:
a)
Nuestras Columnas tienen órdenes de continuar operando
inalterablemente si se produce cualquier golpe de Estado que no este
inspirado en un acuerdo entre militares y revolucionarios sobre las
bases contenidas en el discurso que le adjunto.
b)
No aceptaremos el resultado de las elecciones del 3 de Noviembre.
c)
Estamos absolutamente seguros de que si la lucha prosigue hasta sus
últimas consecuencias el país entero se revolucionará y los
institutos armados serán impotentes para resistir.
Le
hablo así porque sé que Usted me agradecerá mucho más la franqueza
que la diplomacia. Para Usted esta comunicación es riesgosa y no
sería en ningún sentido caballeroso de mi parte, ni natural en mí,
ocultar lo que pienso. Así, Usted podrá resolver si considera
conveniente o no proseguir el contacto.
Una
entrevista es casi imposible para Usted. Por eso le escribo con
amplitud mucho de lo que podría expresarle personalmente. Más, si lo
considera imprescindible, podría idearse algo como la devolución de
algún oficial prisionero (que no fuese el Comandante Quevedo), por
su zona que facilitase la oportunidad.
Yo
estimo que Usted no debe exponerse a actos que puedan hacer recaer
la atención sobre su persona. Su amigo civil, que lo es también
nuestro, no sería un buen contacto, pues está muy señalado y aunque
sé que nunca lo traicionaría a Usted ni a nosotros, no estoy seguro
de que no se deje llevar por la emoción y algo se filtre. Una mujer
sería el contacto más seguro. Yo tendré sumo cuidado en velar por la
seguridad de Usted y cualquiera que fuese el resultado puede Usted
contar siempre con mi más absoluta discreción de adversario leal.
Si
se decide a asumir la responsabilidad de un movimiento
revolucionario en el seno del Ejército para lograr la paz sobre
bases justas y beneficiosas a la patria, podría contar con varios
comandantes de los que están al frente de los batallones, que Usted
sabe bien quiénes pueden ser, como sabe también a los que debe
arrestar sin darle tiempo a nada, los que por cierto cuentan con
antipatía unánime de la tropa.
El
nombre suyo es respetado y obraría como un resorte entre oficiales y
soldados que solo esperan por un hombre resuelto. Podría asegurarse
la ocupación de algunos blindados e incluso de aviones en tierra.
Usted tendrá mejores informes que yo. Situadas las tropas después en
lugares distintos a los habituales pueden desorientar la acción del
resto de la Fuerza Área.
Una
acción al anochecer le permitiría disponer de muchas horas para
tomar disposiciones. Usted teme que ataquen con bombas cualquier
ciudad. Si se ocupan varias ciudades en vez de una el peligro de
ataque aéreo quedaría diluido.
Nosotros nunca hemos planteado que los militares se pasen a nuestras
filas si no que desarrollen una acción revolucionaria en el seno del
Ejército que contribuya a poner fin a la tiranía y a lograr la paz,
en beneficio de la nación que es la única a la que deben lealtad los
soldados.
El
Ejército necesita, además, de un gesto que lo reivindique a los ojos
de la nación de su complicidad con la Dictadura. La oficialidad
sobre todo lo necesita más que nadie. Observe lo que ocurrió con la
oficialidad del Ejército a la caída de Machado; los propios soldados
los expulsaron pretextando que no tenían moral para mandarlos. Nadie
sintió luego mucho respeto por aquellos hombres despojados de sus
uniformes y sus grados. Y yo le aseguro que con esta etapa han
ocurrido cosas mucho más graves que en el Machadato.
Aunque sé que Usted podría contar con otros Jefes y sus unidades si
así lo desea, tengo la seguridad de que su batallón sería más que
suficiente para apoderarse de la Jefatura de Operaciones. Todo es
cuestión de sorpresa y rapidez. Nosotros podemos concentrar con
alguna rapidez de uno a dos batallones en cualquier punto entre
Manzanillo y Santiago de Cuba.
Yo
en su lugar, haría contacto sólo con muy pocos jefes de los que me
ofrecieran mayor seguridad y actuaría con las tropas directamente a
mi mando para que los demás secundaran.
Podrán ocuparse en una noche casi todas las ciudades y pueblos
situados entre los dos puntos anteriormente mencionados. Al otro día,
tenga la seguridad de que los Generales han abandonado a Columbia.
Eso
si: tome todas las precauciones y no se deje arrastrar por hombres
que no tienen el valor, el carácter, ni la inteligencia suya. Ojalá
sirvan de algo estas líneas. Yo, por mi parte, no dejaré de sentir
alguna nostalgia cuando esta lucha haya concluido.
Fraternalmente. Fidel Castro.
Al
publicar esta carta Gina explica:
Mientras en La Habana la marcha de las conversaciones con los
militares se desarrollaba con bastante lentitud. En la Sierra
Maestra, el Comandante en Jefe Fidel Castro, desplegaba toda su
estrategia, haciendo llamados a la conciencia patriótica de los
militares, en un documento que decía:
Sierra Maestra, octubre 23 de 1958. Hora: 10 a.m.
Estimados compatriotas:
He
sido informado de los contactos, aunque tengo la impresión de que
aun no han elaborado ustedes un plan concreto. Yo considero que lo
importante es tener el sentido de las posibilidades. Casi todos los
movimientos de ustedes han fracasado por carecer de ese sentido. Son
descubiertos cuando intentan ampliarlos. Eso tendría más
justificación cuando no había un proceso revolucionario tan avanzado.
Hoy, una sola compañía que se rebele, media docena de oficiales que
abracen la causa de la Revolución sería un golpe moral desastroso
para la Dictadura que con el actual estado de descontento, no sería
difícil que lo siguiera todo el Ejército en pocas semanas. Yo les
puedo asegurar a ustedes que infinidad de militares están en
disposición de unirse a la causa revolucionaria, pero esperan que
otros den el primer paso.
Pero
me temo que ustedes cometan el error de querer hacer un movimiento
vasto y seguro, lo cual resulta muy difícil y no es la táctica
correcta.
Los
militares cubanos han vacilado mucho. Esa falta cometida por los
oficiales del Ejército en el Régimen de Machado, les costó la
pérdida total de su autoridad. Los mismos soldados después no
querían perdonarles la pasividad con que aceptaron aquel estado de
cosas.
Batista ha logrado controlar el Ejército con una docena de
incondicionales y asesinos. Es vergonzoso que por un falso sentido
del espíritu de cuerpo, hombres honorables hayan sido obligados a
cumplir las órdenes de esos asesinos. Estoy seguro que no pensaban
en eso cuando ingresaron en la Escuela de Cadetes. Un Militar
realmente Honorable, si lo piensa bien, no combatiría jamás por un
régimen que viola mujeres, tortura ciudadanos y asesina hasta los
prisioneros de guerra heridos. Y cuando el Ejército, por inercia,
por impotencia o por la razón que sea, tiene que defender ese
régimen, lo correcto es abandonar sus filas. El Ejército ha sido
convertido por Batista en una mancha nacional de vicio, de
corrupción y de crimen. ¿Vale la pena sacrificar una sola vida joven
y valiosa a una causa indigna? Los Jefes y Oficiales del Ejército
pasan, pero la República queda. Lo permanente es la Patria; el
Ejército se puede renovar, cambiar, depurar, porque su única función
debe ser servir al País. ¿Qué esperan los oficiales jóvenes para
revelarse? ¿Qué lazo histórico o moral los puede ligar a Batista,
Tabernilla, Chaviano, Meroc Sosa, Ugalde Carrillo, Pilar García,
Ventura y demás amos de los institutos armados? ¿No comprenden que
los han convertido en instrumento del más estúpido y sanguinario
régimen que ha sufrido Cuba y que ante el Pueblo y la Historia los
están convirtiendo también en cómplices? ¿Por qué revolucionarios y
militares honorables no podemos juntarnos? ¿Es qué no corre la misma
sangre cubana por las venas de militares y rebeldes? ¿Es qué no nos
hemos abrazado después de un combate victorioso como en El Jigüe? ¿Por
qué no nos damos ese abrazo antes, salvamos vidas valiosas y
combatimos juntos en bien de la patria, contra los malvados que la
oprimen? ¿Censurará la Historia que los militares dignos den ese
paso? ¿Censurará el Pueblo que los militares de honor viren sus
armas contra la Tiranía? ¡¡NO!! Los militares que tengan la grandeza,
en esta hora, de poner sus armas junto al Pueblo, merecerán gratitud
especial de la Patria. No dejen de tener en cuenta la exhortación
que les hago de que actúen dentro de las posibilidades reales con
que puedan contarse, no dilaten la acción y sobre todo no se dejen
arrestar sin ofrecer resistencia, para lo cual deben tomar todas las
medidas provisorias que las circunstancias exigen. No pueden dejarse
detener por Meroc Sosa y sus esbirros que no tienen el valor y la
dignidad de ustedes.
Fraternalmente, Fidel Castro Ruz.
Guillermo García, joven campesino de la Sierra, audaz e inteligente,
era un miembro del Movimiento 26 de Julio que prestó relevantes
servicios a los restos del destacamento. Fue el primer contacto que
hicimos. Su padre fue el primer campesino que nos visitó en pleno
bosque, donde llevó comida humeante.
Le
di cualquier nombre, pero él miraba insistentemente una gorra verde
donde yo tenía una estrellita dorada, cuando no teníamos más que dos
fusiles. Como es lógico, hizo algunas anécdotas sobre la estrellita,
aún así, no recuerdo el nombre que le di y ¿qué hacía Guillermo? Era
el mejor y más atento amigo de los militares, los atendía y les
prestaba cualquier servicio. Él me pidió que no cruzara la línea
enemiga la noche siguiente ya que los soldados estaban preparándose
para retirarse al otro día. Yo le tenía realmente confianza pero,
tan pronto se marchaba, me ubicaba en otro punto para vigilar sus
pasos. Gracias a él logramos recuperar otras 11 armas adicionales,
casi todas con mirilla telescópica. Nuestra primera victoria sobre
un pequeño destacamento enemigo se realizó con 18 armas de las
nuestras, y rescatamos en el primer combate 12 más, sin un solo
rasguño en nuestras filas.
Casi
exactamente 2 años más tarde, le ocupamos alrededor de cien mil
armas a la tiranía. Fuerzas nuestras, con Camilo y el Che habían
avanzado hasta el centro del país. El Primero de Enero, al llegar
con el amanecer la noticia de la fuga del Tirano, ellos, que estaban
enfrascados en la tarea de rendir las fuerzas de Santa Clara,
recibieron instrucciones de avanzar rápidamente en vehículos de
motor por la carretera central; el primero hacia el Campamento de
Columbia en la capital y el segundo para la Fortaleza de la Cabaña,
sin detenerse a combatir contra fuerzas enemigas aisladas en el
camino. El estallido popular era tan fuerte que ninguna estaba en
condiciones para combatir.
Ese
propio día tomamos la ciudad de Santiago de Cuba, defendida por
numerosos batallones enemigos, sin disparar un tiro, evitando una
batalla alrededor y dentro de la ciudad que duraría 5 días de
creciente intensidad. El adversario pidió parlamento y dejó de
resistir.
Ni
Camacho ni nadie podían imaginar que el pequeño ejército de la
Sierra Maestra podría derrotar al poderoso ejército de la tiranía,
preparado rigurosamente por los más expertos del mundo en materia de
represión y espionaje.
Camacho Aguilera, conspirador valiente y constante, visitaba, en
autos siempre manejados por mujeres, las discretas viviendas de
oficiales en los que, según sus informes, podía confiar, situadas en
el Cuartel General de Columbia.
De
Lidia y Clodomira, que hacían contacto de alguna forma con oficiales
del ejército, no quedó ni rastro después de ser detenidas, y durante
muchos meses nos quedamos en las montañas sin noticias de ellas.
Solo
me restaría contar que el 3 de enero, con un destacamento de solo 30
hombres que no había podido reducir más, me reuní en la ciudad de
Bayamo con alrededor de 3 mil soldados y oficiales de la tropa élite
del Ejército de Batista que portaban todas sus armas, ametralladoras,
cañones pesados, carros de combate y tanques. En ningún lugar me
habían recibido con tanto entusiasmo como en aquel punto. No estaban
recibiendo a alguien que tomara el poder tras un golpe de Estado, ni
un político que obtuviera la victoria en unas elecciones, sino a un
combatiente de pensamiento muy distinto al de ellos, que, sin
embargo, había curado a todos los heridos y respetado la vida a
cientos de prisioneros, que nunca permitió la tortura de ninguno de
ellos, a pesar de los repugnantes y odiosos crímenes que la tiranía
de Batista había impuesto a las Fuerzas Armadas. Una gran parte de
aquellos hombres eran oficiales graduados en academias o
suboficiales bien entrenados. Me habría gustado que muchos hubieran
podido incorporarse a la sociedad, pero habían ya dos tipos de
cubanos que eran irreconciliables tras los asesinatos y las torturas
cometidas por el aparato represivo del odioso régimen: los militares
y los rebeldes. Era algo absolutamente insoluble.
Documentos esenciales que mencionan estos hechos estaban en los
archivos de Batista y fueron ocupados por nuestras tropas en el
propio Cuartel General de la tiranía.
Fidel Castro Ruz
Enero 20 de 2014
5 y 12 p.m.
Datos del libro: Historia de una gesta libertadora 1952-1958
Autora: Georgina Leyva Pagán
Prólogo: Fidel Castro Ruz
Editorial: Ciencias Sociales, La Habana, 2014
Segunda Edición
En
la Comandancia de la Sierra Maestra. En el centro el Comandante en
Jefe Fidel Castro y a su izquierda, con espejuelos, Julio Camacho
Aguilera.Archivo de Juventud Rebelde |