Por:
Ricardo Alarcón de Quesada
Hace
cincuenta años, el 11 de diciembre de 1964, la Asamblea General de
la ONU tuvo su encuentro definitivo con la Historia. En atuendo
guerrillero, Ernesto Che Guevara compareció ante el gran salón
repleto de delegados y un público que escuchó en silencio reverente
sospechando quizás que les hablaba el futuro.
En
discurso que aun se comenta en los pasillos del rascacielos
neoyorquino, Che repasó los problemas principales que agobiaban al
mundo y presentó la plataforma indispensable para una salida
revolucionaria.
Aquel era año de definiciones y requería pensamiento claro capaz de
mostrar el camino.
En
el Golfo de Tonkin se había producido el incidente que luego se supo
fue uno de los tantos embustes fabricados por Washington y le sirvió
para escalar su intervención y desatar una guerra de la que sólo
saldría, en humillante derrota, una década después. La intervención
foránea en el Congo, usando ilegalmente el nombre de la ONU, y el
alevoso asesinato de Lumumba frustró la independencia de ese país y
lo hundió en el caos y el terror. En América Latina se afirmaba la
hegemonía norteamericana con asesores militares y de seguridad que
la imponían por todas partes. El derrocamiento de Joao Goulart en
Brasil, seguido por el de Paz Estenssoro en Bolivia daría paso al
sombrío capítulo de las dictaduras militares como instrumento de
dominación. El intento de restaurar la democracia en República
Dominicana, un año más tarde, habría de provocar la invasión militar
norteamericana que la OEA santificó desvergonzadamente.
Estados Unidos había logrado que la OEA decretase la ruptura de
relaciones con Cuba acatada por todos salvo México. La agresividad
contra la isla condujo, también en 1964, a extender el bloqueo al
área de la salud prohibiéndole adquirir medicinas y productos
médicos. Desde el territorio usurpado en la bahía de Guantánamo se
producían numerosas provocaciones, 1323 en 340 días, incluyendo 78
en que los marines dispararon contra las posiciones cubanas como
ocurrió el 19 de julio cuando mataron al joven Ramón López Peña.
A
esos temas se refirió el Che expresando solidaridad con todos los
pueblos de África, Asia y América Latina y el Caribe sin olvidar a
los que encaran las situaciones más complejas y suelen ser a menudo
ignorados en la oratoria diplomática: Palestina y Puerto Rico (junto
a él, integrando su delegación, estaba Laura Meneses, la viuda de
Pedro Albizu Campos, el gran patriota puertorriqueño fallecido poco
antes, luego de salir del sistema carcelario que lo encerró durante
buena parte de su vida).
El
discurso abordó también otros temas urgentes como la necesidad de
lograr el desarme general y completo y la de poner fin a un orden
económico internacional injusto que frustra el desarrollo de los
países subdesarrollados. Trató especialmente la cuestión de la paz y
lo que bajo el rótulo de “coexistencia pacífica” algunos concebían
apenas como el equilibrio y el entendimiento entre las dos
superpotencias a fin de impedir una nueva conflagración bélica. Para
el Che la paz exigía mucho más. Para que fuese auténtica y
perdurable debía alcanzar a todos los países independientemente de
su poderío. Tampoco podía extenderse la “coexistencia” a la
contradicción entre opresores y oprimidos, explotadores y
explotados, a escala internacional o al interior de cada país. Su
visión revolucionaria demandaba desplegar, junto al empeño por
evitar un conflicto armado entre las potencias nucleares, la
solidaridad efectiva con los pueblos que bregaban por emanciparse
del yugo extranjero y con quienes querían conquistar un mundo mejor.
Era
indispensable la acción de la comunidad internacional. Pero la ONU
estaba paralizada. La Asamblea General, que normalmente concluía sus
labores antes de la Navidad, a esas alturas aun no salía de su fase
inicial, el llamado debate general y sus comisiones todavía no se
habían instalado a mediados de diciembre. El estancamiento era
consecuencia del chantaje norteamericano que amenazaba con privar
del derecho al voto a la URSS y a sus aliados por su justa negativa
a contribuir financieramente a la operación en el Congo. Para evadir
el enfrentamiento y la crisis, sin consultar a los demás, se había
llegado, tras bambalinas, a un arreglo tácito: no habría votaciones
y todo quedaría en discursos. Che lo denunció al comenzar el suyo:
“Quisiéramos ver desperezarse a esta Asamblea y marchar hacia
delante, que las Comisiones comenzaran su trabajo y que este no se
detuviera en la primera confrontación. El Imperialismo quiere
convertir esta reunión en un vano torneo oratorio en vez de resolver
los graves problemas del mundo, debemos impedírselo. Esta Asamblea
no debiera recordarse en el futuro sólo por el número XIX que la
identifica”.
Algunos ejercieron el “derecho de réplica” intentando vanamente
refutarlo. Lo hicieron el representante de Estados Unidos y los de
varios gobiernos de una América Latina que ya no existe y no vale la
pena nombrarlos.
Uno
de ellos le reprochó que sus palabras apartaban a Cuba de lo que
denominó la “órbita occidental”. Che respondió simplemente: “órbita
tienen los satélites y nosotros no somos satélites. No estamos en
ninguna órbita, estamos fuera de órbita”.
Otros, balbuceantes, ensayaron contrastar su acento argentino con el
habla cubana mientras pretendían justificar la sumisión al amo
yanqui.
A
todos respondió el Che con voz serena, sin estridencia:
“si
no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, me siento
tan patriota de Latinoamérica, de cualquier país de Latinoamérica,
como el que más y, en el momento en que fuera necesario, estaría
dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los
países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada,
sin explotar a nadie”.
Quien así hablaba pertenecía a una estirpe rara que se creía en
peligro de extinción. Los que dicen sencillamente la verdad y
respaldan sus palabras con la conducta.
Cuando habló ante la ONU ya el Che estaba enfrascado en los planes
que lo llevarían a realizar la meta anunciada con toda naturalidad.
Unos
meses después estaría combatiendo en África a los asesinos de
Lumumba. Y luego en Bolivia entregaría su vida por la emancipación
continental “sin pedirle nada a nadie”.
Mucho cambió el mundo desde entonces. De Indochina tuvieron que huir,
derrotados, los agresores; Viet Nam es un país libre y próspero;
China, ayer ignorada, es una potencia indispensable al nuevo
equilibrio planetario; el Apartheid y el Imperio portugués quedaron
como referencias del pasado; América Latina vive una época nueva y
busca su destino “fuera de órbita”.
Nada
de eso hubiera sido posible sin el ejemplo de Ernesto Guevara.
Profeta militante no sólo anticipó el futuro, sacrificó su vida por
alcanzarlo. Por eso vive hoy más que nunca.
P.S.
Mientras Che hablaba, un tal Guillermo Novo Sampol, terrorista
radicado en New Jersey, disparó un bazucazo contra el edificio de la
ONU. Reportando el inusitado hecho, al día siguiente en primera
plana, el New York Times señalaba que el artefacto utilizado sólo
estaba al alcance de las fuerzas armadas. Iniciaba aquel personaje
su larga carrera criminal que incluyó el asesinato de Orlando
Letelier y Ronnie Mofit en plena capital norteamericana y más
recientemente, el plan para atentar contra Fidel Castro y centenares
de personas en Panamá. Perdonado por la ex Presidenta de ese país se
instaló en Miami donde disfruta total impunidad junto a sus socios
de la llamada Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA). Aun busca
inútilmente un arma capaz de matar al Che.
Publicado en Punto Final, Nº 818 |