Noam Chomsky
Durante el más reciente episodio de la farsa de Washington que ha
dejado atónito al mundo, un comentarista chino escribió que si
Estados Unidos no puede ser un miembro responsable del sistema
mundial, tal vez el mundo deba separarse del Estado rufián que es la
potencia militar reinante, pero que pierde credibilidad en otros
terrenos.
La fuente inmediata de la debacle de Washington fue el brusco viraje
a la derecha que ha dado la clase política. En el pasado se ha
descrito a Estados Unidos con cierto sarcasmo, pero no sin
exactitud, como un Estado de un solo partido: el partido
empresarial, con dos facciones llamadas republicanos y demócratas.
Ya no es así. Sigue siendo un Estado de un solo partido, pero ahora
tiene una sola facción, los republicanos moderados, ahora llamados
nuevos demócratas (como la coalición en el Congreso ha dado en
designarse): existe una organización republicana, pero hace mucho
tiempo que abandonó cualquier pretensión de ser un partido
parlamentario normal. El comentarista conservador Norman Ornstein,
del Instituto Estadunidense de Empresa, describe a los republicanos
actuales como una insurgencia radical, ideológicamente extremista,
que se burla de los hechos y de los acuerdos, y desprecia la
legitimidad de su oposición política: un grave peligro para la
sociedad.
El partido está en servicio permanente para los muy ricos y el
sector corporativo. Como no se pueden obtener votos con esa
plataforma, se ha visto obligado a movilizar sectores de la sociedad
que son extremistas, según las normas mundiales. La locura es la
nueva norma entre los miembros del Tea Party y un montón de otras
agrupaciones informales.
El establishment republicano y sus patrocinadores empresariales
habían esperado usar esos grupos como ariete en el asalto neoliberal
contra la población, para privatizar, desregular y poner límites al
gobierno, reteniendo a la vez aquellas partes que sirven a la
riqueza, como las fuerzas armadas.
Ha tenido cierto éxito, pero ahora descubre con horror que ya no
puede controlar a sus bases. De este modo, el impacto en la sociedad
del país se vuelve mucho más severo. Ejemplo de ello es la reacción
violenta contra la Ley de Atención Médica Accesible y el cierre
virtual del gobierno.
La observación del comentarista chino no es del todo novedosa. En
1999, el analista político Samuel P. Huntington advirtió que para
gran parte del mundo Estados Unidos se convertía en la superpotencia
rufiana, y se le veía como la principal amenaza externa a las
sociedades.
En los primeros meses del periodo presidencial de George Bush,
Robert Jervis, presidente de la Asociación Estadunidense de Ciencia
Política, advirtió quea los ojos de gran parte del mundo el primer
Estado rufián hoy día es Estados Unidos. Tanto Huntington como
Jervis advirtieron que tal curso es imprudente. Las consecuencias
para Estados Unidos pueden ser dañinas.
En el número más reciente de Foreign Affairs, la revista líder del
establishment, David Kaye examina un aspecto de la forma en que
Washington se aparta del mundo: el rechazo de los tratados
multilaterales como si fuera un deporte. Explica que algunos
tratados son rechazados de plano, como cuando el Senado votó contra
la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidades en
2012 y el Tratado Integral de Prohibición de Ensayos Nucleares en
1999.
Otros son desechados por inacción, entre ellos los referentes a
temas como derechos laborales, económicos o culturales, especies en
peligro, contaminación, conflictos armados, conservación de la paz,
armas nucleares, derecho del mar y discriminación contra las
mujeres.
El rechazo a las obligaciones internacionales, escribe Kaye, se ha
vuelto tan arraigado que los gobiernos extranjeros ya no esperan la
ratificación de Washington o su plena participación en las
instituciones creadas por los tratados. El mundo sigue adelante, las
leyes se hacen en otras partes, con participación limitada (si
acaso) de Estados Unidos.
Aunque no es nueva, la práctica se ha vuelto más acentuada en años
recientes, junto con la silenciosa aceptación dentro del país de la
doctrina de que Estados Unidos tiene todo el derecho de actuar como
Estado rufián.
Por poner un ejemplo típico, hace unas semanas fuerzas especiales de
Estados Unidos raptaron a un sospechoso, Abú Anas Libi, de las
calles de Trípoli, capital de Libia, y lo llevaron a un barco para
interrogarlo sin permitirle tener un abogado ni respetar sus
derechos. El secretario de Estado John Kerry informó a la prensa que
esa acción era legal porque cumplía con las leyes estadunidenses,
sin que se produjeran comentarios.
Los principios solo son valiosos si son universales. Las reacciones
serían un tanto diferentes, inútil es decirlo, si fuerzas especiales
cubanas secuestraran al prominente terrorista Luis Posada Carriles
en Miami y lo llevaran a la isla para interrogarlo y juzgarlo
conforme a las leyes cubanas.
Sólo los estados rufianes pueden cometer tales actos. Con más
exactitud, el único Estado rufián que tiene el poder suficiente para
actuar con impunidad, en años recientes, para realizar agresiones a
su arbitrio, para sembrar el terror en grandes regiones del mundo
con ataques de drones y mucho más. Y para desafiar al mundo en otras
formas, por ejemplo con el persistente embargo contra Cuba pese a la
oposición del mundo entero, fuera de Israel, que votó junto con su
protector cuando Naciones Unidas condenó el bloqueo (188-2) en
octubre pasado.
Piense el mundo lo que piense, las acciones estadunidenses son
legítimas porque así lo decimos nosotros. El principio fue enunciado
por el eminente estadista Dean Acheson en 1962, cuando instruyó a la
Sociedad Estadunidense de Derecho Internacional de que no existe
ningún impedimento legal cuando Estados Unidos responde a un desafío
a su poder, posición y prestigio.
Cuba cometió un crimen cuando respondió a una invasión estadunidense
y luego tuvo la audacia de sobrevivir a un asalto orquestado para
llevar los terrores de la Tierra a la isla, en palabras de Arthur
Schlesinger, asesor de Kennedy e historiador.
Cuando Estados Unidos logró su independencia, buscó unirse a la
comunidad internacional de su tiempo. Por eso la Declaración de
Independencia empieza expresando preocupación por el respeto decente
por las opiniones de la humanidad.
Un elemento crucial fue la evolución de una confederación
desordenada en una nación unificada, digna de celebrar tratados,
según la frase de la historiadora diplomática Eliga H. Gould, que
observaba las convenciones del orden europeo. Al obtener ese
estatus, la nueva nación también ganó el derecho de actuar como lo
deseaba en el ámbito interno. Por eso pudo proceder a librarse de su
población indígena y expandir la esclavitud, institución tan odiosa
que no podía ser tolerada en Inglaterra, como decretó el distinguido
jurista William Murray en 1772. La avanzada ley inglesa fue un
factor que impulsó a la sociedad propietaria de esclavos a ponerse
fuera de su alcance.
Ser una nación digna de celebrar tratados confería, pues, múltiples
ventajas: reconocimiento extranjero y la libertad de actuar sin
interferencia dentro de su territorio. Y el poder hegemónico ofrece
la oportunidad de volverse un Estado rufián, que desafía libremente
el derecho internacional mientras enfrenta creciente resistencia en
el exterior y contribuye a su propia decadencia por las heridas que
se inflige a sí mismo.
El libro más reciente de Noam Chomsky es Power Systems:
Conversations on Global Democratic Uprisings and the New Challenges
to U.S. Empire. Interviews with David Barsamian (Conversaciones
sobre levantamientos democráticos en el mundo y los nuevos desafíos
al imperio de Estados Unidos). Chomsky es profesor emérito de
lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts
en Cambridge, Mass., EU. (c) 2013, Noam Chomsky Distributed by The
New York Times Syndicate.
Traducción: Jorge Anaya
(Tomado de La Jornada, de México) |